domingo, 19 de julio de 2015

Ese asunto también de viejos que es el amor

Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire. El que en la tierra agradece que haya música. El que descubre con placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Jorge Luis Borges

En estas torres donde vivo, que no son Europa ni el primer mundo; que no tienen por estrato social el 6 de la pirámide colombiana sino un modesto 3 del que los chupasangres apoltronados en el poder no se conduelen hay, quién lo creyera, un buen número de ancianos que viven solos, íngrimos. Abandonados a su suerte, que desconozco pero que me figuro. Seguramente víctimas del síndrome de Diógenes muchos de ellos, o de su egoísmo y su avaricia otros tantos, o de todo eso junto algunos. Quién sabe cuántos más de desmemoria e incontinencia, de EPOC y artritis. De tristeza y olvido, de abulia y pesimismo. De falta de resolución para pegarse un tiro o para saltar al vacío desde el décimo o el vigésimo piso.

A todos ellos quisiera imaginármelos hoy en el lugar privilegiado de estos personajes (que “están salvando el mundo”) de cuento o de novela, todavía deseosos de existir gracias al amor o a sus sucedáneos; a todos ellos dedico estas reseñas brevísimas de seis obras que claro que vale la pena leer, al menos para fantasear unas horas con vejeces más llevaderas y promisorias.


El amor de las sombras

Puede tener razón Dandy, la mascota del protagonista cuando concluye, muy para sus adentros que “Digan lo que digan, la vejez es una ruina”. Pero si lo es, lo es menos para su amo desde esta mañana en que la vio, tras cuarenta años de distancia oceánica y silencio epistolar, en medio de ese barrio en que nacieron y se criaron, estudiaron y bailaron, se dijeron te quiero y se enamoraron. En medio de un barrio que existe en sus recuerdos, porque aquel en que están parados hoy está tan transformado como ellos dos, que a duras penas intercambian un par de formalidades antes de despedirse no por tiempo indefinido, sino por unas cuantas horas.

De ella sabemos que se llama Lorena, y que el protagonista la llama Lore con manifiestos cariño y esperanza. Que, siendo aún muy joven, se cansó de escribir cartas que cruzaron el océano y que jamás tornaron en forma de respuesta. Pero desconocemos todo lo demás: si se casó, si tuvo hijos, si enviudó; qué enfermedades han lastrado su cuerpo y cuáles su alma; a qué se dedicó en la vida o cuáles han sido sus pasiones y sus fobias; si alguna vez pensó en el suicidio para librarse de la existencia o si se aferra a ella y le reza a un dios determinado para que se la prolongue; si el encuentro imprevisto que hoy le deparó la vida le hizo o no ilusión.

De él, asimismo, desconocemos bastante: si quiso a una o a muchas mujeres, si vivió del otro lado del mundo por necesidad o por gusto, si se llama Manuel o Gregorio; cómo se encontró con Dandy, cómo se ganó la vida, cómo gastó o malgastó su juventud; qué religión asperjó de miedos su infancia, qué imprecaciones pronunciaron sus labios, qué arrepentimientos lo forzaron a pedir o a conceder la absolución. Sabemos, en cambio, que el encuentro de esta mañana le cimbroneó la vida; que ahora se debate, delante del televisor inoficiosamente encendido de su apartamento, entre si ceder o no al deseo de levantarse de ese sofá e ir a la cocina a preparar la cena de Nochebuena que se muere por compartir con ella. Que, tras mucho dubitar, se resuelve y que ahí lo tenemos, camino de ese destino que se propone indagar:

“Cuando llega a la casa donde vive Lorena, arrecia ya la lluvia. Es el primer piso. Explora con la mirada. En la ventana que da al balcón, parpadean las luces de un árbol de Navidad, pero en el mate del techo rebotan los destellos harapientos del televisor.
La idea era cantar. Cantarle como antaño. Si regresara el amor, aquel amor verdadero. Desenfunda la guitarra. Tiene las manos entumecidas. El rabo de Dandy se mueve en interrogante. Estamos empapados, compañero. Qué estampa. Mejor será llamar. Sin más. Traigo un milhojas de bacalao, Lorena. Pero el timbre tiene el aspecto inconfundible de los timbres mudos hace tiempo. Y en la puerta no hay aldaba.
Lorena. Más fuerte: ¡Lorena!
Se abre la ventana del balcón de enfrente…”.

No se imaginan ustedes cuánto me habría gustado saber que pasó después del ennegrecimiento transitorio y juguetón de esa medianoche ya negra. Saber si, iluminada la ciudad nuevamente tras esos dos minutos tenebrosos pero felices, a este grupo de cuatro que celebran de cuenta del azar se le une esa persona que hace falta allí para que la vida de un hombre viejo y enamorado restalle en acordes de guitarra y canciones de otro tiempo. Saber, en fin, cuánto duró ese amor extemporáneo que el autor, acertadamente, no se resolvió a sacar de entre las sombras.


Cartas de un sexagenario voluptuoso

Eugenio Sanz Vecilla no tiene Dandy ni nada que se le parezca; vive a solas su vida modesta de pensionado en el pueblo en que nació. A sus sesenta y cinco años de soltería sin hijos, la promesa siempre acechante de Eros se le manifiesta mientras espera en un consultorio médico y ojea una revista, que desgarra para llevarse a casa el mensaje publicado allí por una solitaria como él, con quien desata un intercambio epistolar sin tregua.

Cada carta que el protagonista escribe (en un español que en los departamentos universitarios de lenguas y en las redacciones de los periódicos se desconoce), cada respuesta que el protagonista envía, es dueña de una prosa pulcra y desenfadada que hace desternillarse de risa al lector de gusto por lo eufónico, que se maravilla de oír tanto despropósito bien contado y tanta barbaridad bien dicha, y que se figura a la destinataria de esos textos hilarantes teniéndose el estómago para que las carcajadas no le quiten del todo el aliento:

“Esta mañana me encuentro indispuesto. He dudado si hablarte de estos temas prosaicos, pero al fin me he decidido pues no me parece noble iniciar nuestro trato con ocultaciones y reservas mentales. Padezco de estreñimiento, un estreñimiento pertinaz, inconmovible, ciclópeo, que me martiriza desde niño. Con los años mi padecimiento se ha acentuado, hasta el extremo de que si me abandono a mi aire, pueden transcurrir semanas sin experimentar esta necesidad. […] A estas alturas, si no ingiero laxantes no deyecto y si los ingiero a diario irrito el colon. […] Pero ocurre que hay días que con ocho gotas me disparo y otros que ni con cincuenta se conmueve mi intestino. En estos casos he de recurrir al supositorio como complemento. […] Ante oclusión tan pertinaz no me queda otro remedio que ir aumentando progresivamente la dosis, hasta que un buen día, sin avisar, sobreviene el apretón y me voy de vareta, me descompongo. Mas, hasta que esto ocurre, experimento molestias constantes: cólicos de aires, carreras, gemidos intestinales (atiplados a veces, sordos, graves y prolongados como una tronada lejana, otras) que me avergüenzan y humillan. Tan grosera función ha llegado a obsesionarme, pero cuanto mayor es mi obsesión más se agrava el estreñimiento, más me cierro. […] Disculpa, querida, estas confidencias, desagradables sin duda, pero peor sería caer en la aberración de…”.

