jueves, 19 de diciembre de 2013

Veinte años son una vida

Dos presidentes muy poco audaces, un tercero manchado de incriminaciones graves y otro señalado por dedos que apuntan en su dirección desde todos los flancos y que tiene en su haber ocho años de poder ininterrumpido, ha conocido este país desde aquel febrero de 1995 en que me vinculé en calidad de estudiante a la Universidad Pedagógica Nacional. La misma universidad de una manzana y cuatro puertas de acceso distribuidas en los cuatro puntos cardinales que, tras dos décadas, no ha visto crecer su ínfimo campus lo más mínimo pero sí el número de sus estudiantes, que entonces al menos encontraban espacio para caminar, un escritorio en la biblioteca para estudiar y aire para respirar. (Hoy se respira humo de cigarrillo -cuando no de marihuana- por todas partes; en la biblioteca ya no se puede estar ni estudiar por falta de escritorios y por exceso de ruido; y caminar sólo se puede muy temprano en la mañana o muy tarde por la noche, cuando aún los vendedores con carné de estudiante no han llegado o han levantado ya sus improvisados tenderetes pero no la mugre.)

Recuerdo que en esos días, a solas o acompañado, con mi bastón plegado o desplegado, me movía entre los mismos cinco o seis edificios de siempre, saliendo de una clase y yendo a otra o a alguna oficina para alguna averiguación, sin las dificultades que ello supone hoy. Recuerdo que, pese a que los estudiantes ciegos escaseábamos a la sazón por estos pagos, o quizá por eso precisamente, la solidaridad y las manos amigas abundaban. Recuerdo que, dado que no contábamos con ningún apoyo tecnológico o profesional de ninguna especie, esos pocos estudiantes ciegos debíamos resolver por separado los problemas que se nos iban presentando (desde conseguir lectores para los exámenes escritos hasta idear soluciones metodológicas para nuestras prácticas docentes, pasando por la negociación con el profesor reacio y a veces también hostil, que nunca falta). Recuerdo que, pasados cuatro años, me gradué en medio de quienes me quisieron bien y de quienes no, en medio de los que me ayudaron a batallar y de quienes se mantuvieron indiferentes con mi lucha, en medio de mis grandes amigos y de mis compañeros de clase por circunstancias del azar que allí nos puso, en aquel día de diciembre de 1998, a recibir un diploma profesional con el que, en adelante, deberíamos ganarnos la vida y enseñarles también a otros a hacerlo con tenacidad y decoro. Recuerdo, en fin, que fui feliz no obstante la infelicidad de que vinieron cargadas algunas jornadas; no obstante los tropiezos, devenidos fortalezas a la postre; no obstante los desencuentros, arrumados hoy en un rincón de la memoria tras tanto tiempo.

Me mantuve al margen -lo cual no es cierto del todo puesto que siempre conservé y cultivé aquí algunos afectos- de la universidad por espacio de ocho años, al cabo de los cuales me reintegré a sus aulas y a su colectividad, pero ahora en calidad de profesor del departamento de lenguas, donde trabajé entre 2007 y 2011. Durante esos cinco años de docencia -que venían a sumarse a los cuatro de estudio y a los tantos otros de lejanía física mas no emocional-, tuve entre mis muchos estudiantes videntes a un par de estudiantes ciegos que me pusieron en antecedentes de cuánto las cosas habían cambiado en la Pedagógica para bien de los que, como nosotros, carecen del sentido que los demás más temen perder: la vista. Ahora, me enteré, había un aula dotada de computadores con conexión a internet, escáneres e impresora en sistema braille: un espacio reservado para nosotros los ciegos, el cual, de haber existido cuando yo fui estudiante, habría supuesto una revolución en la forma en que adelanté mis estudios ´pero quizá, en medio de tantas bondades, un grave perjuicio. ¿No será, me pregunté evocando con nostalgia los días de carencias absolutas y de retos infinitos, que gracias a esas carencias y esos retos mi formación profesional llegaba a ser más sólida que la de estos muchachos que, teniéndolo “todo” -en comparación con los que no tuvimos “nada”-, no saben qué hacer con semejante tesoro? Y es que el descubrimiento y la conclusión de aquellos años fueron -y siguen siendo- demoledores: aparte de las redes sociales, que tan poco -si es que algo- le aportan a la formación intelectual del estudiante -ciego o no-, una gran mayoría de ellos desaprovecha, por pereza y falta de curiosidad (dos lastres en la vida de cualquier profesional aunque más aún de un educador), las ventajas del mayor invento del y para el conocimiento desde que el mundo se horrorizó y se maravilló con la imprenta.

