¿Docentes? Muchísimos tuve. Sus nombres se me han
borrado de la memoria, como suelen desvanecerse de ella las insustancialidades.
Y como los rostros para mí no significan prácticamente nada, pues los he
olvidado por completo. ¿Buenos profesores? No llegan a veinte. De ellos, si
bien no de todos, conservo sus nombres y mi admiración por su conocimiento y
sus metodologías. Poco más. ¿Maestros? Apenas tres, a cuál más inolvidable.
Se llamaba José Higinio Jiménez Fajardo y lo conocí en
plena adolescencia, mientras repetía octavo grado en el colegio del que salí.
Cuando llegó a mi salón y lo oí hablar, carismático, me ilusioné con que Álgebra,
la materia que él tendría a cargo y que yo iba perdiendo a más de otras dos o
tres, estaba salvada. Pero andaba errado.
-Yo no puedo hacer eso. Más bien, ¿por qué no repite el
año y aprende álgebra conmigo? De nada le va a servir pasar por pasar, si más
adelante va a tener problemas en materias más complicadas que esta. ¿Qué dice?
Qué iba a decir. Que tenía razón y que nos veríamos el
año siguiente para aprender a su lado. Y aprendí. No solo álgebra -que ya no
recuerdo-, sino vida: porque de los maestros -ocasionalmente de los buenos profesores
y jamás de los docentes- eso es lo que se aprende: vida.
Con él comprendí, aún sin saber que al cabo iría tras
sus pasos vocacionales, que la ética del maestro genuino no reside, pongamos,
en que sus estudiantes no lo vean fumar (no solo fumaba; lo hacía en la puerta
misma del salón, mientras nosotros resolvíamos uno de sus ejercicios de
factorización), ni en hablar el lenguaje decoroso que se espera de un educador
(hablaba con desparpajo y hasta con atrevimiento), ni en esforzarse por ser un
modelo de fachada para los muchachos, sino en ser consecuente con su concepción
de la educación, que él cifraba en una exigencia a fondo, la cual matizaba con
generosísimas cantidades de afecto y humor.
Sí. Cuando pienso en la razón de que todos sus
estudiantes -sin excepciones o con excepciones que yo no conocí- quisiéramos
tanto a Higinio, como lo llamábamos cariñosamente en su ausencia, concluyo que
lo queríamos por su deseo de que descubriéramos no el álgebra a secas, sino la
idea filosófica del álgebra. Es decir, su utilidad en la cotidianidad y su
importancia en la historia de la humanidad. Un afecto que tenía que ver
igualmente con su talento pedagógico, que nos llevaba de la concentración en
sus explicaciones, claras como el agua más clara, a la hilaridad que provocaban
muchos de sus comentarios, cargados de una gracia y hasta de un doble sentido
inimitables.
A Teresita Rozo, la segunda de los tres maestros que
la vida me deparó, la tuve como profesora -de Introducción a la Lingüística, de
Análisis Lingüístico y de Fonética Española- tres semestres: los tres primeros
de mi licenciatura. Tiempo suficiente para haber aprendido a valorar sus calidades
humanas y su vocación magisterial, que la impelían a comportarse, no con la soberbia
y la distancia de demasiados catedráticos, sino con la preocupación y el amor
de las madres y las abuelas preocupadas y amorosas.
Así pues, no era extraño que uno se la encontrara cada
comienzo de semestre de paseo con los recién ingresados por el campus y por sus
alrededores, enseñándoles las dependencias de mayor concurrencia (la
enfermería, las oficinas administrativas, Bienestar Universitario, el despacho
del capellán…) y los sitios emblemáticos del sector (el Gimnasio Moderno, la
iglesia de la Porciúncula y el centro comercial Avenida Chile).
Durante esas excursiones, que podían abarcar las dos
horas de clase, ella aprovechaba para prevenir a los muchachos en contra de los
peligros que para ellos, tan jóvenes e inexpertos, entrañaban las arengas de
los grupos radicales de la universidad y sus tropelías, que por lo general
terminaban con los más bisoños (casi siempre primíparos ávidos de la novedad) reseñados
por esos mismos policías que acababan de sumarse al caos de la pedrea y el
destrozo. “Cuando oigan estallar cuatro o cinco petardos seguidos -les decía-,
cogen sus cosas y se van para la casa, porque esa es la señal de que va a haber
disturbios. No se vayan a quedar en la universidad buscando lo que no se les ha
perdido”: palabras sabias que muchos atendían pero que otros desestimaban. Y
desestimar esos actos de amor tan suyos, de los que fui beneficiario de
primerísimo orden, constituía una afrenta contra la propia vida, que a mí me
permitió conocer distintos aspectos de su generosidad.
Resulta que en Junio de 1996 -yo estaba a punto de
convertirme en otro de sus muchos ex alumnos-, esta maestra inolvidable tuvo
conmigo y con mi familia, que entonces afrontaba un trance dolorosísimo por el estado
de coma en que un accidente había sumido al padre y al esposo, unas
demostraciones de bondad que jamás podrían esperarse de un pinche docente o de
un profesor, por muy bueno que este sea (entre otras cosas porque ellos, los
muy buenos profesores, se dedican a impartir con arte y método su asignatura y
exclusivamente a eso). Mi madre, mis hermanos y yo nos encontrábamos desorientados
y en el colmo de la desesperación, como solo pueden estarlo quienes enfrentan
por primera vez la inminencia de la muerte de un ser querido. Padecíamos la
frialdad y la indiferencia de médicos y enfermeras, para no hablar de la
indolencia de los demás funcionarios de la clínica en que él agonizaba.
Necesitábamos con urgencia las palabras consoladoras de alguien que pudiera y
quisiera oírnos y comprendernos; precisábamos de alguien que supiera cómo
tranquilizarnos y confortarnos. Y a ese ser mirífico que nos recibió, amoroso,
en su despacho de la UPN llegamos de la mano salvadora de Teresita Rozo, a
quien debo, además de todo lo anterior, que no es poco, y de su ejemplo vital,
que es inmenso, buena parte de mi pasión por la lengua de Cervantes y de mi
amor a los diccionarios. Asimismo, la convicción de que para educar como es
debido, la instrucción no es suficiente, pues -repetía a menudo y lo demostraba
a diario- “la enseñanza que se imparte con auténtico afecto por el que aprende
es la única que está a salvo de la simple dictadura de clases, sin que quepan
dudas el peor vicio de la mala educación”.
Creo que fue una tarde cualquiera de 2014 o de 2015
cuando me entró, de repente y sin que conociera el porqué, una nostalgia
fortísima por don Luis Enrique Suárez Quevedo; perdón, por don Luis Enrique
Suárez y Quevedo, el tercer maestro de esta trinidad y con mucho la
personificación más poderosa de todo lo que involucra la sagrada labor de
educar. Me dije que habiendo sido él profesor universitario todos esos años, yo
iba a poder encontrar, buscando con cierta minucia en Google, escritos suyos
que me ayudaran a combatir ese sentimiento que en mí se torna insoportable si
no le planto cara, y la lectura es el mejor sucedáneo de todo lo ausente,
incluso de la ausencia física de un ser querido -no otra cosa son mis tres
maestros para mí-.
Ya empezaba a convencerme de que iba a tener que
recurrir a alguien que se manejara con más pericia en el ciberespacio cuando de
pronto, ¡serendipia!, voy y me topo con un video en YouTube titulado “El señor
de los perros”. Pinché y creí que me iba a desvanecer de la emoción cuando,
tras casi veinte años de no oírla, oí la voz de don Luis Enrique que le contaba
a un reportero de uno de los dos grandes canales privados de nuestro país, con
esa sencillez de la que solo él es capaz, su historia al frente de más de
ochenta perros abandonados y lisiados a los que rescataba, curaba, restablecía
y alimentaba con el producto de su pensión de profesor universitario, así como
con los recursos que generosamente le aporta un hermano de sangre, a quien sin
conocer bendigo a la distancia yo, que no puedo creer en “el buen Dios” en que
mi maestro cree de veras.
El caso es que esa misma noche lo llamé a un número
celular que mi novia rastreó y que, al cabo de unos días, lo visité con ella en
esa “casa-pandemonio” suya que hoy comparte con más de cien “limalitos” a los
que llama, con amor manifiesto y gracia hilarante, badulaques y mequetrefes.
Recuerdo que aquel sábado por la tarde, luego de acariciar muñecos peludos aquí
y allá y de dejarnos querer por ellos allá y acá, nos sentamos los tres en su
sala, compartimos un tentempié y conversamos un par de horas sobre esta
quijotada inenarrable e imposible para cualquier otro que no fuera “el señor de
los perros”, cuya presencia yo no podía desaprovechar para volver a referir,
tal vez por enésima vez desde que lo conozco, las razones de mi gratitud y
cariño por ese hombre que, sin zalamerías ni aspavientos, me hizo comprender en
un salón de la UPN un mediodía de hacía casi dos décadas a qué me iba a
enfrentar con mi decisión de estudiar no lenguas, que son apenas una excusa,
sino pedagogía, o más bien educación.
Ese día, el único que vi triste y afligido al maestro,
él llegó a clase, como siempre puntual, y dijo estas palabras que no me atrevo
a citar entre comillas aunque bien podría hacerlo, de tan grabadas como se me
quedaron. Mis niñas y mis jóvenes -entonó, justo delante de mí-: ¿será que esos
malvados que acaban de matar al doctor Álvaro Gómez Hurtado, allí a dos cuadras,
algún día estuvieron en mi clase de profesor de escuela y yo, por enseñarles el
verbo to be, no reflexioné con ellos sobre la importancia de respetar la vida
del prójimo, de la cual solo el buen Dios puede disponer?
No dijo más o tal vez fue que yo dejé de oírlo y me
quedé pensando, toda la clase (que no sé si se dictó pues no me parece extraño
que los encapuchados hayan celebrado el magnicidio con petardos y voladores),
en el profundísimo significado de esas palabras que desde entonces me retumban
en la conciencia pedagógica junto con muchas otras suyas, sabias como jamás he
vuelto a oír.
De su fatum nadie se libra, nazca donde nazca
Estoy seguro de que si se adelantara un estudio sobre
lo que la mayoría de pobladores del tercer mundo piensa de los que nacen con
todas las de la ley en el primero; es decir, de los japoneses, los canadienses,
los estadounidenses, los suizos, los alemanes, los noruegos o los franceses de
pura cepa, esa mayoría opinaría que el mero hecho de nacer en esos países le
garantiza a la persona la felicidad o, cuando menos, la promesa de una vida sin
mayores desventuras. Pero Muriel Barbery, la autora de La elegancia del erizo, una novela plena de belleza e inteligencia,
concibe en su hiperprotagonista Renée Michel, una “francesa de pura cepa”
nacida en el primer mundo “con todas las de la ley”, el mejor mentís que hasta
hoy conozco de esta generalización absurda y facilista, puesto que Michel es
fea, y bajita, y rechoncha; tiene callos en los pies y, por si fuera poco, una
que otra mañana, “un aliento que tumba de espaldas” (justamente como el suyo o
el mío y el de casi cualquier mortal recién se despierta). Aunque eso no es
todo: “No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante”.
¿Francesa y sin estudios formales?, como lo oyen. ¿Pobre
y propia del primer mundo?, efectivamente. ¿Insignificante toda una Renée,
pronunciado así su nombre, con esa r
glotal tan de los franceses?, para que vean. Y si no me creen, aquí está ella nuevamente:
“Yo era una niña apática y casi minusválida, tan cargada de espaldas que
casi parecía jorobada, que si se mantenía en la existencia no era sino porque
desconocía que pudiera haber otra vía. La ausencia de gusto en mí rayaba en la
nada; nada me decía nada, nada despertaba nada en mí y, cual débil brizna de
paja empujada aquí y allá al capricho de enigmáticas ráfagas de viento,
ignoraba incluso hasta el mismo deseo de poner fin a mi vida.
En mi casa apenas se hablaba. Los niños chillaban y los adultos se afanaban
en sus tareas como lo hubieran hecho de haber estado solos. Teníamos suficiente
para comer, aunque frugalmente, no se nos maltrataba y nuestra ropa de pobres
estaba limpia, de modo que aunque podía causarnos vergüenza, al menos no
sufríamos el frío. Pero no nos hablábamos.
La revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer
día de colegio, tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí
pronunciando mi nombre.
-¿Renée? -preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una
mano amiga […].
-¿Renée? -seguía modulando la voz que venía de lo alto, y la mano amiga
no dejaba de ejercer sobre mi brazo -incomprensible lenguaje- ligeras y tiernas
presiones.
Levanté la cabeza, en un movimiento insólito que casi me dio vértigo, y
mis ojos se cruzaron con una mirada.
Renée. Se trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi
nombre. Mientras que mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer,
cuyos ojos claros y labios sonrientes observé entonces, se abría camino hasta
mi corazón y, pronunciando mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la
que hasta entonces yo nada sabía. Descubrí a mi alrededor un mundo que, de pronto,
adornaban mil colores […].
Entonces, con mis enormes ojos clavados en los suyos, me aferré a la
mujer que acababa de traerme a la vida.
-Renée -repitió la voz-, ¿quieres quitarte el impermeable?
Y, sujetándome con firmeza para que no me cayera, me desvistió con la
rapidez que otorga la larga experiencia.
Se cree erróneamente que el despertar de la conciencia coincide con el
momento del primer nacimiento, quizá porque no sabemos imaginar otro estado
vivo que no sea ese. Nos parece que siempre hemos visto y sentido y, seguros de
esta creencia, identificamos en la venida al mundo el instante decisivo en que
la conciencia nace. Que, durante cinco años, una niña llamada Renée, mecanismo
perceptivo operativo dotado de vista, oído, olfato, gusto y tacto, hubiera
podido vivir en una perfecta inconsciencia de sí misma y del universo desmiente
tan apresurada teoría. Pues para que se dé la conciencia, es necesario un
nombre.
Sin embargo, por un concurso de circunstancias desgraciadas, se
desprende que a nadie se le había ocurrido darme el mío.
