No sé cuántas veces, en mis años de
conciencia, me habrán preguntado los pocos que se atreven a vencer la timidez
para satisfacer su escasa o mucha curiosidad, cómo es la ceguera o qué se
siente ser ciego. Tampoco recuerdo, lo juro, desde cuándo mi respuesta es la
que siempre doy: “Mi ceguera -supongo que también la de los demás- no es ni
negra y tenebrosa ni blanca y lechosa. Es la nada; es decir, la ausencia
absoluta de luz y color”.
--¿La nada? -preguntan los más
atentos e interesados-. ¿Quiere decir que los ciegos no viven a oscuras, como
uno se los imagina?
Pues no: los ciegos, señores
videntes, no vivimos sumidos en las tinieblas, que son negras como boca de lobo
y por ende se ven y se temen. ¿Que cómo lo sé? Ya les cuento.
Resulta que cuando nací, hace
cuarenta y cinco años, los médicos que me examinaron les dijeron a Orfi y a
Abe, mis papás, que su hijo había nacido ciego. Y bien saben ustedes que ese término
no deja lugar para las dudas: Si nuestro hijo es ciego -debieron de haber
pensado ellos- es porque no ve. Nada en absoluto. Sin embargo, la cosa no era
tan así.
Refiere mi madre, claro que sin
lograr precisar edades ni fechas, que yo caminé un poco después de lo que suele
hacerlo el niño medio y no porque tuviera dificultades para desplazarme, sino
porque ella, sobreprotectora, me impedía abandonar la cuna en que me imagino preso.
Y cuenta que por esa época llegó de visita a la casa su mamá, o sea mi abuela,
bendita donde las haya.
--¿Y vos es que nunca, por miedo,
vas a dejar caminar a este muchachito? -la reprendió, poniéndome en el suelo-.
Pues si se pega que se pegue, pero que aprenda.
Para abreviar la anécdota,
digamos que parece que se olvidaron de mí y que cuando se acordaron (“¡Ay bruta!
¿Qué se hizo el niño?”), yo estaba entretenido jugando en el último cuarto de
la casa, adonde había llegado sin golpearme.
La explicación de cómo se había
obrado ese pequeño milagro, que a todos desconcertaba, salió de labios del
doctor Francisco Barraquer, quien me había operado no hacía mucho: “El niño es
ciego -sentenció-, pero tiene cierto residuo visual en el ojo izquierdo”.
--¿O sea que el niño ve por el
ojito izquierdo? -saltó de su asiento mi pobre madre. “No, mi señora. Nadie ha
dicho que el niño vea. Solo que percibe la luz y ya se verá si algunos colores
y formas. Pero es ciego, y su ceguera es, al menos en el presente, incurable”.
Como lo oyen: padezco (no se
vayan a tomar, por favor, demasiado a pecho este verbo) una ceguera incurable y
congénita que, a diferencia por ejemplo de la de mi amigo Toño o la de mi amigo
Germán Mauricio, me permitió ver la luz del sol, la luz de la luna una noche inolvidable
en la finca de la abuela, las luces del alumbrado público y de los carros y de
los bombillos que cuando oscurece se prenden en las casas y en otros recintos, y
-maravilla de maravillas- ¡los colores!: prácticamente todos, ¡todos! Del negro
al blanco, pasando por los grises; el rojo y el morado y el rosado; los verdes
y los amarillos y los azules; el café, el tabaco y el habano.
Ni Toño ni Germán Mauricio ni
nadie que haya nacido total e inapelablemente ciego puede evocar, como yo u
otros como yo o todos los que hayan perdido la vista, el verde del pasto
fresco, el rojo escandaloso de la sangre que brota de una raspadura en las
rodillas, el amarillo intenso de un pobre canario enjaulado en casa, el tabaco
de un Cocker Spaniel que nos amaba, el anaranjado de un incendio o de la llama
de esa vela que atenuaba el negrísimo de las tinieblas cuando se iba la luz en
el barrio.
Pero quedémonos con esta última
imagen para que pueda yo revelarles el motivo de que me hubiera animado a
escribir estas líneas aclaratorias, que ojalá otros ciegos complementen,
rebatan o reafirmen con sus vivencias.
Entre los muchos momentos felices
de mi niñez destacan en el recuerdo esas noches en que, estando todos -también
yo, claro- frente al televisor en el cuarto de mis padres, se iba la luz de
repente y una exclamación colectiva de decepción se dejaba oír antes de que la
voz de Abe o la de Orfi dijeran: “Traete mija una vela” o “Voy a ver si
quedaron velas”, de lo que dependía el desenlace de ese que para mí era todo un
acontecimiento.
Cuando dábamos con una, mi madre
la encendía, la colocaba con precaución en lugar equidistante para que todos nos
sintiéramos amparados y comenzaba una charla que se prolongaba hasta que la luz
volvía y el televisor se encendía nuevamente o hasta que la vela o lo que de
ella quedara se consumía y la certidumbre de que la luz no volvería nos
obligaba a irnos a la cama, ellos a tientas y yo “en mi elemento”. Y cuando
velas no había, no les quedaba a mis hermanos y a mis papás otro remedio que estarse
por ahí, sentaditos y medrosos, oyendo cómo el niño ciego iba y venía, de aquí
para allá y de allá para acá, jugando y sintiéndose por fin en ventaja en su
mundo de desventajas. Pero que quede claro que eso no es lo verdaderamente
memorable de aquellas noches.
Y entonces, ¿qué es lo memorable?
El prodigio de que, mientras mi ojo izquierdo pasaba de la luz a la oscuridad
total, de la oscuridad total a la atenuada por la llama de la vela o de la
oscuridad total al ofuscamiento producido por el brusco retorno de la luz, mi
ojo derecho se quedaba al margen de semejante experiencia. ¿La luz y la ceguera
reunidas en una misma persona, en una misma existencia?: en efecto.
Lo cual quiere decir que gracias
a mi ojo izquierdo, que tuvo la dicha de poder ver las tinieblas de muchas
noches a oscuras, yo sé que la ceguera no es tenebrosa, como explicablemente se
la figuran todos ustedes. Y también sé, gracias a mi sempiternamente apagado
ojo derecho, que la ceguera no son esas temibles tinieblas porque él jamás las
ha visto: recuerden que lo suyo es “la nada; es decir, la ausencia absoluta de
luz y color”.
Han pasado los años y la visión
exigüísima que tuvo mi ojo izquierdo ya no existe, como tampoco el ojo, pues un
accidente de tránsito en que me vi inmerso en el año 2000 se los cobró sin
remordimientos. Atrás quedaron la luz del sol, la de la luna, las luces
artificiales y los colores, que por fortuna mi memoria ocular grabó, espero que
para siempre.
Quiero creer que este intento de
definir lo indefinible (en mi caso la ceguera, esfuerzo desmesurado que bien se
puede equiparar al del sordo profundo o al del autista o al del cuadripléjico
que se aventuraran a relatar sus discapacidades) no está saliendo del todo mal.
Pero por si las dudas, déjenme compartir con ustedes, con la esperanza de que
lo que aún resulta confuso se aclare siquiera un poco, esto que me sucedió hace
unos años en un colegio para ciegos de Bogotá, ciudad en la que he vivido
prácticamente toda la vida.
Con la idea de enseñarles a los
niños cierto vocabulario del inglés, y de hacerlo de modo tal que el
aprendizaje se les tornara relevante y agradable, se me ocurrió un día
llevarles frutas para que, tocándolas y oliéndolas, concluyeran qué fruta se
les había entregado. Todo marchaba según lo previsto (se sabe que los ciegos de
nacimiento, salvo muy contadas excepciones, desarrollamos tactos y olfatos muy
superiores a los del vidente medio, que se vería en grandes aprietos para dar
buena cuenta de esta prueba si la presentara con los ojos vendados), hasta que
a los nombres de las frutas decidí sumarles los de sus colores.
--Sofía. Qué fruta tienes en la
mano.
--Una naranja, profe.
--Y de qué color es esa naranja.
--¿Negra?
--A ver, niños: ¿de qué color son
las naranjas? ¿Nadie sabe?
--Las naranjas son amarillas
-respondió con desgana Dylan desde el fondo del salón.
--¿Y tú por qué sabes que las
naranjas son amarillas?
--Pues porque mis papás me
dijeron.
Así de sencilla y de compleja era
la respuesta de Dylan, no en vano el niño más aventajado de la clase. No se
trataba de que él -y me sirvo aquí de la expresión técnica y por ende fea que
utilizó el doctor Barraquer- tuviera residuo visual alguno; simplemente, había
oído de su papá o de su mamá que las naranjas eran amarillas e interiorizó el
vocablo, sin que por ello su cerebro asociara el amarillo con nada “tangible”.
El ejercicio continuó de esa
guisa; con manzanas no verdes o rojas sino negras, con bananos no amarillos
sino blancos o rojos o lo que fuera.
¿Conclusión?: es tan imposible
para el ciego total de toda una vida saber qué o cómo son el azul de un cielo despejado o el
negro tenebroso de una noche en una ciudad carente por completo de luz eléctrica
o de carros que la iluminen con sus farolas, como para un sordo profundo desde
su nacimiento saber qué se siente cuando se oye el cuarto movimiento de la
‘Pequeña Rusia’ de Chaikovski o la voz de una madre o una amante que nos
consuelan. Tanto o más que si el que nació sin manos, apenas con los muñones o
ni siquiera, pretendiera saber qué experimentan los dedos de ese amante o de
ese hijo que acarician, según se trate, el sexo o la frente de esas dos mujeres.
Epílogo
Recuerdo justo en este momento que muchos de mis estudiantes universitarios a menudo me preguntaban por qué me declaraba en contra del dichoso “lenguaje inclusivo”, a lo que yo respondía con una serie de argumentos que no sé si los tranquilizaban o, por el contrario, conseguían más bien exasperarlos. Y me pregunto por qué, a fin de que les quedara del todo claro, nunca les propuse un ejercicio como este que me apresto a proponer a los lectores:
Reemplacen en el texto, respectivamente
por “persona en situación de discapacidad visual” o por “discapacidad visual”
-desde luego que con sus plurales cuando corresponda- todos los ciego(s) o
ceguera(s) que encuentren. Cuando concluyan, los que lo logren, lean ambos
documentos y comparen.
Los resultados y la subsiguiente
discusión harán parte de una próxima reflexión.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarProfe, soy estudiante de Licenciatura en Inglés y estoy desarrollando una investigación sobre la enseñanza del Inglés a personas ciegas, me gustaría poder hablar con usted sobre este tema. Gracias.
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