domingo, 6 de marzo de 2011

A propósito de una noticia y dos columnas de opinión

Me parece estar oyendo, cada cuatro años, a los políticos en contienda hablar del venturoso futuro que, en caso de ganar las elecciones presidenciales, le espera a la educación durante el próximo cuatrienio; me parece estar oyendo, en el salón de al lado, al profesor de lengua riñendo a sus alumnos por buscar en el diccionario el significado de una palabra que desconocen, al tiempo que les inocula el germen de la mediocridad y la desidia: “Entiendan el significado a partir del contexto -les dice-”, un ejercicio tan falible e insustancial como la recomendación; me parece estar oyendo al padre de familia que, airado, protesta contra el profesor que reprobó a su hijo por no llevar la tarea o por no haber dado buena cuenta de los temas vistos en clase en un examen; me parece estar oyendo al rector llamando al orden a ese profesor díscolo que pareciera no entender que los muchachos, antes que estudiantes, son clientes de ese colegio del sector privado que, más que institución educativa, es una empresa; me parece estar oyendo a ese estudiante -mejor sería llamarlo alumno- víctima de la exigencia de aquel profesor desconsiderado hablar de él o dirigirse a él en los términos más peyorativos que la obscenidad humana haya inventado; me parece estar oyendo al estudiante de universidad pública negándose en redondo a buscar la forma de adquirir un libro o cualquier material que su profesor le pide que consiga, arguyendo que por no tener plata es por lo que va a una universidad del Estado y que el profesor no tiene derecho a solicitar nada que cueste dinero (dinero que, en muchas ocasiones, está reservado para la rumba del viernes); me parece estar oyendo a los bárbaros de las estaciones radiales juveniles vociferar, con el micrófono a modo de metralleta, contra ese enemigo social en que se ha convertido el profesor, a quien invitan a hacer depositario de las burlas y matonismo de los muchachos; me parece estar oyendo a la sociedad en pleno quejarse de las “múltiples prebendas” de que gozan los profesores, que no deberían tener privilegios que otros trabajadores no tienen -¿acaso hay alguna diferencia entre el que custodia una puerta, recibe llamadas o atiende público en un banco y el que educa o hace como si lo hiciera, a cuarenta inadaptados a la vez?-; me parece estar leyendo, en fin, cientos de editoriales, columnas de opinión y notas periodísticas de todo tipo que buscan sumarse a un debate eterno y sin sustancia que el lector de periódicos -cada día más escaso- puede seguir en las páginas que lee. Pero de los cientos de reflexiones intrascendentes que a propósito de la educación se escriben en diarios y semanarios, algunas logran su cometido: hacer que un profesor con compromiso con su quehacer debata con sus estudiantes los alcances de la noticia, la columna de opinión o el editorial que sí contribuye a la discusión.

El pasado 27 de noviembre apareció en la revista Semana una noticia que me alegró e hizo que mi fe en las posibilidades de la educación despabilara. Con el título de El gigante de los colegios, se exaltó con toda justicia la hazaña pedagógica del Liceo Campo David, una institución educativa ubicada en el sur de Bogotá, cuya infraestructura y situación económica distan mucho de ser las de los colegios más reputados del país, donde se pagan mensualidades considerables y se cobran emolumentos que, al decir del Ministerio de Educación, no son legales aunque tampoco ilegítimos, lo que explica que no se decrete su prohibición.

El vertiginoso ascenso del Liceo Campo David, que comenzó como un preescolar hace solo 24 años y graduó su primera promoción de bachilleres en el año 2001, habiendo ocupado el puesto 521 en el escalafón del ICFES, se entiende gracias a una conjugación de factores que, en materia educativa, obra, si se mantiene en el tiempo, prodigios: afecto y exigencia en iguales proporciones. Pero si a ese híbrido se le suman, además, los métodos propios, el respeto entre los estudiantes y entre estos y sus maestros y el resto de la comunidad educativa, y, por si fuera poco, el trabajo fuera del aula, el resultado tiene que ser el que este modelo de colegio arroja: la excelencia académica, que se traduce en el ingreso de los más de sus estudiantes a las mejores universidades públicas y privadas del país, incluso becados en las más costosas. Faltaría, sin embargo, un elemento imprescindible para la consecución del éxito académico que en la actualidad ostenta el Campo David: la evaluación constante y rigurosa que, en el caso del mejor colegio de Colombia, “se aplica, mes a mes, en cada una de las asignaturas”, pues sus directivos y cuerpo docente entienden que un proceso examinador serio y permanente, “además de mostrar fortalezas y debilidades, hace que los estudiantes estén familiarizados con este tipo de evaluaciones”.

