viernes, 5 de agosto de 2016

Ciegos fictivos y reales en la obra y en la vida de Gabo

Desde el momento en que me apliqué a rastrear Ciegos y Cegueras en los libros que leo, felizmente no he cesado de encontrar nuevas epifanías de esos seres proteicos, cuya existencia en literatura -en la literatura que conozco- se remonta a las bien conocidas entidades de Homero, Tiresias y Edipo. Tres entidades literarias -“tres ciegos”- que, a su turno y cada una por separado, encarnan distintas formas de mirar la ceguera -“tres cegueras”-, sólo en ocasiones monolítica y casi siempre cambiante, como se podrá observar en esta serie de reflexiones que no ambicionan ningún reconocimiento académico por el simple hecho de que no se alimentan del rigor que debe caracterizar a todo documento que busque una publicación. Pero entremos en materia.

No escasean en la obra de nuestro Nobel, Gabriel García Márquez, las alusiones -simples alusiones- a ciegos que, por tratarse meramente de eso, de alusiones, no constituyen personajes siquiera. Tal es el caso de la referencia a Leandro Díaz en sus memorias, donde lo describe como “un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro del acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a pesar de ser ciego de nacimiento…”, o la mención a las mellizas de San Jerónimo, “las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces…”, de su relato titulado Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. No se piense, empero, que a tan magro papel se reducen las posibilidades de la sagrada secta en la obra del escritor Caribe.

Si Edipo, con ánimo expiatorio e impelido por las irrefrenables fuerzas de su sino opta por vaciarse la mirada, perpetrando así su enceguecimiento, en La noche de los alcaravanes el enceguecimiento de los tres amigos sobreviene “a manos de” esas aladas criaturas que un buen día hubieron de tornar la realidad en ficción, como lo prueban las memorias del autor: “No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un alarido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de alcanzar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder.
-¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!
Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó…”.

En efecto, nadie lo cree, pese a la prueba irrebatible que constituyen estos tres advenedizos, como daría en llamarlos Fernando Vidal. Todos se niegan a creerles cuando declaran en tres ocasiones que los alcaravanes les sacaron los ojos, porque atribuyen la especie a una urdimbre de los periódicos para vender más. Pero lo cierto es que ahí están estos tres nuevos ciegos, tan vulnerables como los de Maeterlinck -de los que hablaremos en su momento-, a no ser por el afecto que media entre ellos y que es el mismo que Márquez profesa por los amigos con que departe aquella noche de putas en lo de la Negra Eufemia, afecto que no logra, sin embargo, librar a sus versiones de ficción del caos: “Las voces desaparecieron. Y seguimos sentados así, hombro contra hombro, esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de imágenes pasara un olor o una voz conocidos. El sol siguió calentando sobre nuestras cabezas. Entonces alguien dijo:
-Vamos otra vez hacia la pared.
Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia la claridad invisible:
-Todavía no. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la cara”. Quizá entonces, cuando el sol empiece a arderles en la cara, alguien se compadezca de su indefensión y los conduzca a casa, pero el lector jamás se enterará de su suerte ulterior, que bien puede ser la misma suerte que corren los ciegos de Maeterlinck, o sea, su disolución en ese mundo en que la ceguera está reducida a la imposibilidad.

En Vivir para contarla, además de la alusión al maestro Leandro Díaz de que ya dimos cuenta, hay dos -cómo llamarlos- personajes ciegos: la abuela materna del Nobel, Tranquilina Iguarán, no sólo ciega sino “medio venática”, y una tía abuela cuya caracterización se aproxima bastante, junto con la de la “tardía” Úrsula de Cien años de soledad, a la de la abuela ciega de Rosas artificiales.

Si la tía Petra desarrolla “una destreza mágica para manejarse en sus tinieblas sin ayuda de nadie”, Úrsula Iguarán, no bien descubrió su falta de luz, “se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas”; si el autor recuerda a la tía Petra “caminando sin bastón como con sus dos ojos, lenta pero sin dudas, y guiándose sólo por los distintos olores”, a Úrsula la recrea incluso más independiente: “En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora…”.

Y es con esos mismos cuatro sentidos que Úrsula vigila a los que con ella viven con los que la abuela de Mina, la muchacha que fabrica rosas artificiales en el cuento con idéntico título la vigila a ella, sin que se le escape ni el más mínimo detalle. La pobre Mina, que hace hasta lo imposible por esconder las manifestaciones emocionales y las pruebas materiales -cartas, supone el lector- de un amor furtivo, observa cómo la clarividencia de su abuela ciega tritura su propósito, convirtiéndolo en un secreto de dos, que ya no es secreto: “-¿Por qué no fuiste a misa?
-Tú lo sabes mejor que nadie.
-Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa -dijo la ciega-. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad…”. No yerra la ciega, pues a su nieta la espera, en efecto, alguien que le ocasiona una contrariedad: la de la partida de su clandestino amante, del que no conocemos nada.

Lo que el lector atento sí descubre, como lo descubre la sagacísima ciega que, al igual que Úrsula Iguarán conoce detalles que para los que ven están vedados, es que su nieta ha intentado zafarse de las cartas recibidas tirándolas al fondo del escusado, hasta donde penetra la agudísima mirada de la abuela, que sabe que esa mañana su nieta ha ido al baño, no una vez como todos los días, sino dos: la última a tirar los recuerdos escritos del que marcha.

Abrumada por tanta perspicacia clarividente o por tanta clarividencia perspicaz -para el caso lo mismo da-, la muchacha ensaya un como conjuro y saca la única conclusión posible acerca de ese inexpugnable miembro de la secta de los ciegos que, al contrario que los del Informe sobre ciegos de Sábato, no depone su derecho a su calidad de individuo en favor de los intereses de la transnacional del mal de que forma parte: “Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
-Eres adivina”.


Resulta manifiesto, como lo prueba esta primera reflexión, que ciegos y cegueras, presentes en la vida y la familia del escritor colombiano, no podían estar ausentes de su obra, signada en gran medida por los avatares de un “mundo real” que se transfunde y se transforma en su “mundo de ficción”: dos universos que, si bien palpitan con vida propia, colapsarían si se los tratara de separar. La abuela Tranquilina Iguarán y la tía abuela Petra (prefiguraciones reales de los personajes de ficción), que pueblan las memorias del autor, explican y justifican la existencia de la Úrsula ciega o la ciega abuela de Mina (personajes de ficción que se entienden a partir de sus prefiguraciones reales), quienes a su turno pueblan algunas de las mejores páginas de nuestro más laureado escritor de eso que Harold Bloom -no sé si otros- denomina literatura imaginativa.

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