La cara es un lugar lleno de misterios y es
contenedora de mucha información encriptada.
Juana Anzellini
La distribución de la cara sobrepasa la evidencia: dos
ojos, una nariz y la boca. Círculos y líneas básicamente.
Juana Anzellini
A ver: ¿cuántas de las personas que en el mundo son han leído con
inteligencia un mismo cuento o novela corta, novela extensa o libro de poemas,
biografía o autobiografía, testimonio u obra de teatro? ¿Cuántas se habrán
quedado en trance estético frente a un mismo cuadro o se ven escindidas de sí mismas
mientras absorben por el oído las notas de un mismo concierto para solista y
orquesta o las de una misma sinfonía? Ahora bien: ¿cuántos de los ciegos que en
el mundo son -muy a su pesar seguramente- habrán leído literatura sobre ciegos
o cegueras? ¿Y cuántos de esos que tal vez lean se habrán topado con, por solo
mencionar dos, el Informe sobre ciegos
o el Ensayo sobre la ceguera?
¿Cuántos “videntes” sienten por los ciegos y por la ceguera no lástima, ni
indiferencia o fastidio; no pasajera curiosidad, ni admiración o incredulidad
desmedidas sino fascinación genuina a lo Fernando Vidal Olmos? ¿Cuántos? ¿Y
cuántos de esos a los que la ceguera y los ciegos arroban van más allá de su
arrobamiento y buscan en la literatura y la pintura -tan demasiado cicatera
esta última con ella y con ellos- lo que la vida a menudo les niega, a saber:
el hallazgo de ciegos reales y de los rostros tan dispares de la ceguera que
es, no obstante sus mil caras sin espejo, un fenómeno que paradójicamente se
nos antoja monolítico?
De que las casualidades existen, no me cabe duda. Ni la menor. Lo que
ocurre es que esta casualidad de que les voy a hablar era tan improbable que,
si mi escepticismo religioso no hubiera estado a la sazón fundado en
reflexiones para mí tan inapelables, habría ipso
facto comenzado a creer en los milagros de un dios único, por lo demás bastante
improbable. La cosa sucedió de la siguiente manera.
Me había bajado de un colectivo hacía diez minutos justo en la esquina
de la carrera cuarta con la calle 19 en pleno alboroto de las siete de la noche,
recorrido entre vendedores ambulantes y bebedores de principios de semana las dos
cuadras que me separan del Eje Ambiental y enfilado por los canales que lo
orillan rumbo a mi apartamento en las torres Gonzalo Jiménez de Quesada cuando,
de repente y de no se sabe dónde (o más bien, sí se sabe: de la nada), una
mujer se detuvo frente a mí y me preguntó, sin el menor preámbulo, si conocía El país de los ciegos de G. H. Wells. Mi
sí rotundo la hizo aún más desinhibida y, mientras me ayudaba a cruzar la
carrera segunda, me comprometió, luego de cambiar unas palabras más de
presentación y de despedida en la esquina por la que siempre tuerzo hacia mi
casa, a conversar en una próxima ocasión sobre mi vida y su obsesión: la
ceguera, que ansiaba poder apresar en su estudio de Suba.
(De haber existido mi diario aquel día que no logro precisar, de seguro
habría dejado constancia en él de semejante coincidencia, con mucho la más
asombrosa de cuantas mi memoria dio cuenta tras el agotador esfuerzo a que la
sometí. Supe de inmediato que si a Juana Anzellini el encuentro le representaba
una puerta abierta hacia los misterios de la secta de los ciegos, a mí me
suponía la oportunidad tan anhelada de conocer a alguien que fuese capaz y
estuviese gustoso de verbalizar los detalles de algunas piezas artísticas que
me habían cautivado por una descripción somera leída en algún periódico o
escuchada en la radio o en la televisión. Me dije incluso que el intercambio,
ideático más que de ideas, debía permitirnos construir algo al alimón: por qué
no una “novela pictórica” o una serie de “cuadros narrativos”. Gracias a que
ella era una artista que leía y yo un lector ciego que forjaba imágenes
mentales, el experimento no se insinuaba en modo alguno inviable.)
