miércoles, 27 de enero de 2016

Una lectora nada común

A Alan Bennett, por este préstamo inconsulto.

Que loro viejo no aprende a hablar, reza uno de los pocos dichos que, extrapolados al ámbito de lo humano, yerran de principio a fin. Y este yerra porque, hablando de estudiantes y de aprendizajes, la edad poco incide cuando se busca instruirse en algo para lo que se tienen aptitudes y disciplina.

Fui profesor del Centro Colombo Americano de Bogotá entre 1998 y 2006, y durante esos ocho prolíficos años tuve estudiantes prácticamente de todas las edades: niños púberes o recién salidos de la pubertad, muchachos que tramitaban su cédula de ciudadanía o que acababan de recibirla, universitarios en la plenitud de sus veinte o profesionales que no los rebasaban, treintañeros ya casados o descreídos de la convivencia en pareja, cuarentones instalados firmemente en la madurez o deseosos de tornar a una adolescencia sin granos, cincuentones que soñaban con la pensión o con la posibilidad de establecerse por su cuenta, sexagenarios que volvían a estudiar después de treinta o cuarenta años de no sentarse en un aula y, lo juro, septuagenarios que pasaban sus días entre sus clases de inglés y la compañía de sus nietos o bisnietos. Y de esos cientos y cientos de alumnos de diversísimos orígenes y condiciones socioeconómicas y cosmovisiones y modos de ser recuerdo, con especial cariño, a aquellos que, superando el miedo de sentirse viejos en salones donde predominaba la juventud, iban a clase no para pasar desapercibidos, sino para descollar.

No digo que todos mis estudiantes entrados en años fueran buenos o excelentes alumnos, pero sí que muchos de ellos sobresalían y provocaban en sus compañeros, principalmente entre los más jóvenes, admiración y respeto por la facilidad con que entendían las explicaciones y por la dedicación con que asumían el estudio de esa lengua extranjera. Luis Alberto, por ejemplo, no dejaba pasar por alto ni el más mínimo detalle, lo que me forzaba a preparar mis clases con más rigor que el habitual y a idear explicaciones elaboradas que satisficieran su suma curiosidad e inteligencia. Mauricio, cincuentón como Luis Alberto, comprendía cada lección como si se tratara del asunto más sencillo de la vida, al tiempo que alternaba con los muchachos con una naturalidad y un desenfado pasmosos. Michelangelo, sexagenario y emotivo como el que más, conseguía mezclar no sé cómo la musicalidad de su bellísimo italiano con la expresividad del inglés americano, haciendo que mi oído exultara cada vez que él hablaba. Y Hernando, un abuelo adorable y aplicadísimo de más de setenta años, me enternecía cuando le pedía a Diana, una jovencita que lo adoptó por tal en clase, que le escribiera la tarea no en su libro, que debía mantenerse inmaculado, sino en su cuaderno, que llevaba con un orden casi maniático.

Estos cuatro casos de estudiantes “viejos”, al igual que muchos otros que podría citar aquí, son la prueba de que el cuento ese de que cuando se es joven todo se puede aprender mientras que cuando la juventud nos ha abandonado nada o muy poco se aprende, no pasa de ser un mito más de los muchos que, a propósito de la educación, los irreflexivos repiten sin ton ni son y perpetúan sin remedio. Ya quisieran casi todos esos muchachos de que fui o soy profesor tener la mitad del rigor de Luis Alberto, la rapidez mental de Mauricio, la eufonía de Michelangelo o la estrictez de Hernando; ya querría yo tener ante mí cada semestre y en todo curso que doy al menos dos alumnos tan pasionales como ellos y ojalá de sus edades, para ver si así logro, mediante sus ejemplos vitales, sacudirles a tantos y tantos jóvenes esa desidia invencible que sienten por el estudio.

Pero paso a lo que me convoca: la lectura y los lectores (en particular una).

Desde el segundo semestre de 2013 dicto, en la Universidad Pedagógica Nacional -Facultad de Educación, Departamento de Psicopedagogía-, un par de materias (me figuro a muchos frunciendo el entrecejo porque no hablo de espacios académicos) a muchachos de primero y segundo semestre, las cuales por fortuna no exhiben la ampulosidad de tantos nombres de asignaturas universitarias: Comprensión y producción de textos I y Comprensión y producción de textos II. Esos dos cursos, que deberían ser al menos cinco y que tendrían que dictarse en todas las carreras y en toda universidad que se precie de privilegiar la calidad académica, desbarran en su propósito, que de todas formas resulta loable: hacer de los estudiantes lectores y “escritores” competentes, mediante la asignación de lecturas exigentes y ejercicios de escritura orientados por el profesor. Y digo que desbarran en su propósito porque lo que hay que hacer durante ese “año” es, como primera medida, llevarlos a comprender que el hecho de que hayan sido alfabetizados en la escuela primaria no los gradúa de lectores, porque leer va muchísimo más allá del simple reconocimiento de caracteres, que es prácticamente lo máximo que se puede esperar del muchacho medio que recién comienza su universidad (y, no nos engañemos, también del que la termina y no en pocos casos del “profesional” que comienza o termina su maestría y hasta su doctorado). Una vez eso está claro, se puede proceder con lo que corresponde: la elección y asignación de lecturas menos, o más, rigurosas según se trate de unos -primíparos- u otros -muchachos que acaban de dejar de serlo-.

A mis alumnos de Comprensión y producción de textos I, muchos de los cuales llegan a la universidad pública colmados de expectativas políticas y de confusión, los desafío con artículos de prensa que versan sobre un mismo tema y que escriben por lo común columnistas de opinión que se encuentran en latitudes distintas del espectro político. ¿Que cuál es el objetivo? Que comprendan, de una vez por todas y para siempre, que la excusa facilista de que “Yo no leo prensa porque los medios de comunicación y en particular los periódicos no informan sino que manipulan” es una verdad a medias, o sea una mentira completa. Porque es que el hecho incontrovertible de que los medios de comunicación, a los que pertenece la prensa escrita, tengan intereses económicos y políticos, no los descalifica de plano a los ojos del lector inteligente y crítico, que es quien debe reconocer en dónde hay manipulación y en dónde información, que habrán de desechar o analizar según sea el caso.

Ahora bien, antes de que mis estudiantes realicen con más o menos eficacia dicho ejercicio de lectura, que requiere un cierto grado de comprensión, yo les pido que analicen citas textuales ambiciosas, poemas y cuentos que también se contraponen, a fin de que la experiencia les resulte familiar y significativa cuando empiezan a enfrentarse a ella. Se trata de que, una vez en Comprensión y producción de textos II, estén en capacidad de leer y ojalá de entender, no ya citas o poemas o cuentos o artículos, sino ensayos y novelas, textos para los cuales se precisan más disposición y disciplina.

Las lecturas para segundo semestre las escojo en función del tema sobre que vaya a versar el curso (‘literatura y amor erótico’, ‘literatura y discapacidad’, ‘literatura y animales’…), cuidando de que los textos materia de estudio sean, a más de pertinentes, accesibles para los muchachos, pues de eso depende el éxito del aprendizaje y la enseñanza durante el semestre. Como quien dice: si, por apenas poner un ejemplo, estamos en un curso cuyo asunto es ‘literatura y vejez’ y la primera novela que escojo es El obsceno pájaro de la noche, el fracaso está garantizado.

¿Pueden asimilar, muchachos que por lo común jamás han leído completa y mucho menos con rigor una obra literaria, esa novela de José Donoso? Seguro estoy de que no pocos colegas, más inocentes que sus propios alumnos, dirían que sí e, incluso, irían más allá: me acusarían de sobrado y de despreciador de las capacidades de mis estudiantes, a quienes tan bien creo conocer. Y porque los conozco y conozco el contexto en que se han educado es por lo que selecciono, o seleccionaría en el caso que nos ocupa, algo menos denso y “especializado”; algo que desde la primera página consiga atraer la atención y el interés de muchachos demasiado jóvenes todavía y por ende demasiado proclives a la distracción (contra la cual nadie -desde luego tampoco ella- está del todo protegido).

A la lectora de que vine a hablarles no la conocí ni en el Colombo, ni en la Sergio Arboleda, ni en la Pedagógica, ni en La Salle ni en la Javeriana. Tiene sesenta y seis años y nació en Aranzazu, un pueblo del norte del departamento de Caldas. Allá comenzó y terminó la primaria; comenzó mas no terminó el bachillerato porque, enamorada como estaba de mi padre (un machista recalcitrante de los de su época), abandonó el colegio para casarse. Y como era apenas natural en el mundo de entonces y más aún en la Colombia de entonces, mi madre hubo de dedicarse, desde ese momento, de tiempo completo y en cuerpo y alma a un esposo y a unos hijos que copaban toda su atención y cuidados, dejando para siempre postergada la posibilidad de reanudar sus estudios algún día.

Pero no es que ese día no haya llegado nunca. Solo que cuando llegó y ella se matriculó en un centro de validación diurno para cursar en un año los dos grados de la secundaria que le quedaron haciendo falta, mi padre ejerció sobre ella toda la presión que pudo para que desistiera, y lo consiguió. Lo que sí no pudo conseguir, pese a haberlo intentado con todo el empeño de que era capaz, fue impedir que esa mujer, sin cédula de ciudadanía a la edad de treinta años y sin un diploma de bachiller, triunfara en el ámbito laboral gracias, en primer lugar, a la dificilísima situación económica en que llegó a verse nuestro hogar allá por los ochenta, así como a una fuerza interior desconocida que brotó de pronto de su ser y que hasta hoy la acompaña.

