miércoles, 15 de febrero de 2023

Los últimos cuarenta desahogos, todos breves o muy breves

1. Para saber de qué materia están hechas las guasas de Trump, Savater y Bolsonaro respecto de las realidades manifiestas de la crisis climática, de las que se burlan en medio de las comodidades de sus vidas muelles, habría que sedarlos, treparlos a un avión y soltarlos en medio de una horda de desesperados que, por ejemplo en el Cuerno de África, van de aquí para allá en busca de alimento y agua o al menos agua, para ellos y sus animales. Se trata de que los dejen padecer en carne propia los rigores del hambre y la sed que son el pan de cada día en esa y en otras regiones abocadas por la desertificación a la despoblación forzosa, pero precaviéndose de que la terna ilustre regrese con vida a la paz de sus hogares. Si tras semejante experiencia a alguno le quedan arrestos para seguir gamberreando, seré el primero en reconocer que lo suyo no era cinismo sino convicción.


2. ¿Cómo hacemos para que las ratas y ratones de John B. Calhoun le revelen a esta superespecie nuestra (que por parlotear -por algo somos el mono parlante- no escucha ni ve ni entiende) su secreto (toda una obviedad para ellos y un teorema indescifrable para nosotros): que cuando las condiciones no son propicias para la vida lo único que procede es frenar en seco y no reproducirse? ¿De qué estrategia pedagógica nos valemos para que al menos los millardos que hoy aguantan todas las penurias imaginables comprendan que si a duras penas me sostengo yo solo y soltero, casado y con hijos -y cuantos más peor- me voy a morir y los voy a matar de carencia y desesperación? ¿Cómo putas le hago para aprender a gritar en todas las lenguas vivas del mundo otra obviedad: que la sodomía y las felaciones, el cunnilingus y el beso negro son también deliciosos y no embarazan? Pero me quedé en las mismas porque donde les enseñe en qué consisten unas y otros, el buenismo y las iglesias -o sea las iglesias- me arrojan a la pira en plena canícula mariquiteña. De modo pues amigos por convicción sin hijos que, como le dijo un personaje de Victor Hugo a su interlocutor, “dejad actuar a la fatalidad”.


3. ¿Quieren que los asquee con una insidia de tartufo con buena fama?, ¡ahí les va!: “Una de las consecuencias históricas de esta pandemia fue la derrota de Donald Trump, y por muchas razones fue bueno celebrarla, aunque no podamos estar convencidos de que quienes lo reemplazaron sean mejores. Quién sabe si con Trump habría ocurrido la guerra de Ucrania. Y si fue amargo ante la invasión a Irak saber que la familia Bush desde mucho antes tenía negocios en ese país, hoy es amargo saber que mucho antes de esta guerra la familia Biden tenía negocios en Ucrania. En el tiempo de la omnipresencia de las comunicaciones, los ciudadanos sabemos poco y lo sabemos mal. Y con frecuencia los profesionales de la opinión tienen agenda secreta”.


Imposible un colofón más acertado para un exabrupto preñado de mala leche y peor intención. Si, “en el tiempo de la omnipresencia de las comunicaciones” muchos ciudadanos saben poco y lo saben mal, se debe a que no leen en absoluto o a que leen acríticamente a profesionales de la opinión y la ideología con agenda secreta -o más bien pésimamente disimulada- tipo William Ospina, quien no por nada goza de todo el prestigio imaginable entre universitarios y profesores de campus públicos, tan militantes como desinformados los pobres. Claro que con esas fuentes…


4. Nunca tan de acuerdo como con este deseo del gran Javier Cercas -él sí un opinante ecuánime, sin agenda política soterrada-: “…Necesitamos una revolución incruenta que cambie el marco mental nacionalista -de confrontación e identidades y soberanías exclusivas- por el marco mental federalista -de colaboración e identidades y soberanías compartidas-: una revolución tan descomunal como indispensable”.


Pero como no hay deseo que pueda materializarse al margen de un plan y un método, me permito preguntarle a Javier, en procura de sus luces: ¿de dónde sacamos, entre tantísimo docente militante de la peor izquierda y para rematar desinformado, educadores lúcidos, “desapasionados” y al tanto de las realidades fácticas del mundo que de verdad les enseñen a sus estudiantes el quehacer de pensar por sí mismos, lo cual equivale a saberse independiente de cualquier militancia política y religiosa, en las que se diluye todo conato de pensamiento crítico? ¿Qué hacemos, en tanto nuestra improbable revolución se cuece, a más de con los artífices de la pésima educación, con estos que son sus faros políticos y éticos: Xi el dictador y su todopoderoso partido, Putin el carnicero y sus invasores, las satrapías islámicas y los aliados en Occidente de toda esa escoria: Orbán, Díaz-Canel, Bukele, López Obrador, Petro y el petrismo, Cabello y Maduro, Murillo y Ortega, Trump y los trumpistas, Ron DeSantis y una mayoría apabullante de republicanos? Ah, ¿y con los votantes e incondicionales de la escoria?


Sobra expresarle, maestro Cercas, que cuenta conmigo para su revolución y con mi admiración de lector que valora y agradece, antes que nada, su decencia y honestidad de columnista, atributos muy escasos en este oficio.


5. Le cuento, estimada y admirada Elvira Lindo, que en mi vida de lector y de sujeto sexual -ambas cosas comenzaron por la misma época: digamos hacia los 15 años- no me había topado con un diagnóstico más atinado que este suyo a propósito del estado lamentable del bienestar íntimo mío y de muchos otros varones:


“Choca que en estos tiempos en los que las mujeres tratamos de dignificar las diferentes fases a las que nos somete la fisiología, naturalizando menstruaciones, pospartos y menopausias, siga siendo tabú lo que les ocurre a los hombres en esa zona sagrada de su anatomía, porque aun siendo hoy cualquier experiencia considerada de interés público, incluso la más íntima, jamás se vulnera el acuerdo tácito de no perturbar las fantasías animadas masculinas. La trayectoria vital de las mujeres ha sido ampliamente comentada, aunque fuera para mal y motivo de burla: ahí estaba la regla para acusar a la mujer de mal carácter, la soltería para justificar la amargura, los sofocos de la menopausia para señalar la decadencia. En cambio, parecía, incluso parece, que los hombres se iban de rositas de camino a la vejez, y que mientras las mujeres se delataban echando mano de un folleto de publicidad para abanicarse ellos seguían tan pichis. Poco ha ofrecido la ficción en este aspecto, y mucho menos la autoficción, donde se supone que lo autoconfesional va por delante.

Hay quien podría pensar que del secreto no desvelado brota la leyenda, pero la consecuencia indeseada es la melancolía: qué infrecuente es leer sobre la soledad que muchos hombres experimentan en su madurez al no haber sido educados para compartir la intimidad con amigos, amigas o pareja. […] Ya desde jóvenes los varones han sido instruidos para ocultar cualquier tipo de disfunción, o peor, para creer que padecen una disfunción si su rendimiento sexual no alcanza las expectativas esperadas: jóvenes imitadores del porno para los que la duración real de un polvo les resulta escasa; la cantidad de semen, poca; la incapacidad para tener múltiples eyaculaciones seguidas, frustrante. Hombres que no saben lidiar con la inseguridad y que se sienten, nunca mejor dicho, impotentes. Hombres que no saben que a partir de cierta edad también a ellos les pasan cosas y que no hay nada peor que el silencio o el desprecio social hacia quien envejece. […]

Ay, cuánto tiempo malgastado en impostar una imagen, en crearse un personaje infalible, en presumir de potencia varonil. Lo más lastimoso es que haya hombres que cumplida una edad y no habiendo aceptado jamás la imperfección de su mecanismo sigan dando la brasa con las presas que se levantaron. Y todo este patetismo se va a acrecentar si en vez de hablar de sexo en las aulas dejamos que las pantallas den la lección: o sea, cinco y sin sacarla”: ¡Bravo! ¡Así se habla, mujer!


Y como las reflexiones de este blog se alimentan de mi experiencia vital -de mi “autorrealidad”- y de su diálogo con múltiples puntos de vista -con el tuyo en este caso-, pues te cuento (perdón por el tuteo, pero lo privado de la situación lo impone): que estando aún demasiado joven -no creo que hubiera cumplido todavía los 18 años-, me conseguí una noviecita que, presumo que sin proponérselo, disfrutaba intimidándome con sus historias de amantes previos que a su decir se desempeñaban sobre, bajo o a la vera de la cama como auténticas máquinas sexuales. Que fue tanto lo que consiguió con sus fantasías o realidades adolescentes que sin que jamás se enterara me hizo asistir a mi primera y de momento única consulta con una sexóloga estupenda, quien en una hora de charla sincera y desinhibida logró que mis miedos de hombre inexperiente y demasiado anheloso de dar la talla entre la entrepierna ajena mucho se atenuaran. Que, ya en mi vida adulta y hoy en mi madurez, sigo y sé que voy a seguir paladeando los sinsabores y los deslumbramientos de mi mecanismo masculino que oscila entre lo inoperante y lo sorprendente, y sin que nada o en todo caso muy poco pueda hacer cuando lo primero sobreviene. Que tengo por costumbre y por deleite, por estrategia y por desfogue, hablar y hasta bestializar sobre estas cuestiones tan espinosas antes, durante y si se prestan las cosas también después de haberme relacionado carnal y ojalá amorosamente con una mujer. Que son ellas, desde luego no todas pero sí muchas, los únicos seres capaces de comprender y quitarle fierro a la humillación de una impotencia pasajera o prolongada, pero que para que la comprensión ocurra es necesario un diálogo como el que tú y yo acá estamos librando a instancias tuyas. Y que ya mismo le digo a mi nieto de catorce años que lea tu artículo en la esperanza de que venza sus reticencias adolescentes a conversar de sexo conmigo, que algo le podré contar de mis dichas y desdichas en una asignatura que, no obstante ser la más determinante de todas, a la postre siempre deja la sensación de que se reprueba o, si se aprueba, se logra con la nota mínima requerida.


6. Goza de tan mala prensa entre los “racionales” la bendita muerte -no se diga el suicidio, acto libérrimo y autoafirmativo (sí, casi siempre también desesperado pero ¿y?) donde los haya- que quiero que reparen en la contradicción de la última frase de esta reflexión, a cargo de una archilectora como pocas y a la que, por serlo, pocas perlas como ésta se le escapan: “Ya sabemos que la mayoría de los humanos viven olvidados de que son mortales, pero además sucede otra cosa curiosa, y es que piensan que no van a envejecer. Bueno, tal vez el verbo pensar no sea el más adecuado; más bien es una especie de pálpito irracional, una fe loca y mágica en el hecho de que ‘nosotros’ no vamos a convertirnos en esos Matusalenes terroríficos. Puede que nos arruguemos y perdamos pelo, pero seguiremos siendo nosotros, nos decimos. No seremos secuestrados por la decrepitud. Tendemos a imaginarnos en el futuro como si estuviéramos disfrazados de viejos.

Todo esto depende de la suerte que tengas; si es mala y mueres joven, te ahorras la caída. Pero si eres lo suficientemente longeva, antes o después te desmoronas...”.


Una lectura bastante curiosa y peculiar de en qué consisten la mala y la buena suerte en relación con el engorro del todo innecesario que supone envejecer para igual morirse: que el que se ahorra la caída y los achaques sea el infortunado y afortunado el que se desmorona, entre charcos de mierda y meados.


7. Pienso en algún periodista colombiano -¿Cecilia Orozco Tascón?, ¿Daniel Coronell?, ¿María Jimena Duzán?- de los muy pocos solventes que quedan y me empleo a fondo para imaginármelo incomodando a un Petro todavía en campaña con la pregunta (que haya cuatro signos de interrogación no supone que haya dos preguntas) tan certera con que concluye esta reflexión suya que suscribo sin atenuantes, maestro Savater, pero le cuento que desisto porque ni ellos ni otros también competentes aunque igual de faltos de ecuanimidad casan en la escena: “Muchos políticos aseguran que tienen unos objetivos tan encomiables y socialmente necesarios que sería monstruoso enfrentarse a ellos: acabar con la miseria, exterminar la corrupción y el nepotismo, mejorar la educación, la sanidad y demás servicios públicos, erradicar el racismo, el machismo y la inseguridad ciudadana, etcétera… […] Sin quitarles mérito a las buenas intenciones de los partidos (si sus intenciones son buenas no hace falta añadir que son de izquierdas) ni desmentir las críticas a los regímenes liberales, conviene hacer una última pregunta antes de entregarnos a ellos: sabiendo ya lo que aborrecen, ¿cuáles son los países cuya gestión aprueban, los que aceptan como modelos o compañeros de regeneración? Los sistemas vigentes siempre tienen fallos e insuficiencias, pero… ¿cómo son, a qué saben o huelen los que están más cerca del ideal según quienes van a mejorarnos?” (Claro que la pregunta habría resultado superflua si a la siguiente declaración de intenciones y revelación de sentimientos de boca del propio candidato se le hubiera prestado la atención que el exabrupto intimaba y que de seguro habría cosechado si quien en él hubiera incurrido hubiera sido Rodolfo Hernández, ni qué decir Uribe o cualquier uribista: “…¡Qué Ucrania ni qué ocho cuartos! Tenemos que dedicarnos es aquí a Colombia, cómo nos salvamos nosotros mismos”, una manifestación que bien puede competir en generosidad y altruismo con la ‘America First’ de ya saben quién).


Seis meses han pasado desde que Gustavo Petro ganó las elecciones presidenciales y lo previsible de la pregunta que nadie hizo ha ocurrido: espaldarazos aquí y allá a dictadores y aspirantes a serlo (Maduro, Díaz-Canel y Pedro Castillo), mangualas con el kirchnerismo y López Obrador para defender lo indefendible (el estupidísimo autogolpe de Estado de su imbécil y venal correligionario en el Perú) y ambigüedades torpemente maquilladas respecto de tiranías que en absoluto lo incomodan a él o a los como él. En suma, estimado Savater, nada que no se supiera.


8. Los acontecimientos recientes en Brasil y el Perú prueban, con los noes -¿provisionales?- de sus respectivas fuerzas del orden a Bolsonaro y a Castillo, que no hay dictador posible sin un ejército perjuro y corrupto que lo afiance en el poder. Así es que cuando los rusos y los bielorrusos decentes, los cubanos, los venezolanos y los nicaragüenses decentes o los no sé cuántos millones de chinos decentes hagan lo que hoy los iraníes y más que los iraníes las iraníes están haciendo con mucha decencia y a un costo muy alto, antes que exigir la caída de los tiranos deberán clamar en contra de los uniformados que, por cobardía o codicia, permitieron que la dictadura echara raíces.


9. Sin proponérselo, el gran John Carlin definió -como ya van a ver- uno de los rasgos fundamentales de la lacra del subdesarrollo de la que, se creía hace no más unos años, Brasil y Chile estaban a punto de curarse: “La lección de esta selección campeona para Argentina es que ya es hora de que deje de hacer el bobo en el mundo y empiece a ser lo que debería ser, lo que algunos se quieren imaginar que son pero se engañan: un país próspero de gente adulta, no un país de niños que siguen creyendo que todo lo va a resolver un ídolo redentor, un Maradona, una Evita, una Kirchner, un Papá Noel…”.


Olvidémonos de los hostigantes campeones del mundo con su kirchnerismo subdesarrollado y miremos hacia otros países del sector a ver si sus actualidades políticas no son más deprimentes si cabe, igual de desesperanzadoras o a lo sumo un poco menos desesperadas. Aquí estamos los colombianos con un presidente que se cree y al que millones creen un mesías y un redentor todopoderoso capaz de obrar milagros sociales, económicos y políticos sin precedentes; al lado los pobres venezolanos con su postración ante la dictadura y la esperanza puesta en unas dizque negociaciones con la oposición que sólo benefician a Cabello y a Maduro el subalterno, que con su farsa ganan tiempo y consiguen que les levanten una sanción aquí y otra allá a cambio de nada; enfrente los peruanos con su mojiganga interminable de presidentes destituidos y designados, interinos y golpistas fracasados; ya no tan cerca de nosotros los chilenos con su Convención Constitucional ultramamerta e incapaz de pergeñar un documento siquiera viable y medianamente consecuente y los brasileños que, como los estadounidenses, aplazaron quién sabe para cuándo las amenazas de guerra civil que sobre sus países pusieron a sobrevolar el bolsonarismo y el trumpismo, cada uno con sus millones de votantes y fanáticos. Y no se crean que me olvido de los Ortega Murillo, de los Bukele o de los López Obrador: más de lo mismo. Tampoco -faltaría más- de los costarricenses y los uruguayos, a los que tal vez con demasiado romanticismo y envidia de la buena (porque sí la hay, amiga Piedad) juzgo los únicos presentables del barrio.


