miércoles, 28 de enero de 2015

Mi yo animal

“Creo que podría vivir con los animales,
Son tan plácidos e independientes,
Me detengo y los observo largo rato.
Ellos no se trastornan ni gimen por lo que les toca vivir,
No se desvelan llorando por sus pecados.
No me abruman con discusiones sobre el deber para con Dios.
Ninguno está insatisfecho, ninguno enloquece con la manía de poseer cosas,
Ninguno se arrodilla ante otro ni ante sus antepasados que vivieron hace miles de años,
Ninguno es respetable o desdichado en toda la faz de la tierra.”
Walt Whitman
“Es una cosa rara. Me deja atónito pensar en la irrefutable certeza de que dentro de cien años toda criatura viva sobre la tierra, a excepción de unas cuantas tortugas gigantes y algún resistente pastor de yaks del Ladakh, estarán muertos. No es algo que necesariamente deplore: menuda superpoblación si las cosas fueran distintas. Y, de hecho, con frecuencia me parece que lo que debería aterrarme no es tanto el fallecimiento de los que ahora viven, sino la perspectiva de ser reemplazados por una nueva remesa de memos y bribones, con sus necesidades, terrores y pequeñas tragedias. Sí, este pobre mundo haría mucho mejor en librarse de nosotros del todo; dejádselo a las hormigas, digo yo.”
John Banville


No sé si el amor a los animales -o a lo que sea: los niños, los ciegos, los negros…- se traiga de la nada de que procedemos o si se aprenda de quienes nos crían -o nos malcrían- y nos rodean. Tampoco sé si mi devoción por la mayoría de ellos -no me refiero, por las dudas, a los negros (que me caen en gracia), ni a los ciegos (“¡Míralos, alma mía; son en verdad horrendos!”), ni a los niños (que me enternecen o me horrorizan pero que en ningún caso soporto cerca más de veinte minutos), sino a esos seres que no fingen, que no simulan, que no calculan; ni engañan ni mienten ni traicionan ni mucho menos sonríen hipócritamente- sea la consecuencia de alguna especie de karma o diátesis afectiva. Solo sé que a ellos, a mis hermanos menores (como los llamaban el buenazo de Francisco de Asís y mi maestro -¡ese sí un maestro!- don Luis Enrique Suárez y Quevedo, quien les entregó su vejez), dedico este recreo escrito que solo busca perpetuar la memoria de toda la dicha y de toda la desdicha que mi visceral relación con ellos me ha deparado.


Los animales en mi infancia

Nací en un hogar en el que el sufrimiento humano jamás fue escaso, como tampoco lo fueron las caricias, las palabras amorosas, los momentos felices o las lecciones de respeto y afecto para con el otro aunque, más que nada, para con los verdaderamente vulnerables: plantas y animales. De mis padres (que en lo fundamental -la capacidad de amar- eran prácticamente idénticos) crecí oyendo toda suerte de diminutivos (horrorosos cuando sobran, entrañables cuando se precisan), con los que nos enseñaban a no maltratar lo verde -“Hay que hablarles y acariciar a las maticas”, decía mi mamá con esa incomparable voz ronca suya- o lo peludo -“No molestés al perrito”, decía mi papá con su bello acento paisa, hoy casi extinto-. Ninguno de los dos soportaba las imágenes televisivas de violencia contra los animales y, cada vez que podían (la abundancia no era la norma en nuestra casa), aliviaban con sobrados limpios a cualquier perrito callejero que rodara con la suerte de pasar por allí uno de esos días en que mi madre no se veía obligada, para que no nos fuéramos al colegio o a la cama con hambre, a emular, con sus manos milagrosas, el prodigio de la multiplicación de los panes y los peces.

Y fue gracias a uno de tantos ‘peludos’ abandonados (¿por qué traigo esta anécdota a cuento? Pues porque ese día comprendí que se es porque se sufre) que, siendo aún muy pequeño -no había empezado a estudiar la primaria todavía-, comencé a cuestionarme la deleznabilísima bondad infinita del dios en que mis padres creían y su dichosa omnipotencia. Que no lograron -ni juntas ni por separado- que un animalito que se me acercó a buscar afecto y a brindarme el suyo una tarde de la que apenas conservo el dolor que me inspiró su desamparo y el no taxativo de mi madre, se quedara con nosotros. “No hay con qué darle comida todos los días”, fue su justificación. “Pues le damos la mía, o le pedimos a Dios que nos mande más -se me ocurre que le repliqué yo de inmediato-”. Ella, sensata desde siempre, se mantuvo inexpugnable y, por otra parte, a casa no llegó tampoco la holgura que veíamos en otras familias de veras bendecidas por eso que a diario invocaban en vano mis padres.

Lo que sí llegó algunos años después a nuestro hogar de cinco fue un sexto miembro, que a diferencia de los tres niños y de los dos adultos se desplazaba en cuatro patas, movía la cola de alegría y la escondía por el miedo o la tristeza, celebraba la llegada de cualquiera de nosotros con carreras desde el patio hasta la puerta y con saltos hasta el pecho alternados con chillidos de gozo. Era medianita, amarillita clara -de eso doy fe- y dicen que tenía más cara de gato que de perro, pues unos bigotes negros y largos presidían ese hocico que tantas veces besé. Nos la regalaron siendo ella apenas un cachorro (por mucho que intento rememorar el día feliz de su llegada, ¡no puedo y no puedo!), y vivió entre nosotros y para nosotros cinco años más o menos, que terminaron como casi siempre terminan las alegrías más intensas: con un dolor hondo y lancinante, que nada puede borrar.


Muñeca la llamamos (en los violentos años ochenta, que Colombia recuerda con particular crispación, aún no se estilaba -al menos así me lo parece hoy a mí- esa costumbre tonta de agraviar a las mascotas con nombres de humanos), sin pensar en que ese sustantivo contrariaba de todo punto lo manifiesto: su “fealdad”, que a ninguno importaba y menos a mí. Porque Muñeca era, como todo perro criollo que se respete, sagaz como solo lo pueden ser ellos e inteligente. Bueno: a más de tierna, juguetona y amorosa.

Muñeca
Le celebrábamos -con ponqué Ramo y velitas- sus cumpleaños y, cada que la bañábamos, la envolvíamos en una toalla como a un bebé y la secábamos con secador de pelo para ahuyentarle el frío del agua tibia. La perfumábamos con el perfume francés de turno de mi mamá (sí señores: ¡pobres pero pinchados!) y, para rematar, la adornábamos con un moño rojo bien visible, que hacía desternillarse de risa a quienes nos visitaban.


Sin serlo, Muñeca era capaz de hacer las veces de perro guía, no sé si con lujo de detalles puesto que jamás he tenido uno; de jugar fútbol conmigo (oficiaba de arquero y detenía la bola con sus dos patas delanteras); de compartir su cama con una gallinita negra que quedó viuda de su quico -así llamaba mi papá a esa pareja de aves oscuras: los quicos- a manos de un perro sinvergüenza al que se le prohibió la entrada a nuestra casa el mismo día de ese magnicidio que a él, a mi papá, lo quebrantó hasta el llanto; de cazar ratones con la habilidad con que solo lo hacen los gatos -de cuya fisonomía, según tengo dicho, participaba-; de disfrutar de su celo con el perro de su preferencia en un parque que quedaba lejos de casa y de volver al hogar sana y salva, aunque convertida en la futura madre de tres cachorros que hubieron de precederla en una desgracia que, bien mirada, no lo fue para ellos ni remotamente en la misma medida en que lo fue para ella y para nosotros.

Por entonces, mi padre no hacía sino tomar y despeñarse cada vez más hondo en la sima de la irresponsabilidad del alcohólico consumado. Primero fue un mes de arriendo que no se pagó y luego otro, y otro, y otro, y otro, y otro, y otro y otro, hasta ajustar casi un año de alquileres no saldados de una casa verde y espaciosa que me habría gustado comprar con mis deseos de niño, y de la que seguramente no habríamos salido si de sus dueños (una de la gente más generosa que hasta hoy haya conocido) hubiera dependido. Pero mi mamá había tomado la decisión irrevocable de irse de allí con nosotros: con mi papá pese a todo, con mi hermana, con mi hermano y conmigo, mas no con nuestra Muñeca, para quien no hubo cabida en esa maldita casa de parientes maternos en que por desgracia vinimos a caer para sufrir no solo estrecheces, sino humillaciones sin nombre de las cuales la peor y la más dolorosa fue la condición que nos impusieron para arrendarnos un apartamento diminuto, que no alcanzaba a ser ni una quinta parte de la vivienda que acabábamos de desocupar: “Nada de animales”, nos advirtieron los muy hijueputas. De modo que, ante la sinsalida, empezamos a buscar quién se pudiera hacer cargo de nuestra mascota, que nunca debimos haber abandonado, no solo por la lealtad que nos profesaba, sino también por dignidad.

Me cuentan -yo preferí no estar presente- que cuando vinieron por ella y le pusieron su collar de siempre, la perrita tiraba de la cadena y se negaba a caminar en la dirección de su nuevo destino, que terminó por doblegar a nuestra cobardía y postración. Volvíamos a ser una familia de cinco miembros lacerados por las circunstancias tan desfavorables del momento y por la pérdida del único inocente de sus integrantes, al que recordamos muy a menudo con gratitud y tristeza, aunque con la tranquilidad de saberlo ya muerto.

Tuvieron que pasar algunos años para que a nuestro hogar llegara -¡por fin!- la alegría de una segunda mascota: un hermosísimo Cocker Spaniel que tuvimos el tino de rescatar de una de esas casas habitadas por cafres que únicamente piensan en los apremios de los cochinos bípedos. De resultas de tal mezquindad, su alimento allí consistía apenas dizque en cáscaras de papa y en absolutamente nada más. Es decir que mientras que mis padrinos y sus hijos se hartaban como cerdos, a nuestro Alf lo dejaban morir de hambre y de descuido.

Le pusimos Alf porque, a la sazón-transcurrían los últimos años de la penúltima década del “siglo XX cambalache, problemático y servil”-, aquel extraterrestre, travieso como el que más, tenía cautivos a los niños de muchos países, entre ellos a los colombianos. Mi hermano le “inventó” una voz semejante a la del Alf original y una historia, esa sí bastante genuina, que terminó por parecernos -a los niños que seguíamos siendo- más real que la misma realidad.

Según esa ficción fraterna y los hechos comprobables de aquellos días, nuestro perro tenía un papá (mi propio hermano), dos tíos (mi hermana y yo) y dos abuelos (naturalmente nuestros padres), que jamás le castigaron nada: ni la osadía de haberse comido -una mañana en que estaba recién llegado a casa y por tanto todavía hambreado- todas las albóndigas que había para el almuerzo; ni las muchas ocasiones en que -por cinismo o por venganza- orinó cubrelechos y cortinas. Nada. Al contrario.


Alf con la familia y los amigos
Como nuestro Alf era, a efectos prácticos, el bebé de la casa, los dos lo complacían en todo cuanto podían. Así, no era raro que mi papá llegara, borracho o en su sano juicio, con los bolsillos cargados de mecato para “Alfredito”, como se obstinó en llamarlo desde que aterrizó, famélico, en nuestro hogar y abandonó este mundo, sacrificado por amor. O que mi mamá, no obstante las escaseces de algunas jornadas, menguara un poco más las cinco raciones de comida a fin de que al “perrito” no le faltara el alimento, que felizmente nunca le faltó. 

Alf
Pero si Muñeca fue inolvidable por todo lo que ya dijimos y mucho más, nuestro bellísimo “trapero loco” (trapero por sus orejas largas y peludas y loco porque, a su modo, todas las bolas de pelos lo son) no le fue a la zaga. Noble entre los más nobles, Alf jamás mordió a nadie por mucho que lo hostigaran. A lo sumo y para sacarse de encima el fastidio que tal vez le ocasionaban las demasiadas caricias mías o de mi hermana, emitía un gemido de perro mimado a la par que se marchaba adonde pudiera estar solo unos instantes, para luego regresar en busca de más. Y, dado que pronto se volvió sedentario y dormilón, nadie lo superaba ‘haciendo locha’. En días de inacción, por ejemplo, nada nos parecía a los cinco más deleitoso que tumbarnos con él a ver televisión -que lo traía sin cuidado- y a comer golosinas -que lo hacían babear de la dicha: de una dicha efímera y, como todas las dichas, perpetuamente amenazada-.


Los tres hermanos estábamos aún tan jóvenes el día en que a nuestro perrito le dio su primera crisis de epilepsia que, cuando perdió la conciencia y empezó a patalear y babear en medio de la cocina, no se nos pasó siquiera por la cabeza que pudiera tratarse de esa enfermedad -todo lo que haga sufrir a la materia y al espíritu lo es- que, algunos años después, habría de asediar a dos de nosotros, si bien no con la crueldad con que lo asedió a él. Primero fueron dos convulsiones cada semana (¿por qué no lo llevamos, justo en ese momento, a un veterinario? ¿Seguíamos siendo acaso tan pobres como para no haberlo hecho?), y luego una todos los días, dos diarias, cinco, diez y, no exagero un ápice, quince y creo que veinte. Hasta que llegó la hora más dolorosa para cualquiera que ame a su mascota con la intensidad y la dedicación con que en este hogar hemos amado a las nuestras: la hora del sacrificio, por amor, del -reitero- único miembro inocente de la casa; la hora de la bendita eutanasia, que debería administrarse a todo ser vivo sufriente sin que medie ningún tipo de ley estatal o supuestamente divina.

Le correspondió a mi hermana -de lejos la más valiente de los cinco- la penosísima tarea de llevarlo, ahora sí, al veterinario para que, mediante inyección letal, lo pusiera a dormir el sueño de los verdaderamente justos. Entretanto, mi madre en su trabajo, mi padre en la cantina de turno, mi hermano en su oficina y yo en mi colegio, jugábamos a concentrarnos cada cual en lo suyo para no romper a llorar delante de extraños y más bien reservar aquel tormento para la intimidad del hogar, que presenció cómo cinco personas, abatidas por la maldita muerte (que a veces es bendita), manifestaron su dolor con lágrimas y anécdotas compartidas en familia.


Los animales en mi presente

No recuerdo si, tras esa segunda pérdida, hicimos al alimón la promesa de renunciar a la posibilidad de acoger en lo sucesivo a nuevas mascotas, o si cada uno de nosotros se prometió lo mismo por separado. El caso es que estuvimos ayunos de dichas y de sufrimientos de esta índole durante veinticinco años; veinticinco años en los que hubimos de conformarnos con las esporádicas caricias a ‘peludos’ ajenos y con las nostalgias que nos provocaba el recuerdo de Muñeca y Alf. Añorábamos, eso sí, los días en que fuimos felices gracias a ellos, pero conjurábamos cualquier tentativa de adopción o compra acordándonos de lo mucho que nos dolieron sus desapariciones.

El año pasado, sin embargo, todo -el azar y el deseo- se conjugó para que en nuestra casa volviera a haber una mascota. Una de mis estudiantes me ofreció, no sé por qué -¿hablé en clase de mi querencia?-, una siamesa bebé, cuya adopción deseché al punto: mi madre sufre de los bronquios y se me figuró de pronto (para nadie es desconocido el estigma que pesa sobre estas fieras en miniatura) que su dolencia podía empeorar. De modo que le dije que no, pero me comprometí a ayudarle a buscar un hogar para su gatita, que terminó por ser nuestra.


Micaela
Luego de llamar aquí y allá, finalmente un allegado aceptó de buen grado hacerse cargo de la nené, y me pidió el favor de que se la tuviera en mi casa una semana que duraría un viaje que tenía que hacer. Pues bien, tras dos días con ella, resolvimos -no sin cierto cargo de conciencia- quedárnosla, ya que en cuestión de horas estábamos enamorados sin remedio: de su tibieza y suavidad (el que nunca haya acariciado a una de estas hermosuras se pierde de una de las mejores sensaciones táctiles que yo haya experimentado en cuarenta años de vida turbulenta); de su dulzura e inteligencia (no pensamos que los gatos lo pudieran ser -dulces e inteligentes, por si acaso- en semejante medida); de su locura y sosiego (nos parecía increíble que esa criatura de Dios, que no existe, pudiera pasar, y en apenas segundos, del desenfreno más inimaginable a la quietud más absoluta); de ella toda y de todo su ser, bendito donde los haya.

¿Quieren saber ustedes cuánto duró la dicha suma de tener a Micaela (creo que dije ya que repruebo los nombres de humanos para los animales, pero es que nuestra Micaela era tan “mica” que ningún otro le casaba) entre nosotros?, ¿de veras lo quieren saber?: escasísimos cuarenta y cinco días, que se esfumaron a la velocidad a la que se esfuma un orgasmo.


Micaela en su cama
A mí sí me habían dicho (y no una, sino muchas veces) que tuviera cuidado con las ventanas del apartamento, tanto más cuanto que el nuestro queda en un piso dieciocho. No obstante, se me antojaba inverosímil que Micaelita pudiera cometer la temeridad de querer volar no teniendo alas, y tuve que comprender, en la peor de las formas, eso de que “la curiosidad mató al gato”.

Era domingo. Dos de noviembre de 2014. Las cuatro o cinco de la tarde. No hacía mucho, había estado jugando con ella en mi habitación. ¿A qué? ¿Con qué? A algo que no tenía nombre pero que consistía en hacerla correr en pos de un pedazo de cabuya, amarrado a un cordón de zapato. Adoraba ese rudimento de juguete. De repente se cansó y se quiso ir, voluntariosa como todos los gatos, a sestear con mi madre y con mi hermana, que descansaban en la alcoba contigua. Yo aproveché para ventilar la mía, eso sí, con la puerta cerrada. Al cabo de cierto tiempo, mi mamá me llamó a tomar onces: avena caliente y tostadas con queso crema y mermelada. No caí, mientras comía, en que había dejado, camino del comedor, la puerta de mi habitación de par en par. Las dos ventanas permanecían abiertas.

Recuerdo que la nené dormitaba en la única silla que estaba vacía. Nosotros conversábamos, ignorantes de lo que se nos venía encima. De pronto, la echamos de menos. Ya no estaba en esa silla. Empezamos a llamarla. A abrir gavetas y cajones, queriendo aplazar la constatación de lo que los tres presentíamos. Esperábamos oír su cascabel de un momento a otro. Pero nada: ni rastro de nuestra gatita por ninguna parte. El dolor ya me latía en las sienes. Hablábamos a trompicones y nos interpelábamos con desespero.
Micaela tomando el sol
Mi mamá y mi hermana bajaron al parque de estas torres en que vivimos desde hace casi una década, rezando para no encontrarla. Entretanto, yo seguía abriendo y cerrando gavetas y cajones, rezándole no sé a quién para encontrarla. En vano.

Tocaron la puerta. Yo no quería abrir pero abrí. A partir de entonces, todo fueron lágrimas y lamentaciones, reniegos y maldiciones. Caricias angustiosas a ese cuerpo tibio pero ya muerto.

Me fui dizque a dormir. Hacía mucho tiempo que los deseos de saltar por la ventana por la que la había dejado volar, sin alas, no me acometían con tanta fuerza. Una vez más, sin embargo, la maldita consideración a los que amo me retuvo.

Amaneció no sé cómo. Encendí el computador y me di a la tarea de buscar números de teléfono de funerarias para animales. Nos horrorizaba la idea de tirar sus restos a la basura, algo que, para qué negarlo, se nos pasó por la cabeza, que a esa altura no nos daba para mucho.

Se la llevaron. De inmediato, les hice saber a ambas que, ojalá ese mismo día o a más tardar el siguiente, iba a traer otro gatito también bebé. Pero no, como podían estar pensando, para reemplazar a nuestra Micaela, sino para darle nuevamente la oportunidad a la esperanza y sacar a patadas de nuestras vidas la desesperanza de no haber sido, hasta aquel día (¡otro día aciago!), afortunados con las mascotas.

Cumplí mi palabra. Micaela se desvaneció aquel domingo y Tita tomaba posesión del trono ese mismo miércoles, 5 de noviembre de 2014. No parecía una reina sino una infanta. Así de pequeñiTita era.

Tita
La adoptamos en Zoonosis. Nos mostraron más o menos seis gatitos, todos recién nacidos. Nos dijeron que tenían mes y medio; que si queríamos hacernos cargo de alguno teníamos que comprometernos a llevarlo a vacunar más adelante y a esterilizar pasados unos meses. Yo asentía a cada indicación, emocionado.

Creo que los cargué a todos. A ella la primera. Mi novia me la alcanzó, embargada por la ternura. Le pedí que me la describiera, al tiempo que la acariciaba y la besaba casi con angustia: tenía tres colores (naranja, negro y blanco); semejaba un tigre en miniatura. Pero se sentía frágil y expuesta.

En lugar de maullar, piaba como un pollito. Día y noche. Quería siempre estar al calor de un cuerpo que supliera la falta de la madre, que parió a su camada en plena calle. Es decir que habíamos adoptado a un animalito más que indefenso y vulnerable.

Se nos enfermó, primero de una infección intestinal que superó gracias a la presteza con que la hicimos atender. Después, probablemente a consecuencia de una vacuna que se le aplicó a destiempo (demasiado pronto para el peso que tenía: menos de un kilo), fue necesario llevarla otra vez al veterinario, que diagnosticó, a la luz de un hemograma, una leucocitosis que debió combatírsele con antibióticos. Nuevamente se repuso para que la alegría tornara a esta casa.


Tita el día de su adopción
Desde que nos levantamos -principalmente yo, que duermo con ella-, no hacemos otra cosa que consentir a Tita, jugar con Tita (a las escondidas, a los atrapados, al rejo quemado, al túnel del tiempo…), reírnos de Tita (de sus ocurrencias, de sus piruetas, de sus caprichos) y admirarnos de Tita: de que come frutas y exige que le demos trocitos de fruta (manzana, granadilla, pera, fresa, ciruela, piña, banano y, ¿no estará loca esta gata?, gua-ná-ba-na); de que, pese a sus orígenes modestos y a su modesta crianza, parezca tan saludable hoy. ¿Será que por fin vamos a poder decir en esta casa, al cabo de algunos años que ojalá sean muchos, que nuestra gaTita murió de puro viejita? Nada nos haría más felices.



Tita junto al árbol de navidad
Epílogo

Pero que no quede la sensación de que mi relación con los animales se ha circunscrito a mis mascotas. Claro que no. Desde muy pequeño, iba en vacaciones a la finca de mi abuelita materna (una de las imágenes-fuerza más poderosas con que cuento) para, entre otros placeres, oír graznar los gansos y mugir las vacas y relinchar los caballos y gruñir los marranos y croar las ranas y darles de comer a las gallinas y rogar para que me dieran un paseo a lomos de mula o de yegua. Una dicha que duró lo que duró mi infancia, la cual siento que concluyó con la pérdida irreparable de aquel paraíso.


Transcurrieron muchos años antes de que el destino me ligara a alguien que, como yo salvo que con mayor pasión si cabe, piensa y siente que si la vida no pierde del todo su justificación es gracias a los animales. Con ella, a falta de la posibilidad de poner por obra nuestro común sueño (trabajar por su bienestar en un zoológico o en una reserva natural o rescatándolos de las calles y de la crueldad de los cobardes), hemos optado por criar, con el amor y el desvelo que se le dedican a un hijo que se ama, las únicas mascotas que le admiten en su casa, donde por desgracia predomina la zoofobia: jerbos y cuyes.


  
                                                                                                                                      Motas y Roscas, los cuyes



    
Chucho y Coco, los jerbos

Asimismo y para hacer menos impaciente la espera del momento en que nuestro deseo cristalice, cada que podemos concurrimos a sitios o espectáculos en los que los animales son los protagonistas. Para mí, en mi calidad de ciego de nacimiento y adorador de esas existencias, acariciarles tras tantos años de ignorancia la cara a múltiples caballos, darles de comer a marranos y cabras, aprender a ordeñar una oveja, treparme a lomos de un toro descornado o introducir mi mano en la boquita de un hipopótamo en el Zoológico Matecaña a instancias de uno de esos seres humanos que no hablan de inclusión porque quizás ni siquiera conocen el término, que sin embargo comprenden mejor que cualquier teórico de relumbrón, son acontecimientos dignos de fotografías que nunca voy a poder ver pero de las que me enorgullezco como si de obras maestras se tratara. Y si creen que exagero o hago alarde de muy poco, cierren los ojos e intenten imaginarse siendo ciegos desde la cuna y anhelando descubrir el mundo por medio de sus manos a ver si estas imágenes que aquí comparto con ustedes no constituyen, juntas y por separado, milagros que estoy obligado a divulgar entre los interesados y los curiosos.



       
                                                                           Las iguanas                                               El búfalo                                                   'Resplandor'

      
      
                                                                         Los corderos                                            La avestruz                                                    La oveja


      
                                                                           Los cerditos                                       El cachorro de pug                                                Los gatos


Ah, antes de que me despida y se me olvide. En mi vida tengo un sueño, que tal vez usted me pueda ayudar a realizar. No quiero morirme sin haber acariciado, de los pies a la cabeza, a un león, a un tigre, a un leopardo, a una pantera… ¿Que cómo? Pues como muestran a menudo en Animal Planet: cuando estén sedados porque los están examinando u operando. ¡Y no me vayan a salir con que eso no se puede! Lo único que necesito es un ser con la temeridad y la verraquera del empleado del Matecaña, quien en su momento me restituyó, aun cuando fuera nomás durante diez minutos, la fe en el género humano, al que quisiera renunciar para convertirme en gato y casarme con Tita.