domingo, 15 de octubre de 2017

Por una educación literaria

Con la colaboración de Sandra Bogotá

“La fecundidad resulta siempre de un profesor que sabe y que comunica bien su saber”
Fernando Lázaro Carreter
“Leer es un acto de índole informativa; lo verdaderamente literario es releer”
Javier Cercas
“Se aprende a escribir leyendo y leyendo; no se puede enseñar: es un acto reflejo de acción-reacción”
Rodrigo Fresán

El maestro Estanislao Zuleta, como lo sabrán quienes tengan noticias de su obra, hablaba, entre muchas otras cosas en relación con la docencia, de una “educación filosófica”; Es decir, de una educación que se apoye en la filosofía para enseñar todas las asignaturas que la escuela imparte. No se trata, que quede claro, de que el profesor de matemáticas o el de lenguas o el de historia o el de educación física discurran en clase sobre el pensamiento de Platón o el de Voltaire o el de Kierkegaard (eso le corresponde al filósofo), sino de que cada uno de ellos, así como los demás educadores, esté en capacidad de, antes que abarcar los contenidos de su asignatura, demostrarles a sus estudiantes que hay razones poderosas -razones filosóficas- que convierten en fundamental el aprendizaje de todo lo que la escuela enseña. Sólo entonces, cuando el muchacho de veras comprende para qué le va a servir eso en lo que no está pidiendo que se lo instruya, su mente y su ánimo se disponen genuinamente para aprehenderlo. En cambio -¿no hemos sido todos (cuál más, cuál menos) víctimas de lo mismo?-, cuando somos alumnos de un profesor que sin mediar trámite comienza a hablarnos, porque sí, de su “cuento” como si para todos estuviera clara su “cháchara”, eso que oímos y vemos se nos torna aburrido e incomprensible. De ahí que, si hablamos con un niño que va al colegio o con un muchacho que va a la universidad y les preguntamos por esas materias que los motivan, ellos, más allá de responder nuestra pregunta, se desatan en elogios para con esos maestros que fueron capaces de sintonizar realidad y contenidos.

De la misma forma y para soñar al menos con resolver el muy serio problema de los precarísimos niveles de comprensión, análisis y producción de textos en la escuela (que padecen, a qué negarlo, desde niños de primaria hasta aspirantes a doctor), se podría pensar en una educación literaria que nos sirva, no ya para que el alumno comprenda el porqué filosófico de la asignatura, sino para que descubra que cada espacio académico tiene arraigo en la literatura universal, que es quien en últimas posee la clave de las dos aspiraciones máximas de todo sistema educativo: una lectura profunda y una escritura eficaz.

Pero, ¿en qué consiste la propuesta? Consiste en que, para enseñar matemáticas, el profesor de esa asignatura, además de ser muy competente con los números, sea un lector, si no profesional, sí asiduo y convencido de los beneficios de los libros que lee; en que ese matemático, impresionado, por ejemplo, por ‘El diablo de la botella’ de Robert Louis Stevenson o por ‘El ciego perfecto’ de Fernando Morales, les asigne a sus estudiantes esas dos lecturas con las que va a poder relacionar matemáticas y ficción, ficción y vida, vida y números. Consiste en que, para enseñar lenguas, el profesor de esa asignatura, además de ser muy destacado en el español o el inglés o el francés, sea, si no un archilector, sí un lector pasional, dominado por sus inquietudes y su curiosidad; en que ese lingüista, impresionado, verbigracia, por ¡Increíble Kamo” de Daniel Pennac o por La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez, incluya esas dos novelas en el programa de su curso, no para quemar tiempo, sino persuadido de que, luego de leerlas, los muchachos van por fin a descubrir que el lenguaje, que nos hace humanos, es el gran “milagro” de nuestra especie. Consiste en que, para enseñar historia, el profesor de esa asignatura, además de poseer una memoria de largo alcance, sea, si no el lector más capaz del universo mundo, sí un lector disciplinado y metódico, consciente de que la literatura, a él más que a nadie, le puede suponer que su materia, tan densa y teórica y por tanto tan complicada, se convierta en un aprendizaje mágico y significativo gracias a las obras que selecciona; en que ese historiador, impresionado, digamos, por El hereje de Miguel Delibes o por Ursúa de William Ospina, aproveche esas dos obras para que sus estudiantes se enteren de lo que fueron la Inquisición y sus miserias o la conquista de América, con sus bondades y miserias. Consiste en que, para enseñar educación física, el profesor de esa asignatura, además de ser un atleta consumado y un conocedor solvente de la teoría del deporte, sea un lector, si no brillante, sí entusiasta y deseoso de probarse a sí mismo y a sus estudiantes que el ejercicio del cuerpo y el trabajo del encéfalo no son incompatibles; en que ese edufísico, impresionado, pongamos, por El partido de Reyes de Manuel Rivas o por Aráoz y la verdad de Eduardo Sacheri, motive a sus muchachos no sólo a practicar el fútbol, sino a vivirlo y sentirlo en las mejores páginas forjadas en su honor por muy grandes escritores.

Infortunadamente, como lo constatan el desconocimiento absoluto (en el peor de los casos) o la incomprensión manifiesta (en el mejor) de la susodicha convicción educativa de Estanislao Zuleta, pensar siquiera en una educación literaria resulta de una inocencia conmovedora. ¿De dónde sacamos biólogos, y físicos, y químicos; ingenieros, y arquitectos, y diseñadores; médicos, y enfermeros, y nutricionistas; psicólogos, y antropólogos, y sociólogos que amen la literatura y la conviertan en su aliada para enseñar no sólo biología, y física, y química; ingeniería, y arquitectura, y diseño; medicina, y enfermería, y nutrición; psicología, y antropología, y sociología sino a entender cada una de esas disciplinas a través del maravilloso mundo de la ficción? Pues será de las ilusas propuestas y políticas educativas con que quiere refundar la escuela cada nuevo gobierno, o del etéreo y vanílocuo discurso de tantos académicos que, dopados con sus teorías insustanciales, mejor harían quedándose callados para de ese modo no añadir más confusión al caos en que nada, acaso desde siempre, nuestro pobre muy pobre sistema educativo.

jueves, 22 de junio de 2017

Dos sujetos que abominan de la dificultad

“…sabemos que muchos individuos desean enterarse sólo de lo que previamente les gusta o aprueban, pretenden ser reafirmados en sus ideas o en su visión de la realidad nada más, y se irritan si su periódico o su canal favorito se las ponen en cuestión. Sólo aspiran a ser halagados, a cerciorarse de lo que creen saber, a que nadie les siembre dudas ni los obligue a pensar lo que ya tienen pensado (es un decir). Nuestra capacidad para tragarnos mentiras o verdades sesgadas es casi infinita, si nos complacen o dan la razón. El autoengaño carece de límites.”
Javier Marías
“Tolerar es pensar con otros, aceptar que quizá en el otro lado hay razones que desconoces.”
Juan Cruz

Cuando a diario se siguen las noticias que un país como el nuestro produce, y se oyen con interés pero con desapasionamiento las declaraciones que los políticos de ese país pronuncian también a diario a propósito de esas noticias, es posible comprender de qué va eso del espectro político y sus ejes ideológicos: extrema izquierda, izquierda moderada, centro-izquierda, centro, centro-derecha, derecha moderada y extrema derecha. Tal ejercicio le permite al que con rigor lo efectúa, asimismo, evaluar la ética y la coherencia de quienes -como Jorge Robledo y Álvaro Uribe, para solo citar un par de ejemplos dicientes de dos ciudadanos plantados en ¿las antípodas? del poder- dedican gran parte de sus impulsos vitales a la “Actividad de los que rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”. Y si ese espectador, además de oyente o lector asiduo e inteligente de la realidad de su país es, pongamos por caso, un admirador de lo poco o mucho que sobre el pensamiento del maestro Estanislao Zuleta conoce, sus reflexiones no pueden menos que concluir que, en relación con esos dos “prohombres” de la desconsoladora situación nacional, el único concepto que cabe es el de sectario: “Secuaz, fanático o intransigente, de un partido o de una idea”.

Estos dos líderes sociales, representantes, no cabe duda, de la fogosidad política de la Colombia más maniquea, sueñan en voz alta con “paraísos, islas afortunadas, países de cucaña”. Con utopías en las que no haya, por un lado, ricos o privilegiados distintos de los que inevitablemente toda clase dirigente genera, ni fachos ni militares ni policías, ni banqueros ni universidades privadas ni lectores de Vargas Llosa ni, por el otro, pobres o descastados distintos de los que se requieren para que la economía de mercado funcione, ni mamertos ni guerrilleros ni sindicatos, ni científicos sociales ni universidades públicas ni lectores de José Saramago.

En esos edenes insensatos -lo son todos los edenes- que Robledo y Uribe conciben, no caben los matices ideológicos. La diferencia introducida por quienes piensan distinto es anatema.

Allí, las relaciones humanas no pueden ser inquietantes, complejas y perdibles como las que propugna el filósofo colombiano, sino todo lo contrario: serviles, aquiescentes e incondicionales. Allí, el concepto de interlocutor no cuenta, porque el diálogo de los contrarios está prohibido. Y al estarlo, solo hay una verdad posible: la del régimen.

Lo que Robledo y sus muchos seguidores (afincados los más de ellos en la academia y los círculos intelectuales) llaman “pensamiento crítico” consiste en ser todo lo descarnado que se pueda con el oponente y solo con él, mientras que consigo mismos y con los cofrades lo prescrito es mirar de soslayo,  pasar por alto. Exactamente la misma fórmula que emplean, salvo que acompañada del embuste y el descrédito, Uribe y sus “buenos muchachos”, para quienes ese concepto ni siquiera cuenta.

Uno y otro (unos y otros) debaten con elocuencia cuando se los convoca a pronunciarse sobre los delitos y las desmesuras cometidos en la otra vereda, pero pierden la cabeza y rozan el paroxismo si el escándalo les atañe personal o directamente. Ni el uno ni el otro (ni los unos ni los otros) practica la autocrítica, simple y llanamente porque se trata de una disciplina que entraña dificultad y sacrificio.

Adictas a las cámaras y a los micrófonos, estas dos bocas truenan a diario frente a ellas y por ellos esas certezas y metas absolutas, esas gracias reveladas de que habla el maestro Estanislao Zuleta cuando se refiere a quienes “tratan de someter la realidad al ideal”, que resultan ser los mismos que exhiben “una concepción paranoide de la verdad”. Y al tiempo que se desgañitan gritando al mundo sus dogmas, se reservan un último aliento para advertir a sus incondicionales que “el que no está conmigo está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo”.


De este tenor son, pues, los discursos ideológicos y facilistas de estos dos políticos colombianos, aspirante a caudillo el uno y caudillo postergado el otro, abominadores ambos del respeto que invoca, en vano en el caso que nos ocupa, por el de al lado y lo diferente el maestro Estanislao Zuleta. Quien me imagino que murió convencido de que la cordura a que invita la sabiduría de sus palabras tal vez nunca cobre resonancia en un país como el nuestro, donde lo que importa no es la discreción del que se conduce con ecuanimidad y sensatez, sino la ardentía del que entona ecpirosis y juicios finales para los enemigos de su secta.

jueves, 6 de abril de 2017

Entre la desesperanza y la imposibilidad: un SOS por el retorno del orden a la escuela

Con la colaboración de Sandra Bogotá


“El eslogan de Mayo del 68 extendió al concepto de autoridad su partida de defunción y legitimó la idea de que toda autoridad es sospechosa. No destruyó el Estado, pero sí la educación.”
Mario Vargas Llosa

No hay duda: atrás quedaron los días en que los profesores de las escuelas y colegios públicos ubicados en sectores marginales -que no solo- de las ciudades más grandes y conflictivas del país -que no solo- (Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla…) podían ejercer la docencia en el aula gracias a la disciplina que imperaba dentro y fuera de ella. Converso con familiares y conocidos que estudiaron -entonces algo así era posible- en esas instituciones durante los años setenta y ochenta, e incluso muy a principios de los noventa, y todos coinciden en afirmar que, como en las familias “bien constituidas” ( en las que mandan el padre y la madre o los dos padres o las dos madres o el padre o la madre solteros o abandonados por sus parejas pero no los hijos), eran los educadores (sobra aclarar que en esa época, como antes y ahora, también existían los deseducadores, de quienes no me pienso ocupar en esta reflexión) los que trazaban los derroteros y guiaban la marcha, apoyados en la autoridad que les confería su conocimiento y en el ejemplo que representaban para sus estudiantes. Busco en YouTube, para entender el porqué de tanto entusiasmo, apartes de Décimo Grado, esa exitosísima serie de televisión de finales de los ochenta de la que todos ellos me hablan y, por fin, comprendo.

Comprendo que existió un tiempo en que en ese microcosmos de la sociedad que es la escuela toda, pero particularmente la escuela pública, todavía era posible identificar, en cualquiera de sus salones de clases, los roles que le son inherentes, hoy desdibujados cuando no desaparecidos: “el vago y el juicioso, el loco y el decente; el que anda dedicado y el indiferente…”. Oigo una y otra vez la canción de esa serie, compuesta e interpretada por Ana y Jaime; la comparo con las realidades de la escuela pública actual (por supuesto que sé que, como en todo lo demás, aquí también existen las excepciones) y no me queda más remedio que concluir, a la luz del caos del que ya pronto me dispongo a ocuparme, que esa letra no es otra cosa que un pretérito que muchos niegan por desconocimiento o por conveniencia. ¿Caras de conformidad que prestan atención o piden explicación?; ¿Baracus por las clases en que reina la algarabía alegre del que es, y se siente, joven?; ¿estudiantes que se rompen la cabeza cuando intentan analizar?; ¿muchachos que resuelven ecuaciones como físicos nucleares?; ¿muchachas cuyas miradas son indescifrables, al punto de que ellos, sus admiradores, reprueban siempre con ellas la asignatura del amor adolescente?; ¿amistades que hacen renacer la esperanza?; ¿caras felices o de conformidad que se marchan en medio del bullicio exultante de la tarde?; ¿muchachos que recitan la lección y que, nuevamente, piden explicación?; ¿”el orden y el desorden juntos diariamente”?

Qué va. No nos engañemos ni engañemos a los incautos, ni permitamos tampoco que secretarios de educación o ministros de educación nos engañen: el orden que antaño cohabitaba allí en “perfecta” armonía con el desorden fue desalojado por la fuerza y ya no existe. No nos sumemos a la nefasta operación del ‘tapen-tapen’ que tanto conviene a funcionarios de toda índole y tan poco parece importar a quienes debería: a ustedes y a mí, que escogimos o nos dejamos escoger por la docencia para intentar, como don Quijote con su locura maravillosa, transformar el mundo que nos tocó en suerte.

Nuestra responsabilidad consiste, me parece entonces, en informarnos a fondo y de primera mano sobre qué es lo que en verdad está pasando en muchos de nuestros colegios y escuelas públicas -que no solo- y en comprenderlo para luego denunciarlo. En no hacerles el juego a quienes pretenden, para favorecer las cifras de las que se ufana un alcalde o un presidente amigo, maquillar esas realidades a fin de acomodarlas a sus intereses, sino en cuestionar las unas y divulgar las otras a partir de hechos que hablen por sí solos.

Una mañana cualquiera abro la prensa y leo que “el matoneo se está usando para presionar a los estudiantes a que se vinculen a organizaciones delictivas”; que “vándalos agreden a estudiantes de colegio en Buenaventura”; que “en los primeros cinco meses de este año, entre cinco y diez estudiantes se retiraron diariamente de escuelas y colegios de Medellín por la guerra de las bandas. Los presionan, amenazan o asesinan simplemente por ser de otro sector”; que “la Policía de Bogotá aseguró que tiene identificado a un joven de unos 22 años que mató de dos puñaladas a un estudiante del colegio Superior Occidente, ubicado en la zona de Patio Bonito, en la localidad de Kennedy, suroccidente de Bogotá”; y que un “estudiante apuñaló a un compañero de clases en un colegio de Cúcuta”. Horrorizado, me digo que quizá mañana las cosas cambien, pero no: “En pleno patio de descanso y ante los ojos de varios alumnos del colegio Gustavo Restrepo, una riña casi terminó en tragedia cuando un estudiante hirió con un arma blanca a otro en el corazón.” “El pasado viernes se presentó un lamentable caso de violencia en un colegio de la localidad de Tunjuelito. Dentro de un aula de clases, un joven atacó con un cuchillo al profesor que dictaba la clase, propinándole heridas en la cabeza, los hombros y la espalda.” “Jaime Rojas, de 51 años, fue atacado por la espalda con un puñal mientras se encontraba en la rectoría del Colegio Distrital Naciones Unidas II.” “…Rosa María Reyes, la madre del menor, contó que el joven salió con dos compañeras. A menos de una cuadra, dos estudiantes de la jornada de la tarde los abordaron: uno de ellos lo apuñaló por la espalda mientras el otro le daba puños en la cara, según testigos. Las amigas del niño intentaron auxiliarlo, pero una de ellas fue golpeada por los agresores, que escaparon cuando las jóvenes pidieron auxilio”.

Respiro profundo e intento ocuparme en algo de veras amable: la lectura de un cuento de Nabokov o la contemplación de mi gatita mientras duerme, pero la angustia no remite. Me acuerdo en ese momento de Maritza Bustos y de Marcela Medina, dos estudiantes solventes a las que conocí en el departamento de lenguas de la UPN algún tiempo atrás y las llamo. Les pido que conversemos de sus experiencias profesionales en los colegios distritales en que por estos días trabajan. Acceden. Quedamos para almorzar un domingo cualquiera, que no tarda.

Por prudencia, espero hasta la sobremesa para abordar la cuestión y para ponerlas en antecedentes de lo que me impelió a llamarlas. Les leo algunos de los titulares de prensa y fragmentos de noticias arriba relacionados y les pregunto, sin que medien más trámites, si esa es la realidad de sus entornos laborales.

--Eso se queda corto -dice Maritza sonriendo con la ironía que le es tan propia-. Con decirle profe que a mí, no obstante mi discapacidad visual, más de un muchacho me tiene amenazada porque no lo paso.

Le pregunto si no la atemorizan esas amenazas y responde que sí, pero que ella no se va a dejar “coaccionar” por nadie.

Miro a Marcela, que con admiración manifiesta asiente con la cabeza:

--Es triste admitirlo, profe, pero uno siente el odio de muchos de los muchachos y, quién lo creyera, también el de sus padres -rompe a hablar con la voz quebrada-. ¿No le había contado en otra ocasión que a uno lo mandan ahora a comer mierda o le dicen hijueputa o malparido sin que nada se pueda hacer salvo poner otra anotación en un observador del alumno al que ya no le cabe una queja más?

Creo que suspiro y les pregunto si nadie se salva. Las dos se apresuran a responder y lo que saco en limpio es que en cada curso que tienen a cargo hay, por lo general, entre tres y cinco niños que quieren e intentan por todos los medios aprender y prestar atención, casi siempre en vano.

Digo, para desviar el tema, cualquier vaguedad sobre el frío que hace y me dispongo a despedirme, no sin antes agradecerles por su tiempo y por el encuentro, y aprovecho para pedirles que me permitan citar sus nombres y referir sus testimonios en este escrito.

Cuando llego a mi casa, se me ocurre consultar nuevamente la teoría que sobre la materia he venido leyendo desde que ingresé a la licenciatura en lenguas, tal vez con la esperanza de hallar en alguna de tantas páginas una respuesta salvadora, pero desisto pronto de ese empeño. Lo que hojeo no guarda, me convenzo, la más mínima relación con lo que sé que pasa allá fuera.

De pronto oigo a mi madre que abre la puerta de mi habitación. Me giro hacia ella y le recibo El Tiempo de ese día, que me tiende con cara de circunstancias, señalándome en él un texto que quiere que lea: “Me cuentas qué te parece”.

Tan pronto cierra la puerta y oigo que sus pasos se retiran, me sumerjo en una lectura bella y dolorosa, humana y desgarradora. Se trata de una crónica-entrevista escrita por don Juan Gossaín a propósito del profesor -MAESTRO habría que llamarlo- Luis Fernando Montoya, que en esa ocasión fue a Cartagena para hablar, mediante su ejemplo vital y la eficacia de sus palabras, con los estudiantes de un colegio de La Heroica, que lo ovacionan y ante él se inclinan para expresarle su cariño y, de paso, contarle alguna que otra pena.

Ya empezaba a sentirme contagiado de la alegría de la muchachada que colmaba aquel auditorio, cuando la luz que quise infructuosamente que encendieran diez minutos antes las palabras farragosas de teóricos y expertos surgió de entre las líneas de ese diario que mis manos apretaban:

“Los suicidas de la comuna
El profe Montoya trabaja en el Inder, la oficina de recreación y deportes de la Alcaldía de Medellín. El otro día, la escuela de una comuna popular solicitó que lo enviaran a conversar con los alumnos. Es un barrio de invasión, enorme, sitiado por la miseria y el delito, en donde viven desplazados que huyen de la violencia.
Sucede que treinta niños del grado séptimo intentaron suicidarse tomando un veneno. Tres de ellos murieron. Padres y profesores sospecharon que se trataba de un pacto satánico. Esa mañana, al salir de casa, y tal como hace todos los días, Montoya le dijo a su esposa:
-Dame la bendición, que voy para la oficina.
Al llegar a la escuela encontró una situación tan difícil que varios jovencitos estaban borrachos. Otros llevaban armas. Puesto frente a ellos, les dijo:
-¿De manera que yo, que ni siquiera puedo bañarme con mis propias manos, amo la vida por encima de todo, y ustedes, que la tienen completa por delante, están intentando destruirla? ¿Ustedes saben lo que vale su propia vida? ¿Y la vida ajena?...”.

Puse el periódico a un lado y me dispuse, claro que después de llorar el llanto más polisémico de mi vida, a concluir este ejercicio de escritura, que inopinadamente se convirtió en una catarsis personal como pocas recuerdo. Pensé y pensé en formas plausibles de empezar a hilvanar la serie de inquietudes que me rondaban la cabeza, pero solo se me ocurrían preguntas.

¿Qué pasó en nuestras escuelas y colegios públicos (repito una vez más a fin de que no se me malinterprete que esta tragedia no solo ocurre allí) para que en cuestión de más o menos treinta años el desbarajuste sea de semejantes proporciones? ¿Quién o quiénes son los responsables de que en los predios y en las aulas que con nuestros impuestos subvencionamos ya no se estudie como es debido sino que se libren, a diario e impunemente, refriegas más propias de lupanar que de instituciones educativas? ¿No será que el caos empezó a incubarse el día en que, quizá con la mejor de las intenciones, se les garantizó a niños y adolescentes el “libre desarrollo de la personalidad” que ellos y el grueso de la sociedad confundieron con el “todo vale”, que hoy impera en tantos hogares y salones de clases? ¿Pero es que se está preparado cuando apenas se es un niño o un adolescente para creerse el cuento peregrino de que se puede llevar el pelo largo e ir maquillado al colegio o portar el uniforme a manera de bata de embarazo o consumir estupefacientes dentro y fuera de la escuela o irrespetar por igual a padres y maestros o reclamar airadamente derechos no habiendo cumplido antes con los deberes o entregarse a la promiscuidad sin siquiera haber crecido lo suficiente o... o… al margen de serísimas consecuencias? ¿De veras creyeron algo así de inviable viable padres de familia y educadores? ¿Por qué los docentes y directivos de las instituciones más afectadas por el drástico cambio de rumbo no pusieron en conocimiento de la nación lo que venía sucediendo y cobrando fuerza? ¿Por qué persiste su silencio cómplice? ¿Es esta la educación de que alardean Petro con sus cifras de la Bogotá Humana y Santos con su dizque proyecto de hacer de Colombia la más educada?

Ya querría yo tener respuestas para cada uno de estos interrogantes. Ya querría yo conocer, para señalarlos a todos, a los culpables de este pandemonio escolar que pasa por lo social. Ya querría yo tener la autoridad intelectual y la lucidez del premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa, quien hace unos años pero sin saberlo, me dijo estas palabras que ahora cito a manera de conclusión de mi texto:

“…El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos en representante del poder represivo, es decir, en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador -de transmisor tanto de valores como de conocimientos- ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que -al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios- se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.
Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas -de las diatribas y fantasías- de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares. […].
El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de ‘nadie sabe para quién trabaja’. Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación, ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos”.

De mi parte al menos está todo dicho, salvo que, para información del lector, yo fui testigo ocular de la escuela pública que aquí se echa de menos, pues hice mi bachillerato entre el 87 y el 94, cuando el estudiante aún reprobaba el año escolar (yo perdí dos veces octavo grado) si su desempeño académico no era el esperado; un tiempo en que profesores y directivos todavía ejercían la autoridad dentro y fuera de las aulas (a mí me expulsaron con toda justicia del Colegio Nacional -entonces lo era- Restrepo Millán debido a mi suma indisciplina). Ah, deseo aclarar además que, como la mayoría de los jóvenes de esa época, yo me sentaba cada viernes por la tarde a ver Décimo Grado, una serie que añoro como se añora lo irrecuperable: con angustia e impotencia.

domingo, 5 de febrero de 2017

Utopía y desencanto: las dos realidades del educador genuino

Texto basado en la entrevista hecha por Sandra Bogotá


“No hay nada que entontezca tanto como estos sistemas pedagógicos modernos, con estudios que parecen juegos, aborregadores, sin conflictos”
Luis Goytisolo
“El espíritu se deja atraer, por pereza y por costumbre, por lo que es fácil y agradable. Este hábito pone límites a nuestro conocimiento, y nadie se toma el trabajo de llevar su espíritu todo lo lejos que podría ir”
Francois de La Rochefoucauld
“Los grandes maestros, los que de verdad enseñan cosas a sus alumnos y dejan huella en ellos, son los exigentes, porque para contentarlos no solo hay que trabajar, sino que hay que hacerlo bien”
Ricardo Moreno Castillo
“Para empezar, maestro y alumno profesan, sobre los problemas esenciales, una fe distinta. El primero no le transmite al segundo una verdad teológica o filosófica, sino que le ofrece el ejemplo vivo de cómo se busca; le enseña la claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a su discípulo; no busca adeptos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por su camino. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarle a encontrarlo y a recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona”
Claudio Magris
“Maestro es quien no ha programado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño Sócrates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuenta de que no podrá jamás ser Sócrates, sino, todo lo más, uno de sus interlocutores que al final se sienten refutados, pero enriquecidos. Saber ser y seguir siendo alumnos no es poca cosa, es como ser ya casi maestros”
Claudio Magris
Me preguntas que de dónde me surgió la idea de ser educador, y yo te contesto que no existe un momento determinado en el que esa idea, que luego se volvió interés auténtico para casi derivar en obsesión irrefrenable pasado un tiempo tenga una génesis concreta. Más bien, he llegado a la conclusión, luego de habérmelo preguntado a mí mismo en repetidas ocasiones, de que en mi decisión convergen ciertas vivencias en la escuela, que me fueron señalando las múltiples posibilidades de la docencia.

Mi ceguera, que es congénita e inapelable, me puso desde siempre aunque más aún desde la secundaria frente a profesores de todo tipo, cuyas reacciones ante mi realidad iban de una incomodidad manifiesta que se traducía en rechazo a una compasión innecesaria, pasando por la indiferencia de quien tampoco comprende que mediante ese estudiante “diferente” la vida le está ofreciendo la oportunidad de poner a prueba su potencial pedagógico. Fue así como me topé con profesores que me discriminaron, o que me compadecieron y que yo manipulé, o que me ignoraron y me pasaron para ahorrarse el engorro de pensar en la forma de enseñarme y evaluarme. Pero fue así como conocí, también en la secundaria, a un par de maestros que, sin proponérselo en modo alguno, me hicieron comprender que la enseñanza constaba, además de todo aquello tan negativo, de promesas intelectuales y humanas que solo iba a poder materializar mediante un esfuerzo constante y una disciplina férrea.

Al primero lo conocí cuando repetía octavo grado en el colegio en que culminé la secundaria. Transcurría el mes de agosto o septiembre y él llegó en reemplazo del profesor de álgebra, materia que iba perdiendo junto con otras dos o tres. Recuerdo que cuando sonó el timbre que indicaba el cambio de clase, la primera que él nos daba, yo me le acerqué para pedirle “una manito” con la nota del tercer período, que estaba a punto de concluir. Y recuerdo que aquel hombre, sonriente y afectuoso pero firme en sus convicciones éticas, me dijo que él jamás haría algo así, simplemente porque estaba seguro de que si yo me lo proponía podía aprender, para lo cual podía contar con su respaldo irrestricto, los contenidos de esa asignatura que iba reprobando por desidia. Me dijo que si en lo que faltaba del año lectivo yo no alcanzaba a recomponer lo mal caminado, pues que debía repetir el año con alegría y propósito de enmienda. Y así lo hice, con la diferencia de que a partir de entonces me convertí en el estudiante aplicado que no había querido ser.

Justo dos años después de la experiencia maravillosa de haber aprendido álgebra con mi maestro José Higinio Jiménez Fajardo conocí, también en aquel colegio, a una profesora de química que se impuso y me impuso el reto de, entre ambos y asesorados por una educadora especial del Instituto Nacional para Ciegos, idearnos la manera de trasladar al alto relieve los esquemas más sencillos y complejos a que debían enfrentarse mis compañeros en clase. No te miento si te digo que, contra todos los pronósticos, terminé aquel otro año dichoso de mi escolaridad digamos que impartiendo lecciones de química a muchachos a los que esa materia no se les daba bien.

Comprenderás entonces que este par de seres humanos maravillosos, al tiempo que educadores genuinos, resultaron definitivos a la hora de esa decisión suprema que fue para mí, y que debiera ser para toda persona, la elección de un destino profesional. Comprenderás tras este relato corto de mi vida de estudiante adolescente que, de no haberme deparado la vida ese doble encuentro, muy probablemente yo no habría optado por este quehacer que no es una vocación con la que se nazca, sino una vocación que se descubre y que se forja.

Que cuál es la mayor dificultad a que me he enfrentado en tantos años de docencia, me preguntas. Pues te cuento que esta sí es una cuestión que amerita reflexión y tiempo. Y como sé que el tiempo es limitado cuando se escribe, déjame que te refiera someramente una concreta y, un poco más con detalle, la que considero que es mi gran “frustración”.

Te imaginarás que, para un ciego de nacimiento que nunca ha escrito más que unas pocas palabras apenas garabateadas en un papel cualquiera, el asunto del uso del tablero empezó a ser, incluso antes de graduarme, un gran dolor de cabeza para el que no había, o si la había yo no la conocía, la aspirina salvífica que jamás nos falta en casa. Has de saber que la solución me la inspiró la inminencia de mi primer trabajo de profesor de inglés en el Centro Colombo Americano de Bogotá, donde comencé a ejercer en agosto de 1998.

Faltaban apenas unos cuantos días para que tuviera que pararme, por primera vez, ante un grupo de estudiantes que esperaban de mí la claridad necesaria y las estrategias suficientes que les permitieran empezar con pie derecho su descubrimiento de esa lengua extranjera y yo todavía no conseguía salvar el escollo de cómo escribirles en el tablero. De pronto se me ocurrió que si yo le pedía a alguien con buena caligrafía que me copiara en una libretita de apuntes las notas que yo consideraba indispensables para cada clase, y si encontraba en el grupo a un estudiante cuidadoso, que transcribiera en el tablero lo apuntado en la libreta, la dificultad iba a ser asunto del pasado: y lo fue. Solo a manera de curiosidad te cuento que un par de años más tarde me impuse ir relegando paulatinamente de mis clases ese par de adminículos, persuadido como estaba de que para aprender una segunda lengua -y casi cualquier cosa- ni él y mucho menos ella eran necesarios. Creo que el tiempo transcurrido desde entonces no ha hecho sino afianzarme en esta certidumbre.

Pero pasemos a lo de veras fundamental: a la gran dificultad que constituye mi desencanto educativo y, paradójicamente, la utopía que todavía me mantiene aferrado a la esperanza de creer que llegará el día en que la alta calidad no se circunscriba al embeleco ese de la acreditación mientras sigue ausente de las aulas. Hablo del facilismo y de la autocomplacencia de nuestros estudiantes, víctimas manipuladoras de un sistema educativo desnortado y vanílocuo, más interesado en un discurso presuntamente pedagógico que en las realidades aterradoras a que se enfrenta.

Estudiantes que no leen y que si leen no averiguan apenas lo fundamental, que llegan a clase ignorándolo todo de un texto que se les dejó con anticipación, que esperan en medio de su pasividad intelectual que el profesor les rinda su versión de los hechos, que entregan sus trabajos escritos minados de incorrecciones de todo tipo o que pagan para que se los hagan y que hacen pasar por suyos, que plagian descaradamente ideas y reflexiones ajenas, que se inscriben en maestrías y doctorados que obtienen solo a base de permanencia; profesores que por oírse hablar no se enteran de si sus estudiantes leyeron, que buscan simplemente impresionarlos con sus amplísimos conocimientos dejándolos sumidos en la ignorancia, que les evitan pensar rindiéndoles sus versiones de los hechos, que hacen caso omiso del catastrófico estado de salud de la escritura de sus estudiantes e incluso del trabajo ajeno y del plagio, que permiten que legiones de aspirantes a diplomas de maestros o doctores se hagan con ellos son, a mi juicio, algunas de esas realidades aterradoras que la escuela se empeña en seguir soslayando. Pero si te parece que exagero, fíjate no más en los escándalos de tesis plagiadas de eminentísimos hombres públicos de aquí y de allá que lograron burlar el filtro de quienes deberían ser los lectores más connotados y capaces de cualquier sociedad: nosotros los profesores.

Como sé que cursas una maestría en docencia, permíteme que termine con una reflexión a propósito de un bello libro de un escritor aún más bello, que espero que te haga reflexionar sobre tus clases de pedagogía en la universidad. Refiere Frank McCourt en El profesor, el tercero de sus tres libros maravillosos, que el bautizo que recibió de sus primeros alumnos en un colegio técnico de Nueva York provino de un muchacho que, sin que hubiera él tenido siquiera la oportunidad de saludar al grupo y presentarse, lanzó un sándwich apenas probado que no dio en el blanco y sí cayó al piso, de donde lo recogió McCourt no para increpar al incivil que así había procedido sino para comérselo con fruición ante las miradas incrédulas de los muchachos. Pero ahí no acaba la cosa pues, una vez deglutió el último bocado de ese regalo inesperado, aquel profesor recién llegado hizo una bola de papel con el envoltorio del emparedado y la arrojó, con puntería inmejorable, a la caneca de la basura. Y fue ese imprevisto y su solución desesperada -no sus lecciones de pedagogía en la universidad- lo que le permitió ganarse el aprecio de esos muchachos que, en recompensa, asistieron a las clases de un maestro que les contó, para que reflexionaran y recapacitaran, lo duro de su infancia en Irlanda, el hambre que allí se aguantaba, los rigores de un sistema educativo ese sí castigador y abusivo amén de dogmático.

Léetelo que no te vas a arrepentir. Y si te gusta, lee también Mal de escuela y El valor de educar y Panfleto antipedagógico. Los nombres, y hasta los textos, los encuentras en internet.