-Qué ojos más bonitos tienes -añadió la maestra, y tuve la intuición de
que no mentía, que en ese instante mis ojos brillaban animados por toda esa
belleza y, reflejando el milagro de mi nacimiento, lanzaban mil destellos.
Me puse a temblar y busqué en los suyos la
complicidad que engendra toda alegría compartida…”.
Vamos a suponer que esta niña, infeliz como muchos
niños del primer y del tercer mundo -donde desde luego hay más desdichados que
en aquel-, en lugar de venir a parar en brazos de esta maestra, cae en manos de
un pinche docente o de un profesor cualquiera. ¿Qué habría sido de su suerte?
¿Habría despertado al mundo como despertó esa mañana debido al reconocimiento y
al cariño de que la colmó ella? ¿Se habría sentido identificada y singularizada
por primera vez en su vida gracias al simple, pero fundamental, acto de nombrar
al otro con respeto y afecto? Claro que no, y las razones saltan a la vista.
Pero una en que quiero hacer hincapié, porque quizá no es manifiesta para
muchos, es en el hecho de que por lo general, ni a los docentes ni a los profesores
les interesa el individuo que se sienta en su clase, porque para impartir
lecciones o para deslumbrar alumnos el grupo basta. Y si no existe el interés
por nombrar al otro, ¿creen ustedes que unos u otros vayan a poder, o a querer,
comunicar afecto?
En la frontera entre esto y aquello
No creo que resulte superfluo volver a aclarar que para
mí, un maestro -me apoyo en palabras del escritor chileno Carlos Franz-, “en el
más profundo sentido”, es “aquel capaz de dar forma a una vida”. Óigase bien:
de darle forma. Es decir, de dotarla de significado y, de ser posible, señalarle
un derrotero (como me lo señalaron a mí, cada uno en su debido momento, José
Higinio, Teresita y don Luis Enrique). Sin embargo, sé que hay quienes también
hallan la maestría en la combinación de la calidad de los saberes que se
imparten y en la manera de impartirlos, con independencia de que el educador
participe o no voluntaria y conscientemente en la formación personal de sus
estudiantes.
Y es que los que así piensan, tienen para esgrimir un
argumento irrebatible. ¿Acaso un muy buen profesor -preguntarían- que enseña su
asignatura con arte y brillantez, a más de con responsabilidad y
profesionalismo, no les está inculcando a sus estudiantes, así nunca reflexione
abiertamente sobre ellos, valores tales como el esfuerzo, la dedicación, la
constancia y el rigor, fundamentales en la vida de toda persona de bien?
Indudablemente.
En El pez en el
agua, Mario Vargas Llosa, nuestro Nobel peruano, hace un ejercicio de
memoria en el que quedaron contenidos sus mejores y sus peores momentos de
infancia y juventud, sus alegrías y sus traumas, los días felices y los
aciagos, los seres entrañables y los despreciables, entre los que el padre
destaca con mucho. Pero entre los primeros, aparece el protagonista de este
pasaje, que encaja muy bien en la descripción del educador del párrafo
precedente:
“Pero entre ellos recuerdo uno que fue la mejor experiencia intelectual
de mi adolescencia: el de Fuentes Históricas Peruanas, de Raúl Porrras Barrenechea.
Ese curso, y lo que de él se derivó, justifica para mí los años que pasé en San
Marcos. Su tema no podía ser más restrictivo y erudito, pues no era la historia
peruana, sino dónde estudiarla. Pero, gracias a la sabiduría y elocuencia de
quien lo dictaba, cada conferencia era un formidable despliegue de
conocimientos sobre el pasado del Perú y las versiones y lecturas
contradictorias que de él habían hecho los cronistas, los viajeros, los
exploradores, los literatos, las correspondencias y documentos más diversos.
Pequeñito, barrigón, vestido de luto -por la muerte, ese año, de su
madre-, con una frente muy ancha, unos ojos azules bullentes de ironía y unas
solapas tapizadas de caspa, Porras Barrenechea se agigantaba en el pequeño estrado
de la clase y cada una de sus palabras era seguida por nosotros con unción
religiosa. Exponía con una elegancia consumada, en un español sabroso y muy
castizo -había comenzado su carrera universitaria enseñando a los clásicos del
Siglo de Oro, a los que había leído a fondo, y de ello quedaban huellas en su
prosa y en la precisión y riqueza con que se expresaba-, pero no era él, ni
remotamente, el profesor lenguaraz, de palabrería sin consistencia, que se
escucha hablar.
Porras tenía el fanatismo de la exactitud y era
incapaz de afirmar algo que no hubiera verificado. Sus espléndidas exposiciones
estaban siempre acotadas con la lectura de unas fichas, escritas en letra
diminuta, que se llevaba muy cerca de los ojos para deletrear. En cada una de
sus clases teníamos la sensación de estar oyendo algo inédito, el resultado de
una investigación personal…”.
Leo y releo este pasaje y no puedo hallar en él al
educador por el que yo abogo. Al educador que, como los tres míos o la de Renée
Michel, sabe y siente que en cada existencia que se planta ante él hay un destino
del que es responsable. Al educador que comprende que cada uno de los que tiene
delante, justamente como él o los que él más quiere y necesita, está hecho de
miedos y frustraciones, de esperanzas y de ilusiones. Al educador que no se
conforma con impartir su asignatura, y con hacerlo bien, sino que en cada
encuentro que celebra con sus alumnos busca conocerlos más a fondo para,
mediante el diálogo y el intercambio de afecto -aclaro que esto no es siempre
factible-, intentar hallar en aquellos que instruye los talentos y
posibilidades que a menudo el mal de escuela malogra.
Sí encuentro en él, en cambio, pasión profesional, y
ética intelectual, y arte propedéutica, y saberes de calidad, y conocimientos
pertinentes, y amor por la enseñanza, y mística filosófica, y…, y…, y…. Ah, y
no en cantidades exiguas. Razones más que suficientes para que Vargas Llosa y
los que como él conocieron en clase a un Porras Barrenechea lo gradúen de
maestro.
Devenido educador, y sin diploma
Por esa tendencia humana a considerar a los que
vivieron en épocas diferentes a la nuestra (y cuanto menos inmediatas mejor)
más éticos, honestos y honrados que nosotros mismos y nuestros contemporáneos, yo
encuentro en Diego Alatriste y Tenorio a un hombre con creces facultado para
ejercer un magisterio para el que no nació ni se educó pero cuyas funciones
supo desempeñar con la ética, honestidad y honradez que le fueron posibles.
Téngase en cuenta, además, que el capitán Alatriste, dada su vocación de
soldado valiente de los “tercios viejos en las guerras de Flandes” y de
“espadachín por cuenta de otros”, jamás se imaginó desempeñando el papel de
padre biológico o adoptivo, o de maestro de su arte y su código moral, que los
tuvo. Pero esperen, que los pongo en antecedentes.
Corría el año “mil seiscientos y veintitantos” cuando Íñigo
Balboa, un jovencito de escasos trece años e hijo de Lope Balboa, gran amigo ya
muerto de Alatriste, llegó al Madrid de entonces en busca de su destino y como
consecuencia de un juramento que su padre le hizo hacer al camarada: que
velaría, en caso de que muriera, por lo que de crianza le faltara al muchacho y
por su instrucción personal y militar. Y cumplió. A partir de aquel día, no
solo compartió su incierto sustento con su protegido, sino que se aseguró de
que la existencia más que azarosa que llevaba no fuera a dar al traste con la
vida que se le había encomendado.
Pero el asunto no fue sencillo en modo alguno. Primero
porque, como a nuestro coronel garciamarquiano, a quien con su esposa le tocó
comerse la mierda del olvido a que lo condenó el país que defendió toda su
vida, a Diego Alatriste y Tenorio y a los demás soldados de la Corona, España, a
la sazón el imperio del orbe, les paga mal, cuando y como le da la real gana,
lo que fuerza a esos hombres a ganarse la vida como mejor saben hacerlo
(justamente como, de haber dependido de su designio, Diego Alatriste habría
impedido que Íñigo se la ganara: con la espada y la toledana) para no perderla
a causa del hambre. Y en segundo lugar porque las contingencias de la vida que
le correspondió vivir (“En sus cuarenta y cinco años de vida había matado
mucho, y era consciente de que aún mataría más antes de que llegase la vez de
pagarlas todas juntas”) apenas si le permitían asumir las responsabilidades
propias del padre y el maestro en que la vida lo convirtió inopinadamente. La
tarea, sin embargo, le quedó bien hecha.
Después de enseñarle al muchacho de viva voz algunas
de las leyes de su código ético (“Nunca pidas la vida a quien te venció, ni la
niegues a quien te la pida”; “Yo no era mozo descreído, pero sí sobrio en
cuestiones de fe, como me había enseñado a ser el capitán Alatriste”; “Esto iba
de oficio: desde los trece años no conocía otra cosa, y a su lado había aprendido
cuanto de bueno y malo sabía”…) y de adiestrarlo en los quehaceres de los que
deben matar para no morir; luego de padecer la rebeldía y los desaguisados
adolescentes de su pupilo (“No creo que vuestra merced pueda darme lecciones
sobre mujeres…”) y de intentar debilitarlos en el momento indicado (-Eres todo
un hombre –añadió al fin-. Capaz de alzar la voz y de matar, por supuesto. Pero
también de morir… Procura recordarlo cuando hables conmigo de ciertas cosas”); y
tras superar, mejor de lo presupuestado, el distanciamiento temporal con el
único ser querido que tiene, a Diego Alatriste y Tenorio le llega la recompensa
que a otros justos les es esquiva: el reconocimiento:
“Pese a los desacuerdos y a la distancia que el
paso del tiempo y el ardor de mi sangre moza interponían a veces entre
nosotros, yo nunca perdía de vista lo principal: Diego Alatriste era mi familia
y mi bandera. A ojos cerrados saltaba tras él una y otra vez, a estocada
limpia, hasta las mismas fauces del infierno. Y aquella noche incierta,
caminando por la tiniebla de una ciudad hermética y peligrosa que parecía
rodearnos como una trampa, me confortó su presencia próxima, inmutable, tan
callada y serena como solía. Entonces comprendí por qué muchos años atrás, a
orillas de un río helado en tierras de Flandes, un pequeño grupo de hombres
desesperados, luchando por sus vidas como perros rabiosos en torno al jefe de
la manada, por primera vez lo había llamado capitán…”.
De haber vivido para contemplarlo, el capitán sin
rango oficial y el maestro sin diploma que fue Diego Alatriste y Tenorio habría
exultado de felicidad -y no es para menos- al enterarse de que ese niño tímido
y asustadizo que llegó a su vera para cambiarle la vida abruptamente es hoy un
anciano sosegado y sabio, que gasta lo que le queda de vida terrenal entre los
libros a que tan afecto fue siempre su mentor, y edificando uno -una saga- que
les asegura a ambos la perpetuidad en la memoria de los hombres, sin perjuicio
de cuántos siglos transcurran entre su publicación y el final de los tiempos.
Porque la posteridad, que es patrimonio de grandes tipo Arturo Pérez-Reverte,
ya les otorgó palco de honor a estos, sus personajes más alucinantes.
Créanmelo.
Un magisterio vitalicio, y con diploma
Oficialmente es el profesor Harutsuna Matsumoto.
Literariamente, el maestro. Así a secas aunque con todo el respeto que nos
merecen los que como él lo son. Y lo curioso es que ya no es un educador en
ejercicio, de esos que madrugan a orientar vidas incipientes (¿pero cuál no lo
es?) o a cuestionar vidas que presumen de consumadas (¿pero cuál lo está de
veras?).
Que ya no lo sea, sin embargo, no quiere decir ni
mucho menos que su magisterio esté acabado, pues hace unos meses la vida le
puso delante a una ex alumna suya a quien habrá de instruir en una de las
cuestiones de mayor trascendencia para el ser humano y en ciertas anejas: el
amor erótico y, entre otras, su posible disolución a causa de la muerte. ¿Cuál
muerte? Pues la de todos, que es la de él, cuya edad, que dobla la de ella, lo
hace más proclive a su irreductibilidad.
De él va a aprender la protagonista, alumna pretérita
y futura amante, a servir el trago según lo prescribe la más rancia tradición
japonesa, para lo cual ella carece de estilo. A distanciarse temporalmente de
quien se empieza a querer sin que medien razones o explicaciones. A tolerarse a
sí misma y a tolerar al otro reflexivamente e incluso a no rechazar la
oportunidad de una primera, y tal vez única, “traba” cómplice. A callar lo que
no se está dispuesta a revelar y a mantenerse enigmática. A aparecer de pronto
y de la nada para disipar tristezas ajenas. A hacer una primera caricia después
de un tiempo más que prudencial. A mantener la compostura incluso en medio de
situaciones oprobiosas para la propia dignidad. A reiterar esas caricias para
convertirlas en afecto que se exprese sin palabras. A proteger los miedos del
otro mediante acercamientos físicos que sin embargo no terminan en el coito
mutuamente deseado. A esperar con paciencia exasperante a que por fin llegue el
momento de sucumbir a ese deseo postergado y vuelto a postergar. A hacer
confesiones íntimas sin el dramatismo de que tantos acompañan las suyas. A
declarar el amor al otro con el poder de la palabra certera y apropiada. A
aventurarse con el amante en lugares bastante atípicos para una pareja que
acaba de estrenarse carnalmente. A ponderar las razones del otro con objeto de
tratarlo con justicia. A, en fin, entender que la tal diferencia de edades, que
para la mayoría constituye el obstáculo más insalvable que el amor erótico
afronta, no es, cuando se quiere de veras, otra cosa que un accidente venéreo
que, bien mirado, conlleva un único riesgo manifiesto -la muerte del más viejo-
que, en contrapartida, compensa al más joven con los incontables aprendizajes
que garantiza la nutrida experiencia vital del otro:
“…Cuando oí el nombre del maestro, Harutsuna, las lágrimas me inundaron
los ojos. Hasta entonces casi no había llorado. Lloré porque aquel nombre,
Harutsuna Matsumoto, me resultaba muy poco familiar. Lloré porque el maestro se
había ido antes de que me acostumbrara a él.
Dejé su maletín junto al tocador. De vez en cuando voy a la taberna de
Satoru, pero no tanto como antes. […] El ambiente de la taberna es cálido, de
modo que a veces doy alguna que otra cabezadita. ‘Eso es de muy mala
educación’, me diría el maestro.
He recorrido un largo camino,
El frío penetra mi ropa gastada.
Esta tarde el cielo está despejado,
¡cómo me duele el corazón!
Es un poema de Seihaku Irako que el maestro me enseñó un día. Sola en mi
habitación, leo en voz alta poemas que recitaba el maestro y también otros que
no llegó a enseñarme. ‘Desde que usted murió he estado estudiando’, susurro.
Suelo llamarlo en voz baja: ‘¡Maestro!’. De vez en cuando, oigo su voz
que me responde desde algún lugar del cielo: ‘¡Tsukiko!’. Preparo el tofu
hervido como él, con bacalao y crisantemo. ‘Algún día volveremos a vernos’, le
digo, y el maestro me responde desde el cielo: ‘No tengo la menor duda’.
En noches como ésta, abro el maletín del maestro.
En su interior no hay nada, sólo un vacío que se extiende. Un enorme espacio
vacío que crece sin parar.”
Maestros por partida doble
Autor de Las
cenizas de Ángela, una de las más conmovedoras y telúricas novelas de
cualquier siglo y que es a un tiempo testimonio literario y autobiografía y
epopeya vital, Frank McCourt padeció la -esa sí- escuela represiva y castradora
de su tiempo y de su pacata y fanática Irlanda natal, y conoció, testigo de
excepcional agudeza, la con exceso conflictiva de los Estados Unidos, a la que dedicó
larguísimos años de magisterio y un libro titulado El profesor, que en sí mismo constituye un monumento de ironía a la
cruel realidad de los educadores de primaria y secundaria de esa potencia y de,
sobra decirlo pero lo digo, países infinitamente menos poderosos tipo el
nuestro y circunvecinos.
Siendo apenas un estudiante de Lengua y Literatura
inglesa de la Universidad de Nueva York, el maestro que se agazapaba tras la
persona de Frank McCourt comprendió que “los profesores de pedagogía” jamás
hablan en sus alocuciones de “cómo resolver las situaciones de bocadillos
voladores” que cruzan el salón en dirección al que está delante del grupo, sino
que pontifican, hinchados de pedantería y vanilocuencia, sobre “teorías y filosofías
de la educación”, sobre “imperativos morales y éticos”, sobre “la necesidad de
que todo se dirija al niño”, sobre “la gestalt, nada menos”, sobre “las
necesidades percibidas del niño”, sobre…, sobre…, sobre…. Comprendió, pues, que
soslayaban, y no movidos por la mala fe aunque sí por su ramplona ignorancia de
los pormenores, lo fundamental: “los momentos críticos en el aula”, de los
cuales el desenlace del primero de cientos que tuvo que sortear en sus casi
tres décadas de docencia nos aclara frente a qué tipo de educador nos hallamos.
Esperaba el recién graduado, con la angustia ansiosa
que experimenta todo profesor en el momento del debut, a sus alumnos, que al
cabo entraron en el salón dando un portazo, en medio de empujones y codazos y
haciendo todo el ruido posible para que la clase no empezara. Y en efecto no
empezó sino después de que McCourt, tras recoger del suelo un sándwich que uno
de los inadaptados había arrojado con desprecio, se lo comió con todo el
deleite de que fue capaz ante las miradas atónitas de la clase, que vio cómo
ese desconocido, no contento con hacer lo que tal vez ningún otro profesor
habría hecho en su situación, formó con el envoltorio del “bocadillo” una
pelota de papel de estraza que fue a parar, disparada con inmejorable puntería,
en la caneca de la basura.
Se imaginarán ustedes, y lo suponen bien, que fue ese
acto transgresor el que le granjeó a este profesor novato pero sagaz el respeto
y la aceptación de muchachos cuyas edades y condiciones socioeconómicas los
ubicaban entre los más inmanejables de todo Nueva York, y que fue gracias a ese
imprevisto que sus clases empezaron a desarrollarse con cierta normalidad. Lo
aprovechó (los maestros -y McCourt es uno por partida doble- no dejan pasar
oportunidades así) para hablarles de su infancia en Irlanda y de la suma
pobreza de ese país en donde lo que predominaba eran el hambre y la escasez; de
las penurias de nacer indigente y sin futuro; de un sistema educativo en el
que, a diferencia de lo que ocurría en las aulas de los Estados Unidos, no eran
los alumnos los que imponían las condiciones sino los que arrostraban sus
excesos: golpes, insultos, humillaciones y, por si fuera poco, los rigores de
un dogma religioso que no ofrecía otra alternativa que la resignación y la obediencia.
Se imaginarán ustedes, y lo suponen bien, que con sus actos y sus palabras
sedujo a los que pudo, los concientizó, los persuadió y no a pocos rescató del
no futuro a que estaban destinados.
Y fue esa misma sensación de no futuro lo que instigó
al autor de Como una novela y de Mal de escuela, dos libros
imprescindibles en la biblioteca de cualquier educador que se precie de serlo,
a adentrarse e instalarse en la docencia: “En todo caso, así es, el miedo fue
el gran tema de mi escolaridad: su cerrojo. Y la urgencia del profesor en que
me convertí fue curar el miedo de mis peores alumnos para hacer saltar ese cerrojo,
para que el saber tuviera una posibilidad de pasar.” (Si mi escritura fuera más
inocente, aprovecharía estas palabras de Pennac para expresarles a él y a los
que como él piensan, que su diagnóstico ya no casa con la realidad, puesto que
el miedo que se pasea impunemente hoy por las aulas no lo producen, como
antaño, los malos educadores y su autoritarismo, que fueron tanto tiempo los
protagonistas del mal de escuela, sino una mayoría generosa de adolescentes
cuyo pandillismo e inadaptación no son el producto de su fracaso escolar sino
un modus vivendi forjado por el entorno en que han crecido: el pésimo ejemplo
de políticos delincuentes con figuración en los medios, de abogados y jueces y
fiscales y magistrados que proceden a la manera de esos políticos, de padres de
familia por completo inexistentes o incompetentes para la crianza y la
formación; por el pésimo ejemplo de los programas televisivos que ven y de los
ciberlugares que frecuentan y de la “música” que oyen y de los programas
radiales con que se despiertan. Pero no voy a hacer eso puesto que me basta con
decir que, al haber sido despojado de toda autoridad, el profesor de hoy mueve
más bien a risa y, si me apuran, a lástima. Y no lo voy a hacer porque lo que
de este testimonio magistral me interesa no es la vigencia del diagnóstico sino
la valía humana e intelectual de quien lo produjo: sin que quepa la menor duda,
otro maestro por partida doble.)
