4. LA DISIPACIÓN DE LA
CEGUERA
“The
author is in the book, the author is the book, even when
the
book does not succeed in being the whole author”.[1]
(Saramago,
2006)
La ceguera ha sembrado de confusión y perplejidad todo a su paso. La
confusión de un mundo que, sin ojos, no logra orientarse, y la perplejidad de
un destino que se adentra en un mundo en el que debe prescindir de ellos para
lograr hacerlo. Cuando Ella se haya disipado, su indeleble influjo ya habrá
calado lo bastante hondo para que, ni su disolución, obre cambio alguno en esas
arcadias narrativas.
El terreno está debidamente abonado
para que la fábula germine su moraleja. Pero hacen falta aún algunos detalles.
El médico y su esposa, escoltados
por el perro de las lágrimas, entran en una iglesia. Ella ha sufrido un
desvanecimiento que no dura mucho. Dueña de sí, la mujer se extasía en la
contemplación de las imágenes y pinturas sagradas. Le refiere a su marido el
prodigio: “No vas a creer lo que te digo, pero todas las imágenes de la iglesia
tienen los ojos vendados”, a lo que el ciego oftalmólogo, sentencioso, replica
que “ese cura tiene que haber sido el mayor sacrílego de todos los tiempos y de
todas las religiones, el más justo, el más radicalmente humano, el que vino
aquí para decir al fin que Dios no merece ver.” (Ensayo, 426, 427)
Y el propósito cristaliza. La
iglesia, que a esa hora está minada del esperpento saramaguiano de mil cabezas
y ningún cerebro, de mil ciegos y ningún Edipo, es el escenario del mismo y
grotesco caos[2],
repetido y manoseado sin vergüenza por el obtuso narrador, que la manida
diatriba teotanática precipita en esta ocasión: “…es preciso estar dotado de
muy buen corazón para no reírse a carcajadas ante esta grotesca maraña de
cuerpos en busca de brazos para librarse y de pies para escapar.” (Ensayo,
429) Ciegos y lectores imposibilitados para huir: los primeros por incapacidad
y los otros por irresolución.
Hecho el trabajo, la pareja de
mercenarios al servicio del escritor iconoclasta regresa a su casa, donde en
compañía de los amigos de desgracia se disponen a recibir la paga colectiva:
“Veo, veo” (Ensayo, 433), grita el primer ciego y la chica de las gafas
oscuras y el médico y un vecino y la ciudad toda, en un eco que ensordece la
memoria del mal blanco y que acalla los ya lejanos rumores de las doloridas
voces de aquella historia en que se dijo “estoy ciego”: “As soon as vision is restored,
for the blind the memory of the terrible experience seems to vanish into the
air.”[3]
(Carreira, 2006)
El plural olvido de la singular
ceguera blanca no enferma al oftalmólogo, que está obligado en virtud de su
saber a recordarla y a rendir un parte médico, que persuada al estupefacto
leedor: “creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que
ven, Ciegos que, viendo, no ven.” (Ensayo, 438)
“¿Más de un tercio de millar de
páginas para espetarnos un sermón de solidaridad así, con ese desmaño?” (84),
se pregunta Narváez y nos lo preguntamos muchos lectores que, no pudiendo
sacudirnos el asombro, hasta aquí llegamos: poco menos que una proeza lectora.
Volvamos con Vidal, que nos aguarda,
prisionero de los ciegos, en ese cuarto en que habrá de conocer el veredicto de
sus enemigos.
La investigación tocaba a su fin.
Toda una vida dedicada a los indicios, a los sutiles a la vez que
sobrecogedores indicios que lo fueron internando en los movedizos terrenos de
la Secta. De la sagrada Logia que todavía le tenía reservada una sorpresa: el
viaje al origen cósmico; la travesía que lo lleva de regreso a la primigénesis
del universo; la correría a las profundidades ventrales de la deidad[4].
Del todo enceguecido[5]
(“recién entonces parecía tener plena conciencia de mi soledad y de las
poderosas tinieblas que me rodeaban”), Vidal está preparado para asomarse al
abismo de esa estremecedora verdad que él asedió desde que, siendo todavía un
niño en Capitán Olmos, leyera la descarnada descripción que Homero (“¿no era
Homero ciego?”) (Informe, 433, 434) hace de la castración ocular a que
Ulises y sus compañeros someten al cíclope[6],
así como el fin de Edipo, revelación que ese niño oye de boca del ciego
Tiresias.
¡Cuatro cegueras[7]
en dos tempranas lecturas! Razón de más para que esa existencia de atormentada
inteligencia sufra un primer remezón.
Un primer y definitivo remezón, cuya
última réplica saca a la superficie el sempiterno caos de la cópula universal.
O como lo dice Luis Wainerman: “Al fin de su internación en el Mundo de los
Ciegos se da la experiencia del Orgasmo Cósmico, de la Recapitulación y los
Instintos.” (128)
La disipación del universo nocturno
le da paso a la realidad de la conciencia diurna de Vidal que, sin saber cómo,
despierta en su cuarto de Villa Devoto. En ese cuarto donde ya no hay ciegos ni
ceguera que lo amenacen. Sabe que ellos no vendrán por él, sino que él debe
acudir a su encuentro; ¿Al de quién? “Son las doce de la noche. Voy hacia allá.
Sé que ella estará esperándome.” (Informe, 446)
El lector de Sábato cae rendido tras
el esfuerzo, pues ha logrado llegar a la cima-sima de esta montaña-abismo. Que
descanse y se sosiegue porque la faena ya está hecha.
Del mismo modo que la ceguera como
metáfora de visión de mundo se haya escindida en las dos obras por concepciones
diametralmente opuestas, la forma en que sus efluvios se evaporan difiere
también en mucho. Mientras en el Ensayo la disipación de la ceguera trae
euforia y olvido entre los más, en el Informe trae la simbiótica relación
con la muerte. En el Ensayo la ceguera cobra la forma de un ingrato
recuerdo (al menos para el médico y su mujer), en tanto que ni la muerte de
Vidal en el Informe puede poner en riesgo la supervivencia de la Secta
de los ciegos, pues su reinado en el mundo no depende de los hombres sino de
los dioses.
[1] (El autor está en el libro, el autor es el libro, incluso si sus
páginas no logran apresar su esencia.)
[2] Desde que el mar de leche todo lo inunda, la novela de Saramago puede
resumirse en una sola palabra: tragedia. La ceguera ocasiona abigarramiento;
ésta es la segunda tipología de Jernigan: “blindness as total tragedy” (la
ceguera como caos irredimible)
[3] (Nada más recobrar la vista,
aquellos que un día fueron ciegos parecen haber olvidado su tragedia)
[4] La inmersión de Vidal en el
Ojo Fosforescente de la deidad lo interpreta Silvia Martínez así: “En la
búsqueda angustiosa de Vidal hay dos deseos entrelazados: deseo de unión
amorosa (complejo de Edipo) y el de volver al estado fetal (fantasía del
renacimiento, que se deriva del mencionado complejo de Edipo, y que Freud
consideró una abreviación de la fantasía de la unión incestuosa con la madre).”
(39)
[5] Fernando, a fin de poder
“ingresar” en la Secta, debe “arrancarse los ojos”; debe purificarse, pues
nadie que no sea ciego puede siquiera acercarse a ella. Jernigan habla de
“blindness as purification” (la ceguera
como depuración) para definir casos análogos.
[6] El cíclope simboliza, en
opinión de Chevalier, una como ceguera intelectual que tiene su causa en la
falta de un segundo ojo: “El ojo único, en medio de la frente, descubre una
recesión de la inteligencia, o su comienzo, o la pérdida del sentido de ciertas
dimensiones y ciertas relaciones.” (280)
[7] Vidal, quien abole la idea
de que las coincidencias y los azares signen la vida de las personas, ve la
suya signada por un fatal determinismo a edad muy temprana. Su obsesión por los
ciegos acaso tenga su origen en la yuxtaposición de las cegueras de Homero, el
cíclope, Edipo y Tiresias, que exacerbaron la curiosidad científica que hasta
aquí lo ha conducido: “Los ciegos me obsesionaron desde chico y hasta donde mi
memoria alcanza recuerdo que siempre
tuve el impreciso pero pertinaz propósito de penetrar algún día en el universo
en que habitan” (Informe, 315)
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