sábado, 26 de marzo de 2011

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (VI)

5. TESTIGOS DE EXCEPCIÓN

“The authentic “omniscient narrator” acts, in my opinion,
as a god who is not satisfied only with what
has happened and is in the process of happening…”[1]
(Saramago, 2006)


Toda catástrofe, incluso las de mayores proporciones, deja vivir, para contarla, a jirones de su devastación. Pedazos de vida que encarnan doloridos personajes que dan testimonio de los horrores a que se vieron abocados, pero de los que pudieron escapar con vida gracias a un dios o a un escritor. Acerquémonos a los testigos que estos dos autores tuvieron a bien preservar y dispongámonos a escucharlos.

Resulta curioso que en una ciudad poblada de ciegos, todos ellos, excepto uno (el primer ciego), sean testigos de la ceguera de los demás. Pero este fenómeno tiene una razón de ser: el proceso de enceguecimiento es individual, no así la ceguera, que les es común a todos. De modo que cuando esta emerge de entre las sombras por primera vez, hay todavía millones de ojos que pueden contemplarla desprovistos aún de paranoia: “El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas...” (Ensayo, 10)

Y de la sorpresa que producen los primeros casos a los que el humano asombro necesita asomarse (como se agolpan millares de ojos ante un accidente de tránsito), se pasa al horror y la violencia: ya nadie quiere mirar la ceguera, hay que segarla si es preciso con las armas del Estado. Todo en vano, pues sólo Ella se mantiene incólume.

Para que el narrador del Ensayo no haga las veces de dios insatisfecho, como reza el epígrafe que encabeza este capítulo, el autor pensó en una posible aunque osada solución: engendrar un personaje y blindarlo, con el derecho que le confiere su dignidad de creador, contra la arremetida del mal blanco: “la de los ojos que ven”.

Después de la incertidumbre que le causa al lector su invulnerabilidad, este se habitúa a mirar con los impertinentes de la mujer, a ponerse tras sus pupilas para asistir al cataclismo. Su presencia se prolonga casi en toda la obra.

Desde que su marido pierde la vista en casa, y hasta que los seis ciegos a su cuidado la recuperan, es su mirada la que recorre el espanto, que tiene su verdadero origen en el antiguo manicomio. Allí, ella trata de atenuar el caos, ayudada por sus dos ojos -ínfimos ante tanta ceguera- y la sesudez de su marido ciego, que, tan desvalido como los demás, de poco sirve. A él le refiere todo cuanto ve. Y todo cuanto ve se le cuela al lector a través de las páginas del Ensayo: “...la mujer del médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo tuyo, es un hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra en uno de los ojos...” (Ensayo, 163)

La mujer no sabe que ella no es la única testigo de la desgracia. Aunque no lo percibe, dos ojos más los observan. Una mirada con alguna “miopía”, pero sin duda más abarcadora que la suya: la del narrador, a quien debe estudiárselo con detenimiento, pues presenta variables que toca sopesar por separado.

De forma providencial, el proteico narrador del Ensayo hace presencia justo donde la ceguera aparece. Observa y da cuenta del incidente y de su preámbulo: “Se iluminó el disco amarillo...” (Ensayo, 9) Sigue al primer ciego a su casa, entra en ella y lo sabe “todo”. Sabe todo en relación con ese personaje, pero nada más. Solamente en la medida en que otros personajes vayan entrando en escena, su “poder” acrecerá. Es momento de hablar de su omnisciencia[2], pero no de su omnipresencia[3].

La omnisciencia (“la sensación de la presencia de un narrador que lo sabe todo”; Chatman, 233) es una constante en la novela. Sabe qué piensan los personajes que lo circundan, ciegos o no, cómo se sienten; conoce sus intenciones, sus deseos; advierte sus rabias y frustraciones. Sin embargo, a este narrador, un “semidiós”, se le coarta la libertad de movimiento y se lo confina, por ejemplo, junto con los primeros ciegos en el manicomio, de donde no habrá de salir hasta tanto la mujer de los ojos y sus compañeros lo hagan. Es más: dentro del reclusorio no goza de permiso para desplazarse a capricho. Está condenado a imaginar qué pasa en la sala contigua y supeditado a caminar tras la mujer: “La oscuridad era completa, no era posible saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se podría preguntar desde aquí, desde lejos, Quiénes sois...” (Ensayo, 277)

Ante la simultaneidad del contagio que hace nido -aún son los primeros casos- en el cerebro de otros personajes que se encuentran en distintos sitios de la ciudad, el autor le otorga patente de corso a su narrador para que los testimonie, y con este fin le insufla el don de la omnipresencia, que le retira una vez terminada la empresa:

“Pensó entonces que lo mejor sería salir un rato del coche, dar una vuelta, airear las ideas, A ver si me quito las telarañas de la cabeza, por el hecho de que el tipo aquel se quedara ciego no me va a pasar lo mismo a mí, esto no es una gripe que se pegue, doy una vuelta a la manzana y se me pasa. Salió, no valía la pena cerrar el coche, estaría de vuelta en un momento, y se alejó. Aún no había andado treinta pasos cuando se quedó ciego. En el consultorio...” (Ensayo, 32)

El narrador del Ensayo es extradiegético, si bien guarda una gran cercanía con la historia que cuenta. Mete baza en todo momento, lo cual lo asemeja más al autor implícito que a un narrador “convencional”. Sobre este particular, nos dice Chatman (245) que aquellos narradores que truecan sus funciones (describir, identificar y narrar), incurren en actos de habla propios de los personajes, a los que podemos llamar comentarios. Los hay implícitos y explícitos.

Los de este narrador -aunque lo pretenden- no son comentarios implícitos, es decir irónicos, sino explícitos. Abusan del juicio (“pues no es así como se trata a unos ciegos, que para desgracia ya tienen bastante” [Ensayo, 311]) y la generalización (“probablemente nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de los ciegos, parece que están gritando sin saber por qué...” [Ensayo, 276]).

Por ser como esos árbitros de fútbol que buscan figuración y que por granjeársela se olvidan de impartir justicia, dando al traste con el espectáculo, al narrador del Ensayo se le da demasiada locuacidad y protagonismo, pero no es culpa suya. ¿Quién debe responder del desmán entonces? Acaso Chatman tenga la respuesta: “el esfuerzo retórico del autor implícito, por otra parte, es hacer que todo el conjunto, historia y discurso, inclusive la actuación del narrador, sea interesante, aceptable, coherente en sí mismo e ingenioso” (245) Pero en el Ensayo -falto de todo ingenio como se ha visto- el esfuerzo retórico de su autor implicado parió un teratológico prodigio de aburrimiento e incoherencia, inaceptable en un escritor del renombre de Saramago.

Antes de que muera, el testigo-narrador-protagonista del Informe desea contarnos los últimos pormenores de su investigación. Oigámoslo, pues, que aquí se acerca.

A través de la historia ha habido testigos de excepción que, si estuvieran vivos, corroborarían y suscribirían la investigación que adelantó Fernando Vidal Olmos, y que le costó la vida, como a ellos. Testigos como “Maupassant (que lo pagó con la locura), como Rimbaud (que no obstante su fuga al África, terminó también con el delirio y la gangrena) y como tantos otros anónimos héroes que...” (Informe, 421) Tantos otros anónimos héroes que, si existen, no renuncian, igual que no lo hizo Vidal, a su anonimato, porque renunciar a él es renunciar a la vida o a la libertad. Pero mantenerse en él tampoco las garantiza.

Cabe también pensar en otro tipo de testigos: aquellos que, pese a habitar en las grutas más recónditas del subsuelo y a no orientarse como los otros, ejercen un dominio imperceptible para la mayoría pero aterradoramente real, como lo pudieron constatar estos héroes que ya no se encuentran entre nosotros. Por fortuna nos queda la espeluznante narración de Vidal.

