Como
aquí no se trata de estudiar la primera parte de la trilogía con detalle sino,
más bien, de precisar algunos aspectos que sirvan a los que no la han leído de
acicate para hacerlo, he resuelto destacar cuatro momentos de la diégesis que
para mí cobran gran importancia, ya que cada uno contiene algo de ese arco iris
de sensaciones que suscita la lectura de la novela. Desconcierto, rabia, júbilo
y desazón son apenas algunas de las emociones por las que se pasea el lector a
medida que recorre esos cuatro jirones de la historia, que a nadie deja
indiferente. A nadie.
-Creo
que tú y yo vamos a ser buenos amigos -dijo Bjurman-. Tenemos que confiar el
uno en el otro.
Como
ella no contestaba, puntualizó:
-Ya
eres toda una mujer, Lisbeth.
Ella
asintió con la cabeza.
-Ven
aquí -dijo, tendiéndole la mano.
Durante
unos segundos Lisbeth Salander fijó la mirada en el abrecartas antes de
levantarse y acercarse a él. Consecuencias. Bjurman cogió su mano y la apretó
contra su entrepierna. Ella pudo sentir su sexo a través de los oscuros
pantalones de tergal.
-Si
tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -dijo.
Lisbeth
estaba tiesa como un palo cuando el abogado le puso la otra mano alrededor de
la nuca y la forzó a arrodillarse con la cara delante de su entrepierna.
-No
es la primera vez que haces esto, ¿a que no? -dijo al abrir la bragueta. Olía
como si acabara de lavarse con agua y jabón.
Lisbeth
Salander apartó su cara e intentó levantarse pero él la tenía bien agarrada. En
cuestión de fuerza no tenía nada que hacer; pesaba poco más de cuarenta kilos,
y él noventa y cinco. Bjurman le agarró la cabeza con las dos manos y le
levantó la cara; sus miradas se cruzaron.
-Si
tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -repitió-. Si te me pones brava,
puedo meterte en un manicomio para el resto de tu vida ¿te gustaría eso? Ella
no contestó.
-¿Te
gustaría? -insistió. Lisbeth negó con la cabeza.
Esperó
hasta que ella bajó la mirada, cosa que interpretó como sumisión.
Luego
se aproximó más. Lisbeth Salander abrió los labios y se lo introdujo en la
boca. Bjurman la mantuvo todo el tiempo cogida por la nuca apretándola
violentamente contra él. Durante los diez minutos que estuvo moviéndose,
entrando y saliendo, ella no paró de sufrir arcadas. Cuando por fin se corrió,
la tenía tan fuertemente agarrada que apenas podía respirar.
Le
dejó usar un pequeño lavabo que tenía en su despacho. A Lisbeth Salander le
temblaba todo el cuerpo mientras se lavaba la cara e intentaba quitarse la
mancha del jersey. Tragó un poco de pasta de dientes para intentar eliminar el
mal sabor. Cuando volvió a salir a su despacho, él estaba sentado impasible tras
su mesa hojeando sus papeles […] Una sonrisa de superioridad se dibujó en sus
labios. Lisbeth Salander cogió el cheque y se marchó” (segunda parte, capítulo
11).
El
desconcierto hace presa del lector que se pregunta por qué la muchacha, que
contempla el abrecartas que tiene a mano con una idea fija que no se nomina
pero se infiere, no se sirve de él para defenderse de su agresor. La respuesta
salta a la vista y deslumbra de tan clara: si lo hiciera, Bjurman, su tutor,
posiblemente pondría por obra su amenaza de encerrarla de por vida en un
manicomio. ¿A tanto llega su poder sobre Salander?, cabe preguntarse. Y la
respuesta es sí, porque como él previene a la muchacha para que no se vaya de
la lengua, “-Sería tu palabra contra la mía. ¿Cuál crees tú que tendría más
valor?”. Salander (esa es la razón de que se contenga y no actúe conforme le
indica su temperamento) sabe que la palabra del abogado, que por algo la
representa ante el Estado, prevalecería sobre la suya, que ni siquiera se
tendría en cuenta. De modo que el lector, ávido de vindicación, tiene que
confiarse a la inteligencia de la agraviada, que existe y no en pocas cantidades,
para que la justicia poética, ante la ausencia de la divina, se encargue de
poner las cosas en su sitio.
