domingo, 15 de octubre de 2017

Por una educación literaria

Con la colaboración de Sandra Bogotá

“La fecundidad resulta siempre de un profesor que sabe y que comunica bien su saber”
Fernando Lázaro Carreter
“Leer es un acto de índole informativa; lo verdaderamente literario es releer”
Javier Cercas
“Se aprende a escribir leyendo y leyendo; no se puede enseñar: es un acto reflejo de acción-reacción”
Rodrigo Fresán

El maestro Estanislao Zuleta, como lo sabrán quienes tengan noticias de su obra, hablaba, entre muchas otras cosas en relación con la docencia, de una “educación filosófica”; Es decir, de una educación que se apoye en la filosofía para enseñar todas las asignaturas que la escuela imparte. No se trata, que quede claro, de que el profesor de matemáticas o el de lenguas o el de historia o el de educación física discurran en clase sobre el pensamiento de Platón o el de Voltaire o el de Kierkegaard (eso le corresponde al filósofo), sino de que cada uno de ellos, así como los demás educadores, esté en capacidad de, antes que abarcar los contenidos de su asignatura, demostrarles a sus estudiantes que hay razones poderosas -razones filosóficas- que convierten en fundamental el aprendizaje de todo lo que la escuela enseña. Sólo entonces, cuando el muchacho de veras comprende para qué le va a servir eso en lo que no está pidiendo que se lo instruya, su mente y su ánimo se disponen genuinamente para aprehenderlo. En cambio -¿no hemos sido todos (cuál más, cuál menos) víctimas de lo mismo?-, cuando somos alumnos de un profesor que sin mediar trámite comienza a hablarnos, porque sí, de su “cuento” como si para todos estuviera clara su “cháchara”, eso que oímos y vemos se nos torna aburrido e incomprensible. De ahí que, si hablamos con un niño que va al colegio o con un muchacho que va a la universidad y les preguntamos por esas materias que los motivan, ellos, más allá de responder nuestra pregunta, se desatan en elogios para con esos maestros que fueron capaces de sintonizar realidad y contenidos.

De la misma forma y para soñar al menos con resolver el muy serio problema de los precarísimos niveles de comprensión, análisis y producción de textos en la escuela (que padecen, a qué negarlo, desde niños de primaria hasta aspirantes a doctor), se podría pensar en una educación literaria que nos sirva, no ya para que el alumno comprenda el porqué filosófico de la asignatura, sino para que descubra que cada espacio académico tiene arraigo en la literatura universal, que es quien en últimas posee la clave de las dos aspiraciones máximas de todo sistema educativo: una lectura profunda y una escritura eficaz.

Pero, ¿en qué consiste la propuesta? Consiste en que, para enseñar matemáticas, el profesor de esa asignatura, además de ser muy competente con los números, sea un lector, si no profesional, sí asiduo y convencido de los beneficios de los libros que lee; en que ese matemático, impresionado, por ejemplo, por ‘El diablo de la botella’ de Robert Louis Stevenson o por ‘El ciego perfecto’ de Fernando Morales, les asigne a sus estudiantes esas dos lecturas con las que va a poder relacionar matemáticas y ficción, ficción y vida, vida y números. Consiste en que, para enseñar lenguas, el profesor de esa asignatura, además de ser muy destacado en el español o el inglés o el francés, sea, si no un archilector, sí un lector pasional, dominado por sus inquietudes y su curiosidad; en que ese lingüista, impresionado, verbigracia, por ¡Increíble Kamo” de Daniel Pennac o por La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez, incluya esas dos novelas en el programa de su curso, no para quemar tiempo, sino persuadido de que, luego de leerlas, los muchachos van por fin a descubrir que el lenguaje, que nos hace humanos, es el gran “milagro” de nuestra especie. Consiste en que, para enseñar historia, el profesor de esa asignatura, además de poseer una memoria de largo alcance, sea, si no el lector más capaz del universo mundo, sí un lector disciplinado y metódico, consciente de que la literatura, a él más que a nadie, le puede suponer que su materia, tan densa y teórica y por tanto tan complicada, se convierta en un aprendizaje mágico y significativo gracias a las obras que selecciona; en que ese historiador, impresionado, digamos, por El hereje de Miguel Delibes o por Ursúa de William Ospina, aproveche esas dos obras para que sus estudiantes se enteren de lo que fueron la Inquisición y sus miserias o la conquista de América, con sus bondades y miserias. Consiste en que, para enseñar educación física, el profesor de esa asignatura, además de ser un atleta consumado y un conocedor solvente de la teoría del deporte, sea un lector, si no brillante, sí entusiasta y deseoso de probarse a sí mismo y a sus estudiantes que el ejercicio del cuerpo y el trabajo del encéfalo no son incompatibles; en que ese edufísico, impresionado, pongamos, por El partido de Reyes de Manuel Rivas o por Aráoz y la verdad de Eduardo Sacheri, motive a sus muchachos no sólo a practicar el fútbol, sino a vivirlo y sentirlo en las mejores páginas forjadas en su honor por muy grandes escritores.

Infortunadamente, como lo constatan el desconocimiento absoluto (en el peor de los casos) o la incomprensión manifiesta (en el mejor) de la susodicha convicción educativa de Estanislao Zuleta, pensar siquiera en una educación literaria resulta de una inocencia conmovedora. ¿De dónde sacamos biólogos, y físicos, y químicos; ingenieros, y arquitectos, y diseñadores; médicos, y enfermeros, y nutricionistas; psicólogos, y antropólogos, y sociólogos que amen la literatura y la conviertan en su aliada para enseñar no sólo biología, y física, y química; ingeniería, y arquitectura, y diseño; medicina, y enfermería, y nutrición; psicología, y antropología, y sociología sino a entender cada una de esas disciplinas a través del maravilloso mundo de la ficción? Pues será de las ilusas propuestas y políticas educativas con que quiere refundar la escuela cada nuevo gobierno, o del etéreo y vanílocuo discurso de tantos académicos que, dopados con sus teorías insustanciales, mejor harían quedándose callados para de ese modo no añadir más confusión al caos en que nada, acaso desde siempre, nuestro pobre muy pobre sistema educativo.

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