Me resultaba pues incomprensible que tantos estudiantes ciegos de este presente diferente y promisorio gracias a la tecnología y los discursos de inclusión siguieran desempeñando dentro y fuera del aula un papel de segundo orden. No comprendía el porqué, siendo ahora ellos mismos una colectividad dentro de la Pedagógica, no daban la pelea en grupo sino que preferían afrontar por separado las dificultades que iban apareciendo cada tanto. No me explicaba que algunos profesores del departamento e incluso de otras facultades me pidieran una opinión de cómo evaluar a sus estudiantes ciegos, que ni siquiera se tomaban el trabajo de contarles a sus maestros que ya era posible escribir un ensayo y enviárselo a sus correos electrónicos; o que existía un aula de apoyo en la biblioteca adonde los profesores podían acudir en busca de asesoría. No entendía, por último, que con semejantes ventajas los estudiantes ciegos se siguieran dejando humillar y relegar por profesores oscurantistas -por fortuna una minoría- que ven en la inclusión un desafío que excede sus capacidades. Yo quería contribuir al empoderamiento de mis compañeros, pero la verdad es que no encontraba la forma más a propósito de hacerlo. (La oportunidad me llegó a mediados de 2013, cuando regresé a la universidad luego de casi dos años de ausencia.)

Buscando cambiar de aires y de perspectivas, me vinculé como profesor de la licenciatura en Educación Especial y del departamento de Psicopedagogía, donde se me propuso participar en este grupo de lineamientos para el acceso de personas ciegas, sordas y con movilidad restringida. En él mi objetivo ha sido, además de aprender del profuso conocimiento de mis colegas, hacer manifiesta mi convicción de que, por muchas ayudas tecnológicas que haya para nosotros y garantías para nuestro ingreso y permanencia, si del otro lado no hay un sujeto político claro y persuasivo, esas ventajas resultan inocuas. He intentado explicar que, a mi entender y según mi experiencia de estudiante y de educador, son los muchachos ciegos -en el caso que nos ocupa- quienes tienen la obligación de señalar el camino a los profesores que no logran verlo con claridad. He sostenido que no es el profesor quien debe adaptar su clase a las necesidades del estudiante ciego sino el estudiante ciego quien debe esforzarse para caber en la propuesta pedagógica de su profesor, que desde luego habrá de estar dispuesto a facilitar las cosas y a hacer de esa experiencia de integración una posibilidad de aprendizaje y crecimiento para todos. He expresado que al estudiante ciego se le ocasiona un daño gravísimo cuando se le recalca que son sus profesores quienes están en la obligación de buscar y hallar la solución a las dificultades que a menudo comportan los procesos de inclusión en una clase regular. He hecho hincapié asimismo en una realidad de la que podemos dar fe los profesionales ciegos que contamos o hemos contado alguna vez con un trabajo formal: debido a que la inclusión laboral no existe en este país -y me atrevería a decir que en ningún otro- como política de Estado, y a que los empleadores no están obligados por la ley a contratar a personas con algún tipo de limitación física, las escasísimas oportunidades laborales en el sector público y las casi inexistentes en el sector privado serán para la persona ciega que esté en capacidad de demostrar que su desempeño va a ser igual e incluso mejor que el de los videntes que aspiran a la misma plaza, y que su ceguera no le representará a la empresa gastos de más ni adecuaciones de consideración.

Así pues y teniendo en cuenta que habitamos una universidad, una ciudad y un país pensados y gobernados para y por videntes, no podemos sentarnos a esperar que todo cambie mientras se nos va la vida entre lamentaciones de inequidad y de injusticia. Debemos más bien combatir esas dos verdades demostrándole al mundo a partir de nuestro quehacer profesional y laboral, así como de argumentos vigorosos e inteligentes, que, a pesar de todos sus avances tecnológicos y de todos sus discursos políticamente correctos a favor de los vulnerables, el que nos tocó en suerte sigue siendo un mundo desigual e injusto, hipócrita y violento, discriminador e inferior a las grandezas que conlleva la diferencia. Un mundo incapaz de pensar en el otro y en sus necesidades. Un mundo amigo de las palabras altisonantes pero enemigo de las acciones que se requieren para que a esas palabras no se las lleve el viento o se queden, como pruebas escritas de lo que no se hizo por incuria e indolencia, únicamente impresas en documentos redactados por grupos de expertos cuyas consideraciones se exigen para luego engavetarse y volverse a desengavetar tiempo después y hacerse como que se estudian para crear un nuevo documento que muy seguramente correrá la misma suerte.