sábado, 26 de marzo de 2011

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (II)

1. LA EPIFANÍA DE LA CEGUERA

“...los hombres somos como ciegos que salen de cacería,
andamos a tientas para aprehender lo que está echado delante,
y sólo retenemos los hechos que somos capaces de explicar;
los otros, los que no se avienen al numen de nuestra vivencia
fundamental, los desechamos; somos incapaces de captarlos.”
(Wainerman, 34)


La palabra epifanía alude a una aparición o a una manifestación de alguien -una deidad-  o de algo revelador que causa gran júbilo u honda consternación, y el ungüento que resulta de su mezcla es el asombro que suscita la irrupción inusitada: la irrupción de la ceguera.

Ya no pudo ver el disco amarillo. Ni la señal roja. Ni la silueta del hombre verde en el indicador del paso de peatones. Acaso todo ello fuera ya parte de su recuerdo. Estaba ciego: “Estoy ciego, estoy ciego.” (Ensayo, 11) Y la desesperación con que es proferida aquella sentencia, “pierde eficacia, envuelta en dispendiosas minucias” (Narváez, 83), así como en la repetición incesante del malhadado vocablo, que termina por tornarse odioso.

El ciego (que más adelante será apenas un ciego) que llora, que implora, que rehúsa ir a un hospital, que sólo quiere que se lo acompañe hasta la puerta de su casa, que murmura y vuelve a llorar, que dice verlo todo blanco, que agradece, que reflexiona, que percibe la inercia del motor de su carro, que agita las manos ante la cara, que arrastra los pies y tropieza, que cree poder arreglárselas para llegar desde el portal de su casa hasta el tercer piso donde queda su apartamento, que vuelve a agradecer, que tantea las llaves por ver si encuentra la correcta, que recela y declina la ayuda que se le ofrece, es apenas una pobre alegoría de la impotencia. Pero de una impotencia propuesta y a la vez descuidada por el autor.

Aquel primer ciego, no obstante el estado de postración e indefensión en que se lo quiso mostrar en la primigénesis de su afección y al que será arrojado definitivamente en adelante, puede no sólo percibir sino discernir el “ruido” de un ascensor que baja, detras de la puerta cerrada de su apartamento: inverosímil y absurda pamema. No bien el lector consigue volver de su estupor, una pamplina semejante le salta a los ojos: tras tumbar un florero en su comienzo en aquel mundo níveo y acometer el reconocimiento del estropicio al tacto, logra, haciendo pinza con dos dedos de una mano, extraer un pedazo de cristal que se le había clavado en la otra. Dos “hazañas” que no escapan a las posibilidades de un ciego (no cualquiera) habituado a su ceguera, pero sí a las del mal blanco, que se amanceba con la incapacidad, de la que se olvida el autor impunemente en ocasiones como esta.

No bien pasados 30 minutos de su desgracia, el primer ciego, ese mismo, cual si llevara sumido meses en su océano de leche, da en reflexionar que “... la oscuridad en que los ciegos vivían, no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro.” (Ensayo, 16), que contrasta con las líneas precedentes en que, rememorando un juego de adolescencia, llega a la conclusión de que la ceguera es “sin duda una terrible desgracia” (Ensayo, 15)

Estas fisuras en el discurso de la novela sin duda se parecen a las del discurso de su autor, que es capaz de opiniones tan contradictorias como las siguientes:

“In my opinion, each word in itself is a story. The words we utter between the moment we get out of bed in the morning and the moment we go back there at night, as well as the words of dreams or those that try to describe dreams, all constitute a story that is concurrently rational and crazy, coherent or fragmentary, and as such can at any moment be structured and articulated into a story, whether written or not.”[1] (Saramago, 2006)

“...las palabras no son más que las palabras y, a propósito, a veces digo que ninguna palabra es poética en sí misma y que lo que la hace poética es la palabra que está al lado, interactuando, es como si una palabra regala y da algo a la que la sigue o la precede.” (Jitrik, 2006)

El texto, por alimentarse de palabras, como sus conceptos -los del autor-, vacila, trastabilla. Cualquier incauto “leedor”, ofuscado por la Apocalipsis de la trama, podría espetarle a quien tantea entre estas líneas que lo que aquí se revela como fisuras no son sino contrasentidos puestos allí a capricho por el escritor. Siento discrepar: según se avanza, de entre los pliegues del discurso afloran boquetes por entre los que se cuelan infinitas flaquezas literarias.

Demasiado rápido agotará Saramago su muy escaso saber sobre los ciegos (“ignorance is truly the greatest of all tragedies”[2]; Jernigan, 2006), luego se verá obligado a someter “...a los personajes a unas experiencias y condiciones de vida tan brutales, que éstos deben dejar de lado las consideraciones filosóficas, políticas e, incluso, religiosas, para dedicarse a sobrevivir.” (Barragán, 4)

Es cierto que las experiencias son brutales: a los personajes se los intenta desantropomorfizar, y por tal razón (me veo forzado a disentir nuevamente), no es que dejen de lado las reflexiones. Se trata simplemente de que, vaciados de casi toda condición humana, son incapaces siquiera de lucubrar. Y así, dando dubitativos pasos de ciego “advenedizo”, se presenta el mal blanco ante el sobrecogido “adventure lover” y el desconcertado lector.

No dubitemos nosotros en pasar adelante y ver de qué va la epifanía en el Informe:

Fernando Vidal, instalado en aquel presente de 1947, frente a Plaza Mayo, la vio: “Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas.” (Informe, 289) Ella es quien intuye su cercanía y lo sabe presente; lo desabstrae y lo convoca a su presencia; lo fuerza a detenerse y a mirarla: su pétreo rostro y su inefable expresión. Fascinante y sobrecogedora se le antoja a Vidal la ciega que le observa “con toda su cara” (Informe, 290)

Cierta de que allí está, pues lo ve, hace que el tiempo no transcurra ni destranscurra, sino que se paralice, sí, como Vidal, porque aquí, en la novela de Sábato, ellos no sólo ven o parecen hacerlo, sino que vigilan, ubicuos, a los hombres. Disipada la fascinación, no le queda otro recurso que huir, aterrado, hacia la muerte.

Indagar en la ceguera es indagar en lo desconocido, en lo pavoroso. Y para hacerlo, Vidal debe vigilarlos. No ignora su jerarquía; los reconoce como Organización, como Logia. Sabe que debe andarse con tiento: no desconoce que sus enemigos espían, e incluso que pueden decidir sobre su destino, sobre su vida, como a la postre lo hacen. No ignora que la Secta de los ciegos levita, invisible, tras defensas exteriores que, por razones de incauta compasión o de soterrado poder, la protegen, la escoltan.

Para acceder al “mundo de los ciegos” es preciso violar el Gran Secreto, pero debe hacerse si de veras se pretende llegar hasta “... esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.” (Informe, 290, 291)

¿De qué verdad se nos habla aquí? ¿Será acaso la de que “al decir de los místicos, el que nombra la Divinidad y la utiliza en su provecho lo paga con la condena eterna o la locura” (Wainerman, 13), que él bien conoce? De cualquier modo, hacerse con la verdad trae consigo la muerte. Sabedor de aquel destino, marcha en pos de ella: se interna, como Dante, en “las regiones prohibidas” donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, y donde se agita una multitud de seres abominables, de los cuales “... los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.” (Informe, 292)

El lector de Sábato sabe que, junto con Vidal, corre el riesgo de perecer, pero poco le interesa. Cegado por tanta luz, avanza, temerario, hacia el abismo.

Acabamos de concurrir a la epifanía de dos “cegueras” diferentes, que son la manifestación de dos disímiles formas de concebir la metáfora. Saramago construye un personaje (el primer ciego) que al pronto metamorfosea sin apenas percatarse, lo cual acusa improvisación y ligereza: el tacto que le permite reconocer llaves y orientarse -sin aprendizaje previo- en el desconcierto y la fatalidad de lo desconocido -la incipiente ceguera-, lo mismo que el poderoso oído de ciego de nacimiento que como por ensalmo escucha ascensores que descienden a la distancia y tras puertas cerradas, le son retirados de golpe y porrazo, para dejarlo caer (junto con los demás ciegos que hasta este punto nos han hurtado su monolítico rostro) en la desesperanza de su postración. Sábato, a su turno, se apuntala en una caracterización que desde el primer encuentro a bocajarro de Vidal con la ciega en Plaza Mayo tendrá la misma catadura: ciegos que paralizan con su mera presencia; ciegos dotados de los mismos poderes que rozan lo supraterrenal, pero individualizados por jerarquías, a las que se hará referencia en su debido momento.


[1] (A mi juicio, cada palabra es una historia: Así las que proferimos cuando comienza el día o éste termina, como las de los sueños o las que intentan describirlos. Todas y cada una de ellas constituyen una historia que es a un mismo tiempo racional o trastornada; coherente o inconexa, cuyas posibilidades van de lo escrito a lo oral.) Todas las traducciones del inglés al español son mías.
[2] (La ignorancia es sin lugar a dudas el peor de todos los infortunios)

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