sábado, 9 de abril de 2011

Diálogo-entrevista por momentos divergente con un escritor que admiro

Primero fueron las carcajadas que me arrancaban los informes de Pantaleón Pantoja a sus superiores; luego, el pasmo ante la ductilidad del relato -cómo se cuenta la historia que se cuenta- en La ciudad y los perros; después vinieron la sensualidad de doña Lucrecia y don Rigoberto y el demonismo de Fonchito; luego, el asqueamiento hacia Rafael Leónidas Trujillo Molina y lo que él representa, así como una solidaridad impotente para con la tragedia de Urania; después vino la disolución de Pedro Camacho como escribidor: uno de los más bellos fracasos humanos que la literatura haya inmortalizado; luego, las historias de Flora Tristán y Paul Gauguin escritas en clave de contrapunto; y recientemente fue la inscripción de la huachafería más peruana en los asuntos aptos para la ficción, huachafería que encarnan la polisémica niña mala y su relación con Ricardo Somocurcio. Ocho novelas que me convirtieron, a medida que las leía y releía algunas, en un convencido de que si a Mario Vargas Llosa no le concedían el premio Nobel no era, faltaría más, por escasez de méritos literarios, sino por razones muy diferentes que podían tener su explicación en la pasión con que el escritor vive la política o en sus “fijaciones” políticas, que terminan siendo una misma cosa. De manera que cuando me enteré de la noticia, que de tan postergada había adquirido una pátina de imposibilidad, no supe si alegrarme por la tardía pero justicia a fin de cuentas, o aceptarla como algo inevitable a largo plazo. Y para celebrar, decidí emprender la lectura de sus memorias -las cuales seguramente habrán de completarse pronto- que, dicho de forma harto superficial, giran en torno a dos ejes temáticos: la experiencia vital del ser humano y el escritor en ciernes y la experiencia política del candidato a la presidencia del Perú.

 Propongo entonces, le propongo a usted, maestro Vargas Llosa, un diálogo-entrevista en el que su voz la integren algunas de las ideas que, de diversos géneros, extracté de mi lectura de El pez en el agua, mientras que la mía, mi voz, quiero decir, serán las preguntas y consideraciones sobre sus ideas. ¿Le parece? Muy bien. Entonces, comencemos.


¿Qué repercusiones ha tenido el mestizaje en el Perú en particular, como origen y consecuencia a un mismo tiempo de la cultura que conformamos los latinos en general?

“En la variopinta sociedad peruana, y acaso en las que tienen muchas razas y astronómicas desigualdades, blanco y cholo son términos que quieren decir más cosas que raza o etnia: ellos sitúan a la persona social y económicamente, y estos factores son muchas veces los determinantes de la clasificación. Esta es flexible y cambiante, supeditada a las circunstancias y a los vaivenes de los destinos particulares. Siempre se es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado que otros, o se es más o menos pobre o importante, o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que otros, y toda esta selvática nomenclatura que decide buena parte de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y sentimientos -desdén, desprecio, envidia, rencor, admiración, emulación- que es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores y desvalores, la explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana. Es un grave error, cuando se habla de prejuicio racial y de prejuicio social, creer que estos se ejercen sólo desde arriba hacia abajo. Paralelo al desprecio que manifiesta el blanco al cholo, al indio y al negro, existe el rencor del cholo al blanco y al indio y al negro, y de cada uno de estos tres últimos a todos los otros, sentimientos, pulsiones o pasiones, que se emboscan detrás de las rivalidades políticas, ideológicas, profesionales, culturales y personales, según un proceso al que ni siquiera se puede llamar hipócrita, ya que rara vez es lúcido y desembozado. La mayoría de las veces es inconsciente, nace de un yo recóndito y ciego a la razón, se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano”.

Y del colombiano, el ecuatoriano, el boliviano, agregaría yo, que también he sido testigo de ese encono y esa ojeriza que engendra en el ánimo del “blanco” la piel del negro, y en el de este una piel más clara. Pero pienso que esa “caldera de odios”, como en algún momento de sus memorias usted define lo que para mí son los incomprensibles efectos del mestizaje en el Perú -término que se puede extrapolar a la realidad de casi toda nuestra América Latina-, también bulle, salvo que con diferencias de muchas índoles, en tantas otras latitudes donde ese odio interracial se denomina xenofobia o, de forma más general, discriminación. Creo que la fobia y el recelo exacerbado por el que no se me parece no es, ni con mucho, un lastre de nuestro subdesarrollo aún sin resolver, sino, más bien, una tara genética de los hombres que ni siquiera el “progreso” de la inteligencia humana ha podido combatir, tal vez por no tratarse de nada diferente que de un instinto que se resiste a la persuasión de los buenos argumentos.

 

Dando por sentado que los dos coincidimos en el hecho de que el desprecio interracial fluye en todas direcciones, ¿podría, no obstante, hablarse de una suerte de origen o “culpa” de esa mutua discriminación?

“Cuando se habla de prejuicio racial, se piensa de inmediato en el que alienta aquel que tiene una posición de privilegio hacia el que se halla discriminado y explotado, es decir, en el caso del Perú, el del blanco hacia el indio, el negro y las distintas variantes del mestizo (el cholo, el mulato, el zambo, el chinocholo, etcétera), pues, simplicando -y, en lo que concierne a las últimas décadas, simplicando mucho-, es verdad que el poder económico suele concentrarse en la pequeña minoría de ancestros europeos y la pobreza y miseria -esto sin excepción- en los peruanos indígenas y de origen africano. Esa minúscula minoría blanca o emblanquecida por el dinero y el ascenso social no ha ocultado jamás su desprecio hacia los peruanos de otro color y otra cultura, al extremo de que expresiones como “indio”, “cholo”, “negro”, “zambo”, “chino” tienen en su boca una connotación peyorativa. Aunque no escrita, ni amparada por alguna legislación, siempre ha habido en esa pequeña cúpula blanca una tácita actitud discriminatoria hacia los otros peruanos”.

Yo no sabría decir ni mucho menos explicar de qué otro modo podría reaccionar el que siempre o casi siempre ha estado bajo el yugo del que domina: ¿con gratitud?, ¿con resignación?, ¿con lealtad?, por supuesto que no. La enseñanza impracticable de que, como respuesta a una bofetada en una mejilla, hay que poner la otra, raya, pienso, en el sinsentido y la indignidad. Quizá sea por eso por lo que no logro percibir la “discriminación” del negro hacia el blanco como tal, sino, a lo sumo, como una respuesta que las circunstancias tan desfavorables y el sentimiento de la propia valía imponen a aquellos que han sido tantos siglos sus víctimas.

 

Tengo entendido que el distanciamiento que siempre separó a su padre de la familia de su esposa -es decir de su madre- se originó en esos odios endémicos entre peruanos, que en esta ocasión no tuvieron que ver nada con el color de la piel, sino con la clase social, y que, entre otras razones, la lejanía que él le imponía a usted con respecto a esos parientes que tanto quería constituyó una gran parte del sufrimiento que experimentó cuando apenas era un niño. ¿Puede referirnos un par de esas escenas que tan crudamente revelan el carácter irascible de su padre y el consiguiente padecimiento de usted y su madre?

“Era de noche y veníamos de alguna parte… Mi mamá contaba algo y de pronto mencionó a una señora de Arequipa llamada Elsa. “¿Elsa?”, preguntó él. “¿Elsa tal cual?” Yo me eché a temblar. “Sí, ella”, balbuceó mi madre y trató de hablar de otra cosa. “La grandísima puta en persona”, silabeó él. Estuvo callado un buen rato y de repente sentí dar a mi madre un alarido. La había pellizcado en la pierna con tal furia que se le formó luego un gran hematoma morado. Me lo mostró después, diciendo que no podía más”. “Con el consentimiento de mi mamá, me fui a la iglesia. Al salir, en medio de la gente, vi el Ford azul, al pie de las gradas. Y a él, plantado en la calle, esperándome. Viéndole la cara, supe lo que iba a pasar. O, quizá, no, pues era muy al comienzo y aún no lo conocía. Imaginé que, como habían hecho alguna vez mis tíos, cuando ya no soportaban mis travesuras, me daría un coscorrón o un jalón de orejas y cinco minutos después todo habría pasado. Sin decir palabra, me pegó una cachetada que me derribó al suelo, me volvió a pegar y luego me metió al auto a empellones, donde empezó a decir esas terribles palabrotas que me hacían sufrir tanto como sus golpes. Y, en la casa, mientras me hacía pedirle perdón, me siguió pegando, a la vez que me advertía que me iba a enderezar, a hacer de mí un hombrecito, pues él no permitiría que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa. Entonces, junto con el terror, me inspiró odio”.

