domingo, 28 de abril de 2013

Cuatro personificaciones del fracaso humano

Leer es un acto de índole informativa; lo verdaderamente literario es releer
Javier Cercas


Conocí a Larsen antes que a Bernardo Davanzatti, y a Andrés Ábalos antes que a Gregorio Magno Pontífice Camargo. Pero a los cuatro los conocí más o menos por la misma época: digamos entre los veinte y los treinta años, cuando somos todavía lectores demasiado impresionables y estamos con exceso ávidos de llenar la horma de la vida con ficciones que la completen. Dicho de otra manera, los conocí en días en que solo se tiene tiempo para leer un libro tras otro, mas no para pasar lo ya leído y reseñado como muy bueno por el tamiz de la relectura.

De Larsen recuerdo haberme quedado con la sensación de que vivimos para aparentar o de que vivimos representando. De Davanzatti heredé la certidumbre de que hay una inmensa mayoría de personas para las que todo deseo de perpetuidad se queda varado en la frustración, con independencia de cuán duro se trabaje para materializarlo. De Ábalos saqué en claro que el poco conocido ’demonio del mediodía’ es un fenómeno que acecha y urde asechanzas en contra del que evade las experiencias vitales, sencillamente para no sufrir más que lo ineludible. De Camargo entendí que la soberbia de los hombres no la perdonan los dioses, que la castigan sin contemplaciones. Y de estos cuatro yoes de papel, cada uno con sus circunstancias, aprendí que todos los caminos, literarios o no, conducen indefectiblemente al fracaso. Al fracaso de los hombres, que no es la simple disolución a que están destinados nuestros hermanos menores.

Como quise ser riguroso con mi recuerdo y con la cronología de mis lecturas, releí a partir del 1 de enero de 2013 y en su orden El astillero, de Juan Carlos Onetti; Basura, de Héctor Abad Faciolince; Coronación, de José Donoso y El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez. A ellos debo y agradezco, como a tantos otros escritores, su aporte a mi museo de voces fictivas: personajes cojonudos a los que consulto y con los que me enzarzo en ácidas disputas que me ayudan a entender el mundo. ¿Habrá acaso una mejor forma de enganchar a un lector para rato o de por vida que “infligirle” una de estas existencias narrativas que terminan por arrasarlo y avasallarlo?


Fabricarse una ficción de vida para disimularlo

A muchos les sucede lo que a Larsen: odiar una ciudad -Santa María, en su caso-, pero no poder zafarse de ella y por el contrario volver a ella como recae el relapso en su vicio. Y eso lo sabe el lector devoto de Onetti, para quien Santa María y Larsen forman un vínculo simbiótico. Una ciudad que nada le ofrece a un hombre que se obstina en hallar dentro de sus límites e incluso extramuros la interpretación de una vida por completo carente de cualquier grandeza, y empedrada de pequeñas derrotas que forman una colosal. Un hombre con una única ambición (gobernar con éxito un prostíbulo que aprese su mundo y compendie sus aspiraciones), que pese a su exiguo tamaño, se frustra antes de concretarse del todo, y cuando se concreta, no sobrevive más allá de la primera ilusión. Pero volvamos al último presente de Larsen en Santa María.

Sin un destino que justifique su retorno a la ciudad luego de cinco años de ausencia, el protagonista de El astillero, como orientado por un olfato que no puede sino oler el fracaso, recala en los restos de lo que fue en otro tiempo un emporio familiar de repercusiones nacionales e incluso continentales, para hacerse cargo de la que habrá de ser la última mentira de su vida ya gastada por los años, los vicios y la mala suerte, y de la que queda en pie apenas la conciencia del que simula para los demás, ya que para sí no puede hacerlo impunemente:

“Están tan locos como yo, pensó. Había hecho retroceder la cabeza y la mantenía inmóvil en el aire frío, los ojos salientes, la pequeña boca desdeñosa y torcida para sostener el cigarrillo. Era como estarse espiando, como verse lejos y desde muchos años antes, gordo, obsesionado, metido en horas de la mañana en una oficina arruinada e inverosímil, jugando a leer historias críticas de naufragios evitados, de millones a ganar. Se vio como si treinta años antes se imaginara, por broma y en voz alta, frente a mujeres y amigos, desde un mundo que sabían (él y los mozos de cara empolvada, él y las mujeres de risa dispuesta) invariable, detenido para siempre en una culminación de promesas, de riqueza, de perfecciones; como si estuviera inventando un imposible Larsen, como si pudiera señalarlo con el dedo y censurar la aberración. Pudo verse, por segundos, en un lugar único del tiempo; a una edad, en un sitio, con un pasado. Era como si acabara de morir, como si el resto no pudiera ser ya más que memoria, experiencia, astucia, pálida curiosidad.
«Y tan farsantes como yo. Se burlan del viejo, de mí, de los treinta millones; no creen siquiera que esto sea o haya sido un astillero; soportan con buena educación que el viejo, yo, las carpetas, el edificio y el río les contemos historias de barcos que llegaron, de doscientos obreros trabajando, de asambleas de accionistas, de debentures y títulos que anduvieron, arriba y abajo, en las pizarras de la bolsa. No creen, me doy cuenta, ni siquiera en lo que tocan y hacen, en los números de dinero, en los números de peso y tamaño. Pero trepan cada día la escalera de hierro y vienen a jugar a las siete horas de trabajo y sienten que el juego es más verdadero que las arañas, las goteras, las ratas, la esponja de las maderas podridas. Y si ellos están locos, es forzoso que yo esté loco. Porque yo podía jugar a mi juego porque lo estaba haciendo en soledad; pero si ellos, otros, me acompañan, el juego es lo serio, se transforma en lo real. Aceptarlo así (yo, que lo jugaba porque era juego) es aceptar la locura.»”

Ni Larsen, ni Gálvez o Kunz -sus dos únicos “subalternos”-, ni mucho menos el viejo Jeremías Petrus -dueño de las ruinas que fueron emporio y artífice de esta pantomima de cuatro fantoches- representan, con el candor del ocioso sin apremios económicos (según parecen insinuarlo las palabras del protagonista), sus papeles dentro de la farsa. Es la desesperación del que no tiene alternativa lo que los hace concurrir en ese no lugar de la utopía onettiana, en un tiempo que no se rige por el calendario, sino por las señas inequívocas de la decadencia física que acusan sus cuerpos y por las desdichas que cada cual rumia. Todos (así lo prueba el desarrollo de la diégesis) tienen la suerte echada; para ninguno hay redención. Y cabe entonces la pregunta: si estos cuatro personajes -algún chalado habrá que aduzca que el viejo Petrus sí está loco de remate- no son propiamente presa de la “privación del juicio o del uso de la razón”, ¿qué enfermedad humana es la que los arrastra a semejante estadio de la resignación?

Al protagonista, de quien no se conoce familia, ni vínculos afectivos que a nadie más que a él lo aten, y que es quien verdaderamente nos interesa, lo impele hasta Puerto Astillero una fuerza que no es del todo volitiva, una suerte de designio de un poder intangible pero omnipresente que parece ocuparse de los éxitos de unos, de las mediocridades de otros, de las derrotas de los demás y de la muerte de todos. Ninguna enfermedad del cuerpo aqueja, haciendo que pierda la voluntad, al titular de esta vida sin éxitos, sembrada de naderías y negaciones y pronta a afrontar la muerte, como no sea aquella que todo abarca y lo trastorna todo, y más que nada eso que algunos llaman libre arbitrio, a saber: la frustración.

Falto incluso de arrestos para acabar con todo de una puta vez pese a que siempre lleva en el pecho su revólver (su única posesión sobre la Tierra), Larsen va a prolongar la representación a que fue destinado hasta que nadie más, aparte de una mujer miserable y sola que pare como puede en el tugurio que habita, quede sobre el escenario en que se le vio quemar, después de apurar con la sirvienta los últimos polvos de su existencia maldita por los dioses, el falso salvoconducto a la felicidad en forma de contrato que esa misma tarde le pidió a Jeremías Petrus que redactara y firmara. Ahora sí desposeído, está listo para reintegrarse a la nada:

“Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza que llamaban ventana y que cubrían en parte vidrios, cartones y trapos. Vio a la mujer en la cama, semidesnuda, sangrante, forcejeando, con los dedos clavados en la cabeza que movía con furia y a compás. Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de maderas y charcos podridos. […] Cuando pudo ver se miró las manos; contemplaba la formación de las arrugas, la rapidez con que se iban hinchando las venas. Hizo un esfuerzo para torcer la cabeza y estuvo mirando -mientras la lancha arrancaba y corría inclinada y sinuosa hacia el centro del río- la ruina veloz del astillero, el silencioso derrumbe de las paredes. Sorda al estrépito de la embarcación, su colgante oreja pudo aún discernir el susurro del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el hierro. […] Murió de pulmonía en El Rosario antes de que terminara la semana y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.”

