martes, 29 de octubre de 2019

Definir lo indefinible


No sé cuántas veces, en mis años de conciencia, me habrán preguntado los pocos que se atreven a vencer la timidez para satisfacer su escasa o mucha curiosidad, cómo es la ceguera o qué se siente ser ciego. Tampoco recuerdo, lo juro, desde cuándo mi respuesta es la que siempre doy: “Mi ceguera -supongo que también la de los demás- no es ni negra y tenebrosa ni blanca y lechosa. Es la nada; es decir, la ausencia absoluta de luz y color”.
--¿La nada? -preguntan los más atentos e interesados-. ¿Quiere decir que los ciegos no viven a oscuras, como uno se los imagina?

Pues no: los ciegos, señores videntes, no vivimos sumidos en las tinieblas, que son negras como boca de lobo y por ende se ven y se temen. ¿Que cómo lo sé? Ya les cuento.

Resulta que cuando nací, hace cuarenta y cinco años, los médicos que me examinaron les dijeron a Orfi y a Abe, mis papás, que su hijo había nacido ciego. Y bien saben ustedes que ese término no deja lugar para las dudas: Si nuestro hijo es ciego -debieron de haber pensado ellos- es porque no ve. Nada en absoluto. Sin embargo, la cosa no era tan así.

Refiere mi madre, claro que sin lograr precisar edades ni fechas, que yo caminé un poco después de lo que suele hacerlo el niño medio y no porque tuviera dificultades para desplazarme, sino porque ella, sobreprotectora, me impedía abandonar la cuna en que me imagino preso. Y cuenta que por esa época llegó de visita a la casa su mamá, o sea mi abuela, bendita donde las haya.
--¿Y vos es que nunca, por miedo, vas a dejar caminar a este muchachito? -la reprendió, poniéndome en el suelo-. Pues si se pega que se pegue, pero que aprenda.

Para abreviar la anécdota, digamos que parece que se olvidaron de mí y que cuando se acordaron (“¡Ay bruta! ¿Qué se hizo el niño?”), yo estaba entretenido jugando en el último cuarto de la casa, adonde había llegado sin golpearme.

La explicación de cómo se había obrado ese pequeño milagro, que a todos desconcertaba, salió de labios del doctor Francisco Barraquer, quien me había operado no hacía mucho: “El niño es ciego -sentenció-, pero tiene cierto residuo visual en el ojo izquierdo”.
--¿O sea que el niño ve por el ojito izquierdo? -saltó de su asiento mi pobre madre. “No, mi señora. Nadie ha dicho que el niño vea. Solo que percibe la luz y ya se verá si algunos colores y formas. Pero es ciego, y su ceguera es, al menos en el presente, incurable”.

Como lo oyen: padezco (no se vayan a tomar, por favor, demasiado a pecho este verbo) una ceguera incurable y congénita que, a diferencia por ejemplo de la de mi amigo Toño o la de mi amigo Germán Mauricio, me permitió ver la luz del sol, la luz de la luna una noche inolvidable en la finca de la abuela, las luces del alumbrado público y de los carros y de los bombillos que cuando oscurece se prenden en las casas y en otros recintos, y -maravilla de maravillas- ¡los colores!: prácticamente todos, ¡todos! Del negro al blanco, pasando por los grises; el rojo y el morado y el rosado; los verdes y los amarillos y los azules; el café, el tabaco y el habano.

Ni Toño ni Germán Mauricio ni nadie que haya nacido total e inapelablemente ciego puede evocar, como yo u otros como yo o todos los que hayan perdido la vista, el verde del pasto fresco, el rojo escandaloso de la sangre que brota de una raspadura en las rodillas, el amarillo intenso de un pobre canario enjaulado en casa, el tabaco de un Cocker Spaniel que nos amaba, el anaranjado de un incendio o de la llama de esa vela que atenuaba el negrísimo de las tinieblas cuando se iba la luz en el barrio.

Pero quedémonos con esta última imagen para que pueda yo revelarles el motivo de que me hubiera animado a escribir estas líneas aclaratorias, que ojalá otros ciegos complementen, rebatan o reafirmen con sus vivencias.

Entre los muchos momentos felices de mi niñez destacan en el recuerdo esas noches en que, estando todos -también yo, claro- frente al televisor en el cuarto de mis padres, se iba la luz de repente y una exclamación colectiva de decepción se dejaba oír antes de que la voz de Abe o la de Orfi dijeran: “Traete mija una vela” o “Voy a ver si quedaron velas”, de lo que dependía el desenlace de ese que para mí era todo un acontecimiento.