En el Buenos Aires de Sábato, al contrario de lo que ocurre en la ignota ciudad de Saramago, los más de sus habitantes ven pero, del mismo modo que allí, paradójicamente sólo una persona es quien realmente ve la ceguera. Al igual que la mujer del médico, Vidal tiene la versión fidedigna de los hechos que, amén de protagonizar, narra. Nicasio Urbina (172) lo define como un narrador intradiegético a la vez que homodiegético, pues focaliza desde dentro de la historia y es personaje: “Yo no podía estarme todo el tiempo a su lado. Así que busqué la forma de vigilarlo sin estar en su cercanía.” (Informe, 324)

En la narración de Sábato no hay -porque el tipo de narrador no lo permite- ni omnisciencia ni omnipresencia. Vidal es un narrador “más limitado”, pues sólo puede dar fe de lo que él conoce o le sucede. La narración se afinca donde él se encuentre, y la única y mayor concesión de movimiento son esas prolepsis y algunas analepsis que se suceden en sus evocaciones o en sus vaticinios: “Voy a contar ahora cómo entró en juego el tipógrafo Celestino Iglesias y...” (Informe, 305)

Fernando no puede saber más que lo que él piensa: los designios de la Secta están fuera de su conciencia. A fuerza de imaginación e inteligencia logra aventurar hipótesis, eso es todo. Pero el lector no pretende saber nada más: avanza con él hacia el misterio.

Vidal Olmos-escritor del Informe, Vidal Olmos-“héroe al revés” -como se describe- y Vidal Olmos-narrador, es un entramado narrativo que dista mucho de su aparente accesibilidad. Tres entidades que se mimetizan tras el unívoco rol de protagonista. Urbina lo describe así: “Los cambios de focalización entre Fernando-héroe y Fernando-narrador, explican la aparente complejidad de la estructura narrativa.” (175) Aparente sólo si se piensa en lo intrincadas que resultan las tres restantes partes de la novela.

También se puede entender el Informe como la autobiografía de Vidal, no sólo por la primera persona imperante en la narración, sino porque en ella sus “confesiones” discurren por entre muy distintos momentos de su vertiginosa existencia: “Este informe está destinado, después de mi muerte, que se aproxima, a un instituto que crea de interés proseguir las investigaciones sobre este mundo que hasta hoy ha permanecido inexplorado.” (Informe, 310)

Pese a ser el testigo unigénito de sus “memorias”; no obstante carecer de otros ojos que faciliten su investigación; a despecho de que se enfrenta a un enemigo ostensiblemente superior, hemos de reconocer que la indagación de Fernando Vidal Olmos sobre la Secta que rige al universo mundo es soberbia.

Rendidos los testimonios sólo nos queda por consignar lo siguiente:

Que, mientras que en representación de Ensayo sobre la ceguera comparecieron dos testigos que todo o casi todo vieron, sólo uno vino por parte del Informe sobre ciegos. La mujer del médico, quien dice haberlo presenciado todo miente, pues dejamos constancia de que el mal blanco se instala en su conciencia sólo cuando su marido, el oftalmólogo, le cuenta de la ceguera de su paciente y asiste al enceguecimiento de este. El narrador del Ensayo no falta a la verdad cuando dice que él estaba presente en el momento justo en que se produce la epifanía de la atípica ceguera, y en el instante mismo en que esta comenzó a disiparse. Fernando Vidal Olmos, único testigo del Informe, apremiado por el tiempo-pues al parecer debía cumplir una cita que calificó de impostergable- nos dejó más de cien cuartillas en las que refiere la investigación que adelantó sobre una “Secta de ciegos” -así la llama- y suplicó que ahondáramos en el asunto que, a decir verdad, no parece tener mucho asidero.


[1] (El verdadero narrador omnisciente actúa, según creo, como un dios que no se conforma sólo con lo que ha sucedido sino con lo que está por ocurrir)
[2] Según Seymour Chatman, la omnisciencia es la facultad que tiene el narrador de “Saberlo Todo” o, dicho de otro modo, de saber “el resultado de cada suceso y la naturaleza de cada existente” (228)
[3] Para Chatman, la omnipresencia es la “capacidad para saltar de un lugar A a otro lugar B sin la autorización de una inteligencia central en la escena” (228)

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