Un hombre que cultiva un jardín, como quería
Voltaire. El que en la tierra agradece que haya música. El que descubre con
placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un
silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. Un
tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. Una mujer y
un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un
animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros
tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Jorge
Luis Borges
En estas torres donde vivo, que
no son Europa ni el primer mundo; que no tienen por estrato social el 6 de la
pirámide colombiana sino un modesto 3 del que los chupasangres apoltronados en
el poder no se conduelen hay, quién lo creyera, un buen número de ancianos que
viven solos, íngrimos. Abandonados a su suerte, que desconozco pero que me
figuro. Seguramente víctimas del síndrome de Diógenes muchos de ellos, o de su
egoísmo y su avaricia otros tantos, o de todo eso junto algunos. Quién sabe
cuántos más de desmemoria e incontinencia, de EPOC y artritis. De tristeza y olvido,
de abulia y pesimismo. De falta de resolución para pegarse un tiro o para
saltar al vacío desde el décimo o el vigésimo piso.
A todos ellos quisiera
imaginármelos hoy en el lugar privilegiado de estos personajes (que “están
salvando el mundo”) de cuento o de novela, todavía deseosos de existir gracias
al amor o a sus sucedáneos; a todos ellos dedico estas reseñas brevísimas de
seis obras que claro que vale la pena leer, al menos para fantasear unas horas
con vejeces más llevaderas y promisorias.
El amor de las sombras
Puede tener razón Dandy, la
mascota del protagonista cuando concluye, muy para sus adentros que “Digan lo
que digan, la vejez es una ruina”. Pero si lo es, lo es menos para su amo desde
esta mañana en que la vio, tras cuarenta años de distancia oceánica y silencio
epistolar, en medio de ese barrio en que nacieron y se criaron, estudiaron y
bailaron, se dijeron te quiero y se enamoraron. En medio de un barrio que existe
en sus recuerdos, porque aquel en que están parados hoy está tan transformado
como ellos dos, que a duras penas intercambian un par de formalidades antes de
despedirse no por tiempo indefinido, sino por unas cuantas horas.
De ella sabemos que se llama
Lorena, y que el protagonista la llama Lore con manifiestos cariño y esperanza.
Que, siendo aún muy joven, se cansó de escribir cartas que cruzaron el océano y
que jamás tornaron en forma de respuesta. Pero desconocemos todo lo demás: si
se casó, si tuvo hijos, si enviudó; qué enfermedades han lastrado su cuerpo y
cuáles su alma; a qué se dedicó en la vida o cuáles han sido sus pasiones y sus
fobias; si alguna vez pensó en el suicidio para librarse de la existencia o si
se aferra a ella y le reza a un dios determinado para que se la prolongue; si
el encuentro imprevisto que hoy le deparó la vida le hizo o no ilusión.
De él, asimismo, desconocemos
bastante: si quiso a una o a muchas mujeres, si vivió del otro lado del mundo
por necesidad o por gusto, si se llama Manuel o Gregorio; cómo se encontró con
Dandy, cómo se ganó la vida, cómo gastó o malgastó su juventud; qué religión
asperjó de miedos su infancia, qué imprecaciones pronunciaron sus labios, qué
arrepentimientos lo forzaron a pedir o a conceder la absolución. Sabemos, en
cambio, que el encuentro de esta mañana le cimbroneó la vida; que ahora se
debate, delante del televisor inoficiosamente encendido de su apartamento, entre
si ceder o no al deseo de levantarse de ese sofá e ir a la cocina a preparar la
cena de Nochebuena que se muere por compartir con ella. Que, tras mucho
dubitar, se resuelve y que ahí lo tenemos, camino de ese destino que se propone
indagar:
“Cuando llega a la casa donde
vive Lorena, arrecia ya la lluvia. Es el primer piso. Explora con la mirada. En
la ventana que da al balcón, parpadean las luces de un árbol de Navidad, pero
en el mate del techo rebotan los destellos harapientos del televisor.
La idea era cantar. Cantarle
como antaño. Si regresara el amor, aquel amor verdadero. Desenfunda la
guitarra. Tiene las manos entumecidas. El rabo de Dandy se mueve en
interrogante. Estamos empapados, compañero. Qué estampa. Mejor será llamar. Sin
más. Traigo un milhojas de bacalao, Lorena. Pero el timbre tiene el aspecto
inconfundible de los timbres mudos hace tiempo. Y en la puerta no hay aldaba.
Lorena. Más fuerte: ¡Lorena!
Se abre la ventana del balcón de
enfrente…”.
No se imaginan ustedes cuánto me
habría gustado saber que pasó después del ennegrecimiento transitorio y
juguetón de esa medianoche ya negra. Saber si, iluminada la ciudad nuevamente
tras esos dos minutos tenebrosos pero felices, a este grupo de cuatro que
celebran de cuenta del azar se le une esa persona que hace falta allí para que
la vida de un hombre viejo y enamorado restalle en acordes de guitarra y canciones
de otro tiempo. Saber, en fin, cuánto duró ese amor extemporáneo que el autor,
acertadamente, no se resolvió a sacar de entre las sombras.
Cartas de un sexagenario voluptuoso
Eugenio Sanz Vecilla no tiene
Dandy ni nada que se le parezca; vive a solas su vida modesta de pensionado en
el pueblo en que nació. A sus sesenta y cinco años de soltería sin hijos, la
promesa siempre acechante de Eros se le manifiesta mientras espera en un
consultorio médico y ojea una revista, que desgarra para llevarse a casa el
mensaje publicado allí por una solitaria como él, con quien desata un
intercambio epistolar sin tregua.
Cada carta que el protagonista
escribe (en un español que en los departamentos universitarios de lenguas y en
las redacciones de los periódicos se desconoce), cada respuesta que el
protagonista envía, es dueña de una prosa pulcra y desenfadada que hace desternillarse
de risa al lector de gusto por lo eufónico, que se maravilla de oír tanto
despropósito bien contado y tanta barbaridad bien dicha, y que se figura a la
destinataria de esos textos hilarantes teniéndose el estómago para que las
carcajadas no le quiten del todo el aliento:
“Esta mañana me encuentro
indispuesto. He dudado si hablarte de estos temas prosaicos, pero al fin me he
decidido pues no me parece noble iniciar nuestro trato con ocultaciones y
reservas mentales. Padezco de estreñimiento, un estreñimiento pertinaz,
inconmovible, ciclópeo, que me martiriza desde niño. Con los años mi
padecimiento se ha acentuado, hasta el extremo de que si me abandono a mi aire,
pueden transcurrir semanas sin experimentar esta necesidad. […] A estas
alturas, si no ingiero laxantes no deyecto y si los ingiero a diario irrito el
colon. […] Pero ocurre que hay días que con ocho gotas me disparo y otros que ni
con cincuenta se conmueve mi intestino. En estos casos he de recurrir al
supositorio como complemento. […] Ante oclusión tan pertinaz no me queda otro
remedio que ir aumentando progresivamente la dosis, hasta que un buen día, sin
avisar, sobreviene el apretón y me voy de vareta, me descompongo. Mas, hasta
que esto ocurre, experimento molestias constantes: cólicos de aires, carreras,
gemidos intestinales (atiplados a veces, sordos, graves y prolongados como una
tronada lejana, otras) que me avergüenzan y humillan. Tan grosera función ha
llegado a obsesionarme, pero cuanto mayor es mi obsesión más se agrava el estreñimiento,
más me cierro. […] Disculpa, querida, estas confidencias, desagradables sin duda,
pero peor sería caer en la aberración de…”.
¿Acaso las mujeres no piden, qué
digo, no exigen, “transparencia”? ¿No se asegura en todo momento que el humor
es fundamental cuando de seducir a una mujer se trata? ¿Pero es que se puede
conquistar con tanto desparpajo al que se pretende, si ni siquiera se le ha
visto en persona? ¿Cómo tolerar semejantes confesiones en instancias en que lo
que cuenta es la habilidad para hacer que pasen desapercibidas las propias
miserias? ¿Cómo entender que de una relación tan impersonal, aunque al mismo
tiempo tan íntima, no queden sino los reproches mutuos y, nuevamente, el
aislamiento del que se encuentra preso en su separatidad? ¿No constituyen los intentos
fallidos, al igual que las esperanzas trocadas en desencuentros, formas
abortadas del amor?
El caso es que esta relación,
alimentada de papel y de palabras únicamente, no consigue trascender una primera
y única entrevista, que en cambio sí logra acentuar el cinismo y el humor
involuntarios del protagonista, quien falla a la hora de conquistar a la
desconocida mas no al lector. Y pese a la soledad en que lo imaginamos cuando
acaba la novela, y al despecho que le produjo el enterarse de que el
conquistador fue Baldomero Cerviño (aquel “fiel amigo” suyo, aquel “tan cabal
amigo” suyo, ese su “único amigo”, ese de la “noble testa patricia, de sedoso
cabello blanco”, aquel que “no se arredra ante nada”, aquel que “puede con
todo”, ese de la “bondad innata” y la “generosidad sin medida”, ese “hombre
discreto y de buen sentido”, un ser “exultante, arrebatador, festivo”), los
lectores de sus cartas no sentimos desconsuelo o lástima de su presente, pues
algo nos dice que sobre la comicidad de su prosa -el escudo del personaje- no
hay tristeza que triunfe.
El animal moribundo
David Kepesh sí es, a diferencia
de Sanz Vecilla -que tiene de sensual lo que el hidalgo de Faciolince tiene de
disoluto-, un sexagenario voluptuoso (“El arte francés del coqueteo no me
interesa, al contrario que el impulso salvaje”). Y a que lo sea contribuyen, no
obstante su edad o, por qué no, gracias a ella, su vasta cultura de literato y
su posición de profesor universitario que, al tiempo que dicta su clase, dirime
con la mirada y a partir del aspecto físico de sus alumnas cuál de ellas es la
que solivianta sus pulsiones. De ahí en más no le queda sino proceder y
aparejarlo todo (¿y qué mejor que una fiesta de final de semestre en su apartamento
de hombre soltero que alguna vez estuvo casado?) para ver si Fortuna le proporciona
lo que su libido le reclama.
Pero la vida, que no se hastía
de depararnos sorpresas (aunque a veces parezca que vivimos sin sobresaltos
durante larguísimos periodos), le tiene una reservada al protagonista, que ya
no se la esperaba:
“Todavía no puedo decir que nada
de lo que yo hacía excitara jamás a Consuelo. Y ese es en gran parte el motivo
de que, desde la noche en que nos acostamos por primera vez, hace ocho años,
jamás tuviera un momento de paz, el motivo de que, tanto si ella se daba cuenta
como si no, a partir de entonces me embargó la debilidad y la preocupación, el
motivo de que jamás pudiera determinar si la respuesta consistía en verla más o
menos o no verla en absoluto, en prescindir de ella, en hacer lo impensable y,
a los sesenta y dos años, renunciar voluntariamente a una espléndida muchacha
de veinticuatro que me decía centenares de veces ‘te adoro’, pero que nunca, ni
siquiera siendo insincera, era capaz de susurrarme: ‘Te deseo, te quiero tanto…
no puedo vivir sin tu polla’.
No estaba en la naturaleza de
Consuelo decirme tal cosa. Sin embargo, ese era el motivo de que el temor de perderla
a manos de otro hombre nunca me abandonara, el motivo de que la tuviera siempre
en mi mente, de que, a su lado o alejado de ella, nunca estuviera seguro de
Consuelo. Nuestra relación tenía un lado obsesivo que era terrible. Cuando
estás ilusionado, es de gran ayuda no pensar demasiado y abandonarte al goce de
la ilusión. Pero yo no experimentaba semejante placer, lo único que hacía era
pensar: pensar, preocuparme y, sí, sufrir. Me decía que debía concentrarme en
mi placer”.
Y se lo decía en vano este don
Juan enamorado y para colmo viejo. En vano porque cuando la jodienda deja de
ser solo eso y se convierte en sentimiento, la certidumbre del instinto más
puro le ha cedido su sitio, irremediablemente, a la angustia de la incertidumbre
más poderosa: la del amor inopinado, del que es víctima el protagonista y narrador
de esta novela-soliloquio.
Kepesh no experimenta, según
cabría esperar, el sufrimiento del sexagenario que padece la soledad de un
matrimonio ya gastado soportada en compañía, ni el del anciano inminente y solo
que se sabe por fuera del mercado sexual, sino el de un hombre muy mayor y
enamorado de una mujer cuarenta años más joven, dueña de un cuerpo fresco y
expectante que el suyo, en las antípodas, no puede colmar. Como quien dice: a
él, que es un afortunado donde los haya, lo atormenta la desmesura de su suerte.
Que ni siquiera los ocho años transcurridos desde que conoció íntimamente a esa
ex alumna han podido torcer, pues -¡quién lo creyera!- vive para contemplar, no
su propia transformación(al menos no durante la diégesis) en El animal
moribundo a que están destinados los que, como él, alcanzan la edad provecta, sino
la de ella, a quien un cáncer de seno menoscaba y muy seguramente mata.
La casa de las bellas durmientes
Pero si al literato su dicha de
viejo enamorado lo avasalla, a Eguchi, el protagonista de esta novela que solo
un escritor japonés pudo forjar, la suya lo tortura. Y no es para menos: ¿cómo
soportar tanta dicha y tanta vergüenza juntas?, ¿cómo entender que se es tan
feliz y a la vez tan desdichado?, ¿cómo hacer para que congenien la poesía de
la juventud y el horror de la vejez?, ¿cómo no felicitarse por estar allí y
censurarse por haber concurrido?, ¿cómo respetar la indefensión cuando lo único
que se quiere es quebrantarla?
En La casa de las bellas durmientes, el mejor edén fictivo que
conozco, residen los opuestos. Por un lado, la decadencia física y erótica de
sus clientes, sus frustraciones y pesadumbres, la cercanía de la enfermedad y
la muerte; por otro, la suma juventud y belleza de las Tranquilinas que allí
trabajan, tal vez sus sueños e ilusiones, la salud y la lozanía que insinúan
sus cuerpos yacientes y dormidos. Por una parte, el abandono inducido y
seguramente voluntario de las muchachas y, por otra, la conciencia mortificante
de los que pagan por esa compañía ausente:
“Pero, ¿podía haber algo más
desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a una muchacha
narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta casa buscando lo sumo en la
fealdad de la vejez? […]. La fealdad de la vejez le estaba acosando. También
para él, pensó, estaban próximas las tristes circunstancias de los otros
huéspedes. El hecho de que estuviera aquí ya lo indicaba. […]. Cerró la puerta
con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su
respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más
hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa.
También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro
vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni veinte años.
Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi”.
Contemplando esta escena, mi yo
lector, veintisiete años más joven que el protagonista, no aspira a otra cosa
que a ocupar su sitio en esa casa, en esa alcoba y en esa cama tibia; a tumbarse
al lado y encima y debajo de ese cuerpo generoso e inapelable; a aspirar y
sorber, sin dejar un solo centímetro por recorrer, los aromas y los efluvios de
esa piel dormida; a transgredir, de todas las formas posibles, “las
desagradables y tristes restricciones impuestas a los viejos”; a esperar a que
retorne de su estado narcótico la dueña del cuerpo profanado para expresarle mi
amor y volverlo a profanar si es preciso.
De golpe, me doy cuenta de que
son esos veintisiete años los que me separan del único paraíso que hasta hoy he
ambicionado, y maldigo estos restos de juventud que me lo niegan.
La amaba
Es solo gracias a la literatura
y a su omnipotencia que logro en este momento sacudirme la inquina de no ser
Eguchi y de no despertar donde él quizá sigue soñando, para trasladarme y
trasladarlos a ustedes a presencia de Pierre y Chloé, que acaban de instalarse en
la casa de veraneo de la familia aunque en pleno invierno. Sí, él es el protagonista
y es viejo; sí, ella es la protagonista y es joven; no, ellos no son amantes.
Son, difícil imaginárselo, suegro y nuera. ¿Que qué hacen juntos por allá tan
lejos y a solas? No están solos: los acompañan las hijas de ella y las nietas
de él. Es decir, las hijas del hijo de él y marido de ella. ¿Que por qué él no
viajó con su padre, su mujer y sus hijas? Pues porque decidió abandonar a Chloé
y, de paso, a las niñas. ¿Que entonces por qué están por allá, tan retirados de
París? Porque ese es quizá el espacio propicio para que dos despechados
protagonicen esta novela, que es un diálogo de principio a fin.
No creo que mienta si afirmo que
antes de leer este relato de desamor compartido, siempre dije y pensé que los
novelistas decimonónicos fueron tal vez los únicos especialistas en construir
bellas historias carentes, por lo general, de artificios narrativos. ¿Y bien?,
¿con qué me encontré cuando lo leí?: con una historia leve y bella, exenta de
intríngulis o complejidades estilísticas, que oficia de núcleo de al menos dos
historias más, todas de encuentros y desencuentros amorosos.
Pierre, suegro, según tengo
dicho, de Chloé y padre del hombre que acaba de abandonar a su interlocutora,
en el espacio de un par de noches se confía a ella y al lector para referirles
su malograda historia de amor con Matilde, una traductora simultánea a quien
tuvo la dicha y la desdicha de conocer en razón de su trabajo. De ella se
enamora para descubrir que, a diferencia de los más de los mortales, a él el
amor le llegó a destiempo y que no llegó para quedarse indefinidamente dada su
falta de resolución para remover, en aras de la felicidad venérea, los
cimientos de su vida de hombre casado y cobarde, de empresario estable y
próspero, que es lo que sigue siendo muy a su pesar:
“La invité a tomar un café bajo
las arcadas. No tuvo fuerzas para decir que no… Seguía igual de bella. Yo me
esforzaba. Era un poco torpe, un poco bobo, un poco jocoso. Era una situación
difícil.
¿Dónde vivía? ¿Por qué estaba
aquí? Que me hablara de ella. ‘¿Dime qué tal te va? ¿Vives aquí? ¿Vives en
París?’ Contestaba de mala gana. Se sentía incómoda y mordisqueaba el mango de
la cucharita. De todas maneras yo no la escuchaba, ya no. Miraba a aquel niño
rubito que había reunido todos los mendrugos de pan de las mesas de alrededor y
les tiraba migas a los pájaros. Había hecho dos montoncitos, uno para los
gorriones, otro para las palomas, y dirigía todo el asunto con pasión. Las
palomas no tenían que venir a comerse las migas de los más pequeños. ‘Go away
you!’ gritaba, dándoles patadas, ‘Go away you stupid bird!’ Cuando me volví
hacia su madre, abriendo la boca, me interrumpió:
-No te esfuerces, Pierre, no te
esfuerces. No tiene cinco años… No tiene cinco años, ¿comprendes?
Yo cerré la boca.
-¿Cómo se llama?
-Tom.
-¿Habla inglés?
-Inglés y francés.
-¿Tienes más hijos?
-No.
-¿Estás… estás… Quiero decir… ¿Vives
con alguien?
Rebañó el azúcar del fondo de la
taza y me sonrió.
-Tengo que irme. Nos están
esperando.
-¿Ya?
Se levantó.
-Os puedo acercar a algún sitio,
yo…
Cogió su bolso.
-Pierre, por favor…
Y en ese momento, me derrumbé.
No me lo esperaba en absoluto. Me eché a llorar como una magdalena…”.
Las lágrimas que vierte este
hombre ya en el ocaso de su vida útil como amante, que muy seguramente reprimió
desde la tarde en que Matilde le contó que estaba embarazada y sus labios
formularon esa pregunta que jamás se debe formular cuando se quiere de veras
-“¿De quién?”-, están perfectamente justificadas, pues fueron ellas dos las que
lo condenaron. ¿Que a qué? A envejecer al lado de una esposa de la que nunca
estuvo enamorado y de unos hijos “legítimos” de los que siempre se mantuvo
alejado no obstante haber vivido con ellos. A padecer la ausencia de la que
pudo ser su verdadera familia y su primera y única experiencia venérea y filial
a un mismo tiempo. A flagelarse hasta el día de su muerte por haber fracasado
dos veces, no solo como padre sino también como amante. Y a decirse que
desperdició esta vida -probablemente la única que hay- esquivando la verdad de
su aridez afectiva y dejando pasar de largo la última oportunidad de resarcirse
a sí mismo por los sacrificios de una existencia incompleta y apócrifa.
Epílogo
En El cielo es azul, la tierra blanca, la última y más bella obra de
las seis aquí reseñadas, la esperanza es patrimonio. También lo son, desde
luego que sí, el vacío y la soledad, salvo que en menor medida. Pero dejemos
que sea la voz de Tsukiko, la protagonista, la memoria de esta historia de amor
con comentarios.
¡Quién dijo que hay edad para
incursionar en este tipo de temeridades!: “-…Prueba la seta, Tsukiko -me ordenó
el maestro, como si estuviera dando clase. Todavía recelosa, saqué la punta de
la lengua y lamí la seta que tenía en la mano, pero sólo sabía a polvo. Toru y
Satoru seguían riendo. El maestro sonreía con la mirada perdida. Desesperada,
me metí la seta entera en la boca y la mastiqué varias veces. Seguimos bebiendo
durante poco más de una hora, pero no pasó nada digno de ser mencionado. Recogimos
las mochilas y emprendimos el camino de vuelta. Mientras descendíamos, no sabía
si reír o llorar. Tal vez fuera culpa del alcohol, que también me había hecho
perder la noción del espacio y caminar sin tener la más remota idea de dónde
estaba. Satoru y Toru encabezaban la marcha. Su silueta era idéntica, y tenían
la misma forma de caminar. El maestro y yo andábamos de lado, riendo.
-¿Sigue enamorado de su esposa,
maestro? -le pregunté en voz baja, y él rió con más ganas.
-Mi mujer sigue siendo un
misterio para mí -me respondió, un poco más serio.
Entonces se echó a reír de
nuevo. Los insectos zumbaban a nuestro alrededor, y yo seguía sin entender qué
estaba haciendo allí.” ‘¿Sin entender qué estaba haciendo allí?’, pues
construyendo su versión del amor erótico al lado de un hombre que le dobla la
edad y la supera en ansias de vivir y de aprender.
¡El arte de saber progresar pero
de a poco, con la paciencia que requiere el amor erótico auténtico!: “Pronto
abandonamos la cerveza y pedimos sake. Cogí la botella y llené el vaso del
maestro. El sake caliente me hizo entrar en calor, y los ojos se me inundaron
de lágrimas otra vez. Pero aguanté. Beber sake era mucho más agradable que
llorar.
-Le deseo un feliz año nuevo lleno
de salud y felicidad, maestro -dije de un tirón.
Él se echó a reír.
-Bien dicho, Tsukiko. Veo que
eres fiel a las buenas costumbres -observó, y alargó la mano para acariciarme
la cabeza. Mientras el maestro me pasaba la mano por el pelo, yo bebía a pequeños
sorbos.” ¿Cuánto tiempo hubo de transcurrir para que este hombre, sabio por
sensato y por sabio, diera este primer paso hacia la conquista del último
vestigio de juventud que la vida le pone delante? No acierto a concretarlo.
¡Razones que explican con
suficiencia el fenómeno atípico de que sea en esta novela la juventud la que
ambicione la experiencia y no al revés!: “Intenté recordar cuándo el maestro y
yo empezamos a hacernos amigos. Al principio era sólo un conocido, un anciano
que había sido mi profesor en el instituto. Aparte de las escasas palabras que
intercambiábamos, apenas me fijaba en él. Era una vaga presencia que bebía en
silencio en la barra, sentado a mi lado. Lo único que me llamó la atención
desde el primer momento fue su voz. No era muy grave, pero tenía un matiz
profundo y vibrante. Al oír aquella voz, me fijé en el hombre del que procedía.
En algún momento, más adelante, al sentarme a su lado empecé a notar la calidez
que desprendía. Su presencia dulce y afectuosa se filtraba a través de la tela
de su camisa almidonada. Era caballeroso y tierno a la vez. Nunca he sido capaz
de describir la presencia que irradiaba el maestro. Cuando intentaba
capturarla, se esfumaba para aparecer de nuevo en otra ocasión. Me preguntaba
si aquella presencia se convertiría en algo palpable en el caso de que el
maestro y yo nos acostáramos juntos. Pero su misteriosa presencia siempre se me
acababa escurriendo de las manos.” ¿Proceso de aprendizaje? Sí, pero vital.
¡Que no es un capricho:
No-lo-es!: “Notaba el calor que desprendía el cuerpo del maestro, sentado a mi
lado. Mis sentimientos afloraron de nuevo. Aquel sofá duro e incómodo me
parecía el lugar más agradable del mundo. Me sentía feliz a su lado. Eso era
todo.
-¿Va todo bien, Tsukiko? -me
preguntó el maestro, mirándome. Yo caminaba junto a él y me iba repitiendo para
mis adentros: ‘No te hagas ilusiones, no te hagas ilusiones’.” ¿Es algo así
posible? Sí lo es, aunque solo donde coincidan una Tsukiko y un Harutsuna
Matsumoto; es decir…
¡Otro avance, otro avance!: “Creo
que era la primera vez que el maestro y yo caminábamos tan cerca el uno del
otro. Normalmente él caminaba delante de mí y yo lo seguía a paso ligero, un
poco rezagada.
Cuando venía alguien de frente,
nos apartábamos a derecha e izquierda y dejábamos el espacio justo para que
pudiera pasar entre nosotros. Cuando el transeúnte había pasado, volvíamos a
juntarnos.
-No hace falta que nos
separemos, Tsukiko. Podemos apartarnos hacia el mismo lado -sugirió el maestro
al ver que otra persona venía en dirección contraria y teníamos que dejarla
pasar. Sin embargo, me separé del maestro y me hice a un lado. Me sentía
incapaz de acercarme a él.
-Deja de moverte como si fueras
un péndulo -me ordenó de repente, y me sujetó el brazo cuando yo estaba a punto
de apartarme otra vez. Tiró de mí enérgicamente. No me agarró con fuerza, pero
como yo intentaba ir en dirección contraria noté un fuerte tirón.
-Quiero que te quedes a mi lado -me
dijo sin soltarme el brazo.
-Vale -repuse, cabizbaja. Estaba
mil veces más nerviosa que el primer día que salí con un chico. El maestro me
sujetaba por el codo…” ¿Machismo recalcitrante y sumisión femenina? ¡Qué va!
Simplemente, una forma bastante personal –y cultural- de seducir y ser seducido.
¡Dos generaciones, dos destinos,
dos esencias!: “-¿Cuánto tiempo crees que me queda de vida, Tsukiko? -me
preguntó el maestro bruscamente. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos
parecían tranquilos.
-¡Mucho, mucho tiempo! -grité
sin pensar. […].
-Estaba pensando muy seriamente
en lo que acaba de decirme.
-Perdón -se disculpó. Entonces
me pasó el brazo por encima del hombro y me atrajo hacia sí. Cuando me abrazó,
el tiempo parecía haberse detenido.
-Maestro -musité-.
-Tsukiko -susurró él.
-Aunque usted muriera ahora
mismo yo estaría bien, maestro. Lo superaré -le prometí mientras hundía la cara
en su pecho.
-No pensaba morir ahora mismo -replicó,
abrazándome. Su voz era apenas un murmullo dulce y suave, como cuando hablamos
por teléfono.
-Sólo era un decir.
-Exacto, un decir. Muy bien
dicho.
-Gracias.
Estábamos abrazados, pero
nuestra conversación seguía siendo completamente formal.
Las palomas alzaban el vuelo en
busca de refugio entre los árboles. Una bandada de cuervos revoloteaba en el
cielo. Sus graznidos resonaban en el parque. La oscuridad iba ganando terreno
[…].
-Tsukiko -dijo el maestro,
irguiendo la espalda.
-¿Sí? -respondí mientras me
incorporaba yo también.
-Me preguntaba si…
-¿Sí?
El maestro hizo una breve pausa.
La luz era tan escasa que no le veía la cara. Nuestro banco era el más alejado
de la farola. El maestro carraspeó varias veces.
-Verás…
-¿Sí?
-¿Querrías iniciar conmigo una
relación basada en el amor mutuo?
-¿Cómo? -exclamé, perpleja-. ¿A
qué se refiere con eso? Sabe que llevo mucho tiempo enamorada de usted -le
espeté, olvidando guardar las distancias-. Sabe perfectamente que me siento
atraída por usted desde hace mucho tiempo. ¿A qué viene esa tontería del ‘amor
mutuo’?
Un cuervo graznó desde una rama
cercana. Sobresaltada, di un bote en el banco. El cuervo graznó otra vez. El
maestro sonrió y envolvió mi mano entre la suya. Me arrimé a él. Pasé el brazo
por detrás de su cintura y presioné mi cuerpo contra el suyo. Aspiré el olor de
su chaqueta […].
-No te arrimes así, Tsukiko. Me
da vergüenza.
-Pero si usted me ha abrazado
primero.
-No te imaginas lo que me ha
costado.
-Pues ha quedado muy natural.
-Es que he estado casado muchos
años.
-Precisamente por eso no debería
sentirse avergonzado.
-Pero estamos en un lugar
público.
-Es de noche, no nos ve nadie.
-Sí que nos ven.
-No lo creo.
Con la cabeza apoyada en su
pecho, rompí a llorar. Para que no notara mis sollozos, hundí la cara en su
chaqueta y empecé a parlotear mientras él me acariciaba el pelo tiernamente.
-Acepto la proposición -dije-.
Estoy de acuerdo en iniciar con usted una relación basada en el amor mutuo
-añadí…” ¿Demasiados prolegómenos para llegar a la almendra del asunto? ¡No!
Apenas los que la situación, tan literaria y por eso mismo tan real, amerita.
¡No se les ocurra siquiera
pensar que de ese parque, en que los acabamos de dejar, aterrizaron aquí!:
“Entramos en la habitación cogidos de la mano. El maestro extendió el futón, y
yo lo cubrí con una sábana. Preparamos la cama perfectamente sincronizados. Sin
mediar palabra, nos dejamos caer en el futón. Hicimos el amor por primera vez,
apasionadamente.” ¿Pasión a los setenta años? No solo eso, sino también poesía.
¡Bello, muy bello! ¡Pero también
muy triste!: “Todo aquello me parece muy lejano. Los días que pasé junto al
maestro fueron tranquilos e intensos. Habían pasado dos años desde nuestro
reencuentro. Nuestra ‘relación oficial’, tal y como solía decir él, duró tres
años. No tuvimos más tiempo para compartir.
No ha pasado mucho tiempo desde
entonces. [...].
He recorrido un largo camino,
El frío penetra mi ropa gastada.
Esta tarde el cielo está
despejado,
¡cómo me duele el corazón!
Es un poema de Seihaku Irako que
el maestro me enseñó un día. Sola en mi habitación, leo poemas que recitaba el
maestro y también otros que no llegó a enseñarme. ‘Desde que usted murió he
estado estudiando’, susurro. Suelo llamarlo en voz baja: ‘¡Maestro!’. De vez en
cuando, oigo su voz que me responde desde algún lugar del cielo: ‘¡Tsukiko!’.
Preparo el tofu hervido como él, con bacalao y crisantemo. ‘Algún día
volveremos a vernos’, le digo, y el maestro me responde desde el cielo: ‘No
tengo la menor duda’.
En noches como ésta, abro el
maletín del maestro. En su interior no hay nada, sólo un vacío que se extiende.
Un enorme espacio vacío que crece sin parar.” ¿Pero es que el cielo existe? Tal
vez no ese de la utopía religiosa, mas sí este de la utopía amorosa.
Aquí me tienen, pues, delante de
mi computador y sin que haya puesto el punto final preguntándome -ya que no
tengo nadie a quién preguntarle- si la vida me va a alcanzar para releer, ya
viejo y más desesperanzado, estos devaneos de crítica literaria contra todo
precepto. ¿Que para qué me lo pregunto? Por el mero capricho de querer saber si
entonces las mismas lágrimas que ahora se me agolpan a los ojos y que yo pugno
por no dejar brotar me vencen y se desmadran. Solo para eso.
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