¿Acaso las mujeres no piden, qué digo, no exigen, “transparencia”? ¿No se asegura en todo momento que el humor es fundamental cuando de seducir a una mujer se trata? ¿Pero es que se puede conquistar con tanto desparpajo al que se pretende, si ni siquiera se le ha visto en persona? ¿Cómo tolerar semejantes confesiones en instancias en que lo que cuenta es la habilidad para hacer que pasen desapercibidas las propias miserias? ¿Cómo entender que de una relación tan impersonal, aunque al mismo tiempo tan íntima, no queden sino los reproches mutuos y, nuevamente, el aislamiento del que se encuentra preso en su separatidad? ¿No constituyen los intentos fallidos, al igual que las esperanzas trocadas en desencuentros, formas abortadas del amor?

El caso es que esta relación, alimentada de papel y de palabras únicamente, no consigue trascender una primera y única entrevista, que en cambio sí logra acentuar el cinismo y el humor involuntarios del protagonista, quien falla a la hora de conquistar a la desconocida mas no al lector. Y pese a la soledad en que lo imaginamos cuando acaba la novela, y al despecho que le produjo el enterarse de que el conquistador fue Baldomero Cerviño (aquel “fiel amigo” suyo, aquel “tan cabal amigo” suyo, ese su “único amigo”, ese de la “noble testa patricia, de sedoso cabello blanco”, aquel que “no se arredra ante nada”, aquel que “puede con todo”, ese de la “bondad innata” y la “generosidad sin medida”, ese “hombre discreto y de buen sentido”, un ser “exultante, arrebatador, festivo”), los lectores de sus cartas no sentimos desconsuelo o lástima de su presente, pues algo nos dice que sobre la comicidad de su prosa -el escudo del personaje- no hay tristeza que triunfe.


El animal moribundo

David Kepesh sí es, a diferencia de Sanz Vecilla -que tiene de sensual lo que el hidalgo de Faciolince tiene de disoluto-, un sexagenario voluptuoso (“El arte francés del coqueteo no me interesa, al contrario que el impulso salvaje”). Y a que lo sea contribuyen, no obstante su edad o, por qué no, gracias a ella, su vasta cultura de literato y su posición de profesor universitario que, al tiempo que dicta su clase, dirime con la mirada y a partir del aspecto físico de sus alumnas cuál de ellas es la que solivianta sus pulsiones. De ahí en más no le queda sino proceder y aparejarlo todo (¿y qué mejor que una fiesta de final de semestre en su apartamento de hombre soltero que alguna vez estuvo casado?) para ver si Fortuna le proporciona lo que su libido le reclama.

Pero la vida, que no se hastía de depararnos sorpresas (aunque a veces parezca que vivimos sin sobresaltos durante larguísimos periodos), le tiene una reservada al protagonista, que ya no se la esperaba:

“Todavía no puedo decir que nada de lo que yo hacía excitara jamás a Consuelo. Y ese es en gran parte el motivo de que, desde la noche en que nos acostamos por primera vez, hace ocho años, jamás tuviera un momento de paz, el motivo de que, tanto si ella se daba cuenta como si no, a partir de entonces me embargó la debilidad y la preocupación, el motivo de que jamás pudiera determinar si la respuesta consistía en verla más o menos o no verla en absoluto, en prescindir de ella, en hacer lo impensable y, a los sesenta y dos años, renunciar voluntariamente a una espléndida muchacha de veinticuatro que me decía centenares de veces ‘te adoro’, pero que nunca, ni siquiera siendo insincera, era capaz de susurrarme: ‘Te deseo, te quiero tanto… no puedo vivir sin tu polla’.
No estaba en la naturaleza de Consuelo decirme tal cosa. Sin embargo, ese era el motivo de que el temor de perderla a manos de otro hombre nunca me abandonara, el motivo de que la tuviera siempre en mi mente, de que, a su lado o alejado de ella, nunca estuviera seguro de Consuelo. Nuestra relación tenía un lado obsesivo que era terrible. Cuando estás ilusionado, es de gran ayuda no pensar demasiado y abandonarte al goce de la ilusión. Pero yo no experimentaba semejante placer, lo único que hacía era pensar: pensar, preocuparme y, sí, sufrir. Me decía que debía concentrarme en mi placer”.

Y se lo decía en vano este don Juan enamorado y para colmo viejo. En vano porque cuando la jodienda deja de ser solo eso y se convierte en sentimiento, la certidumbre del instinto más puro le ha cedido su sitio, irremediablemente, a la angustia de la incertidumbre más poderosa: la del amor inopinado, del que es víctima el protagonista y narrador de esta novela-soliloquio.

Kepesh no experimenta, según cabría esperar, el sufrimiento del sexagenario que padece la soledad de un matrimonio ya gastado soportada en compañía, ni el del anciano inminente y solo que se sabe por fuera del mercado sexual, sino el de un hombre muy mayor y enamorado de una mujer cuarenta años más joven, dueña de un cuerpo fresco y expectante que el suyo, en las antípodas, no puede colmar. Como quien dice: a él, que es un afortunado donde los haya, lo atormenta la desmesura de su suerte. Que ni siquiera los ocho años transcurridos desde que conoció íntimamente a esa ex alumna han podido torcer, pues -¡quién lo creyera!- vive para contemplar, no su propia transformación(al menos no durante la diégesis) en El animal moribundo a que están destinados los que, como él, alcanzan la edad provecta, sino la de ella, a quien un cáncer de seno menoscaba y muy seguramente mata. 


La casa de las bellas durmientes

Pero si al literato su dicha de viejo enamorado lo avasalla, a Eguchi, el protagonista de esta novela que solo un escritor japonés pudo forjar, la suya lo tortura. Y no es para menos: ¿cómo soportar tanta dicha y tanta vergüenza juntas?, ¿cómo entender que se es tan feliz y a la vez tan desdichado?, ¿cómo hacer para que congenien la poesía de la juventud y el horror de la vejez?, ¿cómo no felicitarse por estar allí y censurarse por haber concurrido?, ¿cómo respetar la indefensión cuando lo único que se quiere es quebrantarla?

En La casa de las bellas durmientes, el mejor edén fictivo que conozco, residen los opuestos. Por un lado, la decadencia física y erótica de sus clientes, sus frustraciones y pesadumbres, la cercanía de la enfermedad y la muerte; por otro, la suma juventud y belleza de las Tranquilinas que allí trabajan, tal vez sus sueños e ilusiones, la salud y la lozanía que insinúan sus cuerpos yacientes y dormidos. Por una parte, el abandono inducido y seguramente voluntario de las muchachas y, por otra, la conciencia mortificante de los que pagan por esa compañía ausente:

“Pero, ¿podía haber algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a una muchacha narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta casa buscando lo sumo en la fealdad de la vejez? […]. La fealdad de la vejez le estaba acosando. También para él, pensó, estaban próximas las tristes circunstancias de los otros huéspedes. El hecho de que estuviera aquí ya lo indicaba. […]. Cerró la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa. También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni veinte años. Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi”.

Contemplando esta escena, mi yo lector, veintisiete años más joven que el protagonista, no aspira a otra cosa que a ocupar su sitio en esa casa, en esa alcoba y en esa cama tibia; a tumbarse al lado y encima y debajo de ese cuerpo generoso e inapelable; a aspirar y sorber, sin dejar un solo centímetro por recorrer, los aromas y los efluvios de esa piel dormida; a transgredir, de todas las formas posibles, “las desagradables y tristes restricciones impuestas a los viejos”; a esperar a que retorne de su estado narcótico la dueña del cuerpo profanado para expresarle mi amor y volverlo a profanar si es preciso.

De golpe, me doy cuenta de que son esos veintisiete años los que me separan del único paraíso que hasta hoy he ambicionado, y maldigo estos restos de juventud que me lo niegan.


La amaba

Es solo gracias a la literatura y a su omnipotencia que logro en este momento sacudirme la inquina de no ser Eguchi y de no despertar donde él quizá sigue soñando, para trasladarme y trasladarlos a ustedes a presencia de Pierre y Chloé, que acaban de instalarse en la casa de veraneo de la familia aunque en pleno invierno. Sí, él es el protagonista y es viejo; sí, ella es la protagonista y es joven; no, ellos no son amantes. Son, difícil imaginárselo, suegro y nuera. ¿Que qué hacen juntos por allá tan lejos y a solas? No están solos: los acompañan las hijas de ella y las nietas de él. Es decir, las hijas del hijo de él y marido de ella. ¿Que por qué él no viajó con su padre, su mujer y sus hijas? Pues porque decidió abandonar a Chloé y, de paso, a las niñas. ¿Que entonces por qué están por allá, tan retirados de París? Porque ese es quizá el espacio propicio para que dos despechados protagonicen esta novela, que es un diálogo de principio a fin.

No creo que mienta si afirmo que antes de leer este relato de desamor compartido, siempre dije y pensé que los novelistas decimonónicos fueron tal vez los únicos especialistas en construir bellas historias carentes, por lo general, de artificios narrativos. ¿Y bien?, ¿con qué me encontré cuando lo leí?: con una historia leve y bella, exenta de intríngulis o complejidades estilísticas, que oficia de núcleo de al menos dos historias más, todas de encuentros y desencuentros amorosos.

Pierre, suegro, según tengo dicho, de Chloé y padre del hombre que acaba de abandonar a su interlocutora, en el espacio de un par de noches se confía a ella y al lector para referirles su malograda historia de amor con Matilde, una traductora simultánea a quien tuvo la dicha y la desdicha de conocer en razón de su trabajo. De ella se enamora para descubrir que, a diferencia de los más de los mortales, a él el amor le llegó a destiempo y que no llegó para quedarse indefinidamente dada su falta de resolución para remover, en aras de la felicidad venérea, los cimientos de su vida de hombre casado y cobarde, de empresario estable y próspero, que es lo que sigue siendo muy a su pesar:

“La invité a tomar un café bajo las arcadas. No tuvo fuerzas para decir que no… Seguía igual de bella. Yo me esforzaba. Era un poco torpe, un poco bobo, un poco jocoso. Era una situación difícil.
¿Dónde vivía? ¿Por qué estaba aquí? Que me hablara de ella. ‘¿Dime qué tal te va? ¿Vives aquí? ¿Vives en París?’ Contestaba de mala gana. Se sentía incómoda y mordisqueaba el mango de la cucharita. De todas maneras yo no la escuchaba, ya no. Miraba a aquel niño rubito que había reunido todos los mendrugos de pan de las mesas de alrededor y les tiraba migas a los pájaros. Había hecho dos montoncitos, uno para los gorriones, otro para las palomas, y dirigía todo el asunto con pasión. Las palomas no tenían que venir a comerse las migas de los más pequeños. ‘Go away you!’ gritaba, dándoles patadas, ‘Go away you stupid bird!’ Cuando me volví hacia su madre, abriendo la boca, me interrumpió:
-No te esfuerces, Pierre, no te esfuerces. No tiene cinco años… No tiene cinco años, ¿comprendes?
Yo cerré la boca.
-¿Cómo se llama?
-Tom.
-¿Habla inglés?
-Inglés y francés.
-¿Tienes más hijos?
-No.
-¿Estás… estás… Quiero decir… ¿Vives con alguien?
Rebañó el azúcar del fondo de la taza y me sonrió.
-Tengo que irme. Nos están esperando.
-¿Ya?
Se levantó.
-Os puedo acercar a algún sitio, yo…
Cogió su bolso.
-Pierre, por favor…
Y en ese momento, me derrumbé. No me lo esperaba en absoluto. Me eché a llorar como una magdalena…”.

Las lágrimas que vierte este hombre ya en el ocaso de su vida útil como amante, que muy seguramente reprimió desde la tarde en que Matilde le contó que estaba embarazada y sus labios formularon esa pregunta que jamás se debe formular cuando se quiere de veras -“¿De quién?”-, están perfectamente justificadas, pues fueron ellas dos las que lo condenaron. ¿Que a qué? A envejecer al lado de una esposa de la que nunca estuvo enamorado y de unos hijos “legítimos” de los que siempre se mantuvo alejado no obstante haber vivido con ellos. A padecer la ausencia de la que pudo ser su verdadera familia y su primera y única experiencia venérea y filial a un mismo tiempo. A flagelarse hasta el día de su muerte por haber fracasado dos veces, no solo como padre sino también como amante. Y a decirse que desperdició esta vida -probablemente la única que hay- esquivando la verdad de su aridez afectiva y dejando pasar de largo la última oportunidad de resarcirse a sí mismo por los sacrificios de una existencia incompleta y apócrifa.


Epílogo

En El cielo es azul, la tierra blanca, la última y más bella obra de las seis aquí reseñadas, la esperanza es patrimonio. También lo son, desde luego que sí, el vacío y la soledad, salvo que en menor medida. Pero dejemos que sea la voz de Tsukiko, la protagonista, la memoria de esta historia de amor con comentarios. 

¡Quién dijo que hay edad para incursionar en este tipo de temeridades!: “-…Prueba la seta, Tsukiko -me ordenó el maestro, como si estuviera dando clase. Todavía recelosa, saqué la punta de la lengua y lamí la seta que tenía en la mano, pero sólo sabía a polvo. Toru y Satoru seguían riendo. El maestro sonreía con la mirada perdida. Desesperada, me metí la seta entera en la boca y la mastiqué varias veces. Seguimos bebiendo durante poco más de una hora, pero no pasó nada digno de ser mencionado. Recogimos las mochilas y emprendimos el camino de vuelta. Mientras descendíamos, no sabía si reír o llorar. Tal vez fuera culpa del alcohol, que también me había hecho perder la noción del espacio y caminar sin tener la más remota idea de dónde estaba. Satoru y Toru encabezaban la marcha. Su silueta era idéntica, y tenían la misma forma de caminar. El maestro y yo andábamos de lado, riendo.
-¿Sigue enamorado de su esposa, maestro? -le pregunté en voz baja, y él rió con más ganas.
-Mi mujer sigue siendo un misterio para mí -me respondió, un poco más serio.
Entonces se echó a reír de nuevo. Los insectos zumbaban a nuestro alrededor, y yo seguía sin entender qué estaba haciendo allí.” ‘¿Sin entender qué estaba haciendo allí?’, pues construyendo su versión del amor erótico al lado de un hombre que le dobla la edad y la supera en ansias de vivir y de aprender.

¡El arte de saber progresar pero de a poco, con la paciencia que requiere el amor erótico auténtico!: “Pronto abandonamos la cerveza y pedimos sake. Cogí la botella y llené el vaso del maestro. El sake caliente me hizo entrar en calor, y los ojos se me inundaron de lágrimas otra vez. Pero aguanté. Beber sake era mucho más agradable que llorar.
-Le deseo un feliz año nuevo lleno de salud y felicidad, maestro -dije de un tirón.
Él se echó a reír.
-Bien dicho, Tsukiko. Veo que eres fiel a las buenas costumbres -observó, y alargó la mano para acariciarme la cabeza. Mientras el maestro me pasaba la mano por el pelo, yo bebía a pequeños sorbos.” ¿Cuánto tiempo hubo de transcurrir para que este hombre, sabio por sensato y por sabio, diera este primer paso hacia la conquista del último vestigio de juventud que la vida le pone delante? No acierto a concretarlo.

¡Razones que explican con suficiencia el fenómeno atípico de que sea en esta novela la juventud la que ambicione la experiencia y no al revés!: “Intenté recordar cuándo el maestro y yo empezamos a hacernos amigos. Al principio era sólo un conocido, un anciano que había sido mi profesor en el instituto. Aparte de las escasas palabras que intercambiábamos, apenas me fijaba en él. Era una vaga presencia que bebía en silencio en la barra, sentado a mi lado. Lo único que me llamó la atención desde el primer momento fue su voz. No era muy grave, pero tenía un matiz profundo y vibrante. Al oír aquella voz, me fijé en el hombre del que procedía. En algún momento, más adelante, al sentarme a su lado empecé a notar la calidez que desprendía. Su presencia dulce y afectuosa se filtraba a través de la tela de su camisa almidonada. Era caballeroso y tierno a la vez. Nunca he sido capaz de describir la presencia que irradiaba el maestro. Cuando intentaba capturarla, se esfumaba para aparecer de nuevo en otra ocasión. Me preguntaba si aquella presencia se convertiría en algo palpable en el caso de que el maestro y yo nos acostáramos juntos. Pero su misteriosa presencia siempre se me acababa escurriendo de las manos.” ¿Proceso de aprendizaje? Sí, pero vital.

¡Que no es un capricho: No-lo-es!: “Notaba el calor que desprendía el cuerpo del maestro, sentado a mi lado. Mis sentimientos afloraron de nuevo. Aquel sofá duro e incómodo me parecía el lugar más agradable del mundo. Me sentía feliz a su lado. Eso era todo.
-¿Va todo bien, Tsukiko? -me preguntó el maestro, mirándome. Yo caminaba junto a él y me iba repitiendo para mis adentros: ‘No te hagas ilusiones, no te hagas ilusiones’.” ¿Es algo así posible? Sí lo es, aunque solo donde coincidan una Tsukiko y un Harutsuna Matsumoto; es decir…

¡Otro avance, otro avance!: “Creo que era la primera vez que el maestro y yo caminábamos tan cerca el uno del otro. Normalmente él caminaba delante de mí y yo lo seguía a paso ligero, un poco rezagada.
Cuando venía alguien de frente, nos apartábamos a derecha e izquierda y dejábamos el espacio justo para que pudiera pasar entre nosotros. Cuando el transeúnte había pasado, volvíamos a juntarnos.
-No hace falta que nos separemos, Tsukiko. Podemos apartarnos hacia el mismo lado -sugirió el maestro al ver que otra persona venía en dirección contraria y teníamos que dejarla pasar. Sin embargo, me separé del maestro y me hice a un lado. Me sentía incapaz de acercarme a él.
-Deja de moverte como si fueras un péndulo -me ordenó de repente, y me sujetó el brazo cuando yo estaba a punto de apartarme otra vez. Tiró de mí enérgicamente. No me agarró con fuerza, pero como yo intentaba ir en dirección contraria noté un fuerte tirón.
-Quiero que te quedes a mi lado -me dijo sin soltarme el brazo.
-Vale -repuse, cabizbaja. Estaba mil veces más nerviosa que el primer día que salí con un chico. El maestro me sujetaba por el codo…” ¿Machismo recalcitrante y sumisión femenina? ¡Qué va! Simplemente, una forma bastante personal –y cultural- de seducir y ser seducido.

¡Dos generaciones, dos destinos, dos esencias!: “-¿Cuánto tiempo crees que me queda de vida, Tsukiko? -me preguntó el maestro bruscamente. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos parecían tranquilos.
-¡Mucho, mucho tiempo! -grité sin pensar. […].
-Estaba pensando muy seriamente en lo que acaba de decirme.
-Perdón -se disculpó. Entonces me pasó el brazo por encima del hombro y me atrajo hacia sí. Cuando me abrazó, el tiempo parecía haberse detenido.
-Maestro -musité-.
-Tsukiko -susurró él.
-Aunque usted muriera ahora mismo yo estaría bien, maestro. Lo superaré -le prometí mientras hundía la cara en su pecho.
-No pensaba morir ahora mismo -replicó, abrazándome. Su voz era apenas un murmullo dulce y suave, como cuando hablamos por teléfono.
-Sólo era un decir.
-Exacto, un decir. Muy bien dicho.
-Gracias.
Estábamos abrazados, pero nuestra conversación seguía siendo completamente formal.
Las palomas alzaban el vuelo en busca de refugio entre los árboles. Una bandada de cuervos revoloteaba en el cielo. Sus graznidos resonaban en el parque. La oscuridad iba ganando terreno […].
-Tsukiko -dijo el maestro, irguiendo la espalda.
-¿Sí? -respondí mientras me incorporaba yo también.
-Me preguntaba si…
-¿Sí?
El maestro hizo una breve pausa. La luz era tan escasa que no le veía la cara. Nuestro banco era el más alejado de la farola. El maestro carraspeó varias veces.
-Verás…
-¿Sí?
-¿Querrías iniciar conmigo una relación basada en el amor mutuo?
-¿Cómo? -exclamé, perpleja-. ¿A qué se refiere con eso? Sabe que llevo mucho tiempo enamorada de usted -le espeté, olvidando guardar las distancias-. Sabe perfectamente que me siento atraída por usted desde hace mucho tiempo. ¿A qué viene esa tontería del ‘amor mutuo’?
Un cuervo graznó desde una rama cercana. Sobresaltada, di un bote en el banco. El cuervo graznó otra vez. El maestro sonrió y envolvió mi mano entre la suya. Me arrimé a él. Pasé el brazo por detrás de su cintura y presioné mi cuerpo contra el suyo. Aspiré el olor de su chaqueta […].
-No te arrimes así, Tsukiko. Me da vergüenza.
-Pero si usted me ha abrazado primero.
-No te imaginas lo que me ha costado. 
-Pues ha quedado muy natural.
-Es que he estado casado muchos años.
-Precisamente por eso no debería sentirse avergonzado.
-Pero estamos en un lugar público.
-Es de noche, no nos ve nadie.
-Sí que nos ven.
-No lo creo.
Con la cabeza apoyada en su pecho, rompí a llorar. Para que no notara mis sollozos, hundí la cara en su chaqueta y empecé a parlotear mientras él me acariciaba el pelo tiernamente.
-Acepto la proposición -dije-. Estoy de acuerdo en iniciar con usted una relación basada en el amor mutuo -añadí…” ¿Demasiados prolegómenos para llegar a la almendra del asunto? ¡No! Apenas los que la situación, tan literaria y por eso mismo tan real, amerita.

¡No se les ocurra siquiera pensar que de ese parque, en que los acabamos de dejar, aterrizaron aquí!: “Entramos en la habitación cogidos de la mano. El maestro extendió el futón, y yo lo cubrí con una sábana. Preparamos la cama perfectamente sincronizados. Sin mediar palabra, nos dejamos caer en el futón. Hicimos el amor por primera vez, apasionadamente.” ¿Pasión a los setenta años? No solo eso, sino también poesía.

¡Bello, muy bello! ¡Pero también muy triste!: “Todo aquello me parece muy lejano. Los días que pasé junto al maestro fueron tranquilos e intensos. Habían pasado dos años desde nuestro reencuentro. Nuestra ‘relación oficial’, tal y como solía decir él, duró tres años. No tuvimos más tiempo para compartir.
No ha pasado mucho tiempo desde entonces. [...].
He recorrido un largo camino,
El frío penetra mi ropa gastada.
Esta tarde el cielo está despejado,
¡cómo me duele el corazón!
Es un poema de Seihaku Irako que el maestro me enseñó un día. Sola en mi habitación, leo poemas que recitaba el maestro y también otros que no llegó a enseñarme. ‘Desde que usted murió he estado estudiando’, susurro. Suelo llamarlo en voz baja: ‘¡Maestro!’. De vez en cuando, oigo su voz que me responde desde algún lugar del cielo: ‘¡Tsukiko!’. Preparo el tofu hervido como él, con bacalao y crisantemo. ‘Algún día volveremos a vernos’, le digo, y el maestro me responde desde el cielo: ‘No tengo la menor duda’.
En noches como ésta, abro el maletín del maestro. En su interior no hay nada, sólo un vacío que se extiende. Un enorme espacio vacío que crece sin parar.” ¿Pero es que el cielo existe? Tal vez no ese de la utopía religiosa, mas sí este de la utopía amorosa.

Aquí me tienen, pues, delante de mi computador y sin que haya puesto el punto final preguntándome -ya que no tengo nadie a quién preguntarle- si la vida me va a alcanzar para releer, ya viejo y más desesperanzado, estos devaneos de crítica literaria contra todo precepto. ¿Que para qué me lo pregunto? Por el mero capricho de querer saber si entonces las mismas lágrimas que ahora se me agolpan a los ojos y que yo pugno por no dejar brotar me vencen y se desmadran. Solo para eso.

miércoles, 28 de enero de 2015

Mi yo animal

“Creo que podría vivir con los animales,
Son tan plácidos e independientes,
Me detengo y los observo largo rato.
Ellos no se trastornan ni gimen por lo que les toca vivir,
No se desvelan llorando por sus pecados.
No me abruman con discusiones sobre el deber para con Dios.
Ninguno está insatisfecho, ninguno enloquece con la manía de poseer cosas,
Ninguno se arrodilla ante otro ni ante sus antepasados que vivieron hace miles de años,
Ninguno es respetable o desdichado en toda la faz de la tierra.”
Walt Whitman
“Es una cosa rara. Me deja atónito pensar en la irrefutable certeza de que dentro de cien años toda criatura viva sobre la tierra, a excepción de unas cuantas tortugas gigantes y algún resistente pastor de yaks del Ladakh, estarán muertos. No es algo que necesariamente deplore: menuda superpoblación si las cosas fueran distintas. Y, de hecho, con frecuencia me parece que lo que debería aterrarme no es tanto el fallecimiento de los que ahora viven, sino la perspectiva de ser reemplazados por una nueva remesa de memos y bribones, con sus necesidades, terrores y pequeñas tragedias. Sí, este pobre mundo haría mucho mejor en librarse de nosotros del todo; dejádselo a las hormigas, digo yo.”
John Banville


No sé si el amor a los animales -o a lo que sea: los niños, los ciegos, los negros…- se traiga de la nada de que procedemos o si se aprenda de quienes nos crían -o nos malcrían- y nos rodean. Tampoco sé si mi devoción por la mayoría de ellos -no me refiero, por las dudas, a los negros (que me caen en gracia), ni a los ciegos (“¡Míralos, alma mía; son en verdad horrendos!”), ni a los niños (que me enternecen o me horrorizan pero que en ningún caso soporto cerca más de veinte minutos), sino a esos seres que no fingen, que no simulan, que no calculan; ni engañan ni mienten ni traicionan ni mucho menos sonríen hipócritamente- sea la consecuencia de alguna especie de karma o diátesis afectiva. Solo sé que a ellos, a mis hermanos menores (como los llamaban el buenazo de Francisco de Asís y mi maestro -¡ese sí un maestro!- don Luis Enrique Suárez y Quevedo, quien les entregó su vejez), dedico este recreo escrito que solo busca perpetuar la memoria de toda la dicha y de toda la desdicha que mi visceral relación con ellos me ha deparado.


Los animales en mi infancia

Nací en un hogar en el que el sufrimiento humano jamás fue escaso, como tampoco lo fueron las caricias, las palabras amorosas, los momentos felices o las lecciones de respeto y afecto para con el otro aunque, más que nada, para con los verdaderamente vulnerables: plantas y animales. De mis padres (que en lo fundamental -la capacidad de amar- eran prácticamente idénticos) crecí oyendo toda suerte de diminutivos (horrorosos cuando sobran, entrañables cuando se precisan), con los que nos enseñaban a no maltratar lo verde -“Hay que hablarles y acariciar a las maticas”, decía mi mamá con esa incomparable voz ronca suya- o lo peludo -“No molestés al perrito”, decía mi papá con su bello acento paisa, hoy casi extinto-. Ninguno de los dos soportaba las imágenes televisivas de violencia contra los animales y, cada vez que podían (la abundancia no era la norma en nuestra casa), aliviaban con sobrados limpios a cualquier perrito callejero que rodara con la suerte de pasar por allí uno de esos días en que mi madre no se veía obligada, para que no nos fuéramos al colegio o a la cama con hambre, a emular, con sus manos milagrosas, el prodigio de la multiplicación de los panes y los peces.

Y fue gracias a uno de tantos ‘peludos’ abandonados (¿por qué traigo esta anécdota a cuento? Pues porque ese día comprendí que se es porque se sufre) que, siendo aún muy pequeño -no había empezado a estudiar la primaria todavía-, comencé a cuestionarme la deleznabilísima bondad infinita del dios en que mis padres creían y su dichosa omnipotencia. Que no lograron -ni juntas ni por separado- que un animalito que se me acercó a buscar afecto y a brindarme el suyo una tarde de la que apenas conservo el dolor que me inspiró su desamparo y el no taxativo de mi madre, se quedara con nosotros. “No hay con qué darle comida todos los días”, fue su justificación. “Pues le damos la mía, o le pedimos a Dios que nos mande más -se me ocurre que le repliqué yo de inmediato-”. Ella, sensata desde siempre, se mantuvo inexpugnable y, por otra parte, a casa no llegó tampoco la holgura que veíamos en otras familias de veras bendecidas por eso que a diario invocaban en vano mis padres.

Lo que sí llegó algunos años después a nuestro hogar de cinco fue un sexto miembro, que a diferencia de los tres niños y de los dos adultos se desplazaba en cuatro patas, movía la cola de alegría y la escondía por el miedo o la tristeza, celebraba la llegada de cualquiera de nosotros con carreras desde el patio hasta la puerta y con saltos hasta el pecho alternados con chillidos de gozo. Era medianita, amarillita clara -de eso doy fe- y dicen que tenía más cara de gato que de perro, pues unos bigotes negros y largos presidían ese hocico que tantas veces besé. Nos la regalaron siendo ella apenas un cachorro (por mucho que intento rememorar el día feliz de su llegada, ¡no puedo y no puedo!), y vivió entre nosotros y para nosotros cinco años más o menos, que terminaron como casi siempre terminan las alegrías más intensas: con un dolor hondo y lancinante, que nada puede borrar.


Muñeca la llamamos (en los violentos años ochenta, que Colombia recuerda con particular crispación, aún no se estilaba -al menos así me lo parece hoy a mí- esa costumbre tonta de agraviar a las mascotas con nombres de humanos), sin pensar en que ese sustantivo contrariaba de todo punto lo manifiesto: su “fealdad”, que a ninguno importaba y menos a mí. Porque Muñeca era, como todo perro criollo que se respete, sagaz como solo lo pueden ser ellos e inteligente. Bueno: a más de tierna, juguetona y amorosa.

Muñeca
Le celebrábamos -con ponqué Ramo y velitas- sus cumpleaños y, cada que la bañábamos, la envolvíamos en una toalla como a un bebé y la secábamos con secador de pelo para ahuyentarle el frío del agua tibia. La perfumábamos con el perfume francés de turno de mi mamá (sí señores: ¡pobres pero pinchados!) y, para rematar, la adornábamos con un moño rojo bien visible, que hacía desternillarse de risa a quienes nos visitaban.


Sin serlo, Muñeca era capaz de hacer las veces de perro guía, no sé si con lujo de detalles puesto que jamás he tenido uno; de jugar fútbol conmigo (oficiaba de arquero y detenía la bola con sus dos patas delanteras); de compartir su cama con una gallinita negra que quedó viuda de su quico -así llamaba mi papá a esa pareja de aves oscuras: los quicos- a manos de un perro sinvergüenza al que se le prohibió la entrada a nuestra casa el mismo día de ese magnicidio que a él, a mi papá, lo quebrantó hasta el llanto; de cazar ratones con la habilidad con que solo lo hacen los gatos -de cuya fisonomía, según tengo dicho, participaba-; de disfrutar de su celo con el perro de su preferencia en un parque que quedaba lejos de casa y de volver al hogar sana y salva, aunque convertida en la futura madre de tres cachorros que hubieron de precederla en una desgracia que, bien mirada, no lo fue para ellos ni remotamente en la misma medida en que lo fue para ella y para nosotros.

Por entonces, mi padre no hacía sino tomar y despeñarse cada vez más hondo en la sima de la irresponsabilidad del alcohólico consumado. Primero fue un mes de arriendo que no se pagó y luego otro, y otro, y otro, y otro, y otro, y otro y otro, hasta ajustar casi un año de alquileres no saldados de una casa verde y espaciosa que me habría gustado comprar con mis deseos de niño, y de la que seguramente no habríamos salido si de sus dueños (una de la gente más generosa que hasta hoy haya conocido) hubiera dependido. Pero mi mamá había tomado la decisión irrevocable de irse de allí con nosotros: con mi papá pese a todo, con mi hermana, con mi hermano y conmigo, mas no con nuestra Muñeca, para quien no hubo cabida en esa maldita casa de parientes maternos en que por desgracia vinimos a caer para sufrir no solo estrecheces, sino humillaciones sin nombre de las cuales la peor y la más dolorosa fue la condición que nos impusieron para arrendarnos un apartamento diminuto, que no alcanzaba a ser ni una quinta parte de la vivienda que acabábamos de desocupar: “Nada de animales”, nos advirtieron los muy hijueputas. De modo que, ante la sinsalida, empezamos a buscar quién se pudiera hacer cargo de nuestra mascota, que nunca debimos haber abandonado, no solo por la lealtad que nos profesaba, sino también por dignidad.

Me cuentan -yo preferí no estar presente- que cuando vinieron por ella y le pusieron su collar de siempre, la perrita tiraba de la cadena y se negaba a caminar en la dirección de su nuevo destino, que terminó por doblegar a nuestra cobardía y postración. Volvíamos a ser una familia de cinco miembros lacerados por las circunstancias tan desfavorables del momento y por la pérdida del único inocente de sus integrantes, al que recordamos muy a menudo con gratitud y tristeza, aunque con la tranquilidad de saberlo ya muerto.

Tuvieron que pasar algunos años para que a nuestro hogar llegara -¡por fin!- la alegría de una segunda mascota: un hermosísimo Cocker Spaniel que tuvimos el tino de rescatar de una de esas casas habitadas por cafres que únicamente piensan en los apremios de los cochinos bípedos. De resultas de tal mezquindad, su alimento allí consistía apenas dizque en cáscaras de papa y en absolutamente nada más. Es decir que mientras que mis padrinos y sus hijos se hartaban como cerdos, a nuestro Alf lo dejaban morir de hambre y de descuido.

Le pusimos Alf porque, a la sazón-transcurrían los últimos años de la penúltima década del “siglo XX cambalache, problemático y servil”-, aquel extraterrestre, travieso como el que más, tenía cautivos a los niños de muchos países, entre ellos a los colombianos. Mi hermano le “inventó” una voz semejante a la del Alf original y una historia, esa sí bastante genuina, que terminó por parecernos -a los niños que seguíamos siendo- más real que la misma realidad.

Según esa ficción fraterna y los hechos comprobables de aquellos días, nuestro perro tenía un papá (mi propio hermano), dos tíos (mi hermana y yo) y dos abuelos (naturalmente nuestros padres), que jamás le castigaron nada: ni la osadía de haberse comido -una mañana en que estaba recién llegado a casa y por tanto todavía hambreado- todas las albóndigas que había para el almuerzo; ni las muchas ocasiones en que -por cinismo o por venganza- orinó cubrelechos y cortinas. Nada. Al contrario.


Alf con la familia y los amigos
Como nuestro Alf era, a efectos prácticos, el bebé de la casa, los dos lo complacían en todo cuanto podían. Así, no era raro que mi papá llegara, borracho o en su sano juicio, con los bolsillos cargados de mecato para “Alfredito”, como se obstinó en llamarlo desde que aterrizó, famélico, en nuestro hogar y abandonó este mundo, sacrificado por amor. O que mi mamá, no obstante las escaseces de algunas jornadas, menguara un poco más las cinco raciones de comida a fin de que al “perrito” no le faltara el alimento, que felizmente nunca le faltó. 

Alf
Pero si Muñeca fue inolvidable por todo lo que ya dijimos y mucho más, nuestro bellísimo “trapero loco” (trapero por sus orejas largas y peludas y loco porque, a su modo, todas las bolas de pelos lo son) no le fue a la zaga. Noble entre los más nobles, Alf jamás mordió a nadie por mucho que lo hostigaran. A lo sumo y para sacarse de encima el fastidio que tal vez le ocasionaban las demasiadas caricias mías o de mi hermana, emitía un gemido de perro mimado a la par que se marchaba adonde pudiera estar solo unos instantes, para luego regresar en busca de más. Y, dado que pronto se volvió sedentario y dormilón, nadie lo superaba ‘haciendo locha’. En días de inacción, por ejemplo, nada nos parecía a los cinco más deleitoso que tumbarnos con él a ver televisión -que lo traía sin cuidado- y a comer golosinas -que lo hacían babear de la dicha: de una dicha efímera y, como todas las dichas, perpetuamente amenazada-.


Los tres hermanos estábamos aún tan jóvenes el día en que a nuestro perrito le dio su primera crisis de epilepsia que, cuando perdió la conciencia y empezó a patalear y babear en medio de la cocina, no se nos pasó siquiera por la cabeza que pudiera tratarse de esa enfermedad -todo lo que haga sufrir a la materia y al espíritu lo es- que, algunos años después, habría de asediar a dos de nosotros, si bien no con la crueldad con que lo asedió a él. Primero fueron dos convulsiones cada semana (¿por qué no lo llevamos, justo en ese momento, a un veterinario? ¿Seguíamos siendo acaso tan pobres como para no haberlo hecho?), y luego una todos los días, dos diarias, cinco, diez y, no exagero un ápice, quince y creo que veinte. Hasta que llegó la hora más dolorosa para cualquiera que ame a su mascota con la intensidad y la dedicación con que en este hogar hemos amado a las nuestras: la hora del sacrificio, por amor, del -reitero- único miembro inocente de la casa; la hora de la bendita eutanasia, que debería administrarse a todo ser vivo sufriente sin que medie ningún tipo de ley estatal o supuestamente divina.

Le correspondió a mi hermana -de lejos la más valiente de los cinco- la penosísima tarea de llevarlo, ahora sí, al veterinario para que, mediante inyección letal, lo pusiera a dormir el sueño de los verdaderamente justos. Entretanto, mi madre en su trabajo, mi padre en la cantina de turno, mi hermano en su oficina y yo en mi colegio, jugábamos a concentrarnos cada cual en lo suyo para no romper a llorar delante de extraños y más bien reservar aquel tormento para la intimidad del hogar, que presenció cómo cinco personas, abatidas por la maldita muerte (que a veces es bendita), manifestaron su dolor con lágrimas y anécdotas compartidas en familia.


Los animales en mi presente

No recuerdo si, tras esa segunda pérdida, hicimos al alimón la promesa de renunciar a la posibilidad de acoger en lo sucesivo a nuevas mascotas, o si cada uno de nosotros se prometió lo mismo por separado. El caso es que estuvimos ayunos de dichas y de sufrimientos de esta índole durante veinticinco años; veinticinco años en los que hubimos de conformarnos con las esporádicas caricias a ‘peludos’ ajenos y con las nostalgias que nos provocaba el recuerdo de Muñeca y Alf. Añorábamos, eso sí, los días en que fuimos felices gracias a ellos, pero conjurábamos cualquier tentativa de adopción o compra acordándonos de lo mucho que nos dolieron sus desapariciones.

El año pasado, sin embargo, todo -el azar y el deseo- se conjugó para que en nuestra casa volviera a haber una mascota. Una de mis estudiantes me ofreció, no sé por qué -¿hablé en clase de mi querencia?-, una siamesa bebé, cuya adopción deseché al punto: mi madre sufre de los bronquios y se me figuró de pronto (para nadie es desconocido el estigma que pesa sobre estas fieras en miniatura) que su dolencia podía empeorar. De modo que le dije que no, pero me comprometí a ayudarle a buscar un hogar para su gatita, que terminó por ser nuestra.


Micaela
Luego de llamar aquí y allá, finalmente un allegado aceptó de buen grado hacerse cargo de la nené, y me pidió el favor de que se la tuviera en mi casa una semana que duraría un viaje que tenía que hacer. Pues bien, tras dos días con ella, resolvimos -no sin cierto cargo de conciencia- quedárnosla, ya que en cuestión de horas estábamos enamorados sin remedio: de su tibieza y suavidad (el que nunca haya acariciado a una de estas hermosuras se pierde de una de las mejores sensaciones táctiles que yo haya experimentado en cuarenta años de vida turbulenta); de su dulzura e inteligencia (no pensamos que los gatos lo pudieran ser -dulces e inteligentes, por si acaso- en semejante medida); de su locura y sosiego (nos parecía increíble que esa criatura de Dios, que no existe, pudiera pasar, y en apenas segundos, del desenfreno más inimaginable a la quietud más absoluta); de ella toda y de todo su ser, bendito donde los haya.

¿Quieren saber ustedes cuánto duró la dicha suma de tener a Micaela (creo que dije ya que repruebo los nombres de humanos para los animales, pero es que nuestra Micaela era tan “mica” que ningún otro le casaba) entre nosotros?, ¿de veras lo quieren saber?: escasísimos cuarenta y cinco días, que se esfumaron a la velocidad a la que se esfuma un orgasmo.


Micaela en su cama
A mí sí me habían dicho (y no una, sino muchas veces) que tuviera cuidado con las ventanas del apartamento, tanto más cuanto que el nuestro queda en un piso dieciocho. No obstante, se me antojaba inverosímil que Micaelita pudiera cometer la temeridad de querer volar no teniendo alas, y tuve que comprender, en la peor de las formas, eso de que “la curiosidad mató al gato”.

Era domingo. Dos de noviembre de 2014. Las cuatro o cinco de la tarde. No hacía mucho, había estado jugando con ella en mi habitación. ¿A qué? ¿Con qué? A algo que no tenía nombre pero que consistía en hacerla correr en pos de un pedazo de cabuya, amarrado a un cordón de zapato. Adoraba ese rudimento de juguete. De repente se cansó y se quiso ir, voluntariosa como todos los gatos, a sestear con mi madre y con mi hermana, que descansaban en la alcoba contigua. Yo aproveché para ventilar la mía, eso sí, con la puerta cerrada. Al cabo de cierto tiempo, mi mamá me llamó a tomar onces: avena caliente y tostadas con queso crema y mermelada. No caí, mientras comía, en que había dejado, camino del comedor, la puerta de mi habitación de par en par. Las dos ventanas permanecían abiertas.

Recuerdo que la nené dormitaba en la única silla que estaba vacía. Nosotros conversábamos, ignorantes de lo que se nos venía encima. De pronto, la echamos de menos. Ya no estaba en esa silla. Empezamos a llamarla. A abrir gavetas y cajones, queriendo aplazar la constatación de lo que los tres presentíamos. Esperábamos oír su cascabel de un momento a otro. Pero nada: ni rastro de nuestra gatita por ninguna parte. El dolor ya me latía en las sienes. Hablábamos a trompicones y nos interpelábamos con desespero.
Micaela tomando el sol
Mi mamá y mi hermana bajaron al parque de estas torres en que vivimos desde hace casi una década, rezando para no encontrarla. Entretanto, yo seguía abriendo y cerrando gavetas y cajones, rezándole no sé a quién para encontrarla. En vano.

Tocaron la puerta. Yo no quería abrir pero abrí. A partir de entonces, todo fueron lágrimas y lamentaciones, reniegos y maldiciones. Caricias angustiosas a ese cuerpo tibio pero ya muerto.

Me fui dizque a dormir. Hacía mucho tiempo que los deseos de saltar por la ventana por la que la había dejado volar, sin alas, no me acometían con tanta fuerza. Una vez más, sin embargo, la maldita consideración a los que amo me retuvo.

Amaneció no sé cómo. Encendí el computador y me di a la tarea de buscar números de teléfono de funerarias para animales. Nos horrorizaba la idea de tirar sus restos a la basura, algo que, para qué negarlo, se nos pasó por la cabeza, que a esa altura no nos daba para mucho.

Se la llevaron. De inmediato, les hice saber a ambas que, ojalá ese mismo día o a más tardar el siguiente, iba a traer otro gatito también bebé. Pero no, como podían estar pensando, para reemplazar a nuestra Micaela, sino para darle nuevamente la oportunidad a la esperanza y sacar a patadas de nuestras vidas la desesperanza de no haber sido, hasta aquel día (¡otro día aciago!), afortunados con las mascotas.

Cumplí mi palabra. Micaela se desvaneció aquel domingo y Tita tomaba posesión del trono ese mismo miércoles, 5 de noviembre de 2014. No parecía una reina sino una infanta. Así de pequeñiTita era.

Tita
La adoptamos en Zoonosis. Nos mostraron más o menos seis gatitos, todos recién nacidos. Nos dijeron que tenían mes y medio; que si queríamos hacernos cargo de alguno teníamos que comprometernos a llevarlo a vacunar más adelante y a esterilizar pasados unos meses. Yo asentía a cada indicación, emocionado.

Creo que los cargué a todos. A ella la primera. Mi novia me la alcanzó, embargada por la ternura. Le pedí que me la describiera, al tiempo que la acariciaba y la besaba casi con angustia: tenía tres colores (naranja, negro y blanco); semejaba un tigre en miniatura. Pero se sentía frágil y expuesta.

En lugar de maullar, piaba como un pollito. Día y noche. Quería siempre estar al calor de un cuerpo que supliera la falta de la madre, que parió a su camada en plena calle. Es decir que habíamos adoptado a un animalito más que indefenso y vulnerable.

Se nos enfermó, primero de una infección intestinal que superó gracias a la presteza con que la hicimos atender. Después, probablemente a consecuencia de una vacuna que se le aplicó a destiempo (demasiado pronto para el peso que tenía: menos de un kilo), fue necesario llevarla otra vez al veterinario, que diagnosticó, a la luz de un hemograma, una leucocitosis que debió combatírsele con antibióticos. Nuevamente se repuso para que la alegría tornara a esta casa.


Tita el día de su adopción
Desde que nos levantamos -principalmente yo, que duermo con ella-, no hacemos otra cosa que consentir a Tita, jugar con Tita (a las escondidas, a los atrapados, al rejo quemado, al túnel del tiempo…), reírnos de Tita (de sus ocurrencias, de sus piruetas, de sus caprichos) y admirarnos de Tita: de que come frutas y exige que le demos trocitos de fruta (manzana, granadilla, pera, fresa, ciruela, piña, banano y, ¿no estará loca esta gata?, gua-ná-ba-na); de que, pese a sus orígenes modestos y a su modesta crianza, parezca tan saludable hoy. ¿Será que por fin vamos a poder decir en esta casa, al cabo de algunos años que ojalá sean muchos, que nuestra gaTita murió de puro viejita? Nada nos haría más felices.



Tita junto al árbol de navidad
Epílogo

Pero que no quede la sensación de que mi relación con los animales se ha circunscrito a mis mascotas. Claro que no. Desde muy pequeño, iba en vacaciones a la finca de mi abuelita materna (una de las imágenes-fuerza más poderosas con que cuento) para, entre otros placeres, oír graznar los gansos y mugir las vacas y relinchar los caballos y gruñir los marranos y croar las ranas y darles de comer a las gallinas y rogar para que me dieran un paseo a lomos de mula o de yegua. Una dicha que duró lo que duró mi infancia, la cual siento que concluyó con la pérdida irreparable de aquel paraíso.


Transcurrieron muchos años antes de que el destino me ligara a alguien que, como yo salvo que con mayor pasión si cabe, piensa y siente que si la vida no pierde del todo su justificación es gracias a los animales. Con ella, a falta de la posibilidad de poner por obra nuestro común sueño (trabajar por su bienestar en un zoológico o en una reserva natural o rescatándolos de las calles y de la crueldad de los cobardes), hemos optado por criar, con el amor y el desvelo que se le dedican a un hijo que se ama, las únicas mascotas que le admiten en su casa, donde por desgracia predomina la zoofobia: jerbos y cuyes.


  
                                                                                                                                      Motas y Roscas, los cuyes



    
Chucho y Coco, los jerbos

Asimismo y para hacer menos impaciente la espera del momento en que nuestro deseo cristalice, cada que podemos concurrimos a sitios o espectáculos en los que los animales son los protagonistas. Para mí, en mi calidad de ciego de nacimiento y adorador de esas existencias, acariciarles tras tantos años de ignorancia la cara a múltiples caballos, darles de comer a marranos y cabras, aprender a ordeñar una oveja, treparme a lomos de un toro descornado o introducir mi mano en la boquita de un hipopótamo en el Zoológico Matecaña a instancias de uno de esos seres humanos que no hablan de inclusión porque quizás ni siquiera conocen el término, que sin embargo comprenden mejor que cualquier teórico de relumbrón, son acontecimientos dignos de fotografías que nunca voy a poder ver pero de las que me enorgullezco como si de obras maestras se tratara. Y si creen que exagero o hago alarde de muy poco, cierren los ojos e intenten imaginarse siendo ciegos desde la cuna y anhelando descubrir el mundo por medio de sus manos a ver si estas imágenes que aquí comparto con ustedes no constituyen, juntas y por separado, milagros que estoy obligado a divulgar entre los interesados y los curiosos.



       
                                                                           Las iguanas                                               El búfalo                                                   'Resplandor'

      
      
                                                                         Los corderos                                            La avestruz                                                    La oveja


      
                                                                           Los cerditos                                       El cachorro de pug                                                Los gatos


Ah, antes de que me despida y se me olvide. En mi vida tengo un sueño, que tal vez usted me pueda ayudar a realizar. No quiero morirme sin haber acariciado, de los pies a la cabeza, a un león, a un tigre, a un leopardo, a una pantera… ¿Que cómo? Pues como muestran a menudo en Animal Planet: cuando estén sedados porque los están examinando u operando. ¡Y no me vayan a salir con que eso no se puede! Lo único que necesito es un ser con la temeridad y la verraquera del empleado del Matecaña, quien en su momento me restituyó, aun cuando fuera nomás durante diez minutos, la fe en el género humano, al que quisiera renunciar para convertirme en gato y casarme con Tita.