Tras
una prolongada intervención de la voz narrativa -que por momentos deviene autor
implícito- en la que no solo toma partido por Salander ( y arremete, con argumentos
válidos y con vehemencia, contra las políticas arbitrarias de un Estado que no
honra con aquellas actuaciones la democracia que dice propugnar), sino que pone
al lector al corriente de aspectos de la vida de la protagonista desconocidos
hasta entonces, este se apresta, fiado de un plan de Lisbeth que desconoce, a
sacarse, junto con ella, la bronca de la primera agresión. Pero la rabia que
caracteriza este segundo momento, lejos de remitir, irá en aumento según la
narración progrese:
“El
plan salió mal casi desde el primer momento. Al abrir la puerta de su piso, el
abogado Nils Bjurman llevaba una bata. Ya estaba irritado por el retraso y le
hizo señas para que entrara […] Abrió la puerta del dormitorio. No cabía duda
del tipo de servicios que esperaba de Lisbeth Salander. Ella recorrió
rápidamente el cuarto con la mirada […] dio unos tímidos pasos hacia la cama.
Luego se paró, como si se lo estuviera pensando. Bjurman se acercó.
-Espera
-dijo ella de nuevo, esta vez como intentando convencerlo y hacerle entrar en
razón-. No quiero chupártela cada vez que necesite dinero. A Bjurman le cambió
la cara. De pronto, le dio una bofetada con la palma de la mano. Salander abrió
los ojos de par en par, pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, la
cogió del hombro y la echó de bruces sobre la cama. La repentina violencia la
cogió desprevenida. Cuando intentó darse la vuelta, la aprisionó contra la cama
y se sentó a horcajadas sobre ella. Igual que la vez anterior, físicamente
hablando, ella era pan comido para él. Sus posibilidades de resistencia
consistían en hacerle daño en los ojos con las uñas o con algún arma. Pero la
trama que había planeado ya se había ido al traste totalmente. “Mierda”, pensó
Lisbeth Salander cuando él le arrancó la camiseta. Con una aterradora
clarividencia, se dio cuenta de que se había metido en camisa de once varas.
Oyó cómo abría el cajón de la cómoda de al lado de la cama y percibió el
chirrido de metal. Al principio no sabía qué estaba pasando; luego vio unas
esposas cerrándose alrededor de su muñeca. Él le levantó los brazos, pasó las
esposas por uno de los barrotes del cabecero de la cama y le esposó la otra
mano. En un santiamén le quitó las botas y los vaqueros. Por último le quitó
las bragas y las sostuvo en la mano.
-Tienes
que aprender a confiar en mí, Lisbeth. Yo te voy a enseñar cómo se juega a este
juego de adultos. Cuando te pongas borde conmigo, te castigaré. Pero si eres
buena conmigo, seremos amigos. Volvió a sentarse a horcajadas sobre ella.
-Así
que no te gusta el sexo anal, ¿eh?
Lisbeth
Salander abrió la boca para gritar. La cogió del pelo y le metió las bragas en
la boca. Luego le colocó algo en los tobillos, le separó las piernas y se las
ató dejándola completamente indefensa. Le oyó moverse por el dormitorio pero
era incapaz de verlo a causa de la camiseta que tapaba su cara. Pasaron varios
minutos. Apenas podía respirar. Luego experimentó un terrible dolor cuando le
introdujo, violentamente, un objeto en el ano”.
Tal
vez por consideración con el lector, que experimenta el paroxismo de la
impotencia, la omnipresencia de la voz narrativa emerge para darle un respiro
en medio de tanta violencia, y retornar a la escena del crimen cuando ya todo
se ha consumado:
“Hasta
las cuatro de la madrugada del sábado, el abogado Bjurman no la dejó vestirse.
Lisbeth cogió su chupa de cuero y la mochila, y se dirigió, cojeando, hacia la
salida, donde él la estaba esperando recién duchado y pulcramente vestido. Le
dio un cheque de dos mil quinientas coronas.
-Te
llevaré a casa -dijo, y abrió la puerta.
Ella
salió del piso y se volvió hacia él. Su cuerpo parecía frágil y su cara estaba
hinchada a causa de las lágrimas. Al cruzar las miradas él casi dio un paso
atrás; en su vida había percibido un odio tan ferviente y visceral. Lisbeth
Salander daba la impresión de ser exactamente tan demente como insinuaba su
historial.
-No
-dijo en voz tan baja que apenas la oyó-. Puedo volver a casa sola.
Le
puso una mano sobre el hombro.
-¿Seguro?
