sábado, 26 de marzo de 2011

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (I)

INTRODUCCIÓN


Soy ciego de nacimiento y me horroriza pensar -como le ocurre a Fernando Vidal- que nada está echado a la suerte; que tal vez las coincidencias no existen, como él reiteradamente afirma. Lo digo porque, cursando el primer semestre de esta maestría, la profesora que me dictó una cátedra sobre Ernesto Sábato intentó persuadirme de escribir mi ensayo de final de curso acerca del Informe sobre ciegos, un tema manido en opinión del que entonces estudiaba, que optó por uno en modo alguno relacionado con ciegos o cegueras. Me olvidé del asunto, aunque sería mejor decir que lo dejé caer en los fosos de la memoria.

Urgido por la premura del tiempo -ya llevaba cinco años de estudios y asuetos-, comencé a discurrir por entre posibles temas para mi trabajo de grado, que cedían el paso a otros que se antojaban menos manoseados. La producción novelística de Héctor Abad Faciolince -inexplicablemente desatendida por la crítica- le hizo sitio a una escaramuza de literatura comparada, que buscaba relacionar dos novelas “mesiánicas”: la del escritor venezolano Miguel Otero Silva (La piedra que era Cristo) y la del portugués José Saramago (El evangelio según Jesucristo), que me descartaron por mis muy rudimentarios conocimientos de Las Escrituras.

Mientras recaudaba artículos y fotocopiaba libros en relación con ese escurridizo Jesús en la biblioteca Luis Ángel Arango, seguro del ineluctable fracaso, apareció ella, la experta en Sábato que años atrás me insinuara el camino de la Secta, que yo me resistí a transitar porque, lo entendí justo allí, sentado con mi lectora ante una mesa de la biblioteca, no valía la pena seguir abundando en la metáfora sabatiana, a menos que se la estudiara con una clara intención, y matizada con otra obra que nos procurara el contraste de lo análogo. Fue así como, ya en casa y con la amargura de una nueva deserción pero inquieto por la nueva promesa temática, di en recordar que esa novela, Ensayo sobre la ceguera, leída recientemente y denostada por el recuerdo podía contener (como lo probó su relectura) los elementos que me permitirían poner a dialogar las dos obras.

La intención estaba clara: mi tesina dejaría de soslayar la ceguera y la miraría a los ojos, no sólo como símbolo, sino como hecho literario y realidad novelesca. Asimismo, se ocuparía de ellos, de los ciegos, cuya simbiosis con su ceguera no los despoja del derecho que tienen a que se los estudie como personajes, pues eso y no otra cosa son. Para tal fin (me vienen como de molde), echo mano de las inteligentes reflexiones ensayísticas de Kenneth Jernigan, un ciego de mirar hondo, como miran los ciegos de Sábato, que no los de Saramago.

Jernigan, en su ensayo Blindness: Is Literature Against Us?, concluye que son nueve las proteicas formas que de la ceguera ha ido incubando la literatura en toda su historia, y que enumero enseguida en mi traducción al español: la ceguera como resarcimiento y poder milagroso (en compensación por su malhadado sino, los ciegos reciben dones que sólo a ellos -recuérdese a Tiresias- les son dados); la ceguera como caos irredimible (los ciegos, por hallarse huérfanos de la luz, están condenados a un perenne cataclismo); la ceguera como estulticia e indefensión (no ver supone la incapacidad de siquiera poder lucubrar, lo que reduce a los ciegos a unas ínfimas posibilidades de sobrevivir a su tragedia); la ceguera como acerba iniquidad (los ciegos, movidos por su resentimiento, prodigan crueldad con saña); la ceguera como virtud incuestionable (por no poder ver el mundo, los ciegos no participan de sus miserias y se yerguen como efigies de lo acendrado, que no es humano); la ceguera como consecuencia del pecado (privar de la luz al que transgrede no tiene parangón entre los castigos terrenales); la ceguera como desfiguración de la condición humana (su fisonomía, por serles esquiva como esquivos les son los espejos, a los ciegos no les importa y menos aun a quienes viendo parecen no darse por enterados de su presencia); la ceguera como depuración (a diferencia de la ceguera como consecuencia del pecado, la purificación consiste en querer expiar una culpa por mano propia -Edipo es el mejor ejemplo-); la ceguera como símbolo o parábola (esta es la forma de la metáfora de que indefectiblemente parte cualquier escritor que se sirva de Ella para proponer una visión de mundo). Resulta tan eficaz esta tipología, que nueve de las nueve “cegueras” se dejan fotografiar en este trabajo de grado.          

En virtud del reconocimiento de que gozan los dos novelistas, abunda la crítica literaria que se ha inspirado en la obra de José Saramago y de Ernesto Sábato. Y no es escasa la que se ha escrito acerca del Ensayo sobre la ceguera y el Informe sobre ciegos, sin desmedro de la novela del portugués pese a los 37 años que la separan de la publicación de Sobre héroes y tumbas, novela de la que procede el Informe. Reseñemos brevemente a continuación algunas de esas reflexiones, no sin antes advertir que en la bibliografía reposa todo el corpus consultado.

