Desde el momento en que me apliqué a rastrear Ciegos y Cegueras en los libros que leo, felizmente no he cesado de
encontrar nuevas epifanías de esos seres proteicos, cuya existencia en
literatura -en la literatura que conozco- se remonta a las bien conocidas
entidades de Homero, Tiresias y Edipo. Tres entidades literarias -“tres ciegos”-
que, a su turno y cada una por separado, encarnan distintas formas de mirar la
ceguera -“tres cegueras”-, sólo en ocasiones monolítica y casi siempre
cambiante, como se podrá observar en esta serie de reflexiones que no
ambicionan ningún reconocimiento académico por el simple hecho de que no se
alimentan del rigor que debe caracterizar a todo documento que busque una publicación.
Pero entremos en materia.
No escasean en la obra de nuestro Nobel, Gabriel García Márquez, las
alusiones -simples alusiones- a ciegos que, por tratarse meramente de eso, de
alusiones, no constituyen personajes siquiera. Tal es el caso de la referencia
a Leandro Díaz en sus memorias, donde lo describe como “un carpintero que no
sólo era un compositor genial y un maestro del acordeón, sino el único que supo
repararlos mientras duró la guerra, a pesar de ser ciego de nacimiento…”, o la
mención a las mellizas de San Jerónimo, “las niñas ciegas que todas las semanas
vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado
prodigio de sus voces…”, de su relato titulado Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. No se piense, empero,
que a tan magro papel se reducen las posibilidades de la sagrada secta en la
obra del escritor Caribe.
Si Edipo, con ánimo expiatorio e impelido por las
irrefrenables fuerzas de su sino opta por vaciarse la mirada, perpetrando así
su enceguecimiento, en La noche de los
alcaravanes el enceguecimiento de los tres amigos sobreviene “a manos de” esas
aladas criaturas que un buen día hubieron de tornar la realidad en ficción,
como lo prueban las memorias del autor: “No todo fueron malas noches. La del 27
de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto
valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña
había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados
por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un
cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla
hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un alarido de dolor con un aletazo
final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de
alcanzar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su
poder.
-¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van
a sacar los ojos!
Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar
el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica
y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes
los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó…”.
En efecto, nadie lo cree, pese a la prueba irrebatible
que constituyen estos tres advenedizos, como daría en llamarlos Fernando Vidal.
Todos se niegan a creerles cuando declaran en tres ocasiones que los
alcaravanes les sacaron los ojos, porque atribuyen la especie a una urdimbre de
los periódicos para vender más. Pero lo cierto es que ahí están estos tres
nuevos ciegos, tan vulnerables como los de Maeterlinck -de los que hablaremos
en su momento-, a no ser por el afecto que media entre ellos y que es el mismo
que Márquez profesa por los amigos con que departe aquella noche de putas en lo
de la Negra Eufemia, afecto que no logra, sin embargo, librar a sus versiones
de ficción del caos: “Las voces desaparecieron. Y seguimos sentados así, hombro
contra hombro, esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de imágenes
pasara un olor o una voz conocidos. El sol siguió calentando sobre nuestras
cabezas. Entonces alguien dijo:
-Vamos otra vez hacia la pared.
Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia
la claridad invisible:
-Todavía no. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la
cara”. Quizá entonces, cuando el sol empiece a arderles en la cara, alguien se
compadezca de su indefensión y los conduzca a casa, pero el lector jamás se
enterará de su suerte ulterior, que bien puede ser la misma suerte que corren
los ciegos de Maeterlinck, o sea, su disolución en ese mundo en que la ceguera
está reducida a la imposibilidad.
En Vivir para contarla, además
de la alusión al maestro Leandro Díaz de que ya dimos cuenta, hay dos -cómo llamarlos-
personajes ciegos: la abuela materna del Nobel, Tranquilina Iguarán, no sólo
ciega sino “medio venática”, y una tía abuela cuya caracterización se aproxima
bastante, junto con la de la “tardía” Úrsula de Cien años de soledad, a la de la abuela ciega de Rosas artificiales.
Si la tía Petra desarrolla “una destreza mágica para manejarse en sus
tinieblas sin ayuda de nadie”, Úrsula Iguarán, no bien descubrió su falta de
luz, “se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de
las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran
las sombras de las cataratas”; si el autor recuerda a la tía Petra “caminando
sin bastón como con sus dos ojos, lenta pero sin dudas, y guiándose sólo por
los distintos olores”, a Úrsula la recrea incluso más independiente: “En la
oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo
estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que
se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba
ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su
anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los
niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos
lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por
sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia
repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos,
y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora…”.
Y es con esos mismos cuatro sentidos que Úrsula vigila
a los que con ella viven con los que la abuela de Mina, la muchacha que fabrica
rosas artificiales en el cuento con idéntico título la vigila a ella, sin que
se le escape ni el más mínimo detalle. La pobre Mina, que hace hasta lo
imposible por esconder las manifestaciones emocionales y las pruebas materiales
-cartas, supone el lector- de un amor furtivo, observa cómo la clarividencia de
su abuela ciega tritura su propósito, convirtiéndolo en un secreto de dos, que
ya no es secreto: “-¿Por qué no fuiste a misa?
-Tú lo sabes mejor que nadie.
-Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de
salir de la casa -dijo la ciega-. En el camino te esperaba alguien que te
ocasionó una contrariedad…”. No yerra la ciega, pues a su nieta la espera, en
efecto, alguien que le ocasiona una contrariedad: la de la partida de su
clandestino amante, del que no conocemos nada.
Lo que el lector atento sí descubre, como lo descubre la sagacísima
ciega que, al igual que Úrsula Iguarán conoce detalles que para los que ven
están vedados, es que su nieta ha intentado zafarse de las cartas recibidas
tirándolas al fondo del escusado, hasta donde penetra la agudísima mirada de la
abuela, que sabe que esa mañana su nieta ha ido al baño, no una vez como todos
los días, sino dos: la última a tirar los recuerdos escritos del que marcha.
Abrumada por tanta perspicacia clarividente o por
tanta clarividencia perspicaz -para el caso lo mismo da-, la muchacha ensaya un
como conjuro y saca la única conclusión posible acerca de ese inexpugnable
miembro de la secta de los ciegos que, al contrario que los del Informe sobre ciegos de Sábato, no
depone su derecho a su calidad de individuo en favor de los intereses de la
transnacional del mal de que forma parte: “Mina pasó las manos frente a los
ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
-Eres adivina”.
Resulta manifiesto, como lo prueba esta primera reflexión, que ciegos y
cegueras, presentes en la vida y la familia del escritor colombiano, no podían
estar ausentes de su obra, signada en gran medida por los avatares de un “mundo
real” que se transfunde y se transforma en su “mundo de ficción”: dos universos
que, si bien palpitan con vida propia, colapsarían si se los tratara de separar.
La abuela Tranquilina Iguarán y la tía abuela Petra (prefiguraciones reales de
los personajes de ficción), que pueblan las memorias del autor, explican y
justifican la existencia de la Úrsula ciega o la ciega abuela de Mina (personajes
de ficción que se entienden a partir de sus prefiguraciones reales), quienes a
su turno pueblan algunas de las mejores páginas de nuestro más laureado escritor
de eso que Harold Bloom -no sé si otros- denomina literatura imaginativa.
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