Y con su muerte, acaecida en el más absoluto anonimato, concluye la necesidad vital del fingimiento que debía ocultar el fracaso a que estuvo irremediablemente ligada la existencia del personaje más querido de Juan Carlos Onetti.


Un no de Fortuna es un no rotundo

La gloria que ambiciona todo artista no se rige -es una lástima que así sea- por la incontinencia refranera de Sancho Panza ni mucho menos. Y Bernardo Davanzatti puede dar fe de ello.

–El que trabaja sí come paja y al que madruga Dios no lo ayuda -atajaría el protagonista de Basura al escudero, si hablar pudieran. Porque este escribidor, con similar pasión a la de Pedro Camacho salvo que con la mira puesta él sí en el parnaso, hizo toda su vida lo que prescribe el proverbial saber del gobernador de Barataria: trabajar y madrugar. Madrugar para trabajar. Leer y escribir. Escribir y leer. Sin tregua. Atormentado por la conciencia de su fracaso, consciente de su ostracismo artístico, pero tenaz y persistente.

De Davanzatti se sabe que publicó dos novelas tituladas Diario de un impostor y Adiós a la juventud; las cuales, fantasmas como su autor, pasaron inadvertidas incluso entre sus allegados. Que en tiempos ya remotos trabajó en El Espectador, donde tampoco se conserva un recuerdo de su paso por allí como comentarista de libros. Que, vergonzante, decide un día cualquiera no volver a compartir con nadie sus reflexiones, las más de ellas de este tenor: “Tal vez las únicas voces que somos capaces de escuchar realmente sean las voces de los muertos. El problema es que nadie puede escribir después de muerto; de ahí que la solución sea vivir como si se estuviera muerto y seguir escribiendo, pero nunca publicar nada. Más aún: sin siquiera tener la menor intención de publicar nada”. Que, fiel a las palabras de la cita, el escribidor gasta la vida como si estuviera muerto, escribiendo para sí y para la basura, pero sin publicar nada; más aún: “sin siquiera tener la menor intención de publicar nada”.

Vive solo, y sordo, de resultas del abandono de su mujer y su hija y del golpe recibido en una cárcel estadounidense de manos de un guardián respectivamente, en un apartamento de Medellín en el que a nadie espera nunca. Tiene pocos amigos con los que rara vez se encuentra, y ni siquiera comparte su soledad (como sí lo hace el protagonista de ese bellísimo cuento de Manuel Rivas titulado ’El amor de las sombras’) con una mascota que la dulcifique un poco y barnice su tristeza. Piensa mucho, piensa todo el tiempo, y revela este escrúpulo que suena -no más suena- a contrasentido en boca de un literato: “Supongo que ha habido escritores locuaces y escritores silenciosos. Hablar y escribir son para mí ejercicios completamente distintos. Pertenezco más al género de los parcos que al de los locuaces, y cada vez más, por motivos obvios. Seguí siempre el consejo de aquel personaje que antes de hablar se mordía diez veces la lengua. Si al décimo mordisco seguía pensando lo mismo, lo decía; si dudaba, se quedaba callado. Siempre estoy dudando que valga la pena decir lo que estoy diciendo. Tomarse la palabra, de alguna manera, es vergonzoso; es como decir: yo sí tengo algo que decir, óiganme. En cambio… No estoy muy seguro de tener algo interesante que decir. Al contrario, me siento apabullado por el peso de las palabras”. Da la impresión de no necesitar a nadie pero sufre mucho. Sufre moralmente a causa de su fracaso y el abandono de su familia, que de él reniega como él de su destino de escribidor y muy posiblemente de su sordera. Es entrañable y su inteligencia cava hondo. Pero es un olvidado de Fortuna.

