lunes, 24 de octubre de 2011

El lado claro del corazón de Millennium

Concebí la idea de este ejercicio de hermenéutica textual cuando leí en El País de España un exabrupto contra Millennium, sin que quepan dudas una empresa imaginativa formidable, incluso gracias a su imperfección. “Larsson es patológicamente malo”, declaraba a ese periódico Donna Leon (11/08/2009), esa autora tal vez demasiado prolífica del mismo género en que incursionó, para quedarse, el escritor sueco ya fallecido. Un disparate grosero a todas luces, pues osa confesar la autora de la saga del capitán Guido Brunetti que ni siquiera terminó la primera de las tres partes dizque por la “repugnancia” que le producía la historia, carente a su juicio de “calidez humana”. Pero esa impresión, discutible de todo punto, sería por lo menos seria si Leon se hubiera tomado la molestia de estudiar las tres novelas en su conjunto, como corresponde nada menos que a una escritora. ¿Aceptaría ella de buen grado una crítica cargada de acrimonia de alguien que afirma no conocer su obra? Claro que no. Porque para descalificar es necesario, a no ser que se quiera caer en eso que Julio Cortázar denominó -y que nos cae como anillo al dedo- “lector-hembra”, conocer. Es decir, leer no de cualquier manera, sino leer con hondura.

Como no es cierto a rajatabla, según discurre fuera de razón la autora-“crítico”, que el autor o su trilogía sean  “patológicamente” malos, ni que su actitud sea “un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”, ni que “todos los contactos sexuales” sean “violentos o fuera de límites”, ni que no haya “pasión” en su obra más que la que hay por la “violencia” o la “venganza”, me propongo intentar demostrar que en las tres novelas de Larsson, si bien hay mucho de lo que ella dice, también hay igual o más cantidad de lo otro; esto es, de aquello que sus prejuicios de lector-hembra no le permitieron ver: bondad y altruismo desinteresados, así como una altísima dosis de pasión por la justicia humana.


Los hombres que no amaban a las mujeres

Luego de superar los escollos que comportan el prólogo y los primeros capítulos de la novela, los cuales hay que leer y releer, el lector medio por fin se siente cómodo con la historia que se le presenta. Establece los primeros contactos con los dos protagonistas -Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander-, al igual que con algunos de los personajes que aparecerán, con mayor o menor asiduidad, en las tres partes de la trilogía. Y, como ocurre en la vida real, a medida que los sucesos vayan desarrollándose, la cercanía con sus caracterizaciones se irá afianzando hasta cobrarles devoción o inquina, o tal vez otro sentimiento que participe de ambas.

Se está todavía lejos de llegar siquiera a imaginar el poder innominable de la violencia en la novela y en la trilogía, cuando dos momentos (que a Donna Leon se le pasaron por alto: en el supuesto de que haya rebasado el prólogo) sintomáticos de la calidez humana -antinomia de esa violencia-, que también las caracteriza, emergen para empezar a derruir los prejuicios en torno a la obra de Larson. En el primero, es Lisbeth Salander, para quien tan difícil es comunicar afecto, la que resuelve hacerle una caricia a Dragan Armanskij, su jefe de Milton Security: un gesto que sella una amistad poco convencional pero que jamás sufre traspiés. En el segundo, Erika Verger, solidaria con su colega y amante Mikael Blomkvist que acaba de ser derrotado en una contienda judicial, a él se llega para cobijarlo con ese afecto y esa comprensión con que él la retribuye en instancias semejantes. Porque, muy al contrario de como especula -el que a medias lee no opina- Leon, el vínculo venéreo y de amistad que une a Verger y Blomkvist dista de ser un agravio a las relaciones y el amor humanos, siendo, más bien, su celebración:

“Salander lo meditó durante un buen rato. Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:
-¿Podemos ser amigos?
Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.
Fue la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo tocó. Un momento que Armanskij recordaba con mucho cariño” (Primera parte, capítulo 2).

“Durante las semanas anteriores al juicio, Mikael Blomkvist dio la impresión de estar metido en una nube gris, pero nunca lo había visto tan cabizbajo y resignado como ahora, en el momento de la derrota. Ella rodeó la mesa de trabajo, se sentó a horcajadas sobre él y le puso los brazos alrededor del cuello.
-Mikael, escucha. Los dos sabemos muy bien qué es lo que ha pasado. Yo soy tan responsable como tú. Tenemos que capear el temporal.
-No hay temporal que capear. La sentencia es un tiro mediático en la nuca. No puedo quedarme como editor jefe de Millennium. Se trata de la credibilidad de la revista, de paliar daños. Lo sabes tan bien como yo.
-Si piensas que voy a permitir que asumas la culpa tú solito, es que durante todos estos años no has aprendido una mierda sobre mí.
-Sé exactamente cómo funcionas, Ricky. Tienes una lealtad muy ingenua para con tus colaboradores […]
Erika puso la cabeza de Mikael contra su pecho y le abrazó con fuerza. Permanecieron callados durante varios minutos.
-¿Quieres compañía esta noche? -preguntó ella.
Mikael Blomkvist asintió.
-Bien. Ya he llamado a Greger y le he dicho que pasaré la noche contigo” (Primera parte, capítulo 3).

Con ese amplexo, como lo puede constatar el lector de la trilogía completa, Lisbeth se capta el cariño y la devoción de quien fue alguna vez su jefe pero siempre su amigo incondicional y quien será capaz en su momento de jugarse la piel y parte de su hacienda por esa muchacha que tanto le recuerda a su propia hija, a la que sin embargo poco se parece. Los mimos que Erika le hace a Mikael son, por su parte, apenas el preludio de una amistad erótica que se reconstruye y fortifica con cada nuevo encuentro de las almas o de los cuerpos, y en muchas ocasiones de las almas y de los cuerpos al unísono.

La relación holística de Verger y Blomkvist, que abarca desde el amor filial que ella siente por él en instantes de desamparo, pasando por el afecto y la admiración profesional que experimentan estos dos periodistas de la ética informativa e investigativa por el otro, hasta el amor de pareja que años de inmersiones en el cuerpo ajeno lo han convertido en casi propio, se inscribe en la civilidad más trabajada que es la consecuencia de una conciencia tripartita capaz de reconocer los límites de lo binario. A ello se debe el que Greger Beckman, esposo de la parte femenina de la tríada, a cambio de la felicidad de su compañera contemporice con su necesidad afectiva por otro hombre, el cual a su turno se aviene sin protestas a su destino de amante, respetuoso de ese vínculo matrimonial que nunca pone en peligro.