10. Usted y yo, maestro Granés -¿Que deja de escribir en El Espectador?: pero esa sí que es una pésima noticia-, sabemos que nada más chimbo que el supuesto antiimperialismo yanqui de tantísimos matriculados en campus públicos y de sus profesores, de intelectuales de toda facha y autodenominados promotores de la cultura, de grupúsculos políticos de izquierdas y demás rebeldes al servicio, contradictoriamente, del enemigo:


“Hoy en día las identidades se han convertido en campanas neumáticas, aisladas e incomunicadas, porque ya nadie puede ponerse en los zapatos del otro. Es más, hacerlo es cometer la peor incorrección. Sólo se puede hablar en nombre propio y no como individuo, claro, sino como miembro de una raza o de una identidad. […]

Muchas cosas se han olvidado en estos tiempos: el humanismo ilustrado, la empatía y la imaginación, justo las capacidades humanas que han permitido entender el dolor del otro y universalizar los derechos humanos y las sanciones contra todo tipo de maltrato. Lo más grave es que el nicho donde han surgido estas ideas ha sido la universidad, una institución que nació -su nombre lo indica- con vocación universal y a la que los jóvenes iban a aprender de lo que no sabían, del otro, del extraño, justamente para vencer los prejuicios racistas y la ignorancia que los causaba. Pero no, ahora la experiencia en la universidad gringa pasa por descubrir una identidad y aferrarse a ella. Se va a aprender de uno mismo y de la historia de agravios padecidos; se va a aprender a ser víctima y a encontrar argumentos morales que permitan salir al mundo -o a Twitter- a quemar todo lo que parezca ofensivo. Esa es la última traición de los intelectuales: ofrecer cheques sin fondos, vender identidades quejumbrosas y herramientas de análisis que sólo sirven para encontrar pruebas que reafirmen el propio victimismo. Y no, el conocimiento debe ayudar a cambiar destinos, a mejorarlos, no a perpetuar tradiciones identitarias. Lo más paradójico es que todo esto está ocurriendo en las universidades más elitistas del mundo, y lo más patético es que las universidades y los ámbitos culturales de otros países se están haciendo eco de esta insensatez que fragmenta las sociedades y convierte la identidad, escudarse en una identidad, en un magnífico negocio. Porque todo esto siempre beneficia a unos pocos, al oportunista de turno que llama la atención con su numerito. Los demás salen al mercado laboral creyendo que el mundo les debe algo y sin haber aprendido nada de nada.”


Ni siquiera los proverbios que con su sabiduría por lo común infalible suplían en parte la falta de escuela de casi todos nuestros abuelos y de muchos de nuestros padres. Como el que reza que “nadie sabe para quién trabaja”, o este otro que nada tiene que ver con la secta que yo presido mas sí con otras: ¿no hay peor ciego que el que no quiere ver es que dice? Claro que, bien mirado, este último proverbio contiene un error semántico si se tiene en cuenta que no es que los ciegos a los que alude no quieran ver: es que, por cerrazón mental, no pueden.


11. Hay que ser Joseph Conrad para hacer caber dentro de un barco y en una nouvelle la antinomia descomunal razón-sinrazón que se disputa sin tregua y desde siempre el mundo y las voluntades de los hombres. Y hay que ser muy buen lector de lo que se da en llamar ficción para no ilusionarse con el triunfo de la razón sobre la sinrazón en La línea de sombra, que por desgracia muy lejos está de ser o al menos parecerse a nuestra vida real minada de Pútines y putinistas, Trumps y trumpistas, Bolsonaros y bolsonaristas y, para completar el estropicio, de fanáticos del catolicismo y el cristianismo, yihadistas y ultraortodoxos judíos a cuál -a cuáles- más nocivo y despreciable.


12. Pese a que se repite muy a menudo, me sigue pasando que me agarra la risa cuando noto el asombro revuelto con conmiseración del que registra en su celular mi número, con ansia lo busca en WhatsApp y descubre que no aparece porque mi teléfono, con diferencia el más barato del mercado, es el Nokia más rudimentario y bello -por pequeño y discreto- que imaginarse puedan. O cuando me piden mis cuentas de Twitter o Facebook para agregarme y seguirme y les informo que en mi vida he escrito un twit o publicado una foto en el otro lado. Para atenuarles la lástima mal disimulada que les producen mi ignorancia y rezago voluntarios, yo podría contarles que tengo un láptop -este en que leo, aprendo y escribo- que cuido y amo más que a mi madre, un blog para desahogarme y unas destrezas de búsqueda y hallazgo de información virtual de las que muy seguramente ellos carecen, pero prácticamente siempre opto por callar y más bien invoco la luz de los sabios, que pueda que tarde pero que indefectiblemente vuelve a encenderse:


“Hace tiempo que los catastrofistas nos lo advierten con los peores augurios: los libros son una especie en peligro de extinción y en algún momento del futuro próximo desaparecerán devorados por la competencia de otras formas más perezosas de ocio y la expansión caníbal de internet.

Este pronóstico concuerda con nuestras sensaciones como habitantes del tercer milenio. Todo avanza cada día más rápido. Las últimas tecnologías ya están arrinconando a las triunfantes novedades de anteayer. Los plazos de la obsolescencia se acortan cada vez más. El armario debe renovarse con las tendencias de temporada, el móvil más reciente sustituye al antiguo; nuestros equipos nos piden constantemente actualizar programas y aplicaciones. Las cosas engullen a las cosas precedentes. Si no permanecemos alerta, tensos y al acecho, el mundo nos tomará la delantera.

Los mass media y las redes sociales, con su vértigo instantáneo, alimentan estas percepciones. Nos empujan a admirar todas las innovaciones que llegan corriendo como surfistas en la cresta de la ola, sostenidas por la velocidad. Pero los historiadores y antropólogos nos recuerdan que, en las aguas profundas, los cambios son lentos. […] Cuando comparamos algo viejo y algo nuevo -como un libro y una tableta, o una monja sentada junto a un adolescente que chatea en el metro-, creemos que lo nuevo tiene más futuro. En realidad, sucede lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes. Es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas. En el futuro habrá sillas y mesas, pero quizá no pantallas de plasma o teléfonos móviles. Seguiremos celebrando con fiestas el solsticio de invierno cuando ya hayamos dejado de tostarnos con rayos UVA. Un invento tan antediluviano como el dinero tiene muchas posibilidades de sobrevivir al cine 3D, a los drones y a los coches eléctricos. Muchas tendencias que nos parecen incuestionables -desde el consumismo desenfrenado a las redes sociales- remitirán. Y viejas tradiciones que nos han acompañado desde tiempo inmemorial -de la música a la búsqueda de la espiritualidad- no se irán nunca. Al visitar las naciones socioeconómicamente más avanzadas del mundo, en realidad sorprende su amor por los arcaísmos -de la monarquía al protocolo y los ritos sociales, pasando por la arquitectura neoclásica o los vetustos tranvías-.

Si el poeta Marcial pudiese agenciarse una máquina del tiempo y visitar esta tarde mi casa, encontraría pocos objetos conocidos. Le asombrarían los ascensores, el timbre de la puerta, el router, los cristales de las ventanas, el frigorífico, las bombillas, el microondas, las fotografías, los enchufes, el ventilador, la caldera, la cadena del váter, las cremalleras, los tenedores y el abrelatas. Se asustaría al escuchar el silbido de la olla exprés y daría un respingo cuando empezasen las embestidas de la lavadora. Alarmado, buscaría dónde se esconden las personas que hablan desde la radio. Le angustiaría -como a mí, por otro lado- el pitido de la alarma del despertador. A simple vista, no tendría ni la más remota idea de la utilidad de los esparadrapos, los sprays, el sacacorchos, la fregona, las brocas, el secador, el exprimelimones, los discos de vinilo, la maquinilla de afeitar, los cierres de velcro, la grapadora, el pintalabios, las gafas de sol, el sacaleches o los tampones. Pero entre mis libros se sentiría cómodo. Los reconocería. Sabría sujetarlos, abrirlos, pasar las páginas. Seguiría el surco de las líneas con su dedo índice. Sentiría alivio -algo queda de su mundo entre nosotros-…”


¿O sea Irenita que si yo me durmiera esta noche y volviera a despertar no mañana, sino el año de la carta de Izet Sarajlic, no me toparía con Irene Montero sino contigo, Irene Vallejo; que no perdí el tiempo corriendo como un quemado detrás de la última novedad tecnológica porque a fin de cuentas la velocidad y el frenesí de los innovadores eran tales que igual me iba a quedar rezagado; que nada hay que lamentar por no haberme enfurruñado con los demás en Twitter y en Facebook puesto que de aquello “hoy” nadie habla y ni siquiera se acuerda? ¿Me crees si te digo que, como el Chapulín Colorado -quien también debió de ser tu amigo de infancia-, “lo sospeché desde un principio”?


13. Si dormir, conquistar erecciones eficaces y evacuar el intestino o la vejiga fueran actos enteramente volitivos, no existirían los fármacos Z, el sildenafilo, los laxantes ni las tiernas sondas. ¿”Querer es poder” gritan los edulcorados? Que vayan más bien a que les den por el culo.


14. Si yo fuera el oftalmólogo o el psicólogo que recibe en su consultorio a un ciego reciente que desconsolado viene a mí para averiguar si su ceguera tiene cura o ”sólo” en busca de algún alivio, en cualquier caso le diría lo mismo. Le diría que, si bien es cierto que lo más probable es que nunca vuelva a ver lo que ya vio y bien conoce, a mirar y contemplar aquello en que se extasiaba -el cuerpo desnudo de su amante o de una mujer cualquiera, un paisaje que pende de la pared de un museo o que se despliega ante sus ojos de viajero-, a divisar o columbrar formas inconsistentes por cuenta de la lejanía, a entrever o vislumbrar objetos, animales o personas cuando la luz escasea, sí va a poder, en cambio y a modo de desagravio, continuar o empezar a entrever y vislumbrar -es decir conjeturar e inferir- lo que muchos no ven pese a tener los ojos muy abiertos dieciocho de las veinticuatro horas del día, y continuar o empezar a visualizar -es decir imaginar o figurarse- todo lo anterior e infinitamente más. “Claro que si y sólo si -le diría- se aplica a leer y pensar, pensar e indagar, actividades a las que la mayoría de ciegos congénitos y devenidos suelen ser tan alérgicos como la mayoría de videntes de toda una vida”.


15. De entre las múltiples respuestas plausibles para la pregunta frecuente de entrevistador de por qué o para qué leer, yo escogería ésta, claro que tras mucho pensármelo: Porque sólo los libros me vacunan contra la estupidez de creer que el mundo que a mí y a mis contemporáneos nos tocó en suerte es o bien la mejor versión que de él se conoce (entre otras cosas gracias a que nosotros lo estamos modelando como nunca antes nadie pudo) o bien la peor pues de antiguo se sabe que todo tiempo pasado fue mejor, y por consiguiente para confirmar un día sí y el siguiente también que no hay palabras más sabias que las del Eclesiastés, donde sí campea la certeza de que nada hay nuevo bajo el sol. Nada: muchísimo menos la sociedad o la civilización del espectáculo, escenificadas y explotadas por el Homo idolatricus de un lado y por el Homo economicus del otro:


“La imagen de adolescentes gritando, sollozando y desmayándose a la llegada de sus ídolos musicales no nació con Elvis y los Beatles. En realidad, ni siquiera es un fenómeno surgido con el rock’n’roll, sino con la música clásica. Ya los castratti del siglo XVIII despertaban pasiones desde los escenarios. Y en las civilizadas salas de concierto del siglo XIX, un pianista húngaro que agitaba la melena al inclinarse sobre el teclado provocó un auténtico delirio de masas conocido como lisztomanía, o ‘fiebre Liszt’. Si a las estrellas de rock sus fans les lanzan la ropa interior a la cara, a Franz Liszt le arrojaban joyas. Fue el icono erótico del siglo victoriano. En la época se decía que sus balanceos y sus estudiadas poses al interpretar producían en la audiencia éxtasis místicos. Primero niño prodigio y después joven histriónico, protagonizó giras multimillonarias por el continente. Durante las apariciones públicas de Liszt, sus fans se arremolinaban, chillando, suspirando y sufriendo mareos. Lo seguían por las sucesivas capitales donde ofrecía conciertos. Intentaban robarle sus pañuelos y guantes, y llevaban su retrato en broches y camafeos. Las mujeres trataban de cortarle mechones de pelo, y cada vez que se rompía una cuerda del piano estallaban auténticas batallas campales por conseguirla para fabricarse una pulsera con ella. Algunas admiradoras lo acechaban por la calle y por las cafeterías, provistas de frascos de vidrio donde vertían los posos del café de su taza. Cierta vez, una mujer recogió los restos de su puro junto al pedal del piano, y los llevó en el escote, dentro de un medallón, hasta el día de su muerte. La palabra celebrity se usó por primera vez para referirse a él…”


¿Conocían Guy Debord y Mario Vargas Llosa semejante historia alucinante, de la que yo me vine a enterar recién hoy gracias a la literatura? Ah, y un saludo para mi compadre el rey Salomón, inteligencia privilegiada donde las haya.


16. El trabajo que me habría ahorrado intentando explicarle a la psiquiatra que se fumó conmigo un cigarrillo, a la que me habló de Dios toda la consulta, a la que dejó a mi elección qué droga tomar -si sertralina o fluoxetina-, a la que me acaba de incrementar un 50 por ciento el medicamento, a la psicóloga que conversa tan sabroso y de verdad se interesa en el que tiene delante o a la también muy amable y comprensiva que dirige el grupo de apoyo los síntomas de mis desbarajustes mentales y emocionales, si esta joya se hubiera escrito antes de que yo me enfermara, o de que me hiciera consciente de que muy seguramente siempre lo había estado:


“Hoy es uno de esos días en los que todo se encuentra ligeramente fuera de su sitio. El sofá del salón, por ejemplo: alguien lo ha corrido, quizá para buscar una moneda debajo de él, y no ha vuelto a colocar las patas exactamente donde estaban. Se aprecia en el suelo una marca que certifica el desplazamiento. No pasa nada. Empujo un poco el mueble y las hago encajar en su señal. Enseguida, descubro un cuadro torcido que deja al descubierto un trozo de pared en el que la pintura tiene una tonalidad distinta a la del resto de la habitación. Tampoco importa: basta el movimiento de un dedo para devolver el marco a su emplazamiento habitual. En la cocina, al abrir un cajón, observo que los tenedores y las cucharas, en vez de permanecer en sus compartimentos, se han mezclado creando una confusión que me disgusta. Respiro pacientemente mientras restituyo el orden perdido a la cubertería.

Pero la incomodidad no cesa, como si esas pequeñas fallas evocaran otras de mayor importancia. Lo noto al salir a la calle, al leer la prensa, al tomarme el primer café de la mañana. Hay algo distinto en la prensa, en la calle, en el primer café. Es mi yo el que no encaja hoy en mi cuerpo. Ubico al yo en una región amplia, situada entre la cabeza y el pecho. Pero hoy no está ahí. Hoy se encuentra en el estómago, donde suele bajarse en los ataques de pánico. Es mi pánico, pues, el que lo ha colocado todo fuera de lugar. ¿Pánico a qué? Lo ignoro. Quizá a que me involucren en un crimen que no he cometido. Parece que estoy escuchando ya la voz del policía detrás de mí: ‘Queda usted detenido’.

Vuelvo a casa y me dedico a ordenar la cocina, a colocar bien las sillas del salón, a regar las plantas, a doblar los calcetines… Quizá si pongo a punto lo doméstico se arregle lo cósmico. Tal vez consiga, un día más, que el mundo no se acabe.”


¿Que cuántos días del año transcurren para mí como el del “testimonio”, me pregunta usted, doctora? Hasta 2022 -algún resquicio de esperanza tiene que quedar-, trescientos de los trescientos sesenta y cinco. ¿Que si sufro, como el autor, delirios persecutorios? ¿Y quién que sepa -le contesto- de lo que son capaces los biempensantes, es decir la policía de la moral de Occidente, no los sufre?


17. Por ejemplo: si todo el mundo tuviera la sindéresis de este señor que sabe que “Hay gente completamente inofensiva que se pasa el día imaginando asesinatos. No es malo. A mí no me duele que piensen en matarme, sino que me maten. Y es que todo se puede pensar, pero no todo se puede hacer. Esa línea que marca la frontera entre la idea y la realidad es también la que separa a los locos de los cuerdos. Cuando uno cree que no existe distinción alguna entre imaginar un secuestro y llevarlo a cabo, es que uno está hecho polvo y debe acudir cuanto antes a un servicio de salud mental para que le ayuden a restablecer los límites entre una cosa y la otra", ¿qué problema habría en reconocer que se tienen fantasías parricidas, magnicidas o aun terroristas; incestuosas, bisexuales o aun pederastas? Pero Millás sólo hay uno, mientras que los alienados son millones.


18. Menos mal nos quedas tú, que íntegramente y sin contemplaciones excluyes de tus deleites y secretos a la morralla fanática y moralizante: “La literatura (el arte en general) es el lugar de la parte maldita: ésta, en la literatura, se puede expresar con plenitud, transformada en belleza y sentido; ahí es posible dar rienda suelta al dolor, a la furia, al odio, a los deseos de venganza, a todos esos sentimientos que todos hemos experimentado alguna vez, porque forman parte de lo que somos; ahí encuentra su expresión y su sentido nuestra parte maldita, y así podemos dominarla, purificarnos de ella. Por eso, entre otras razones, es útil el arte. Por eso en un mundo perfecto no existiría la literatura (o sería tan mala que no merecería su nombre). […]

Es cierto: la literatura nos alivia del mal, nos permite observarlo, entenderlo y asumirlo, y así nos previene y nos protege de él, fortaleciéndonos…”.


Sin embargo, como sigamos callando, timoratos y acobardados ante esta turbamulta que sólo de palabra reivindica a los excluidos, podemos estar seguros de que no se volverán a escribir joyas del tipo ‘Dos horas en el paraíso’, o ‘Los sueños de un buen cristiano’, o ‘El salto del tigre’, o ‘El ciego perfecto’ y cualquier otra impertinencia literaria que ustedes quieran añadir a la lista.


19. La fórmula es muy sencilla: no es sino que reemplacen cada España por Colombia, españoles por colombianos, Parlamento por Congreso, diputados por congresistas y listo:


“…Al final acabarán subiendo a la tribuna del Parlamento en pantalón corto y chanclas. Y de algo estoy seguro: nadie se atreverá a prohibirlo. Ni siquiera a reprochárselo. Porque es lo que tenemos y vamos a tener: la ausencia de educación, la falta de respeto a las instituciones, sin considerar que por imperfectas que sean, por mucho golfo con balcones que anide en los escaños, degradarlas es una ofensa a los ciudadanos que sí creen en tales instituciones […].

Y no se me cuelguen de lo fácil. Hay gente en camiseta perfectamente honrada, y corbatas llevadas por desvergonzados ladrones de traje a medida, gentuza atildada que ha robado sin escrúpulos. Naturalmente. Pero hoy hablo menos de honradez, aunque también, que de educación y maneras. Y de nuestra responsabilidad en todo eso, pues todos nosotros, por acción u omisión, somos causa de que unos y otros estén allí. Hay quien vota a […]. Y hay quien no vota a nadie; pero no por resultado de un proceso intelectual que lo lleve al escepticismo, sino por apatía, desidia, indiferencia. Porque prefiere quedarse en casa viendo el fútbol.

No es verdad que no nos representen. Nos representan todos ellos, los unos y los otros. Los decentes, y también los corruptos y los guarros de ambos sexos. Da igual que digan usted y su señoría o que eructen su zafiedad y baja estofa: todos representan a la España que los ha votado. Aunque esa España sea un lugar grotesco y a ratos bajuno, es una democracia. Alguna vez escribí que de poco aprovechan las urnas si quien vota es un analfabeto sin criterio, presa fácil de populistas y sinvergüenzas. Pero también es cierto que a ese analfabeto llevamos varias generaciones fabricándolo con sumo esmero y entusiasmo suicida. Somos lo que nosotros mismos hemos hecho de nosotros. La marca España.

Por eso no conviene olvidar que a esos parlamentarios y políticos los hemos llevado hasta allí ustedes y yo. Entre los españoles hay ciudadanos dignos y honorables, pero también gentuza. Y la gentuza tiene, naturalmente, derecho a votar a los suyos. Eso prueba que somos una democracia representativa, porque es imposible representarnos mejor. Nuestros diputados son el trasunto de millones de ciudadanos que los eligieron. Podemos protestar al verlos manifestar nuestras más turbias esencias, podemos asistir boquiabiertos al repugnante espectáculo que dan, podemos, incluso, ciscarnos en sus muertos más frescos. Pero no debemos mostrarnos sorprendidos. Esto es España, vivero secular de pícaros y criminales, donde ser lúcido, valiente u honrado aparejó siempre mucha desgracia y gran desesperanza. Un Parlamento sin gentuza, lleve corbata o lleve chanclas para rascarse a gusto las pelotillas de los pies, no sería representativo de lo que también somos. Así que ya saben. A disfrutarnos.”


¿Qué se le agrega a la completitud?


20. Sólo en muy raras ocasiones me ocurre que una misma situación me produzca envidia y compasión a partes iguales:


“Esta mañana le ha sucedido un contratiempo, digamos, laboral. Nada que no se pueda resolver con una ojeada al diccionario. Así y todo, no es la primera vez que le ocurre. Cuidadito, cuidadito. La repetición le suscita un inquietante sentimiento de suspicacia y temor. Él, que ha escrito y publicado numerosos libros, de pronto, en medio de una frase, ha vacilado en escribir la palabra galbana con be o con uve. Cree que en su época de colegial no hubiese tenido la duda. Puede que hace unos meses tampoco. De un tiempo a esta parte nota unos a modo de agujeros en la memoria por donde se le escurren datos, nombres, fechas, que hasta hace poco le venían obedientes a la boca o a la mano y ahora se extravían cada vez con mayor frecuencia en los intersticios del cerebro. Hay lecturas que, apenas concluidas, no le dejan huella. Esto seguro que le pasa a todo el mundo, se dice en procura de consuelo. Lo asusta la idea de que los pequeños achaques de su retentiva se vuelvan crónicos y hagan inviable el manejo razonable del idioma, fundamento de su oficio…”.


Estimado y admirado Fernando Aramburu o quienquiera que usted sea:

Le cuento que lo que por estos días tanto lo abruma, a mí me ocurre desde que empecé a leer sin mucho fundamento: es decir, desde la adolescencia. ¿Me podrá creer que, entonces como ahora, no puedo leer, mucho menos escribir o preparar clases sin tener a mano cuando menos todos mis diccionarios y la ayuda de internet, sin los cuales me declaro impedido para hacer nada de valía? ¿Me podrá creer que mis olvidos me han forzado a guardar toda nueva información que considere relevante en archivos que, si desaparecieran, me dejarían tan indefenso como supongo que se sintió García Márquez en los albores de su enfermedad infame? Pues sí: fue así como surgió ‘Mi desmemoria hecha preguntas’, una serie de volúmenes en los que intento registrar, apelando a la didáctica, lo que mi cerebro no retiene o retiene, salvo que durante muy poco tiempo; o ‘Vida, broza. Mi atípico diario’; o ‘Resúmenes comentados’, un documento que se va escribiendo conforme leo y en el que atesoro lo que de otro modo estaría condenado al olvido más absoluto: toda reflexión que me susciten los cuentos, los ensayos o la novela de turno, sazonadas con cuanta anécdota vital y tragedia personal y dicha y desdicha y enormidad e insustancialidad autobiográficas vengan al caso.

De manera que, siendo usted el gran escritor que es y memorioso de larga data, no me parece que haya muchas razones para el desconsuelo o la alarma. Aunque eso sí, manténgase ojo avizor, que la desgracia siempre acecha.

Y una infidencia antes de despedirme. Hablando de infortunios, ¿sabe usted que el peor entre muchos que todavía me puede deparar la perra vida es que se me olvide para siempre el sitio donde escondo mi mayor riqueza: el cianuro de potasio que, impertérrito, aguarda su momento?


21. Entre las imágenes que me enternecen -en todas hay, curiosamente, animales-, ninguna como la de un viejo con su mascota. Si estoy, por decir algo, tomándome unas cervezas solo o con alguien en la cantina de Marcela y Lucio y pienso en mi madre, que a esa hora está a tan sólo unas cuadras aunque en un piso muy alto, me la imagino viendo televisión con nuestra Tita a su lado, las dos -señora y gata- soñolientas en la cama, y un raudal de ternura me inunda el pecho. Pero si en lo que me da por pensar es en un perro cuyo anciano dueño y único amo acaba de morir dejándolo del todo solo y desamparado -o viceversa-, las lágrimas que a duras penas logro reprimir se me mezclan con imprecaciones de todo calibre, que en cambio fluyen, expeditas, de mis labios: esto en cuanto a la vida real. Porque si en lo que pienso es en literatura, vejez y animales, siempre van a emerger un mejor cuento del mundo titulado ‘El amor de las sombras’ y un nombre de escritor, entrañable como el cuento en cuestión, que no es de su autoría:


“Quienes de niños nos hemos criado como garduños en el campo recibimos las primeras lecciones de la vida observando a los animales. Por mi parte, antes de llegar al uso de razón ya me di cuenta de que había perros más buenos e inteligentes que sus amos. Como un hecho natural vi nacer a gatos, perros, conejos, corderos, mucho antes de saber cómo había nacido yo y por qué me lo ocultaban mis padres; también vi morir a algunos animales y con qué elegancia y serenidad lo hacían. Ya me gustaría poder acabar con la dignidad con que murió la yegua Maravilla, la que me llevaba con tanta alegría al mar los veranos. También asistí a las cópulas que ejecutaban para reproducirse, sin sospechar que algo parecido haría yo el día de mañana y que por eso mismo que hacían los conejos yo podría ser condenado al fuego eterno. A veces veía un anillo de cuervos graznando en el cielo y me extasiaba con su belleza que se debía a que en el monte había una alimaña muerta; un buen día oía gritar a los vencejos y entendía que ya era primavera y cuando cantaba el cuco al atardecer me olía que ya estaba cerca el calor. Recuerdo la intensa emoción al descubrir un nido en algún árbol; por su forma y por las motas que tenían los huevos sabía si era de jilgueros, de mirlos o de verderones y cuando tenía a uno de ellos en la mano sentía palpitar su corazón. En aquella edad de la inocencia uno también formaba parte del reino animal. Pero luego en la escuela me enseñaron que algunos animales fueron dioses, que la serpiente introdujo en el paraíso la inteligencia en el cerebro humano, que antes de emprender una batalla los guerreros antiguos consultan el hígado de las ocas. Los animales eran un misterio, como lo sigue siendo hoy el que mi perra Lía con solo seis meses sea capaz de adivinar mis pensamientos. Cada mañana me espera al pie de la cama para jugar con la pelota en la boca.”


En aquella edad de la inocencia yo descubrí, maestro Manuel Vicent, que la maldad de los hombres arraigaba también en ciertos niños (campesinos o de ciudad, pobres o ricos), como en aquel engendro de no más de siete años que en la finca de mi abuela se las arregló, el muy malparido, para ahogar en un estanque donde se lavaba el café a un gatito no tan recién nacido al que ella lloró toda esa tarde con su noche. Y descubrí -descubro ahora- que, sin ser malos, mi primo Mauricio y yo no éramos aún dignos de formar parte del reino animal, pues hostigábamos, con un palo de escoba cuando comía, a una mula noble como los animales más nobles. Al menos tanto como me figuro a su Lía tan retozona.


22. La prueba de que la edad de las ilusiones y los entusiasmos no es, entre otras cosas porque no se ha leído lo suficiente y por tanto no se sabe escribir bien, la edad de forjar buenas historias, reside en que ningún de verdad grande ha cuajado su opera magna a los veinte: Cervantes publicó el Quijote a los casi sesenta, Flaubert su Madame Bovary a los treinta y pico, Dostoievski su Crimen y castigo a los cuarenta y tantos, García Márquez Cien años de soledad a los cuarenta y Rulfo Pedro Páramo a los treinta y muchos. Ah, ¿Que Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros a los veintitantos?: la excepción de la regla.


23. El día en que llegue alguien con la vena crítica que se necesita para examinar y concretar en lo que consiste la unicidad de Karl Ove Knausgard como escritor, como novelista, el mundo y no sólo los que lo leemos con fruición, con pasmo, va a saber que existió, que existe un noruego de una talla superlativa. No más digo que lo que a los otros narradores tendentes a lo voluminoso se les resiste -los detalles, los pormenores de una situación cualquiera, la más nimia-, a él se le da de maravilla pues ese es su mayor talento: ser capaz de contar en párrafos, en páginas, lo que otro buen novelista acaso habría reducido a una proposición o incluso resuelto callar. ¿Cómo hace, maestro, para referir tanta insustancialidad, tanta vida, y mantener al lector ahí atado como el crack la pecosa al guayo? ¿Pero cómo diablos es que lo hace?


Y voy a porfiar en lo de la unicidad prodigiosa de Knausgard como novelista por lo menos hasta que mi asombro remita: dirán algunos que sí, que están conmigo de acuerdo en que este man es un duro estirando cualquier nadería y sacándole todo el provecho posible pero que abusa del recurso, a lo que yo tendría que responderles que puede ser que eso sea cierto para ellos mas no para mí, que mil días lo he visto cocinar y contármelo pormenorizadamente y no me canso, algo que no le habría soportado a otro más allá de lo soportable: una única vez. Como quien dice: su prodigio consiste no sólo en estirar y estirar lo nimio hasta casi descoyuntarlo, sino también en repetir y repetir un mismo ejercicio -¿y qué es, si no, la vida?- sin que a sus “incondicionales” se nos torne tedioso: todo un genio.


24. …porque si el ancianato o la habitación en que se pudre son la deshonra del ser humano que se permitió llegar a viejo, el astillero de desguace lo es del buque que antaño suscitaba exclamaciones de júbilo y respeto dondequiera que atracaba.


25. ¿Ah, sí, don Willy Brandt o quien fuera que lo afirmara de primero? ¿Que “quien a los 20 años no es comunista, no tiene corazón”? ¿Está usted seguro de semejante aserto? Pues déjeme contarle que muy pocas son las cosas de las que me enorgullezco en esta vida; pero, entre ellas, ¡ninguna como de mi aversión congénita a lo extremoizquierdoso, a lo mamerto repugnante y contradictorio! ¡A sus arengas trasnochadas y pensamiento monolítico! ¡A sus matones de santoral y canción protesta! ¡A sus pedreas de campus público y desprecio por el estudio! ¡A sus reivindicaciones por lo común impracticables cuando hacen oposición y postergadas para nunca cuando ejercen el poder! Por el contrario, convengo en que “quien sigue siéndolo con 40 no tiene cerebro”. Y usted -la pregunta es retórica-, ¿nació con él o lo recuperó con los años y las decepciones más que previsibles?


26. Si como asegura Byung Chul-Han “pornografía es el contacto directo entre la imagen y el ojo”, que nadie se atreva a llamarme a mí ni a ningún otro ciego morbosos o pervertidos. ¿Qué función desempeñan en lo pornográfico (y de paso en lo erótico), le pregunto al filósofo, la palabra articulada y el oído, los pensamientos sádicos y masoquistas o a duras penas lúbricos del ciego y el vidente, de la monja y el cura que no más se quedan en eso, en imágenes táctiles y olfativas y visuales y gustativas y acústicas que no emergen al exterior mediante el lenguaje porque se reprimen en el interior mediante la voluntad?


27. Goza de tan mala prensa entre los “racionales” la bendita muerte -no se diga el suicidio, acto libérrimo y autoafirmativo (sí, casi siempre también desesperado pero ¿y?) donde los haya- que quiero referirles el resultado de un ejercicio la mar de sencillo que hice con cincuenta personas, entre amigos y familiares. Les contaba lo que un tal Anaxágoras respondió cuando le dieron la noticia de que su hijo había muerto -“Sabía que había engendrado a un mortal”-, y les pedía que me definieran al hombre y su respuésta en una o máximo dos palabras. “¡Mucho hijueputa!”, “¡Qué hijueputa!”, “¡Un hijueputa!”, “¡Hijueputa!”; “¡Malparido!”, “¡Un malparido!”, “¡Qué malparido!”, “¡Mucho malparido!” y de ahí hacia abajo: maldito, monstruo, indolente y cosas así. A nadie se le ocurrió, empero, llamarlo sensato o pragmático.


28. Parafraseo a Oriana Fallaci: si en un escritor de ficción alumbra la genialidad, cualquier tema, del más soso e irrelevante al más complejo y espinoso deviene arte… y viceversa. ¿Conocen los taurófilos -para que la amen- y los taurófobos -para que la odien-, quiero decir si han leído ‘Sombra’, de la insuperable Lucia Berlin? Como presiento que no la mayoría, aprovecho la oportunidad para proponerles a los unos y a los otros que, conmigo de moderador subjetivo por cuenta de que formo parte de “los otros”, nos sentemos a debatir nuestras diferencias irreconciliables con este cuento por medio. Les aseguro que tras leerlo y conversar, el único acuerdo al que vamos a llegar es el asombro.


29. Lejos de mí la pretensión de enmendarle la plana al inmortal que afirmó: “Podemos sentir cómo late nuestro corazón, cómo se expanden nuestros pulmones, cómo trabaja nuestro estómago, pero no tenemos ninguna señal de la actividad de nuestro cerebro. La fuente de nuestra conciencia es inaccesible a nuestra conciencia”. Sin embargo, haría yo muy mal si no le contara al filósofo en mi nombre y el de mis compañeros de manicomio que los que sabemos de qué va un brote psicótico, qué se siente durante y hasta después de un ataque de pánico o hemos sufrido en carne propia -en cerebro propio- la vuelta en sí tras una crisis epiléptica, habríamos podido sacarlo del error.


30. Está muy bien que los Estados Unidos, Alemania, Francia, España, Polonia, Finlandia, las repúblicas bálticas, el Reino Unido y otros países de Occidente armen a Ucrania para que arremeta contra los invasores y que esos mismos países destinen recursos cuantiosos para solventar otras necesidades de Zelenski y sus ciudadanos. Pero muy mal que no haya voluntad política ni la más mínima caridad humana para evitar las hambrunas que amenazan muy seriamente por ejemplo al Cuerno de África y a Afganistán. Dicen en las noticias que con mil millones de dólares se pueden paliar al menos los peores efectos del hambre en Somalia y países vecinos, pero ni una mano que se alce para decir yo aporto. Pues bien, como ni esos gobiernos ni los archimillonarios del planeta se quieren rascar el bolsillo los muy bellacos, les propongo a tres millones de buenas conciencias de la clase media o emergente que es la mía, que aportemos cada uno mil dólares para recolectar así no mil sino tres mil millones, de modo que también se pueda llegar a Haití, Palestina, Yemen y bueno…, hasta donde alcance. Mis mil dólares están listos y lo único que pido es que del dinero se hagan responsables organizaciones de reconocida probidad con objeto de que no se pierda un solo centavo. Si les suena, contáctenme a través de este blog para que hagamos por al menos un puñado de los desesperados del mundo lo que esté en nuestras manos… ojalá limpias de corrupción.


31. Dos anécdotas, un mea culpa y un llamado en vano a la cordura.


Dios es testigo de que desde que fui un niño con uso de razón y hasta la pubertad, una mujer adulta, una más joven y una delicia en plena posesión de su adolescencia me besaron apasionadamente a hurtadillas, para mi completo pasmo y júbilo: lástima que no se hubieran atrevido a más. Dondequiera que ustedes estén, ex mamacitas, quiero que sepan que las llevo en el corazón, en mis oraciones y en mis frustraciones sexuales y que jamás le revelaría sus nombres a nadie ni le permitiría a nadie que me las llamara corruptoras de menores o me las empuercara de ningún otro modo.


Era ya de noche, corría 2004 o 2005 -no logro precisarlo- y mi madre me interrumpió la lectura para decirme que allá en la sala había una vecina que quería comentarme algo. “Cómo le parece, señor Ríos, que acabo de ver a su hija, a su niña, abajo en el parqueadero besándose con…”, el nombre que fuera. Su angustia -que parecía muy sincera- se debía a que mi hija tenía trece o catorce años y el muchacho, veinte o veintidós. Le agradecí la información y, cuando la señora se hubo ido, le pedí a Orfi que fuera a buscar a su nieta tan precoz… como el papá… y la mamá. No andaba yo desencaminado: cuando le pregunté si la habían obligado a bajar o si había bajado voluntariamente, me dijo que lo segundo y me agradeció cuando le dije que no iba a buscar al muchacho para reclamarle. Eso sí, los dos estuvimos de acuerdo en que su comportamiento ameritaba un castigo, simbólico pero castigo a fin de cuentas.


Algunos años después de lo que acabo de referir, pongamos cinco o seis, se desató en la Colombia pasional e irreflexiva de todos los días un escándalo mediático y judicial al que el pendejo que yo era entonces se sumó de mente y de corazón en contra de Laura Moreno, Jessy Quintero y Carlos Cárdenas y a favor de la familia de Luis Andrés Colmenares. A ellos tres les pido perdón hincado, literalmente, de rodillas y les cuento que de mi ruindad aprendí, espero que para siempre, que la presunción de la inocencia de un acusado debe estar por encima incluso del amor que se le tiene a una hija y de la fe en su palabra.


Y a los que hoy jalean a todas las mujeres del mundo para que revelen los nombres de sus violentadores reales o ficticios con la promesa inquebrantable de “yo sí te creo”, los conmino a que sólo por un momento se figuren que es su nombre o el de alguien al que aman los que se exponen en la picota pública y global de las pantallas, a ver si también en ese caso gritarían esas cuatro palabras que, por anticipado y por igual, condenan sin el debido proceso a inocentes y culpables. Pero si mi súplica no los convence, los conmino entonces a ver una serie televisiva de la que acaso tengan noticias: ‘Arny, historia de una infamia’ se titula. Que sea, pues, la justicia y no los medios ni nosotros sus idiotas útiles la que condene o absuelva. (Claro que con la nuestra tan venal e inoperante…)


32. Tengo una prima que no tiene risa. Y no porque sea una agelasta o una amargada… no. Al contrario: “ríe” mucho, pero con tal esfuerzo de la voluntad que al dotado de buen oído le cuesta oírla y no exasperarse. Justo lo que tan a menudo sucede cuando en el transporte público hay un grupo de cuatro o cinco adolescentes que dicen dos palabras, gesticulan y ríen al unísono pero no con risas auténticas sino con jajajás desangelados que se le arrancan a la necesidad de encajar, al miedo de no pertenecer.


Me encantan las carcajadas de los que se desternillan con toda naturalidad. A tanto llega mi fascinación por ellos que, cuando los oigo reírse por ejemplo en la mesa de al lado en un bar o en una cafetería, tentado me veo de pedirles permiso para unirme al jolgorio. Y si por el ruido del sitio o bien porque lo que dicen entre risotada y risotada no me llega con claridad, me los imagino morboseando con desaprensión o echando chistes verdes, o pueda que no verdes pero buenos. Como este que me contó no recuerdo quién ni cuándo, aunque en cualquier caso alguien entrañable y en un momento feliz:


Les dice la profesora de español a los estudiantes: “De tarea para mañana, cada uno va a escribir una frase con la palabra ‘supongo’”. Al día siguiente la profesora, que tenía en el mismo grupo niños ricos, de clase media y pobres, empezó a revisar la tarea. Le pidió a Juanito que leyera: “Esta mañana mi papi me trajo en el Mercedes; supongo que el BM estaba dañado”. Siguió Carlitos: “Ayer me dieron huevo al almuerzo: supongo que no había plata para la carne”. Le tocó a Pedrito: “Anoche mi abuelita iba con el periódico para el baño. Supongo que iba a cagar porque ella no sabe leer”.


¡Que vivan don Jediondo, La Luciérnaga, Tola y Maruja, la irreverencia y todos los que a diario les asestamos un no rotundo a los desabridos censores de “nuestra era de la ira”!


33. Resulta que cuando mi hija se instaló propiamente en la adolescencia, pongamos después de la fiesta de quince, quiso probar a vestirse como muchas de sus amigas y famosas que admiraba: con pocas mangas y escasa tela pese a los fríos intensos y soles cancerígenos de Bogotá. Al tanto de aquello gracias a mi madre, le dije un día que me pidió permiso para salir por ahí a dar una vuelta con un muchacho que la invitó a tomar algo en un centro comercial: “Sí pero si te abrigas y te pones jeans más holgados”.


“¡Pero por qué si yo tengo derecho a vestirme como quiera, incluso a no vestirme, y a que nadie me irrespete!”


“¿Ah, sí? ¿Y acaso quién te dijo eso?”


“La profesora de Derechos Humanos, en el colegio”.


Cuando se tranquilizó un poco y logré que se sentara para que conversáramos, le dije que lamentablemente a la profesora se le había olvidado explicarles que una cosa era el mundo ideal y otra muy distinta el mundo real, en el que ella y yo y todos vivíamos. Que lo ideal chocaba de frente con lo real, que tarde o temprano termina por imponerse.


“¿Te acuerdas del día aquel que me acompañaste a una entrevista de trabajo en la EAN, la universidad de la 11 con setenta y pico? ¿Te acuerdas de que el tipo que dizque me iba a entrevistar se hizo el pendejo y no salió de la oficina ni siquiera para saludar cuando la secretaria le dijo que lo buscaba ‘un señor en situación de discapacidad visual’?”


“Claro papá que me acuerdo de ese estúpido”.


“Pues en el mundo ideal de tu profesora eso nunca habría ocurrido, ni nada de todo lo que a ti y a mí nos duele: el sufrimiento de los animales, el hambre y las carencias de los pobres y los muy pobres y todas las injusticias que se te ocurran. Y si bien es cierto que en el mundo real ni siquiera las monjas están por completo a salvo de manilargos y violadores, sí están más protegidas que las desprotegidas. De modo que cámbiate para que salgas. Ah, y no te demores”.


Lástima que mi hija ya no vive para que les cuente si aquella charla le fue o no de utilidad.


34. “Aunque la censura rara vez hace desaparecer las ideas que persigue -y a menudo les da alas-, los gobernantes poseen una rara vena reincidente”: llamemos a esto, si les parece, originalidad. ¿Y cómo llamamos, ahora, a los que se hagan eco de la cita para machacar tozudamente en que son ellos, los gobernantes, los censores por excelencia de nuestro tiempo? ¿Qué tal si los llamamos miopes, pues si bien es cierto que tal es la realidad en China y Corea del Norte y Rusia y Bielorrusia y Cuba y Venezuela y Nicaragua y…, no lo es en muchas otras partes del mundo donde la democracia aún les planta cara a los populismos de las extremas mas no todavía -y que conste que está en mora de empezar a hacerlo- a los Torquemadas que, desde las universidades y las redes sociales, proscriben temas y mancillan reputaciones y acallan voces disidentes y le hacen perder el empleo a todo profesor o colega que se les ocurra que transgredió? Y es que tan mal andan las cosas en esos sanedrines que si hoy me llamaran de alguno para enseñar algo, pongamos Buenismo Avanzado, preferiría mil veces hacerlo en cualquier iglesia católica de esta Bogotá que, por otra parte, tan grande le quedó a la vocinglera Claudia López.


35. Pensamiento mágico es votar por un indeseable de la extrema izquierda -Petro, López Obrador: del fascismo de derechas mejor ni hablemos- esperanzado en que el radical, el intolerante se transforme, por arte de encantamiento, en un demócrata auténtico a la manera de Merkel, Ardern o Macron.


36. Son unos iluminados los que no quieren morirse sin que les toque asistir al desmoronamiento político, militar y económico -al cultural no porque resulta que los autoproclamados antiestadounidenses son tan adictos a su cultura como el resto del mundo- del imperio del norte en favor del chino, que ya insinúa modales con su tiranía de partido único, sus afanes expansionistas, su nueva ruta de la seda, su aliado Putin, sus globos espía, sus barcos de arrastre y hasta su ejiao tan milagroso. De verdad que no doy con un ejemplo más elocuente de en qué consiste la sabiduría del que comprende qué es lo mejor para su descendencia.


37. Como noto que los atronados que se reivindican del centro pero votaron por la opción de la extrema izquierda maquillada de pacto democrático que encarnaban Petro y sus conmilitones ya se empiezan a quejar, les advierto: “Aquí se impusieron” nuevamente y por culpa de su irreflexión “la mezquindad y la pobreza de espíritu de nuestros dirigentes, su vanidad, su incompetencia, su pasión irrefrenable por la improvisación, el adanismo y la chambonería. Todos, eso sí, con pose de iluminados y estadistas; todos con esa mirada al infinito del sabio que dice: ‘Yo sí tengo la fórmula mágica que los demás no tienen, yo sí sé cómo es que es…’. Y siempre superponiendo sus delirios teóricos a la realidad, sacrificando lo posible en nombre de lo perfecto, que jamás llegará. Las famosas ‘repúblicas aéreas’ de las que hablaba Bolívar […]: la utopía del fracaso y del atraso, eso son las utopías”.


Eso son: distopías de pesadilla a lo Cuba, Venezuela, Nicaragua o El Salvador y ya se verá si también Colombia al cabo de este cuatrienio que ya pesa y que, si me apuran, los las y les empoderades harán hasta lo imposible para que se prolongue al infinito. Ojalá me equivoque en este sentido como me equivoqué con Uribe, que a regañadientes “entregó” el poder pero lo entregó. Ahora: si mis sospechas -con aspecto más bien de convicción- se materializan, el destino de Colombia va a depender única y exclusivamente, como acaba de ocurrir en el Perú y Brasil, de nuestras fuerzas del orden. ¿Van a estar, llegado el caso, a la altura de semejante responsabilidad?


38. No me había sucedido antes, o al menos no con un clásico de todos los tiempos como El corazón de las tinieblas, que lo que parece constituir y contener el mundo de las emociones del relato -la vida y la muerte de Kurtz- al lector que soy lo deje del todo indiferente pero asombrado: ¿tantos dolor y conmoción -exagerados en el caso de Marlow- por la muerte de un comparsa? Porque para mí eso es lo que es el muerto que “lloran” la prometida y Charles: un comparsa al que prácticamente nada le oí decir que me cimbroneara… ¡nada! Está bien: algo tenía que tener el pisco para que dizque hasta los salvajes lo adoraran, no se diga este par… pero y ¿qué es aquello a más de toda la palabrería de pena por su muerte y de asombro por su dichosa genialidad? ¿Sólo porque exclamó, ya expirando, ‘¡Ah, el horror! ¡El horror!’? O acaso porque decía, como cualquier Trump u otro niño de seis años: ‘Mi marfil, mi prometida, mi estación, mi río, mi…’? Con decirles que, comparado con Petro -genio para los mamertos-, quien no pasaría de ser un paquete de aire y paja de no ser por lo perjudicial que resulta cuando se lo propone, el tal Kurtz es una vaharada.


39. “Definitivamente, hermano, hay que envejecer con dignidad”, me dijo el otro día mi buen amigo Óscar Montero y yo me quedé pensando. ¿Quiso decir resignación en lugar de dignidad? Porque ¿con cuál dignidad se puede asumir la tragedia de salir del mercado sexual, de que a uno ya no se le pare ni sobornándolo o que se le pare así sea a medias pero que la que acceda a acostarse con uno lo haga por mucha plata y con mucho asco? Okay, digamos que me resigno a la impotencia y a los recuerdos de tiempos más promisorios y hasta felices. Pero ¿y los demás achaques del cuerpo y la mente? ¿Los llevo también con dignidad, con resignación cristiana? ¿Y a cuenta de qué si yo ya viví mi vejez en El obsceno pájaro de la noche, en los cuentos magistrales de Kjell Askildsen? ¿Materialista yo, materialista Steiner: “…Yo soy, por ejemplo, firme partidario de la eutanasia. Los viejos destruimos a menudo la vida de los jóvenes que tienen que cargar con nosotros. ¡Me gustaría tanto tener el derecho de decir ‘Gracias, todo ha sido magnífico, ahora basta’!”?


Eso en cuanto a mí, en cuanto a Steiner. En cuanto a mi amigo y a todos los que piensan y sienten que sin experimentar la vejez una vida es incompleta, o que claro que se puede estar muy satisfecho y ser muy productivo siendo viejo, todo mi respeto y simpatía por ellos y por su fortaleza. Sé que si hubiera consenso en torno a lo que pensamos y sentimos el sabio y yo, no tendría la alegría semanal o quincenal de leer a mis amigos de papel y maestros Manuel Vicent y Mario Vargas Llosa, por sólo hablar de los octogenarios, o de tomarme una cerveza y fumarme un cigarrillo cada tanto con mi amigo Mario Montoya en la cantina de Marcela y Lucio. Me duele el dolor de los viejos que no esconden tras su fragilidad al canalla o a la cabrona que fueron hasta cuando las fuerzas se lo permitieron, pero me dolería más un mundo del todo huérfano de sus presencias reales e imprescindibles.


40. Cada vez que, viendo un noticiero en la televisión, me estrello con la faz de Putin, de Xi, de Lukashenko, de Jamenei, de bin Salmán, de al-Assad y su cochina súcuba, de Cabello, de Murillo la del disminuido Ortega y de otros tantos, desenfundo por millonésima vez mi metralleta imaginaria y los fumigo, jamás con éxito. Entonces cierro los ojos, clausuro los oídos y visualizo mi santoral de buenos corazones para tranquilizarme: a Abe calmándoles el hambre o el frío a un indigente aquí y a otro allá; a la “desconocida” que una noche remota y fría se bajó conmigo de la buseta que la llevaba hasta su casa para ayudarme a coger un segundo transporte; a mi amigo del alma Quico Gómez con su infinito amor por los ciegos y a mi amigo de papel Fernando Vallejo con su infinito amor por los animales; a doña Louise de Morales, alma apacible y amorosa donde las haya; a mis amigos Orlando Espitia y Óscar Montero, cada cual con su singular manera de practicar la caridad; a Marinita Salazar mi compañera del Colombo, tan maternal con los frágiles; a don Luis Enrique Suárez y Quevedo, sabio y maestro; a Teresita Rozo, sabia y maestra; a Manuel Rivas y Mario Mendoza, Lucia Berlin y Rosa Montero, que me llevan a pensar que en sus personajes más entrañables se agazapan ellos; al “desconocido” que otra noche remota y fría consoló, amoroso, a un niño de la calle que lloraba; a Orfi haciéndoles compañía a los viejitos que se pudren y se mueren solos en estas torres del tercer mundo; a los médicos y enfermeras, socorristas y rescatistas de los dos sexos que a esta hora salvan vidas en la Ucrania bombardeada, desentierran cuerpos vivos y muertos de entre los escombros que dejó el terremoto en Siria y Turquía o salvan de morir ahogados en el mar a los desesperados que se suben con sus hijos a una patera. Porque el instinto materno, que no es exclusivamente femenino y mucho menos colectivo, existe y es palpable.


Adenda: reivindico mi sagrado derecho a odiar y maldecir a los canallas, despreciar a los indiferentes, compadecer con frialdad a los cobardes y amar y bendecir a los generosos y caritativos no teóricos o por cálculos personales sino a los vocacionales.

1. Para saber de qué materia están hechas las guasas de Trump, Savater y Bolsonaro respecto de las realidades manifiestas de la crisis climática, de las que se burlan en medio de las comodidades de sus vidas muelles, habría que sedarlos, treparlos a un avión y soltarlos en medio de una horda de desesperados que, por ejemplo en el Cuerno de África, van de aquí para allá en busca de alimento y agua o al menos agua, para ellos y sus animales. Se trata de que los dejen padecer en carne propia los rigores del hambre y la sed que son el pan de cada día en esa y en otras regiones abocadas por la desertificación a la despoblación forzosa, pero precaviéndose de que la terna ilustre regrese con vida a la paz de sus hogares. Si tras semejante experiencia a alguno le quedan arrestos para seguir gamberreando, seré el primero en reconocer que lo suyo no era cinismo sino convicción.

 

2. ¿Cómo hacemos para que las ratas y ratones de John B. Calhoun le revelen a esta superespecie nuestra (que por parlotear -por algo somos el mono parlante- no escucha ni ve ni entiende) su secreto (toda una obviedad para ellos y un teorema indescifrable para nosotros): que cuando las condiciones no son propicias para la vida lo único que procede es frenar en seco y no reproducirse? ¿De qué estrategia pedagógica nos valemos para que al menos los millardos que hoy aguantan todas las penurias imaginables comprendan que si a duras penas me sostengo yo solo y soltero, casado y con hijos -y cuantos más peor- me voy a morir y los voy a matar de carencia y desesperación? ¿Cómo putas le hago para aprender a gritar en todas las lenguas vivas del mundo otra obviedad: que la sodomía y las felaciones, el cunnilingus y el beso negro son también deliciosos y no embarazan? Pero me quedé en las mismas porque donde les enseñe en qué consisten unas y otros, el buenismo y las iglesias -o sea las iglesias- me arrojan a la pira en plena canícula mariquiteña. De modo pues amigos por convicción sin hijos que, como le dijo un personaje de Victor Hugo a su interlocutor, “dejad actuar a la fatalidad”.

 

3. ¿Quieren que los asquee con una insidia de tartufo con buena fama?, ¡ahí les va!: “Una de las consecuencias históricas de esta pandemia fue la derrota de Donald Trump, y por muchas razones fue bueno celebrarla, aunque no podamos estar convencidos de que quienes lo reemplazaron sean mejores. Quién sabe si con Trump habría ocurrido la guerra de Ucrania. Y si fue amargo ante la invasión a Irak saber que la familia Bush desde mucho antes tenía negocios en ese país, hoy es amargo saber que mucho antes de esta guerra la familia Biden tenía negocios en Ucrania. En el tiempo de la omnipresencia de las comunicaciones, los ciudadanos sabemos poco y lo sabemos mal. Y con frecuencia los profesionales de la opinión tienen agenda secreta”.

 

Imposible un colofón más acertado para un exabrupto preñado de mala leche y peor intención. Si, “en el tiempo de la omnipresencia de las comunicaciones” muchos ciudadanos saben poco y lo saben mal, se debe a que no leen en absoluto o a que leen acríticamente a profesionales de la opinión y la ideología con agenda secreta -o más bien pésimamente disimulada- tipo William Ospina, quien no por nada goza de todo el prestigio imaginable entre universitarios y profesores de campus públicos, tan militantes como desinformados los pobres. Claro que con esas fuentes…

 

4. Nunca tan de acuerdo como con este deseo del gran Javier Cercas -él sí un opinante ecuánime, sin agenda política soterrada-: “…Necesitamos una revolución incruenta que cambie el marco mental nacionalista -de confrontación e identidades y soberanías exclusivas- por el marco mental federalista -de colaboración e identidades y soberanías compartidas-: una revolución tan descomunal como indispensable”.

 

Pero como no hay deseo que pueda materializarse al margen de un plan y un método, me permito preguntarle a Javier, en procura de sus luces: ¿de dónde sacamos, entre tantísimo docente militante de la peor izquierda y para rematar desinformado, educadores lúcidos, “desapasionados” y al tanto de las realidades fácticas del mundo que de verdad les enseñen a sus estudiantes el quehacer de pensar por sí mismos, lo cual equivale a saberse independiente de cualquier militancia política y religiosa, en las que se diluye todo conato de pensamiento crítico? ¿Qué hacemos, en tanto nuestra improbable revolución se cuece, a más de con los artífices de la pésima educación, con estos que son sus faros políticos y éticos: Xi el dictador y su todopoderoso partido, Putin el carnicero y sus invasores, las satrapías islámicas y los aliados en Occidente de toda esa escoria: Orbán, Díaz-Canel, Bukele, López Obrador, Petro y el petrismo, Cabello y Maduro, Murillo y Ortega, Trump y los trumpistas, Ron DeSantis y una mayoría apabullante de republicanos? Ah, ¿y con los votantes e incondicionales de la escoria?

 

Sobra expresarle, maestro Cercas, que cuenta conmigo para su revolución y con mi admiración de lector que valora y agradece, antes que nada, su decencia y honestidad de columnista, atributos muy escasos en este oficio.

 

5. Le cuento, estimada y admirada Elvira Lindo, que en mi vida de lector y de sujeto sexual -ambas cosas comenzaron por la misma época: digamos hacia los 15 años- no me había topado con un diagnóstico más atinado que este suyo a propósito del estado lamentable del bienestar íntimo mío y de muchos otros varones:

 

“Choca que en estos tiempos en los que las mujeres tratamos de dignificar las diferentes fases a las que nos somete la fisiología, naturalizando menstruaciones, pospartos y menopausias, siga siendo tabú lo que les ocurre a los hombres en esa zona sagrada de su anatomía, porque aun siendo hoy cualquier experiencia considerada de interés público, incluso la más íntima, jamás se vulnera el acuerdo tácito de no perturbar las fantasías animadas masculinas. La trayectoria vital de las mujeres ha sido ampliamente comentada, aunque fuera para mal y motivo de burla: ahí estaba la regla para acusar a la mujer de mal carácter, la soltería para justificar la amargura, los sofocos de la menopausia para señalar la decadencia. En cambio, parecía, incluso parece, que los hombres se iban de rositas de camino a la vejez, y que mientras las mujeres se delataban echando mano de un folleto de publicidad para abanicarse ellos seguían tan pichis. Poco ha ofrecido la ficción en este aspecto, y mucho menos la autoficción, donde se supone que lo autoconfesional va por delante.

Hay quien podría pensar que del secreto no desvelado brota la leyenda, pero la consecuencia indeseada es la melancolía: qué infrecuente es leer sobre la soledad que muchos hombres experimentan en su madurez al no haber sido educados para compartir la intimidad con amigos, amigas o pareja. […] Ya desde jóvenes los varones han sido instruidos para ocultar cualquier tipo de disfunción, o peor, para creer que padecen una disfunción si su rendimiento sexual no alcanza las expectativas esperadas: jóvenes imitadores del porno para los que la duración real de un polvo les resulta escasa; la cantidad de semen, poca; la incapacidad para tener múltiples eyaculaciones seguidas, frustrante. Hombres que no saben lidiar con la inseguridad y que se sienten, nunca mejor dicho, impotentes. Hombres que no saben que a partir de cierta edad también a ellos les pasan cosas y que no hay nada peor que el silencio o el desprecio social hacia quien envejece. […]

Ay, cuánto tiempo malgastado en impostar una imagen, en crearse un personaje infalible, en presumir de potencia varonil. Lo más lastimoso es que haya hombres que cumplida una edad y no habiendo aceptado jamás la imperfección de su mecanismo sigan dando la brasa con las presas que se levantaron. Y todo este patetismo se va a acrecentar si en vez de hablar de sexo en las aulas dejamos que las pantallas den la lección: o sea, cinco y sin sacarla”: ¡Bravo! ¡Así se habla, mujer!

 

Y como las reflexiones de este blog se alimentan de mi experiencia vital -de mi “autorrealidad”- y de su diálogo con múltiples puntos de vista -con el tuyo en este caso-, pues te cuento (perdón por el tuteo, pero lo privado de la situación lo impone): que estando aún demasiado joven -no creo que hubiera cumplido todavía los 18 años-, me conseguí una noviecita que, presumo que sin proponérselo, disfrutaba intimidándome con sus historias de amantes previos que a su decir se desempeñaban sobre, bajo o a la vera de la cama como auténticas máquinas sexuales. Que fue tanto lo que consiguió con sus fantasías o realidades adolescentes que sin que jamás se enterara me hizo asistir a mi primera y de momento única consulta con una sexóloga estupenda, quien en una hora de charla sincera y desinhibida logró que mis miedos de hombre inexperiente y demasiado anheloso de dar la talla entre la entrepierna ajena mucho se atenuaran. Que, ya en mi vida adulta y hoy en mi madurez, sigo y sé que voy a seguir paladeando los sinsabores y los deslumbramientos de mi mecanismo masculino que oscila entre lo inoperante y lo sorprendente, y sin que nada o en todo caso muy poco pueda hacer cuando lo primero sobreviene. Que tengo por costumbre y por deleite, por estrategia y por desfogue, hablar y hasta bestializar sobre estas cuestiones tan espinosas antes, durante y si se prestan las cosas también después de haberme relacionado carnal y ojalá amorosamente con una mujer. Que son ellas, desde luego no todas pero sí muchas, los únicos seres capaces de comprender y quitarle fierro a la humillación de una impotencia pasajera o prolongada, pero que para que la comprensión ocurra es necesario un diálogo como el que tú y yo acá estamos librando a instancias tuyas. Y que ya mismo le digo a mi nieto de catorce años que lea tu artículo en la esperanza de que venza sus reticencias adolescentes a conversar de sexo conmigo, que algo le podré contar de mis dichas y desdichas en una asignatura que, no obstante ser la más determinante de todas, a la postre siempre deja la sensación de que se reprueba o, si se aprueba, se logra con la nota mínima requerida.

 

6. Goza de tan mala prensa entre los “racionales” la bendita muerte -no se diga el suicidio, acto libérrimo y autoafirmativo (sí, casi siempre también desesperado pero ¿y?) donde los haya- que quiero que reparen en la contradicción de la última frase de esta reflexión, a cargo de una archilectora como pocas y a la que, por serlo, pocas perlas como ésta se le escapan: “Ya sabemos que la mayoría de los humanos viven olvidados de que son mortales, pero además sucede otra cosa curiosa, y es que piensan que no van a envejecer. Bueno, tal vez el verbo pensar no sea el más adecuado; más bien es una especie de pálpito irracional, una fe loca y mágica en el hecho de que ‘nosotros’ no vamos a convertirnos en esos Matusalenes terroríficos. Puede que nos arruguemos y perdamos pelo, pero seguiremos siendo nosotros, nos decimos. No seremos secuestrados por la decrepitud. Tendemos a imaginarnos en el futuro como si estuviéramos disfrazados de viejos.

Todo esto depende de la suerte que tengas; si es mala y mueres joven, te ahorras la caída. Pero si eres lo suficientemente longeva, antes o después te desmoronas...”.

 

Una lectura bastante curiosa y peculiar de en qué consisten la mala y la buena suerte en relación con el engorro del todo innecesario que supone envejecer para igual morirse: que el que se ahorra la caída y los achaques sea el infortunado y afortunado el que se desmorona, entre charcos de mierda y meados.

 

7. Pienso en algún periodista colombiano -¿Cecilia Orozco Tascón?, ¿Daniel Coronell?, ¿María Jimena Duzán?- de los muy pocos solventes que quedan y me empleo a fondo para imaginármelo incomodando a un Petro todavía en campaña con la pregunta (que haya cuatro signos de interrogación no supone que haya dos preguntas) tan certera con que concluye esta reflexión suya que suscribo sin atenuantes, maestro Savater, pero le cuento que desisto porque ni ellos ni otros también competentes aunque igual de faltos de ecuanimidad casan en la escena: “Muchos políticos aseguran que tienen unos objetivos tan encomiables y socialmente necesarios que sería monstruoso enfrentarse a ellos: acabar con la miseria, exterminar la corrupción y el nepotismo, mejorar la educación, la sanidad y demás servicios públicos, erradicar el racismo, el machismo y la inseguridad ciudadana, etcétera… […] Sin quitarles mérito a las buenas intenciones de los partidos (si sus intenciones son buenas no hace falta añadir que son de izquierdas) ni desmentir las críticas a los regímenes liberales, conviene hacer una última pregunta antes de entregarnos a ellos: sabiendo ya lo que aborrecen, ¿cuáles son los países cuya gestión aprueban, los que aceptan como modelos o compañeros de regeneración? Los sistemas vigentes siempre tienen fallos e insuficiencias, pero… ¿cómo son, a qué saben o huelen los que están más cerca del ideal según quienes van a mejorarnos?” (Claro que la pregunta habría resultado superflua si a la siguiente declaración de intenciones y revelación de sentimientos de boca del propio candidato se le hubiera prestado la atención que el exabrupto intimaba y que de seguro habría cosechado si quien en él hubiera incurrido hubiera sido Rodolfo Hernández, ni qué decir Uribe o cualquier uribista: “…¡Qué Ucrania ni qué ocho cuartos! Tenemos que dedicarnos es aquí a Colombia, cómo nos salvamos nosotros mismos”, una manifestación que bien puede competir en generosidad y altruismo con la ‘America First’ de ya saben quién).

 

Seis meses han pasado desde que Gustavo Petro ganó las elecciones presidenciales y lo previsible de la pregunta que nadie hizo ha ocurrido: espaldarazos aquí y allá a dictadores y aspirantes a serlo (Maduro, Díaz-Canel y Pedro Castillo), mangualas con el kirchnerismo y López Obrador para defender lo indefendible (el estupidísimo autogolpe de Estado de su imbécil y venal correligionario en el Perú) y ambigüedades torpemente maquilladas respecto de tiranías que en absoluto lo incomodan a él o a los como él. En suma, estimado Savater, nada que no se supiera.

 

8. Los acontecimientos recientes en Brasil y el Perú prueban, con los noes -¿provisionales?- de sus respectivas fuerzas del orden a Bolsonaro y a Castillo, que no hay dictador posible sin un ejército perjuro y corrupto que lo afiance en el poder. Así es que cuando los rusos y los bielorrusos decentes, los cubanos, los venezolanos y los nicaragüenses decentes o los no sé cuántos millones de chinos decentes hagan lo que hoy los iraníes y más que los iraníes las iraníes están haciendo con mucha decencia y a un costo muy alto, antes que exigir la caída de los tiranos deberán clamar en contra de los uniformados que, por cobardía o codicia, permitieron que la dictadura echara raíces.

 

9. Sin proponérselo, el gran John Carlin definió -como ya van a ver- uno de los rasgos fundamentales de la lacra del subdesarrollo de la que, se creía hace no más unos años, Brasil y Chile estaban a punto de curarse: “La lección de esta selección campeona para Argentina es que ya es hora de que deje de hacer el bobo en el mundo y empiece a ser lo que debería ser, lo que algunos se quieren imaginar que son pero se engañan: un país próspero de gente adulta, no un país de niños que siguen creyendo que todo lo va a resolver un ídolo redentor, un Maradona, una Evita, una Kirchner, un Papá Noel…”.

 

Olvidémonos de los hostigantes campeones del mundo con su kirchnerismo subdesarrollado y miremos hacia otros países del sector a ver si sus actualidades políticas no son más deprimentes si cabe, igual de desesperanzadoras o a lo sumo un poco menos desesperadas. Aquí estamos los colombianos con un presidente que se cree y al que millones creen un mesías y un redentor todopoderoso capaz de obrar milagros sociales, económicos y políticos sin precedentes; al lado los pobres venezolanos con su postración ante la dictadura y la esperanza puesta en unas dizque negociaciones con la oposición que sólo benefician a Cabello y a Maduro el subalterno, que con su farsa ganan tiempo y consiguen que les levanten una sanción aquí y otra allá a cambio de nada; enfrente los peruanos con su mojiganga interminable de presidentes destituidos y designados, interinos y golpistas fracasados; ya no tan cerca de nosotros los chilenos con su Convención Constitucional ultramamerta e incapaz de pergeñar un documento siquiera viable y medianamente consecuente y los brasileños que, como los estadounidenses, aplazaron quién sabe para cuándo las amenazas de guerra civil que sobre sus países pusieron a sobrevolar el bolsonarismo y el trumpismo, cada uno con sus millones de votantes y fanáticos. Y no se crean que me olvido de los Ortega Murillo, de los Bukele o de los López Obrador: más de lo mismo. Tampoco -faltaría más- de los costarricenses y los uruguayos, a los que tal vez con demasiado romanticismo y envidia de la buena (porque sí la hay, amiga Piedad) juzgo los únicos presentables del barrio.