En ese segundo libro, en efecto, Daniel Pennac alude a
la “emoción primaria que se deriva de la aversión natural al riesgo o la
amenaza” y que a su decir caracterizó en buena medida sus años de educación
primaria y secundaria. Y, con el homenaje que les rinde a cuatro maestros que
del miedo a no aprehender lo salvaron, comienza a construir esta suerte de
ideario que mal haría yo si no comparto con ustedes, que tras la lectura de
esta relación muy personal coincidirán conmigo en que nos hallamos frente a
otro -el noveno de que da cuenta el artículo- educador genuino:
“Siempre he pensado que la escuela la hacen, en primer lugar, los
profesores. ¿Quién me salvó a mí de la escuela, sino tres o cuatro
profesores?”; “Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria
desaparición como profesor”; “Pero para que el conocimiento tenga alguna
posibilidad de encarnarse en el presente de un curso, es necesario dejar de
blandir el pasado como una vergüenza y el porvenir como un castigo”; “La presencia
del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de inmediato. Los
alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo hemos
experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se
advierte por su modo de mirar, de saludar a sus alumnos, de sentarse, de tomar
posesión de la mesa. No se ha dispersado por temor a sus reacciones, no se ha
encogido sobre sí mismo, no, él va a lo suyo, de buenas a primeras, está
presente, distingue cada rostro, para él la clase existe de inmediato”; “¿Reaccionario,
el dictado? Inoperante, en cualquier caso, si lo practica un espíritu perezoso
que se limita a descontar puntos con el único objetivo de decretar un nivel.
¿Envilecedoras, las notas? Ciertamente cuando se parecen a esa ceremonia, vista
hace poco tiempo por televisión, de un profesor devolviendo sus exámenes a los
alumnos, soltando cada papel ante cada criminal como un veredicto anunciado,
con el rostro del profesor irradiando furor y unos comentarios que condenaban a
todos aquellos inútiles a la ignorancia definitiva y al paro perpetuo…”; “Siempre
he concebido el dictado como una cita al completo con la lengua. La lengua tal
como suena, tal como cuenta, tal como razona, la lengua tal como se escribe y
se construye, el sentido tal como se precisa en el meticuloso ejercicio de la
corrección. Pues no hay más objetivo para la corrección de un dictado que el
acceso al sentido exacto del texto, al espíritu de la gramática, a la magnitud
de las palabras. Si la nota debe medir algo, ese algo es la distancia recorrida
por el interesado en el camino de esta comprensión. Aquí, como en el análisis
literario, se trata de pasar de la singularidad del texto (¿qué historia van a
contarme?) a la elucidación del sentido (¿qué quiere decir, exactamente, todo
esto?), pasando por la pasión del funcionamiento (¿cómo marcha esto?)”; “Parte
de mi oficio consistía en convencer a mis alumnos más abandonados por ellos
mismos de que la cortesía predispone a la reflexión más que una buena bofetada,
de que la vida en comunidad compromete, de que el día y la hora de entrega de
un ejercicio no son negociables, de que unos deberes hechos de cualquier modo
deben repetirse para el día siguiente, de que…”; “Sea cual sea la materia que
enseñe, un profesor descubre muy pronto que a cada pregunta que hace, el alumno
interrogado dispone de tres respuestas posibles: la acertada, la errónea y la
absurda. […].
La respuesta absurda se distingue de la errónea en que no procede de
ningún intento de razonamiento. Suele ser automática, se limita a un acto
reflejo. El alumno no comete un error, responde cualquier cosa a partir de un
indicio cualquiera […]. No responde a la pregunta que se le hace, sino al hecho
de que se la hagan. ¿Esperan de él una respuesta? Pues la da. Acertada, errónea,
absurda, no importa. […].
La respuesta absurda constituye la diplomática confesión de una
ignorancia que, a pesar de todo, intenta mantener un vínculo. Naturalmente,
puede expresar también un acto de rebelión tipificado […].
En todos los casos posibles, evaluar esta
respuesta -corrigiendo un examen escrito, por ejemplo- es acceder a evaluar
cualquier cosa y por consiguiente cometer uno mismo un acto pedagógicamente absurdo.
Aquí, alumno y profesor manifiestan más o menos conscientemente el mismo deseo:
la eliminación simbólica del otro. Al responder cualquier cosa a la pregunta
que mi profesor me hace, dejo de considerarle como un profesor, se convierte en
un adulto al que cortejo o al que elimino por medio del absurdo. Al aceptar
tomar por erróneas las respuestas absurdas de mi alumno, dejo de considerarle
un alumno, se convierte en un sujeto fuera de contexto al que relego al limbo
del cero perpetuo. Pero al hacerlo, me anulo a mí mismo como profesor; mi
función pedagógica cesa ante esa chica o ese chico que, a mi modo de ver, se
niegan a desempeñar su papel de alumno…”; “Sí, siempre me han gustado los
buenos alumnos. Y también los compadezco. Pues tienen sus propios tormentos: no
defraudar las expectativas de los adultos, molestarse por ser sólo segundo
cuando el cretino de Fulano monopoliza el primer lugar, adivinar las
limitaciones del profesor con sólo pisar su aula y, por lo tanto, aburrirse un
poco en clase, sufrir la burla o la envidia de los nulos, ser acusado de pactar
con la autoridad, a lo que se añaden, como para todos los demás, las molestias
normales del crecimiento…”.
Que yo sepa, los idearios en general y los idearios
pedagógicos en particular les son esquivos a los teóricos y en cambio posibles
a los pensantes y a los maestros, y tanto más si, como en los casos de McCourt
y Pennac, esos maestros pensantes, amén de enseñar con arte su asignatura, leen
y reflexionan, reflexionan y escriben, escriben y crean.
Dos maestros a salvo de la insensatez de estos tiempos
Si los jueces que hoy -¡en plena era digital!-
condenan, en este país y en tantos otros, sin prácticamente ninguna prueba
salvo la versión fidedigna o fabricada del menor, por igual a profesores
culpables e inocentes de pederastia sin discernir entre victimarios o víctimas
de sus alumnos; si esos jueces, y la sociedad toda, digo, leyeran con la pasión
y la inteligencia que se requieren para leer con provecho, seguramente hoy
muchos calumniados no estarían presos sino enseñando en las aulas y exonerados
de toda responsabilidad penal. Y si ustedes, los que hasta esta altura de la
reflexión se han izado, conocieran a don Gregorio, el maestro de Pardal y las
circunstancias de su relación con su estudiante, o al señor Antolini, el
maestro de Holden Caulfield y las circunstancias de la suya con su ex alumno, seguramente
comprenderían el porqué de este primer párrafo preñado de impotencia y
resignación.
El protagonista y narrador de “La lengua de las
mariposas”, el cuento con el título más bello del mundo y, por contera, uno de
los más bellos cuentos alguna vez escritos, sabe que los tiempos que corren y
los vientos que soplan en el relato de Manuel Rivas que él protagoniza y narra
no son propicios para estudiar con alegría, y sabe que si a él la amenaza
machacona esa -“¡ya verás cuando vayas a la escuela!”- con que los adultos
atormentaban en su tiempo y precedentes a los niños que estaban próximos a su
primer día de clases no le supuso más que un mal momento ya pasado, se debe a
él y solamente a él:
“Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude
fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo. El sapo
sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. ‘Me gusta ese nombre, Pardal’. Y
aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue
cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y
me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo: ‘Tenemos un
nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso.’
Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad
en los ojos”.
¿Mearse en los pantalones?, ¿humedad en los ojos?: sí,
en efecto. Porque Pardal, ayer no más, aterrorizado de hallarse sentado entre
otros niños que ya habían superado la prueba de fuego de su primer día en la
escuela, de ella huye pitando, despavorido y orinándose del susto, para volver
al día siguiente a aquel sitio -donde se emociona hasta casi las lágrimas- que
gracias a un educador genuino ya no encarna ni el sufrimiento ni el castigo que
le auguraban los mayores. Un espacio en que su maestro le enseña que “la lengua
de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor
que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis
el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca
como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la
mariposa…”; un lugar en que recala para comprender que, a diferencia de los
demás profesores, “el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi
siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo,
él los llamaba, ‘parecéis carneros’, y hacía que se estrecharan la mano.
Después los sentaba en el mismo pupitre…”; un territorio donde todo lo que don
Gregorio tocaba era “un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una
hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del
corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi
frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos
como si se iluminase la pantalla del cine Rex…”. Un sitio, un espacio, un lugar
y un territorio al que -presume el lector sin mucho esfuerzo- la magia abandona
y al que el mal de escuela torna tras la marcha de don Gregorio, forzado por
una de esas felonías a que somos tan afectos sus congéneres.
Bueno, felizmente no todos, o al menos no con las mismas
mala leche y vileza con que a él lo sacrificaron. Tómese por ejemplo al
narrador y protagonista de El guardián entre
el centeno de Salinger y compáreselo con todos esos niños y adolescentes
que por mucho menos e instigados por sus padres y por psicólogos desprovistos
por completo de sentido común y de literatura, envían hoy a la cárcel a un
profesor -prácticamente nunca a profesoras- que incurrió de buena fe (porque
los que proceden de mala fe y con deshonestidad tienen que estar allá
encerrados) en una ambigüedad -un arrumaco como el que le hace don Gregorio a
Pardal o un piropo inocuo, pongamos- que no tendría por qué ser tenida por tal
puesto que procede del cariño auténtico que un educador siente por su alumno. ¿El
caso del señor Antolini hacia Holden Caulfield? Juzguen ustedes, ojalá con el
mismo buen criterio con que lo hace este muchacho:
“Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini
y en qué le diría a su mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido
allí. No me preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le
ocurriría alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así.
Eso no era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y haberme
encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté si me había
equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemente le gustaba
acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se pueden saber esas cosas con
seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo mejor debía haber
recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le había dicho. Pensé que
aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se había portado muy bien
conmigo. No le había importado nada que le hubiera llamado a media noche y
hasta me había dicho que fuera inmediatamente si quería. Pensé que se había
molestado en darme todas esas explicaciones acerca de cómo averiguar qué tamaño
tienes de inteligencia, y pensé también que fue el único que se acercó a James
Castle cuando estaba muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba,
más me deprimía. Quizá debía haber vuelto a su casa…”.
Pero no hace falta que allá regrese, pues las horas
que “anoche” pasó en compañía de su maestro fueron suficientes para que su
inteligencia privilegiada de muchacho aún muy joven y rebelde atesore para siempre
las palabras de un hombre sabio con quien su fatum quiso juntarlo. Y tampoco hace falta que yo aquí las cite,
pues con remitirlos a ustedes al capítulo 24 de la novela de Salinger sé que
cumplo. Ah, pero mucho cuidado con ir a juzgar la conducta de Antolini sin que
conozcan y comprendan los pormenores ojalá de la novela toda; siquiera, los
pormenores del capítulo en cuestión, que allá los está aguardando.
Epílogo con citas
“Gris es, amigo,
toda teoría, pero sólo es verde el dorado árbol de la vida.” Goethe
Por tratarse de buena literatura y de buenos
escritores, sé de sobra que por fuera de esta reflexión se habrán quedado
muchos “educadores de ficción” que deberían figurar en ella. Para no ir muy
lejos les menciono a dos que no incluí por motivos que solo yo conozco y que a
nadie más que a mí incumben: fray Guillermo de Baskerville, maestro de Adso de
Melk en El nombre de la rosa y Víctor
Polli, maestro de los dos contertulios que conversan en Almuerzo de vampiros. Pero qué se le va a hacer. Solo los muy cretinos
piensan que lo que ellos están leyendo o han leído es lo que todos deberíamos
estar leyendo o haber leído. Yo, en cambio, estoy convencido de que esa buena
literatura de que hablo alcanza y rebasa la extensión oceánica, por la que cada
lector navega a solas y a ciegas, sin la más mínima esperanza de abarcarlo todo
o al menos parte. A lo sumo, un porcentaje muy ínfimo de lo que merece la pena
leerse es a lo que puede aspirar incluso el lector más ávido y aplicado, que ya
querría ser yo.
Les ofrezco, para compensar la ausencia de esos
personajes de los que ojalá alguien o muchos más se ocupe u ocupen algún día,
las siguientes reflexiones de Fernando Savater, Claudio Magris y Ricardo Moreno
Castillo, tres definidores perspicaces de lo que entraña ser maestro y quienes
juntos o por separado superan con creces a cualquier teórico insulso y enrevesado
-perdóneseme la redundancia- de esos que juran que comprenden lo que del todo
ignoran: la forma y el fondo de una educación regida por el sentido común y la
sensatez.
El valor de educar
“Todos los buenos maestros conocen su condición
potencial de suicidas: imprescindibles al comienzo, su objetivo es formar
individuos capaces de prescindir de su auxilio, de caminar por sí mismos, de
olvidar o desmentir a quienes les enseñaron. La educación es siempre un intento
de rescatar al semejante de la fatalidad zoológica o de la limitación agobiante
de la mera experiencia personal. Proporciona a la fuerza algunas herramientas
simbólicas que luego permitirán combinaciones inéditas y derivaciones aún
inexploradas. Es poco, es algo, es todo, es el embarque irremediable en la
condición humana…”. “El maestro debe impedir en sus alumnos la rebeldía
arrogante (propia del mimado que exige en todas partes los caprichos que se le
consienten en su casa) o la brutalidad, según la cual el más fuerte puede
tiranizar a su antojo a los compañeros e incluso a los profesores tímidos
(cuando los adultos responsables no ejercen su autoridad lo que reina no es la
anarquía fraternal sino el despotismo de los cabecillas). Pero en cambio
quienes enseñan es preciso que sepan apreciar las virtudes de una cierta
insolencia en los neófitos. La insolencia no es arrogancia ni brutalidad, sino
la afirmación entre tanteos de la autonomía individual y el espíritu crítico
que no todo lo toma como verdad revelada. […]. Para un maestro sensato la ocasional
insolencia de sus alumnos es un síntoma positivo, aunque pueda resultar por
momentos incómodo. Digo un maestro ‘sensato’ y aclaro que entiendo la sensatez
como la forma adecuada de reconciliar magisterio y autoridad. Esta
reconciliación incluye lo más difícil: practicar una enseñanza que se haga
respetar pero que incluya como una de sus lecciones necesarias el aprendizaje
de la irreverencia y de la disidencia razonada (o burlona) como vía de madurez
intelectual.
