domingo, 7 de septiembre de 2014

Diccionario de párrafos en torno a la educación

Este ejercicio de escritura concreta y de reflexión constante (todo diccionario se construye a diario) persigue dos finalidades. Por un lado, la de orientar a mis estudiantes en la comprensión de lo que es un párrafo y de la importancia que tiene por sí solo o como parte de textos más exigentes y desde luego de mayor extensión: composiciones, artículos de prensa, reseñas, ensayos, tratados… Por otro, la de alimentar a menudo este proyecto con nuevas conclusiones (jamás definitivas) sobre la maravillosa, si bien demasiado ardua, misión de la enseñanza.


Las actitudes del que aprende, frente a sus aptitudes

Hay estudiantes en absoluto dispuestos para el aprendizaje, aunque dotados de extraordinario talento. Hay estudiantes siempre dispuestos para el aprendizaje, aunque dotados de escaso talento. Hay estudiantes poco dispuestos y poco talentosos. Pero existen -cada vez menos para ser honesto- algunos que hacen gala de ambos. Para el educador que soy, los primeros no pasan de ser molestas presencias en clase; los segundos, un motivo de esfuerzo docente constante que merece la pena; los terceros, meros convidados de piedra mientras que los últimos, por desgracia tan infrecuentes pero por ello tan estimados, representan el vigor de mi debilitada fe en la enseñanza.


La asistencia a clase del estudiante universitario: vital solo si se sabe a qué se va

No exagero si aseguro que, tras la primera semana de clases en cualquiera de las universidades en que enseño y aprendo, puedo aventurar un pronóstico -con un reducido margen de error- en relación con cada uno de mis estudiantes. Las predicciones que me formulo y que solamente comparto con alguien (¡siempre con ella!), rara vez fallan o me desmienten. Sé, por ejemplo, quién está en el aula forzado por sus padres o por las circunstancias que sean y quién está allí sentado de resultas del interés, de la convicción o de la vocación, cuando no de los tres. De modo que, al concluir cada semestre, doy en que las aulas más desiertas fueron aquellas en que los muchachos interesados, convencidos o con vocación brillaron por su ausencia.


La asistencia a clase del profesor de universidad pública: un asunto de ética

Si se hiciera un estudio estadístico sobre el absentismo laboral de quienes ejercen la docencia en universidades privadas y públicas, los resultados concluirían que es en las segundas donde los muchachos pierden más clases. Y son dos razones las que explican, a mi juicio, el fenómeno. Por un lado, el hecho incontestable de que los salarios que perciben los catedráticos del sector público son inferiores a los que devengan sus colegas en las universidades privadas de mayor prestigio, disparidad pecuniaria que se convierte a veces en la excusa para no cumplir o para cumplir a medias con las responsabilidades que se derivan de la enseñanza, impártase donde se imparta. Por otro, la escasa o nula veeduría que ejercen sobre sus profesores los estudiantes que, por no sentirse clientes, piensan y sienten que la labor de sus maestros es más un apostolado que un trabajo formal. Una realidad remunerativa y una desnaturalización conceptual que no debieran -pero que consiguen- justificar la falta de principios del que gradúa su compromiso según la paga.


La autonomía del estudiante: del blablablá de muchos a la eficacia de muy pocos

Si de los políticos dijo con acierto alguien que hacen campaña en verso y gobiernan en prosa, ¿qué se debería decir entonces de tantos profesores que repiten a todo momento términos tales como “aprendizaje autónomo”, “alta calidad”, “excelencia”, “pensamiento crítico”; “pensamiento crítico”, “excelencia”, “alta calidad” y “aprendizaje autónomo”, pero cuyas clases no son ejemplo de lo uno ni de lo otro? Que su quehacer en el aula, como esos actos preelectorales, es mera retórica y floritura, y que su uso de ese lenguaje ambicioso no tiene nada qué ver con la exigencia, la cual es el origen de la auténtica autonomía. Maestros hay en cambio que, partiendo del ejemplo que constituyen sus prácticas profesionales, educan a sus estudiantes en el inconformismo del que siempre espera y aspira a dar más de sí, así como en la conciencia de que esa esperanza y esa aspiración requieren dosis elevadísimas de esfuerzo y entrega del que aprende. Con el que no se deben tener (lo saben los segundos mas no los primeros) contemplaciones académicas si lo que de veras se pretende es que pueda llegar a prescindir algún día de la orientación pedagógica para la construcción y el perfeccionamiento de sus conocimientos.


Calificar con apego al rigor académico: sinónimo de justicia en el aula

Ese ejercicio docente que consiste en “juzgar el grado de suficiencia o la insuficiencia de los conocimientos demostrados por un alumno u opositor en un examen o ejercicio” pierde, cada día que pasa y por desgracia, más adeptos y defensores. Y los pierde por distintos motivos. Que van del temor que experimenta el profesor por una posible represalia de sus estudiantes en la evaluación docente, a perder su empleo como consecuencia de los pobres resultados en dichas evaluaciones, pasando por el deseo de ser popular en el colegio o en la facultad. Olvidan los que reparten cuatros y cincos a diestra y siniestra que la nota del mediocre y del negligente jamás debe ser la misma que la del esforzado, para no mencionar al excelente, cuya calificación -no necesariamente un cinco- debe encabezar, al final del año escolar o del semestre, una lista que ligue nombres propios con números, en un orden estrictamente descendente. Porque así como no se les paga, en las sociedades “justas” e “igualitarias” el mismo salario a los empleados con más méritos laborales que a los de menos, los educadores estamos en la obligación de compensar con las calificaciones más altas el desempeño académico de los mejores y de castigar con las más bajas -que habrán de ser reprobatorias- la abulia y el facilismo de los desentendidos, reservándonos las notas medias -solo si cabe el caso- para quienes, sin facilitárseles la asignatura, hacen un esfuerzo genuino de principio a fin.


Un no rotundo a las chapuzas en la escuela

¿Corregir para quién?

Siempre me ha parecido curioso (cuando se trata de niños o adolescentes) o molesto (tratándose de adultos) que lo primero -y en ocasiones lo único- que buscan los ojos de quien acaba de recibir una evaluación de manos de su profesor sea la nota. La cual, en caso de ser alta, produce, casi sin excepción, la misma reacción: una exclamación de júbilo, seguida por el consiguiente e inmediato olvido del papel, que va a parar en el fondo del morral del estudiante e incluso, lo digo porque lo he presenciado muy a menudo, en el fondo de la caneca más a mano, convertido en amasijo informe. Para mí, que corrijo cada uno de mis exámenes con el rigor y el detenimiento con que imparto mis clases, semejante gesto de desdén e incuria me hace sufrir y preguntarme cuál es la razón de que tantos estudiantes de todas las edades no les presten casi ninguna atención a las correcciones si la calificación les satisfizo, y que apenas les presten alguna (solo con el fin de ver cómo mejoran el resultado) si perdieron o quedaron inconformes. Unos y otros, instigados por el mismo afán inmediatista del que no tiene tiempo que perder “con tonterías así”, ignoran que son esas correcciones (cuando las hay y están bien hechas) las que contienen la clave del avance continuo de mi proceso educativo, que se estanca -por muy buenas notas que se me otorguen- si mis errores se eternizan. Pero pensándolo bien, en este asunto los menos culpables son los estudiantes, que innegablemente han heredado de sus mayores la muy perjudicial costumbre de mirar por encima del hombro al propósito ulterior de la escuela, el cual consiste en aprehender conocimientos y saberes, no para salir del paso en una prueba, sino para decidir cómo sortear la vida y sus peripecias con más tino a medida que se avanza en ella.


Sin disciplina no se llega lejos, y punto

Bien sea en el deporte, en las artes, en la vida misma o en la escuela, incluso si se es el mejor dotado en cualquiera de estos ámbitos, no caben más que la mediocridad o el fracaso si no se emplean sacrificio, rigor y método. Ni el futbolista principiante y extraordinariamente talentoso ni el talentosísimo pintor novel, que hoy deslumbran con la sutileza de su pie o de su mano al entrenador y al profesor que les auguran fama y gloria; ni el comerciante habilidoso pero desorganizado ni el estudiante agudo pero poco aplicado, que hoy hacen pensar a todos en enriquecimiento lícito y pronto o en hallazgos intelectuales de trascendencia, están destinados a triunfar mañana en la medida en que los vaticinios lo pronosticaban, y tal vez porque imaginaron ayer que el talento iba a hacer por ellos la labor que le corresponde al esfuerzo. transcurridos los años, y conscientes de la imposibilidad de tornar al pasado para intentar enmendar la plana, a los cuatro solo les queda el consuelo de ser ejemplos de carne y hueso para sus hijos o para quien tenga a bien aprender de ellos; ejemplos de lo que no se debe hacer en la vida: malograr nuestras aptitudes por falta de disciplina y, malográndolas, labrarnos un futuro peor del que nuestras capacidades nos prometían.


La diversión en el aula: el imperativo de la escuela actual

En un mundo como el que nos tocó en suerte a los que hoy ejercemos la docencia, en el cual todo está hecho -la tecnología antes que nada- para erradicar el aburrimiento de nuestras vidas (¡como si tal empresa fuera posible o deseable!), ni siquiera la educación escapa a la dictadura de La civilización del espectáculo. Del profesor ya no se espera tanto que sepa mucho de su asignatura, o que sea claro a la hora de explicar, o que sea profundo y agudo en sus observaciones, cuanto que sea chévere y divertido, ojalá chistoso. Que sea capaz de transfundirles a sus estudiantes sus saberes y los secretos de su conocimiento, aunque, eso sí, sin exigirles dedicación y disciplina, porque esas son cosas que atentan contra el sagrado derecho al disfrute. Víctimas de nuestro propio invento, los educadores venimos alimentando, desde Mayo del 68, este leviatán de la felicidad a toda costa en la enseñanza, que sin embargo algunos todavía intentamos seguir impartiendo con la mira puesta no en el goce momentáneo de la risa fácil, sino en la satisfacción perdurable del que de veras aprehende para toda la vida.


A escribir se aprende leyendo, pero leyendo bien

Así como muchos ilusos leen libros de autoayuda o los escriben para aprender a vivir o para enseñar cómo hacerlo, muchos docentes de muy diversas disciplinas, entre los que destacan los lingüistas, plantean que la escritura es, pongamos, una suerte de culturismo mental que se debe practicar a diario. Olvidan esos sabihondos, seguramente porque lo desconocen, que detrás de todo aquel que escribe de veras bien (y es que está visto que publicar en revistas indexadas no es, de ninguna manera, garantía de que quien lo hace lo consiga) hay necesariamente un muy buen lector y no un lector a secas. Los muy buenos lectores leen con “total” provecho (rebañando el fondo y la forma) y se hacen, cada día que pasa, más conscientes y críticos de su escritura. Los lectores a secas, en cambio, soslayan, por descuido o incapacidad o por ambos, la forma y pervierten el fondo con esos clichés y lugares comunes en los que suelen ser tan sumamente pródigos, al tiempo que escriben tal y como leen. Ningún gran escritor puede ser un lector a secas, del mismo modo que ningún lector a secas puede devenir en un gran escritor. Bastaría con preguntar a un Ricardo Piglia, a un Claudio Magris, a un Philip Roth o a un Juan José Millás (cuatro nombres de escritores vivos todavía hoy -15 de octubre de 2014- que se me vienen de pronto a la cabeza) si la calidad de lo que escriben es el resultado de la escritura practicada a diario, o si serían los escritores que son sin las lecturas que atesoran, para que hasta el más zafio de los zafios comprendiera, de una vez por todas, que a una cuartilla escrita con eficacia la preceden cientos y cientos de páginas leídas como Dios manda.


La escuela con que sueño

Como soñar no cuesta nada, dejen que me regodee aquí en una utopía académica en la que pienso cada que me siento desmoralizado como profesor o defraudado por la cruda realidad de nuestro sistema educativo. Se trata a un mismo tiempo de un lugar abstracto y de un edificio concreto, habitado por personas solidarias, respetuosas, reflexivas y por ello tolerantes; capaces de disentir, incluso con vehemencia y desde luego sin temor, de las opiniones del otro, de sus convicciones y procederes. Un espacio a la par fictivo y real, donde no sean la intimidación ejercida por los violentos ni la mediocridad de la mayoría las que imperen en sus predios. Un territorio sembrado, no de la pereza y la desidia que gobiernan hoy y tal vez desde siempre tantas aulas de clase, sino de amor al conocimiento y de asombro ante sus posibilidades. Pero reconozco que todo esto no es más que el deseo irrealizable de alguien que, si lo apuran, sabe ser el menos optimista entre los realistas.


El esfuerzo genuino del que aprende: meritorio o insuficiente

Piénsese en un estudiante de décimo grado al que, no obstante no dársele bien las matemáticas, intenta de todas las formas posibles aprender lo que se le enseña. Piénsese en un futuro ingeniero civil poco hábil para el cálculo, materia que sin embargo él trata de entender a base de sacrificio y desvelos constantes. Suponga ahora que usted es profesor del primero por la mañana en un colegio de prestigio, y del segundo por la noche en una universidad también con buen nombre. Suponga que el año escolar toca a su fin, lo mismo que el semestre universitario y que usted está ante la disyuntiva de darles o no un “empujoncito” a ambos estudiantes, cuyos resultados en los exámenes no les alcanzan para aprobar la materia. Pues usted, tras mucho pensar en los pros y los contras que traería consigo esa decisión en cada caso, resuelve que va a tener en cuenta el esfuerzo de aquel pero no el de este, porque usted no quiere ver, al cabo de algunos años, la foto en un periódico de su estudiante universitario, coronada por un titular de prensa en el que se lee: “Ingeniero estructuralista Jorge Aristizábal acusado por el desplome de…” Y luego de publicar el 3.0 y el 2.9 que considera justos, se va a dormir con la conciencia liviana del que actuó según lo que le dictan su responsabilidad y su ética profesional y ciudadana.


Estudiantes o estudiosos

Haciendo cuentas, durante mis años de experiencia docente, cuyo principio se remonta al mes de agosto de 1998, concluyo que habrán pasado por mis clases más de diez mil personas de casi todas las edades y condiciones socioeconómicas. De variadísimos temperamentos y comportamientos, aptitudes e intereses. Individuos de ingratísima recordación, arrumes y arrumes de nombres que no le dicen nada a mi memoria o que le insinúan algo apenas. Bellísimos seres humanos y seres humanos a secas. Miles de estudiantes malos o mediocres -que a la postre son una misma cosa-; tal vez algunos cientos de buenos estudiantes y acaso algunas decenas de estudiantes excelentes. Pero, que yo recuerde, no más de cinco estudiosos.


Evaluar lo abarca todo

Y todo es todo: desde luego el proceso de aprendizaje, los saberes y los conocimientos, las actitudes y los comportamientos. La asistencia y la participación. La calidad de los conceptos vertidos en clase o el silencio que se los reserva. El interés y el desinterés. La preparación que se hace manifiesta en una intervención y la improvisación habitual u ocasional. Las mentiras que se inventan para sortear un mal paso o la honestidad con que a veces se afrontan la vida y sus circunstancias. La amabilidad y la descortesía, la dulzura y la grosería. La desidia y la mediocridad, el esfuerzo y el sacrificio, la entrega y la excelencia: estos tres aspectos antes que cualquier otra cosa.


La evaluación docente: un recurso con muchos fines

Se comprende que, así como los profesores evaluamos a nuestros alumnos con regularidad, estos deben poder evaluar, al menos una vez durante el semestre universitario o el año escolar, el ejercicio profesional de sus maestros partiendo de criterios claros y, en la medida de lo posible, objetivos. Así las cosas, para las instituciones de veras educativas, la opinión de los estudiantes en relación con quien está encargado de cada asignatura constituye una oportunidad de análisis y reflexión sobre las fortalezas y las debilidades de ese pedagogo en particular, y del conjunto de sus profesores en general. Para los que educamos con entrega y convencimiento, ese derecho que los muchachos ejercen cada tanto, con más o menos subjetividad según el caso, supone asimismo la posibilidad de examinar para mejorar, ojalá al margen de amores propios o neurosis, nuestro quehacer formador dentro y fuera del aula. Y para los muchachos a todas luces comprometidos con sus procesos de aprendizaje, se trata de la ocasión de hacerles saber a quienes les enseñan en qué aspectos están fallando y cuáles consideran sus mejores atributos metodológicos y humanos. Pero ¿hará falta aclarar, a manera de colofón, que hay instituciones que utilizan la evaluación docente para deshacerse de personas molestas (cualquier cosa que pueda significar molesto en las circunstancias que nos ocupan) y profesores y alumnos que se valen de ella como artefacto inmejorable para sus venganzas, presentes o futuras?


La excelencia en la escuela: ¿qué es?

No es, que quede claro, el conformismo del que hace escasamente lo que se le manda, o la resignación del que se convence a sí mismo de que, por no disponer de tiempo, hace a duras penas lo que puede. Tampoco es la satisfacción del que cree a pies juntillas y para no cuestionarse más de lo conveniente en las notas altas a que son tan afectos los estudiantes alérgicos a la autocrítica y los profesores deliberadamente aduladores o facilistas. Ni es, huelga decirlo, la acumulación compulsiva de diplomas y constancias de estudios, con miras a que nuestra hoja de vida cobre cada vez más sobrepeso. Sí es, en cambio, el inconformismo del que siente que todo lo hecho no será jamás suficiente y la falta de resignación del que trabaja además de estudiar pero que está dispuesto, si toca, a robarles horas a su sueño y su disfrute para entregárselas a su vocación y su aprendizaje. También es la insatisfacción del estudiante frente a ese cinco o ese cuatro con cinco que acaba de recibir de manos de un profesor que no corrigió con rigor y honestidad (concluye el muchacho tras revisarlo una y otra vez) su examen o su escrito. Y es, desde luego, la ausencia de prisa del que estudia no por el prurito de aplausos o reconocimientos de terceros, sino por el más genuino amor al maravilloso milagro de aprehender.


No perder la fe, pese a todo

Son muchos y de muy diversa índole los males que enfrenta la escuela -nuestra escuela y la de muchos otros- en los tiempos convulsos que corren. Y cada uno de esos males engendra, a su vez, uno o varios contravalores, que tienen por misión alterar aquello que antaño se juzgaba ético y deseable. Del auge avasallador del narcotráfico y el sicariato surgió, por ejemplo, la admiración bastante mal disimulada por el enriquecimiento ilícito y fácil a toda costa y la degradación del respeto por la vida humana, bazofias de las que se lucra la televisión con sus series y novelas sobre criminales y asesinos de toda laya, que terminan convertidos en los nuevos mitos colectivos de quienes cada noche esperan con impaciencia que comience el programa. ¿Y de la corrupción rampante y descarada de politicastros y ciudadanos de todos los estratos qué surgió? Pues la convicción de que quien no aprovecha la oportunidad que se le presenta para medrar económicamente o al menos para evitarse un problema mayor es un tonto. Pero que quede claro que, no obstante todo lo anterior y muchísimo más de lo que aquí no se da cuenta por razones de espacio, una educación que se imparta como es debido, si bien no puede ni podrá derrotar nunca a esos males que la aquejan, sí está llamada a convertirse en la conciencia moral y ética de sociedades desnortadas, como la nuestra.