Son muchos los acicates con que la diégesis de esta primera novela seduce al lector. Un prólogo que preludia un misterio y un enigma fascinantes a cuya resolución está invitado; el conocimiento paulatino de unos personajes que se harán tanto más entrañables cuanto más se avance en las peripecias narrativas hasta volverse indelebles al final de la trilogía; el magistral relato de Henrik Vanger sobre la disolución de Harriet, su sobrina nieta, desaparecida hace treinta y seis largos años y sobre el infaltable regalo de cada cumpleaños consistente en una flor distinta que él guarda celosamente a sabiendas de que piensa que proceden de su asesino, que de él se burla; los descubrimientos con cuentagotas pero cada vez más espeluznantes que Mikael realiza precisamente a instancias del venerable anciano; las intrigantes movidas de Lisbeth Salander que actúa en paralelo al que será muy pronto camarada de aventura detectivesca y amante de ocasión; los peligros que acechan, ora a Lisbeth, ora a Mikael, cuando no a ambos y que proceden de sospechosos que con el tiempo y la astucia de los detectives terminan convertidos en victimarios o inocentes. Pero sobre todo el desafío que conlleva el cabal entendimiento de la función de la voz narrativa, que, una vez comprendida, le permite al que lee dedicar toda su atención y asombro a las vicisitudes del relato.

Es en ese punto decisivo en el que el lector, habituado ya al paralelismo y a la simultaneidad de la narración omnipresente, se va a dar de bruces con un par de escenas que habrían dejado a Donna Leon de piedra, si su impaciencia moral y sus juicios de valor no la hubieran forzado a abandonar una de las más avasallantes empresas lectoras a que se pueda enfrentar cualquier buen buscador de azares ficcionales. En la primera, que nuevamente encarna la antítesis de la errónea convicción de la escritora, para quien “todos los contactos sexuales” son “violentos o fuera de límites”, este hombre que ya conocemos y una mujer recién introducida en la diégesis protagonizan un acercamiento físico que en modo alguno responde al presuroso dictamen de Leon:

“Ella se quitó las zapatillas y le puso un pie en la rodilla. Automáticamente, Mikael puso su mano sobre el pie, acariciando su piel. Dudó un instante; tenía la sensación de estar navegando en aguas completamente inesperadas y desconocidas. Pero le empezó a masajear cuidadosamente la planta del pie con el dedo pulgar.
-Yo también estoy casada -dijo Cecilia Vanger.
-Ya lo sé. Los miembros del clan Vanger no se divorcian.
-Llevo casi veinte años sin ver a mi marido.
-¿Qué pasó?
-Eso no es asunto tuyo. No he mantenido relaciones sexuales en… humm, ya hará unos tres años.
-Me sorprende.
-¿Por qué? Es una cuestión de oferta y demanda. No quiero en absoluto ni un novio, ni un marido, ni una pareja estable. Estoy bastante a gusto conmigo misma. ¿Con quién haría yo el amor? ¿Con algún profesor del instituto? No creo […] Ella se inclinó hacia delante y le besó el cuello.
-¿Te escandalizo?
-No. Pero no sé si esto es una buena idea. Trabajo para tu tío.
-Y yo seré, sin duda, la última en chivarme. Pero, sinceramente, no creo que a Henrik le importe.
Se sentó a horcajadas sobre él y lo besó en la boca. Su pelo seguía mojado y olía a champú. Mikael se lió torpemente con los botones de su camisa y la deslizó por sus hombros. Ella no se había molestado en ponerse un sujetador. Se apretó contra él cuando le besó los pechos” (Segunda parte, capítulo 11).

En la segunda escena, al tiempo que Mikael Blomkvist y Cecilia Vanger hacen el amor no de amor sino de deseo mutuamente sentido y consentido, Lisbeth Salander es víctima de una primera violación a manos de Nils Bjurman, su administrador, que encarna, junto con muchos otros canallas que desfilan por las páginas de Millennium, ese “agravio al amor humano, a las relaciones humanas” a que se refiere con parcial acierto la escritora Donna Leon y que constituye el lado oscuro del corazón de la trilogía. Pero les recuerdo que el propósito de la presente reflexión es conseguir que aquellos que, como ella,  encuentran en la obra de Larsson exclusivamente abyección y crueldad visualicen la dualidad vital que subyace en las tres novelas, llámese extrema violencia o altruismo desinteresado, acceso carnal forzoso o fiesta de los cuerpos, corrupción rampante o ética humana.

Fui testigo en una tertulia de una opinión que en un comienzo me llamó poderosamente la atención y que me mantuvo pensativo por espacio de unas cuantas horas. El contertulio afirmaba que Stieg Larsson, de modo insidioso, leía el mundo y lograba que algunos de sus lectores lo leyeran desde una perspectiva maniquea: a un lado los malos, los “auténticamente malos -y los enumeraba-, y al otro los buenos, los “auténticamente buenos” -y los enumeraba-. Confieso que me vi presto a conceder, pero el recuerdo de Lisbeth Salander violando y tatuando a Nils Erik Bjurman, un acto en modo alguno reprensible sino todo lo contrario, me ayudo a que cayera en la cuenta de que aquella lectura, como el juicio de valor de Donna Leon, andaba desencaminada aunque no por iguales motivos. Además, el que Salander imparta justicia motu proprio y que resuelva quedarse con el dinero a su vez mal habido de Hans-Erik Wennerstrom, constituye otros dos eventos que alejan felizmente al escritor sueco de esas pretensiones abolicionistas de cualquier matiz que aquella noche se le achacaban. Porque inscribir a Millennium en el macartismo resulta tan temerario como aducir que la trilogía solo alberga vileza y venalidad, negando de paso lo evidente: que la trama, en iguales proporciones que la vida, les da cabida al mal y al bien pero matizados, ya que nadie es ni completamente malo ni completamente bueno; ya que el mal, como el bien, poseen graduaciones como las peores o las mejores bebidas espirituosas. Y es gracias a esa hondura con que Larsson lee y re-crea el mundo en sus novelas que podemos asegurar sin que nos tiemble la voz que Millennium y los hombres, que pueblan la trilogía, tienen un corazón con claroscuros. Pero permítaseme proseguir con mi empeño: hacer visible el lado claro de ese claroscuro literario.

Resulta que una mañana, casi un mediodía, mientras Mikael y Cecilia duermen plácidamente luego de retozar en privado (a Larsson no le interesa hacer de los encuentros amatorios un espectáculo para lectores mirones o curiosos), la intempestiva irrupción de Erika Verger en el apartamento y en la habitación en que yace la pareja, a todos, menos a Blomkvist, deja estupefactos. Empezando por ella, que no sabe cómo actuar ni qué decir a los amantes. De hacer que la incomodidad remita se encarga Mikael, quien con la mayor naturalidad ubica las cosas en su sitio, pidiéndole a Erika que ponga la cafetera y explicándole a Cecilia, una vez se quedan solos nuevamente, de qué va su relación con Verger. La estupefacción del lector la origina, sobra decirlo, lo inesperado de la escena que lo deja despabilado, y crece, hasta casi rayar en una envidia admirativa, cuando a la sorpresa y la vergüenza de las dos mujeres se superpone ese civismo de algunas relaciones humanas que no escasean en Millenium y que tanto contrastan con la miope mirada de Donna Leon:

“Cuando entraron en la cocina, poco después, Erika ya había preparado el desayuno y puesto sobre la mesa café, zumo, mermelada de naranja, queso y pan tostado. Olía muy bien. Cecilia se dirigió directamente a Erika y le tendió la mano.
-Ha sido todo muy rápido ahí dentro. Hola.
-Cecilia, por favor, perdóname por entrar así, como un torbellino -dijo Erika verdaderamente afligida.
-Olvídalo, por Dios. Venga, vamos a tomar café.
-Hola -dijo Mikael, abrazando a Erika antes de sentarse-. ¿Cómo has llegado?
-Subí en coche esta mañana. ¿Cómo si no? Recibí tu mensaje a las dos de la madrugada; te he llamado varias veces.
-Tenía el móvil apagado -dijo Mikael mientras le dedicaba una sonrisa a Cecilia Vanger” (Tercera parte, capítulo 15).

Porque si Blomkvist, que oficia de tercer ángulo del triángulo amoroso que protagonizan él, Erika y Beckman conoce sus limites y a ellos se circunscribe, no otra cosa podría esperar de Erika, que se sabe la mayor beneficiaria de ese ménage a trois, un tributo que a ella rinden dos que bien la quieren.

Tras diecisiete capítulos -la primera y la segunda partes completas y parte de la tercera-, ocurre por fin lo impostergable: el mutuo avistamiento de las dos mitades que constituyen el alma y el nervio de la historia en tres novelas contada. En el capítulo 18, de forma inopinada, Blomkvist se presenta en el domicilio de Salander que, muda de asombro, observa cómo aquel individuo tan atractivo como desconsiderado irrumpe en su vida y su resaca, sin que siquiera se atreva a impedirlo de veras, algo que habría ocurrido con otro cualquiera que hubiese osado. Aplacadas la euforia de él y la sorpresa de ella, se los puede ver a una mesa sentados en la que departen al tiempo que desayunan lo preparado por el visitante, en medio de una inmejorable armonía no exenta de galanterías (“-Tienes unos ojos muy bonitos -dijo Mikael.
-Tú tienes unos ojos muy dulces -contestó Lisbeth”). Y el lector -primero de la entrevista de Leon y ahora de la novela-, que no ha parado de exultar con el libro que tiene entre las manos, se pregunta: ¿que Larsson o su trilogía son “patológicamente” malos?, ¿que la actitud de Larsson, o la de su trilogía, es “un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”?, ¿que Milennium carece de “calidez humana”? Y se sonríe, conmiserativo.

Nadie con más intensidad que Lisbeth Salander sufre los rigores de la maldad que discurre por las páginas de la trilogía, ni tampoco nadie se beneficia más que ella de la bondad de que son capaces muchos de sus personajes. De esa magnanimidad de los hombres abunda en pruebas fehacientes la tercera novela, que hace las veces de desenlace de la historia-núcleo. De la crueldad que en la protagonista se ceba, en cambio, hay trazas por todos lados; esto es, en cada una de las tres partes que componen este hito de la imaginación creadora titulado Millennium.

Vestigio viviente de aquella violencia es ese cuerpo desnudo que contempla Blomkvist con curiosidad, el cual ha sido vejado con sevicia en un par de ocasiones al menos ante la impotente mirada del lector, que nada puede hacer para impedirlo. Pero los ojos que sobre él se posan ahora lo rescatan de la abyección y le restituyen la dignidad extraviada. Asomémonos también nosotros:

“A su lado, Lisbeth Salander dormía boca abajo con su brazo sobre él. Mikael contempló el dragón que se extendía diagonalmente por su espalda, desde el omoplato derecho hasta la nalga izquierda.
Le contó los tatuajes. Aparte del dragón y de una avispa en el cuello, tenía tatuado un brazalete alrededor de uno de los tobillos, otro alrededor del bíceps del brazo izquierdo, un signo chino en la cadera y una rosa en la pantorrilla. Excepto el dragón, se trataba de tatuajes discretos y pequeños.
Mikael salió con cuidado de la cama y corrió las cortinas. Fue al baño y luego volvió sigilosamente a la cama, intentando meterse bajo las sábanas sin despertarla” (Tercera parte, capítulo 23).

A esa misma existencia inerme y en reposo que contemplamos los lectores, el narrador y el protagonista, se la va a ver enzarzada en luchas frontales contra enemigos que la superan en masa muscular (casi siempre criminales curtidos en el cuerpo a cuerpo), desventaja que en ocasiones Ella logra reducir gracias a sus conocimientos de boxeo y a su suma recursividad en el uso de adminículos (bates de béisbol, pistolas eléctricas, gas lacrimógeno) que se procura para contrarrestar su “debilidad”. Y es justamente con un bate de béisbol, que esgrime con gran destreza, como Mikael Blomkvist, que está maniatado y a tiro de morir ahorcado, observa a su nueva y temeraria amiga arremeter, para salvarle la vida, contra Martin Vanger, un violador y asesino en serie; el precursor de esa protervia in crescendo que atraviesa las tres novelas de Larsson. Como las atraviesa, según paso a paso se ha ido demostrando, su contraparte: la pasión de quienes, incluso valiéndose de medios análogos por necesidad, batallan para resistirse a esa sevicia que todo busca cooptar.

Culminado el mal trance -aquella escena que constituye el vórtice de la violencia en Los hombres que no amaban a las mujeres-, tenemos a Mikael y a Lisbeth hablando de algo que, al decir de Donna Leon, resulta inhallable en la trilogía que no leyó pero que execra:

“Él la miró inquisitivamente.
-Lisbeth, ¿puedes definir la palabra amistad?
-Es cuando quieres a alguien.
-Vale, pero ¿qué es lo que te hace querer a alguien?
Ella se encogió de hombros.
-La amistad, o al menos mi definición de ella, se basa en dos cosas: respeto y confianza -continuó él-. Y deben ser mutuas. Además, se tienen que dar los dos factores; puedes respetar a alguien, pero si no hay confianza, la amistad se desmorona.
Ella seguía callada.
-Ya sé que no quieres hablar de ti, aunque alguna vez habrás de decidir si confiar en mí o no. Quiero que seamos amigos, pero esto es cosa de dos” (Cuarta parte, capítulo 27).

Lo que sucede es que a diferencia de Blomkvist, Salander no puede pensar con respecto a él meramente en términos de amistad por cuanto ella está enamorada. Una broma que le gasta la vida, que se le va a convertir en un embrollo que supera solo gracias a su amor propio.

Se trata, resuelve cuando comprende que su exaltación venérea no va a encontrar respuesta en el corazón de Mikael (que a esta altura ya la quiere, solo que como amiga), de poner distancia entre ambos, determinación a la que finalmente llega cuando lo ve, sonriente y abrazado a Erika Verger, por esas calles de Estocolmo que ella recorría en dirección a su domicilio, dispuesta a revelarle su enamoramiento y a entregarle un regalo de Navidad, que tira a la basura segundos después de aquel desencuentro.


La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina

Si el prólogo de la primera novela constituye un energizante intelectual para el lector, el prólogo de la segunda entraña una de las imágenes más violentas de toda la trilogía, tan liberal en ese tipo de escenas. Pero es gracias a esa representación de Lisbeth Salander -o de la víctima que se trate de “los hombres que odian a las mujeres”- semidesnuda y reducida a la humillación de los correajes de cuero de la cama en que está inmovilizada, que el lector, que ha venido conociendo paulatinamente la tragedia vital de la protagonista, se va a sumar sin reticencias a su causa, a la que todavía le queda un largo trecho por recorrer antes de que se haga por fin justicia, ese momento memorable para el que no tuvo paciencia Donna Leon, que optó por el facilismo de la renuncia y el juicio de valor. Un pésimo ejemplo que por fortuna el protagonista no sigue, no obstante no acertar a comprender el porqué del radical viraje que Salander decidió imprimir a sus relaciones:

“El decreciente interés de Mikael por el caso Wennerstrom coincidió con la desaparición de Lisbeth Salander de su vida. Seguía sin entender qué había sucedido.
Se despidieron el día después de Navidad y no la vio durante los días anteriores a la Nochevieja. Una noche antes la telefoneó, pero ella no contestó.
En Nochevieja, Mikael acudió a su casa en dos ocasiones y llamó a la puerta. La primera vez había luz en su piso, pero ella no abrió. La segunda, el piso se encontraba a oscuras. El día de Año Nuevo volvió a llamarla, sin ningún éxito. A partir de entonces lo único que escuchó fue que el abonado no estaba disponible.
Durante los días sucesivos la vio dos veces. Como no había podido contactar con ella por teléfono, una tarde, a principios de enero, fue a su casa y se sentó a esperarla en la escalera, ante su misma puerta, con un libro en la mano. Permaneció allí pacientemente durante cuatro horas, hasta que ella apareció, poco antes de las once de la noche. Llevaba una caja de cartón y se paró en seco al verlo.
-Hola, Lisbeth -saludó, y cerró el libro.
Ella lo contempló con rostro inexpresivo, sin el menor atisbo de dulzura o amistad en la mirada. Luego pasó por delante de él e introdujo la llave en la puerta.
-¿Me invitas a un café? -preguntó Mikael.
Ella se volvió y le dijo en voz baja:
-Vete. No quiero volver a verte.
Luego le dio con la puerta en las narices a un perplejo y desconcertado Mikael Blomkvist. La oyó echar la llave por dentro.
La segunda vez que la vio fue sólo tres días más tarde. Iba en el metro […] La descubrió exactamente en el mismo momento en el que las puertas se cerraban. Durante cinco segundos, ella lo atravesó con la mirada como si fuese transparente. Acto seguido, se dio la vuelta, echó a andar y desapareció de su campo de visión justo cuando el tren se puso en marcha.
El mensaje no daba lugar a malentendidos: Lisbeth Salander no quería tener ninguna relación con Mikael Blomkvist. Lo había eliminado de su vida con la misma eficacia con la que suprimía archivos de su ordenador, sin más explicaciones. Había cambiado el número de su móvil y no contestaba al correo electrónico.
Mikael suspiró, apagó el televisor, se acercó a la ventana y se puso a contemplar el ayuntamiento” (Primera parte, capítulo 1).

Blomkvist ignora lo que el lector conoce: el motivo del intempestivo e insalvable distanciamiento. Ignora, seguramente porque jamás se lo propuso -como no se lo propone con ninguna de las restantes tres mujeres con que se ha acostado: Erika Verger, Cecilia Vanger y Harriet Vanger-, que la reacción de Salander obedece a un mecanismo de defensa contra el sufrimiento que ocasiona un amor unilateral del que él no es, a fin de cuentas, responsable. ¿Por quién tomar partido?, se pregunta el lector sabiendo de antemano la respuesta: pues por ninguno. Dado que el sentimiento amoroso que padece ella no lo propició Mikael ex profeso, y que la amistad a que él aspira no obliga a Lisbeth, entiende que haría mal si se decanta por uno de los dos, y más bien opta por congraciarse con ambos, consciente de que no es él el indicado para dirimir aquel conflicto del lado claro de El corazón de Millennium.

(Como pienso que el tenaz escepticismo de algunos lectores puede llegar al punto de encontrar en la “sumisión” de Blomkvist para con Salander no amistad, sino algún fin taimado y poco claro, digo en su descargo que, habiendo concluido el caso Wennerstrom exitosamente gracias a Lisbeth en gran medida, y habiendo ella rehusado cobrar la parte de los honorarios que por su invaluable trabajo le correspondía, nada sino aprecio y gratitud mueve a Mikael a propiciar una reconciliación atípica, pues, que él sepa, nunca riñeron. Y van a ser ese aprecio y esa gratitud los incentivos para mantenerse al tanto de lo que suceda con su amiga y para entrar en acción y pagarle con la misma moneda altruista y desinteresada cuando llegue el momento. Que ya no tarda).

Y firme en su propósito de no tomar partido, al lector le corresponde oscilar junto con la narración, que fluctúa entre la vida del protagonista (solo en su apartamento, preguntándose la razón de la negativa de Salander a verlo y hablarle) y la de la protagonista (casi siempre sola en Granada, intentando olvidar y recobrar el dominio sobre sus emociones). Pero ya la tenemos en casa, después de un periplo que duró un año, período que se resume en una palabra: misterio. Y regresa, no ya con el furor del despecho que la impelió a partir, sino con un principio de conciencia que invita a pensar en la posibilidad de una amistad -posibilidad remota, hay que decirlo- en los términos que la definiera Blomkvist:

“Otra de las razones por las que le costaba volver a Estocolmo se llamaba Mikael Blomkvist. Allí sin duda correría el riesgo de cruzarse con ese Calle Blomkvist de los cojones y en ese momento eso era lo último que deseaba. Él la había herido. Aunque, para ser sinceros, ella admitía que no había sido su intención. La había tratado bien. La culpa era suya por “enamorarse” de él. La propia palabra parecía una contradicción cuando se hablaba de Lisbeth Tonta de los Cojones Salander.
Mikael Blomkvist era un ligón de mucho cuidado. Ella había sido, en el mejor de los casos, un caritativo pasatiempo: una chica de la que se había compadecido justo cuando la necesitó y no tuvo nada mejor a mano, pero de la que se alejó en seguida para continuar su camino y procurarse una compañía más entretenida. Ella se maldecía a sí misma por haber bajado la guardia y abrirle su corazón.
Cuando volvió a recuperar el pleno uso de sus facultades, cortó el contacto con él. No fue del todo fácil, pero se armó de valor…” (Segunda parte, capítulo 4).

En el mundo que intuye Donna Leon (aquel en que las relaciones carecen de “calidez humana”, aquel en que la actitud del demiurgo constituye “un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”, aquel en que “todos los contactos sexuales” son “violentos o fuera de límites”, aquel en que no hay “pasión” más que por la “violencia” o la “venganza”), ni el enamoramiento de Lisbeth ni la desazón de Mikael ante la incertidumbre del futuro de su amistad con Salander tendrían cabida. En ese inframundo novelesco que traza Leon y que como se ve no es el mundo ficcional de Larsson, ni el resentimiento consciente de la enamorada ni el extrañamiento del amigo que sufre la ausencia de El Otro serían posibles. Pero en el mundo bipolar aunque matizado del novelista sueco fallecido prematuramente todo -lo bueno o lo muy bueno, lo malo o lo muy malo- es susceptible de ocurrir. Como esto: un ejemplo más de “lo bueno o lo muy bueno” presente en la trilogía:

“Se identificó y explicó que había pasado una temporada en el extranjero y que deseaba consultar el saldo de su cuenta corriente. Oficialmente, disponía de 82.670 coronas. La cuenta llevaba más de un año sin movimientos, a excepción de un ingreso de 9.312 coronas realizado durante el otoño: la herencia de su madre.
Lisbeth Salander sacó esa cantidad en metálico. Reflexionó un rato. Quería emplear el dinero en algo que hubiera hecho feliz a su madre. Algo apropiado. Se acercó hasta la oficina de correos de Rosenlundsgatan y, anónimamente, ingresó el importe en la cuenta de uno de los centros de acogida de mujeres maltratadas de Estocolmo. No supo muy bien por qué lo hizo” (Segunda parte, capítulo 7).

La razón del gesto dadivoso de Lisbeth que ella no logra explicarse muy seguramente responde a la gratitud que siente por esas instituciones en su conjunto y por la que dio cobijo a su madre hasta su muerte en particular. Sitios en que mujeres vejadas incluso hasta la discapacidad, precisamente como Agneta Sofia Salander, hallan la calidez humana necesaria para que intenten recuperarse de las graves secuelas que en ellas dejaron los maltratos de los vejadores tipo Nils Bjurman y otros que están por empezar a figurar en la diégesis y de los que pronto daremos cuenta, ya que también es propósito (secundario) de esta reflexión reseñar los protagonistas de ese lado oscuro de Millennium: el único que se le manifestó a Donna Leon.

Lisbeth Salander, uno de los personajes femeninos con mayor presencia de ánimo que de mis lecturas recuerdo (tal vez solo comparable a Alejandra Vidal o a Tánger Soto o a Angélica de Alquézar), llora “apenas” en cuatro ocasiones. Y en dos oportunidades lo hace movida por una mezcla de remordimiento y cariño para con dos personas que quiere y a las que involuntariamente ha hecho daño: su otrora tutor y administrador Holger Palmgren, la primera persona que sin proponérselo le enseñó que no todos buscaban cebarse en ella, y Miriam Wu, su amiga y pareja desde hace un tiempo. A Palgrem, al que abandona en el hospital al que lo lleva por causa de una apoplejía que sufre, opta por dejarlo allí segura de la inminencia de su deceso. A su amiga y amante, habiéndole fallado los cálculos, la arroja en brazos de sus más enconados enemigos: su padre y su hermano medio, cuya obsesión con respecto a la protagonista es deshacerse de ella a cualquier precio. Y es esa manifestación líquida de los sentimientos la prueba incontestable de que, tratándose nada menos que de Lisbeth Salander, sus lágrimas no pueden significar otra cosa que un gran afecto por los que se vierten, lo mismo que una nueva confirmación de que las tres novelas del fabulador sueco contienen un corazón hecho de las mejores y peores pasiones de los hombres.

A continuación, otro ejemplo de las primeras, tal vez la más conmovedora escena de cuantas componen esta novela:

“Estaba bajando el tenedor para coger más comida cuando una mano apareció por detrás y se lo quitó suavemente. Vio cómo la mano pinchaba un poco de pastel de macarrones y lo levantaba. Inmediatamente reconoció aquella delgada mano de muñeca, giró la cabeza y se encontró con los ojos de Lisbeth Salander a menos de diez centímetros de su cara. Su mirada se mantenía a la expectativa. Parecía angustiada.
Durante un largo rato, Palmgren permaneció inmóvil contemplando su rostro. De repente el corazón le empezó a palpitar de una manera absurda. Luego abrió la boca y aceptó la comida.
Le dio de comer bocado a bocado. Por lo general, Palmgren odiaba que lo ayudaran en el comedor, pero entendió que Lisbeth Salander necesitaba hacerlo. No es que él fuera un desvalido vegetal. Ella le daba de comer como un gesto de humildad: un sentimiento sumamente raro, tratándose de ella. Le preparaba porciones de un tamaño adecuado y esperaba a que terminara de masticar. Cuando él le señaló un vaso de leche que tenía una pajita, ella se lo sostuvo para que pudiera beber.
No intercambiaron palabra durante toda la comida. En cuanto él tragó el último bocado, ella soltó el tenedor y lo interrogó con la mirada. Él negó con la cabeza. “No, no quiero más.”
Holger Palmgren se reclinó en la silla de ruedas e inspiró hondo. Lisbeth levantó la servilleta y le limpió la boca […] Permanecieron en silencio. Holger Palmgren quería decir mil cosas pero no fue capaz de pronunciar sílaba alguna. Sus miradas, en cambio, se cruzaron una y otra vez. Lisbeth Salander tenía cara de sentirse terriblemente culpable. Al final rompió su silencio.
-Creí que estabas muerto -dijo-. No sabía que vivías. Si lo hubiera sabido, nunca habría… te habría visitado hace ya mucho tiempo.
Él asintió.
-Perdóname.
-Volvió a asentir. Sonrió. Fue una sonrisa torcida, una curvatura de labios.
-Te encontrabas en coma y los médicos dijeron que te ibas a morir. Pensaban que fallecerías en uno o dos días, así que yo me marché de allí. Lo siento. Perdóname.
Él levantó su mano y la puso sobre la de ella, pequeña. Ella se la apretó fuertemente y suspiró de alivio […] Por primera vez ella sonrió y Holger Palmgren se relajó. Era la misma torcida sonrisa de siempre. La miró de arriba abajo. Comparó la imagen que guardaba de ella en la memoria con la de la chica que ahora se hallaba frente a él. Había cambiado. Estaba entera, limpia y bien vestida. Se había quitado el piercing del labio y… mmm… el tatuaje de la avispa del cuello tampoco estaba. Parecía adulta. Por primera vez en muchas semanas, Palmgren se rió. Sonó como un ataque de tos.
Lisbeth mostró una sonrisa aún más torcida y de repente un cálido sentimiento que llevaba mucho tiempo sin experimentar inundó su corazón […] -A partir de ahora te voy a visitar muchas veces. Te lo contaré… pero no nos estresemos. Ahora mismo quiero hacer otra cosa.
Se agachó, puso una bolsa sobre la mesa y sacó un tablero de ajedrez.
-Hace dos años que no te doy una paliza al ajedrez.
Él se resignó. Ella estaba tramando algo de lo que no deseaba hablar. Estaba convencido de que iba a oponerse a lo que Lisbeth estuviera maquinando, pero confiaba lo suficiente en ella como para saber que, fuera lo que fuese, posiblemente se tratara de algo jurídicamente dudoso, pero de ningún delito contra las leyes de Dios. Porque, a diferencia de casi todos los demás, a Holger Palmgren no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era una persona con principios morales. El problema era que su moral no siempre coincidía con lo estipulado por la ley.
Ella fue colocando las piezas de ajedrez y él se quedó atónito al darse cuenta de que era su propio tablero. “Seguro que se lo llevó del piso cuando caí enfermo. ¿Cómo un recuerdo?”. Ella le dejó las blancas. Y él se sintió de pronto tan feliz como un niño…” (Segunda parte, capítulo 8).

Solo un ciego (que en literatura equivale al lector-hembra) puede no ver lo patente: el cariño infinito que se percibe en esta escena en particular y que impregna, si bien no con la misma fuerza, muchos pasajes de la historia-núcleo y algunos de ciertas “intrahistorias” que recorren las tres novelas como si de corrientes submarinas se tratara. Solo un ciego (lector-hembra tipo Donna Leon), insisto, puede no ver que, al par que la naturaleza de la protagonista reacciona presta para vengar el dolor que se le inflige, también su condición la hace permeable a las reciprocidades afectivas con aquellos que contribuyen a su bienestar: una dualidad actitudinal que compendia la unicidad de este personaje que participa, como la historia de la cual es arte y parte, de la lobreguez y la claridad del alma humana.

Pero va a ser a partir del momento en que asesinan a Dag Svensson y Mia Bergman que el desenlace de la historia-núcleo, que equivale a decir el desenlace del destino de Lisbeth Salander, se va a precipitar. Y con su desarrollo, las fuerzas contrapuestas que pugnan, ya por destruirla, ya por rescatarla y redimirla, se van a alinear en función de sus intereses.

A la “fuerza del mal” van a pertenecer, entre otros, Nils Bjurman, Alexander Zalachenko y Ronald Niedermann -su padre y su hermanastro respectivamente-, Peter Teleborian -su psiquiatra-, quien, en connivencia con unos cuantos agentes criminales del Estado sueco -un fiscal, un ex policía, toda una sección de la policía secreta-, consiguen que sea el propio Estado el más desapacible enemigo de Salander, que los va a tener y no en cantidades exiguas. A la “fuerza del bien” pertenecen, también entre otros, Mikael Blomkvist, Erika Verger, Dragan Armanskij, Holger Palmgren, así como un puñado de ciudadanos de Hacker Republic y otros agentes estatales -los inspectores de policía Sonja Modig y Jan Bublanski, Torsten Edklinth y Monica Figuerola (quinta pareja de Blomkvist en la trilogía)-, cuya participación coadyuva a que Suecia por fin reconozca plenos derechos como ciudadana a Lisbeth Salander.

Pero mientras eso sucede, asistamos a un momento ya anunciado:

“Con Zalachenko en la caseta y Niedermann atado en la carretera de Sollebrunn, Mikael atravesó el patio hasta la casa principal. Tal vez hubiera una desconocida tercera persona que podría representar un peligro, pero la casa le pareció desierta, casi deshabitada. Apuntó al suelo con el arma y, con mucho cuidado, abrió la puerta exterior. Entró en un vestíbulo oscuro y vio un haz de luz que procedía de la cocina. Lo único que pudo oír fue el tictac de un reloj de pared. Al llegar a la puerta, descubrió de inmediato a Lisbeth Salander tumbada encima de un banco.
Por un instante, se quedó como paralizado contemplando su cuerpo maltrecho. Notó que en la mano -que colgaba flácida- llevaba una pistola. Se acercó y se puso de rodillas. Pensó en cómo había encontrado a Dag y Mia y, por un segundo, creyó que Lisbeth estaba muerta. Luego vio un pequeño movimiento en su caja torácica y percibió una débil y bronca respiración.
Alargó la mano y, cuidadosamente, le empezó a quitar el arma. De pronto, Lisbeth la agarró con más fuerza. Sus ojos se abrieron formando dos delgadas líneas y miraron a Mikael durante unos largos segundos. Su mirada estaba desenfocada. Después, él la oyó murmurar unas palabras en voz tan baja que apenas pudo percibirlas.
-Calle Blomkvist de los cojones.
Cerró los ojos y soltó la pistola. Mikael puso el arma en el suelo, sacó el móvil y marcó el número de emergencias” (Cuarta parte, capítulo 32).

De este modo (con Blomkvist pagándole a su amiga con un desinterés análogo al que ella empleara cuando le salvó la vida en Hedestad y con las fuerzas que se disputan la disolución o la redención de Salander en pugna) toca a su fin esta segunda novela de la trilogía de Stieg Larsson que empata con la tercera en un escenario que va a constituir uno de los epicentros narrativos de esa última parte de Millennium: el hospital en que la recluyen y en el que tan cerca se va a hallar de Alexander Zalachenko, su archienemigo.

Pero digamos antes de proseguir que ese último gesto de Lisbeth cuando, exánime casi, suelta la pistola, se erige prueba irrebatible de la confianza que deposita en aquel que en su auxilio ha venido. Nadie que bien se precie de conocerla podría aducir que es su debilidad física lo que la fuerza a ceder su posesión sobre el arma, pues si de veras la conoce sabe que Lisbeth Salander dejaría de pelear tal vez muerta. Y, por otro lado, procede señalar que la protagonista jamás se confiaría a nadie que no respete, de lo que puede extraerse una conclusión que es a un tiempo una afirmación: Lisbeth es amiga de Mikael en los términos en que él concibe la amistad.


La reina en el palacio de las corrientes de aire

Si Los hombres que no amaban a las mujeres ostenta un prólogo-enigma que se resuelve cabalmente y el prólogo-enigma de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina representa el único cabo suelto de la trilogía, esta tercera novela prescinde de esa especie de introducción al misterio: a la historia novelada. Que prosigue, como ya se dijo, con la protagonista ingresada en el hospital de Sahlgrenska de Gotemburgo, en donde va a conocer a un nuevo integrante de “la fuerza del bien” que va a antagonizar con un integrante ya reseñado de “la fuerza del mal”, desde luego a favor de su paciente:

“-Lisbeth Salander adolece de un grave trastorno psicológico. Como tú bien sabes, la psiquiatría no es una ciencia exacta. Prefiero no comprometerme ofreciendo un solo diagnóstico exacto. Pero sufre evidentes alucinaciones que presentan claros rasgos paranoicos y esquizofrénicos. En su cuadro también se incluyen períodos maníaco-depresivos y carece por completo de empatía.
Anders Jonasson observó al doctor Peter Teleborian durante diez segundos para, acto seguido, realizar un gesto con las manos manifestando su poca intención de discutir.
-No seré yo quien le discuta un diagnóstico al doctor Teleborian, pero ¿nunca has pensado en un diagnóstico más sencillo?
-¿Cuál?
-El síndrome de Asperger, por ejemplo. Es cierto que no le he hecho ningún examen psiquiátrico, pero si tuviera que adivinar a botepronto lo que padece, pensaría en algún tipo de autismo como lo más probable. Eso explicaría su incapacidad para aceptar las convenciones sociales.
-Lo siento, pero los pacientes de Asperger no suelen quemar a sus padres. Créeme: nunca he visto un caso de sociopatía más claro.
-Yo la veo más bien cerrada, pero no como una psicótica paranoica.
-Es manipuladora a más no poder -dijo Peter Teleborian-. Sólo muestra lo que ella cree que tú quieres ver.
Anders Jonasson frunció imperceptiblemente el ceño. De repente, Peter Teleborian contradecía por completo su propia evaluación sobre Lisbeth Salander. Si había algo que Jonasson no creía de ella era que fuera manipuladora. Todo lo contrario: se trataba de una persona que, impertérrita, mantenía la distancia con su entorno y no mostraba ningún tipo de emoción. Intentaba casar la imagen que Teleborian describía con la que él se había forjado sobre Lisbeth Salander […] -Muy bien. Entonces puedo informarte de que ya he recibido una petición del fiscal Richard Ekstrom de Estocolmo para que la someta a un examen psiquiátrico forense. Algo que se realizará de cara a la celebración del juicio.
-Estupendo. Entonces te permitirán visitarla sin que tengamos que saltarnos el reglamento.
-Pero mientras hacemos todo ese papeleo corremos el riesgo de que su estado empeore. Sólo me interesa su salud.
-A mí también -dijo Anders Jonasson-. Y, entre nosotros: no veo ningún síntoma que me indique que es una enferma mental. Se encuentra maltrecha y sometida a una situación de gran tensión. Pero no veo en absoluto que sea esquizofrénica o que sufra de obsesiones paranoicas” (Segunda parte, capítulo 9).

La controversia teórica y profesional que sostienen los dos médicos sobre el complicado caso Salander nos ayuda a definir el tono de esta tercera novela, desenlace de la historia-núcleo. Por un lado, el cáustico tenor de aquellos que, como Teleborian, pretenden a como dé lugar destruir a la protagonista en razón de que conoce un secreto que pone en riesgo no solo a Suecia, sino a muchos mandos medios que han actuado a espaldas del propio Estado sueco. Una especie de conspiración a todo nivel contra la insumisión de una niña primero y luego de una ciudadana -no reconocida por tal-, que se resiste a su suerte de víctima de su destino y de los hombres: de los hombres que no aman -o que odian- a las mujeres. Por otro lado, el talante de quienes, no por creerse buenos simplemente sino porque sienten las no escritas leyes de los dioses -que intentan cumplir como Jonasson-, se resisten al ensañamiento que muy a menudo practican los más fuertes o la turbamulta en pleno contra los más débiles o los más díscolos.

Recordarán los lectores de la trilogía de Stieg Larsson y del presente ejercicio crítico el despecho que le provocó a la protagonista de Millennium el avistamiento de Erika Verger y Mikael Blomkvist abrazados, justo cuando ella se disponía a franquearse con él y a darle un regalo, y coincidirán conmigo los que la conocen bien en que su solidaridad de género con Verger, que sufre el acoso de un inadaptado, representa una prueba incontestable contra la falaz afirmación de la autora de la saga del capitán Guido Brunetti en el sentido de que en Millennium no hay “calidez humana”. ¿Procedería así -cabe preguntarse- un personaje movido solo por el despecho y el rencor que la escritora y lectora a medias les atribuye a todas las relaciones del fragmento de novela que leyó? ¿No hay acaso generosidad en Lisbeth, que depone su frustración amorosa en relación con Mikael -amante de Erika- para auxiliar a otra mujer víctima de los hombres que las odian y que ella tanto ha padecido? ¿No casa con la actitud de Salander aquel proverbio que invita a hacer el bien sin mirar a quién?

Con el mismo desprendimiento con que actúa Lisbeth para salvar a Erika del acoso de su “stalker”, procede Annika Giannini -hermana de Mikael Blomkvist y abogada de Lisbeth- para sacar airosa a su clienta en el juicio que se le sigue. Desmiente, una tras otra, las pruebas fabricadas en contra de la protagonista, desmontando, de paso, sólidas reputaciones injustamente forjadas y consiguiendo que los urdidores de las infamias que pretendían hundir a Salander definitivamente ocupen el sitio que para ella creían destinado. Proeza harto destacable, si se tiene en cuenta la envergadura del poder que detentaban sus enemigos.

Este desenlace más que auspicioso justifica con sobradas razones el júbilo frente a Millennium de un gran lector llamado Mario Vargas Llosa, quien, al revés de Donna Leon, sí leyó la trilogía completa, lo que lo faculta para concluir en relación con ella que “pese a la presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar” (El País de España, 06/09/2009). Un dictamen literario que coincide plenamente con la finalidad de esta reflexión sin ínfulas académicas pero con mayores alcances que las que se ufanan de serlo. Académicas, quiero decir.

Y como Lisbeth Salander debe vivir por los siglos de los siglos, qué mejor que no lo haga sola. Es decir, sin la por antonomasia siamesa y queridísima presencia del protagonista:

“Mikael Blomkvist permaneció callado unos segundos. Los dos se miraron de reojo a través de la rendija de la puerta.
-¿Molesto?
Ella se encogió de hombros.
-Estaba en la bañera.
-Ya lo veo. ¿Quieres compañía?
Ella le lanzó una dura mirada.
-No me refería a acompañarte en la bañera. Traigo bagels -dijo, levantando una bolsa-. Además he comprado café para preparar un espresso. Si tienes una Jura Impressa x7 en la cocina, por lo menos debes aprender a usarla.
Ella arqueó una ceja. No sabía si debería estar decepcionada o aliviada.
-¿Sólo compañía? -preguntó.
-Sólo compañía -le confirmó él-. Soy un buen amigo que le hace una visita a una buena amiga. Bueno, si es que soy bienvenido.
Ella dudó unos segundos. Llevaba dos años manteniéndose a la mayor distancia posible de Mikael Blomkvist. Aun así, le dio la sensación de que -bien a través de la red o bien en la vida real- él siempre acababa pegándose a su vida igual que se pega un chicle a la suela de un zapato. En la red todo le parecía bien. Allí él no era más que electrones y letras. En la vida real, delante de su puerta, seguía siendo ese maldito hombre tan jodidamente atractivo. Y que conocía sus secretos de la misma manera que ella conocía los de él.
Lo contempló y constató que ya no albergaba ningún sentimiento hacia él. O al menos no ese tipo de sentimientos.
Lo cierto era que durante el año que acababa de pasar él había sido un amigo.
Confiaba en él. Quizá. Le irritaba que una de las pocas personas en las que confiaba fuera un hombre al que evitaba ver constantemente.
Al final se decidió. Era ridículo hacer como si él no existiera. Ya no le dolía verlo.
Abrió y lo dejó entrar de nuevo en su vida” (Epílogo).


Conclusión

¿Por qué hablar de “el lado claro del corazón de Millennium”, si los personajes que se ubican de ese lado del espectro axiológico tienen en su caracterización y en su haber manifiestos defectos humanos? Pues porque Lisbeth Salander, “no obstante” comportarse a veces como una indócil y una inadaptada que comete avivatadas que las leyes de los hombres castigarían, no se prestaría a transgredir las no escritas leyes de los dioses, que acata y honra; y porque Mikael Blomkvist, “con todo y que” vive una vida promiscua a los ojos de muchos y desatiende sus deberes de padre, se entrega a causas en favor de personas en estado de indefensión y pone al servicio de la sociedad en que vive su saber periodístico para que la justicia de los hombres impere y la libertad de expresión no sea solo un embeleco; y porque Erika Verger, “a pesar de” practicar la bigamia, secunda a Blomkvist en sus propósitos de Quijote moderno y consigue que su concepción de la ética periodística cale en todos los que con ella trabajan; y porque los ciudadanos de Hacker Republic, “pese a que” incurren en contravenciones en la red amparados en el anonimato de su saber, se valen de este en momentos en que las infamias contra los débiles o los oprimidos están por perpetrarse para intentar conjurarlas; y porque ni Larsson ni Millennium buscan erigirse faros de la moral sobre la que el grueso de los hombres -no solo los que odian a las mujeres- pontifican y a partir de la cual juzgan sin reparos a sus semejantes. Porque, dicho de forma tal vez demasiado taxativa, la trilogía del novelista sueco inmortalizado por su invención no busca mejorar eso que llamamos mundo ni intentar que parezca peor de lo que ya es o tratar de explicárselo a sus lectores, sino fotografiarlo tal como posa a fin de que ningún detalle pase inadvertido y los múltiples matices de su naturaleza dual queden apresados en sus páginas.

En cuanto a mí, digo ya para terminar que siempre supe que existen los lectores diletantes aunque conscientes de sus limitaciones; los lectores-hembra cuyos prejuicios morales y exiguo cacumen les impiden el goce estético; los lectores perspicaces o archilectores que no abundan y a los cuales están destinados los más bellos secretos literarios; los buenos críticos literarios que, amén de formar parte de los lectores perspicaces o archilectores, tienen como misión enseñarnos a reparar en las infinitas posibilidades de la buena literatura; y, me perdonan si se me olvida alguno, los criticastros, autoridades en el arte de descubrir el agua tibia y abundar en lo mil veces estudiado. Pero, ¡inocente que soy!, hasta no hace mucho daba por descontado que todo escritor famoso, con independencia de su calidad literaria, tenía que ser, ante todo, un lector agudo. Donna Leon me hizo comprender que hasta en los casos más impensados existen las excepciones.