Ella
asintió. Bjurman agarró su hombro con más fuerza.
-No
te olvides de lo que hemos acordado: vuelve el sábado que viene.
Lisbeth
volvió a asentir. Sumisa. Él la soltó.” (segunda parte, capítulo 13).
Ella
no bromea cuando, con ese movimiento de cabeza, le asegura a su victimario que,
justo el sábado siguiente, comparecerá ante él en ese mismo sitio que guarda
las imágenes macabras de las humillaciones a que la acaba de someter pero que,
en contrapartida, albergará también las de su venganza, que con toda
meticulosidad prepara durante el intervalo.
El
que haya leído El pabellón número 6
de Antón Chéjov y Sólo vine a hablar por
teléfono de Gabriel García Márquez y se haya dejado invadir por la
desesperación de Iván Dimítrich Grómov y María de la Luz Cervantes, sus
protagonistas, sabrá apreciar el significado del júbilo que suponen venganzas
como la del relato de José María Arguedas El
sueño del pongo o la que se aproxima de Lisbeth Salander. Porque la buena
literatura, que no está obligada a confeccionar quimeras por el simple capricho
de congraciarse con los deseos del lector-televidente (ese que busca encontrar
en los libros lo que los culebrones le dan), solo en ocasiones nos permite
soñar con ese anhelo humano tan inasible como el mismísimo paraíso: la
justicia. Un concepto que para la protagonista no está ligado a las
instituciones del Estado, sino a sus posibilidades:
“El
sábado por la noche, a la hora acordada, Lisbeth Salander volvió al piso de
Nils Bjurman, en Odenplan. La dejó entrar con una educada y acogedora sonrisa
[…]. Lisbeth le obsequió con una sonrisa agria y al abogado le invadió una
repentina sensación de inseguridad. ‘Esta tía está chiflada. Que no se me
olvide.’ Se preguntaba si ella terminaría acostumbrándose y aceptando la
situación.
-¿Vamos
al dormitorio? -preguntó Lisbeth Salander.
‘Claro,
que a lo mejor le va la marcha…’ La condujo a la habitación pasándole un brazo
por encima del hombro, tal y como hizo la vez anterior. ‘Hoy la trataré con más
cuidado. Así me ganaré su confianza.’ Ya había sacado las esposas; estaban
sobre la cómoda. Hasta que llegaron a la cama el abogado Bjurman no advirtió
que pasaba algo raro. Era ella la que lo llevaba a él a la cama, y no al revés.
Se quedó parado, mirándola desconcertado, cuando Lisbeth sacó algo del bolsillo
de su cazadora. Al principio le pareció un teléfono móvil. Luego vio sus ojos.
-Di
buenas noches -dijo ella.
Subió
la pistola eléctrica hasta su axila izquierda y le disparó 75.000 voltios.
Cuando sus piernas empezaron a flaquear, ella apoyó el hombro contra su cuerpo
y empleó todas sus fuerzas para tumbarle sobre la cama”.
Nuevamente
la voz narrativa, que no es otra cosa que un narrador-cámara, deriva hacia otro
escenario que aquí poco importa, para volver, al cabo de algunas líneas en las
que el lector se consume de impaciencia y curiosidad, a retomar el recuento de
los hechos que lo mantienen tan expectante:
“El
abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados.
Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia,
pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado.
Cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró
desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y
dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde
los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.
Lisbeth
Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había
acercado a la cama, donde, con las botas puestas, descansaba los pies mientras se
fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su
boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los
cajones y vaciado su contenido.
-He
encontrado tus juguetitos -dijo Salander.
Sostenía
en la mano una fusta mientras rebuscaba en la colección de consoladores, bridas
y máscaras de látex que había echado al suelo.
-¿Para
qué sirve esto? -dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal-. No, no intentes
hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo
la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza. Se inclinó hacia él,
expectante. Nils Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría
el pecho y perdió el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas.
Imposible. No pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le
colocó el tapón entre las nalgas.
-Así
que te va el sado -le dijo-. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad? Ella
lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.
-Sin
lubricante, ¿no?
Bjurman
emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander,
brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio…” (segunda
parte, capítulo 14).
Pero
el júbilo de la venganza está apenas a mitad de camino. Un camino que cada
lector debe recorrer hasta el final. Es decir, hasta que la impasibilidad
insultante y la sonrisa de superioridad con que Nils Bjurman despidió a
Salander la primera vez que la violó (hablo de la felación a que la forzó en su
oficina) se hayan trocado en amargura y mueca de dolor perenne.
Existe
entre los lectores de calidad y entre los buenos críticos literarios -para no
hablar de los criticastros- un temor invencible a arremeter contra los
escritores de renombre, que puede deberse en gran medida al miedo de desbarrar
o incurrir en exabruptos. Al mismo tiempo, muchos de esos buenos críticos
literarios y lectores de calidad -para no hablar de los criticastros- se
complacen en destruir, en ocasiones con malas artes y peor leche, la obra
incipiente de un escritor en ciernes, que lo único que necesita es un poco de
tiempo para probar de qué es capaz. Pero Stieg Larsson, que murió sin saber que
se convertiría, apenas sin transición, en escritor de renombre sin haber llegado
a ser un escritor en ciernes, no sobrevivió a la publicación de su trilogía
que, salvo una que otra voz disonante, solo ha cosechado aplausos y vaticinios
de inmortalidad. ¿Aplausos y vaticinios merecidos? Veamos.
El
hecho de que yo, en mi papel de lector de calidad y crítico literario que no
ejerce asegure que a Cien años de soledad
le sobra el capítulo 18, que “envilece” -¿para bien?- la perfección que ostenta
la novela, o que 2666, una buena
novela de un mejor escritor, fue buena solo hasta un punto y que por culpa de
una mano mercenaria que jamás debió haber empuñado la pluma termina casi
convertida en bodrio, no significa, en modo alguno, que pretenda desvirtuar las
bondades que las dos obras tienen. No en vano ellas figuran en casi toda lista
de lo más granado de la novela latinoamericana, si es que algo así existe. Pero
ocupémonos de Los hombres que no amaban a las mujeres.
Del
mismo modo que las novelas aquí mencionadas de García Márquez y Roberto Bolaño
se “desbarrancan” -la primera temporalmente y la segunda de forma definitiva-
en un determinado punto de la narración, la primera parte de la trilogía de
Larsson decae peligrosamente en ese cuarto momento álgido de que se habla en el
título de este comentario literario. Porque si el primero genera desconcierto y
el segundo ira y el tercero júbilo, ese cuarto momento produce desazón. Un
desencanto que amenaza con hacernos perder el interés por la diégesis, lo que
felizmente no ocurre.
Cuando
(después de un arduo trabajo del encéfalo para elucidar el misterio de la
desaparición de Harriet Vanger) por fin Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist
logran dar con el asesino en serie que anda suelto por Hedeby y Hedestad y el
lector se apresta a enfrentar con valentía la expectación que la novela ha
sabido mantener en situaciones semejantes, la realidad, prosaica, se enseñorea
para gritarnos la verdad en la cara: el lugar del misterio lo ocupa ahora la
gesticulación estólida y la verborrea de la inverosimilitud:
“En
cuanto entraron en la habitación, Martin Vanger apuntó con la pistola a Mikael
y le ordenó que se tumbara boca abajo en el suelo. Mikael se negó.
-Vale
-dijo Martin Vanger-. Entonces, te pegaré un tiro en la rodilla. Apuntó. Mikael
cedió. No tenía elección […] Se tumbó en el suelo. Martin se aproximó por
detrás y le dijo que pusiera las manos en la espalda. Se las esposó. Luego le
pegó una patada en la entrepierna, seguida de una buena tunda de violentos
puñetazos. Lo que ocurrió después parecía una pesadilla. Martin Vanger oscilaba
entre la racionalidad y la enfermedad mental. Por momentos, en apariencia,
estaba tranquilo. Acto seguido caminaba de un lado para otro del sótano como
una fiera enjaulada. Pateó a Mikael repetidas veces. Mikael no pudo hacer otra
cosa que intentar protegerse la cabeza y encajar los golpes en las partes
blandas del cuerpo. Al cabo de unos minutos, el cuerpo de Mikael presentaba un
buen número de dolorosas heridas…”.
Ni
la violencia cala en el ánimo del lector, ni las palabras comunican de forma
perlocutiva las sensaciones que cabría esperar de una escena así de extremosa,
ni las acciones resultan naturales. Todo en este cuarto momento rezuma
falsedad. El diálogo que sigue a la escena que acabamos de contemplar, en el
que el asesino en serie -seguro de que su víctima ya no supone ningún peligro-
le confiesa, ufano, todos sus crímenes a Mikael Blomkvist mientras le da a
beber con generosidad de su botella de agua mineral, no llega siquiera a
libreto de mala película gringa. Si de llamar a las cosas por su nombre se
trata, este cuarto momento es la escena perfecta de uno de esos enlatados que
no dejan otro recurso que apagar la televisión:
“Martin
Vanger hablaba de los secuestros y asesinatos en un tono casi académico, como
si defendiera una opinión divergente en alguna cuestión de teología esotérica.
-¿Realmente
te interesa esto? Se inclinó y le acarició la mejilla. Su tacto fue delicado,
casi tierno.
-Te
das cuenta de que esto sólo puede terminar de una manera, ¿no? ¿Te molesta si
fumo? Mikael negó con la cabeza.
-¿Me
invitarías a uno? Martín Vanger accedió a su deseo. Encendió dos cigarrillos y,
cuidadosamente, colocó uno entre los labios de Mikael. Le dejó dar una calada y
se lo sostuvo.
-Gracias
–dijo Mikael automáticamente. Martin Vanger volvió a reírse […] Abrió un armario,
sacó una estrecha correa de cuero y se la puso a Mikael alrededor del cuello, a
modo de soga, con un nudo corredizo. Soltó la cadena que mantenía a Mikael
encadenado al suelo, lo levantó y lo empujó contra la pared. Introdujo la
correa de cuero en una argolla del techo, sobre la cabeza de Mikael, y la tensó
de tal modo que este se vio obligado a ponerse de puntillas” (tercera parte,
capítulo 23).
Y
así, de puntillas y casi ahorcado, Mikael Blomkvist habrá de asistir a las
truculencias que aún restan y se avecinan: el beso en la boca que le da Martin,
la aparición y el ingreso en escena de Lisbeth Salander, su arremetida contra
el psicópata con ese bate de golf con que le rompe no sé cuántos huesos, la
huida de este, malherido como se encuentra, del sótano de los horrores, el
avistamiento de la salida de Lisbeth que corre tras el forajido y su ulterior
regreso para rescatarlo.
Ante
la imposibilidad de cotejar la traducción al español con el original en sueco
de esta escena en particular a fin de reducir el margen de error de mis
apreciaciones, me remití a la traducción en inglés, que probó ser tan
“apócrifa” como la versión en español, con un agravante para esta última: la
demasiada semejanza que en achaques de lengua guarda con respecto,
precisamente, a la versión en inglés. No es ocioso preguntarse entonces cuál
habría sido el resultado de haber sido otros los traductores, no ya de la
escena en casa de Martin Vanger, sino de la novela toda, pero aquello hace
parte de una reflexión futura.
¿Por
qué leer Los hombres que no amaban a las
mujeres? Porque, si bien la exacerbada omnisciencia de la voz narrativa en
ocasiones parece agredir la inteligencia del “lector-crítico de la ilusión
narrativa”, como lo llama Vargas Llosa, es gracias a ese narrador en tercera
persona que hace las veces de cámara cinematográfica (la razón del triunfo de
la omnipresencia en la novela) que la expectación que recorre casi de principio
a fin la historia se mantiene vigente. Porque, a pesar de las reiteradas
-innecesarias en muchos casos- alusiones a la inexpresividad del rostro de
Salander por parte del narrador, la caracterización del personaje es de una
consistencia pétrea y de una fuerza arrasadora. Porque, aunque la novela versa
en gran medida sobre la crueldad de algunos personajes y sobre la corrupción de
que se vale esa crueldad para triunfar, del otro lado de la balanza están la
mística y la ética con que otros personajes combaten esas lacras, sin que por
ello se conviertan en justicieros de ningún orden moralizante, sino en Quijotes
que enfrentan, ayudados solo de sus fuerzas y sus recursos, la vileza que les
es dable combatir. Porque, no obstante las desmesuras en que la narración
incurre por momentos en relación con la crueldad, la corrupción y la vileza, la
historia, repuesta de aquellos quebrantos, se levanta saludable, prometiendo
longevidad. Porque, aun cuando alguien pudiera censurar el hecho de que en la
novela predominen demasiadas inanidades propias del día a día de los
personajes, son esas naderías las que justamente logran que la vida -la de
Salander, la de Blomkvist- exulte en cada página. Y porque, no obstante las
“imperfecciones narrativas” que la novela acusa, ella, inevitablemente,
concluye el lector, cualquiera que sea, merece, como la vida, la pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario