domingo, 5 de febrero de 2017

Utopía y desencanto: las dos realidades del educador genuino

Texto basado en la entrevista hecha por Sandra Bogotá


“No hay nada que entontezca tanto como estos sistemas pedagógicos modernos, con estudios que parecen juegos, aborregadores, sin conflictos”
Luis Goytisolo
“El espíritu se deja atraer, por pereza y por costumbre, por lo que es fácil y agradable. Este hábito pone límites a nuestro conocimiento, y nadie se toma el trabajo de llevar su espíritu todo lo lejos que podría ir”
Francois de La Rochefoucauld
“Los grandes maestros, los que de verdad enseñan cosas a sus alumnos y dejan huella en ellos, son los exigentes, porque para contentarlos no solo hay que trabajar, sino que hay que hacerlo bien”
Ricardo Moreno Castillo
“Para empezar, maestro y alumno profesan, sobre los problemas esenciales, una fe distinta. El primero no le transmite al segundo una verdad teológica o filosófica, sino que le ofrece el ejemplo vivo de cómo se busca; le enseña la claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a su discípulo; no busca adeptos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por su camino. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarle a encontrarlo y a recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona”
Claudio Magris
“Maestro es quien no ha programado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño Sócrates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuenta de que no podrá jamás ser Sócrates, sino, todo lo más, uno de sus interlocutores que al final se sienten refutados, pero enriquecidos. Saber ser y seguir siendo alumnos no es poca cosa, es como ser ya casi maestros”
Claudio Magris
Me preguntas que de dónde me surgió la idea de ser educador, y yo te contesto que no existe un momento determinado en el que esa idea, que luego se volvió interés auténtico para casi derivar en obsesión irrefrenable pasado un tiempo tenga una génesis concreta. Más bien, he llegado a la conclusión, luego de habérmelo preguntado a mí mismo en repetidas ocasiones, de que en mi decisión convergen ciertas vivencias en la escuela, que me fueron señalando las múltiples posibilidades de la docencia.

Mi ceguera, que es congénita e inapelable, me puso desde siempre aunque más aún desde la secundaria frente a profesores de todo tipo, cuyas reacciones ante mi realidad iban de una incomodidad manifiesta que se traducía en rechazo a una compasión innecesaria, pasando por la indiferencia de quien tampoco comprende que mediante ese estudiante “diferente” la vida le está ofreciendo la oportunidad de poner a prueba su potencial pedagógico. Fue así como me topé con profesores que me discriminaron, o que me compadecieron y que yo manipulé, o que me ignoraron y me pasaron para ahorrarse el engorro de pensar en la forma de enseñarme y evaluarme. Pero fue así como conocí, también en la secundaria, a un par de maestros que, sin proponérselo en modo alguno, me hicieron comprender que la enseñanza constaba, además de todo aquello tan negativo, de promesas intelectuales y humanas que solo iba a poder materializar mediante un esfuerzo constante y una disciplina férrea.

Al primero lo conocí cuando repetía octavo grado en el colegio en que culminé la secundaria. Transcurría el mes de agosto o septiembre y él llegó en reemplazo del profesor de álgebra, materia que iba perdiendo junto con otras dos o tres. Recuerdo que cuando sonó el timbre que indicaba el cambio de clase, la primera que él nos daba, yo me le acerqué para pedirle “una manito” con la nota del tercer período, que estaba a punto de concluir. Y recuerdo que aquel hombre, sonriente y afectuoso pero firme en sus convicciones éticas, me dijo que él jamás haría algo así, simplemente porque estaba seguro de que si yo me lo proponía podía aprender, para lo cual podía contar con su respaldo irrestricto, los contenidos de esa asignatura que iba reprobando por desidia. Me dijo que si en lo que faltaba del año lectivo yo no alcanzaba a recomponer lo mal caminado, pues que debía repetir el año con alegría y propósito de enmienda. Y así lo hice, con la diferencia de que a partir de entonces me convertí en el estudiante aplicado que no había querido ser.

Justo dos años después de la experiencia maravillosa de haber aprendido álgebra con mi maestro José Higinio Jiménez Fajardo conocí, también en aquel colegio, a una profesora de química que se impuso y me impuso el reto de, entre ambos y asesorados por una educadora especial del Instituto Nacional para Ciegos, idearnos la manera de trasladar al alto relieve los esquemas más sencillos y complejos a que debían enfrentarse mis compañeros en clase. No te miento si te digo que, contra todos los pronósticos, terminé aquel otro año dichoso de mi escolaridad digamos que impartiendo lecciones de química a muchachos a los que esa materia no se les daba bien.

Comprenderás entonces que este par de seres humanos maravillosos, al tiempo que educadores genuinos, resultaron definitivos a la hora de esa decisión suprema que fue para mí, y que debiera ser para toda persona, la elección de un destino profesional. Comprenderás tras este relato corto de mi vida de estudiante adolescente que, de no haberme deparado la vida ese doble encuentro, muy probablemente yo no habría optado por este quehacer que no es una vocación con la que se nazca, sino una vocación que se descubre y que se forja.

Que cuál es la mayor dificultad a que me he enfrentado en tantos años de docencia, me preguntas. Pues te cuento que esta sí es una cuestión que amerita reflexión y tiempo. Y como sé que el tiempo es limitado cuando se escribe, déjame que te refiera someramente una concreta y, un poco más con detalle, la que considero que es mi gran “frustración”.

Te imaginarás que, para un ciego de nacimiento que nunca ha escrito más que unas pocas palabras apenas garabateadas en un papel cualquiera, el asunto del uso del tablero empezó a ser, incluso antes de graduarme, un gran dolor de cabeza para el que no había, o si la había yo no la conocía, la aspirina salvífica que jamás nos falta en casa. Has de saber que la solución me la inspiró la inminencia de mi primer trabajo de profesor de inglés en el Centro Colombo Americano de Bogotá, donde comencé a ejercer en agosto de 1998.

Faltaban apenas unos cuantos días para que tuviera que pararme, por primera vez, ante un grupo de estudiantes que esperaban de mí la claridad necesaria y las estrategias suficientes que les permitieran empezar con pie derecho su descubrimiento de esa lengua extranjera y yo todavía no conseguía salvar el escollo de cómo escribirles en el tablero. De pronto se me ocurrió que si yo le pedía a alguien con buena caligrafía que me copiara en una libretita de apuntes las notas que yo consideraba indispensables para cada clase, y si encontraba en el grupo a un estudiante cuidadoso, que transcribiera en el tablero lo apuntado en la libreta, la dificultad iba a ser asunto del pasado: y lo fue. Solo a manera de curiosidad te cuento que un par de años más tarde me impuse ir relegando paulatinamente de mis clases ese par de adminículos, persuadido como estaba de que para aprender una segunda lengua -y casi cualquier cosa- ni él y mucho menos ella eran necesarios. Creo que el tiempo transcurrido desde entonces no ha hecho sino afianzarme en esta certidumbre.

Pero pasemos a lo de veras fundamental: a la gran dificultad que constituye mi desencanto educativo y, paradójicamente, la utopía que todavía me mantiene aferrado a la esperanza de creer que llegará el día en que la alta calidad no se circunscriba al embeleco ese de la acreditación mientras sigue ausente de las aulas. Hablo del facilismo y de la autocomplacencia de nuestros estudiantes, víctimas manipuladoras de un sistema educativo desnortado y vanílocuo, más interesado en un discurso presuntamente pedagógico que en las realidades aterradoras a que se enfrenta.

Estudiantes que no leen y que si leen no averiguan apenas lo fundamental, que llegan a clase ignorándolo todo de un texto que se les dejó con anticipación, que esperan en medio de su pasividad intelectual que el profesor les rinda su versión de los hechos, que entregan sus trabajos escritos minados de incorrecciones de todo tipo o que pagan para que se los hagan y que hacen pasar por suyos, que plagian descaradamente ideas y reflexiones ajenas, que se inscriben en maestrías y doctorados que obtienen solo a base de permanencia; profesores que por oírse hablar no se enteran de si sus estudiantes leyeron, que buscan simplemente impresionarlos con sus amplísimos conocimientos dejándolos sumidos en la ignorancia, que les evitan pensar rindiéndoles sus versiones de los hechos, que hacen caso omiso del catastrófico estado de salud de la escritura de sus estudiantes e incluso del trabajo ajeno y del plagio, que permiten que legiones de aspirantes a diplomas de maestros o doctores se hagan con ellos son, a mi juicio, algunas de esas realidades aterradoras que la escuela se empeña en seguir soslayando. Pero si te parece que exagero, fíjate no más en los escándalos de tesis plagiadas de eminentísimos hombres públicos de aquí y de allá que lograron burlar el filtro de quienes deberían ser los lectores más connotados y capaces de cualquier sociedad: nosotros los profesores.

Como sé que cursas una maestría en docencia, permíteme que termine con una reflexión a propósito de un bello libro de un escritor aún más bello, que espero que te haga reflexionar sobre tus clases de pedagogía en la universidad. Refiere Frank McCourt en El profesor, el tercero de sus tres libros maravillosos, que el bautizo que recibió de sus primeros alumnos en un colegio técnico de Nueva York provino de un muchacho que, sin que hubiera él tenido siquiera la oportunidad de saludar al grupo y presentarse, lanzó un sándwich apenas probado que no dio en el blanco y sí cayó al piso, de donde lo recogió McCourt no para increpar al incivil que así había procedido sino para comérselo con fruición ante las miradas incrédulas de los muchachos. Pero ahí no acaba la cosa pues, una vez deglutió el último bocado de ese regalo inesperado, aquel profesor recién llegado hizo una bola de papel con el envoltorio del emparedado y la arrojó, con puntería inmejorable, a la caneca de la basura. Y fue ese imprevisto y su solución desesperada -no sus lecciones de pedagogía en la universidad- lo que le permitió ganarse el aprecio de esos muchachos que, en recompensa, asistieron a las clases de un maestro que les contó, para que reflexionaran y recapacitaran, lo duro de su infancia en Irlanda, el hambre que allí se aguantaba, los rigores de un sistema educativo ese sí castigador y abusivo amén de dogmático.

Léetelo que no te vas a arrepentir. Y si te gusta, lee también Mal de escuela y El valor de educar y Panfleto antipedagógico. Los nombres, y hasta los textos, los encuentras en internet.