 

Aparte de aquella relación disfuncional entre su padre y los Llosa que usted endilga a aquel odio de clases sociales en el que un mestizaje mal entendido tiene, en gran medida, la culpa, ¿hay en su familia otra situación que nos sirva de ejemplo de lo nefasto que resulta el desprecio por el otro en razón de su color de piel o su procedencia?

“He contado que mis abuelos trajeron de Cochabamba al Perú a un muchacho de Saipina, Joaquín, y a un niño recién nacido que una cocinera abandonó en casa. Ambos habían continuado en la familia, en Piura, luego en el apartamento de Dos de Mayo, en Lima, y, finalmente, en uno más amplio, que tomaron los abuelos en una quinta de la calle Porta, en Miraflores. Mis tíos le encontraron un trabajo a Joaquín, que se fue a vivir solo. Orlando, que había vivido siempre entre los sirvientes de la casa y que en esa época debía de andar por los diez años, a medida que iba creciendo se parecía más al tercero de mis tíos; más, incluso, que los hijos legítimos de este. Aunque en la familia no se tocaba nunca el tema, estaba siempre ahí y nadie se atrevía a mencionarlo ni, lo que es peor, a hacer algo para enmendar de algún modo lo ocurrido, o atenuar sus consecuencias. No se hizo nada, o, más bien, se hizo algo que empeoró las cosas. Orlando pasó a ocupar un estamento intermedio, una especie de limbo, que ya no era el de la servidumbre pero todavía no el de la familia. La Mamaé, que había regresado a vivir con los abuelos en la calle Porta, le armaba un colchón en su cuarto, para que durmiera allí. Y comía en una mesita aparte, en el mismo comedor, pero sin sentarse con los abuelos, los tíos y nosotros. A mi abuelita la trataba de tú y la llamaba, como hacíamos yo y mis primas, “abuela”, y lo mismo a la “Mamaé”. Pero al abuelo lo trataba de usted y le decía “don Pedro”, y lo mismo a mi mamá y a mis tíos, incluido su padre, al que llamaba “señor Jorge”. Sólo a mí y a mis primas y primos nos tutearía. Lo que debió de ser esa niñez, vivida en la confusión, de sirviente o poco menos para tres cuartas partes de la familia, y de pariente para el resto, y lo que de amargura, humillación, resentimiento y dolor debió de empozarse en él en esos años, es difícil de imaginar. Vaya paradoja que gentes tan generosas y nobles como los abuelos contribuyeran, cegados por prejuicios o tabúes que eran los de su medio y habían pasado a formar parte de su naturaleza, a agravar con ese ambiguo status en que lo hicieron vivir, el drama de su nacimiento. Años después, yo fui uno de los primeros de la familia en tratar a Orlando como pariente, presentarlo como primo, y tener con él una relación amistosa. Pero él nunca se sintió cómodo conmigo ni con ninguno de la familia, salvo con la abuelita Carmen, de la que estuvo siempre cerca hasta el final”.

La suya es una declaración valiente, a excepción del final, que afecta un tono de indulgencia que a ese “pariente” suyo no debió haberle pasado desapercibido. Y eso, además de lo extemporáneo del reconocimiento, me imagino que le resultó tan intolerable como la existencia ambigua a que lo forzaron de niño. Pero basta ya de discriminaciones sociales y étnicas, como se dice ahora. Lo invito a que hablemos de esa izquierda de la que usted en un día ya lejano fuera ¿miembro?, ¿militante?

 

¿Cómo define Mario Vargas Llosa, el escritor y el político, lo respetable en esa materia -en política, quiero decir-?

“Hay muchas maneras de definir lo respetable. En lo que a mí se refiere, me merece respeto el intelectual o el político que dice lo que cree, hace lo que dice y no utiliza las ideas y las palabras como una coartada para el arribismo”.

 

¿Yerro si concluyo entonces, a partir de su definición, que eso que usted denomina “intelectual barato” no es otra cosa que un militante de una ideología política cuyas acciones y discurso no guardan coherencia? ¿Quiere hablarnos un poco del momento en que surge la nominalización de aquella subespecie humana y del individuo que la inspiró?