Nos reunimos por primera vez una mañana de un día cualquiera de entre
semana y decidimos que la charla que íbamos a tener, bien merecía la pena
música de rocola y unas cervezas. La cantidad daba igual, pues cuando uno traba
conocimiento con otro que también tiene mucho que decir y que contar, lo menos
que debe hacer es imponerse límites. Y sin límites de ninguna índole nos
instalamos en una cantina de las que hay cerca de mi casa, con borrachos
madrugadores que no perdían oportunidad de lisonjear a esta mujer que allega
los atributos físicos que gustan a tantos hombres: estatura superior a la
media, piel blanca -muy blanca-, ojos claros y me imagino que algo, o mucho, de
formas voluptuosas no sé qué tan visibles para los importunos adoradores de
Baco que a semejante hora ya se dejaban el dinero en aquel sitio. Pero vayamos
al grano.
Le conté que trabajaba en el departamento de lenguas de la universidad
Pedagógica Nacional; me contó que había estudiado en la universidad de Los
Andes y que trabajaba de profesora asistente de un tío suyo, profesor a su vez
allí en el departamento de arquitectura. Me habló con entusiasmo de aquella novela
de Saramago que yo repudié nada más leerla; le hablé con entusiasmo de la
tercera parte de la de Sábato y de su precursora, titulada El túnel. Oí con asombro su bibliografía teórica y de ficción sobre
la ceguera y los ciegos, el asunto que nos convocaba aquella mañana y nos
obsesionaba siempre; tomó nota de algunas sugerencias literarias al respecto,
que con el tiempo fue leyendo con la avidez que nunca vi en mis estudiantes de
lenguas. Se enteró de que la ceguera, al contrario de lo que los “videntes”
piensan, no son las tinieblas en que nos imaginan sumidos cada minuto de cada
día de nuestras vidas; Confirmé aquella mañana que el concepto de la ceguera
resumido en la ausencia absoluta del color y la luz, y más aún de la oscuridad (el
cual consigue aproximarse modestamente a la nada visual de los ciegos), resulta
incomprensible incluso para personas que, como Anzellini, tienen la facultad de
transformar en imágenes visuales -y táctiles en su muy peculiar caso- sus reflexiones
y visión del mundo. Hablamos horas y dejamos cabos sueltos que con el tiempo
hemos ido atando. Pero la conversación, matizada de libaciones poco espaciadas,
recayó en el fútbol practicado por los ciegos: el origen de su último proyecto
artístico, no porque su trabajo tenga en absoluto que ver con esa modalidad de
ese deporte, sino porque fueron algunos de mis compañeros de equipo quienes le
permitieron a mi amiga hacerse con las primeras fotos para su serie de retratos
de personas ciegas.
Es decir que concluido ese primer encuentro, ya habíamos acordado una
hoja de ruta en la que yo obraría apenas de contacto entre la artista y ciegos
de distintos ámbitos que accedieran a dejarse fotografiar. En paralelo, ella
avanzaría en la resemantización de ese material hasta el momento en que se
pudiera realizar una exposición. Cuya inauguración tuvo lugar el día 4 de mayo
de 2013 en la galería ‘Las Edades’ de
Bogotá, luego de una labor ardua e ininterrumpida que según mis cuentas le
llevó más de tres años:
“Se trata de un grupo de trabajos que reflexionan alrededor de la
ceguera. Para mí, la ceguera es parte intrínseca de la experiencia vital de
cualquier persona y se manifiesta casi como una pasión: se impone bien sea
sobre la percepción o el entendimiento (uno no ve lo que no quiere ver y muchas
veces no entiende lo que no quiere entender). A través del proceso de
elaboración de cada una de estas piezas, aparecen preguntas que me acercan a
los límites de la percepción de lo tangible. El resultado técnico de estas
obras surge a partir de un cuestionamiento permanente en torno a la forma de
percepción de las personas invidentes, pero también pone en evidencia los
límites de la mirada. Al hacer una incisión sobre una superficie pulimentada se
generan dos tipos de percepción al mismo tiempo: una a nivel visual y otra a
nivel táctil. Y es precisamente este lugar a caballo entre lo visual y lo
táctil, el lugar que me interesa habitar. Con esto, intento desafiar los
sentidos y plantear otro tipo de experiencias sensoriales frente a las
superficies bidimensionales que imperan en el mundo del arte. De esta manera se
abre la posibilidad de hacer cruces entre los sentidos y elaborar diferentes
tipos de lectura ante la imagen”, le concretaba mi amiga a uno de los periodistas
que se interesaron por su exposición, que nominó VER Y NO VER.