El profesor no sólo, ni quizá principalmente,
enseña con sus meros conocimientos científicos, sino con el arte persuasivo de
su ascendiente sobre quienes le atienden: debe ser capaz de seducir sin
hipnotizar. ¡Cuántas veces la vocación del alumno se despierta más por adhesión
a un maestro preferido que a la materia misma que éste imparte! Quizá la
excesiva personalidad del maestro pueda dificultar o aun pervertir su función de
mediador social ante los jóvenes, pero tengo por indudable que sin una cierta
personalidad el maestro deja de serlo y se convierte en desganado gramófono o
en policía ocasional. Es el momento de recordar que la pedagogía tiene mucho
más de arte que de ciencia, es decir que admite consejos y técnicas pero que
nunca se domina más que por el ejercicio mismo de cada día, que tanto debe en
los casos más afortunados a la intuición.” “Vivir en una sociedad plural impone
asumir que lo absolutamente respetable son las personas, no sus opiniones, y
que el derecho a la propia opinión consiste en que ésta sea escuchada y
discutida, no en que se la vea pasar sin tocarla como si de una vaca sagrada se
tratase. Lo que el maestro debe fomentar en sus alumnos no es la disposición a
establecer irrevocablemente lo que han elegido pensar (la ‘voz de su
espontaneidad’, su ‘autoexpresión’, etc.), sino la capacidad de participar
fructíferamente en una controversia razonada, aunque ello ‘hiera’ algunos de
sus dogmas personales o familiares…”.
Utopía y desencanto
“Para empezar, maestro y alumno profesan, sobre
los problemas esenciales, una fe distinta. El primero no le transmite al
segundo una verdad teológica o filosófica, sino que le ofrece el ejemplo vivo
de cómo se busca; le enseña la claridad del pensamiento, la pasión por la
verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El maestro es tal
porque, aun afirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a su
discípulo; no busca adeptos, no quiere formar copias de sí mismo, sino
inteligencias independientes, capaces de ir por su camino. Es más, es un
maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su
alumno y sabe ayudarle a encontrarlo y a recorrerlo, a no traicionar la esencia
de su persona…”. “El mundo está lleno de dobles de maestros, que ocupan el
lugar de éstos de la misma manera que en una película un doble sustituye al
actor protagonista en una escena peligrosa, filmada de lejos o en cualquier
caso ocultando al espectador la sustitución. Abundan los personajes que aspiran
a hacer escuela, a crear bandos y eslóganes, a movilizar adeptos, persuadir discípulos,
generar fans e imitadores; personajes que para existir necesitan seducir con
cautivadoras promesas a quien tiene un ansioso y vago deseo de redención fácil
e inmediata. Contar con auténticos maestros es una suerte extraordinaria, pero
también es un mérito, porque presupone la capacidad de saberles reconocer y
saber aceptar su ayuda; no sólo dar, también recibir es un signo de libertad, y
un hombre libre es quien sabe confesar su debilidad y coger la mano que se le
ofrece. Un verdadero maestro no es tanto un padre cuanto un hermano mayor, que
pronto se convierte simplemente en un hermano. Tal vez ser un maestro
signifique, hoy más que nunca, no saber que se es sino querer serlo, olvidarse
de uno mismo en el diálogo que se instaura con el otro, tratarle a éste de
igual a igual sin soberbia, sin condescendencia ni preocupaciones pedagógicas
-incluso atacándole sin piedad, si es preciso. Un profesor puede modestamente
contribuir a formar a los alumnos si los trata sin altivez ni miramientos,
corrigiéndoles y haciéndose corregir por ellos, sin buscar la falsa confianza
que impide dicha relación. […] Esa es la arriesgada y buena paridad que enseñan
los maestros. Y lo que sobre todo enseñan es la responsabilidad…”. “Maestro es
quien no ha programado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño
Sócrates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuenta de que no
podrá jamás ser Sócrates, sino, todo lo más, uno de sus interlocutores que al
final se sienten refutados, pero enriquecidos. Saber ser y seguir siendo
alumnos no es poca cosa, es como ser ya casi maestros.”
Panfleto
antipedagógico
“Lo más importante en la enseñanza es enseñar cosas
[…]. Pero si algo más se puede transmitir, es la ilusión por aprender, y esto
no se transmite mediante el adoctrinamiento, sino mediante el contagio. Y no se
puede contagiar aquello de lo que se carece. Cualquiera que busque bien en su
memoria, podrá constatar que los profesores que dejaron mejor recuerdo son
aquellos entusiasmados por lo que enseñaban, los que estaban apasionados por su
materia, a la cual dedicaban la mayor parte de su tiempo. Aunque el nivel de lo
que enseñaran estuviera un poco por debajo del nivel en que investigaban, se
notaba que transmitían algo vivo, algo que significaba mucho para ellos. Los
alumnos notaban que el profesor daba lo mejor de sí mismo.” “De la
actualización pedagógica no voy a hablar mucho. Enseñar se parece más a un arte
que a una ciencia, y si bien un compañero más veterano puede indicarte algunos
de los errores más habituales en un profesor, el resto depende de la afición
del profesor por el saber que se pretende transmitir, de la capacidad de ser
claro y ordenado en la exposición, de la de hacerse respetar por los alumnos y
comunicar con ellos. Para quien carece de estas habilidades los cursos de
formación pedagógica son inútiles, para quien las tiene son superfluos.” “Puede
ser que las buenas intenciones sirvan para salvarse en la otra vida, pero la
misión de los educadores es preparar a los chicos para ésta.” “Quien se sabe un
aprendiz tiene más posibilidades de convertirse en un buen maestro que quien se
cree un sabio.” “El profesor que no estudia porque le interesan otras cosas o
simplemente porque no le apetece, es mucho más respetable que el que no estudia
porque opina que ya sabe lo suficiente. […] El profesor que sigue aprendiendo
tiene más capacidad para ponerse en el lugar de los estudiantes, porque sigue
siendo un estudiante. En cambio, el que ha dejado de serlo se olvida con suma
rapidez del esfuerzo que supone aprender algunas cosas, porque es un esfuerzo
que hace mucho tiempo que él mismo no hace.” “Los grandes maestros, los que de
verdad enseñan cosas a sus alumnos y dejan huella en ellos, son los exigentes,
porque para contentarlos no sólo hay que trabajar, sino que hay que hacerlo
bien.”
Qué tal si para redondear este esfuerzo académico, que
me llevó bastantes horas y paciencia, ustedes se toman el trabajo de coger,
claro está que por separado, a cada uno de los once maestros que se reseñan en
el artículo y los analizan, en la medida de lo posible, a partir de cada una de
las citas de Savater, Magris y Moreno Castillo. Solo para ver qué sale.
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