 

10. Usted y yo, maestro Granés -¿Que deja de escribir en El Espectador?: pero esa sí que es una pésima noticia-, sabemos que nada más chimbo que el supuesto antiimperialismo yanqui de tantísimos matriculados en campus públicos y de sus profesores, de intelectuales de toda facha y autodenominados promotores de la cultura, de grupúsculos políticos de izquierdas y demás rebeldes al servicio, contradictoriamente, del enemigo:

 

“Hoy en día las identidades se han convertido en campanas neumáticas, aisladas e incomunicadas, porque ya nadie puede ponerse en los zapatos del otro. Es más, hacerlo es cometer la peor incorrección. Sólo se puede hablar en nombre propio y no como individuo, claro, sino como miembro de una raza o de una identidad. […]

Muchas cosas se han olvidado en estos tiempos: el humanismo ilustrado, la empatía y la imaginación, justo las capacidades humanas que han permitido entender el dolor del otro y universalizar los derechos humanos y las sanciones contra todo tipo de maltrato. Lo más grave es que el nicho donde han surgido estas ideas ha sido la universidad, una institución que nació -su nombre lo indica- con vocación universal y a la que los jóvenes iban a aprender de lo que no sabían, del otro, del extraño, justamente para vencer los prejuicios racistas y la ignorancia que los causaba. Pero no, ahora la experiencia en la universidad gringa pasa por descubrir una identidad y aferrarse a ella. Se va a aprender de uno mismo y de la historia de agravios padecidos; se va a aprender a ser víctima y a encontrar argumentos morales que permitan salir al mundo -o a Twitter- a quemar todo lo que parezca ofensivo. Esa es la última traición de los intelectuales: ofrecer cheques sin fondos, vender identidades quejumbrosas y herramientas de análisis que sólo sirven para encontrar pruebas que reafirmen el propio victimismo. Y no, el conocimiento debe ayudar a cambiar destinos, a mejorarlos, no a perpetuar tradiciones identitarias. Lo más paradójico es que todo esto está ocurriendo en las universidades más elitistas del mundo, y lo más patético es que las universidades y los ámbitos culturales de otros países se están haciendo eco de esta insensatez que fragmenta las sociedades y convierte la identidad, escudarse en una identidad, en un magnífico negocio. Porque todo esto siempre beneficia a unos pocos, al oportunista de turno que llama la atención con su numerito. Los demás salen al mercado laboral creyendo que el mundo les debe algo y sin haber aprendido nada de nada.”

 

Ni siquiera los proverbios que con su sabiduría por lo común infalible suplían en parte la falta de escuela de casi todos nuestros abuelos y de muchos de nuestros padres. Como el que reza que “nadie sabe para quién trabaja”, o este otro que nada tiene que ver con la secta que yo presido mas sí con otras: ¿no hay peor ciego que el que no quiere ver es que dice? Claro que, bien mirado, este último proverbio contiene un error semántico si se tiene en cuenta que no es que los ciegos a los que alude no quieran ver: es que, por cerrazón mental, no pueden.

 

11. Hay que ser Joseph Conrad para hacer caber dentro de un barco y en una nouvelle la antinomia descomunal razón-sinrazón que se disputa sin tregua y desde siempre el mundo y las voluntades de los hombres. Y hay que ser muy buen lector de lo que se da en llamar ficción para no ilusionarse con el triunfo de la razón sobre la sinrazón en La línea de sombra, que por desgracia muy lejos está de ser o al menos parecerse a nuestra vida real minada de Pútines y putinistas, Trumps y trumpistas, Bolsonaros y bolsonaristas y, para completar el estropicio, de fanáticos del catolicismo y el cristianismo, yihadistas y ultraortodoxos judíos a cuál -a cuáles- más nocivo y despreciable.

 

12. Pese a que se repite muy a menudo, me sigue pasando que me agarra la risa cuando noto el asombro revuelto con conmiseración del que registra en su celular mi número, con ansia lo busca en WhatsApp y descubre que no aparece porque mi teléfono, con diferencia el más barato del mercado, es el Nokia más rudimentario y bello -por pequeño y discreto- que imaginarse puedan. O cuando me piden mis cuentas de Twitter o Facebook para agregarme y seguirme y les informo que en mi vida he escrito un twit o publicado una foto en el otro lado. Para atenuarles la lástima mal disimulada que les producen mi ignorancia y rezago voluntarios, yo podría contarles que tengo un láptop -este en que leo, aprendo y escribo- que cuido y amo más que a mi madre, un blog para desahogarme y unas destrezas de búsqueda y hallazgo de información virtual de las que muy seguramente ellos carecen, pero prácticamente siempre opto por callar y más bien invoco la luz de los sabios, que pueda que tarde pero que indefectiblemente vuelve a encenderse:

 

“Hace tiempo que los catastrofistas nos lo advierten con los peores augurios: los libros son una especie en peligro de extinción y en algún momento del futuro próximo desaparecerán devorados por la competencia de otras formas más perezosas de ocio y la expansión caníbal de internet.

Este pronóstico concuerda con nuestras sensaciones como habitantes del tercer milenio. Todo avanza cada día más rápido. Las últimas tecnologías ya están arrinconando a las triunfantes novedades de anteayer. Los plazos de la obsolescencia se acortan cada vez más. El armario debe renovarse con las tendencias de temporada, el móvil más reciente sustituye al antiguo; nuestros equipos nos piden constantemente actualizar programas y aplicaciones. Las cosas engullen a las cosas precedentes. Si no permanecemos alerta, tensos y al acecho, el mundo nos tomará la delantera.

Los mass media y las redes sociales, con su vértigo instantáneo, alimentan estas percepciones. Nos empujan a admirar todas las innovaciones que llegan corriendo como surfistas en la cresta de la ola, sostenidas por la velocidad. Pero los historiadores y antropólogos nos recuerdan que, en las aguas profundas, los cambios son lentos. […] Cuando comparamos algo viejo y algo nuevo -como un libro y una tableta, o una monja sentada junto a un adolescente que chatea en el metro-, creemos que lo nuevo tiene más futuro. En realidad, sucede lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes. Es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas. En el futuro habrá sillas y mesas, pero quizá no pantallas de plasma o teléfonos móviles. Seguiremos celebrando con fiestas el solsticio de invierno cuando ya hayamos dejado de tostarnos con rayos UVA. Un invento tan antediluviano como el dinero tiene muchas posibilidades de sobrevivir al cine 3D, a los drones y a los coches eléctricos. Muchas tendencias que nos parecen incuestionables -desde el consumismo desenfrenado a las redes sociales- remitirán. Y viejas tradiciones que nos han acompañado desde tiempo inmemorial -de la música a la búsqueda de la espiritualidad- no se irán nunca. Al visitar las naciones socioeconómicamente más avanzadas del mundo, en realidad sorprende su amor por los arcaísmos -de la monarquía al protocolo y los ritos sociales, pasando por la arquitectura neoclásica o los vetustos tranvías-.

Si el poeta Marcial pudiese agenciarse una máquina del tiempo y visitar esta tarde mi casa, encontraría pocos objetos conocidos. Le asombrarían los ascensores, el timbre de la puerta, el router, los cristales de las ventanas, el frigorífico, las bombillas, el microondas, las fotografías, los enchufes, el ventilador, la caldera, la cadena del váter, las cremalleras, los tenedores y el abrelatas. Se asustaría al escuchar el silbido de la olla exprés y daría un respingo cuando empezasen las embestidas de la lavadora. Alarmado, buscaría dónde se esconden las personas que hablan desde la radio. Le angustiaría -como a mí, por otro lado- el pitido de la alarma del despertador. A simple vista, no tendría ni la más remota idea de la utilidad de los esparadrapos, los sprays, el sacacorchos, la fregona, las brocas, el secador, el exprimelimones, los discos de vinilo, la maquinilla de afeitar, los cierres de velcro, la grapadora, el pintalabios, las gafas de sol, el sacaleches o los tampones. Pero entre mis libros se sentiría cómodo. Los reconocería. Sabría sujetarlos, abrirlos, pasar las páginas. Seguiría el surco de las líneas con su dedo índice. Sentiría alivio -algo queda de su mundo entre nosotros-…”

 

¿O sea Irenita que si yo me durmiera esta noche y volviera a despertar no mañana, sino el año de la carta de Izet Sarajlic, no me toparía con Irene Montero sino contigo, Irene Vallejo; que no perdí el tiempo corriendo como un quemado detrás de la última novedad tecnológica porque a fin de cuentas la velocidad y el frenesí de los innovadores eran tales que igual me iba a quedar rezagado; que nada hay que lamentar por no haberme enfurruñado con los demás en Twitter y en Facebook puesto que de aquello “hoy” nadie habla y ni siquiera se acuerda? ¿Me crees si te digo que, como el Chapulín Colorado -quien también debió de ser tu amigo de infancia-, “lo sospeché desde un principio”?

 

13. Si dormir, conquistar erecciones eficaces y evacuar el intestino o la vejiga fueran actos enteramente volitivos, no existirían los fármacos Z, el sildenafilo, los laxantes ni las tiernas sondas. ¿”Querer es poder” gritan los edulcorados? Que vayan más bien a que les den por el culo.

 

14. Si yo fuera el oftalmólogo o el psicólogo que recibe en su consultorio a un ciego reciente que desconsolado viene a mí para averiguar si su ceguera tiene cura o ”sólo” en busca de algún alivio, en cualquier caso le diría lo mismo. Le diría que, si bien es cierto que lo más probable es que nunca vuelva a ver lo que ya vio y bien conoce, a mirar y contemplar aquello en que se extasiaba -el cuerpo desnudo de su amante o de una mujer cualquiera, un paisaje que pende de la pared de un museo o que se despliega ante sus ojos de viajero-, a divisar o columbrar formas inconsistentes por cuenta de la lejanía, a entrever o vislumbrar objetos, animales o personas cuando la luz escasea, sí va a poder, en cambio y a modo de desagravio, continuar o empezar a entrever y vislumbrar -es decir conjeturar e inferir- lo que muchos no ven pese a tener los ojos muy abiertos dieciocho de las veinticuatro horas del día, y continuar o empezar a visualizar -es decir imaginar o figurarse- todo lo anterior e infinitamente más. “Claro que si y sólo si -le diría- se aplica a leer y pensar, pensar e indagar, actividades a las que la mayoría de ciegos congénitos y devenidos suelen ser tan alérgicos como la mayoría de videntes de toda una vida”.

 

15. De entre las múltiples respuestas plausibles para la pregunta frecuente de entrevistador de por qué o para qué leer, yo escogería ésta, claro que tras mucho pensármelo: Porque sólo los libros me vacunan contra la estupidez de creer que el mundo que a mí y a mis contemporáneos nos tocó en suerte es o bien la mejor versión que de él se conoce (entre otras cosas gracias a que nosotros lo estamos modelando como nunca antes nadie pudo) o bien la peor pues de antiguo se sabe que todo tiempo pasado fue mejor, y por consiguiente para confirmar un día sí y el siguiente también que no hay palabras más sabias que las del Eclesiastés, donde sí campea la certeza de que nada hay nuevo bajo el sol. Nada: muchísimo menos la sociedad o la civilización del espectáculo, escenificadas y explotadas por el Homo idolatricus de un lado y por el Homo economicus del otro:

 

“La imagen de adolescentes gritando, sollozando y desmayándose a la llegada de sus ídolos musicales no nació con Elvis y los Beatles. En realidad, ni siquiera es un fenómeno surgido con el rock’n’roll, sino con la música clásica. Ya los castratti del siglo XVIII despertaban pasiones desde los escenarios. Y en las civilizadas salas de concierto del siglo XIX, un pianista húngaro que agitaba la melena al inclinarse sobre el teclado provocó un auténtico delirio de masas conocido como lisztomanía, o ‘fiebre Liszt’. Si a las estrellas de rock sus fans les lanzan la ropa interior a la cara, a Franz Liszt le arrojaban joyas. Fue el icono erótico del siglo victoriano. En la época se decía que sus balanceos y sus estudiadas poses al interpretar producían en la audiencia éxtasis místicos. Primero niño prodigio y después joven histriónico, protagonizó giras multimillonarias por el continente. Durante las apariciones públicas de Liszt, sus fans se arremolinaban, chillando, suspirando y sufriendo mareos. Lo seguían por las sucesivas capitales donde ofrecía conciertos. Intentaban robarle sus pañuelos y guantes, y llevaban su retrato en broches y camafeos. Las mujeres trataban de cortarle mechones de pelo, y cada vez que se rompía una cuerda del piano estallaban auténticas batallas campales por conseguirla para fabricarse una pulsera con ella. Algunas admiradoras lo acechaban por la calle y por las cafeterías, provistas de frascos de vidrio donde vertían los posos del café de su taza. Cierta vez, una mujer recogió los restos de su puro junto al pedal del piano, y los llevó en el escote, dentro de un medallón, hasta el día de su muerte. La palabra celebrity se usó por primera vez para referirse a él…”

 

¿Conocían Guy Debord y Mario Vargas Llosa semejante historia alucinante, de la que yo me vine a enterar recién hoy gracias a la literatura? Ah, y un saludo para mi compadre el rey Salomón, inteligencia privilegiada donde las haya.

 

16. El trabajo que me habría ahorrado intentando explicarle a la psiquiatra que se fumó conmigo un cigarrillo, a la que me habló de Dios toda la consulta, a la que dejó a mi elección qué droga tomar -si sertralina o fluoxetina-, a la que me acaba de incrementar un 50 por ciento el medicamento, a la psicóloga que conversa tan sabroso y de verdad se interesa en el que tiene delante o a la también muy amable y comprensiva que dirige el grupo de apoyo los síntomas de mis desbarajustes mentales y emocionales, si esta joya se hubiera escrito antes de que yo me enfermara, o de que me hiciera consciente de que muy seguramente siempre lo había estado:

 

“Hoy es uno de esos días en los que todo se encuentra ligeramente fuera de su sitio. El sofá del salón, por ejemplo: alguien lo ha corrido, quizá para buscar una moneda debajo de él, y no ha vuelto a colocar las patas exactamente donde estaban. Se aprecia en el suelo una marca que certifica el desplazamiento. No pasa nada. Empujo un poco el mueble y las hago encajar en su señal. Enseguida, descubro un cuadro torcido que deja al descubierto un trozo de pared en el que la pintura tiene una tonalidad distinta a la del resto de la habitación. Tampoco importa: basta el movimiento de un dedo para devolver el marco a su emplazamiento habitual. En la cocina, al abrir un cajón, observo que los tenedores y las cucharas, en vez de permanecer en sus compartimentos, se han mezclado creando una confusión que me disgusta. Respiro pacientemente mientras restituyo el orden perdido a la cubertería.

Pero la incomodidad no cesa, como si esas pequeñas fallas evocaran otras de mayor importancia. Lo noto al salir a la calle, al leer la prensa, al tomarme el primer café de la mañana. Hay algo distinto en la prensa, en la calle, en el primer café. Es mi yo el que no encaja hoy en mi cuerpo. Ubico al yo en una región amplia, situada entre la cabeza y el pecho. Pero hoy no está ahí. Hoy se encuentra en el estómago, donde suele bajarse en los ataques de pánico. Es mi pánico, pues, el que lo ha colocado todo fuera de lugar. ¿Pánico a qué? Lo ignoro. Quizá a que me involucren en un crimen que no he cometido. Parece que estoy escuchando ya la voz del policía detrás de mí: ‘Queda usted detenido’.

Vuelvo a casa y me dedico a ordenar la cocina, a colocar bien las sillas del salón, a regar las plantas, a doblar los calcetines… Quizá si pongo a punto lo doméstico se arregle lo cósmico. Tal vez consiga, un día más, que el mundo no se acabe.”

 

¿Que cuántos días del año transcurren para mí como el del “testimonio”, me pregunta usted, doctora? Hasta 2022 -algún resquicio de esperanza tiene que quedar-, trescientos de los trescientos sesenta y cinco. ¿Que si sufro, como el autor, delirios persecutorios? ¿Y quién que sepa -le contesto- de lo que son capaces los biempensantes, es decir la policía de la moral de Occidente, no los sufre?

 

17. Por ejemplo: si todo el mundo tuviera la sindéresis de este señor que sabe que “Hay gente completamente inofensiva que se pasa el día imaginando asesinatos. No es malo. A mí no me duele que piensen en matarme, sino que me maten. Y es que todo se puede pensar, pero no todo se puede hacer. Esa línea que marca la frontera entre la idea y la realidad es también la que separa a los locos de los cuerdos. Cuando uno cree que no existe distinción alguna entre imaginar un secuestro y llevarlo a cabo, es que uno está hecho polvo y debe acudir cuanto antes a un servicio de salud mental para que le ayuden a restablecer los límites entre una cosa y la otra", ¿qué problema habría en reconocer que se tienen fantasías parricidas, magnicidas o aun terroristas; incestuosas, bisexuales o aun pederastas? Pero Millás sólo hay uno, mientras que los alienados son millones.

 

18. Menos mal nos quedas tú, que íntegramente y sin contemplaciones excluyes de tus deleites y secretos a la morralla fanática y moralizante: “La literatura (el arte en general) es el lugar de la parte maldita: ésta, en la literatura, se puede expresar con plenitud, transformada en belleza y sentido; ahí es posible dar rienda suelta al dolor, a la furia, al odio, a los deseos de venganza, a todos esos sentimientos que todos hemos experimentado alguna vez, porque forman parte de lo que somos; ahí encuentra su expresión y su sentido nuestra parte maldita, y así podemos dominarla, purificarnos de ella. Por eso, entre otras razones, es útil el arte. Por eso en un mundo perfecto no existiría la literatura (o sería tan mala que no merecería su nombre). […]

Es cierto: la literatura nos alivia del mal, nos permite observarlo, entenderlo y asumirlo, y así nos previene y nos protege de él, fortaleciéndonos…”.