Que sea el momento de expresar que de esta reflexión sobre su trabajo
comparto con Anzellini el que la ceguera es “parte intrínseca de la experiencia
vital de cualquier persona” y encuentro audaz eso de que el sino de Homero,
Tiresias, Edipo y tantos otros inmunes al olvido humano se manifieste -déjenme prescindir
del adverbio- “como una pasión” que altera -o deja incólume- la percepción o el
entendimiento. ¿Pero será cierto eso de que “uno no ve lo que no quiere ver y
muchas veces no entiende lo que no quiere entender”? ¿No será más bien que hay
personas que no ven lo que no pueden ver (¿cómo conseguir por ejemplo que
alguien cualquiera descubra la angustia y la desesperación detrás de ‘El Grito’, de Munch?) y que no entienden
lo que no pueden entender (¡cómo disuadir a la turba de que linche al matricida
que procedió instigado por el amor y la compasión a ese ser que sufría!)? Por
otra parte, yo también me sigo preguntando a diario sobre las formas en que los
ciegos percibimos la realidad o lo que pretende serlo, al igual que sobre los
confines de la mirada, que trasciende lo ocular. Y lo trasciende la artista con
estos retratos hechos para mirar y tocar; para acariciar y dejar impresa en sus
superficies la pátina futura de un trabajo arriesgado y ambicioso que yo habría
expuesto bajo el título (sustituyendo la conjunción copulativa ‘y’ por la
disyuntiva ‘o’) VER O NO VER, porque al menos para mí está claro -clarísimo-
que, así como existen quienes nacieron para mirar hondo, existen, y en
cantidades muy superiores, los ciegos físicos, que también pueden integrar
otras categorías; los ciegos intelectuales, a quienes natura desheredó
parcialmente o del todo; los ciegos morales y los religiosos; los ciegos
políticos y los artísticos; los ciegos… Los ciegos que, al margen del tipo de
ceguera que padezcan, se caracterizan por no poder -claro que los hay que no
quieren, aunque son los menos- percibir lo evidente o lo sutil, y por no poder
-claro que los hay que no quieren, aunque son los menos- entender lo que no
comporta ningún esfuerzo o lo que requiere uno grande.
Epílogo con esperanza
Después de haber conocido a Juana Anzellini (uno de esos escasísimos
seres humanos no destinados para clon gracias a que están dotados de unicidad)
en condiciones tan inverosímiles que solo dejan cabida al azar, y de haberla
acompañado (en la medida de lo posible) en el proceso creativo de sus ciegos,
como cariñosamente los llama, me queda por agradecerle a la vida -tan
jodidamente predecible casi siempre- la suerte que me deparó la noche en que,
caminando en sentidos contrarios, los dos nos encontramos y empezamos a forjar
sin tardanza una amistad que hasta hoy dura y que ojalá dure mucho tiempo más.
Ella sabe que tenemos entre manos un proyecto artístico que parte de la
literatura y que, caso de llegar a materializarse, constituiría una fuente
inagotable de creaciones estéticas de las que ella sería la artífice y yo, cómo
decirlo, su vehículo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario