martes, 11 de agosto de 2020

Nueve preguntas con sus respuestas

Reproduzco en seguida la entrevista que me hizo mi amiga Juana Anzellini para un nuevo capítulo de su obra artística, la cual se funda mayormente en la ceguera física -esa que sufrimos millones de ciegos totales o parciales en todo el mundo-, y en la intelectual -esa que sufren, sin que los enfermos se den cuenta, más o menos siete millardos de terrícolas desprevenidos-.

 Harían muy bien los visitantes de este blog si se echaran una pasadita por la página de Juana: http://www.juana-anzellini.com/andere-koordinaten-otras-coordenadas/.

 También les recomiendo a los interesados la lectura de una entrada que reposa en este blog, la cual da cuenta de la fuerza patente del destino en la forma como ella y yo nos conocimos una noche de hace ya unos cuantos años: https://lasectadelosciegos.blogspot.com/2014/01/ni-dios-ni-el-diablo.html.

 

1. Usted es escritor, ¿puede describir su metodología de trabajo?

Antes que nada, aclaro que el sustantivo “escritor” es demasiado ambicioso y, por tanto, lo reservo para todos esos hombres y mujeres de letras que mucho admiro mientras que para mí el término “escribidor” está perfecto. Se lo debo a un personaje entrañable de Mario Vargas Llosa llamado Pedro Camacho, protagonista de una historia igual de entrañable: La tía Julia y el escribidor. Hecha la salvedad, pasemos a la respuesta.

 En mi caso, hablar de “metodología de trabajo” tal vez resulte desmesurado. Jamás me he embarcado en proyectos de largo aliento, como pueden serlo una novela voluminosa o un tomo de ensayos en torno a uno o varios temas. Y no lo he hecho porque me identifico hasta la médula con esa sentencia de Baltasar Gracián que, taxativa, decreta: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno” (una afirmación que con toda justicia refutarían, para solo citar un par de ejemplos, el Don Quijote de Cervantes o Los detectives salvajes de Roberto Bolaño). De modo que, en tratándose de escritura, me decanto preferiblemente por formatos si se quiere breves y poco apegados a las superfluas exigencias de la academia.

 Cada nuevo texto que por fin escribo y concluyo se gesta primero en mi cabeza a manera de inquietud (¿y si escribiera sobre el demonismo de las nínfulas?), la cual se concreta luego en un título (‘La impunidad de las corruptoras de mayores’) que habrá de hacer las veces de carta de navegación y guía del proceso de escritura propiamente dicho. A partir de allí, todo se reduce a escribir primero un párrafo, que se lee y relee, corrige y se vuelve a corregir cuantas veces sean necesarias para pasar al siguiente, que sufre similar rigor y así hasta que se pone el punto final, momento feliz que anuncia un logro mas no la satisfacción del autor. Digamos que lo publico en mi blog y, transcurrido un cierto tiempo, vuelvo a leerlo para hacerle los ajustes a que haya lugar. Y si mil veces lo leo en igual número de días, lo más probable es que siempre encuentre al menos una coma que añadir o suprimir, una frase que mejorar o desechar, una idea que concretar o elaborar.

 

2. ¿Puede describir cómo se genera una imagen en su mente? Por ejemplo: ¿desde afuera hacia adentro?, ¿a través de una caricia?, ¿como un tejido?

Si oigo, pongamos por caso, los sustantivos ‘basilisco’ o ‘sirena’, en mi mente no se genera ninguna representación -ninguna imagen- pues de esos vocablos lo único que conozco son sus definiciones. En cambio, si lo que oigo es, por decir algo, la palabra ‘naranja’, de inmediato en mi mente aparecen su forma, su textura, su color -porque lo vi gracias a un “residuo” muy mínimo que ya no tengo-, su olor y su sabor, todos imágenes sensoriales de un mismo objeto.

 Hubo muchas ocasiones en las que oí hablar de los hipopótamos y seguramente alguien generoso alguna vez intentó describírmelos, pero no fue hasta el día en que un empleado del zoológico Matecaña, en Pereira, me instó a que les metiera la mano en la boca -tal vez exagero- a dos a los que alimentaba con zanahorias cuando tuve una idea -una imagen táctil- de ese animal maravilloso al cual supongo que todos han visto pero tocado muy pocos.

 Intuyo que las imágenes se forman en la mente solo cuando uno o varios sentidos intervienen de facto en su conocimiento, pues no basta con poder ver, oír, sentir, oler o paladear para que la imagen exista. ¿A qué huele el pan recién horneado o la mierda de elefante? Lo primero lo sé porque tengo esa imagen instalada en la memoria olfativa pero lo segundo no, y pueda que nunca llegue a saberlo. ¿Qué diferencia habría entre un sordo profundo de nacimiento y cualquier oyente de toda una vida que se atruene los oídos con reguetón y bachata y solo con eso, a los que se les “nombre” la palabra ‘sinfonía’ o se les hable de una en particular? Creo que ninguna porque ambos carecen de esa imagen sonora y de la facultad para aprehenderla.

 

3. ¿Ha publicado?

