1. LA EPIFANÍA DE LA CEGUERA
“...los hombres somos como ciegos que salen de cacería,
andamos a tientas para aprehender lo que está echado delante,
y sólo retenemos los hechos que somos capaces
de explicar;
los otros, los que no se avienen al numen de
nuestra vivencia
fundamental, los desechamos; somos incapaces de
captarlos.”
(Wainerman, 34)
La palabra epifanía alude a
una aparición o a una manifestación de alguien -una deidad- o de algo revelador que causa gran júbilo u
honda consternación, y el ungüento que resulta de su mezcla es el asombro que
suscita la irrupción inusitada: la irrupción de la ceguera.
Ya no pudo ver el disco amarillo. Ni
la señal roja. Ni la silueta del hombre verde en el indicador del paso de
peatones. Acaso todo ello fuera ya parte de su recuerdo. Estaba ciego: “Estoy
ciego, estoy ciego.” (Ensayo, 11) Y la desesperación con que es
proferida aquella sentencia, “pierde eficacia, envuelta en dispendiosas
minucias” (Narváez, 83), así como en la repetición incesante del malhadado
vocablo, que termina por tornarse odioso.
El ciego (que más adelante será
apenas un ciego) que llora, que implora, que rehúsa ir a un hospital,
que sólo quiere que se lo acompañe hasta la puerta de su casa, que murmura y
vuelve a llorar, que dice verlo todo blanco, que agradece, que reflexiona, que
percibe la inercia del motor de su carro, que agita las manos ante la cara, que
arrastra los pies y tropieza, que cree poder arreglárselas para llegar desde el
portal de su casa hasta el tercer piso donde queda su apartamento, que vuelve a
agradecer, que tantea las llaves por ver si encuentra la correcta, que recela y
declina la ayuda que se le ofrece, es apenas una pobre alegoría de la
impotencia. Pero de una impotencia propuesta y a la vez descuidada por el
autor.
Aquel primer ciego, no obstante el
estado de postración e indefensión en que se lo quiso mostrar en la
primigénesis de su afección y al que será arrojado definitivamente en adelante,
puede no sólo percibir sino discernir el “ruido” de un ascensor que baja, detras
de la puerta cerrada de su apartamento: inverosímil y absurda pamema. No bien
el lector consigue volver de su estupor, una pamplina semejante le salta a los
ojos: tras tumbar un florero en su comienzo en aquel mundo níveo y acometer el
reconocimiento del estropicio al tacto, logra, haciendo pinza con dos dedos de
una mano, extraer un pedazo de cristal que se le había clavado en la otra. Dos
“hazañas” que no escapan a las posibilidades de un ciego (no cualquiera)
habituado a su ceguera, pero sí a las del mal blanco, que se amanceba con la
incapacidad, de la que se olvida el autor impunemente en ocasiones como esta.
No bien pasados 30 minutos de su
desgracia, el primer ciego, ese mismo, cual si llevara sumido meses en su
océano de leche, da en reflexionar que “... la oscuridad en que los ciegos
vivían, no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que
llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de
las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro.” (Ensayo, 16), que
contrasta con las líneas precedentes en que, rememorando un juego de
adolescencia, llega a la conclusión de que la ceguera es “sin duda una terrible
desgracia” (Ensayo, 15)
Estas fisuras en el discurso de la
novela sin duda se parecen a las del discurso de su autor, que es capaz de
opiniones tan contradictorias como las siguientes:
“In my opinion, each word in itself is a story. The
words we utter between the moment we get out of bed in the morning and the
moment we go back there at night, as well as the words of dreams or those that
try to describe dreams, all constitute a story that is concurrently rational
and crazy, coherent or fragmentary, and as such can at any moment be structured
and articulated into a story, whether written or not.”[1]
(Saramago, 2006)
“...las palabras no son más que las palabras y, a
propósito, a veces digo que ninguna palabra es poética en sí misma y que lo que
la hace poética es la palabra que está al lado, interactuando, es como si una
palabra regala y da algo a la que la sigue o la precede.” (Jitrik, 2006)
El texto, por alimentarse de
palabras, como sus conceptos -los del autor-, vacila, trastabilla. Cualquier
incauto “leedor”, ofuscado por la Apocalipsis de la trama, podría espetarle a
quien tantea entre estas líneas que lo que aquí se revela como fisuras no son
sino contrasentidos puestos allí a capricho por el escritor. Siento discrepar:
según se avanza, de entre los pliegues del discurso afloran boquetes por entre
los que se cuelan infinitas flaquezas literarias.
Demasiado rápido agotará Saramago su
muy escaso saber sobre los ciegos (“ignorance is truly the greatest of all
tragedies”[2];
Jernigan, 2006), luego se verá obligado a someter “...a los personajes a unas
experiencias y condiciones de vida tan brutales, que éstos deben dejar de lado
las consideraciones filosóficas, políticas e, incluso, religiosas, para
dedicarse a sobrevivir.” (Barragán, 4)
Es cierto que las experiencias son
brutales: a los personajes se los intenta desantropomorfizar, y por tal razón
(me veo forzado a disentir nuevamente), no es que dejen de lado las
reflexiones. Se trata simplemente de que, vaciados de casi toda condición
humana, son incapaces siquiera de lucubrar. Y así, dando dubitativos pasos de
ciego “advenedizo”, se presenta el mal blanco ante el sobrecogido “adventure
lover” y el desconcertado lector.
No dubitemos nosotros en pasar
adelante y ver de qué va la epifanía en el Informe:
Fernando Vidal, instalado en aquel
presente de 1947, frente a Plaza Mayo, la vio: “Delante de mí, enigmática y
dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas.” (Informe,
289) Ella es quien intuye su cercanía y lo sabe presente; lo desabstrae y lo
convoca a su presencia; lo fuerza a detenerse y a mirarla: su pétreo rostro y
su inefable expresión. Fascinante y sobrecogedora se le antoja a Vidal la ciega
que le observa “con toda su cara” (Informe, 290)
Cierta de que allí está, pues lo ve,
hace que el tiempo no transcurra ni destranscurra, sino que se paralice, sí,
como Vidal, porque aquí, en la novela de Sábato, ellos no sólo ven o parecen
hacerlo, sino que vigilan, ubicuos, a los hombres. Disipada la fascinación, no
le queda otro recurso que huir, aterrado, hacia la muerte.
Indagar en la ceguera es indagar en
lo desconocido, en lo pavoroso. Y para hacerlo, Vidal debe vigilarlos. No
ignora su jerarquía; los reconoce como Organización, como Logia. Sabe que debe
andarse con tiento: no desconoce que sus enemigos espían, e incluso que pueden
decidir sobre su destino, sobre su vida, como a la postre lo hacen. No ignora
que la Secta de los ciegos levita, invisible, tras defensas exteriores que, por
razones de incauta compasión o de soterrado poder, la protegen, la escoltan.
Para acceder al “mundo de los
ciegos” es preciso violar el Gran Secreto, pero debe hacerse si de veras se
pretende llegar hasta “... esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes
empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.” (Informe,
290, 291)
¿De qué verdad se nos habla aquí?
¿Será acaso la de que “al decir de los místicos, el que nombra la Divinidad y
la utiliza en su provecho lo paga con la condena eterna o la locura”
(Wainerman, 13), que él bien conoce? De cualquier modo, hacerse con la verdad
trae consigo la muerte. Sabedor de aquel destino, marcha en pos de ella: se
interna, como Dante, en “las regiones prohibidas” donde empieza a reinar la
oscuridad metafísica, y donde se agita una multitud de seres abominables, de
los cuales “... los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.”
(Informe, 292)
El lector de Sábato sabe que, junto
con Vidal, corre el riesgo de perecer, pero poco le interesa. Cegado por tanta
luz, avanza, temerario, hacia el abismo.
Acabamos de concurrir a la epifanía
de dos “cegueras” diferentes, que son la manifestación de dos disímiles formas
de concebir la metáfora. Saramago construye un personaje (el primer ciego) que
al pronto metamorfosea sin apenas percatarse, lo cual acusa improvisación y
ligereza: el tacto que le permite reconocer llaves y orientarse -sin
aprendizaje previo- en el desconcierto y la fatalidad de lo desconocido -la
incipiente ceguera-, lo mismo que el poderoso oído de ciego de nacimiento que
como por ensalmo escucha ascensores que descienden a la distancia y tras
puertas cerradas, le son retirados de golpe y porrazo, para dejarlo caer (junto
con los demás ciegos que hasta este punto nos han hurtado su monolítico rostro)
en la desesperanza de su postración. Sábato, a su turno, se apuntala en una
caracterización que desde el primer encuentro a bocajarro de Vidal con la ciega
en Plaza Mayo tendrá la misma catadura: ciegos que paralizan con su mera
presencia; ciegos dotados de los mismos poderes que rozan lo supraterrenal,
pero individualizados por jerarquías, a las que se hará referencia en su debido
momento.
[1] (A mi juicio, cada palabra
es una historia: Así las que proferimos cuando comienza el día o éste termina,
como las de los sueños o las que intentan describirlos. Todas y cada una de
ellas constituyen una historia que es a un mismo tiempo racional o trastornada;
coherente o inconexa, cuyas posibilidades van de lo escrito a lo oral.) Todas
las traducciones del inglés al español son mías.
[2] (La ignorancia es sin lugar
a dudas el peor de todos los infortunios)
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