INTRODUCCIÓN
Soy ciego de nacimiento y me
horroriza pensar -como le ocurre a Fernando Vidal- que nada está echado a la
suerte; que tal vez las coincidencias no existen, como él reiteradamente
afirma. Lo digo porque, cursando el primer semestre de esta maestría, la
profesora que me dictó una cátedra sobre Ernesto Sábato intentó persuadirme de
escribir mi ensayo de final de curso acerca del Informe sobre ciegos, un
tema manido en opinión del que entonces estudiaba, que optó por uno en modo
alguno relacionado con ciegos o cegueras. Me olvidé del asunto, aunque sería
mejor decir que lo dejé caer en los fosos de la memoria.
Urgido por la premura del tiempo -ya
llevaba cinco años de estudios y asuetos-, comencé a discurrir por entre
posibles temas para mi trabajo de grado, que cedían el paso a otros que se
antojaban menos manoseados. La producción novelística de Héctor Abad Faciolince
-inexplicablemente desatendida por la crítica- le hizo sitio a una escaramuza
de literatura comparada, que buscaba relacionar dos novelas “mesiánicas”: la
del escritor venezolano Miguel Otero Silva (La piedra que era Cristo) y
la del portugués José Saramago (El evangelio según Jesucristo), que me
descartaron por mis muy rudimentarios conocimientos de Las Escrituras.
Mientras recaudaba artículos y
fotocopiaba libros en relación con ese escurridizo Jesús en la biblioteca Luis
Ángel Arango, seguro del ineluctable fracaso, apareció ella, la experta en
Sábato que años atrás me insinuara el camino de la Secta, que yo me resistí a transitar
porque, lo entendí justo allí, sentado con mi lectora ante una mesa de la
biblioteca, no valía la pena seguir abundando en la metáfora sabatiana, a menos
que se la estudiara con una clara intención, y matizada con otra obra que nos
procurara el contraste de lo análogo. Fue así como, ya en casa y con la
amargura de una nueva deserción pero inquieto por la nueva promesa temática, di
en recordar que esa novela, Ensayo sobre la ceguera, leída recientemente
y denostada por el recuerdo podía contener (como lo probó su relectura) los
elementos que me permitirían poner a dialogar las dos obras.
La intención estaba clara: mi tesina
dejaría de soslayar la ceguera y la miraría a los ojos, no sólo como símbolo,
sino como hecho literario y realidad novelesca. Asimismo, se ocuparía de ellos,
de los ciegos, cuya simbiosis con su ceguera no los despoja del derecho que
tienen a que se los estudie como personajes, pues eso y no otra cosa son. Para
tal fin (me vienen como de molde), echo mano de las inteligentes reflexiones
ensayísticas de Kenneth Jernigan, un ciego de mirar hondo, como miran los
ciegos de Sábato, que no los de Saramago.
Jernigan, en su ensayo Blindness:
Is Literature Against Us?, concluye que son nueve las proteicas formas que
de la ceguera ha ido incubando la literatura en toda su historia, y que enumero
enseguida en mi traducción al español: la ceguera como resarcimiento y poder
milagroso (en compensación por su malhadado sino, los ciegos reciben dones que
sólo a ellos -recuérdese a Tiresias- les son dados); la ceguera como caos
irredimible (los ciegos, por hallarse huérfanos de la luz, están condenados a
un perenne cataclismo); la ceguera como estulticia e indefensión (no ver supone
la incapacidad de siquiera poder lucubrar, lo que reduce a los ciegos a unas
ínfimas posibilidades de sobrevivir a su tragedia); la ceguera como acerba
iniquidad (los ciegos, movidos por su resentimiento, prodigan crueldad con
saña); la ceguera como virtud incuestionable (por no poder ver el mundo, los
ciegos no participan de sus miserias y se yerguen como efigies de lo acendrado,
que no es humano); la ceguera como consecuencia del pecado (privar de la luz al
que transgrede no tiene parangón entre los castigos terrenales); la ceguera
como desfiguración de la condición humana (su fisonomía, por serles esquiva
como esquivos les son los espejos, a los ciegos no les importa y menos aun a
quienes viendo parecen no darse por enterados de su presencia); la ceguera como
depuración (a diferencia de la ceguera como consecuencia del pecado, la
purificación consiste en querer expiar una culpa por mano propia -Edipo es el
mejor ejemplo-); la ceguera como símbolo o parábola (esta es la forma de la
metáfora de que indefectiblemente parte cualquier escritor que se sirva de Ella
para proponer una visión de mundo). Resulta tan eficaz esta tipología, que
nueve de las nueve “cegueras” se dejan fotografiar en este trabajo de
grado.
En virtud del reconocimiento de que
gozan los dos novelistas, abunda la crítica literaria que se ha inspirado en la
obra de José Saramago y de Ernesto Sábato. Y no es escasa la que se ha escrito
acerca del Ensayo sobre la ceguera y el Informe sobre ciegos, sin
desmedro de la novela del portugués pese a los 37 años que la separan de la
publicación de Sobre héroes y tumbas, novela de la que procede el Informe.
Reseñemos brevemente a continuación algunas de esas reflexiones, no sin antes
advertir que en la bibliografía reposa todo el corpus consultado.
Andrés Barragán, en 2003, presentó
su monografía meritoria en literatura -Palabras grabadas en la ceguera:
Ensayo sobre la ceguera de José Saramago- que, contra lo esperado, alude a
una ceguera que, si bien se nominaliza, no logra conceptualizarse, desvaída en
razón del abrumador tumulto de bagatelas de todo tipo que infestan la novela
del premio nobel. Por su parte, Tomás Granados no escatima palabras para
granjearle a Saramago nuevos lectores (previniéndolos eso sí “contra” el
mirífico riesgo de aceptar el lance narrativo) en su artículo El peligro de
leer a Saramago, publicado en 1996 en la revista Quimera. Pero es
Juan José de Narváez quien emerge de entre sus desazones en relación no sólo
con el Ensayo sino con gran parte de la obra saramaguiana, para dialogar
y discrepar de las apreciaciones de Barragán y Granados, así como para
apuntalar muchas de las “subversivas” hipótesis de este trabajo.
A un lector aplicado le llevaría
días o acaso meses leer la caterva de artículos y monografías que, desde el
observatorio del psicoanálisis, se han escrito a propósito de la obra del
argentino nonagenario. El “Informe sobre ciegos”: un viaje simbólico hacia
las sombras de María Ema Llorente y El informe sobre ciegos en la novela
de Ernesto Sábato: Sobre héroes y tumbas de Silvia Martínez son apenas dos
ejemplos de una mirada recurrente a la vez que miope sobre la ceguera: un
símbolo que reclama mucho más que postulados teóricos. Felizmente, nuevos y más
ambiciosos acercamientos han visto la luz, catapultando por fin a Sábato y a su
obra al reino de las múltiples miradas, de las que, sin que quepan dudas, la
más aguda e incisiva es la de Luis Wainerman, quien en su esclarecedor libro Sábato
y el misterio de los ciegos acierta en gran medida con lo que, a mi juicio
y de acuerdo con mi lectura, el novelista concibió a partir de su metáfora.
Huelga decir que es a Wainerman a quien mis ojos buscarán con mayor insistencia
cuando del Informe se trate para, “a cuatro manos”, desbrozar y allanar
el tortuoso camino que conduce a la Secta de los ciegos sabatianos.
Esta
propuesta comparativista (entendido el comparativismo como el quehacer que
establece relaciones que entrañan otra forma de crítica, que junta cosas y
separa otras, es decir, una nueva forma de conocimiento distinta de la mirada
sobre textos en sí mismos que no privilegiaría, como sí sucede aquí, lo diverso
en los autores que en nuestro caso se ocupan de la ceguera) tiene cinco
momentos que son el fruto de mi percepción como lector: un hallazgo que le da
coherencia al análisis de las dos obras. Cada uno de esos cinco momentos
-explorados en igual número de capítulos- se ha nominalizado teniendo en cuenta
su naturaleza: la epifanía convoca al lector a la súbita presencia de la
ceguera que, no de idéntica manera, irrumpe y cobra vida en cada obra; la
entronización allana el camino que habrá de recorrer la ceguera en su tránsito
hacia el plural contagio; la endemia, la culminación de esa correría,
trasciende la instancia de la triunfal marcha de la ceguera y espolea al lector
que no ha de llegar tarde al enceguecimiento colectivo; la disipación “rescata”
al lector y lo devuelve a los terrenos de la “certidumbre” ocular; los testigos
de excepción son el o los personajes que tuvieron el privilegio o la desgracia
de contar con ojos en un “mundo de ciegos”.
Metodológicamente,
este ejercicio lector se funda en una hermenéutica textual (seguimiento de la
trama, episodios clave, motivos recurrentes, focalizaciones, etc), guiada y
enriquecida con categorías provenientes de la ceguera (las nueve de que habla
Jernigan) como condición y como visión.
Las dos
novelas paren fábulas inverosímiles pero con resultados harto disímiles. Ensayo
sobre la ceguera narra el derrumbamiento a que se ve abocada toda una
ciudad que, por carecer de quien la regente -pues todos se han quedado ciegos-,
se convierte en un pandemónium: solo la capital del infierno puede competir con
ella en caos. Lo que en un principio parecía ser un simple contratiempo de hora
pico (un hombre al volante que no atina a poner en marcha el motor de su auto), resulta ser el avistamiento de la desgracia y
el horror (un hombre que se ha quedado ciego de repente). Sin embargo, ese
horror no asperjará su agua maldita sobre la fauna humana hasta tanto el
Ministerio de Salud se pronuncie sobre los alcances de la infección óptica.
Cuando eso ocurra, la razón -si alguna vez existió- habrá desaparecido; ningún
tipo de institución se mantendrá vigente; la vida se verá despeñada por la sima
del primitivismo del miedo cerval.
Informe
sobre ciegos, tercera de las cuatro partes que componen la novela de Sábato
Sobre héroes y tumbas, narra las peripecias de Fernando Vidal -un
“investigador del mal”- quien, después de padecer los rigores de su obsesión
por los ciegos, decide hurgar en su misterio. Su indagación, valerosa y
temeraria, lo lleva por tremedales que amenazan con devorarlo, como a la postre
ocurre. Pero su audacia e inteligencia le confieren lo que para los más está
vedado: el derecho de otear en lo sagrado y de campear por su secreto.
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