La hueca palabrería de muchas doctrinas pedagógicas y de otros tantos libros sobre el tema y de no menos artículos de prensa que creen constituir la panacea para los enormes problemas que enfrenta la educación en todos los niveles debería sonrojarse ante la contundencia de los logros de una comunidad educativa que ha conseguido sacudirse de encima el fardo de la mediocridad y el menor esfuerzo, que en términos muy generales caracteriza la mala educación que se imparte en las aulas de, por desgracia, demasiados colegios y universidades. Y debería sonrojarse porque los representantes del Liceo Campo David sí saben lo que dicen cuando declaran que “la educación es el único y más amplio sendero para transformar cualquier vida y cualquier sociedad, y eso es lo que somos”.

(Lamentablemente, y como nada parece ser perfecto en la vida, tengo que referir una anécdota que no sé si calificar de infortunada o de vergonzosa. Impresionado por la noticia, quise establecer contacto con los directivos del colegio por ver si era posible que se me diera el permiso para, en compañía de algunos buenos estudiantes de la Universidad Pedagógica Nacional, donde trabajo hace cerca de cinco años, visitar las instalaciones del Campo David y conocer de primera mano la proeza que encarna su institución. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando, como respuesta a mi cordial y elogioso correo electrónico, recibí uno lacónico e impersonal -en el que me comunicaban su negativa-, que, no obstante, habría estado dispuesto a pasar por alto si no hubiera adolecido de tan mala puntuación. Creo que hice mal al creer en las palabras del rector y fundador del colegio, Henry Romero, cuando declaró para el artículo de Semana: “De nada nos sirve tener los mejores resultados si no podemos compartir nuestra experiencia…”. No quiero pensar que, en tan poco tiempo, un triunfo que hay que refrendar para convertirlo en prestigio se les haya subido a la cabeza).

Cada vez que nuestros estudiantes son evaluados en el exterior, Colombia queda relegada, prácticamente sin excepción, a uno de los últimos lugares. Un buen ejemplo de este fracaso lo trae a cuento Semana.com en una columna de opinión del 9 de diciembre de 2010, firmada por Julián Cubillos, quien no pudo haber escogido un título más a propósito para abordar un problema endémico de nuestra educación: El profesor buena papa. Un espécimen que prolifera, disfrazado de genuina o fingida bondad, en parvularios, escuelas elementales, colegios de bachillerato, institutos de educación no formal, universidades de garaje y de prestigio, etcétera, etcétera. No el único pero sí el mayor responsable de la debacle académica que a continuación resume Cubillos: “Muchos estudiantes, padres y algunos directivos de instituciones parecieran no estar de acuerdo con la reprobación”. Una afirmación a la que yo, no obstante, le cambiaría algunas palabras para retratar con más exactitud la magnitud del desastre. No se trata de que “muchos estudiantes, padres y algunos directivos” parezcan estar en desacuerdo con la reprobación, sino que abominan de ella y la condenan sin complejos.

Para el muchacho, la obligación de repetir una asignatura representa, no la oportunidad de desandar lo mal andado, sino un posible conflicto familiar que puede echar por tierra la inminencia de unas vacaciones descansadas o un premio que el conductismo del padre o la madre o de ambos promete. Pese a saber -aunque no reconocer- que su profesor lleva razón en eso de que los objetivos del curso no se alcanzaron, el estudiante medio -huelga decir que hay valiosas excepciones- apela, en ocasiones, a “todas las formas de lucha” para salvar la materia: la súplica, el soborno, la amenaza e, incluso, las vías de hecho si llegare a ser preciso. Pero, eso sí, indefectiblemente al desprestigio de aquel a quien quiere ver y hacer ver -seguramente no faltarán los casos en que lo sea- como al peor de sus victimarios y enemigos.

Los padres del futuro repitente, por su parte, sienten que, al tener que cursar la materia nuevamente, su hijo se va quedando rezagado con respecto a sus compañeros. Culpan, de viva voz o para sus adentros, a ese profesor que no es capaz de entender el esfuerzo económico que supone mandar ese hijo a clase, y todo para que pierda. Muy rara vez ese padre de familia se detiene a pensar que una buena educación no consiste en graduarse cuanto antes de un colegio o una universidad, sino en hacerlo ojalá con honores o, al menos, con decoro.

