5. TESTIGOS DE
EXCEPCIÓN
“The
authentic “omniscient narrator” acts, in my opinion,
as a
god who is not satisfied only with what
has
happened and is in the process of happening…”[1]
(Saramago,
2006)
Toda catástrofe, incluso las de mayores proporciones, deja vivir,
para contarla, a jirones de su devastación. Pedazos de vida que encarnan
doloridos personajes que dan testimonio de los horrores a que se vieron
abocados, pero de los que pudieron escapar con vida gracias a un dios o a un
escritor. Acerquémonos a los testigos que estos dos autores tuvieron a bien
preservar y dispongámonos a escucharlos.
Resulta curioso que en una ciudad
poblada de ciegos, todos ellos, excepto uno (el primer ciego), sean testigos de
la ceguera de los demás. Pero este fenómeno tiene una razón de ser: el proceso
de enceguecimiento es individual, no así la ceguera, que les es común a todos.
De modo que cuando esta emerge de entre las sombras por primera vez, hay
todavía millones de ojos que pueden contemplarla desprovistos aún de paranoia:
“El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor
inmovilizado braceando tras el parabrisas...” (Ensayo, 10)
Y de la sorpresa que producen los
primeros casos a los que el humano asombro necesita asomarse (como se agolpan
millares de ojos ante un accidente de tránsito), se pasa al horror y la
violencia: ya nadie quiere mirar la ceguera, hay que segarla si es preciso con
las armas del Estado. Todo en vano, pues sólo Ella se mantiene incólume.
Para que el narrador del Ensayo
no haga las veces de dios insatisfecho, como reza el epígrafe que encabeza este
capítulo, el autor pensó en una posible aunque osada solución: engendrar un
personaje y blindarlo, con el derecho que le confiere su dignidad de creador,
contra la arremetida del mal blanco: “la de los ojos que ven”.
Después de la incertidumbre que le
causa al lector su invulnerabilidad, este se habitúa a mirar con los
impertinentes de la mujer, a ponerse tras sus pupilas para asistir al
cataclismo. Su presencia se prolonga casi en toda la obra.
Desde que su marido pierde la vista
en casa, y hasta que los seis ciegos a su cuidado la recuperan, es su mirada la
que recorre el espanto, que tiene su verdadero origen en el antiguo manicomio.
Allí, ella trata de atenuar el caos, ayudada por sus dos ojos -ínfimos ante
tanta ceguera- y la sesudez de su marido ciego, que, tan desvalido como los
demás, de poco sirve. A él le refiere todo cuanto ve. Y todo cuanto ve se le
cuela al lector a través de las páginas del Ensayo: “...la mujer del
médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo tuyo, es un
hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra en uno de los
ojos...” (Ensayo, 163)
La mujer no sabe que ella no es la
única testigo de la desgracia. Aunque no lo percibe, dos ojos más los observan.
Una mirada con alguna “miopía”, pero sin duda más abarcadora que la suya: la
del narrador, a quien debe estudiárselo con detenimiento, pues presenta
variables que toca sopesar por separado.
De forma providencial, el proteico
narrador del Ensayo hace presencia justo donde la ceguera aparece.
Observa y da cuenta del incidente y de su preámbulo: “Se iluminó el disco
amarillo...” (Ensayo, 9) Sigue al primer ciego a su casa, entra en ella
y lo sabe “todo”. Sabe todo en relación con ese personaje, pero nada más.
Solamente en la medida en que otros personajes vayan entrando en escena, su
“poder” acrecerá. Es momento de hablar de su omnisciencia[2],
pero no de su omnipresencia[3].
La omnisciencia (“la sensación de la
presencia de un narrador que lo sabe todo”; Chatman, 233) es una constante en
la novela. Sabe qué piensan los personajes que lo circundan, ciegos o no, cómo
se sienten; conoce sus intenciones, sus deseos; advierte sus rabias y
frustraciones. Sin embargo, a este narrador, un “semidiós”, se le coarta la
libertad de movimiento y se lo confina, por ejemplo, junto con los primeros
ciegos en el manicomio, de donde no habrá de salir hasta tanto la mujer de los
ojos y sus compañeros lo hagan. Es más: dentro del reclusorio no goza de
permiso para desplazarse a capricho. Está condenado a imaginar qué pasa en la
sala contigua y supeditado a caminar tras la mujer: “La oscuridad era completa,
no era posible saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se
podría preguntar desde aquí, desde lejos, Quiénes sois...” (Ensayo, 277)
Ante la simultaneidad del contagio
que hace nido -aún son los primeros casos- en el cerebro de otros personajes
que se encuentran en distintos sitios de la ciudad, el autor le otorga patente
de corso a su narrador para que los testimonie, y con este fin le insufla el
don de la omnipresencia, que le retira una vez terminada la empresa:
“Pensó entonces que lo mejor sería salir un rato del
coche, dar una vuelta, airear las ideas, A ver si me quito las telarañas de la
cabeza, por el hecho de que el tipo aquel se quedara ciego no me va a pasar lo
mismo a mí, esto no es una gripe que se pegue, doy una vuelta a la manzana y se
me pasa. Salió, no valía la pena cerrar el coche, estaría de vuelta en un
momento, y se alejó. Aún no había andado treinta pasos cuando se quedó ciego.
En el consultorio...” (Ensayo, 32)
El narrador
del Ensayo es extradiegético, si bien guarda una gran cercanía con la
historia que cuenta. Mete baza en todo momento, lo cual lo asemeja más al autor
implícito que a un narrador “convencional”. Sobre este particular, nos dice
Chatman (245) que aquellos narradores que truecan sus funciones (describir, identificar
y narrar), incurren en actos de habla propios de los personajes, a los que
podemos llamar comentarios. Los hay implícitos y explícitos.
Los de este narrador -aunque lo
pretenden- no son comentarios implícitos, es decir irónicos, sino explícitos.
Abusan del juicio (“pues no es así como se trata a unos ciegos, que para
desgracia ya tienen bastante” [Ensayo, 311]) y la generalización
(“probablemente nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de
los ciegos, parece que están gritando sin saber por qué...” [Ensayo,
276]).
Por ser como esos árbitros de fútbol
que buscan figuración y que por granjeársela se olvidan de impartir justicia,
dando al traste con el espectáculo, al narrador del Ensayo se le da
demasiada locuacidad y protagonismo, pero no es culpa suya. ¿Quién debe
responder del desmán entonces? Acaso Chatman tenga la respuesta: “el esfuerzo
retórico del autor implícito, por otra parte, es hacer que todo el conjunto,
historia y discurso, inclusive la actuación del narrador, sea interesante,
aceptable, coherente en sí mismo e ingenioso” (245) Pero en el Ensayo
-falto de todo ingenio como se ha visto- el esfuerzo retórico de su autor
implicado parió un teratológico prodigio de aburrimiento e incoherencia,
inaceptable en un escritor del renombre de Saramago.
Antes de que muera, el
testigo-narrador-protagonista del Informe desea contarnos los últimos
pormenores de su investigación. Oigámoslo, pues, que aquí se acerca.
A través de la historia ha habido
testigos de excepción que, si estuvieran vivos, corroborarían y suscribirían la
investigación que adelantó Fernando Vidal Olmos, y que le costó la vida, como a
ellos. Testigos como “Maupassant (que lo pagó con la locura), como Rimbaud (que
no obstante su fuga al África, terminó también con el delirio y la gangrena) y
como tantos otros anónimos héroes que...” (Informe, 421) Tantos otros
anónimos héroes que, si existen, no renuncian, igual que no lo hizo Vidal, a su
anonimato, porque renunciar a él es renunciar a la vida o a la libertad. Pero
mantenerse en él tampoco las garantiza.
Cabe también pensar en otro tipo de
testigos: aquellos que, pese a habitar en las grutas más recónditas del
subsuelo y a no orientarse como los otros, ejercen un dominio imperceptible
para la mayoría pero aterradoramente real, como lo pudieron constatar estos
héroes que ya no se encuentran entre nosotros. Por fortuna nos queda la
espeluznante narración de Vidal.
En el Buenos Aires de Sábato, al
contrario de lo que ocurre en la ignota ciudad de Saramago, los más de sus
habitantes ven pero, del mismo modo que allí, paradójicamente sólo una persona
es quien realmente ve la ceguera. Al igual que la mujer del médico, Vidal tiene
la versión fidedigna de los hechos que, amén de protagonizar, narra. Nicasio
Urbina (172) lo define como un narrador intradiegético a la vez que
homodiegético, pues focaliza desde dentro de la historia y es personaje: “Yo no
podía estarme todo el tiempo a su lado. Así que busqué la forma de vigilarlo
sin estar en su cercanía.” (Informe, 324)
En la narración de Sábato no hay
-porque el tipo de narrador no lo permite- ni omnisciencia ni omnipresencia.
Vidal es un narrador “más limitado”, pues sólo puede dar fe de lo que él conoce
o le sucede. La narración se afinca donde él se encuentre, y la única y mayor
concesión de movimiento son esas prolepsis y algunas analepsis que se suceden
en sus evocaciones o en sus vaticinios: “Voy a contar ahora cómo entró en juego
el tipógrafo Celestino Iglesias y...” (Informe, 305)
Fernando no puede saber más que lo
que él piensa: los designios de la Secta están fuera de su conciencia. A fuerza
de imaginación e inteligencia logra aventurar hipótesis, eso es todo. Pero el
lector no pretende saber nada más: avanza con él hacia el misterio.
Vidal Olmos-escritor del Informe,
Vidal Olmos-“héroe al revés” -como se describe- y Vidal Olmos-narrador, es un
entramado narrativo que dista mucho de su aparente accesibilidad. Tres
entidades que se mimetizan tras el unívoco rol de protagonista. Urbina lo
describe así: “Los cambios de focalización entre Fernando-héroe y
Fernando-narrador, explican la aparente complejidad de la estructura
narrativa.” (175) Aparente sólo si se piensa en lo intrincadas que resultan las
tres restantes partes de la novela.
También se puede entender el Informe
como la autobiografía de Vidal, no sólo por la primera persona imperante en la
narración, sino porque en ella sus “confesiones” discurren por entre muy
distintos momentos de su vertiginosa existencia: “Este informe está destinado,
después de mi muerte, que se aproxima, a un instituto que crea de interés
proseguir las investigaciones sobre este mundo que hasta hoy ha permanecido
inexplorado.” (Informe, 310)
Pese a ser el testigo unigénito de sus “memorias”; no obstante
carecer de otros ojos que faciliten su investigación; a despecho de que se
enfrenta a un enemigo ostensiblemente superior, hemos de reconocer que la
indagación de Fernando Vidal Olmos sobre la Secta que rige al universo mundo es
soberbia.
Rendidos los testimonios sólo nos queda
por consignar lo siguiente:
Que, mientras
que en representación de Ensayo sobre la ceguera comparecieron dos
testigos que todo o casi todo vieron, sólo uno vino por parte del Informe
sobre ciegos. La mujer del médico, quien dice haberlo presenciado todo
miente, pues dejamos constancia de que el mal blanco se instala en su
conciencia sólo cuando su marido, el oftalmólogo, le cuenta de la ceguera de su
paciente y asiste al enceguecimiento de este. El narrador del Ensayo no falta
a la verdad cuando dice que él estaba presente en el momento justo en que se
produce la epifanía de la atípica ceguera, y en el instante mismo en que esta
comenzó a disiparse. Fernando Vidal Olmos, único testigo del Informe,
apremiado por el tiempo-pues al parecer debía cumplir una cita que calificó de
impostergable- nos dejó más de cien cuartillas en las que refiere la
investigación que adelantó sobre una “Secta de ciegos” -así la llama- y suplicó
que ahondáramos en el asunto que, a decir verdad, no parece tener mucho
asidero.
[1] (El verdadero narrador
omnisciente actúa, según creo, como un dios que no se conforma sólo con lo que
ha sucedido sino con lo que está por ocurrir)
[2] Según Seymour Chatman, la omnisciencia es la facultad que tiene el
narrador de “Saberlo Todo” o, dicho de otro modo, de saber “el resultado de
cada suceso y la naturaleza de cada existente” (228)
[3] Para Chatman, la omnipresencia es la “capacidad para saltar de un lugar
A a otro lugar B sin la autorización de una inteligencia central en la escena”
(228)
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