sábado, 26 de marzo de 2011

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (V)

4. LA DISIPACIÓN DE LA CEGUERA

“The author is in the book, the author is the book, even when
the book does not succeed in being the whole author”.[1]
(Saramago, 2006)


La ceguera ha sembrado de confusión y perplejidad todo a su paso. La confusión de un mundo que, sin ojos, no logra orientarse, y la perplejidad de un destino que se adentra en un mundo en el que debe prescindir de ellos para lograr hacerlo. Cuando Ella se haya disipado, su indeleble influjo ya habrá calado lo bastante hondo para que, ni su disolución, obre cambio alguno en esas arcadias narrativas.

El terreno está debidamente abonado para que la fábula germine su moraleja. Pero hacen falta aún algunos detalles.

El médico y su esposa, escoltados por el perro de las lágrimas, entran en una iglesia. Ella ha sufrido un desvanecimiento que no dura mucho. Dueña de sí, la mujer se extasía en la contemplación de las imágenes y pinturas sagradas. Le refiere a su marido el prodigio: “No vas a creer lo que te digo, pero todas las imágenes de la iglesia tienen los ojos vendados”, a lo que el ciego oftalmólogo, sentencioso, replica que “ese cura tiene que haber sido el mayor sacrílego de todos los tiempos y de todas las religiones, el más justo, el más radicalmente humano, el que vino aquí para decir al fin que Dios no merece ver.” (Ensayo, 426, 427)

Y el propósito cristaliza. La iglesia, que a esa hora está minada del esperpento saramaguiano de mil cabezas y ningún cerebro, de mil ciegos y ningún Edipo, es el escenario del mismo y grotesco caos[2], repetido y manoseado sin vergüenza por el obtuso narrador, que la manida diatriba teotanática precipita en esta ocasión: “…es preciso estar dotado de muy buen corazón para no reírse a carcajadas ante esta grotesca maraña de cuerpos en busca de brazos para librarse y de pies para escapar.” (Ensayo, 429) Ciegos y lectores imposibilitados para huir: los primeros por incapacidad y los otros por irresolución.

Hecho el trabajo, la pareja de mercenarios al servicio del escritor iconoclasta regresa a su casa, donde en compañía de los amigos de desgracia se disponen a recibir la paga colectiva: “Veo, veo” (Ensayo, 433), grita el primer ciego y la chica de las gafas oscuras y el médico y un vecino y la ciudad toda, en un eco que ensordece la memoria del mal blanco y que acalla los ya lejanos rumores de las doloridas voces de aquella historia en que se dijo “estoy ciego”: “As soon as vision is restored, for the blind the memory of the terrible experience seems to vanish into the air.”[3] (Carreira, 2006)

El plural olvido de la singular ceguera blanca no enferma al oftalmólogo, que está obligado en virtud de su saber a recordarla y a rendir un parte médico, que persuada al estupefacto leedor: “creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven.” (Ensayo, 438)

“¿Más de un tercio de millar de páginas para espetarnos un sermón de solidaridad así, con ese desmaño?” (84), se pregunta Narváez y nos lo preguntamos muchos lectores que, no pudiendo sacudirnos el asombro, hasta aquí llegamos: poco menos que una proeza lectora.

Volvamos con Vidal, que nos aguarda, prisionero de los ciegos, en ese cuarto en que habrá de conocer el veredicto de sus enemigos.

La investigación tocaba a su fin. Toda una vida dedicada a los indicios, a los sutiles a la vez que sobrecogedores indicios que lo fueron internando en los movedizos terrenos de la Secta. De la sagrada Logia que todavía le tenía reservada una sorpresa: el viaje al origen cósmico; la travesía que lo lleva de regreso a la primigénesis del universo; la correría a las profundidades ventrales de la deidad[4].

Del todo enceguecido[5] (“recién entonces parecía tener plena conciencia de mi soledad y de las poderosas tinieblas que me rodeaban”), Vidal está preparado para asomarse al abismo de esa estremecedora verdad que él asedió desde que, siendo todavía un niño en Capitán Olmos, leyera la descarnada descripción que Homero (“¿no era Homero ciego?”) (Informe, 433, 434) hace de la castración ocular a que Ulises y sus compañeros someten al cíclope[6], así como el fin de Edipo, revelación que ese niño oye de boca del ciego Tiresias.

¡Cuatro cegueras[7] en dos tempranas lecturas! Razón de más para que esa existencia de atormentada inteligencia sufra un primer remezón.

Un primer y definitivo remezón, cuya última réplica saca a la superficie el sempiterno caos de la cópula universal. O como lo dice Luis Wainerman: “Al fin de su internación en el Mundo de los Ciegos se da la experiencia del Orgasmo Cósmico, de la Recapitulación y los Instintos.” (128)

La disipación del universo nocturno le da paso a la realidad de la conciencia diurna de Vidal que, sin saber cómo, despierta en su cuarto de Villa Devoto. En ese cuarto donde ya no hay ciegos ni ceguera que lo amenacen. Sabe que ellos no vendrán por él, sino que él debe acudir a su encuentro; ¿Al de quién? “Son las doce de la noche. Voy hacia allá. Sé que ella estará esperándome.” (Informe, 446)

El lector de Sábato cae rendido tras el esfuerzo, pues ha logrado llegar a la cima-sima de esta montaña-abismo. Que descanse y se sosiegue porque la faena ya está hecha.
Del mismo modo que la ceguera como metáfora de visión de mundo se haya escindida en las dos obras por concepciones diametralmente opuestas, la forma en que sus efluvios se evaporan difiere también en mucho. Mientras en el Ensayo la disipación de la ceguera trae euforia y olvido entre los más, en el Informe trae la simbiótica relación con la muerte. En el Ensayo la ceguera cobra la forma de un ingrato recuerdo (al menos para el médico y su mujer), en tanto que ni la muerte de Vidal en el Informe puede poner en riesgo la supervivencia de la Secta de los ciegos, pues su reinado en el mundo no depende de los hombres sino de los dioses.


[1] (El autor está en el libro, el autor es el libro, incluso si sus páginas no logran apresar su esencia.)
[2] Desde que el mar de leche todo lo inunda, la novela de Saramago puede resumirse en una sola palabra: tragedia. La ceguera ocasiona abigarramiento; ésta es la segunda tipología de Jernigan: “blindness as total tragedy” (la ceguera como caos irredimible)
[3] (Nada más recobrar la vista, aquellos que un día fueron ciegos parecen haber olvidado su tragedia)
[4] La inmersión de Vidal en el Ojo Fosforescente de la deidad lo interpreta Silvia Martínez así: “En la búsqueda angustiosa de Vidal hay dos deseos entrelazados: deseo de unión amorosa (complejo de Edipo) y el de volver al estado fetal (fantasía del renacimiento, que se deriva del mencionado complejo de Edipo, y que Freud consideró una abreviación de la fantasía de la unión incestuosa con la madre).” (39)
[5] Fernando, a fin de poder “ingresar” en la Secta, debe “arrancarse los ojos”; debe purificarse, pues nadie que no sea ciego puede siquiera acercarse a ella. Jernigan habla de “blindness as purification”  (la ceguera como depuración) para definir casos análogos.
[6] El cíclope simboliza, en opinión de Chevalier, una como ceguera intelectual que tiene su causa en la falta de un segundo ojo: “El ojo único, en medio de la frente, descubre una recesión de la inteligencia, o su comienzo, o la pérdida del sentido de ciertas dimensiones y ciertas relaciones.” (280)
[7] Vidal, quien abole la idea de que las coincidencias y los azares signen la vida de las personas, ve la suya signada por un fatal determinismo a edad muy temprana. Su obsesión por los ciegos acaso tenga su origen en la yuxtaposición de las cegueras de Homero, el cíclope, Edipo y Tiresias, que exacerbaron la curiosidad científica que hasta aquí lo ha conducido: “Los ciegos me obsesionaron desde chico y hasta donde mi memoria alcanza recuerdo  que siempre tuve el impreciso pero pertinaz propósito de penetrar algún día en el universo en que habitan” (Informe, 315)

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