La generación literaria a que pertenecieron Davanzatti y tantos otros escritores, poco importa si locuaces o silenciosos como él, es esa signada por la presencia descomunal del García Márquez a caballo entre la publicación de Cien años de soledad y la concesión del Nobel, cuya influencia forzaba a muchos a intentar emular su estilo y, a los demás, a buscar por todos los medios apartarse de lo real maravilloso cual si de lepra se tratara. Con admiración e idolatría, o con fingido desprecio disfrazado más bien de envidia, aquellos ponderaban incluso la declaración menos significativa del escritor cataquero, mientras que a estos el despecho los llevaba a emprender la difícil tarea de emporcar sus mejores libros. Y en medio de unos y otros, el protagonista de Basura con su acre humor de escritor frustrado, que lo ayuda a poner las cosas en su sitio:

“…«Yo no sé cuándo conocí el hielo pues yo nací en los tiempos de la nevera. Me acuerdo, sí, de una mañana en que mi padre me llevó a conocer un muerto…» […] «Años después, frente al cadáver abaleado de mi padre, yo había (no, mejor yo habría) de recordar esa mañana remota y brutal con la que mi padre había querido prepararme a soportar el futuro.» Sentía un odio lleno de amor por ese costeño al que sin querer se había aprendido de memoria. Temía tanto su influjo que después de la crónica de las bodas truncadas se había prometido, y cumplido, no volver a poner los ojos en ninguna de sus páginas. Se sabía, por obligación, los títulos de los libros, y a partir de ese solo dato era capaz de acometer ataques virulentos. Se burlaba del uso de la metáfora otoñal («En el trópico no tenemos otoño, ni siquiera de patriarcas»), le buscaba las menores caídas (ortográficas, lógicas, cronológicas) a cada uno de sus libros; los leía como con lupa en busca de fallas que lo consolaran de su incapacidad de ser tan buen escritor como él. Buscaba las pajas en el libro ajeno para olvidarse de las vigas carcomidas de su propio caso.”

Ya se dijo que Davanzatti el escribidor, que en vano aspiró a ser un escritor de prestigio y renombre genuinos, no se le hurta a la verdad que cada día se torna más clara e inmisericorde. Reconoce la imposibilidad de su sueño artístico y, no contento con reconocerla, se la repite a diario por si dudas quedan. Con esa verdad se atormenta cada día, prometiéndose también en vano apartarse para siempre de la pluma, que vuelve y empuña con testarudez. No solo se hinca sobre “las vigas carcomidas de su propio caso”, sino que las va gastando a fuerza de recordarse y recriminarse su poquedad creadora. Se esfuerza pero no consigue (su “basura literaria” de este último año encontró un dueño que la articula, la interpreta y la publica) ir borrando toda huella de lo pergeñado en esas resmas de papel blanco con que de tanto en tanto se lo ve entrar en el edificio de Laureles del que está pronto a desaparecer, se figura el lector que para siempre.

Se sabe que marcha a Europa, pues en Medellín ya nada le queda. Va allí en busca de El olvido que seremos todos en algún momento, y más los que como él no logran inscribir su nombre en los anales de las mejores invenciones literarias, cuyo exiguo espacio le fue siempre esquivo. Tal vez murió ignorando que otra clase de inmortalidad garantiza ahora su pervivencia. Pues si a Alejandro Sawa Martínez don Ramón María del Valle-Inclán lo redime (en la persona de Max Estrella) de la desmemoria a que están condenados los escritores menores, otro tanto hace con Bernardo Davanzatti Héctor Abad Faciolince, que le comunica a la “basura” de su protagonista el sentido estético y vital que este se niega a hallarle.


Quien de él huye en él cae irremediablemente

Con seguridad el profesor de una cátedra de psicoanálisis y literatura en la que se estudie la novela Coronación, de José Donoso, intente explicar la cobardía existencial del protagonista a partir primero de la temprana muerte de sus padres y del acoso de que fue objeto en la escuela, así como del miedo a la condenación eterna en el infierno con que doña Elisita Grey de Ábalos buscó disciplinar siempre a su nieto. Con seguridad ese profesor inste a sus estudiantes a imaginar las consecuencias que semejante pérdida, semejantes abusos y semejante mala educación le supondrán al adulto Andrés Ábalos el día de mañana, cuando los traumas de su infancia afloren en sus días de hombre y determinen su carácter y comportamientos. Con seguridad los estudiantes concluyan, al alimón con el maestro, que la vida del burgués personaje tiene muy poco margen de maniobra para el cambio, dados los antecedentes reseñados. Y con seguridad todos pequen por defecto.

Ser con exceso desidioso y vivir su abulia con una dejadez desconocida para una familia que en un pasado no muy remoto paladeó la grandeza y participó de la historia de Chile, desde luego no es un asunto que se pueda elucidar con teorías que se proponen interpretar al individuo a base de precogniciones conscientes o inconscientes. Menos aún si se trata de alguien que, como el protagonista de Coronación, no carece en absoluto de enciclopedia y penetración:

“…¿Valía la pena, por lo tanto, desear saber, inquietarse por preguntar y exigir, por crear y procrear, acudir a filósofos, sabios, poetas y novelistas en busca de soluciones? ¿Cómo era posible ser tan pueril como Carlos Gros y creer que la ciencia lo solucionaría todo, que mediante ella es posible llegar a concluir el puente, a cruzar ese espacio en que todos caen? ¿No veía que la ciencia, como las filosofías y las religiones, parte de la fe, desde el misterio de la calle anochecida, de estas vidas, de Omsk? Lo único que no era misterio era saberse existiendo… Después venía la muerte, y entonces ya nada tenía importancia porque todo caía más allá de la experiencia. Él vivía, Andrés Ábalos, nacido donde y cuando nació, y entre la gente en medio de la cual nació. Eso era Omsk. Tal como la señora que regaba las flores en la ventana había nacido donde y cuando y en el medio en que nació. Rebelarse, tratar de dar un significado a la vida, hacer algo, tener cualquier fe con la cual intentar traspasar el límite de lo actual, era estúpido, pretencioso, pueril, y más que nada lo eran los compromisos y las responsabilidades. Lo único razonable era la aceptación muda e inactiva. ¿Le gustaba leer historia de Francia? Leería historia de Francia. ¿Le gustaba pasear en las tardes por las calles tranquilas? Pasearía.

Andrés sintió por primera vez que sus pobres pies pisaban terreno firme, que lograba saltar desde el extremo del puente hasta la orilla lejana. Para otros, sentir lo que él acababa de sentir quizá resultara un pozo negro de angustia. Para él, sin embargo, era la justificación de no hacer nada, de no aventurarse a nada, la liberación completa de todo compromiso con la vida.”

Digamos entonces que Ábalos cultiva su inacción, su indolencia, su inercia, porque forman parte de su ser antes que por motivos que obedezcan a esos traumas o taras del comportamiento en que cifran sus estudios los psicoanalistas. Y gracias a que en modo alguno rehúye el trabajo del encéfalo, está en capacidad de procurarle a su apatía de adulto un acervo teórico que justifique, como explica el narrador, su prurito de “no hacer nada, de no aventurarse a nada”, y de apuntarle apenas a “la liberación completa de todo compromiso con la vida”.

Así pues, una vez alcanzada la mayoría de edad y escudado con su teoría, el protagonista va a poder conducir treinta años su existencia según estos preceptos. Al cabo de ese tiempo, no obstante, la comodidad de sus días muelles experimenta un sobresalto que los precipita en la conciencia de su fracaso sin retorno y los descentra para siempre, producto de un par de voces ajenas que, casi con simultaneidad, le espetan la antítesis de su filosofía:

“…-¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste tú? Heredaste la pulcritud de tu abuela, además de ser un redomado hipócrita.
-¿Yo? No hables tonterías, a mí qué me importa. Estoy bastante viejo y harto que he vivido… Carlos lo interrumpió con una carcajada.
-¿Vivido? ¿Tú? Déjame reírme, eres tú el que estás hablando tonterías. Si jamás te has atrevido a vivir, hombre. Hace muchos años que te retiraste de la competencia.
-¿De qué estás hablando?
-No te hagas el leso, sabes muy bien. No te has atrevido a tirarte a nado en absolutamente nada, menos aún a querer a nadie, en toda tu vida. Acuérdate de tus pocos y aguachentos amores, unas cositas cómodas, así por encimita, sin comprometerte jamás. ¿Has vivido? ¿Quieres decirme en qué sentido? Eres un hombre bastante inteligente, con una sensibilidad de primera. ¡Pero, viejo, tú simplemente no te has usado!
Paseándose por la salita, Andrés se detuvo frente a Carlos y le preguntó, enfurecido:
-¿Con qué derecho…?
-¿Con qué derecho -lo interrumpió Carlos, que había bebido bastante-. Con el derecho que me da ser tu único amigo, y que nunca nos hemos callado nada. […] Carlos dijo:
-Es que no entiendes, no entiendes nada. Te concedo tu superioridad y, como te dije, envidio tu equilibrio y tu ironía desapegada. Pero, ¿sabes una cosa? Te tengo compasión…”.

Palabras más palabras menos, lo que le enrostra Carlos Gros a Andrés Ábalos es lo mismo que, poco antes, le gritara su abuela (“a ver, ¿qué has hecho en toda tu vida que valga la pena, ah? a ver, dime. Dime, pues, si eres tan valiente. ¿Qué? Nada. Te lo pasas con tus estupideces de libros y tus bastones, y no has hecho nada, no sirves para nada. Eres un pobre solterón inútil, nada más…”), Loca al decir de muchos aunque bastante lúcida y despabilada a sus más de noventa años. Y es esta conjunción de dos conciencias externas la que precipita la desesperación del protagonista, quien hábilmente encuentra en una locura fingida en principio la tregua que su derrota le exige.

Del equilibrio y la ironía desapegada de Andrés Ábalos que el médico pondera, no quedan rastros. Tampoco de la superioridad intelectual a que su amigo hace referencia, que desaparece al unísono con las certidumbres de su teoría. Él es ahora no más que un pobre hombre solo y necesitado de un afecto que demasiado tarde se propuso encontrar y que por ende no halla. Incluso el lector, que en este sentimiento se identifica con la parte masculina de esa conciencia exterior y bicéfala, experimenta por el protagonista la compasión a que a muchos mueve inevitablemente el fracaso ajeno.


Cuando Fortuna dice basta es basta

La vida de Camargo, el protagonista de El vuelo de la reina y uno de los personajes de papel dotados de más fuerza narrativa de la literatura hispanoamericana al menos, conoce personalmente, y en su orden: los rigores de la malaventura, el precio que se debe pagar para dejarla atrás, los extravíos del poder y, nuevamente, el sufrimiento.

Nacido en un hogar que nunca fue y que se diluyó antes de llegar a serlo a causa del abandono de la madre y del desmoronamiento del padre abandonado, la prefiguración infantil de la soberbia humana que representa el periodista más temido y respetado de la Argentina presidida por Carlos Menem se cría como puede, carente de afecto y comodidades. Pero una vez “superada” (la ausencia materna marca dolorosamente cada uno de sus días) la indefensión de esos primeros años, el Camargo adulto se propone y consigue conquistar, a base de empeños sin nombre, el pináculo del cuarto poder, que ejerce con una mezcla de ética periodística, celo profesional, despotismo y, cuando toca, desmesurada persecución del enemigo. Real o fictivo, porque el magín recalentado de este candidato a psicópata que es el protagonista de la novela de Tomás Eloy Martínez, es capaz de fabricarlos y triturarlos sin el menor asomo de piedad.

Nadie entre los argentinos más poderosos puede siquiera aspirar a hacerle mella a la reputación de este hombre que se forjó de la nada más absoluta. Y él lo sabe muy bien. Lo que sin embargo ignora, es que una aleación de femeninos que no falla lo acecha, deseosa de destruirlo:

“El maldito calambre volvió de repente. Descendió como un garrote desde los músculos de la cadera y dobló en dos a Camargo. Era el mismo dolor de un mes atrás y de hacía un año, durante el viaje a Davos. Llegaba y se iba. Pero mientras estaba allí, lo convertía en un inválido. Maestro lo sostuvo con una fortaleza humillante.
-No es nada, Enzo, no es nada. Creí que me había torcido el tobillo. Ya estoy bien, ¿ves? Estoy bien.”

Intuye la desgracia pero miente a sabiendas. Víctima de los primeros avisos de una enfermedad autoinmune, que va a paralizar parte de su cuerpo, y de los estragos de una celotipia producto de una pasión si se quiere extemporánea, los últimos días del protagonista al frente del periódico son febriles. Las preocupaciones de un país tomado por la corrupción, la imagen de su hija enferma de cáncer y postergada indefinidamente por otras urgencias más apremiantes mientras agoniza al otro lado del charco, y ese despecho que lo consume, se unen a los esporádicos síntomas de la enfermedad para hacerle olvidar lo que ningún soberbio tiene derecho a pasar por alto: la preservación de una buena salud.