Pero si los dos casos que acaban de describirse llegan a ser comprensibles de algún modo, no lo es, bajo ningún concepto, el de los directivos que combaten, solapada o desenbozadamente, la reprobación académica. Ellos, en su calidad de educadores, están en la obligación de saber lo lesiva que resulta la indulgencia en la evaluación o su abolición (opción por la que optan muchos de esos profesores “buenas papas” de que habla Julián Cubillos). Porque cuando un directivo aboga en favor de los estudiantes que merecen repetir una asignatura para que no lo hagan, aboga, en realidad, por el futuro de su negocio -los dueños de instituciones privadas- o por la estabilidad de su posición -los directivos de instituciones públicas-. El directivo, al contrario que el estudiante y el padre de familia, no puede escudarse tras una fingida ignorancia para propiciar impunemente la ley del mínimo esfuerzo y la abulia intelectual.

Ahora bien, intentar caracterizar eso que Cubillos llama “el profesor buena papa” puede resultar dispendioso, pero bien merece la pena. Los matices recorren todos los registros, desde aquel gran profesor universitario que, experto en su especialidad, está tan embebido en ella y pagado de ella que no tiene tiempo siquiera de pensar en los narratarios de su discurso, casi siempre receptores pasivos del conocimiento de alguien que no percibe en ellos interlocutores válidos con los que someter a debate ese conocimiento que debe asumirse como verdad incuestionable, hasta el profesor por accidente que, tal vez para escurrirle el bulto a un apremio económico, recala, sin querer, en la docencia. Ni para el primero ni para el segundo la evaluación cuenta en gran medida, bien sea porque cualquier respuesta se antoja insuficiente para tanta sabiduría, o porque hay conciencia de que, ante la precariedad de la enseñanza que se imparte, la evaluación debe ser, asimismo, poco ambiciosa. En medio de estos dos extremos de la escala, hay muchísimos otros comparsas de la enseñanza. Como aquel profesor que, habiendo cultivado la mediocridad y el atajo en sus años de estudiante universitario de pedagogía, sigue aferrado a esos salvavidas para ir tirando sin que le cueste mucho; o este otro que, temeroso del juicio desfavorable de sus estudiantes, hace de las calificaciones que otorga una feria del despilfarro en que la más mezquina es un 4.8 sobre 5; o ese de allá que, sin ruborizarse apenas y debido a que traspapeló las evaluaciones que sus estudiantes le presentaron en el desorden de su cotidianidad, opta, para satisfacción de casi todos, por un cinco en general para “un grupo que tan bien lo hizo”. Uno y otro, los unos y los otros, con independencia de cuánto sepan o ignoren, le hacen el mismo favor a la educación, con la que no están de veras comprometidos: un flaquísimo favor. Y todo flaco favor es, dejando a un lado los eufemismos, un perjuicio.

Suscribo, dicho todo lo anterior y sin cortapisas, la conclusión del artículo de Julián Cubillos -que sin embargo no funge como conclusión de la presente reflexión-, la cual no peca, como podrían sostener algunos, de alarmista o desmesurada: “En suma, el profesor buena papa es, por lo general, un pésimo profesor: un completo artífice del subdesarrollo”.

Pero justo es decirlo: en un mundo globalizado como el que nos tocó en suerte, donde prácticamente nada está exento de sufrir los efectos de la universalización, la educación no podía ser la salvedad. Y al no ser la excepción, es imperioso reconocer que esa categoría magistral bautizada por Julián Cubillos como “profesor buena papa” existe tanto en países que adolecen de subdesarrollo crónico o transitorio, como en el mismísimo Primer Mundo, de donde el flamante Nobel peruano de literatura Mario Vargas Llosa toma el ejemplo con que ilustró su columna de opinión del 26 de julio de 2009 en El País de España, que lleva por título Prohibido prohibir. En ella, el escritor, valiéndose de un interdiscurso disciplinar, como suele hacer en sus artículos quincenales del periódico más leído de habla hispana, aborda el gran problema que aqueja a la educación desde hace ya unas cuantas décadas, y que puede definirse como la pérdida de autoridad del maestro, sin la cual se ve reducido, como prueba la alusión histórica de la siguiente cita, a convertirse en un comparsa de la enseñanza: “Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo…”. (¿Acaso no es el típico profesor “buena papa” uno que, para evitarse el engorro de las necesarias jerarquizaciones -fundamentales cuando se trata de procesos de aprendizaje-, resuelve no poner calificaciones que verdaderamente reflejen -o intenten hacerlo- el esfuerzo y los resultados de cada estudiante, y, al no hacerlo, no reprobar a aquellos muchachos que merecen repetir el curso?)

