Dos presidentes muy poco audaces, un tercero manchado de incriminaciones
graves y otro señalado por dedos que apuntan en su dirección desde todos los
flancos y que tiene en su haber ocho años de poder ininterrumpido, ha conocido
este país desde aquel febrero de 1995 en que me vinculé en calidad de
estudiante a la Universidad Pedagógica Nacional. La misma universidad de una
manzana y cuatro puertas de acceso distribuidas en los cuatro puntos cardinales
que, tras dos décadas, no ha visto crecer su ínfimo campus lo más mínimo pero
sí el número de sus estudiantes, que entonces al menos encontraban espacio para
caminar, un escritorio en la biblioteca para estudiar y aire para respirar. (Hoy
se respira humo de cigarrillo -cuando no de marihuana- por todas partes; en la
biblioteca ya no se puede estar ni estudiar por falta de escritorios y por
exceso de ruido; y caminar sólo se puede muy temprano en la mañana o muy tarde
por la noche, cuando aún los vendedores con carné de estudiante no han llegado
o han levantado ya sus improvisados tenderetes pero no la mugre.)
Recuerdo que en esos días, a solas o acompañado, con mi bastón plegado o
desplegado, me movía entre los mismos cinco o seis edificios de siempre,
saliendo de una clase y yendo a otra o a alguna oficina para alguna
averiguación, sin las dificultades que ello supone hoy. Recuerdo que, pese a
que los estudiantes ciegos escaseábamos a la sazón por estos pagos, o quizá por
eso precisamente, la solidaridad y las manos amigas abundaban. Recuerdo que,
dado que no contábamos con ningún apoyo tecnológico o profesional de ninguna
especie, esos pocos estudiantes ciegos debíamos resolver por separado los
problemas que se nos iban presentando (desde conseguir lectores para los
exámenes escritos hasta idear soluciones metodológicas para nuestras prácticas
docentes, pasando por la negociación con el profesor reacio y a veces también
hostil, que nunca falta). Recuerdo que, pasados cuatro años, me gradué en medio
de quienes me quisieron bien y de quienes no, en medio de los que me ayudaron a
batallar y de quienes se mantuvieron indiferentes con mi lucha, en medio de mis
grandes amigos y de mis compañeros de clase por circunstancias del azar que
allí nos puso, en aquel día de diciembre de 1998, a recibir un diploma
profesional con el que, en adelante, deberíamos ganarnos la vida y enseñarles
también a otros a hacerlo con tenacidad y decoro. Recuerdo, en fin, que fui
feliz no obstante la infelicidad de que vinieron cargadas algunas jornadas; no
obstante los tropiezos, devenidos fortalezas a la postre; no obstante los
desencuentros, arrumados hoy en un rincón de la memoria tras tanto tiempo.
Me mantuve al margen -lo cual no es cierto del todo puesto que siempre
conservé y cultivé aquí algunos afectos- de la universidad por espacio de ocho
años, al cabo de los cuales me reintegré a sus aulas y a su colectividad, pero
ahora en calidad de profesor del departamento de lenguas, donde trabajé entre
2007 y 2011. Durante esos cinco años de docencia -que venían a sumarse a los
cuatro de estudio y a los tantos otros de lejanía física mas no emocional-,
tuve entre mis muchos estudiantes videntes a un par de estudiantes ciegos que
me pusieron en antecedentes de cuánto las cosas habían cambiado en la
Pedagógica para bien de los que, como nosotros, carecen del sentido que los
demás más temen perder: la vista. Ahora, me enteré, había un aula dotada de
computadores con conexión a internet, escáneres e impresora en sistema braille:
un espacio reservado para nosotros los ciegos, el cual, de haber existido cuando
yo fui estudiante, habría supuesto una revolución en la forma en que adelanté
mis estudios ´pero quizá, en medio de tantas bondades, un grave perjuicio. ¿No
será, me pregunté evocando con nostalgia los días de carencias absolutas y de
retos infinitos, que gracias a esas carencias y esos retos mi formación
profesional llegaba a ser más sólida que la de estos muchachos que, teniéndolo
“todo” -en comparación con los que no tuvimos “nada”-, no saben qué hacer con
semejante tesoro? Y es que el descubrimiento y la conclusión de aquellos años fueron
-y siguen siendo- demoledores: aparte de las redes sociales, que tan poco -si
es que algo- le aportan a la formación intelectual del estudiante -ciego o no-,
una gran mayoría de ellos desaprovecha, por pereza y falta de curiosidad (dos
lastres en la vida de cualquier profesional aunque más aún de un educador), las
ventajas del mayor invento del y para el conocimiento desde que el mundo se horrorizó
y se maravilló con la imprenta.
Me resultaba pues incomprensible que tantos estudiantes ciegos de este
presente diferente y promisorio gracias a la tecnología y los discursos de
inclusión siguieran desempeñando dentro y fuera del aula un papel de segundo
orden. No comprendía el porqué, siendo ahora ellos mismos una colectividad
dentro de la Pedagógica, no daban la pelea en grupo sino que preferían afrontar
por separado las dificultades que iban apareciendo cada tanto. No me explicaba
que algunos profesores del departamento e incluso de otras facultades me
pidieran una opinión de cómo evaluar a sus estudiantes ciegos, que ni siquiera
se tomaban el trabajo de contarles a sus maestros que ya era posible escribir
un ensayo y enviárselo a sus correos electrónicos; o que existía un aula de
apoyo en la biblioteca adonde los profesores podían acudir en busca de
asesoría. No entendía, por último, que con semejantes ventajas los estudiantes
ciegos se siguieran dejando humillar y relegar por profesores oscurantistas
-por fortuna una minoría- que ven en la inclusión un desafío que excede sus
capacidades. Yo quería contribuir al empoderamiento de mis compañeros, pero la
verdad es que no encontraba la forma más a propósito de hacerlo. (La
oportunidad me llegó a mediados de 2013, cuando regresé a la universidad luego
de casi dos años de ausencia.)
Buscando cambiar de aires y de perspectivas, me vinculé como profesor de
la licenciatura en Educación Especial y del departamento de Psicopedagogía, donde
se me propuso participar en este grupo de lineamientos para el acceso de
personas ciegas, sordas y con movilidad restringida. En él mi objetivo ha sido,
además de aprender del profuso conocimiento de mis colegas, hacer manifiesta mi
convicción de que, por muchas ayudas tecnológicas que haya para nosotros y
garantías para nuestro ingreso y permanencia, si del otro lado no hay un sujeto
político claro y persuasivo, esas ventajas resultan inocuas. He intentado
explicar que, a mi entender y según mi experiencia de estudiante y de educador,
son los muchachos ciegos -en el caso que nos ocupa- quienes tienen la
obligación de señalar el camino a los profesores que no logran verlo con
claridad. He sostenido que no es el profesor quien debe adaptar su clase a las
necesidades del estudiante ciego sino el estudiante ciego quien debe esforzarse
para caber en la propuesta pedagógica de su profesor, que desde luego habrá de
estar dispuesto a facilitar las cosas y a hacer de esa experiencia de
integración una posibilidad de aprendizaje y crecimiento para todos. He
expresado que al estudiante ciego se le ocasiona un daño gravísimo cuando se le
recalca que son sus profesores quienes están en la obligación de buscar y
hallar la solución a las dificultades que a menudo comportan los procesos de
inclusión en una clase regular. He hecho hincapié asimismo en una realidad de
la que podemos dar fe los profesionales ciegos que contamos o hemos contado
alguna vez con un trabajo formal: debido a que la inclusión laboral no existe
en este país -y me atrevería a decir que en ningún otro- como política de
Estado, y a que los empleadores no están obligados por la ley a contratar a
personas con algún tipo de limitación física, las escasísimas oportunidades
laborales en el sector público y las casi inexistentes en el sector privado
serán para la persona ciega que esté en capacidad de demostrar que su desempeño
va a ser igual e incluso mejor que el de los videntes que aspiran a la misma
plaza, y que su ceguera no le representará a la empresa gastos de más ni
adecuaciones de consideración.
Así pues y teniendo en cuenta que habitamos una universidad, una ciudad
y un país pensados y gobernados para y por videntes, no podemos sentarnos a
esperar que todo cambie mientras se nos va la vida entre lamentaciones de
inequidad y de injusticia. Debemos más bien combatir esas dos verdades
demostrándole al mundo a partir de nuestro quehacer profesional y laboral, así
como de argumentos vigorosos e inteligentes, que, a pesar de todos sus avances
tecnológicos y de todos sus discursos políticamente correctos a favor de los vulnerables,
el que nos tocó en suerte sigue siendo un mundo desigual e injusto, hipócrita y
violento, discriminador e inferior a las grandezas que conlleva la diferencia.
Un mundo incapaz de pensar en el otro y en sus necesidades. Un mundo amigo de
las palabras altisonantes pero enemigo de las acciones que se requieren para
que a esas palabras no se las lleve el viento o se queden, como pruebas
escritas de lo que no se hizo por incuria e indolencia, únicamente impresas en
documentos redactados por grupos de expertos cuyas consideraciones se exigen
para luego engavetarse y volverse a desengavetar tiempo después y hacerse como
que se estudian para crear un nuevo documento que muy seguramente correrá la
misma suerte.
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