domingo, 30 de octubre de 2016

Escritores que sí saben lo que es un maestro

¿Docentes? Muchísimos tuve. Sus nombres se me han borrado de la memoria, como suelen desvanecerse de ella las insustancialidades. Y como los rostros para mí no significan prácticamente nada, pues los he olvidado por completo. ¿Buenos profesores? No llegan a veinte. De ellos, si bien no de todos, conservo sus nombres y mi admiración por su conocimiento y sus metodologías. Poco más. ¿Maestros? Apenas tres, a cuál más inolvidable.

Se llamaba José Higinio Jiménez Fajardo y lo conocí en plena adolescencia, mientras repetía octavo grado en el colegio del que salí. Cuando llegó a mi salón y lo oí hablar, carismático, me ilusioné con que Álgebra, la materia que él tendría a cargo y que yo iba perdiendo a más de otras dos o tres, estaba salvada. Pero andaba errado.

-Yo no puedo hacer eso. Más bien, ¿por qué no repite el año y aprende álgebra conmigo? De nada le va a servir pasar por pasar, si más adelante va a tener problemas en materias más complicadas que esta. ¿Qué dice?

Qué iba a decir. Que tenía razón y que nos veríamos el año siguiente para aprender a su lado. Y aprendí. No solo álgebra -que ya no recuerdo-, sino vida: porque de los maestros -ocasionalmente de los buenos profesores y jamás de los docentes- eso es lo que se aprende: vida.

Con él comprendí, aún sin saber que al cabo iría tras sus pasos vocacionales, que la ética del maestro genuino no reside, pongamos, en que sus estudiantes no lo vean fumar (no solo fumaba; lo hacía en la puerta misma del salón, mientras nosotros resolvíamos uno de sus ejercicios de factorización), ni en hablar el lenguaje decoroso que se espera de un educador (hablaba con desparpajo y hasta con atrevimiento), ni en esforzarse por ser un modelo de fachada para los muchachos, sino en ser consecuente con su concepción de la educación, que él cifraba en una exigencia a fondo, la cual matizaba con generosísimas cantidades de afecto y humor.

Sí. Cuando pienso en la razón de que todos sus estudiantes -sin excepciones o con excepciones que yo no conocí- quisiéramos tanto a Higinio, como lo llamábamos cariñosamente en su ausencia, concluyo que lo queríamos por su deseo de que descubriéramos no el álgebra a secas, sino la idea filosófica del álgebra. Es decir, su utilidad en la cotidianidad y su importancia en la historia de la humanidad. Un afecto que tenía que ver igualmente con su talento pedagógico, que nos llevaba de la concentración en sus explicaciones, claras como el agua más clara, a la hilaridad que provocaban muchos de sus comentarios, cargados de una gracia y hasta de un doble sentido inimitables.

A Teresita Rozo, la segunda de los tres maestros que la vida me deparó, la tuve como profesora -de Introducción a la Lingüística, de Análisis Lingüístico y de Fonética Española- tres semestres: los tres primeros de mi licenciatura. Tiempo suficiente para haber aprendido a valorar sus calidades humanas y su vocación magisterial, que la impelían a comportarse, no con la soberbia y la distancia de demasiados catedráticos, sino con la preocupación y el amor de las madres y las abuelas preocupadas y amorosas.

Así pues, no era extraño que uno se la encontrara cada comienzo de semestre de paseo con los recién ingresados por el campus y por sus alrededores, enseñándoles las dependencias de mayor concurrencia (la enfermería, las oficinas administrativas, Bienestar Universitario, el despacho del capellán…) y los sitios emblemáticos del sector (el Gimnasio Moderno, la iglesia de la Porciúncula y el centro comercial Avenida Chile).

Durante esas excursiones, que podían abarcar las dos horas de clase, ella aprovechaba para prevenir a los muchachos en contra de los peligros que para ellos, tan jóvenes e inexpertos, entrañaban las arengas de los grupos radicales de la universidad y sus tropelías, que por lo general terminaban con los más bisoños (casi siempre primíparos ávidos de la novedad) reseñados por esos mismos policías que acababan de sumarse al caos de la pedrea y el destrozo. “Cuando oigan estallar cuatro o cinco petardos seguidos -les decía-, cogen sus cosas y se van para la casa, porque esa es la señal de que va a haber disturbios. No se vayan a quedar en la universidad buscando lo que no se les ha perdido”: palabras sabias que muchos atendían pero que otros desestimaban. Y desestimar esos actos de amor tan suyos, de los que fui beneficiario de primerísimo orden, constituía una afrenta contra la propia vida, que a mí me permitió conocer distintos aspectos de su generosidad.

Resulta que en Junio de 1996 -yo estaba a punto de convertirme en otro de sus muchos ex alumnos-, esta maestra inolvidable tuvo conmigo y con mi familia, que entonces afrontaba un trance dolorosísimo por el estado de coma en que un accidente había sumido al padre y al esposo, unas demostraciones de bondad que jamás podrían esperarse de un pinche docente o de un profesor, por muy bueno que este sea (entre otras cosas porque ellos, los muy buenos profesores, se dedican a impartir con arte y método su asignatura y exclusivamente a eso). Mi madre, mis hermanos y yo nos encontrábamos desorientados y en el colmo de la desesperación, como solo pueden estarlo quienes enfrentan por primera vez la inminencia de la muerte de un ser querido. Padecíamos la frialdad y la indiferencia de médicos y enfermeras, para no hablar de la indolencia de los demás funcionarios de la clínica en que él agonizaba. Necesitábamos con urgencia las palabras consoladoras de alguien que pudiera y quisiera oírnos y comprendernos; precisábamos de alguien que supiera cómo tranquilizarnos y confortarnos. Y a ese ser mirífico que nos recibió, amoroso, en su despacho de la UPN llegamos de la mano salvadora de Teresita Rozo, a quien debo, además de todo lo anterior, que no es poco, y de su ejemplo vital, que es inmenso, buena parte de mi pasión por la lengua de Cervantes y de mi amor a los diccionarios. Asimismo, la convicción de que para educar como es debido, la instrucción no es suficiente, pues -repetía a menudo y lo demostraba a diario- “la enseñanza que se imparte con auténtico afecto por el que aprende es la única que está a salvo de la simple dictadura de clases, sin que quepan dudas el peor vicio de la mala educación”.

Creo que fue una tarde cualquiera de 2014 o de 2015 cuando me entró, de repente y sin que conociera el porqué, una nostalgia fortísima por don Luis Enrique Suárez Quevedo; perdón, por don Luis Enrique Suárez y Quevedo, el tercer maestro de esta trinidad y con mucho la personificación más poderosa de todo lo que involucra la sagrada labor de educar. Me dije que habiendo sido él profesor universitario todos esos años, yo iba a poder encontrar, buscando con cierta minucia en Google, escritos suyos que me ayudaran a combatir ese sentimiento que en mí se torna insoportable si no le planto cara, y la lectura es el mejor sucedáneo de todo lo ausente, incluso de la ausencia física de un ser querido -no otra cosa son mis tres maestros para mí-.

Ya empezaba a convencerme de que iba a tener que recurrir a alguien que se manejara con más pericia en el ciberespacio cuando de pronto, ¡serendipia!, voy y me topo con un video en YouTube titulado “El señor de los perros”. Pinché y creí que me iba a desvanecer de la emoción cuando, tras casi veinte años de no oírla, oí la voz de don Luis Enrique que le contaba a un reportero de uno de los dos grandes canales privados de nuestro país, con esa sencillez de la que solo él es capaz, su historia al frente de más de ochenta perros abandonados y lisiados a los que rescataba, curaba, restablecía y alimentaba con el producto de su pensión de profesor universitario, así como con los recursos que generosamente le aporta un hermano de sangre, a quien sin conocer bendigo a la distancia yo, que no puedo creer en “el buen Dios” en que mi maestro cree de veras.

El caso es que esa misma noche lo llamé a un número celular que mi novia rastreó y que, al cabo de unos días, lo visité con ella en esa “casa-pandemonio” suya que hoy comparte con más de cien “limalitos” a los que llama, con amor manifiesto y gracia hilarante, badulaques y mequetrefes. Recuerdo que aquel sábado por la tarde, luego de acariciar muñecos peludos aquí y allá y de dejarnos querer por ellos allá y acá, nos sentamos los tres en su sala, compartimos un tentempié y conversamos un par de horas sobre esta quijotada inenarrable e imposible para cualquier otro que no fuera “el señor de los perros”, cuya presencia yo no podía desaprovechar para volver a referir, tal vez por enésima vez desde que lo conozco, las razones de mi gratitud y cariño por ese hombre que, sin zalamerías ni aspavientos, me hizo comprender en un salón de la UPN un mediodía de hacía casi dos décadas a qué me iba a enfrentar con mi decisión de estudiar no lenguas, que son apenas una excusa, sino pedagogía, o más bien educación.

Ese día, el único que vi triste y afligido al maestro, él llegó a clase, como siempre puntual, y dijo estas palabras que no me atrevo a citar entre comillas aunque bien podría hacerlo, de tan grabadas como se me quedaron. Mis niñas y mis jóvenes -entonó, justo delante de mí-: ¿será que esos malvados que acaban de matar al doctor Álvaro Gómez Hurtado, allí a dos cuadras, algún día estuvieron en mi clase de profesor de escuela y yo, por enseñarles el verbo to be, no reflexioné con ellos sobre la importancia de respetar la vida del prójimo, de la cual solo el buen Dios puede disponer?

No dijo más o tal vez fue que yo dejé de oírlo y me quedé pensando, toda la clase (que no sé si se dictó pues no me parece extraño que los encapuchados hayan celebrado el magnicidio con petardos y voladores), en el profundísimo significado de esas palabras que desde entonces me retumban en la conciencia pedagógica junto con muchas otras suyas, sabias como jamás he vuelto a oír.


De su fatum nadie se libra, nazca donde nazca

Estoy seguro de que si se adelantara un estudio sobre lo que la mayoría de pobladores del tercer mundo piensa de los que nacen con todas las de la ley en el primero; es decir, de los japoneses, los canadienses, los estadounidenses, los suizos, los alemanes, los noruegos o los franceses de pura cepa, esa mayoría opinaría que el mero hecho de nacer en esos países le garantiza a la persona la felicidad o, cuando menos, la promesa de una vida sin mayores desventuras. Pero Muriel Barbery, la autora de La elegancia del erizo, una novela plena de belleza e inteligencia, concibe en su hiperprotagonista Renée Michel, una “francesa de pura cepa” nacida en el primer mundo “con todas las de la ley”, el mejor mentís que hasta hoy conozco de esta generalización absurda y facilista, puesto que Michel es fea, y bajita, y rechoncha; tiene callos en los pies y, por si fuera poco, una que otra mañana, “un aliento que tumba de espaldas” (justamente como el suyo o el mío y el de casi cualquier mortal recién se despierta). Aunque eso no es todo: “No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante”.

¿Francesa y sin estudios formales?, como lo oyen. ¿Pobre y propia del primer mundo?, efectivamente. ¿Insignificante toda una Renée, pronunciado así su nombre, con esa r glotal tan de los franceses?, para que vean. Y si no me creen, aquí está ella nuevamente:

“Yo era una niña apática y casi minusválida, tan cargada de espaldas que casi parecía jorobada, que si se mantenía en la existencia no era sino porque desconocía que pudiera haber otra vía. La ausencia de gusto en mí rayaba en la nada; nada me decía nada, nada despertaba nada en mí y, cual débil brizna de paja empujada aquí y allá al capricho de enigmáticas ráfagas de viento, ignoraba incluso hasta el mismo deseo de poner fin a mi vida.
En mi casa apenas se hablaba. Los niños chillaban y los adultos se afanaban en sus tareas como lo hubieran hecho de haber estado solos. Teníamos suficiente para comer, aunque frugalmente, no se nos maltrataba y nuestra ropa de pobres estaba limpia, de modo que aunque podía causarnos vergüenza, al menos no sufríamos el frío. Pero no nos hablábamos.
La revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer día de colegio, tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí pronunciando mi nombre.
-¿Renée? -preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una mano amiga […].
-¿Renée? -seguía modulando la voz que venía de lo alto, y la mano amiga no dejaba de ejercer sobre mi brazo -incomprensible lenguaje- ligeras y tiernas presiones.
Levanté la cabeza, en un movimiento insólito que casi me dio vértigo, y mis ojos se cruzaron con una mirada.
Renée. Se trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi nombre. Mientras que mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer, cuyos ojos claros y labios sonrientes observé entonces, se abría camino hasta mi corazón y, pronunciando mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la que hasta entonces yo nada sabía. Descubrí a mi alrededor un mundo que, de pronto, adornaban mil colores […].
Entonces, con mis enormes ojos clavados en los suyos, me aferré a la mujer que acababa de traerme a la vida.
-Renée -repitió la voz-, ¿quieres quitarte el impermeable?
Y, sujetándome con firmeza para que no me cayera, me desvistió con la rapidez que otorga la larga experiencia.
Se cree erróneamente que el despertar de la conciencia coincide con el momento del primer nacimiento, quizá porque no sabemos imaginar otro estado vivo que no sea ese. Nos parece que siempre hemos visto y sentido y, seguros de esta creencia, identificamos en la venida al mundo el instante decisivo en que la conciencia nace. Que, durante cinco años, una niña llamada Renée, mecanismo perceptivo operativo dotado de vista, oído, olfato, gusto y tacto, hubiera podido vivir en una perfecta inconsciencia de sí misma y del universo desmiente tan apresurada teoría. Pues para que se dé la conciencia, es necesario un nombre.
Sin embargo, por un concurso de circunstancias desgraciadas, se desprende que a nadie se le había ocurrido darme el mío.
-Qué ojos más bonitos tienes -añadió la maestra, y tuve la intuición de que no mentía, que en ese instante mis ojos brillaban animados por toda esa belleza y, reflejando el milagro de mi nacimiento, lanzaban mil destellos.
Me puse a temblar y busqué en los suyos la complicidad que engendra toda alegría compartida…”.

Vamos a suponer que esta niña, infeliz como muchos niños del primer y del tercer mundo -donde desde luego hay más desdichados que en aquel-, en lugar de venir a parar en brazos de esta maestra, cae en manos de un pinche docente o de un profesor cualquiera. ¿Qué habría sido de su suerte? ¿Habría despertado al mundo como despertó esa mañana debido al reconocimiento y al cariño de que la colmó ella? ¿Se habría sentido identificada y singularizada por primera vez en su vida gracias al simple, pero fundamental, acto de nombrar al otro con respeto y afecto? Claro que no, y las razones saltan a la vista. Pero una en que quiero hacer hincapié, porque quizá no es manifiesta para muchos, es en el hecho de que por lo general, ni a los docentes ni a los profesores les interesa el individuo que se sienta en su clase, porque para impartir lecciones o para deslumbrar alumnos el grupo basta. Y si no existe el interés por nombrar al otro, ¿creen ustedes que unos u otros vayan a poder, o a querer, comunicar afecto?


En la frontera entre esto y aquello

No creo que resulte superfluo volver a aclarar que para mí, un maestro -me apoyo en palabras del escritor chileno Carlos Franz-, “en el más profundo sentido”, es “aquel capaz de dar forma a una vida”. Óigase bien: de darle forma. Es decir, de dotarla de significado y, de ser posible, señalarle un derrotero (como me lo señalaron a mí, cada uno en su debido momento, José Higinio, Teresita y don Luis Enrique). Sin embargo, sé que hay quienes también hallan la maestría en la combinación de la calidad de los saberes que se imparten y en la manera de impartirlos, con independencia de que el educador participe o no voluntaria y conscientemente en la formación personal de sus estudiantes.

Y es que los que así piensan, tienen para esgrimir un argumento irrebatible. ¿Acaso un muy buen profesor -preguntarían- que enseña su asignatura con arte y brillantez, a más de con responsabilidad y profesionalismo, no les está inculcando a sus estudiantes, así nunca reflexione abiertamente sobre ellos, valores tales como el esfuerzo, la dedicación, la constancia y el rigor, fundamentales en la vida de toda persona de bien? Indudablemente.

En El pez en el agua, Mario Vargas Llosa, nuestro Nobel peruano, hace un ejercicio de memoria en el que quedaron contenidos sus mejores y sus peores momentos de infancia y juventud, sus alegrías y sus traumas, los días felices y los aciagos, los seres entrañables y los despreciables, entre los que el padre destaca con mucho. Pero entre los primeros, aparece el protagonista de este pasaje, que encaja muy bien en la descripción del educador del párrafo precedente:

“Pero entre ellos recuerdo uno que fue la mejor experiencia intelectual de mi adolescencia: el de Fuentes Históricas Peruanas, de Raúl Porrras Barrenechea. Ese curso, y lo que de él se derivó, justifica para mí los años que pasé en San Marcos. Su tema no podía ser más restrictivo y erudito, pues no era la historia peruana, sino dónde estudiarla. Pero, gracias a la sabiduría y elocuencia de quien lo dictaba, cada conferencia era un formidable despliegue de conocimientos sobre el pasado del Perú y las versiones y lecturas contradictorias que de él habían hecho los cronistas, los viajeros, los exploradores, los literatos, las correspondencias y documentos más diversos.
Pequeñito, barrigón, vestido de luto -por la muerte, ese año, de su madre-, con una frente muy ancha, unos ojos azules bullentes de ironía y unas solapas tapizadas de caspa, Porras Barrenechea se agigantaba en el pequeño estrado de la clase y cada una de sus palabras era seguida por nosotros con unción religiosa. Exponía con una elegancia consumada, en un español sabroso y muy castizo -había comenzado su carrera universitaria enseñando a los clásicos del Siglo de Oro, a los que había leído a fondo, y de ello quedaban huellas en su prosa y en la precisión y riqueza con que se expresaba-, pero no era él, ni remotamente, el profesor lenguaraz, de palabrería sin consistencia, que se escucha hablar.
Porras tenía el fanatismo de la exactitud y era incapaz de afirmar algo que no hubiera verificado. Sus espléndidas exposiciones estaban siempre acotadas con la lectura de unas fichas, escritas en letra diminuta, que se llevaba muy cerca de los ojos para deletrear. En cada una de sus clases teníamos la sensación de estar oyendo algo inédito, el resultado de una investigación personal…”.

Leo y releo este pasaje y no puedo hallar en él al educador por el que yo abogo. Al educador que, como los tres míos o la de Renée Michel, sabe y siente que en cada existencia que se planta ante él hay un destino del que es responsable. Al educador que comprende que cada uno de los que tiene delante, justamente como él o los que él más quiere y necesita, está hecho de miedos y frustraciones, de esperanzas y de ilusiones. Al educador que no se conforma con impartir su asignatura, y con hacerlo bien, sino que en cada encuentro que celebra con sus alumnos busca conocerlos más a fondo para, mediante el diálogo y el intercambio de afecto -aclaro que esto no es siempre factible-, intentar hallar en aquellos que instruye los talentos y posibilidades que a menudo el mal de escuela malogra.

Sí encuentro en él, en cambio, pasión profesional, y ética intelectual, y arte propedéutica, y saberes de calidad, y conocimientos pertinentes, y amor por la enseñanza, y mística filosófica, y…, y…, y…. Ah, y no en cantidades exiguas. Razones más que suficientes para que Vargas Llosa y los que como él conocieron en clase a un Porras Barrenechea lo gradúen de maestro.


Devenido educador, y sin diploma

Por esa tendencia humana a considerar a los que vivieron en épocas diferentes a la nuestra (y cuanto menos inmediatas mejor) más éticos, honestos y honrados que nosotros mismos y nuestros contemporáneos, yo encuentro en Diego Alatriste y Tenorio a un hombre con creces facultado para ejercer un magisterio para el que no nació ni se educó pero cuyas funciones supo desempeñar con la ética, honestidad y honradez que le fueron posibles. Téngase en cuenta, además, que el capitán Alatriste, dada su vocación de soldado valiente de los “tercios viejos en las guerras de Flandes” y de “espadachín por cuenta de otros”, jamás se imaginó desempeñando el papel de padre biológico o adoptivo, o de maestro de su arte y su código moral, que los tuvo. Pero esperen, que los pongo en antecedentes.

Corría el año “mil seiscientos y veintitantos” cuando Íñigo Balboa, un jovencito de escasos trece años e hijo de Lope Balboa, gran amigo ya muerto de Alatriste, llegó al Madrid de entonces en busca de su destino y como consecuencia de un juramento que su padre le hizo hacer al camarada: que velaría, en caso de que muriera, por lo que de crianza le faltara al muchacho y por su instrucción personal y militar. Y cumplió. A partir de aquel día, no solo compartió su incierto sustento con su protegido, sino que se aseguró de que la existencia más que azarosa que llevaba no fuera a dar al traste con la vida que se le había encomendado.

Pero el asunto no fue sencillo en modo alguno. Primero porque, como a nuestro coronel garciamarquiano, a quien con su esposa le tocó comerse la mierda del olvido a que lo condenó el país que defendió toda su vida, a Diego Alatriste y Tenorio y a los demás soldados de la Corona, España, a la sazón el imperio del orbe, les paga mal, cuando y como le da la real gana, lo que fuerza a esos hombres a ganarse la vida como mejor saben hacerlo (justamente como, de haber dependido de su designio, Diego Alatriste habría impedido que Íñigo se la ganara: con la espada y la toledana) para no perderla a causa del hambre. Y en segundo lugar porque las contingencias de la vida que le correspondió vivir (“En sus cuarenta y cinco años de vida había matado mucho, y era consciente de que aún mataría más antes de que llegase la vez de pagarlas todas juntas”) apenas si le permitían asumir las responsabilidades propias del padre y el maestro en que la vida lo convirtió inopinadamente. La tarea, sin embargo, le quedó bien hecha.

Después de enseñarle al muchacho de viva voz algunas de las leyes de su código ético (“Nunca pidas la vida a quien te venció, ni la niegues a quien te la pida”; “Yo no era mozo descreído, pero sí sobrio en cuestiones de fe, como me había enseñado a ser el capitán Alatriste”; “Esto iba de oficio: desde los trece años no conocía otra cosa, y a su lado había aprendido cuanto de bueno y malo sabía”…) y de adiestrarlo en los quehaceres de los que deben matar para no morir; luego de padecer la rebeldía y los desaguisados adolescentes de su pupilo (“No creo que vuestra merced pueda darme lecciones sobre mujeres…”) y de intentar debilitarlos en el momento indicado (-Eres todo un hombre –añadió al fin-. Capaz de alzar la voz y de matar, por supuesto. Pero también de morir… Procura recordarlo cuando hables conmigo de ciertas cosas”); y tras superar, mejor de lo presupuestado, el distanciamiento temporal con el único ser querido que tiene, a Diego Alatriste y Tenorio le llega la recompensa que a otros justos les es esquiva: el reconocimiento:

“Pese a los desacuerdos y a la distancia que el paso del tiempo y el ardor de mi sangre moza interponían a veces entre nosotros, yo nunca perdía de vista lo principal: Diego Alatriste era mi familia y mi bandera. A ojos cerrados saltaba tras él una y otra vez, a estocada limpia, hasta las mismas fauces del infierno. Y aquella noche incierta, caminando por la tiniebla de una ciudad hermética y peligrosa que parecía rodearnos como una trampa, me confortó su presencia próxima, inmutable, tan callada y serena como solía. Entonces comprendí por qué muchos años atrás, a orillas de un río helado en tierras de Flandes, un pequeño grupo de hombres desesperados, luchando por sus vidas como perros rabiosos en torno al jefe de la manada, por primera vez lo había llamado capitán…”.

De haber vivido para contemplarlo, el capitán sin rango oficial y el maestro sin diploma que fue Diego Alatriste y Tenorio habría exultado de felicidad -y no es para menos- al enterarse de que ese niño tímido y asustadizo que llegó a su vera para cambiarle la vida abruptamente es hoy un anciano sosegado y sabio, que gasta lo que le queda de vida terrenal entre los libros a que tan afecto fue siempre su mentor, y edificando uno -una saga- que les asegura a ambos la perpetuidad en la memoria de los hombres, sin perjuicio de cuántos siglos transcurran entre su publicación y el final de los tiempos. Porque la posteridad, que es patrimonio de grandes tipo Arturo Pérez-Reverte, ya les otorgó palco de honor a estos, sus personajes más alucinantes. Créanmelo.


Un magisterio vitalicio, y con diploma

Oficialmente es el profesor Harutsuna Matsumoto. Literariamente, el maestro. Así a secas aunque con todo el respeto que nos merecen los que como él lo son. Y lo curioso es que ya no es un educador en ejercicio, de esos que madrugan a orientar vidas incipientes (¿pero cuál no lo es?) o a cuestionar vidas que presumen de consumadas (¿pero cuál lo está de veras?).

Que ya no lo sea, sin embargo, no quiere decir ni mucho menos que su magisterio esté acabado, pues hace unos meses la vida le puso delante a una ex alumna suya a quien habrá de instruir en una de las cuestiones de mayor trascendencia para el ser humano y en ciertas anejas: el amor erótico y, entre otras, su posible disolución a causa de la muerte. ¿Cuál muerte? Pues la de todos, que es la de él, cuya edad, que dobla la de ella, lo hace más proclive a su irreductibilidad.

De él va a aprender la protagonista, alumna pretérita y futura amante, a servir el trago según lo prescribe la más rancia tradición japonesa, para lo cual ella carece de estilo. A distanciarse temporalmente de quien se empieza a querer sin que medien razones o explicaciones. A tolerarse a sí misma y a tolerar al otro reflexivamente e incluso a no rechazar la oportunidad de una primera, y tal vez única, “traba” cómplice. A callar lo que no se está dispuesta a revelar y a mantenerse enigmática. A aparecer de pronto y de la nada para disipar tristezas ajenas. A hacer una primera caricia después de un tiempo más que prudencial. A mantener la compostura incluso en medio de situaciones oprobiosas para la propia dignidad. A reiterar esas caricias para convertirlas en afecto que se exprese sin palabras. A proteger los miedos del otro mediante acercamientos físicos que sin embargo no terminan en el coito mutuamente deseado. A esperar con paciencia exasperante a que por fin llegue el momento de sucumbir a ese deseo postergado y vuelto a postergar. A hacer confesiones íntimas sin el dramatismo de que tantos acompañan las suyas. A declarar el amor al otro con el poder de la palabra certera y apropiada. A aventurarse con el amante en lugares bastante atípicos para una pareja que acaba de estrenarse carnalmente. A ponderar las razones del otro con objeto de tratarlo con justicia. A, en fin, entender que la tal diferencia de edades, que para la mayoría constituye el obstáculo más insalvable que el amor erótico afronta, no es, cuando se quiere de veras, otra cosa que un accidente venéreo que, bien mirado, conlleva un único riesgo manifiesto -la muerte del más viejo- que, en contrapartida, compensa al más joven con los incontables aprendizajes que garantiza la nutrida experiencia vital del otro:

“…Cuando oí el nombre del maestro, Harutsuna, las lágrimas me inundaron los ojos. Hasta entonces casi no había llorado. Lloré porque aquel nombre, Harutsuna Matsumoto, me resultaba muy poco familiar. Lloré porque el maestro se había ido antes de que me acostumbrara a él.
Dejé su maletín junto al tocador. De vez en cuando voy a la taberna de Satoru, pero no tanto como antes. […] El ambiente de la taberna es cálido, de modo que a veces doy alguna que otra cabezadita. ‘Eso es de muy mala educación’, me diría el maestro.
He recorrido un largo camino,
El frío penetra mi ropa gastada.
Esta tarde el cielo está despejado,
¡cómo me duele el corazón!
Es un poema de Seihaku Irako que el maestro me enseñó un día. Sola en mi habitación, leo en voz alta poemas que recitaba el maestro y también otros que no llegó a enseñarme. ‘Desde que usted murió he estado estudiando’, susurro.
Suelo llamarlo en voz baja: ‘¡Maestro!’. De vez en cuando, oigo su voz que me responde desde algún lugar del cielo: ‘¡Tsukiko!’. Preparo el tofu hervido como él, con bacalao y crisantemo. ‘Algún día volveremos a vernos’, le digo, y el maestro me responde desde el cielo: ‘No tengo la menor duda’.
En noches como ésta, abro el maletín del maestro. En su interior no hay nada, sólo un vacío que se extiende. Un enorme espacio vacío que crece sin parar.”


Maestros por partida doble

Autor de Las cenizas de Ángela, una de las más conmovedoras y telúricas novelas de cualquier siglo y que es a un tiempo testimonio literario y autobiografía y epopeya vital, Frank McCourt padeció la -esa sí- escuela represiva y castradora de su tiempo y de su pacata y fanática Irlanda natal, y conoció, testigo de excepcional agudeza, la con exceso conflictiva de los Estados Unidos, a la que dedicó larguísimos años de magisterio y un libro titulado El profesor, que en sí mismo constituye un monumento de ironía a la cruel realidad de los educadores de primaria y secundaria de esa potencia y de, sobra decirlo pero lo digo, países infinitamente menos poderosos tipo el nuestro y circunvecinos.

Siendo apenas un estudiante de Lengua y Literatura inglesa de la Universidad de Nueva York, el maestro que se agazapaba tras la persona de Frank McCourt comprendió que “los profesores de pedagogía” jamás hablan en sus alocuciones de “cómo resolver las situaciones de bocadillos voladores” que cruzan el salón en dirección al que está delante del grupo, sino que pontifican, hinchados de pedantería y vanilocuencia, sobre “teorías y filosofías de la educación”, sobre “imperativos morales y éticos”, sobre “la necesidad de que todo se dirija al niño”, sobre “la gestalt, nada menos”, sobre “las necesidades percibidas del niño”, sobre…, sobre…, sobre…. Comprendió, pues, que soslayaban, y no movidos por la mala fe aunque sí por su ramplona ignorancia de los pormenores, lo fundamental: “los momentos críticos en el aula”, de los cuales el desenlace del primero de cientos que tuvo que sortear en sus casi tres décadas de docencia nos aclara frente a qué tipo de educador nos hallamos.

Esperaba el recién graduado, con la angustia ansiosa que experimenta todo profesor en el momento del debut, a sus alumnos, que al cabo entraron en el salón dando un portazo, en medio de empujones y codazos y haciendo todo el ruido posible para que la clase no empezara. Y en efecto no empezó sino después de que McCourt, tras recoger del suelo un sándwich que uno de los inadaptados había arrojado con desprecio, se lo comió con todo el deleite de que fue capaz ante las miradas atónitas de la clase, que vio cómo ese desconocido, no contento con hacer lo que tal vez ningún otro profesor habría hecho en su situación, formó con el envoltorio del “bocadillo” una pelota de papel de estraza que fue a parar, disparada con inmejorable puntería, en la caneca de la basura.

Se imaginarán ustedes, y lo suponen bien, que fue ese acto transgresor el que le granjeó a este profesor novato pero sagaz el respeto y la aceptación de muchachos cuyas edades y condiciones socioeconómicas los ubicaban entre los más inmanejables de todo Nueva York, y que fue gracias a ese imprevisto que sus clases empezaron a desarrollarse con cierta normalidad. Lo aprovechó (los maestros -y McCourt es uno por partida doble- no dejan pasar oportunidades así) para hablarles de su infancia en Irlanda y de la suma pobreza de ese país en donde lo que predominaba eran el hambre y la escasez; de las penurias de nacer indigente y sin futuro; de un sistema educativo en el que, a diferencia de lo que ocurría en las aulas de los Estados Unidos, no eran los alumnos los que imponían las condiciones sino los que arrostraban sus excesos: golpes, insultos, humillaciones y, por si fuera poco, los rigores de un dogma religioso que no ofrecía otra alternativa que la resignación y la obediencia. Se imaginarán ustedes, y lo suponen bien, que con sus actos y sus palabras sedujo a los que pudo, los concientizó, los persuadió y no a pocos rescató del no futuro a que estaban destinados.

Y fue esa misma sensación de no futuro lo que instigó al autor de Como una novela y de Mal de escuela, dos libros imprescindibles en la biblioteca de cualquier educador que se precie de serlo, a adentrarse e instalarse en la docencia: “En todo caso, así es, el miedo fue el gran tema de mi escolaridad: su cerrojo. Y la urgencia del profesor en que me convertí fue curar el miedo de mis peores alumnos para hacer saltar ese cerrojo, para que el saber tuviera una posibilidad de pasar.” (Si mi escritura fuera más inocente, aprovecharía estas palabras de Pennac para expresarles a él y a los que como él piensan, que su diagnóstico ya no casa con la realidad, puesto que el miedo que se pasea impunemente hoy por las aulas no lo producen, como antaño, los malos educadores y su autoritarismo, que fueron tanto tiempo los protagonistas del mal de escuela, sino una mayoría generosa de adolescentes cuyo pandillismo e inadaptación no son el producto de su fracaso escolar sino un modus vivendi forjado por el entorno en que han crecido: el pésimo ejemplo de políticos delincuentes con figuración en los medios, de abogados y jueces y fiscales y magistrados que proceden a la manera de esos políticos, de padres de familia por completo inexistentes o incompetentes para la crianza y la formación; por el pésimo ejemplo de los programas televisivos que ven y de los ciberlugares que frecuentan y de la “música” que oyen y de los programas radiales con que se despiertan. Pero no voy a hacer eso puesto que me basta con decir que, al haber sido despojado de toda autoridad, el profesor de hoy mueve más bien a risa y, si me apuran, a lástima. Y no lo voy a hacer porque lo que de este testimonio magistral me interesa no es la vigencia del diagnóstico sino la valía humana e intelectual de quien lo produjo: sin que quepa la menor duda, otro maestro por partida doble.)

En ese segundo libro, en efecto, Daniel Pennac alude a la “emoción primaria que se deriva de la aversión natural al riesgo o la amenaza” y que a su decir caracterizó en buena medida sus años de educación primaria y secundaria. Y, con el homenaje que les rinde a cuatro maestros que del miedo a no aprehender lo salvaron, comienza a construir esta suerte de ideario que mal haría yo si no comparto con ustedes, que tras la lectura de esta relación muy personal coincidirán conmigo en que nos hallamos frente a otro -el noveno de que da cuenta el artículo- educador genuino:

“Siempre he pensado que la escuela la hacen, en primer lugar, los profesores. ¿Quién me salvó a mí de la escuela, sino tres o cuatro profesores?”; “Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor”; “Pero para que el conocimiento tenga alguna posibilidad de encarnarse en el presente de un curso, es necesario dejar de blandir el pasado como una vergüenza y el porvenir como un castigo”; “La presencia del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de inmediato. Los alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo hemos experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se advierte por su modo de mirar, de saludar a sus alumnos, de sentarse, de tomar posesión de la mesa. No se ha dispersado por temor a sus reacciones, no se ha encogido sobre sí mismo, no, él va a lo suyo, de buenas a primeras, está presente, distingue cada rostro, para él la clase existe de inmediato”; “¿Reaccionario, el dictado? Inoperante, en cualquier caso, si lo practica un espíritu perezoso que se limita a descontar puntos con el único objetivo de decretar un nivel. ¿Envilecedoras, las notas? Ciertamente cuando se parecen a esa ceremonia, vista hace poco tiempo por televisión, de un profesor devolviendo sus exámenes a los alumnos, soltando cada papel ante cada criminal como un veredicto anunciado, con el rostro del profesor irradiando furor y unos comentarios que condenaban a todos aquellos inútiles a la ignorancia definitiva y al paro perpetuo…”; “Siempre he concebido el dictado como una cita al completo con la lengua. La lengua tal como suena, tal como cuenta, tal como razona, la lengua tal como se escribe y se construye, el sentido tal como se precisa en el meticuloso ejercicio de la corrección. Pues no hay más objetivo para la corrección de un dictado que el acceso al sentido exacto del texto, al espíritu de la gramática, a la magnitud de las palabras. Si la nota debe medir algo, ese algo es la distancia recorrida por el interesado en el camino de esta comprensión. Aquí, como en el análisis literario, se trata de pasar de la singularidad del texto (¿qué historia van a contarme?) a la elucidación del sentido (¿qué quiere decir, exactamente, todo esto?), pasando por la pasión del funcionamiento (¿cómo marcha esto?)”; “Parte de mi oficio consistía en convencer a mis alumnos más abandonados por ellos mismos de que la cortesía predispone a la reflexión más que una buena bofetada, de que la vida en comunidad compromete, de que el día y la hora de entrega de un ejercicio no son negociables, de que unos deberes hechos de cualquier modo deben repetirse para el día siguiente, de que…”; “Sea cual sea la materia que enseñe, un profesor descubre muy pronto que a cada pregunta que hace, el alumno interrogado dispone de tres respuestas posibles: la acertada, la errónea y la absurda. […].
La respuesta absurda se distingue de la errónea en que no procede de ningún intento de razonamiento. Suele ser automática, se limita a un acto reflejo. El alumno no comete un error, responde cualquier cosa a partir de un indicio cualquiera […]. No responde a la pregunta que se le hace, sino al hecho de que se la hagan. ¿Esperan de él una respuesta? Pues la da. Acertada, errónea, absurda, no importa. […].
La respuesta absurda constituye la diplomática confesión de una ignorancia que, a pesar de todo, intenta mantener un vínculo. Naturalmente, puede expresar también un acto de rebelión tipificado […].
En todos los casos posibles, evaluar esta respuesta -corrigiendo un examen escrito, por ejemplo- es acceder a evaluar cualquier cosa y por consiguiente cometer uno mismo un acto pedagógicamente absurdo. Aquí, alumno y profesor manifiestan más o menos conscientemente el mismo deseo: la eliminación simbólica del otro. Al responder cualquier cosa a la pregunta que mi profesor me hace, dejo de considerarle como un profesor, se convierte en un adulto al que cortejo o al que elimino por medio del absurdo. Al aceptar tomar por erróneas las respuestas absurdas de mi alumno, dejo de considerarle un alumno, se convierte en un sujeto fuera de contexto al que relego al limbo del cero perpetuo. Pero al hacerlo, me anulo a mí mismo como profesor; mi función pedagógica cesa ante esa chica o ese chico que, a mi modo de ver, se niegan a desempeñar su papel de alumno…”; “Sí, siempre me han gustado los buenos alumnos. Y también los compadezco. Pues tienen sus propios tormentos: no defraudar las expectativas de los adultos, molestarse por ser sólo segundo cuando el cretino de Fulano monopoliza el primer lugar, adivinar las limitaciones del profesor con sólo pisar su aula y, por lo tanto, aburrirse un poco en clase, sufrir la burla o la envidia de los nulos, ser acusado de pactar con la autoridad, a lo que se añaden, como para todos los demás, las molestias normales del crecimiento…”.

Que yo sepa, los idearios en general y los idearios pedagógicos en particular les son esquivos a los teóricos y en cambio posibles a los pensantes y a los maestros, y tanto más si, como en los casos de McCourt y Pennac, esos maestros pensantes, amén de enseñar con arte su asignatura, leen y reflexionan, reflexionan y escriben, escriben y crean.


Dos maestros a salvo de la insensatez de estos tiempos

Si los jueces que hoy -¡en plena era digital!- condenan, en este país y en tantos otros, sin prácticamente ninguna prueba salvo la versión fidedigna o fabricada del menor, por igual a profesores culpables e inocentes de pederastia sin discernir entre victimarios o víctimas de sus alumnos; si esos jueces, y la sociedad toda, digo, leyeran con la pasión y la inteligencia que se requieren para leer con provecho, seguramente hoy muchos calumniados no estarían presos sino enseñando en las aulas y exonerados de toda responsabilidad penal. Y si ustedes, los que hasta esta altura de la reflexión se han izado, conocieran a don Gregorio, el maestro de Pardal y las circunstancias de su relación con su estudiante, o al señor Antolini, el maestro de Holden Caulfield y las circunstancias de la suya con su ex alumno, seguramente comprenderían el porqué de este primer párrafo preñado de impotencia y resignación.

El protagonista y narrador de “La lengua de las mariposas”, el cuento con el título más bello del mundo y, por contera, uno de los más bellos cuentos alguna vez escritos, sabe que los tiempos que corren y los vientos que soplan en el relato de Manuel Rivas que él protagoniza y narra no son propicios para estudiar con alegría, y sabe que si a él la amenaza machacona esa -“¡ya verás cuando vayas a la escuela!”- con que los adultos atormentaban en su tiempo y precedentes a los niños que estaban próximos a su primer día de clases no le supuso más que un mal momento ya pasado, se debe a él y solamente a él:

“Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo. El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. ‘Me gusta ese nombre, Pardal’. Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo: ‘Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso.’ Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos”.

¿Mearse en los pantalones?, ¿humedad en los ojos?: sí, en efecto. Porque Pardal, ayer no más, aterrorizado de hallarse sentado entre otros niños que ya habían superado la prueba de fuego de su primer día en la escuela, de ella huye pitando, despavorido y orinándose del susto, para volver al día siguiente a aquel sitio -donde se emociona hasta casi las lágrimas- que gracias a un educador genuino ya no encarna ni el sufrimiento ni el castigo que le auguraban los mayores. Un espacio en que su maestro le enseña que “la lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa…”; un lugar en que recala para comprender que, a diferencia de los demás profesores, “el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba, ‘parecéis carneros’, y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre…”; un territorio donde todo lo que don Gregorio tocaba era “un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex…”. Un sitio, un espacio, un lugar y un territorio al que -presume el lector sin mucho esfuerzo- la magia abandona y al que el mal de escuela torna tras la marcha de don Gregorio, forzado por una de esas felonías a que somos tan afectos sus congéneres.

Bueno, felizmente no todos, o al menos no con las mismas mala leche y vileza con que a él lo sacrificaron. Tómese por ejemplo al narrador y protagonista de El guardián entre el centeno de Salinger y compáreselo con todos esos niños y adolescentes que por mucho menos e instigados por sus padres y por psicólogos desprovistos por completo de sentido común y de literatura, envían hoy a la cárcel a un profesor -prácticamente nunca a profesoras- que incurrió de buena fe (porque los que proceden de mala fe y con deshonestidad tienen que estar allá encerrados) en una ambigüedad -un arrumaco como el que le hace don Gregorio a Pardal o un piropo inocuo, pongamos- que no tendría por qué ser tenida por tal puesto que procede del cariño auténtico que un educador siente por su alumno. ¿El caso del señor Antolini hacia Holden Caulfield? Juzguen ustedes, ojalá con el mismo buen criterio con que lo hace este muchacho:

“Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini y en qué le diría a su mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido allí. No me preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le ocurriría alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así. Eso no era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y haberme encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté si me había equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemente le gustaba acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se pueden saber esas cosas con seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo mejor debía haber recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le había dicho. Pensé que aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se había portado muy bien conmigo. No le había importado nada que le hubiera llamado a media noche y hasta me había dicho que fuera inmediatamente si quería. Pensé que se había molestado en darme todas esas explicaciones acerca de cómo averiguar qué tamaño tienes de inteligencia, y pensé también que fue el único que se acercó a James Castle cuando estaba muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba, más me deprimía. Quizá debía haber vuelto a su casa…”.

Pero no hace falta que allá regrese, pues las horas que “anoche” pasó en compañía de su maestro fueron suficientes para que su inteligencia privilegiada de muchacho aún muy joven y rebelde atesore para siempre las palabras de un hombre sabio con quien su fatum quiso juntarlo. Y tampoco hace falta que yo aquí las cite, pues con remitirlos a ustedes al capítulo 24 de la novela de Salinger sé que cumplo. Ah, pero mucho cuidado con ir a juzgar la conducta de Antolini sin que conozcan y comprendan los pormenores ojalá de la novela toda; siquiera, los pormenores del capítulo en cuestión, que allá los está aguardando.


Epílogo con citas

“Gris es, amigo, toda teoría, pero sólo es verde el dorado árbol de la vida.” Goethe
Por tratarse de buena literatura y de buenos escritores, sé de sobra que por fuera de esta reflexión se habrán quedado muchos “educadores de ficción” que deberían figurar en ella. Para no ir muy lejos les menciono a dos que no incluí por motivos que solo yo conozco y que a nadie más que a mí incumben: fray Guillermo de Baskerville, maestro de Adso de Melk en El nombre de la rosa y Víctor Polli, maestro de los dos contertulios que conversan en Almuerzo de vampiros. Pero qué se le va a hacer. Solo los muy cretinos piensan que lo que ellos están leyendo o han leído es lo que todos deberíamos estar leyendo o haber leído. Yo, en cambio, estoy convencido de que esa buena literatura de que hablo alcanza y rebasa la extensión oceánica, por la que cada lector navega a solas y a ciegas, sin la más mínima esperanza de abarcarlo todo o al menos parte. A lo sumo, un porcentaje muy ínfimo de lo que merece la pena leerse es a lo que puede aspirar incluso el lector más ávido y aplicado, que ya querría ser yo.

Les ofrezco, para compensar la ausencia de esos personajes de los que ojalá alguien o muchos más se ocupe u ocupen algún día, las siguientes reflexiones de Fernando Savater, Claudio Magris y Ricardo Moreno Castillo, tres definidores perspicaces de lo que entraña ser maestro y quienes juntos o por separado superan con creces a cualquier teórico insulso y enrevesado -perdóneseme la redundancia- de esos que juran que comprenden lo que del todo ignoran: la forma y el fondo de una educación regida por el sentido común y la sensatez.

El valor de educar
“Todos los buenos maestros conocen su condición potencial de suicidas: imprescindibles al comienzo, su objetivo es formar individuos capaces de prescindir de su auxilio, de caminar por sí mismos, de olvidar o desmentir a quienes les enseñaron. La educación es siempre un intento de rescatar al semejante de la fatalidad zoológica o de la limitación agobiante de la mera experiencia personal. Proporciona a la fuerza algunas herramientas simbólicas que luego permitirán combinaciones inéditas y derivaciones aún inexploradas. Es poco, es algo, es todo, es el embarque irremediable en la condición humana…”. “El maestro debe impedir en sus alumnos la rebeldía arrogante (propia del mimado que exige en todas partes los caprichos que se le consienten en su casa) o la brutalidad, según la cual el más fuerte puede tiranizar a su antojo a los compañeros e incluso a los profesores tímidos (cuando los adultos responsables no ejercen su autoridad lo que reina no es la anarquía fraternal sino el despotismo de los cabecillas). Pero en cambio quienes enseñan es preciso que sepan apreciar las virtudes de una cierta insolencia en los neófitos. La insolencia no es arrogancia ni brutalidad, sino la afirmación entre tanteos de la autonomía individual y el espíritu crítico que no todo lo toma como verdad revelada. […]. Para un maestro sensato la ocasional insolencia de sus alumnos es un síntoma positivo, aunque pueda resultar por momentos incómodo. Digo un maestro ‘sensato’ y aclaro que entiendo la sensatez como la forma adecuada de reconciliar magisterio y autoridad. Esta reconciliación incluye lo más difícil: practicar una enseñanza que se haga respetar pero que incluya como una de sus lecciones necesarias el aprendizaje de la irreverencia y de la disidencia razonada (o burlona) como vía de madurez intelectual.
El profesor no sólo, ni quizá principalmente, enseña con sus meros conocimientos científicos, sino con el arte persuasivo de su ascendiente sobre quienes le atienden: debe ser capaz de seducir sin hipnotizar. ¡Cuántas veces la vocación del alumno se despierta más por adhesión a un maestro preferido que a la materia misma que éste imparte! Quizá la excesiva personalidad del maestro pueda dificultar o aun pervertir su función de mediador social ante los jóvenes, pero tengo por indudable que sin una cierta personalidad el maestro deja de serlo y se convierte en desganado gramófono o en policía ocasional. Es el momento de recordar que la pedagogía tiene mucho más de arte que de ciencia, es decir que admite consejos y técnicas pero que nunca se domina más que por el ejercicio mismo de cada día, que tanto debe en los casos más afortunados a la intuición.” “Vivir en una sociedad plural impone asumir que lo absolutamente respetable son las personas, no sus opiniones, y que el derecho a la propia opinión consiste en que ésta sea escuchada y discutida, no en que se la vea pasar sin tocarla como si de una vaca sagrada se tratase. Lo que el maestro debe fomentar en sus alumnos no es la disposición a establecer irrevocablemente lo que han elegido pensar (la ‘voz de su espontaneidad’, su ‘autoexpresión’, etc.), sino la capacidad de participar fructíferamente en una controversia razonada, aunque ello ‘hiera’ algunos de sus dogmas personales o familiares…”.

Utopía y desencanto
“Para empezar, maestro y alumno profesan, sobre los problemas esenciales, una fe distinta. El primero no le transmite al segundo una verdad teológica o filosófica, sino que le ofrece el ejemplo vivo de cómo se busca; le enseña la claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a su discípulo; no busca adeptos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por su camino. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarle a encontrarlo y a recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona…”. “El mundo está lleno de dobles de maestros, que ocupan el lugar de éstos de la misma manera que en una película un doble sustituye al actor protagonista en una escena peligrosa, filmada de lejos o en cualquier caso ocultando al espectador la sustitución. Abundan los personajes que aspiran a hacer escuela, a crear bandos y eslóganes, a movilizar adeptos, persuadir discípulos, generar fans e imitadores; personajes que para existir necesitan seducir con cautivadoras promesas a quien tiene un ansioso y vago deseo de redención fácil e inmediata. Contar con auténticos maestros es una suerte extraordinaria, pero también es un mérito, porque presupone la capacidad de saberles reconocer y saber aceptar su ayuda; no sólo dar, también recibir es un signo de libertad, y un hombre libre es quien sabe confesar su debilidad y coger la mano que se le ofrece. Un verdadero maestro no es tanto un padre cuanto un hermano mayor, que pronto se convierte simplemente en un hermano. Tal vez ser un maestro signifique, hoy más que nunca, no saber que se es sino querer serlo, olvidarse de uno mismo en el diálogo que se instaura con el otro, tratarle a éste de igual a igual sin soberbia, sin condescendencia ni preocupaciones pedagógicas -incluso atacándole sin piedad, si es preciso. Un profesor puede modestamente contribuir a formar a los alumnos si los trata sin altivez ni miramientos, corrigiéndoles y haciéndose corregir por ellos, sin buscar la falsa confianza que impide dicha relación. […] Esa es la arriesgada y buena paridad que enseñan los maestros. Y lo que sobre todo enseñan es la responsabilidad…”. “Maestro es quien no ha programado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño Sócrates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuenta de que no podrá jamás ser Sócrates, sino, todo lo más, uno de sus interlocutores que al final se sienten refutados, pero enriquecidos. Saber ser y seguir siendo alumnos no es poca cosa, es como ser ya casi maestros.”

Panfleto antipedagógico
“Lo más importante en la enseñanza es enseñar cosas […]. Pero si algo más se puede transmitir, es la ilusión por aprender, y esto no se transmite mediante el adoctrinamiento, sino mediante el contagio. Y no se puede contagiar aquello de lo que se carece. Cualquiera que busque bien en su memoria, podrá constatar que los profesores que dejaron mejor recuerdo son aquellos entusiasmados por lo que enseñaban, los que estaban apasionados por su materia, a la cual dedicaban la mayor parte de su tiempo. Aunque el nivel de lo que enseñaran estuviera un poco por debajo del nivel en que investigaban, se notaba que transmitían algo vivo, algo que significaba mucho para ellos. Los alumnos notaban que el profesor daba lo mejor de sí mismo.” “De la actualización pedagógica no voy a hablar mucho. Enseñar se parece más a un arte que a una ciencia, y si bien un compañero más veterano puede indicarte algunos de los errores más habituales en un profesor, el resto depende de la afición del profesor por el saber que se pretende transmitir, de la capacidad de ser claro y ordenado en la exposición, de la de hacerse respetar por los alumnos y comunicar con ellos. Para quien carece de estas habilidades los cursos de formación pedagógica son inútiles, para quien las tiene son superfluos.” “Puede ser que las buenas intenciones sirvan para salvarse en la otra vida, pero la misión de los educadores es preparar a los chicos para ésta.” “Quien se sabe un aprendiz tiene más posibilidades de convertirse en un buen maestro que quien se cree un sabio.” “El profesor que no estudia porque le interesan otras cosas o simplemente porque no le apetece, es mucho más respetable que el que no estudia porque opina que ya sabe lo suficiente. […] El profesor que sigue aprendiendo tiene más capacidad para ponerse en el lugar de los estudiantes, porque sigue siendo un estudiante. En cambio, el que ha dejado de serlo se olvida con suma rapidez del esfuerzo que supone aprender algunas cosas, porque es un esfuerzo que hace mucho tiempo que él mismo no hace.” “Los grandes maestros, los que de verdad enseñan cosas a sus alumnos y dejan huella en ellos, son los exigentes, porque para contentarlos no sólo hay que trabajar, sino que hay que hacerlo bien.”


Qué tal si para redondear este esfuerzo académico, que me llevó bastantes horas y paciencia, ustedes se toman el trabajo de coger, claro está que por separado, a cada uno de los once maestros que se reseñan en el artículo y los analizan, en la medida de lo posible, a partir de cada una de las citas de Savater, Magris y Moreno Castillo. Solo para ver qué sale.

viernes, 5 de agosto de 2016

Brevísimas notas sobre cegueras, ciegos y espejos

La realidad, quién lo creyera, abunda, a diferencia de la literatura, en nombres de ciegos ilustres que a través de la historia son y han sido. A los ya bastante conocidos de Luis Braille, Helen Keller, Jorge Luis Borges, José Feliciano, Andrea Bocelli o Stevie Wonder, es menester añadir los de Nicholas Saunderson, John Milton, Antonio de Cabezón, Francisco de Salinas, Alejandro Sawa Martínez, Joaquín Rodrígo, Taha Husein, Sabriye Tenberken, Joaquín Balaguer, David Blunkett o Ray Charles. Pero como a lo que esta jornada nos convoca no es a la realidad ni a esta lista caótica aunque veraz sino a la literatura -y no es que las divorcie, como muchos podrían estar pensando-, pues entremos en materia.


“Míralos, alma mía, ¡son en verdad horribles!
Parecen maniquíes; vagamente ridículos;
terribles, singulares, igual que los sonámbulos;
lanzando no sé a dónde sus globos tenebrosos…”
Baudelaire

El prodigio de la buena literatura (porque también las hay mala y muy mala, así las avale la academia) consiste, entre otras cosas, en erigirnos mundos que, en nuestras épocas de lectores bisoños y desprevenidos -épocas también felices, por qué no admitirlo-, cobran las catexias de mundos reales. Tal fue mi experiencia de lector desavisado con la secta de los ciegos de Ernesto Sábato, a la que -no exagero un ápice- hice hasta lo imposible por pertenecer. Soñaba con que algo semejante a esa poderosísima transnacional del mal de veras existiera, y me veía liderándola algún día. Pero como la fantasía de la inocencia lectora también tiene sus tiempos, llegó el momento de comprender que todo se trataba de una metáfora empleada por un gran escritor para intentar explicar el mundo: su mundo novelesco.

La comprensión de esa verdad y el descubrimiento de otra metáfora semejante pero con resultados bastante disímiles (me refiero al Ensayo sobre la ceguera de José Saramago) dieron origen a esta obsesión mía de rastrear cegueras, ciegos y espejos (espejos en relación con ellas y ellos) en la literatura de todos los tiempos, esfuerzo que dio comienzo con una monografía de la que al final de este texto se reproducen la introducción y la conclusión, necesarias para acercarnos al porqué de la distinción entre “cegueras” y “ciegos”.

Pero déjenme que intente concretar esa diferencia: el hecho de que en un poema, cuento o novela aparezcan uno o más ciegos no significa, necesariamente, que el autor aventure una metáfora del mundo a partir de la ceguera. Muchas páginas del escritor chileno Roberto Bolaño, verbigracia, están surcadas de alusiones a ciegos o a personajes que semejan ciegos, pero en ellas no hay, como sí ocurre con las novelas objeto de estudio en la monografía, un propósito diferente que el de forjar la caracterización de uno o más personajes cuya ceguera es otro más -acaso el más importante- de sus rasgos. Ni el José Claudio de ‘Los pocillos’, de Mario Benedetti; ni Juan de Dios, el protagonista de ‘El ciego’, de Mempo Giardinelli; ni Melanie de Salignac, la instigadora de las profundas aunque no siempre acertadas reflexiones de Diderot en su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven; ni siquiera el Taha Husein escritor y protagonista de Los días -su autobiografía-, cuatro personajes dotados de gran singularidad, representan cegueras sino ciegos. No obstante, preciso es reconocerlo, hay personajes ciegos que trascienden su existencia de papel para inscribirse en uno de los tipos de ceguera hallados por Kenneth Jernigan (tómense por ejemplo Los ciegos de Maeterlinck: ateridos, medrosos e incapaces), y otros que incluso generan nuevas categorías de posibles cegueras.

Úrsula Iguarán, ciega durante sus últimos años de vida, hace que nazca otra forma -a más de las nueve que propone Jernigan- de leer la ausencia de luz (“La ceguera como posible reaprehensión del mundo”, la bauticé), que la siguiente cita de Cien años de soledad ayuda a elucidar:

“…pero nadie descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al principio creyó que se trataba de una debilidad transitoria, y tomaba a escondidas jarabe de tuétano y se echaba miel de abeja en los ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el punto de que nunca tuvo una noción muy clara del invento de la luz eléctrica, porque cuando instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el resplandor. No se lo dijo a nadie, pues habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora…”.

Otro caso -el segundo y último que traigo a cuento hoy, aunque por fortuna no el último que se podría citar ni mucho menos- de personajes ciegos que rebasan su destino individual o colectivo para forjar nuevos tipos de ceguera es el del relato ‘El ciego perfecto’ de Fernando Morales, cuyos protagonistas -dos “hermanitos” de más de treinta años- se divierten a expensas de los ciegos que, camino de su instituto, son víctimas de los macabros pero formidables experimentos del par de hermanos que a veces le ocasionan la muerte al ciego de turno. A diferencia de “La ceguera como acerba iniquidad”, cuarto de los hallazgos de Jernigan y epítome de los quehaceres de la secta de Sábato, “La ceguera como receptáculo de crueldad”, la nueva categoría que hallé y bauticé y que constituye el epítome del cuento de Morales, convierte en víctimas de la sevicia de los videntes a los no videntes, sevicia de la que también es presa el protagonista del relato de Guy de Maupassant titulado, previsiblemente, ‘El ciego’.


“A veces se ponía en broma delante de un espejo para acicalarse, e imitaba todos los gestos de una coqueta que prepara sus armas. Aquella monería era tan verosímil que nos hacía reír a carcajadas.”
Diderot

Son los ciegos, a qué dudarlo, los únicos entre los hombres que nacen emancipados de la esclavitud a que los espejos someten a todo aquel que en ellos se mira por primera vez. Y no me refiero a los ciegos advenedizos, cuyo más egregio ejemplo es Jorge Luis Borges, obsesionado por estos adminículos de los que no pudo prescindir jamás, sino a los ciegos de nacimiento: esos que en la vida nunca contemplarán aquel brillo que se graba en la memoria visual, la cual pervive tras unos párpados cerrados e incluso tras unos ojos enceguecidos de repente. ¿Qué significa gastar la vida al margen del milenario influjo de los espejos? Significa, como primera medida, hurtársele a la contemplación visual del paso del tiempo, ventaja que tiene una onerosa contraprestación, a saber: la carencia casi absoluta de una fisonomía, vital para cualquier ser humano. ¿Sólo eso? Claro que no. Significa, además, sobrevivir a una existencia antinómica anclada en las antípodas: la dicha suma de no tener que asomarnos a nuestra propia decadencia y disolución, aunque también el desespero rabioso de no poder hacerlo.

Pero como ya el tiempo de esta intervención se agota, permítaseme concluir con un cuento breve que logra fundir, no obstante su cortedad, las tres entidades: cegueras, ciegos y espejos:

‘El fondo de la dicha’

Ahora, frente al espejo, recordaba mientras se sonreía, todo se había vuelto rutinario: llegar del trabajo, cansada; desvestirse con la morosidad con que siempre lo hizo, incluso antes de casarse; oír detrás de sí los programas radiales que él -única diversión suya (claro, sin contar la ritual que se aproximaba)- conocía de memoria y que ella -más acostumbrada a la televisión- se empeñaba en identificar sin éxito; sentir que era fabuloso que él no perturbara con miradas entrometidas el placer de ir desperdigando aquí y allá la incómoda ropa de oficina; contemplar las turgencias de sus pezones, que se vigorizaban conforme la respiración de su cuñado se dejaba oír cada vez con mayor impaciencia; ir retrocediendo sin mirar hasta que esas dos manos ásperas pese a la falta de cualquier tipo de trabajo la tomaban con la seguridad que otorga el hábito del goce de dos; dejarse ir -siempre de espaldas- al fondo de esa dicha certera que infaltablemente culminaba con los espasmódicos estertores del amor furtivo; retirarse, agradecida, para buscar la piyama y disponerse a preparar la comida para atender a su marido, que estaba por llegar. “Y pensar -se dijo mientras se contemplaba otra vez ante el espejo- que estuve a tiro de no casarme por temor a tener que convivir (esa había sido la única condición del novio) con la presencia de ese hombre que reinaba más allá de aquel reflejo”.


Nota aclaratoria: esta reflexión, rescatada por azar mientras buscaba entre mis papeles algo diferente, se leyó no recuerdo cuándo en un conversatorio cualquiera de una universidad en que trabajo. Y como este blog anda ayuno de publicaciones desde hace ya tanto, pues me dije que no sería mala idea compartirla con los que también por azar lleguen a él. Ah, en cuanto a la introducción y la conclusión que de mi tesina de maestría prometo en el texto, les informo a los que no lo sepan y les recuerdo a los que quizá lo hayan olvidado que la monografía completa reposa, publicada por capítulos, en este blog.

Ciegos fictivos y reales en la obra y en la vida de Gabo

Desde el momento en que me apliqué a rastrear Ciegos y Cegueras en los libros que leo, felizmente no he cesado de encontrar nuevas epifanías de esos seres proteicos, cuya existencia en literatura -en la literatura que conozco- se remonta a las bien conocidas entidades de Homero, Tiresias y Edipo. Tres entidades literarias -“tres ciegos”- que, a su turno y cada una por separado, encarnan distintas formas de mirar la ceguera -“tres cegueras”-, sólo en ocasiones monolítica y casi siempre cambiante, como se podrá observar en esta serie de reflexiones que no ambicionan ningún reconocimiento académico por el simple hecho de que no se alimentan del rigor que debe caracterizar a todo documento que busque una publicación. Pero entremos en materia.

No escasean en la obra de nuestro Nobel, Gabriel García Márquez, las alusiones -simples alusiones- a ciegos que, por tratarse meramente de eso, de alusiones, no constituyen personajes siquiera. Tal es el caso de la referencia a Leandro Díaz en sus memorias, donde lo describe como “un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro del acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a pesar de ser ciego de nacimiento…”, o la mención a las mellizas de San Jerónimo, “las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces…”, de su relato titulado Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. No se piense, empero, que a tan magro papel se reducen las posibilidades de la sagrada secta en la obra del escritor Caribe.

Si Edipo, con ánimo expiatorio e impelido por las irrefrenables fuerzas de su sino opta por vaciarse la mirada, perpetrando así su enceguecimiento, en La noche de los alcaravanes el enceguecimiento de los tres amigos sobreviene “a manos de” esas aladas criaturas que un buen día hubieron de tornar la realidad en ficción, como lo prueban las memorias del autor: “No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un alarido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de alcanzar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder.
-¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!
Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó…”.

En efecto, nadie lo cree, pese a la prueba irrebatible que constituyen estos tres advenedizos, como daría en llamarlos Fernando Vidal. Todos se niegan a creerles cuando declaran en tres ocasiones que los alcaravanes les sacaron los ojos, porque atribuyen la especie a una urdimbre de los periódicos para vender más. Pero lo cierto es que ahí están estos tres nuevos ciegos, tan vulnerables como los de Maeterlinck -de los que hablaremos en su momento-, a no ser por el afecto que media entre ellos y que es el mismo que Márquez profesa por los amigos con que departe aquella noche de putas en lo de la Negra Eufemia, afecto que no logra, sin embargo, librar a sus versiones de ficción del caos: “Las voces desaparecieron. Y seguimos sentados así, hombro contra hombro, esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de imágenes pasara un olor o una voz conocidos. El sol siguió calentando sobre nuestras cabezas. Entonces alguien dijo:
-Vamos otra vez hacia la pared.
Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia la claridad invisible:
-Todavía no. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la cara”. Quizá entonces, cuando el sol empiece a arderles en la cara, alguien se compadezca de su indefensión y los conduzca a casa, pero el lector jamás se enterará de su suerte ulterior, que bien puede ser la misma suerte que corren los ciegos de Maeterlinck, o sea, su disolución en ese mundo en que la ceguera está reducida a la imposibilidad.

En Vivir para contarla, además de la alusión al maestro Leandro Díaz de que ya dimos cuenta, hay dos -cómo llamarlos- personajes ciegos: la abuela materna del Nobel, Tranquilina Iguarán, no sólo ciega sino “medio venática”, y una tía abuela cuya caracterización se aproxima bastante, junto con la de la “tardía” Úrsula de Cien años de soledad, a la de la abuela ciega de Rosas artificiales.

Si la tía Petra desarrolla “una destreza mágica para manejarse en sus tinieblas sin ayuda de nadie”, Úrsula Iguarán, no bien descubrió su falta de luz, “se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas”; si el autor recuerda a la tía Petra “caminando sin bastón como con sus dos ojos, lenta pero sin dudas, y guiándose sólo por los distintos olores”, a Úrsula la recrea incluso más independiente: “En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora…”.

Y es con esos mismos cuatro sentidos que Úrsula vigila a los que con ella viven con los que la abuela de Mina, la muchacha que fabrica rosas artificiales en el cuento con idéntico título la vigila a ella, sin que se le escape ni el más mínimo detalle. La pobre Mina, que hace hasta lo imposible por esconder las manifestaciones emocionales y las pruebas materiales -cartas, supone el lector- de un amor furtivo, observa cómo la clarividencia de su abuela ciega tritura su propósito, convirtiéndolo en un secreto de dos, que ya no es secreto: “-¿Por qué no fuiste a misa?
-Tú lo sabes mejor que nadie.
-Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa -dijo la ciega-. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad…”. No yerra la ciega, pues a su nieta la espera, en efecto, alguien que le ocasiona una contrariedad: la de la partida de su clandestino amante, del que no conocemos nada.

Lo que el lector atento sí descubre, como lo descubre la sagacísima ciega que, al igual que Úrsula Iguarán conoce detalles que para los que ven están vedados, es que su nieta ha intentado zafarse de las cartas recibidas tirándolas al fondo del escusado, hasta donde penetra la agudísima mirada de la abuela, que sabe que esa mañana su nieta ha ido al baño, no una vez como todos los días, sino dos: la última a tirar los recuerdos escritos del que marcha.

Abrumada por tanta perspicacia clarividente o por tanta clarividencia perspicaz -para el caso lo mismo da-, la muchacha ensaya un como conjuro y saca la única conclusión posible acerca de ese inexpugnable miembro de la secta de los ciegos que, al contrario que los del Informe sobre ciegos de Sábato, no depone su derecho a su calidad de individuo en favor de los intereses de la transnacional del mal de que forma parte: “Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
-Eres adivina”.


Resulta manifiesto, como lo prueba esta primera reflexión, que ciegos y cegueras, presentes en la vida y la familia del escritor colombiano, no podían estar ausentes de su obra, signada en gran medida por los avatares de un “mundo real” que se transfunde y se transforma en su “mundo de ficción”: dos universos que, si bien palpitan con vida propia, colapsarían si se los tratara de separar. La abuela Tranquilina Iguarán y la tía abuela Petra (prefiguraciones reales de los personajes de ficción), que pueblan las memorias del autor, explican y justifican la existencia de la Úrsula ciega o la ciega abuela de Mina (personajes de ficción que se entienden a partir de sus prefiguraciones reales), quienes a su turno pueblan algunas de las mejores páginas de nuestro más laureado escritor de eso que Harold Bloom -no sé si otros- denomina literatura imaginativa.