Mayo del 68 no es, empero y de acuerdo con el análisis del autor de La ciudad y los perros (un hito literario de eso que dio en llamarse bildungsroman o novela de formación, de aprendizaje o de educación), el origen del desbarrancadero por el que se despeñó la autoridad docente -no solo esa-, sino la consecuencia de una buena intención y un sueño lícito aunque con nefastos resultados: la intención de algunos teóricos -sociólogos, filósofos, antropólogos e historiadores, entre otros- de propiciar la disolución de toda suerte de personificación de autoridad opresora para materializar el sueño de erigir, sobre las ruinas del anterior, un mundo académico -y ojalá real- desjerarquizado y en consecuencia igualitario, en el que algún día -once años más tarde- los muchachos pudieran espetarles a sus profesores eso que todavía hoy se entona con pasión adolescente: “We don’t need no education / we don’t need no thought control / no more sarcasm in the classroom / teacher leave them kids alone…”. Y pese a tanta rebeldía por demás justificable en un principio, el propósito de dicha efervescencia histórica y revolucionaria parió, en lugar de ese sueño libertario y creativo que le arrebataría el cetro al autoritarismo de la escuela-panóptico y el maestro-guardián, un leviatán que todo echó por tierra, como con elocuente laconismo lo resume nuestro Nobel peruano: “El eslogan de mayo del 68 extendió al concepto de autoridad su partida de defunción y legitimó la idea de que toda autoridad es sospechosa. No destruyó el Estado, pero sí la educación”. Una destrucción que, una vez echada a andar, ya no tiene reversa.

Para los que discrepen de una lectura que les puede parecer demasiado apocalíptica, tal vez el ejemplo con que Llosa ilustra su columna logre atenuar siquiera un poco su recelo: un liceo enclavado en las afueras de París en el que se hacinan los problemas sociales y sus víctimas, que, al mezclarse, precipitan su estallido: robos, violaciones, matonismo, golpizas a profesores…; desmanes que convierten ese colegio de secundaria, en particular, y todos los que como él funcionan, en general, “en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes”, de las cuales muchos de nuestros colegios públicos y algunos privados son ejemplos irrebatibles. Lugares que, por no impartir la educación a que se deben, terminan por convertirse en correccionales donde priman la fuerza y la violencia, que deberían ser meras contingencias tratándose de instituciones educativas.

Es decir que la buena intención y el sueño de tantos sabios de la época -lo digo sin ningún tipo de malicia- no solo engendraron el leviatán que amenaza seriamente los intereses de una buena educación -ese sí un ideal plausible-, sino una paradoja que mejor explica la pluma del columnista y escritor: “El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de “nadie sabe para quién trabaja”. Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación, ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos”.

¿De dónde se deriva entonces el éxito educativo del Liceo Campo David -que sí sabe para qué y para quién trabaja-, un colegio que está a caballo entre lo público y lo privado? Que cada cual saque sus conclusiones, que aquí se hace lo propio: del hecho de que, a diferencia de los colegios del sector público, el colegio en cuestión no sufre los progresivos recortes presupuestales que cada nuevo año se le infligen a la educación que subvenciona el erario; del hecho de que sus profesores, imbuidos de que una educación de excelencia es antes que nada competitiva, no les insuflan a sus estudiantes el germen de la mediocridad y la desidia; del hecho de que los padres de familia de los muchachos que allí estudian, conscientes de que una educación de calidad supone que se puede aprobar o reprobar una materia e incluso el año escolar, no se enemistan con los maestros de sus hijos cuando los resultados no son los esperados; del hecho de que sus directivos no condicionan a los profesores para que ayuden, mediante la evaluación laxa y la falta de rigor, a que prevalezca el negocio de la educación sobre la enseñanza; del hecho de que los estudiantes que deben repetir una asignatura o el año escolar inclusive, dados los resultados insatisfactorios de sus procesos de aprendizaje, no lanzan improperios de los peores calibres contra esos profesores que los reprueban; del hecho de que los padres de familia, sabedores de que la excelencia académica que quieren para sus hijos comporta sacrificios económicos, no escatiman en gastos pese a no ser adinerados; del hecho de que sus estudiantes, de veras empeñados en aprehender, no le dedican todo su tiempo al malsano ocio de los programas radiales o la televisión que deseducan, y del hecho de que su comunidad educativa en pleno, agradecida con sus maestros por su invaluable labor y su apostolado, les restituye la dignidad perdida sin remedio en tantas otras instituciones y los recompensa en la medida de sus posibilidades, para que, incentivados de veras, sigan liderando la tarea de construir escuela y país.

No hay comentarios:

Publicar un comentario