En este punto del relato resulta imperioso dar un salto de lustros para situarnos en una época reciente y en una circunstancia particular. Mi madre ya había coronado sus sesenta años y su madre, es decir mi abuela materna, discurría por unos ochenta muy precarios en cuanto hace a sus facultades mentales, que empezaron a menoscabarse notablemente. Creo que nunca antes a mi vieja la había angustiado lo más mínimo la posibilidad de hacerse anciana. Pero ver así a la abuela, sin la lucidez y la cordura que siempre le fueron habituales, no solo la cuestionó sino que la hizo temer algo que ella considera insufrible: envejecer, y morir, al margen de siquiera la realidad más inmediata y de un mínimo de conciencia.

Yo, por mi parte, aproveché la coyuntura para hablarle de los beneficios maravillosos que garantiza una lectura constante y seria. Le mostré casos de viejos que, no obstante ser octogenarios o nonagenarios, estaban más lúcidos que cualquier niño o adolescente. Le referí el presente de Mario Vargas Llosa, quien siendo muchísimo mayor que ella se mantenía más vigente que nunca y tan prolífico como siempre. La invité a conferencias y conversatorios, a conciertos y recitales. Le hablé de algunos de los libros que más me habían trastocado la existencia y finalmente le sugerí que en adelante leyera, con esfuerzo y sin pausa. La convencí.

Empecé a pensar en obras literarias que no le fueran a suponer un fracaso prematuro y cuyas historias se relacionaran con la vida que a ella le había tocado vivir, pues no hay prodigio mayor que el de vernos reflejados, de uno o de muchos modos, en el libro que leemos. Y así fue como vinieron Marianela (¿no tenía ella, acaso, dos hijos ciegos y una querencia muy fuerte por el enamoramiento auténtico, como para que la cosa no funcionara?), de don Benito Pérez Galdós; Matías (¿no le había dicho una psicóloga malintencionada, cuando yo estaba aún muy niño, que los ciegos éramos malos y resentidos incurables?), de Fernando Ponce de León; El túnel (¿no la había amado su marido, muy intensamente, pero con una desconfianza y unos celos rayanos en el desvarío?), de Ernesto Sábato; Las cenizas de Ángela (¿no había sido nuestra vida, al lado de un padre y esposo amoroso pero irresponsable, un venero de vergüenza producida por las escaseces y penurias económicas, que marcaron la infancia de sus hijos y la juventud de ella?), de Frank McCourt; Lo que no tiene nombre (¿no constituía, acaso, el tener un hermano esquizofrénico y un hijo que rumia desde tan joven la idea del suicidio, una motivación fortísima para enfrentarse a semejante testimonio literario?), de Piedad Bonnet; Papá Goriot (¿no sufría ella, mucho pero mucho mucho, con el desamor de que era objeto la abuela por parte de dos de sus hermanos, es decir de un tío y una tía maternos míos?), de Honoré de Balzac… A un libro lo sucedía otro -a El vuelo de la reina de Tomás Eloy Martínez vinieron a reemplazarlo los cuentos de Wilde, a los que siguió Memoria por correspondencia de Emma Reyes y a este, Crimen y castigo de ustedes ya saben quién-, y a una historia otra nueva, que la conmovía tanto o más que la anterior.

Digamos, pues, que el vicio más bello del mundo, el de las lecturas que valen la pena, es decir el de las lecturas imaginativas y exigentes “no obstante” su sencillez, ya había arraigado en mi madre, quien nunca antes había leído. Nada. Ni citas textuales ambiciosas, ni poemas o cuentos, ni artículos de prensa ni mucho menos ensayos o novelas. Digamos, pues, que el milagro más grande que me ha sido permitido contemplar durante mi quehacer docente ocurrió, no en uno de los salones de clase en que me he desempeñado como educador, sino en mi propia casa; y no con uno de los miles de muchachos que hasta hoy he conocido, sino con alguien que vivió su juventud hace ya mucho pero que, a ojos vistas, está más vital que cualquiera de ellos gracias, entre otras cosas, a su nuevo, y único, vicio.

Con decirles que allá está, engomada, con una novela que le acabo de comprar para que sintiera la magia de leer a una buena escritora japonesa, y dizque ansiosa por terminar esa para adentrarse en La Oculta de Abad Faciolince, que también le acabo de comprar. Ah, y para aquellos que estén interesados en esa historia que por estos días tiene en vilo a mi madre, su título es El cielo es azul, la tierra blanca. ¿No les parece bellísimo ese nombre?