Y es que Camargo pierde de vista, ocupado como está en destruir para someter sin éxito a Reina Remis, que la única derrota visible de todo hombre, humilde o arrogante -si bien más del segundo-, la constituyen los menoscabos que sufre el cuerpo, el cual delata nuestra impotencia ante el fracaso que supone la transición hacia la muerte. Que le llega tras tres años de un segundo período de desamparo, paliado por la presencia salvadora de su esposa y la hija que les queda, al igual que por el desmesurado amor propio que, a diferencia de la madre, nunca lo abandona pero sí lo pierde:

“Esa noche no será feliz ni infeliz. La vida se le ha convertido ahora en una sucesión de indiferencias. Quizás algún día, si vuelve a caminar, pase un mes o dos junto al mar y empiece a escribir la novela que desde hace tiempo lleva en la cabeza. […] Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas, apoderándose de todo lo que encuentra en su ascenso, sin piedad ni remordimiento, porque ha venido a este mundo sólo para ese vuelo. Volar hacia el vacío es su único orgullo, y también es su condena.”

No vuelve a caminar. Y parte sin humillarle la cerviz al sufrimiento; reducido por la enfermedad a la quietud y la dependencia que empero soporta con dignidad, desprovisto de esa mujer a la que se vio forzado a matar en vista de que no la pudo doblegar, con el cuerpo y la moral disminuidos aunque con la soberbia intacta e incapaz de hacerle una concesión a su conciencia. Que no examina ya que de nada lo acusa.


Epílogo con resignación

No vale nada la vida / La vida no vale nada / Comienza siempre llorando / Y así llorando se acaba
José Alfredo Jiménez
El fracaso, cuando es un fracaso total, llano y sin barniz, siempre tiene alguna dignidad
Max Beerbohm
El hombre que no ha perdido su vanidad, no ha fracasado totalmente
Max Beerbohm

A juzgar por estos tres epígrafes, que van de la desesperanza más absoluta a una esperanza bastante moderada, creo que se puede hablar también de las gradaciones del fracaso, como otros hablarían de las gradaciones del éxito. Dos conceptos relativos y, por serlo, ricos en matices. Cuatro personajes que fracasan de cuatro formas distintas. Concretémoslas aunque de modo poco articulado.

La derrota de Larsen, sin atenuantes salvo en un muy efímero momento de su existencia, es la más estruendosa de todas. La de Davanzatti, quien conoció algunos instantes de felicidad al lado de esa familia que sin embargo se le desintegró demasiado pronto, no admite réplicas ni excusas. Ábalos fracasa movido por una desidia hedónica o por un hedonismo desidioso, que lo maniata y lo apea de las ventajas con que vino al mundo. Y Camargo, que nació en medio de unas condiciones que solo auguraban el fracaso, se sobrepone a ellas para triunfar sin ningún género de duda y para ir forjando a la par su extravío, al que los dioses contribuyen.

Mientras que Larsen y Davanzatti, mejor en Medellín que en Santa María, conversan de la vida y sus imposibles al tiempo que oyen -el escribidor se la sabe de memoria y por eso siente que la oye- una y otra vez ’Caminos de Guanajuato’ y toman una caña que trajo el visitante, Ábalos y Camargo, da lo mismo si en Santiago o en Buenos Aires, charlan un poco de literatura sorbiendo whisky y piensan el uno del otro: “¡Le chorrea la soberbia por la boca, pero sabe lo que se dice!”. “¡Es un apocado, pero salta a la vista que ha leído mucho y con inteligencia!”.

Y en un encuentro de cuatro, en el que el único que carece de bibliografía es Larsen aunque no de profundidad, pensémoslo en la mansión del periodista argentino, la noche transcurre en medio de los silencios más frecuentes que esporádicos de los protagonistas de El astillero, Coronación y El vuelo de la reina, y los casi inquebrantables del de Basura, que se alternan con apuntes desencantados y mordaces ya de uno, ya del otro.

Los tres miran a Larsen con una mezcla de compasión por su presencia adiposa y raída; por el color rojizo de su piel que delata su alcoholismo. Los tres se preguntan por qué Davanzatti casi no habla; por qué parece tan ensimismado y distraído. Los tres observan a Ábalos con la curiosidad de quien contempla a una bella mujer muy venida a menos; con la sorna que carga ese dicho de que “Dios le da pan al que no tiene dientes”. Los tres quisieran saber por qué Camargo no ha dejado su sitio en toda la noche ni para ir al baño; por qué su esposa parece tan preocupada por él y por su bienestar. Y todos a una concluyen, pero sin verbalizarlo, que, como cada uno de ellos, los otros han visto muy de cerca el rostro de la frustración.

Porque yo soy yo y mis circunstancias, como dijo sabiamente el filósofo, pero la muerte es de todos. Digo yo con resignación.