sábado, 5 de febrero de 2011

Los hombres que no amaban a las mujeres: cuatro momentos álgidos y una conclusión alentadora

Como aquí no se trata de estudiar la primera parte de la trilogía con detalle sino, más bien, de precisar algunos aspectos que sirvan a los que no la han leído de acicate para hacerlo, he resuelto destacar cuatro momentos de la diégesis que para mí cobran gran importancia, ya que cada uno contiene algo de ese arco iris de sensaciones que suscita la lectura de la novela. Desconcierto, rabia, júbilo y desazón son apenas algunas de las emociones por las que se pasea el lector a medida que recorre esos cuatro jirones de la historia, que a nadie deja indiferente. A nadie.

 Si la primera escena que voy a referir se le presentara a alguien que no sabe de qué va la novela, solo cabría esperar una conclusión: Lisbeth Salander es una puta. Pero no. Como lo sabe el lector refinado (ese que es capaz de esculcar y hallar entre los pliegues del discurso), aquí no nos hallamos ante ninguna puta sino ante la personificación de la impotencia; ante la víctima de un sistema de cosas -políticas, económicas, sociales- que oprime a quien pretende salvar con sus resoluciones. Lisbeth Salander, no obstante tener 24 años y trabajar como cualquier adulto normal, no ha sido declarada todavía mayor de edad, en razón de su carácter díscolo y anárquico que, al no dejarse sojuzgar por las convenciones y las imposiciones del Estado, debe ser maniatado para que no transgreda. Pero las transgresiones proceden, no de su carácter libérrimo cuya única aspiración es que lo dejen ser quien es y como es, sino de los agentes que ese Estado se procura para salvaguardar y proteger los intereses de personas que, como la detective de Milton Security, “no pueden velar por sí mismas”. (¡Qué paradoja!: un detective que no puede velar por sí mismo).

 El nombre del victimario, del transgresor, del vejador es Nils Erik Bjurman. Su profesión, abogado. Su divertimento, al menos por lo que se refiere a Salander, sacar provecho sexual -el adjetivo se queda demasiado corto, como se verá- de la situación de dominio y preeminencia que el Estado le ha conferido. Su obligación, administrar las cuentas y el dinero de ciudadanos que, pese a pagar impuestos, no son reconocidos como tales. Su oficina, el lugar en que se perpetra su primera felonía en contra de la muchacha:

 “El abogado Bjurman bordeó la mesa de trabajo y le mostró el estado de su cuenta, de la que Lisbeth conocía hasta el último céntimo, aunque ya no podía disponer de ella libremente. Estaba detrás de ella. De repente le masajeó el cuello y le deslizó una mano sobre el hombro izquierdo para, acto seguido, alcanzar los senos. Le puso la mano sobre el pecho derecho y la mantuvo allí. Como ella no parecía protestar le apretó el pecho. Lisbeth Salander permaneció completamente inmóvil. Sentía su aliento en el cuello mientras contemplaba el abrecartas situado sobre la mesa; lo podría alcanzar fácilmente con la mano que tenía libre. Pero no hizo nada […] Al cruzarse sus miradas unos instantes después, Bjurman tenía la boca semiabierta y Lisbeth pudo leer el deseo en su cara. El rostro de Salander no reflejaba sentimiento alguno. Bjurman volvió al otro lado de la mesa y se sentó en su cómodo sillón de cuero […] Posiblemente la sonrisa del abogado Bjurman se habría esfumado si hubiera podido leer los pensamientos que Lisbeth Salander ocultaba tras sus inexpresivos ojos.
-Creo que tú y yo vamos a ser buenos amigos -dijo Bjurman-. Tenemos que confiar el uno en el otro.
Como ella no contestaba, puntualizó:
-Ya eres toda una mujer, Lisbeth.
Ella asintió con la cabeza.
-Ven aquí -dijo, tendiéndole la mano.
Durante unos segundos Lisbeth Salander fijó la mirada en el abrecartas antes de levantarse y acercarse a él. Consecuencias. Bjurman cogió su mano y la apretó contra su entrepierna. Ella pudo sentir su sexo a través de los oscuros pantalones de tergal.
-Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -dijo.
Lisbeth estaba tiesa como un palo cuando el abogado le puso la otra mano alrededor de la nuca y la forzó a arrodillarse con la cara delante de su entrepierna.
-No es la primera vez que haces esto, ¿a que no? -dijo al abrir la bragueta. Olía como si acabara de lavarse con agua y jabón.
Lisbeth Salander apartó su cara e intentó levantarse pero él la tenía bien agarrada. En cuestión de fuerza no tenía nada que hacer; pesaba poco más de cuarenta kilos, y él noventa y cinco. Bjurman le agarró la cabeza con las dos manos y le levantó la cara; sus miradas se cruzaron.
-Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -repitió-. Si te me pones brava, puedo meterte en un manicomio para el resto de tu vida ¿te gustaría eso? Ella no contestó.
-¿Te gustaría? -insistió. Lisbeth negó con la cabeza.
Esperó hasta que ella bajó la mirada, cosa que interpretó como sumisión.
Luego se aproximó más. Lisbeth Salander abrió los labios y se lo introdujo en la boca. Bjurman la mantuvo todo el tiempo cogida por la nuca apretándola violentamente contra él. Durante los diez minutos que estuvo moviéndose, entrando y saliendo, ella no paró de sufrir arcadas. Cuando por fin se corrió, la tenía tan fuertemente agarrada que apenas podía respirar.
Le dejó usar un pequeño lavabo que tenía en su despacho. A Lisbeth Salander le temblaba todo el cuerpo mientras se lavaba la cara e intentaba quitarse la mancha del jersey. Tragó un poco de pasta de dientes para intentar eliminar el mal sabor. Cuando volvió a salir a su despacho, él estaba sentado impasible tras su mesa hojeando sus papeles […] Una sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios. Lisbeth Salander cogió el cheque y se marchó” (segunda parte, capítulo 11).
 
El desconcierto hace presa del lector que se pregunta por qué la muchacha, que contempla el abrecartas que tiene a mano con una idea fija que no se nomina pero se infiere, no se sirve de él para defenderse de su agresor. La respuesta salta a la vista y deslumbra de tan clara: si lo hiciera, Bjurman, su tutor, posiblemente pondría por obra su amenaza de encerrarla de por vida en un manicomio. ¿A tanto llega su poder sobre Salander?, cabe preguntarse. Y la respuesta es sí, porque como él previene a la muchacha para que no se vaya de la lengua, “-Sería tu palabra contra la mía. ¿Cuál crees tú que tendría más valor?”. Salander (esa es la razón de que se contenga y no actúe conforme le indica su temperamento) sabe que la palabra del abogado, que por algo la representa ante el Estado, prevalecería sobre la suya, que ni siquiera se tendría en cuenta. De modo que el lector, ávido de vindicación, tiene que confiarse a la inteligencia de la agraviada, que existe y no en pocas cantidades, para que la justicia poética, ante la ausencia de la divina, se encargue de poner las cosas en su sitio.
 
Tras una prolongada intervención de la voz narrativa -que por momentos deviene autor implícito- en la que no solo toma partido por Salander ( y arremete, con argumentos válidos y con vehemencia, contra las políticas arbitrarias de un Estado que no honra con aquellas actuaciones la democracia que dice propugnar), sino que pone al lector al corriente de aspectos de la vida de la protagonista desconocidos hasta entonces, este se apresta, fiado de un plan de Lisbeth que desconoce, a sacarse, junto con ella, la bronca de la primera agresión. Pero la rabia que caracteriza este segundo momento, lejos de remitir, irá en aumento según la narración progrese:
 
“El plan salió mal casi desde el primer momento. Al abrir la puerta de su piso, el abogado Nils Bjurman llevaba una bata. Ya estaba irritado por el retraso y le hizo señas para que entrara […] Abrió la puerta del dormitorio. No cabía duda del tipo de servicios que esperaba de Lisbeth Salander. Ella recorrió rápidamente el cuarto con la mirada […] dio unos tímidos pasos hacia la cama. Luego se paró, como si se lo estuviera pensando. Bjurman se acercó.
-Espera -dijo ella de nuevo, esta vez como intentando convencerlo y hacerle entrar en razón-. No quiero chupártela cada vez que necesite dinero. A Bjurman le cambió la cara. De pronto, le dio una bofetada con la palma de la mano. Salander abrió los ojos de par en par, pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, la cogió del hombro y la echó de bruces sobre la cama. La repentina violencia la cogió desprevenida. Cuando intentó darse la vuelta, la aprisionó contra la cama y se sentó a horcajadas sobre ella. Igual que la vez anterior, físicamente hablando, ella era pan comido para él. Sus posibilidades de resistencia consistían en hacerle daño en los ojos con las uñas o con algún arma. Pero la trama que había planeado ya se había ido al traste totalmente. “Mierda”, pensó Lisbeth Salander cuando él le arrancó la camiseta. Con una aterradora clarividencia, se dio cuenta de que se había metido en camisa de once varas. Oyó cómo abría el cajón de la cómoda de al lado de la cama y percibió el chirrido de metal. Al principio no sabía qué estaba pasando; luego vio unas esposas cerrándose alrededor de su muñeca. Él le levantó los brazos, pasó las esposas por uno de los barrotes del cabecero de la cama y le esposó la otra mano. En un santiamén le quitó las botas y los vaqueros. Por último le quitó las bragas y las sostuvo en la mano.
-Tienes que aprender a confiar en mí, Lisbeth. Yo te voy a enseñar cómo se juega a este juego de adultos. Cuando te pongas borde conmigo, te castigaré. Pero si eres buena conmigo, seremos amigos. Volvió a sentarse a horcajadas sobre ella.
-Así que no te gusta el sexo anal, ¿eh?
Lisbeth Salander abrió la boca para gritar. La cogió del pelo y le metió las bragas en la boca. Luego le colocó algo en los tobillos, le separó las piernas y se las ató dejándola completamente indefensa. Le oyó moverse por el dormitorio pero era incapaz de verlo a causa de la camiseta que tapaba su cara. Pasaron varios minutos. Apenas podía respirar. Luego experimentó un terrible dolor cuando le introdujo, violentamente, un objeto en el ano”.
 
Tal vez por consideración con el lector, que experimenta el paroxismo de la impotencia, la omnipresencia de la voz narrativa emerge para darle un respiro en medio de tanta violencia, y retornar a la escena del crimen cuando ya todo se ha consumado:
 
“Hasta las cuatro de la madrugada del sábado, el abogado Bjurman no la dejó vestirse. Lisbeth cogió su chupa de cuero y la mochila, y se dirigió, cojeando, hacia la salida, donde él la estaba esperando recién duchado y pulcramente vestido. Le dio un cheque de dos mil quinientas coronas.
-Te llevaré a casa -dijo, y abrió la puerta.
Ella salió del piso y se volvió hacia él. Su cuerpo parecía frágil y su cara estaba hinchada a causa de las lágrimas. Al cruzar las miradas él casi dio un paso atrás; en su vida había percibido un odio tan ferviente y visceral. Lisbeth Salander daba la impresión de ser exactamente tan demente como insinuaba su historial.
-No -dijo en voz tan baja que apenas la oyó-. Puedo volver a casa sola.
Le puso una mano sobre el hombro.
-¿Seguro?
Ella asintió. Bjurman agarró su hombro con más fuerza.
-No te olvides de lo que hemos acordado: vuelve el sábado que viene.
Lisbeth volvió a asentir. Sumisa. Él la soltó.” (segunda parte, capítulo 13).
 
Ella no bromea cuando, con ese movimiento de cabeza, le asegura a su victimario que, justo el sábado siguiente, comparecerá ante él en ese mismo sitio que guarda las imágenes macabras de las humillaciones a que la acaba de someter pero que, en contrapartida, albergará también las de su venganza, que con toda meticulosidad prepara durante el intervalo.
 
El que haya leído El pabellón número 6 de Antón Chéjov y Sólo vine a hablar por teléfono de Gabriel García Márquez y se haya dejado invadir por la desesperación de Iván Dimítrich Grómov y María de la Luz Cervantes, sus protagonistas, sabrá apreciar el significado del júbilo que suponen venganzas como la del relato de José María Arguedas El sueño del pongo o la que se aproxima de Lisbeth Salander. Porque la buena literatura, que no está obligada a confeccionar quimeras por el simple capricho de congraciarse con los deseos del lector-televidente (ese que busca encontrar en los libros lo que los culebrones le dan), solo en ocasiones nos permite soñar con ese anhelo humano tan inasible como el mismísimo paraíso: la justicia. Un concepto que para la protagonista no está ligado a las instituciones del Estado, sino a sus posibilidades:
 
“El sábado por la noche, a la hora acordada, Lisbeth Salander volvió al piso de Nils Bjurman, en Odenplan. La dejó entrar con una educada y acogedora sonrisa […]. Lisbeth le obsequió con una sonrisa agria y al abogado le invadió una repentina sensación de inseguridad. ‘Esta tía está chiflada. Que no se me olvide.’ Se preguntaba si ella terminaría acostumbrándose y aceptando la situación.
-¿Vamos al dormitorio? -preguntó Lisbeth Salander.
‘Claro, que a lo mejor le va la marcha…’ La condujo a la habitación pasándole un brazo por encima del hombro, tal y como hizo la vez anterior. ‘Hoy la trataré con más cuidado. Así me ganaré su confianza.’ Ya había sacado las esposas; estaban sobre la cómoda. Hasta que llegaron a la cama el abogado Bjurman no advirtió que pasaba algo raro. Era ella la que lo llevaba a él a la cama, y no al revés. Se quedó parado, mirándola desconcertado, cuando Lisbeth sacó algo del bolsillo de su cazadora. Al principio le pareció un teléfono móvil. Luego vio sus ojos.
-Di buenas noches -dijo ella.
Subió la pistola eléctrica hasta su axila izquierda y le disparó 75.000 voltios. Cuando sus piernas empezaron a flaquear, ella apoyó el hombro contra su cuerpo y empleó todas sus fuerzas para tumbarle sobre la cama”.
 
Nuevamente la voz narrativa, que no es otra cosa que un narrador-cámara, deriva hacia otro escenario que aquí poco importa, para volver, al cabo de algunas líneas en las que el lector se consume de impaciencia y curiosidad, a retomar el recuento de los hechos que lo mantienen tan expectante:
 
“El abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados. Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia, pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado. Cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.
Lisbeth Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había acercado a la cama, donde, con las botas puestas, descansaba los pies mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los cajones y vaciado su contenido.
-He encontrado tus juguetitos -dijo Salander.
Sostenía en la mano una fusta mientras rebuscaba en la colección de consoladores, bridas y máscaras de látex que había echado al suelo.
-¿Para qué sirve esto? -dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal-. No, no intentes hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza. Se inclinó hacia él, expectante. Nils Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría el pecho y perdió el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas. Imposible. No pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le colocó el tapón entre las nalgas.
-Así que te va el sado -le dijo-. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad? Ella lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.
-Sin lubricante, ¿no?
Bjurman emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander, brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio…” (segunda parte, capítulo 14).
 
Pero el júbilo de la venganza está apenas a mitad de camino. Un camino que cada lector debe recorrer hasta el final. Es decir, hasta que la impasibilidad insultante y la sonrisa de superioridad con que Nils Bjurman despidió a Salander la primera vez que la violó (hablo de la felación a que la forzó en su oficina) se hayan trocado en amargura y mueca de dolor perenne.
 
Existe entre los lectores de calidad y entre los buenos críticos literarios -para no hablar de los criticastros- un temor invencible a arremeter contra los escritores de renombre, que puede deberse en gran medida al miedo de desbarrar o incurrir en exabruptos. Al mismo tiempo, muchos de esos buenos críticos literarios y lectores de calidad -para no hablar de los criticastros- se complacen en destruir, en ocasiones con malas artes y peor leche, la obra incipiente de un escritor en ciernes, que lo único que necesita es un poco de tiempo para probar de qué es capaz. Pero Stieg Larsson, que murió sin saber que se convertiría, apenas sin transición, en escritor de renombre sin haber llegado a ser un escritor en ciernes, no sobrevivió a la publicación de su trilogía que, salvo una que otra voz disonante, solo ha cosechado aplausos y vaticinios de inmortalidad. ¿Aplausos y vaticinios merecidos? Veamos.
 
El hecho de que yo, en mi papel de lector de calidad y crítico literario que no ejerce asegure que a Cien años de soledad le sobra el capítulo 18, que “envilece” -¿para bien?- la perfección que ostenta la novela, o que 2666, una buena novela de un mejor escritor, fue buena solo hasta un punto y que por culpa de una mano mercenaria que jamás debió haber empuñado la pluma termina casi convertida en bodrio, no significa, en modo alguno, que pretenda desvirtuar las bondades que las dos obras tienen. No en vano ellas figuran en casi toda lista de lo más granado de la novela latinoamericana, si es que algo así existe. Pero ocupémonos de Los hombres que no amaban a las mujeres.
 
Del mismo modo que las novelas aquí mencionadas de García Márquez y Roberto Bolaño se “desbarrancan” -la primera temporalmente y la segunda de forma definitiva- en un determinado punto de la narración, la primera parte de la trilogía de Larsson decae peligrosamente en ese cuarto momento álgido de que se habla en el título de este comentario literario. Porque si el primero genera desconcierto y el segundo ira y el tercero júbilo, ese cuarto momento produce desazón. Un desencanto que amenaza con hacernos perder el interés por la diégesis, lo que felizmente no ocurre.
 
Cuando (después de un arduo trabajo del encéfalo para elucidar el misterio de la desaparición de Harriet Vanger) por fin Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist logran dar con el asesino en serie que anda suelto por Hedeby y Hedestad y el lector se apresta a enfrentar con valentía la expectación que la novela ha sabido mantener en situaciones semejantes, la realidad, prosaica, se enseñorea para gritarnos la verdad en la cara: el lugar del misterio lo ocupa ahora la gesticulación estólida y la verborrea de la inverosimilitud:
 
“En cuanto entraron en la habitación, Martin Vanger apuntó con la pistola a Mikael y le ordenó que se tumbara boca abajo en el suelo. Mikael se negó.
-Vale -dijo Martin Vanger-. Entonces, te pegaré un tiro en la rodilla. Apuntó. Mikael cedió. No tenía elección […] Se tumbó en el suelo. Martin se aproximó por detrás y le dijo que pusiera las manos en la espalda. Se las esposó. Luego le pegó una patada en la entrepierna, seguida de una buena tunda de violentos puñetazos. Lo que ocurrió después parecía una pesadilla. Martin Vanger oscilaba entre la racionalidad y la enfermedad mental. Por momentos, en apariencia, estaba tranquilo. Acto seguido caminaba de un lado para otro del sótano como una fiera enjaulada. Pateó a Mikael repetidas veces. Mikael no pudo hacer otra cosa que intentar protegerse la cabeza y encajar los golpes en las partes blandas del cuerpo. Al cabo de unos minutos, el cuerpo de Mikael presentaba un buen número de dolorosas heridas…”.
 
Ni la violencia cala en el ánimo del lector, ni las palabras comunican de forma perlocutiva las sensaciones que cabría esperar de una escena así de extremosa, ni las acciones resultan naturales. Todo en este cuarto momento rezuma falsedad. El diálogo que sigue a la escena que acabamos de contemplar, en el que el asesino en serie -seguro de que su víctima ya no supone ningún peligro- le confiesa, ufano, todos sus crímenes a Mikael Blomkvist mientras le da a beber con generosidad de su botella de agua mineral, no llega siquiera a libreto de mala película gringa. Si de llamar a las cosas por su nombre se trata, este cuarto momento es la escena perfecta de uno de esos enlatados que no dejan otro recurso que apagar la televisión:
 
“Martin Vanger hablaba de los secuestros y asesinatos en un tono casi académico, como si defendiera una opinión divergente en alguna cuestión de teología esotérica.
-¿Realmente te interesa esto? Se inclinó y le acarició la mejilla. Su tacto fue delicado, casi tierno.
-Te das cuenta de que esto sólo puede terminar de una manera, ¿no? ¿Te molesta si fumo? Mikael negó con la cabeza.
-¿Me invitarías a uno? Martín Vanger accedió a su deseo. Encendió dos cigarrillos y, cuidadosamente, colocó uno entre los labios de Mikael. Le dejó dar una calada y se lo sostuvo.
-Gracias –dijo Mikael automáticamente. Martin Vanger volvió a reírse […] Abrió un armario, sacó una estrecha correa de cuero y se la puso a Mikael alrededor del cuello, a modo de soga, con un nudo corredizo. Soltó la cadena que mantenía a Mikael encadenado al suelo, lo levantó y lo empujó contra la pared. Introdujo la correa de cuero en una argolla del techo, sobre la cabeza de Mikael, y la tensó de tal modo que este se vio obligado a ponerse de puntillas” (tercera parte, capítulo 23).
 
Y así, de puntillas y casi ahorcado, Mikael Blomkvist habrá de asistir a las truculencias que aún restan y se avecinan: el beso en la boca que le da Martin, la aparición y el ingreso en escena de Lisbeth Salander, su arremetida contra el psicópata con ese bate de golf con que le rompe no sé cuántos huesos, la huida de este, malherido como se encuentra, del sótano de los horrores, el avistamiento de la salida de Lisbeth que corre tras el forajido y su ulterior regreso para rescatarlo.
 
Ante la imposibilidad de cotejar la traducción al español con el original en sueco de esta escena en particular a fin de reducir el margen de error de mis apreciaciones, me remití a la traducción en inglés, que probó ser tan “apócrifa” como la versión en español, con un agravante para esta última: la demasiada semejanza que en achaques de lengua guarda con respecto, precisamente, a la versión en inglés. No es ocioso preguntarse entonces cuál habría sido el resultado de haber sido otros los traductores, no ya de la escena en casa de Martin Vanger, sino de la novela toda, pero aquello hace parte de una reflexión futura.
 
¿Por qué leer Los hombres que no amaban a las mujeres? Porque, si bien la exacerbada omnisciencia de la voz narrativa en ocasiones parece agredir la inteligencia del “lector-crítico de la ilusión narrativa”, como lo llama Vargas Llosa, es gracias a ese narrador en tercera persona que hace las veces de cámara cinematográfica (la razón del triunfo de la omnipresencia en la novela) que la expectación que recorre casi de principio a fin la historia se mantiene vigente. Porque, a pesar de las reiteradas -innecesarias en muchos casos- alusiones a la inexpresividad del rostro de Salander por parte del narrador, la caracterización del personaje es de una consistencia pétrea y de una fuerza arrasadora. Porque, aunque la novela versa en gran medida sobre la crueldad de algunos personajes y sobre la corrupción de que se vale esa crueldad para triunfar, del otro lado de la balanza están la mística y la ética con que otros personajes combaten esas lacras, sin que por ello se conviertan en justicieros de ningún orden moralizante, sino en Quijotes que enfrentan, ayudados solo de sus fuerzas y sus recursos, la vileza que les es dable combatir. Porque, no obstante las desmesuras en que la narración incurre por momentos en relación con la crueldad, la corrupción y la vileza, la historia, repuesta de aquellos quebrantos, se levanta saludable, prometiendo longevidad. Porque, aun cuando alguien pudiera censurar el hecho de que en la novela predominen demasiadas inanidades propias del día a día de los personajes, son esas naderías las que justamente logran que la vida -la de Salander, la de Blomkvist- exulte en cada página. Y porque, no obstante las “imperfecciones narrativas” que la novela acusa, ella, inevitablemente, concluye el lector, cualquiera que sea, merece, como la vida, la pena.