Sí, si a publicar también se le llama hacerlo sin ninguna difusión y en sitios que otros con más ínfulas o pretensiones descartarían: un blog y una editorial cuyo nombre, Autores Editores, resume muy bien cómo es que es la cosa. En mi blog reposan en este momento entre treinta y cinco y cuarenta textos que discurren sobre temas que me interesan o me apasionan: la literatura que leo, la forma como concibo la pedagogía y los políticos y sus subterfugios. Todos con dosis generosas de autobiografía, pues mal haría en desechar mi vida y sus meandros cuando de lo que escribo es, en últimas, de mi visión del mundo. Y en esa editorial a la que -como a mi blog- tanto le agradezco (siempre me ha parecido indecente hacerle antesala a un editor, anodino o de pergaminos, para que se digne leer, como si de una indulgencia se tratara, un libro al que le he dedicado un tiempo valioso y del que por otra parte sé que nada en absoluto va a revolucionar) publiqué hace algunos años un volumen de trece cuentos que fui escribiendo de a poco y con intervalos prolongadísimos. Sigo escribiendo -claro está que mucho menos de lo que leo- y acumulando material que seguramente un día publique mas no divulgue.

  

4. ¿Qué simbología tiene para usted la oscuridad?

Lo primero que quiero aclarar es que si esta pregunta se le formula a alguien que haya sido totalmente ciego desde su nacimiento, poco podría decir ya que la oscuridad, al igual que ocurre con el color o las formas de los objetos, es un concepto inaprensible para aquel que jamás la haya visto. Yo, que para los oftalmólogos he sido ciego desde siempre, nací con un residuo visual muy escaso pero que no obstante me permitió ver -es decir conocer- la luz del sol, la luz eléctrica y prácticamente todos los colores, lo cual no supone para la ciencia médica que yo haya visto. Y claro que eso que llamamos oscuridad, fenómeno que más asusta que fascina a los que ven, lo conozco gracias a esa posibilidad óptica de que aquí hablo.

 Recuerdo que cuando estaba niño y los teléfonos celulares con sus linternas no existían, experimentaba una felicidad indescriptible si la luz se iba de golpe y dejaba por completo a oscuras la casa y el barrio. Y mi dicha rozaba el paroxismo si mi madre, que se afanaba a tientas en busca de una, no daba con la vela salvadora que nos rescatara -que los rescatara a ellos porque a mí me encantaban- de las tinieblas y sus malos presagios.

 Hoy, cuando ya no puedo ver ni la luz eléctrica ni la del sol ni los colores ni la oscuridad, lo que con más nostalgia evoco es precisamente eso último, que por fortuna pervive en mi recuerdo de ciego no privado del todo del don de la vista.

 

5. ¿Dónde encuentra claridad?

Retomo el asunto de mi desaparecido residuo visual porque así como pude ver -es decir conocer- la oscuridad más tenebrosa, también vi -es decir conocí- el bellísimo momento en que la claridad del día que nace va desplazando el negro de la noche hasta que por fin ocupa su lugar y se enseñorea de todo. O sea que si hablamos de la imagen óptica, hoy la tengo que buscar en el recuerdo.

 Pero claro que no solo allí. También la hallo, y con toda intensidad, en un aforismo de Cioran, en un articuento de Millás, en una novela de Abad Faciolince, en un artículo de prensa de Eliane Brum, en un ensayo de George Steiner, en una explicación de Harari, en el relato de un partido de fútbol de Javier Fernández Franco, en un chiste de Don Jediondo o en la insinuación venérea de una mujer sin prejuicios. Ah, y en el libro imprescindible y sabio de Pablo Maurette sobre el sentido que a todos los contiene y por tanto supera: Su Majestad el tacto.

 

6. ¿Para usted qué es lo sagrado?

Claudio Magris, en otro libro sabio e imprescindible titulado Utopía y desencanto, habla de “las no escritas leyes de los dioses”: un concepto que a mí me desveló una verdad que latía en mi interior pero que no eclosionó hasta que leí su libro. Digamos que esa verdad se funda en la idea de que hay ocasiones en que los dictados de nuestra conciencia individual deben estar por encima de los de gobernantes arbitrarios y dioses mayoritarios cuyas leyes o preceptos amenacen con anularlos. ¿Que el quinto mandamiento del Dios de los cristianos ordena no matar a alguien a quien mi conciencia me ordena que mate para evitarles a muchos otros una desgracia colectiva o para vengar un daño muy grande que se me hizo?, pues a apretar el gatillo. ¿Que un artículo de nuestra Constitución me conmina a estar dispuesto a combatir y de ser necesario a dar la vida por la patria, entidad que para mí poco cuenta?, pues no porque mi conciencia me impide matar a quien no juzgue mi enemigo. ¿Que las leyes cavernarias de un país como Guatemala le impiden abortar a una mujer que fue violada y que comprensiblemente no se siente capaz de criar a un hijo en semejantes circunstancias?, pues yo se lo practico y, si se precisa, le ayudo a buscar asilo en uno menos troglodita.

 El prolegómeno, para decir que para mí es sagrado solo lo que mi conciencia me indica que lo es. El bienestar de los animales, el amor de los que bien me quieren y yo quiero, lo ajeno bien habido, los vicios de los otros, sus libertades y apegos sexuales, las convicciones religiosas del que las vive sin querer imponérmelas, la buena reputación de los que la tienen bien merecida, la propiedad intelectual, la solidaridad con los que sufren no por su culpa, el debate franco y leal, el derecho que tiene a decir “no” la mujer que quiero seducir y, entre muchas otras cosas que ahora se me escapan, mis certezas afectivas que, como es apenas natural, debaten con las de quien me relaciono amorosamente.

  

7. ¿Consume usted pornografía? Si sí, ¿desde qué plataforma?

¡Jamás! Aunque espere..., ¿sabe que sí? ¡Y mucha, por desgracia! Pero no en plataformas o sitios web de ningún tipo. Más bien, de forma por completo impremeditada y desde luego contra mi voluntad cada vez que en un taxi o en una buseta -todavía quedan unas pocas- el chofer oye uno de esos programas radiales de por la mañana en que se les pregunta a los pobres descerebrados que los legitiman cuántos polvos son capaces de echarse en sano juicio y cuántos cuando están prendidos o borrachos, o cuál es el nombre del man que tiene el pipí más chiquito y cual el del que lo tiene más grande entre aquellos con que se han acostado, o si alguna vez han emborrachado al novio o a la novia para comérsele al mejor o a la mejor amiga, o... También en el maldito reguetón que mis vecinos de Mariquita me obligan a padecer cada que amanecen rijosos y festivos, o sea a diario o casi.

 Y es que el tema de la pornografía fue para mí tan serio, tan sagrado, que lamento que la globalización lo haya anglicado y que la sobreexplotación en los medios y en las redes lo haya convertido en una caricatura de lo que fue: el deleite clandestino del adolescente que se escondía en su cuarto con la revista que acababa de comprar a la salida del colegio para masturbarse mientras alucinaba con una foto, o la tarde de chistes verdes y buenos contados por amigos y amigas que en la gracia con que los echaban nos dejaban entrever sus gustos y “aberraciones”.

 Por fortuna, crecí en un entorno más que desinhibido en el que mi cabeza ciento por ciento pornográfica se refinó y pervirtió lo inimaginable. Hoy, asqueada del ruido y del pésimo gusto de los que consumen y se enriquecen con la decadencia de esa institución del otrora Homo lubricus, me pide sosiego y silencio.

  

8. ¿Para usted qué es la seducción y cómo se manifiesta?

La seducción es antes que nada un arte: el arte de los que se proponen o logran, sin proponérselo, poner en marcha las pulsiones de un tercero. Y tanto los que se lo proponen como los que no (para el primer caso, piénsese en un hombre bastante atractivo y de trato muy agradable y, para el segundo, en un profesor irónico, inteligente y ojalá también buen mozo) lo consiguen gracias a que cuentan con eso que el otro anda buscando: belleza física, aderezada con finos modales, o un discurso agudo y una conversación amena y variada.

 Sé que lo que acabo de escribir suena anacrónico y en cierto modo impropio de los tiempos que corren, y tiene razón el que eso pensó mientras leía. Porque una época en la que se busca pareja o polvo o novia o esposa en Tinder o en Facebook Dating no es precisamente una época propicia para la seducción más clásica, de la que la literatura da buena cuenta.

En El cielo es azul, la tierra blanca, Hiromi Kawakami le permite al lector que nunca ha seducido y al que jamás han seducido -a ambos- adentrarse en una relación bella y triste que se va desarrollando con una lentitud y una flema casi exasperantes para una sociedad en la que una mirada elocuente o lasciva, un par de tragos o a lo sumo un par de salidas son suficientes para irse a la cama.

 Sin embargo, me corresponde aclarar que por fortuna también hay “seducción exprés”, para la cual se requieren las mejores dotes de la Eva bíblica o del donjuán empedernido, cada uno con sus argucias. Los interesados lo pueden comprobar en Oceanía, cuento de Guillermo Cabrera Infante y en Carta de una desconocida, novela de Stefan Zweig.

 

9. ¿Cómo maneja la pérdida de control?

Me considero irascible, pero no a la manera en que lo puede ser un loco de atar o un político energúmeno. Lo soy y me hago cargo. Y en medio de mi irascibilidad, que muchas veces logro sofocar debidamente, puteo a Dios, a mi madre o al que crea el causante del estallido, la mayoría de las veces con la contención necesaria para que el implicado no se entere (tampoco Él, pues a fin de cuentas no existe).

 Muy a menudo le doy gracias a la vida por mi ceguera, que quizás me salvó de un destino por qué no de pistolero, no a sueldo sino expresamente bajo mis órdenes. Si eso fuera y no el profesor y el lector que soy, me dedicaría a matar a todo el que, movido por su mala leche, incendie bosques o maltrate animales o estafe a desvalidos o desangre erarios o torture a inermes o acose al diferente o se lucre en medio de una catástrofe. En casos así no me importaría perder el dichoso control, que tanto cuesta no perder.