“Antes, me devanaba los sesos tratando de adivinar por qué entre nuestros intelectuales, y sobre todo los progresistas -la inmensa mayoría-, abundaban el bribonzuelo, el sinvergüenza, el impostor, el pícaro. Por qué podían, con tanta desfachatez, vivir en la esquizofrenia ética, desmintiendo a menudo con sus acciones privadas lo que promovían con tanta convicción en sus escritos y actuaciones públicas. Matasietes antiimperialistas en sus manifiestos, artículos, ensayos, clases, conferencias, leyéndolos cualquiera hubiera creído que habían hecho del odio a Estados Unidos un apostolado. Pero casi todos ellos habían solicitado, recibido y muchos literalmente vivido de becas, ayudas, bolsas de viaje, comisiones y encargos especiales de fundaciones estadounidenses, y pasado semestres y años académicos en las “entrañas del monstruo” (según la expresión de José Martí) alimentados por la Guggenheim Foundation, la Tinker Foundation, la Mellon Foundation, la Rockefeller Foundation, etcétera, etcétera. Y todos gestionaban frenéticamente y muchos conseguían, por cierto, ir a injertarse como profesores a esas universidades del país al que habían enseñado a sus alumnos, discípulos y lectores a execrar como responsable de todas las calamidades peruanas. ¿Cómo explicar ese masoquismo de la especie intelectual? ¿Por qué esa desalada carrera de tantos hacia el país cuyas vesanias vivían denunciando, denuncias gracias a las cuales habían construido, en buena parte, sus carreras académicas y su pequeño prestigio de sociólogos, críticos literarios, politólogos, etnólogos, antropólogos, economistas, arqueólogos o poetas, periodistas y novelistas?”.

Permítame, maestro, que agrande un poco el estropicio con una anécdota que algunos de los lectores de este diálogo-entrevista de pronto encuentren valiosa. Resulta que, hace ya algunos años, conocí por azar al que a la sazón presidía el Partido Comunista Colombiano, personaje al que los terroristas paramilitares hicieron exiliar en Cuba, donde ingenuamente creí que estaría feliz de recalar: ¿acaso no es el sueño de todo adicto al castrismo vivir donde se fragua, hace ya tanto, “la revolución”? Pues ocurrió todo lo contrario. A poco de marchar muy contra su voluntad -ahora lo entendía-, comenzó el trasiego epistolar esta vez con alguien muy cercano a mí. Desespero, tedio, rabia e impotencia era lo que revelaban sus cartas, en las que aceptaba sin sonrojo que le hacían falta el whisky y las opíparas comidas que, en torno a la defensa de la izquierda y sus ideas, se celebraban con tanta frecuencia en nuestro país. Todo un comunista para sus correligionarios colombianos, incapaz de resistir, con todo y que disfrutaba del favor del comandante, los rigores del sistema-régimen tantos años defendido. No bien vio la oportunidad de regresar, no dudó en hacerlo, para reintegrarse a la “socialbacanería”, un término acuñado por alguien del que tendremos ocasión de hablar en extenso más adelante, y que describe -con mucho acierto, me parece- a esa izquierda que saca réditos personales de la lucha por los desfavorecidos, en clubes y entre whisky y whisky. Un estilo de vida cínico, de hombres duplicados que vociferan lo que sus actos desmienten, lo que no sé si me causa más risa que indignación o más indignación que risa.

 

Me asalta esta duda, o más bien estas dos preguntas: ¿le acarreó a usted su disenso con los personajes de marras consecuencias de algún tipo? ¿A qué se debe que aquella práctica que sus palabras y mi ejemplo señalan haya cobrado tanta fuerza entre muchos académicos y políticos de izquierdas?

“Desde mi ruptura con Cuba, a fines de los sesenta, había pasado a ser objeto de los ataques de muchos de ellos, pero, aun así, tenía la sensación de que actuaban como lo hacían -defendiendo lo que defendían- guiados por una fe y por unas ideas. Después de haber visto esa abdicación moral generacional de los intelectuales peruanos, en los años de la dictadura velasquista, descubrí lo que aún hoy creo: que aquellas convicciones no son para la gran mayoría sino una estrategia que les permite sobrevivir, hacer carrera, progresar […] Entonces entendí una de las expresiones más dramáticas del subdesarrollo. Prácticamente no había manera de que un intelectual de un país como el Perú pudiera trabajar, ganarse la vida, publicar, en cierta forma vivir como intelectual, sin adoptar los gestos revolucionarios, rendir pleitesía a la ideología socialista y demostrar, en sus acciones públicas -sus escritos y su actuación cívica-, que formaba parte de la izquierda. Para llegar a dirigir una publicación, progresar en el escalafón universitario, obtener las becas, las bolsas de viajes, las invitaciones pagadas, le era preciso demostrar que estaba identificado con los mitos y símbolos del establecimiento revolucionario y socialista. Quien no seguía la invisible consigna se condenaba al páramo: la marginación y frustración profesional. Esa era la explicación. De ahí la inautenticidad, esa -según fórmula de Jean-Francois Revel- “hemiplejia moral” en que vivían, repitiendo por un lado, en público, toda una logomaquia defensiva -especie de contraseña para asegurar su puesto dentro del establishment-, que no respondía a ninguna convicción íntima, mera táctica de lo que el anglicismo llama “posicionamiento”. Pero, cuando se vive de este modo, la perversión del pensamiento y el lenguaje resulta inevitable”.

Como inevitable ha sido el alejamiento de las generaciones posteriores a los años sesenta de la política. Y no sé cuánto hayan incidido en ese fenómeno cada vez más palpable las contradicciones del progresismo, tan capaz de seducir entonces la rebeldía y el inconformismo de los jóvenes.

 

Muchos de sus contradictores lo acusan de usar un doble rasero para juzgar lo atinente a algunas medidas políticas y económicas que se han tomado en ciertos países de América Latina, las cuales, sostienen, no son diferentes de las que se han tomado en países del Primer Mundo como Francia y su nacionalización de los bancos en tiempos de Francois Mitterrand.

“Quienes razonan así no entienden que una de las características del subdesarrollo es la identidad total del gobierno y el Estado. En Francia, Suecia o Inglaterra una empresa pública conserva cierta autonomía del poder político; pertenece al Estado y su administración, su personal y su funcionamiento están más o menos a salvo de abusos gubernamentales. Pero en un país subdesarrollado, ni más ni menos que en un país totalitario, el gobierno es el Estado y quienes gobiernan administran este como su propiedad particular, o, más bien, su botín. La empresa pública sirve para colocar a los validos, alimentar a las clientelas políticas y para los negociados. Esas empresas se convierten en enjambres burocráticos paralizados por la corrupción y la ineficiencia que introduce en ellas la política. No hay riesgo de que quiebren; son, casi siempre, monopolios protegidos contra la competencia y tienen la vida garantizada gracias a los subsidios, es decir, el dinero de los contribuyentes”.

Nosotros los colombianos sensatos, por desgracia tan escasos en los tiempos que corren y acaso en todos los tiempos, reconocemos en los dos períodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez la convicción convertida en práctica de que, como usted lo compendia, “el gobierno es el Estado “, que administró, junto con sus adláteres, como “su propiedad particular, o, más bien, su botín”. Y no es que Colombia no supiera de corrupción antes de que Uribe Vélez llegara a la Casa de Nariño en 2002 (pues nuestro país, como el suyo, sufre sus efectos desde tiempos inmemoriales), sino que asistió a un fenómeno prácticamente -y digo prácticamente por el odioso precedente de Samper- desconocido hasta aquella fecha: la instauración de la trampa, el chanchullo y la ilegalidad a todos los niveles, que en adelante se perpetrarían sin pudor e, incluso, como quien de antemano sabe que su obra es legítima y necesaria. Si alguien quiere ejemplos de argucias discursivas tendentes a encubrir prácticas de corrupción nefandas, no tiene más que estudiar las réplicas del expresidente Uribe Vélez cada que un nuevo escándalo estallaba y estalla en los medios de comunicación. O las de sus paladines, tan dispuestos a desviar la mirada y a hacer pasar por transparente lo que, a los ojos de cualquier ciego como yo inclusive, desborda lo tenebroso.

 

¿Qué representa -no me atrevo a utilizar el pretérito de indicativo- Fujimori o el fujimorismo para el Perú?

“La desaparición de la legalidad y el retorno de la era de los ‘hombres fuertes’, de gobiernos cuya legitimidad reside en la fuerza militar y las encuestas de opinión”.

Se me antoja que no en vano a Uribe y el uribismo se los compara con Fujimori y el fujimorismo, de los que su amigo Plinio Apuleyo Mendoza y otros adictos al expresidente buscan siempre, sin embargo, diferenciarlos. Pero tiene usted razón, pues las encuestas de opinión, que hasta hoy le han sido favorables a quien gobernó a Colombia entre 2002 y 2010, le dan el aval para que, incluso ahora que se encuentra apeado del poder, siga opinando y torpedeando algunos proyectos de ley que muy mal le caen a su talante de “hombre fuerte” que usted, discúlpeme la franqueza, jamás censuró ni de lejos con la misma vehemencia con que ha censurado el de Chávez, pongamos por caso. Y claro que sé que, sometidas a comparación, las prácticas corruptas y politiqueras del venezolano, de tan desproporcionadas y torpes, hacen que las del colombiano les parezcan a algunos temas de escasa valía, actitud que puede denotar ignorancia o artería, como sucede con su amigo escritor y columnista, que de ignorante no tiene un pelo pero una cabellera de artero.

 

¿Qué les preguntaría usted a esos peruanos, colombianos y venezolanos que añoran y defienden a capa y espada a sus caudillos y los desmanes de estos, que se escudan tras el argumento de que no representan los intereses ni las ideas partidarias de viejo cuño?

“¿De qué sirve la saludable reacción de la ciudadanía contra el apolillamiento de los partidos tradicionales, si ella conlleva la entronización de esa agresiva forma de incultura que es la ‘cultura chicha’, es decir, el desprecio de las ideas y de la moral y su reemplazo por la chabacanería, la ramplonería, la picardía, el cinismo y la jerga y la jerigonza?”.

Un caudillo ora de derechas -Uribe-, ora de izquierdas -Chávez- no se distingue del otro en lo esencial: los dos -Uribe y Chávez- desprecian toda idea que difiera de su monolítica visión del mundo; para ninguno de los dos -ni para Uribe ni para Chávez- existe más moral que la de su código personal; los dos -tanto Uribe como Chávez- son chabacanes, ramplones, pícaros y cínicos redomados que apelan en sus arengas panfletarias e incendiarias a la jerga y la jerigonza para captarse el favor de los que en ellos ponen sus esperanzas.

 

Yo no podría concluir este diálogo-entrevista con nuestro Nobel peruano sin hacerle una pregunta -la penúltima- cuya respuesta deseo más que nada en este momento conocer. ¿Cómo influyeron los años que le dedicó a la militancia política en su perspectiva sobre la ficción, si es que lo hicieron?

“Desde muy joven he vivido fascinado con la ficción, porque mi vocación me ha hecho muy sensible a ese fenómeno. Y hace tiempo que he ido advirtiendo cómo el reino de la ficción desborda largamente la literatura, el cine y las artes, géneros en que se la cree confinada. Tal vez porque es una necesidad irresistible que la especie humana trata de aplacar de cualquier modo y aun por conductos inimaginables, la ficción aparece por doquier, despunta en la religión y en la ciencia y en las actividades más aparentemente vacunadas contra ella. La política, sobre todo en países donde la ignorancia y las pasiones juegan un papel tan importante en ella como el Perú, es uno de esos campos abonados para que lo ficticio, lo imaginario, echen raíces”.

 

He de confesar a usted y a los lectores cuánto me sorprendió el enterarme, leyendo sus memorias, de que Mario Vargas Llosa es prácticamente un abstemio, pues se tiene la sensación -al menos yo la tengo, o ¿la tenía?- de que en cada escritor y en cada artista reside un “dipsómano”. (Apelo a este término ante el desprestigio en que ha caído la palabra bohemio y la bohemia misma.) Pero eso no es todo. También se piensa que en cada escritor y en cada artista reside un Casanova con sus 132 conquistas, una idea que sobre usted acrecienta la exuberancia erótica que despliega en esas dos novelas en las que la sensualidad de doña Lucrecia y don Rigoberto -y la incipiente pero incisiva de Fonchito- es, por encima de ellos, protagonista de primerísimo orden. ¿Participa usted de esa reputación donjuanesca que tan bien parece conocer?

“Nunca he sido bueno en el deporte común de meter cuernos, que he visto practicar a mi alrededor, a la mayor parte de mis amigos, con desenvoltura y naturalidad; yo me enamoraba y mis infidelidades me acarreaban, siempre, traumas éticos y sentimentales”.

Quiero agradecer al maestro Mario Vargas Llosa, en nombre de la Sagrada Secta de los Ciegos en América Latina y de su blog, los cuales me honro de presidir, por este diálogo-entrevista que nos concedió a través del oráculo de su voz presente en sus memorias, y por sus respuestas siempre inteligentes y respetuosas del también sagrado derecho a la discrepancia.