viernes, 5 de agosto de 2016

Brevísimas notas sobre cegueras, ciegos y espejos

La realidad, quién lo creyera, abunda, a diferencia de la literatura, en nombres de ciegos ilustres que a través de la historia son y han sido. A los ya bastante conocidos de Luis Braille, Helen Keller, Jorge Luis Borges, José Feliciano, Andrea Bocelli o Stevie Wonder, es menester añadir los de Nicholas Saunderson, John Milton, Antonio de Cabezón, Francisco de Salinas, Alejandro Sawa Martínez, Joaquín Rodrígo, Taha Husein, Sabriye Tenberken, Joaquín Balaguer, David Blunkett o Ray Charles. Pero como a lo que esta jornada nos convoca no es a la realidad ni a esta lista caótica aunque veraz sino a la literatura -y no es que las divorcie, como muchos podrían estar pensando-, pues entremos en materia.


“Míralos, alma mía, ¡son en verdad horribles!
Parecen maniquíes; vagamente ridículos;
terribles, singulares, igual que los sonámbulos;
lanzando no sé a dónde sus globos tenebrosos…”
Baudelaire

El prodigio de la buena literatura (porque también las hay mala y muy mala, así las avale la academia) consiste, entre otras cosas, en erigirnos mundos que, en nuestras épocas de lectores bisoños y desprevenidos -épocas también felices, por qué no admitirlo-, cobran las catexias de mundos reales. Tal fue mi experiencia de lector desavisado con la secta de los ciegos de Ernesto Sábato, a la que -no exagero un ápice- hice hasta lo imposible por pertenecer. Soñaba con que algo semejante a esa poderosísima transnacional del mal de veras existiera, y me veía liderándola algún día. Pero como la fantasía de la inocencia lectora también tiene sus tiempos, llegó el momento de comprender que todo se trataba de una metáfora empleada por un gran escritor para intentar explicar el mundo: su mundo novelesco.

La comprensión de esa verdad y el descubrimiento de otra metáfora semejante pero con resultados bastante disímiles (me refiero al Ensayo sobre la ceguera de José Saramago) dieron origen a esta obsesión mía de rastrear cegueras, ciegos y espejos (espejos en relación con ellas y ellos) en la literatura de todos los tiempos, esfuerzo que dio comienzo con una monografía de la que al final de este texto se reproducen la introducción y la conclusión, necesarias para acercarnos al porqué de la distinción entre “cegueras” y “ciegos”.

Pero déjenme que intente concretar esa diferencia: el hecho de que en un poema, cuento o novela aparezcan uno o más ciegos no significa, necesariamente, que el autor aventure una metáfora del mundo a partir de la ceguera. Muchas páginas del escritor chileno Roberto Bolaño, verbigracia, están surcadas de alusiones a ciegos o a personajes que semejan ciegos, pero en ellas no hay, como sí ocurre con las novelas objeto de estudio en la monografía, un propósito diferente que el de forjar la caracterización de uno o más personajes cuya ceguera es otro más -acaso el más importante- de sus rasgos. Ni el José Claudio de ‘Los pocillos’, de Mario Benedetti; ni Juan de Dios, el protagonista de ‘El ciego’, de Mempo Giardinelli; ni Melanie de Salignac, la instigadora de las profundas aunque no siempre acertadas reflexiones de Diderot en su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven; ni siquiera el Taha Husein escritor y protagonista de Los días -su autobiografía-, cuatro personajes dotados de gran singularidad, representan cegueras sino ciegos. No obstante, preciso es reconocerlo, hay personajes ciegos que trascienden su existencia de papel para inscribirse en uno de los tipos de ceguera hallados por Kenneth Jernigan (tómense por ejemplo Los ciegos de Maeterlinck: ateridos, medrosos e incapaces), y otros que incluso generan nuevas categorías de posibles cegueras.