Andrés Barragán, en 2003, presentó su monografía meritoria en literatura -Palabras grabadas en la ceguera: Ensayo sobre la ceguera de José Saramago- que, contra lo esperado, alude a una ceguera que, si bien se nominaliza, no logra conceptualizarse, desvaída en razón del abrumador tumulto de bagatelas de todo tipo que infestan la novela del premio nobel. Por su parte, Tomás Granados no escatima palabras para granjearle a Saramago nuevos lectores (previniéndolos eso sí “contra” el mirífico riesgo de aceptar el lance narrativo) en su artículo El peligro de leer a Saramago, publicado en 1996 en la revista Quimera. Pero es Juan José de Narváez quien emerge de entre sus desazones en relación no sólo con el Ensayo sino con gran parte de la obra saramaguiana, para dialogar y discrepar de las apreciaciones de Barragán y Granados, así como para apuntalar muchas de las “subversivas” hipótesis de este trabajo.

A un lector aplicado le llevaría días o acaso meses leer la caterva de artículos y monografías que, desde el observatorio del psicoanálisis, se han escrito a propósito de la obra del argentino nonagenario. El “Informe sobre ciegos”: un viaje simbólico hacia las sombras de María Ema Llorente y El informe sobre ciegos en la novela de Ernesto Sábato: Sobre héroes y tumbas de Silvia Martínez son apenas dos ejemplos de una mirada recurrente a la vez que miope sobre la ceguera: un símbolo que reclama mucho más que postulados teóricos. Felizmente, nuevos y más ambiciosos acercamientos han visto la luz, catapultando por fin a Sábato y a su obra al reino de las múltiples miradas, de las que, sin que quepan dudas, la más aguda e incisiva es la de Luis Wainerman, quien en su esclarecedor libro Sábato y el misterio de los ciegos acierta en gran medida con lo que, a mi juicio y de acuerdo con mi lectura, el novelista concibió a partir de su metáfora. Huelga decir que es a Wainerman a quien mis ojos buscarán con mayor insistencia cuando del Informe se trate para, “a cuatro manos”, desbrozar y allanar el tortuoso camino que conduce a la Secta de los ciegos sabatianos.

Esta propuesta comparativista (entendido el comparativismo como el quehacer que establece relaciones que entrañan otra forma de crítica, que junta cosas y separa otras, es decir, una nueva forma de conocimiento distinta de la mirada sobre textos en sí mismos que no privilegiaría, como sí sucede aquí, lo diverso en los autores que en nuestro caso se ocupan de la ceguera) tiene cinco momentos que son el fruto de mi percepción como lector: un hallazgo que le da coherencia al análisis de las dos obras. Cada uno de esos cinco momentos -explorados en igual número de capítulos- se ha nominalizado teniendo en cuenta su naturaleza: la epifanía convoca al lector a la súbita presencia de la ceguera que, no de idéntica manera, irrumpe y cobra vida en cada obra; la entronización allana el camino que habrá de recorrer la ceguera en su tránsito hacia el plural contagio; la endemia, la culminación de esa correría, trasciende la instancia de la triunfal marcha de la ceguera y espolea al lector que no ha de llegar tarde al enceguecimiento colectivo; la disipación “rescata” al lector y lo devuelve a los terrenos de la “certidumbre” ocular; los testigos de excepción son el o los personajes que tuvieron el privilegio o la desgracia de contar con ojos en un “mundo de ciegos”.

Metodológicamente, este ejercicio lector se funda en una hermenéutica textual (seguimiento de la trama, episodios clave, motivos recurrentes, focalizaciones, etc), guiada y enriquecida con categorías provenientes de la ceguera (las nueve de que habla Jernigan) como condición y como visión.

Las dos novelas paren fábulas inverosímiles pero con resultados harto disímiles. Ensayo sobre la ceguera narra el derrumbamiento a que se ve abocada toda una ciudad que, por carecer de quien la regente -pues todos se han quedado ciegos-, se convierte en un pandemónium: solo la capital del infierno puede competir con ella en caos. Lo que en un principio parecía ser un simple contratiempo de hora pico (un hombre al volante que no atina a poner en marcha el motor de su auto),  resulta ser el avistamiento de la desgracia y el horror (un hombre que se ha quedado ciego de repente). Sin embargo, ese horror no asperjará su agua maldita sobre la fauna humana hasta tanto el Ministerio de Salud se pronuncie sobre los alcances de la infección óptica. Cuando eso ocurra, la razón -si alguna vez existió- habrá desaparecido; ningún tipo de institución se mantendrá vigente; la vida se verá despeñada por la sima del primitivismo del miedo cerval.

Informe sobre ciegos, tercera de las cuatro partes que componen la novela de Sábato Sobre héroes y tumbas, narra las peripecias de Fernando Vidal -un “investigador del mal”- quien, después de padecer los rigores de su obsesión por los ciegos, decide hurgar en su misterio. Su indagación, valerosa y temeraria, lo lleva por tremedales que amenazan con devorarlo, como a la postre ocurre. Pero su audacia e inteligencia le confieren lo que para los más está vedado: el derecho de otear en lo sagrado y de campear por su secreto.

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