 

Sin embargo, como sigamos callando, timoratos y acobardados ante esta turbamulta que sólo de palabra reivindica a los excluidos, podemos estar seguros de que no se volverán a escribir joyas del tipo ‘Dos horas en el paraíso’, o ‘Los sueños de un buen cristiano’, o ‘El salto del tigre’, o ‘El ciego perfecto’ y cualquier otra impertinencia literaria que ustedes quieran añadir a la lista.

 

19. La fórmula es muy sencilla: no es sino que reemplacen cada España por Colombia, españoles por colombianos, Parlamento por Congreso, diputados por congresistas y listo:

 

“…Al final acabarán subiendo a la tribuna del Parlamento en pantalón corto y chanclas. Y de algo estoy seguro: nadie se atreverá a prohibirlo. Ni siquiera a reprochárselo. Porque es lo que tenemos y vamos a tener: la ausencia de educación, la falta de respeto a las instituciones, sin considerar que por imperfectas que sean, por mucho golfo con balcones que anide en los escaños, degradarlas es una ofensa a los ciudadanos que sí creen en tales instituciones […].

Y no se me cuelguen de lo fácil. Hay gente en camiseta perfectamente honrada, y corbatas llevadas por desvergonzados ladrones de traje a medida, gentuza atildada que ha robado sin escrúpulos. Naturalmente. Pero hoy hablo menos de honradez, aunque también, que de educación y maneras. Y de nuestra responsabilidad en todo eso, pues todos nosotros, por acción u omisión, somos causa de que unos y otros estén allí. Hay quien vota a […]. Y hay quien no vota a nadie; pero no por resultado de un proceso intelectual que lo lleve al escepticismo, sino por apatía, desidia, indiferencia. Porque prefiere quedarse en casa viendo el fútbol.

No es verdad que no nos representen. Nos representan todos ellos, los unos y los otros. Los decentes, y también los corruptos y los guarros de ambos sexos. Da igual que digan usted y su señoría o que eructen su zafiedad y baja estofa: todos representan a la España que los ha votado. Aunque esa España sea un lugar grotesco y a ratos bajuno, es una democracia. Alguna vez escribí que de poco aprovechan las urnas si quien vota es un analfabeto sin criterio, presa fácil de populistas y sinvergüenzas. Pero también es cierto que a ese analfabeto llevamos varias generaciones fabricándolo con sumo esmero y entusiasmo suicida. Somos lo que nosotros mismos hemos hecho de nosotros. La marca España.

Por eso no conviene olvidar que a esos parlamentarios y políticos los hemos llevado hasta allí ustedes y yo. Entre los españoles hay ciudadanos dignos y honorables, pero también gentuza. Y la gentuza tiene, naturalmente, derecho a votar a los suyos. Eso prueba que somos una democracia representativa, porque es imposible representarnos mejor. Nuestros diputados son el trasunto de millones de ciudadanos que los eligieron. Podemos protestar al verlos manifestar nuestras más turbias esencias, podemos asistir boquiabiertos al repugnante espectáculo que dan, podemos, incluso, ciscarnos en sus muertos más frescos. Pero no debemos mostrarnos sorprendidos. Esto es España, vivero secular de pícaros y criminales, donde ser lúcido, valiente u honrado aparejó siempre mucha desgracia y gran desesperanza. Un Parlamento sin gentuza, lleve corbata o lleve chanclas para rascarse a gusto las pelotillas de los pies, no sería representativo de lo que también somos. Así que ya saben. A disfrutarnos.”

 

¿Qué se le agrega a la completitud?

 

20. Sólo en muy raras ocasiones me ocurre que una misma situación me produzca envidia y compasión a partes iguales:

 

“Esta mañana le ha sucedido un contratiempo, digamos, laboral. Nada que no se pueda resolver con una ojeada al diccionario. Así y todo, no es la primera vez que le ocurre. Cuidadito, cuidadito. La repetición le suscita un inquietante sentimiento de suspicacia y temor. Él, que ha escrito y publicado numerosos libros, de pronto, en medio de una frase, ha vacilado en escribir la palabra galbana con be o con uve. Cree que en su época de colegial no hubiese tenido la duda. Puede que hace unos meses tampoco. De un tiempo a esta parte nota unos a modo de agujeros en la memoria por donde se le escurren datos, nombres, fechas, que hasta hace poco le venían obedientes a la boca o a la mano y ahora se extravían cada vez con mayor frecuencia en los intersticios del cerebro. Hay lecturas que, apenas concluidas, no le dejan huella. Esto seguro que le pasa a todo el mundo, se dice en procura de consuelo. Lo asusta la idea de que los pequeños achaques de su retentiva se vuelvan crónicos y hagan inviable el manejo razonable del idioma, fundamento de su oficio…”.

 

Estimado y admirado Fernando Aramburu o quienquiera que usted sea:

Le cuento que lo que por estos días tanto lo abruma, a mí me ocurre desde que empecé a leer sin mucho fundamento: es decir, desde la adolescencia. ¿Me podrá creer que, entonces como ahora, no puedo leer, mucho menos escribir o preparar clases sin tener a mano cuando menos todos mis diccionarios y la ayuda de internet, sin los cuales me declaro impedido para hacer nada de valía? ¿Me podrá creer que mis olvidos me han forzado a guardar toda nueva información que considere relevante en archivos que, si desaparecieran, me dejarían tan indefenso como supongo que se sintió García Márquez en los albores de su enfermedad infame? Pues sí: fue así como surgió ‘Mi desmemoria hecha preguntas’, una serie de volúmenes en los que intento registrar, apelando a la didáctica, lo que mi cerebro no retiene o retiene, salvo que durante muy poco tiempo; o ‘Vida, broza. Mi atípico diario’; o ‘Resúmenes comentados’, un documento que se va escribiendo conforme leo y en el que atesoro lo que de otro modo estaría condenado al olvido más absoluto: toda reflexión que me susciten los cuentos, los ensayos o la novela de turno, sazonadas con cuanta anécdota vital y tragedia personal y dicha y desdicha y enormidad e insustancialidad autobiográficas vengan al caso.

De manera que, siendo usted el gran escritor que es y memorioso de larga data, no me parece que haya muchas razones para el desconsuelo o la alarma. Aunque eso sí, manténgase ojo avizor, que la desgracia siempre acecha.

Y una infidencia antes de despedirme. Hablando de infortunios, ¿sabe usted que el peor entre muchos que todavía me puede deparar la perra vida es que se me olvide para siempre el sitio donde escondo mi mayor riqueza: el cianuro de potasio que, impertérrito, aguarda su momento?

 

21. Entre las imágenes que me enternecen -en todas hay, curiosamente, animales-, ninguna como la de un viejo con su mascota. Si estoy, por decir algo, tomándome unas cervezas solo o con alguien en la cantina de Marcela y Lucio y pienso en mi madre, que a esa hora está a tan sólo unas cuadras aunque en un piso muy alto, me la imagino viendo televisión con nuestra Tita a su lado, las dos -señora y gata- soñolientas en la cama, y un raudal de ternura me inunda el pecho. Pero si en lo que me da por pensar es en un perro cuyo anciano dueño y único amo acaba de morir dejándolo del todo solo y desamparado -o viceversa-, las lágrimas que a duras penas logro reprimir se me mezclan con imprecaciones de todo calibre, que en cambio fluyen, expeditas, de mis labios: esto en cuanto a la vida real. Porque si en lo que pienso es en literatura, vejez y animales, siempre van a emerger un mejor cuento del mundo titulado ‘El amor de las sombras’ y un nombre de escritor, entrañable como el cuento en cuestión, que no es de su autoría:

 

“Quienes de niños nos hemos criado como garduños en el campo recibimos las primeras lecciones de la vida observando a los animales. Por mi parte, antes de llegar al uso de razón ya me di cuenta de que había perros más buenos e inteligentes que sus amos. Como un hecho natural vi nacer a gatos, perros, conejos, corderos, mucho antes de saber cómo había nacido yo y por qué me lo ocultaban mis padres; también vi morir a algunos animales y con qué elegancia y serenidad lo hacían. Ya me gustaría poder acabar con la dignidad con que murió la yegua Maravilla, la que me llevaba con tanta alegría al mar los veranos. También asistí a las cópulas que ejecutaban para reproducirse, sin sospechar que algo parecido haría yo el día de mañana y que por eso mismo que hacían los conejos yo podría ser condenado al fuego eterno. A veces veía un anillo de cuervos graznando en el cielo y me extasiaba con su belleza que se debía a que en el monte había una alimaña muerta; un buen día oía gritar a los vencejos y entendía que ya era primavera y cuando cantaba el cuco al atardecer me olía que ya estaba cerca el calor. Recuerdo la intensa emoción al descubrir un nido en algún árbol; por su forma y por las motas que tenían los huevos sabía si era de jilgueros, de mirlos o de verderones y cuando tenía a uno de ellos en la mano sentía palpitar su corazón. En aquella edad de la inocencia uno también formaba parte del reino animal. Pero luego en la escuela me enseñaron que algunos animales fueron dioses, que la serpiente introdujo en el paraíso la inteligencia en el cerebro humano, que antes de emprender una batalla los guerreros antiguos consultan el hígado de las ocas. Los animales eran un misterio, como lo sigue siendo hoy el que mi perra Lía con solo seis meses sea capaz de adivinar mis pensamientos. Cada mañana me espera al pie de la cama para jugar con la pelota en la boca.”

 

En aquella edad de la inocencia yo descubrí, maestro Manuel Vicent, que la maldad de los hombres arraigaba también en ciertos niños (campesinos o de ciudad, pobres o ricos), como en aquel engendro de no más de siete años que en la finca de mi abuela se las arregló, el muy malparido, para ahogar en un estanque donde se lavaba el café a un gatito no tan recién nacido al que ella lloró toda esa tarde con su noche. Y descubrí -descubro ahora- que, sin ser malos, mi primo Mauricio y yo no éramos aún dignos de formar parte del reino animal, pues hostigábamos, con un palo de escoba cuando comía, a una mula noble como los animales más nobles. Al menos tanto como me figuro a su Lía tan retozona.

 

22. La prueba de que la edad de las ilusiones y los entusiasmos no es, entre otras cosas porque no se ha leído lo suficiente y por tanto no se sabe escribir bien, la edad de forjar buenas historias, reside en que ningún de verdad grande ha cuajado su opera magna a los veinte: Cervantes publicó el Quijote a los casi sesenta, Flaubert su Madame Bovary a los treinta y pico, Dostoievski su Crimen y castigo a los cuarenta y tantos, García Márquez Cien años de soledad a los cuarenta y Rulfo Pedro Páramo a los treinta y muchos. Ah, ¿Que Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros a los veintitantos?: la excepción de la regla.

 

23. El día en que llegue alguien con la vena crítica que se necesita para examinar y concretar en lo que consiste la unicidad de Karl Ove Knausgard como escritor, como novelista, el mundo y no sólo los que lo leemos con fruición, con pasmo, va a saber que existió, que existe un noruego de una talla superlativa. No más digo que lo que a los otros narradores tendentes a lo voluminoso se les resiste -los detalles, los pormenores de una situación cualquiera, la más nimia-, a él se le da de maravilla pues ese es su mayor talento: ser capaz de contar en párrafos, en páginas, lo que otro buen novelista acaso habría reducido a una proposición o incluso resuelto callar. ¿Cómo hace, maestro, para referir tanta insustancialidad, tanta vida, y mantener al lector ahí atado como el crack la pecosa al guayo? ¿Pero cómo diablos es que lo hace?

 

Y voy a porfiar en lo de la unicidad prodigiosa de Knausgard como novelista por lo menos hasta que mi asombro remita: dirán algunos que sí, que están conmigo de acuerdo en que este man es un duro estirando cualquier nadería y sacándole todo el provecho posible pero que abusa del recurso, a lo que yo tendría que responderles que puede ser que eso sea cierto para ellos mas no para mí, que mil días lo he visto cocinar y contármelo pormenorizadamente y no me canso, algo que no le habría soportado a otro más allá de lo soportable: una única vez. Como quien dice: su prodigio consiste no sólo en estirar y estirar lo nimio hasta casi descoyuntarlo, sino también en repetir y repetir un mismo ejercicio -¿y qué es, si no, la vida?- sin que a sus “incondicionales” se nos torne tedioso: todo un genio.

 

24. …porque si el ancianato o la habitación en que se pudre son la deshonra del ser humano que se permitió llegar a viejo, el astillero de desguace lo es del buque que antaño suscitaba exclamaciones de júbilo y respeto dondequiera que atracaba.

 

25. ¿Ah, sí, don Willy Brandt o quien fuera que lo afirmara de primero? ¿Que “quien a los 20 años no es comunista, no tiene corazón”? ¿Está usted seguro de semejante aserto? Pues déjeme contarle que muy pocas son las cosas de las que me enorgullezco en esta vida; pero, entre ellas, ¡ninguna como de mi aversión congénita a lo extremoizquierdoso, a lo mamerto repugnante y contradictorio! ¡A sus arengas trasnochadas y pensamiento monolítico! ¡A sus matones de santoral y canción protesta! ¡A sus pedreas de campus público y desprecio por el estudio! ¡A sus reivindicaciones por lo común impracticables cuando hacen oposición y postergadas para nunca cuando ejercen el poder! Por el contrario, convengo en que “quien sigue siéndolo con 40 no tiene cerebro”. Y usted -la pregunta es retórica-, ¿nació con él o lo recuperó con los años y las decepciones más que previsibles?

 

26. Si como asegura Byung Chul-Han “pornografía es el contacto directo entre la imagen y el ojo”, que nadie se atreva a llamarme a mí ni a ningún otro ciego morbosos o pervertidos. ¿Qué función desempeñan en lo pornográfico (y de paso en lo erótico), le pregunto al filósofo, la palabra articulada y el oído, los pensamientos sádicos y masoquistas o a duras penas lúbricos del ciego y el vidente, de la monja y el cura que no más se quedan en eso, en imágenes táctiles y olfativas y visuales y gustativas y acústicas que no emergen al exterior mediante el lenguaje porque se reprimen en el interior mediante la voluntad?

 

27. Goza de tan mala prensa entre los “racionales” la bendita muerte -no se diga el suicidio, acto libérrimo y autoafirmativo (sí, casi siempre también desesperado pero ¿y?) donde los haya- que quiero referirles el resultado de un ejercicio la mar de sencillo que hice con cincuenta personas, entre amigos y familiares. Les contaba lo que un tal Anaxágoras respondió cuando le dieron la noticia de que su hijo había muerto -“Sabía que había engendrado a un mortal”-, y les pedía que me definieran al hombre y su respuésta en una o máximo dos palabras. “¡Mucho hijueputa!”, “¡Qué hijueputa!”, “¡Un hijueputa!”, “¡Hijueputa!”; “¡Malparido!”, “¡Un malparido!”, “¡Qué malparido!”, “¡Mucho malparido!” y de ahí hacia abajo: maldito, monstruo, indolente y cosas así. A nadie se le ocurrió, empero, llamarlo sensato o pragmático.

 

28. Parafraseo a Oriana Fallaci: si en un escritor de ficción alumbra la genialidad, cualquier tema, del más soso e irrelevante al más complejo y espinoso deviene arte… y viceversa. ¿Conocen los taurófilos -para que la amen- y los taurófobos -para que la odien-, quiero decir si han leído ‘Sombra’, de la insuperable Lucia Berlin? Como presiento que no la mayoría, aprovecho la oportunidad para proponerles a los unos y a los otros que, conmigo de moderador subjetivo por cuenta de que formo parte de “los otros”, nos sentemos a debatir nuestras diferencias irreconciliables con este cuento por medio. Les aseguro que tras leerlo y conversar, el único acuerdo al que vamos a llegar es el asombro.

 

29. Lejos de mí la pretensión de enmendarle la plana al inmortal que afirmó: “Podemos sentir cómo late nuestro corazón, cómo se expanden nuestros pulmones, cómo trabaja nuestro estómago, pero no tenemos ninguna señal de la actividad de nuestro cerebro. La fuente de nuestra conciencia es inaccesible a nuestra conciencia”. Sin embargo, haría yo muy mal si no le contara al filósofo en mi nombre y el de mis compañeros de manicomio que los que sabemos de qué va un brote psicótico, qué se siente durante y hasta después de un ataque de pánico o hemos sufrido en carne propia -en cerebro propio- la vuelta en sí tras una crisis epiléptica, habríamos podido sacarlo del error.

 

30. Está muy bien que los Estados Unidos, Alemania, Francia, España, Polonia, Finlandia, las repúblicas bálticas, el Reino Unido y otros países de Occidente armen a Ucrania para que arremeta contra los invasores y que esos mismos países destinen recursos cuantiosos para solventar otras necesidades de Zelenski y sus ciudadanos. Pero muy mal que no haya voluntad política ni la más mínima caridad humana para evitar las hambrunas que amenazan muy seriamente por ejemplo al Cuerno de África y a Afganistán. Dicen en las noticias que con mil millones de dólares se pueden paliar al menos los peores efectos del hambre en Somalia y países vecinos, pero ni una mano que se alce para decir yo aporto. Pues bien, como ni esos gobiernos ni los archimillonarios del planeta se quieren rascar el bolsillo los muy bellacos, les propongo a tres millones de buenas conciencias de la clase media o emergente que es la mía, que aportemos cada uno mil dólares para recolectar así no mil sino tres mil millones, de modo que también se pueda llegar a Haití, Palestina, Yemen y bueno…, hasta donde alcance. Mis mil dólares están listos y lo único que pido es que del dinero se hagan responsables organizaciones de reconocida probidad con objeto de que no se pierda un solo centavo. Si les suena, contáctenme a través de este blog para que hagamos por al menos un puñado de los desesperados del mundo lo que esté en nuestras manos… ojalá limpias de corrupción.

 

31. Dos anécdotas, un mea culpa y un llamado en vano a la cordura.

 

Dios es testigo de que desde que fui un niño con uso de razón y hasta la pubertad, una mujer adulta, una más joven y una delicia en plena posesión de su adolescencia me besaron apasionadamente a hurtadillas, para mi completo pasmo y júbilo: lástima que no se hubieran atrevido a más. Dondequiera que ustedes estén, ex mamacitas, quiero que sepan que las llevo en el corazón, en mis oraciones y en mis frustraciones sexuales y que jamás le revelaría sus nombres a nadie ni le permitiría a nadie que me las llamara corruptoras de menores o me las empuercara de ningún otro modo.

 

Era ya de noche, corría 2004 o 2005 -no logro precisarlo- y mi madre me interrumpió la lectura para decirme que allá en la sala había una vecina que quería comentarme algo. “Cómo le parece, señor Ríos, que acabo de ver a su hija, a su niña, abajo en el parqueadero besándose con…”, el nombre que fuera. Su angustia -que parecía muy sincera- se debía a que mi hija tenía trece o catorce años y el muchacho, veinte o veintidós. Le agradecí la información y, cuando la señora se hubo ido, le pedí a Orfi que fuera a buscar a su nieta tan precoz… como el papá… y la mamá. No andaba yo desencaminado: cuando le pregunté si la habían obligado a bajar o si había bajado voluntariamente, me dijo que lo segundo y me agradeció cuando le dije que no iba a buscar al muchacho para reclamarle. Eso sí, los dos estuvimos de acuerdo en que su comportamiento ameritaba un castigo, simbólico pero castigo a fin de cuentas.

 

Algunos años después de lo que acabo de referir, pongamos cinco o seis, se desató en la Colombia pasional e irreflexiva de todos los días un escándalo mediático y judicial al que el pendejo que yo era entonces se sumó de mente y de corazón en contra de Laura Moreno, Jessy Quintero y Carlos Cárdenas y a favor de la familia de Luis Andrés Colmenares. A ellos tres les pido perdón hincado, literalmente, de rodillas y les cuento que de mi ruindad aprendí, espero que para siempre, que la presunción de la inocencia de un acusado debe estar por encima incluso del amor que se le tiene a una hija y de la fe en su palabra.

 

Y a los que hoy jalean a todas las mujeres del mundo para que revelen los nombres de sus violentadores reales o ficticios con la promesa inquebrantable de “yo sí te creo”, los conmino a que sólo por un momento se figuren que es su nombre o el de alguien al que aman los que se exponen en la picota pública y global de las pantallas, a ver si también en ese caso gritarían esas cuatro palabras que, por anticipado y por igual, condenan sin el debido proceso a inocentes y culpables. Pero si mi súplica no los convence, los conmino entonces a ver una serie televisiva de la que acaso tengan noticias: ‘Arny, historia de una infamia’ se titula. Que sea, pues, la justicia y no los medios ni nosotros sus idiotas útiles la que condene o absuelva. (Claro que con la nuestra tan venal e inoperante…)

 

32. Tengo una prima que no tiene risa. Y no porque sea una agelasta o una amargada… no. Al contrario: “ríe” mucho, pero con tal esfuerzo de la voluntad que al dotado de buen oído le cuesta oírla y no exasperarse. Justo lo que tan a menudo sucede cuando en el transporte público hay un grupo de cuatro o cinco adolescentes que dicen dos palabras, gesticulan y ríen al unísono pero no con risas auténticas sino con jajajás desangelados que se le arrancan a la necesidad de encajar, al miedo de no pertenecer.

 

Me encantan las carcajadas de los que se desternillan con toda naturalidad. A tanto llega mi fascinación por ellos que, cuando los oigo reírse por ejemplo en la mesa de al lado en un bar o en una cafetería, tentado me veo de pedirles permiso para unirme al jolgorio. Y si por el ruido del sitio o bien porque lo que dicen entre risotada y risotada no me llega con claridad, me los imagino morboseando con desaprensión o echando chistes verdes, o pueda que no verdes pero buenos. Como este que me contó no recuerdo quién ni cuándo, aunque en cualquier caso alguien entrañable y en un momento feliz:

 

Les dice la profesora de español a los estudiantes: “De tarea para mañana, cada uno va a escribir una frase con la palabra ‘supongo’”. Al día siguiente la profesora, que tenía en el mismo grupo niños ricos, de clase media y pobres, empezó a revisar la tarea. Le pidió a Juanito que leyera: “Esta mañana mi papi me trajo en el Mercedes; supongo que el BM estaba dañado”. Siguió Carlitos: “Ayer me dieron huevo al almuerzo: supongo que no había plata para la carne”. Le tocó a Pedrito: “Anoche mi abuelita iba con el periódico para el baño. Supongo que iba a cagar porque ella no sabe leer”.

 

¡Que vivan don Jediondo, La Luciérnaga, Tola y Maruja, la irreverencia y todos los que a diario les asestamos un no rotundo a los desabridos censores de “nuestra era de la ira”!

 

33. Resulta que cuando mi hija se instaló propiamente en la adolescencia, pongamos después de la fiesta de quince, quiso probar a vestirse como muchas de sus amigas y famosas que admiraba: con pocas mangas y escasa tela pese a los fríos intensos y soles cancerígenos de Bogotá. Al tanto de aquello gracias a mi madre, le dije un día que me pidió permiso para salir por ahí a dar una vuelta con un muchacho que la invitó a tomar algo en un centro comercial: “Sí pero si te abrigas y te pones jeans más holgados”.

 

“¡Pero por qué si yo tengo derecho a vestirme como quiera, incluso a no vestirme, y a que nadie me irrespete!”

 

“¿Ah, sí? ¿Y acaso quién te dijo eso?”

 

“La profesora de Derechos Humanos, en el colegio”.

 

Cuando se tranquilizó un poco y logré que se sentara para que conversáramos, le dije que lamentablemente a la profesora se le había olvidado explicarles que una cosa era el mundo ideal y otra muy distinta el mundo real, en el que ella y yo y todos vivíamos. Que lo ideal chocaba de frente con lo real, que tarde o temprano termina por imponerse.

 

“¿Te acuerdas del día aquel que me acompañaste a una entrevista de trabajo en la EAN, la universidad de la 11 con setenta y pico? ¿Te acuerdas de que el tipo que dizque me iba a entrevistar se hizo el pendejo y no salió de la oficina ni siquiera para saludar cuando la secretaria le dijo que lo buscaba ‘un señor en situación de discapacidad visual’?”

 

“Claro papá que me acuerdo de ese estúpido”.

 

“Pues en el mundo ideal de tu profesora eso nunca habría ocurrido, ni nada de todo lo que a ti y a mí nos duele: el sufrimiento de los animales, el hambre y las carencias de los pobres y los muy pobres y todas las injusticias que se te ocurran. Y si bien es cierto que en el mundo real ni siquiera las monjas están por completo a salvo de manilargos y violadores, sí están más protegidas que las desprotegidas. De modo que cámbiate para que salgas. Ah, y no te demores”.

 

Lástima que mi hija ya no vive para que les cuente si aquella charla le fue o no de utilidad.

 

34. “Aunque la censura rara vez hace desaparecer las ideas que persigue -y a menudo les da alas-, los gobernantes poseen una rara vena reincidente”: llamemos a esto, si les parece, originalidad. ¿Y cómo llamamos, ahora, a los que se hagan eco de la cita para machacar tozudamente en que son ellos, los gobernantes, los censores por excelencia de nuestro tiempo? ¿Qué tal si los llamamos miopes, pues si bien es cierto que tal es la realidad en China y Corea del Norte y Rusia y Bielorrusia y Cuba y Venezuela y Nicaragua y…, no lo es en muchas otras partes del mundo donde la democracia aún les planta cara a los populismos de las extremas mas no todavía -y que conste que está en mora de empezar a hacerlo- a los Torquemadas que, desde las universidades y las redes sociales, proscriben temas y mancillan reputaciones y acallan voces disidentes y le hacen perder el empleo a todo profesor o colega que se les ocurra que transgredió? Y es que tan mal andan las cosas en esos sanedrines que si hoy me llamaran de alguno para enseñar algo, pongamos Buenismo Avanzado, preferiría mil veces hacerlo en cualquier iglesia católica de esta Bogotá que, por otra parte, tan grande le quedó a la vocinglera Claudia López.

 

35. Pensamiento mágico es votar por un indeseable de la extrema izquierda -Petro, López Obrador: del fascismo de derechas mejor ni hablemos- esperanzado en que el radical, el intolerante se transforme, por arte de encantamiento, en un demócrata auténtico a la manera de Merkel, Ardern o Macron.

 

36. Son unos iluminados los que no quieren morirse sin que les toque asistir al desmoronamiento político, militar y económico -al cultural no porque resulta que los autoproclamados antiestadounidenses son tan adictos a su cultura como el resto del mundo- del imperio del norte en favor del chino, que ya insinúa modales con su tiranía de partido único, sus afanes expansionistas, su nueva ruta de la seda, su aliado Putin, sus globos espía, sus barcos de arrastre y hasta su ejiao tan milagroso. De verdad que no doy con un ejemplo más elocuente de en qué consiste la sabiduría del que comprende qué es lo mejor para su descendencia.

 

37. Como noto que los atronados que se reivindican del centro pero votaron por la opción de la extrema izquierda maquillada de pacto democrático que encarnaban Petro y sus conmilitones ya se empiezan a quejar, les advierto: “Aquí se impusieron” nuevamente y por culpa de su irreflexión “la mezquindad y la pobreza de espíritu de nuestros dirigentes, su vanidad, su incompetencia, su pasión irrefrenable por la improvisación, el adanismo y la chambonería. Todos, eso sí, con pose de iluminados y estadistas; todos con esa mirada al infinito del sabio que dice: ‘Yo sí tengo la fórmula mágica que los demás no tienen, yo sí sé cómo es que es…’. Y siempre superponiendo sus delirios teóricos a la realidad, sacrificando lo posible en nombre de lo perfecto, que jamás llegará. Las famosas ‘repúblicas aéreas’ de las que hablaba Bolívar […]: la utopía del fracaso y del atraso, eso son las utopías”.

 

Eso son: distopías de pesadilla a lo Cuba, Venezuela, Nicaragua o El Salvador y ya se verá si también Colombia al cabo de este cuatrienio que ya pesa y que, si me apuran, los las y les empoderades harán hasta lo imposible para que se prolongue al infinito. Ojalá me equivoque en este sentido como me equivoqué con Uribe, que a regañadientes “entregó” el poder pero lo entregó. Ahora: si mis sospechas -con aspecto más bien de convicción- se materializan, el destino de Colombia va a depender única y exclusivamente, como acaba de ocurrir en el Perú y Brasil, de nuestras fuerzas del orden. ¿Van a estar, llegado el caso, a la altura de semejante responsabilidad?

 

38. No me había sucedido antes, o al menos no con un clásico de todos los tiempos como El corazón de las tinieblas, que lo que parece constituir y contener el mundo de las emociones del relato -la vida y la muerte de Kurtz- al lector que soy lo deje del todo indiferente pero asombrado: ¿tantos dolor y conmoción -exagerados en el caso de Marlow- por la muerte de un comparsa? Porque para mí eso es lo que es el muerto que “lloran” la prometida y Charles: un comparsa al que prácticamente nada le oí decir que me cimbroneara… ¡nada! Está bien: algo tenía que tener el pisco para que dizque hasta los salvajes lo adoraran, no se diga este par… pero y ¿qué es aquello a más de toda la palabrería de pena por su muerte y de asombro por su dichosa genialidad? ¿Sólo porque exclamó, ya expirando, ‘¡Ah, el horror! ¡El horror!’? O acaso porque decía, como cualquier Trump u otro niño de seis años: ‘Mi marfil, mi prometida, mi estación, mi río, mi…’? Con decirles que, comparado con Petro -genio para los mamertos-, quien no pasaría de ser un paquete de aire y paja de no ser por lo perjudicial que resulta cuando se lo propone, el tal Kurtz es una vaharada.

 

39. “Definitivamente, hermano, hay que envejecer con dignidad”, me dijo el otro día mi buen amigo Óscar Montero y yo me quedé pensando. ¿Quiso decir resignación en lugar de dignidad? Porque ¿con cuál dignidad se puede asumir la tragedia de salir del mercado sexual, de que a uno ya no se le pare ni sobornándolo o que se le pare así sea a medias pero que la que acceda a acostarse con uno lo haga por mucha plata y con mucho asco? Okay, digamos que me resigno a la impotencia y a los recuerdos de tiempos más promisorios y hasta felices. Pero ¿y los demás achaques del cuerpo y la mente? ¿Los llevo también con dignidad, con resignación cristiana? ¿Y a cuenta de qué si yo ya viví mi vejez en El obsceno pájaro de la noche, en los cuentos magistrales de Kjell Askildsen? ¿Materialista yo, materialista Steiner: “…Yo soy, por ejemplo, firme partidario de la eutanasia. Los viejos destruimos a menudo la vida de los jóvenes que tienen que cargar con nosotros. ¡Me gustaría tanto tener el derecho de decir ‘Gracias, todo ha sido magnífico, ahora basta’!”?

 

Eso en cuanto a mí, en cuanto a Steiner. En cuanto a mi amigo y a todos los que piensan y sienten que sin experimentar la vejez una vida es incompleta, o que claro que se puede estar muy satisfecho y ser muy productivo siendo viejo, todo mi respeto y simpatía por ellos y por su fortaleza. Sé que si hubiera consenso en torno a lo que pensamos y sentimos el sabio y yo, no tendría la alegría semanal o quincenal de leer a mis amigos de papel y maestros Manuel Vicent y Mario Vargas Llosa, por sólo hablar de los octogenarios, o de tomarme una cerveza y fumarme un cigarrillo cada tanto con mi amigo Mario Montoya en la cantina de Marcela y Lucio. Me duele el dolor de los viejos que no esconden tras su fragilidad al canalla o a la cabrona que fueron hasta cuando las fuerzas se lo permitieron, pero me dolería más un mundo del todo huérfano de sus presencias reales e imprescindibles.

 

40. Cada vez que, viendo un noticiero en la televisión, me estrello con la faz de Putin, de Xi, de Lukashenko, de Jamenei, de bin Salmán, de al-Assad y su cochina súcuba, de Cabello, de Murillo la del disminuido Ortega y de otros tantos, desenfundo por millonésima vez mi metralleta imaginaria y los fumigo, jamás con éxito. Entonces cierro los ojos, clausuro los oídos y visualizo mi santoral de buenos corazones para tranquilizarme: a Abe calmándoles el hambre o el frío a un indigente aquí y a otro allá; a la “desconocida” que una noche remota y fría se bajó conmigo de la buseta que la llevaba hasta su casa para ayudarme a coger un segundo transporte; a mi amigo del alma Quico Gómez con su infinito amor por los ciegos y a mi amigo de papel Fernando Vallejo con su infinito amor por los animales; a doña Louise de Morales, alma apacible y amorosa donde las haya; a mis amigos Orlando Espitia y Óscar Montero, cada cual con su singular manera de practicar la caridad; a Marinita Salazar mi compañera del Colombo, tan maternal con los frágiles; a don Luis Enrique Suárez y Quevedo, sabio y maestro; a Teresita Rozo, sabia y maestra; a Manuel Rivas y Mario Mendoza, Lucia Berlin y Rosa Montero, que me llevan a pensar que en sus personajes más entrañables se agazapan ellos; al “desconocido” que otra noche remota y fría consoló, amoroso, a un niño de la calle que lloraba; a Orfi haciéndoles compañía a los viejitos que se pudren y se mueren solos en estas torres del tercer mundo; a los médicos y enfermeras, socorristas y rescatistas de los dos sexos que a esta hora salvan vidas en la Ucrania bombardeada, desentierran cuerpos vivos y muertos de entre los escombros que dejó el terremoto en Siria y Turquía o salvan de morir ahogados en el mar a los desesperados que se suben con sus hijos a una patera. Porque el instinto materno, que no es exclusivamente femenino y mucho menos colectivo, existe y es palpable.

 

Adenda: reivindico mi sagrado derecho a odiar y maldecir a los canallas, despreciar a los indiferentes, compadecer con frialdad a los cobardes y amar y bendecir a los generosos y caritativos no teóricos o por cálculos personales sino a los vocacionales.