Úrsula Iguarán, ciega durante sus últimos años de vida, hace que nazca otra forma -a más de las nueve que propone Jernigan- de leer la ausencia de luz (“La ceguera como posible reaprehensión del mundo”, la bauticé), que la siguiente cita de Cien años de soledad ayuda a elucidar:

“…pero nadie descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al principio creyó que se trataba de una debilidad transitoria, y tomaba a escondidas jarabe de tuétano y se echaba miel de abeja en los ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el punto de que nunca tuvo una noción muy clara del invento de la luz eléctrica, porque cuando instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el resplandor. No se lo dijo a nadie, pues habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora…”.

Otro caso -el segundo y último que traigo a cuento hoy, aunque por fortuna no el último que se podría citar ni mucho menos- de personajes ciegos que rebasan su destino individual o colectivo para forjar nuevos tipos de ceguera es el del relato ‘El ciego perfecto’ de Fernando Morales, cuyos protagonistas -dos “hermanitos” de más de treinta años- se divierten a expensas de los ciegos que, camino de su instituto, son víctimas de los macabros pero formidables experimentos del par de hermanos que a veces le ocasionan la muerte al ciego de turno. A diferencia de “La ceguera como acerba iniquidad”, cuarto de los hallazgos de Jernigan y epítome de los quehaceres de la secta de Sábato, “La ceguera como receptáculo de crueldad”, la nueva categoría que hallé y bauticé y que constituye el epítome del cuento de Morales, convierte en víctimas de la sevicia de los videntes a los no videntes, sevicia de la que también es presa el protagonista del relato de Guy de Maupassant titulado, previsiblemente, ‘El ciego’.


“A veces se ponía en broma delante de un espejo para acicalarse, e imitaba todos los gestos de una coqueta que prepara sus armas. Aquella monería era tan verosímil que nos hacía reír a carcajadas.”
Diderot

Son los ciegos, a qué dudarlo, los únicos entre los hombres que nacen emancipados de la esclavitud a que los espejos someten a todo aquel que en ellos se mira por primera vez. Y no me refiero a los ciegos advenedizos, cuyo más egregio ejemplo es Jorge Luis Borges, obsesionado por estos adminículos de los que no pudo prescindir jamás, sino a los ciegos de nacimiento: esos que en la vida nunca contemplarán aquel brillo que se graba en la memoria visual, la cual pervive tras unos párpados cerrados e incluso tras unos ojos enceguecidos de repente. ¿Qué significa gastar la vida al margen del milenario influjo de los espejos? Significa, como primera medida, hurtársele a la contemplación visual del paso del tiempo, ventaja que tiene una onerosa contraprestación, a saber: la carencia casi absoluta de una fisonomía, vital para cualquier ser humano. ¿Sólo eso? Claro que no. Significa, además, sobrevivir a una existencia antinómica anclada en las antípodas: la dicha suma de no tener que asomarnos a nuestra propia decadencia y disolución, aunque también el desespero rabioso de no poder hacerlo.

Pero como ya el tiempo de esta intervención se agota, permítaseme concluir con un cuento breve que logra fundir, no obstante su cortedad, las tres entidades: cegueras, ciegos y espejos:

‘El fondo de la dicha’

Ahora, frente al espejo, recordaba mientras se sonreía, todo se había vuelto rutinario: llegar del trabajo, cansada; desvestirse con la morosidad con que siempre lo hizo, incluso antes de casarse; oír detrás de sí los programas radiales que él -única diversión suya (claro, sin contar la ritual que se aproximaba)- conocía de memoria y que ella -más acostumbrada a la televisión- se empeñaba en identificar sin éxito; sentir que era fabuloso que él no perturbara con miradas entrometidas el placer de ir desperdigando aquí y allá la incómoda ropa de oficina; contemplar las turgencias de sus pezones, que se vigorizaban conforme la respiración de su cuñado se dejaba oír cada vez con mayor impaciencia; ir retrocediendo sin mirar hasta que esas dos manos ásperas pese a la falta de cualquier tipo de trabajo la tomaban con la seguridad que otorga el hábito del goce de dos; dejarse ir -siempre de espaldas- al fondo de esa dicha certera que infaltablemente culminaba con los espasmódicos estertores del amor furtivo; retirarse, agradecida, para buscar la piyama y disponerse a preparar la comida para atender a su marido, que estaba por llegar. “Y pensar -se dijo mientras se contemplaba otra vez ante el espejo- que estuve a tiro de no casarme por temor a tener que convivir (esa había sido la única condición del novio) con la presencia de ese hombre que reinaba más allá de aquel reflejo”.


Nota aclaratoria: esta reflexión, rescatada por azar mientras buscaba entre mis papeles algo diferente, se leyó no recuerdo cuándo en un conversatorio cualquiera de una universidad en que trabajo. Y como este blog anda ayuno de publicaciones desde hace ya tanto, pues me dije que no sería mala idea compartirla con los que también por azar lleguen a él. Ah, en cuanto a la introducción y la conclusión que de mi tesina de maestría prometo en el texto, les informo a los que no lo sepan y les recuerdo a los que quizá lo hayan olvidado que la monografía completa reposa, publicada por capítulos, en este blog.

Ciegos fictivos y reales en la obra y en la vida de Gabo

Desde el momento en que me apliqué a rastrear Ciegos y Cegueras en los libros que leo, felizmente no he cesado de encontrar nuevas epifanías de esos seres proteicos, cuya existencia en literatura -en la literatura que conozco- se remonta a las bien conocidas entidades de Homero, Tiresias y Edipo. Tres entidades literarias -“tres ciegos”- que, a su turno y cada una por separado, encarnan distintas formas de mirar la ceguera -“tres cegueras”-, sólo en ocasiones monolítica y casi siempre cambiante, como se podrá observar en esta serie de reflexiones que no ambicionan ningún reconocimiento académico por el simple hecho de que no se alimentan del rigor que debe caracterizar a todo documento que busque una publicación. Pero entremos en materia.

No escasean en la obra de nuestro Nobel, Gabriel García Márquez, las alusiones -simples alusiones- a ciegos que, por tratarse meramente de eso, de alusiones, no constituyen personajes siquiera. Tal es el caso de la referencia a Leandro Díaz en sus memorias, donde lo describe como “un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro del acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a pesar de ser ciego de nacimiento…”, o la mención a las mellizas de San Jerónimo, “las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces…”, de su relato titulado Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. No se piense, empero, que a tan magro papel se reducen las posibilidades de la sagrada secta en la obra del escritor Caribe.

Si Edipo, con ánimo expiatorio e impelido por las irrefrenables fuerzas de su sino opta por vaciarse la mirada, perpetrando así su enceguecimiento, en La noche de los alcaravanes el enceguecimiento de los tres amigos sobreviene “a manos de” esas aladas criaturas que un buen día hubieron de tornar la realidad en ficción, como lo prueban las memorias del autor: “No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un alarido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de alcanzar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder.
-¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!
Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó…”.

En efecto, nadie lo cree, pese a la prueba irrebatible que constituyen estos tres advenedizos, como daría en llamarlos Fernando Vidal. Todos se niegan a creerles cuando declaran en tres ocasiones que los alcaravanes les sacaron los ojos, porque atribuyen la especie a una urdimbre de los periódicos para vender más. Pero lo cierto es que ahí están estos tres nuevos ciegos, tan vulnerables como los de Maeterlinck -de los que hablaremos en su momento-, a no ser por el afecto que media entre ellos y que es el mismo que Márquez profesa por los amigos con que departe aquella noche de putas en lo de la Negra Eufemia, afecto que no logra, sin embargo, librar a sus versiones de ficción del caos: “Las voces desaparecieron. Y seguimos sentados así, hombro contra hombro, esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de imágenes pasara un olor o una voz conocidos. El sol siguió calentando sobre nuestras cabezas. Entonces alguien dijo:
-Vamos otra vez hacia la pared.
Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia la claridad invisible:
-Todavía no. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la cara”. Quizá entonces, cuando el sol empiece a arderles en la cara, alguien se compadezca de su indefensión y los conduzca a casa, pero el lector jamás se enterará de su suerte ulterior, que bien puede ser la misma suerte que corren los ciegos de Maeterlinck, o sea, su disolución en ese mundo en que la ceguera está reducida a la imposibilidad.

En Vivir para contarla, además de la alusión al maestro Leandro Díaz de que ya dimos cuenta, hay dos -cómo llamarlos- personajes ciegos: la abuela materna del Nobel, Tranquilina Iguarán, no sólo ciega sino “medio venática”, y una tía abuela cuya caracterización se aproxima bastante, junto con la de la “tardía” Úrsula de Cien años de soledad, a la de la abuela ciega de Rosas artificiales.

Si la tía Petra desarrolla “una destreza mágica para manejarse en sus tinieblas sin ayuda de nadie”, Úrsula Iguarán, no bien descubrió su falta de luz, “se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas”; si el autor recuerda a la tía Petra “caminando sin bastón como con sus dos ojos, lenta pero sin dudas, y guiándose sólo por los distintos olores”, a Úrsula la recrea incluso más independiente: “En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora…”.

Y es con esos mismos cuatro sentidos que Úrsula vigila a los que con ella viven con los que la abuela de Mina, la muchacha que fabrica rosas artificiales en el cuento con idéntico título la vigila a ella, sin que se le escape ni el más mínimo detalle. La pobre Mina, que hace hasta lo imposible por esconder las manifestaciones emocionales y las pruebas materiales -cartas, supone el lector- de un amor furtivo, observa cómo la clarividencia de su abuela ciega tritura su propósito, convirtiéndolo en un secreto de dos, que ya no es secreto: “-¿Por qué no fuiste a misa?
-Tú lo sabes mejor que nadie.
-Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa -dijo la ciega-. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad…”. No yerra la ciega, pues a su nieta la espera, en efecto, alguien que le ocasiona una contrariedad: la de la partida de su clandestino amante, del que no conocemos nada.

Lo que el lector atento sí descubre, como lo descubre la sagacísima ciega que, al igual que Úrsula Iguarán conoce detalles que para los que ven están vedados, es que su nieta ha intentado zafarse de las cartas recibidas tirándolas al fondo del escusado, hasta donde penetra la agudísima mirada de la abuela, que sabe que esa mañana su nieta ha ido al baño, no una vez como todos los días, sino dos: la última a tirar los recuerdos escritos del que marcha.

Abrumada por tanta perspicacia clarividente o por tanta clarividencia perspicaz -para el caso lo mismo da-, la muchacha ensaya un como conjuro y saca la única conclusión posible acerca de ese inexpugnable miembro de la secta de los ciegos que, al contrario que los del Informe sobre ciegos de Sábato, no depone su derecho a su calidad de individuo en favor de los intereses de la transnacional del mal de que forma parte: “Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
-Eres adivina”.


Resulta manifiesto, como lo prueba esta primera reflexión, que ciegos y cegueras, presentes en la vida y la familia del escritor colombiano, no podían estar ausentes de su obra, signada en gran medida por los avatares de un “mundo real” que se transfunde y se transforma en su “mundo de ficción”: dos universos que, si bien palpitan con vida propia, colapsarían si se los tratara de separar. La abuela Tranquilina Iguarán y la tía abuela Petra (prefiguraciones reales de los personajes de ficción), que pueblan las memorias del autor, explican y justifican la existencia de la Úrsula ciega o la ciega abuela de Mina (personajes de ficción que se entienden a partir de sus prefiguraciones reales), quienes a su turno pueblan algunas de las mejores páginas de nuestro más laureado escritor de eso que Harold Bloom -no sé si otros- denomina literatura imaginativa.