Cuando dábamos con una, mi madre la encendía, la colocaba con precaución en lugar equidistante para que todos nos sintiéramos amparados y comenzaba una charla que se prolongaba hasta que la luz volvía y el televisor se encendía nuevamente o hasta que la vela o lo que de ella quedara se consumía y la certidumbre de que la luz no volvería nos obligaba a irnos a la cama, ellos a tientas y yo “en mi elemento”. Y cuando velas no había, no les quedaba a mis hermanos y a mis papás otro remedio que estarse por ahí, sentaditos y medrosos, oyendo cómo el niño ciego iba y venía, de aquí para allá y de allá para acá, jugando y sintiéndose por fin en ventaja en su mundo de desventajas. Pero que quede claro que eso no es lo verdaderamente memorable de aquellas noches.

Y entonces, ¿qué es lo memorable? El prodigio de que, mientras mi ojo izquierdo pasaba de la luz a la oscuridad total, de la oscuridad total a la atenuada por la llama de la vela o de la oscuridad total al ofuscamiento producido por el brusco retorno de la luz, mi ojo derecho se quedaba al margen de semejante experiencia. ¿La luz y la ceguera reunidas en una misma persona, en una misma existencia?: en efecto.

Lo cual quiere decir que gracias a mi ojo izquierdo, que tuvo la dicha de poder ver las tinieblas de muchas noches a oscuras, yo sé que la ceguera no es tenebrosa, como explicablemente se la figuran todos ustedes. Y también sé, gracias a mi sempiternamente apagado ojo derecho, que la ceguera no son esas temibles tinieblas porque él jamás las ha visto: recuerden que lo suyo es “la nada; es decir, la ausencia absoluta de luz y color”.

Han pasado los años y la visión exigüísima que tuvo mi ojo izquierdo ya no existe, como tampoco el ojo, pues un accidente de tránsito en que me vi inmerso en el año 2000 se los cobró sin remordimientos. Atrás quedaron la luz del sol, la de la luna, las luces artificiales y los colores, que por fortuna mi memoria ocular grabó, espero que para siempre.

Quiero creer que este intento de definir lo indefinible (en mi caso la ceguera, esfuerzo desmesurado que bien se puede equiparar al del sordo profundo o al del autista o al del cuadripléjico que se aventuraran a relatar sus discapacidades) no está saliendo del todo mal. Pero por si las dudas, déjenme compartir con ustedes, con la esperanza de que lo que aún resulta confuso se aclare siquiera un poco, esto que me sucedió hace unos años en un colegio para ciegos de Bogotá, ciudad en la que he vivido prácticamente toda la vida.

Con la idea de enseñarles a los niños cierto vocabulario del inglés, y de hacerlo de modo tal que el aprendizaje se les tornara relevante y agradable, se me ocurrió un día llevarles frutas para que, tocándolas y oliéndolas, concluyeran qué fruta se les había entregado. Todo marchaba según lo previsto (se sabe que los ciegos de nacimiento, salvo muy contadas excepciones, desarrollamos tactos y olfatos muy superiores a los del vidente medio, que se vería en grandes aprietos para dar buena cuenta de esta prueba si la presentara con los ojos vendados), hasta que a los nombres de las frutas decidí sumarles los de sus colores.
--Sofía. Qué fruta tienes en la mano.
--Una naranja, profe.
--Y de qué color es esa naranja.
--¿Negra?
--A ver, niños: ¿de qué color son las naranjas? ¿Nadie sabe?
--Las naranjas son amarillas -respondió con desgana Dylan desde el fondo del salón.
--¿Y tú por qué sabes que las naranjas son amarillas?
--Pues porque mis papás me dijeron.

Así de sencilla y de compleja era la respuesta de Dylan, no en vano el niño más aventajado de la clase. No se trataba de que él -y me sirvo aquí de la expresión técnica y por ende fea que utilizó el doctor Barraquer- tuviera residuo visual alguno; simplemente, había oído de su papá o de su mamá que las naranjas eran amarillas e interiorizó el vocablo, sin que por ello su cerebro asociara el amarillo con nada “tangible”.

El ejercicio continuó de esa guisa; con manzanas no verdes o rojas sino negras, con bananos no amarillos sino blancos o rojos o lo que fuera.

¿Conclusión?: es tan imposible para el ciego total de toda una vida saber qué o cómo son el azul de un cielo despejado o el negro tenebroso de una noche en una ciudad carente por completo de luz eléctrica o de carros que la iluminen con sus farolas, como para un sordo profundo desde su nacimiento saber qué se siente cuando se oye el cuarto movimiento de la ‘Pequeña Rusia’ de Chaikovski o la voz de una madre o una amante que nos consuelan. Tanto o más que si el que nació sin manos, apenas con los muñones o ni siquiera, pretendiera saber qué experimentan los dedos de ese amante o de ese hijo que acarician, según se trate, el sexo o la frente de esas dos mujeres.


Epílogo

Recuerdo justo en este momento que muchos de mis estudiantes universitarios a menudo me preguntaban por qué me declaraba en contra del dichoso “lenguaje inclusivo”, a lo que yo respondía con una serie de argumentos que no sé si los tranquilizaban o, por el contrario, conseguían más bien exasperarlos. Y me pregunto por qué, a fin de que les quedara del todo claro, nunca les propuse un ejercicio como este que me apresto a proponer a los lectores:

Reemplacen en el texto, respectivamente por “persona en situación de discapacidad visual” o por “discapacidad visual” -desde luego que con sus plurales cuando corresponda- todos los ciego(s) o ceguera(s) que encuentren. Cuando concluyan, los que lo logren, lean ambos documentos y comparen.

Los resultados y la subsiguiente discusión harán parte de una próxima reflexión.

sábado, 1 de junio de 2019

Naturalidad, espontaneidad, verosimilitud


“Y es que la vida, que muestra con desfachatez todos los absurdos, pequeños y grandes, de que felizmente está llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de esa estúpida verosimilitud que el arte se cree obligado a respetar. Los absurdos de la vida no necesitan parecer verosímiles porque son verdaderos; al revés que los del arte, que para parecer verdaderos, necesitan ser verosímiles. Con lo que, siendo verosímiles, dejan de ser absurdos. Un acontecimiento de la vida puede ser absurdo; una obra de arte, si es tal, no. De lo que se deduce que es una idiotez tachar de absurda e inverosímil, en nombre de la vida, una obra de arte. En nombre del arte, sí; en nombre de la vida, no.”
Luigi Pirandello

“Hay retratos exactos; retratos de ciudades igual que de personas. Quien no conoce el original admira la verosimilitud y siente en la imaginación el estremecimiento de una presencia cierta. Quien conoce bien el modelo y está en condiciones de comparar se asombra de la precisión del parecido, confirmado por detalles mínimos y sutiles que no pudieron ser inventados porque constituyen la médula misma de lo real. La paradoja del retrato es que, ateniéndose a la superficie de lo que ven los ojos, alumbra lo profundo y deja intuir lo secreto. La cara es el espejo del alma. Uno mira la cara en el retrato, o la ciudad en una narración, en una película, en una serie de fotografías, y puede decir, como señalando con el dedo: ‘Es así’.”
Antonio Muñoz Molina

“La realidad suele precisar de la invención para tornarse verdadera. Es decir verosímil. Para ganarse la convicción, la emoción del lector.”
Jorge Semprún

“Porque en literatura se trata no de la verdad, sino de lo veraz, algo que atañe por igual a lo real y a la ficción...”
Andrés Trapiello


El otro día estaba con mi madre; era de noche y mirábamos televisión. Tocaba escoger las noticias de CM& o La gloria de Lucho, una telenovela que recién se había estrenado y que estaba cosechando entre mis allegados elogios y admiración. Como sabía que lo que ella quería ver no era precisamente el noticiero, le dije que listo, que pusiéramos ese programa. Tampoco es que importara mucho: noticias oigo todos los días y un poco -un poco más, quiero decir- de superficialidad no estaba nada mal. 

A medida que los personajes iban apareciendo en la pantalla, conversando, conversando, Orfi me señalaba los vínculos que los unían y dos o tres cualidades de cada uno, con lo que me fui formando una idea de la historia. Pero llegó el momento en que ya no le prestaba atención, absorto como estaba en lo que dentro del televisor decían y en el modo de decirlo.

--Déjame oír y me sigues contando durante las propagandas -le supliqué de pronto, y me metí de lleno en la trama. Tanto, que la noche siguiente no fue necesario descartar nada: ahora ella y yo estábamos sintonizados. De eso hace tal vez tres meses y, desde entonces, los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y los viernes son o se tornan muy alegres cuando mi reloj parlante me advierte que son las nueve, porque un nuevo capítulo de esa telenovela maravillosa va a comenzar.

Sí, maravillosa. No sé si tanto o más que El cerco de Londres de Henry James, o que La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza, o que De animales a dioses de Yuval Noah Harari: los tres libros que por estos días ando leyendo, pero maravillosa a fin de cuentas.

Todos sus personajes, sin excepción (desde los principales hasta los más comparsas, pasando por los secundarios), parecen imbuidos de una naturalidad y una espontaneidad difíciles de encontrar incluso en la vida real, en la que hay (“habemos” corregiría, con toda la razón de su parte, el fresco de Lucho) tanto amanerado, afectado, forzado, rebuscado, ampuloso, engolado, artificioso, hinchado, altisonante, rimbombante, prosopopéyico, entonado, postizo, melifluo, aparatoso, pesado, sentencioso, repulido, relamido, satinado, retórico, soplado, recompuesto, sofisticado, edulcorado, esotérico y, como decía un gran amigo ya muerto, circunstanfláutico.

Ya querría esa profesora de Historia que tuve en el bachillerato, con su acentico paisa cansón y “sonsonetudo”, que solía inventarse conversaciones dizque oídas en los buses para ejemplificar cosas de tía solterona sin oficio, tener la mitad del carisma del Lucho Díaz fictivo y su desparpajo para nada artificial. Ya querría ese otro profesor de Literatura Británica de la Pedagógica, tan afectado él aunque tan querido y viudo para más señas, tener por esposa a la Gloria de Lucho, que habla y llora y mama gallo con una naturalidad que en pocos recuerdo tan exuberante. Ya querría cualquiera de mis estudiantes jóvenes, o mis primas que ya no lo son tanto, actuar con el desembarazo y la picardía de “la Lady” o con la tristeza jamás impostada de “la Marcela”. Ya querría yo, que daría la vida por nunca sonar acartonado, que las palabras que acá escribo fluyeran con la espontaneidad de todo lo que dicen Rubén, Wilson, Brian, Nena, Gonzalo, Graciela o cualquiera de todos los que intervienen en la recreación de la vida del lustrabotas y concejal destituido en 2004.

Miento si digo que sé cuándo fue que gran parte de mi vigilia, y hasta mis sueños, se empezaron a regir por las exigencias de naturalidad y espontaneidad que me impone el sentido del oído, cada vez con mayor apremio. Sé, eso sí, que fue hace algunos años cuando comencé a oírme hablar, intervenir, opinar o dialogar y a oír a los otros haciéndolo y a clasificar allí mismo esos discursos, intervenciones, opiniones y diálogos o simples charlas bajo muchas categorías y con muchos calificativos: por completo afectado, muy afectado, afectado, natural, muy natural o por completo natural; forzado, innecesariamente enfático, deshilvanado, insincero, inverosímil, verosímil, sincero, elocuente, escueto, convincente.

Si dicto clase o charlo con alguien, evalúo lo que digo y lo que me dicen según los implacables criterios de ese sentido, que me advierte que lo que estoy yo expresando o lo que a mí me comunica un alumno o mi interlocutor fluye o se estanca, atascado en tonos de voz apócrifos, volúmenes demasiado altos o bajos, cadencias exageradas o ausencia de ellas, palabras que no vienen al caso o que desvirtúan lo que se pretende comunicar, risas o sonrisas demasiado estentóreas o fingidas, silencios que deben coparse o frases que deben suprimirse, gesticulaciones y muecas que sobran o que se hacen imperiosas, para no hablar de los errores propios del desconocimiento de la lengua, que para el caso que nos ocupa pueden incidir o no contar en absoluto.

Escribiendo esto, descubro que las personas a las que más he querido (no hablo de aquellas que por imposiciones del destino casi que estamos obligados a querer -los padres, los hermanos, otros familiares- sino de esas que se nos cuelan en los afectos por las razones que sean), que los políticos que mejor tolero (Angela Merkel, Barack Obama, Emmanuel Macron, Jacinda Ardern, Antanas Mockus) y que los profesores cuyas clases -no hablo aquí de maestros porque si lo hiciera estaría hablando de lecciones de vida y de eso ya hablé alguna vez- más recuerdo (las de Lyndy Arriaga, las de Luz Mary Giraldo, las de Gloria Rincón, las de Cristo Rafael Figueroa) tienen en común al menos esa cualidad que muy seguramente obró a su favor en mi inconsciente para que así fuera: una naturalidad y una espontaneidad constantes aunque falibles pero capaces de rehacerse tras irrupciones comprensibles de sus opuestos.

Descubro igualmente que los periodistas de los que en la actualidad soy más asiduo -María Elvira Arango y sus Informantes; muchos de Radio Francia Internacional, la Deutsche Welle, Televisión Española y CNN- y los columnistas que leo cada domingo sin falta -Antonio Caballero y María Jimena Duzán; Juan Esteban Constaín, Moisés Wasserman, don Juan Gossaín, Thierry Ways y Eduardo Escobar; Héctor Abad Faciolince, Piedad Bonnett, William Ospina, Santiago Gamboa, Julio César Londoño, Mauricio García Villegas, Andrés Hoyos, J. D. Torres Duarte, Cecilia Orozco Tascón y Tola y Maruja; John Carlin, Arturo Pérez-Reverte y Juan Villoro; Javier Marías, Javier Cercas, Manuel Rivas, Rosa Montero, Elvira Lindo, Leila Guerriero, Moisés Naím, Mario Vargas Llosa, Álex Grijelmo, Juan José Millás, Manuel Vicent, Fernando Savater, Martín Caparrós, Antonio Muñoz Molina, Manuel Vilas, Enrique Vila-Matas, José Ovejero, Eduardo Lago, Enrique Krauze, Juan Villoro, Gustavo Martín Garzo, Carolin Emcke, Eliane Brum, Adela Cortina... (lástima que a esta lista ya no pertenezcan Jorge Orlando Melo, Juan Gabriel Vásquez ni Roberto Merino)- me llegan al cerebro tras pasar por el oído con más o menos naturalidad, espontaneidad y verosimilitud según de quién se trate.

Si por decir algo comparo los artículos de Millás con los de Gamboa, o los de Vicent con los de Lindo; los de Guerriero con los de Cortina, o los de Gossaín con los de Hoyos, justo es reconocer que los de los primeros (Millás, Vicent, Guerriero y Gossaín) a mí me parecen más espontáneos y naturales que los de los segundos (Gamboa, Lindo, Cortina y Hoyos) sin que acierte a concretar el porqué de esa sensación con aspecto, más bien, de convicción. ¿Un mayor talento para la escritura?, ¿cuestión simplemente de estilo?: vaya usted a saber.

Y las cosas se complican cuando se habla de verosimilitud en relación no ya con la vida real, sus circunstancias y sus personajes de carne y hueso, sino en relación con las ficciones literarias: novelas, “nouvelles”, relatos y microrrelatos. Porque mientras que la naturalidad y la espontaneidad pueden bastarse por sí solas en muchos momentos de la cotidianidad más cruda, a la literatura se le exige, consciente o inconscientemente, que sea verosímil. Es decir, “creíble”, natural y espontánea a un mismo tiempo.

¿Que el cuento que me está echando equis narrador sobre el o la protagonista parece rebuscado y en modo alguno su narración resulta espontánea?, de malas porque no es verosímil. ¿Que los diálogos de tal novela o de tal relato atentan contra la naturalidad?, de malas porque no son verosímiles. ¿Que las caracterizaciones de este y aquel personajes se antojan contrahechas e incoherentes?, de malas porque no son verosímiles. ¿Que la voz narrativa excede o defrauda las expectativas que ella misma alimentó a comienzos de la obra?, de malas porque no es verosímil.

            La verdad es que poco más se puede decir sobre una cuestión tan sumamente espinosa como es esta de la verosimilitud o la inverosimilitud en literatura pues, ni siquiera entre lectores avisados e inteligentes, hay siempre acuerdos respecto de la valía de obras que gozan de algún o mucho predicamento en el mundo de los libros. Yo he podido conversar, por ejemplo, con lectores que califican como soberbias e incluso como perfectas La carretera de Cormac McCarthy, o Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, o La razón del mal de Rafael Argullol cuando para mí no constituyen otra cosa que esperpentos fictivos. He debatido con adoradores de García Márquez y Nabokov -a quienes no adoro pero sí admiro profundamente- el hecho de que para mí el capítulo XVIII de Cien años de soledad le sobre a la novela y Memoria de mis putas tristes no le aporte nada -o en todo caso muy poco- a la obra invaluable del escritor caribe, o que la segunda parte de Lolita, quien perdió todo su encanto de nínfula por culpa de la impericia del autor real y de su profanador el protagonista, jamás debió escribirse. También he defendido, a veces con ardentía, obras que otros juzgan con acritud pero que yo adoro, verbigracia La paloma de Patrick Süskind, Marianela de Pérez Galdós o Basura de Abad Faciolince. Y todo en vano porque, en asuntos de filias y fobias literarias, las disputas suelen ser igual de insolubles y en ocasiones tan enconadas como las que libran creyentes y no creyentes de lo que sea: religión y política antes que nada.