2. LA ENTRONIZACIÓN DE
LA CEGUERA
“Míralos, alma mía; ¡son en verdad horribles!
Parecen maniquíes; vagamente ridículos;
terribles, singulares, igual que los
sonámbulos;
lanzando no sé a dónde sus globos tenebrosos…”
(Baudelaire)
La ceguera no necesita el beneplácito de los dioses de
turno para reinar sin oposiciones: está por encima de cualquier autoridad
humana o divina. Tras manifestarse de improviso y con gran estruendo, se
aposenta en el trono que dos de sus áulicos le han erigido para que ponga su
designio por obra: desentronizar la luz y las imágenes oculares, para lo cual
sólo precisa de este capítulo.
La peste blanca, inopinadamente,
comienza a tomar posesión de la ciudad. Después de su aparición en la persona
del conductor que espera ante el semáforo, la ceguera hace metástasis,
imposibilitando la tarea de reseñar todos los contagios. Tan sólo los primeros
tendrán algún cariz de individualidad. Unos pocos ejemplos bastan.
Como si se tratara de un vulgar
crimen y un escarnecedor castigo, aquel que dieron en llamar “buen samaritano”,
que se pagó con creces el favor de llevar al primer ciego a su domicilio, corre
la misma suerte, salvo que en circunstancias literarias menos auspiciosas:
presentir que la desgracia acecha, parar el carro para dar una caminata y
quedarse ciego nada más dar unos cuantos pasos.
Mientras baraja posibles
explicaciones de la ceguera repentina del paciente que viera por la tarde en su
consultorio, entre sus libros de medicina que parecen arrojar poca luz, el
oftalmólogo pierde la vista, en una escena que no logra ni mover a risa ni
conmover de espanto. No sé si hablar quizá de desasosiego para acertar a
definir la indefinición del lector que, esperanzado aún, persiste en la empresa
de leer a Saramago.
Se suma al espectro de ideas
brillantes -sobra aclarar que el brillo no nos importa, pues nos ocupa la
ceguera- la de privar de la luz a un personaje en los estertores del amor. No
se trata, claro está, de cualquier personaje: una como puta a domicilio que,
amén de pingües ganancias, recaba orgasmos de trabajo. Y, a renglón seguido, le
corresponde el turno de la “risible” desgracia al niño estrábico que, no viendo
su mal curado, sí lo ve agrandado.
Cuatro cegueras simultáneas (la del
ladrón, la del médico, la de la puta y la del niño) contempladas por los ojos
omnipresentes de un narrador que, recluido con los ciegos en cuarentena,
sufrirá una merma visual. Pero a él se lo estudiará en el quinto y último
capítulo de esta monografía.
Ellos cuatro, además del primer
ciego y la mujer del médico, inexplicablemente indemne del mal blanco, serán
los primeros apestados recluidos en el otrora manicomio[1]
dispuesto por el gobierno para intentar sofocar la crisis y detener el
contagio. Vano esfuerzo, pues al cabo de pocas horas el sanatorio no dará
abasto para albergar tanto infectado.
No obstante ser en un principio
apenas cinco ciegos y de haber entre ellos el atenuante de dos ojos salvados
por el autor, el médico fracasa en su intento por detener el avance del caos
primitivo en que parece va a caer aquella incipiente sociedad; una sociedad que
cobra las amorfas formas de la Horda. Y, para que no haya lugar a dudas, la
única regla que allí debe existir, para envidia de la tal democracia que acaba
de arrojarlos de su seno, es la igualdad: “Basta, gritó el médico, impaciente,
Mire, doctorcillo, rezongó el ladrón, aquí todos somos iguales, a mí no me da
usted órdenes.” (Ensayo, 72)
Cuando la vida allí comienza a
discurrir con su inexorable ritmo, los seres que la padecen deben arrostrarla:
saber dónde queda el baño, entender que las pulsiones no cesan sino que pueden
incluso arreciar, buscar y acertar la presencia de otro ciego, comenzar a leer
el mundo por debajo de los ojos: “Las manos son los ojos de los ciegos” (Ensayo,
427), reflexiona el autor en una de sus “agudas cavilaciones”, como las llama
Tomás Granados (57). Pero esta, que no es otra cosa que una más de las modestas
quimeras populares de que habla Juan José de Narváez (86), que abundan en la
novela, infima las posibilidades del símbolo y las del lector desavisado.
Digamos entonces que el aprendizaje
al tacto comporta, en primer término, el amancebamiento del ciego saramaguiano
con el barullo, con el abigarramiento, porque el mundo de Ensayo sobre la
ceguera va al garete, como sus personajes:
“... tan lejos estamos del mundo que pronto
empezaremos a no saber quiénes somos, ni siquiera se nos ha ocurrido
preguntarnos nuestros nombres, y para qué, ningún perro reconoce a otro perro
por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por él se da a
identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la
manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color
de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso
existiera…” (Ensayo,
84)
El intento de desantropomorfizar a sus personajes (perros que
ladran) cae, como podría caer un ciego falto de pericia en la “materia”, en el
vacío (perros que hablan). Pero soslayemos estas minucias y pasemos de largo.
Despojados de las imágenes, estos
ciegos se hallan privados de casi toda
caracterización humana: los nombres que sólo hace unos pocos días los
identificaran ya no importan; la dignidad que les confiriera el título de
ciudadanos les fue retirada. Relegados al ostracismo y el confinamiento por el
miedo de sus congéneres, estos menesterosos remedos de Tiresias ven reducidas
sus posibilidades al instinto que degrada, no al que humaniza.[2]
Los perros con que aquí se compara a
los ciegos les llevan una ventaja: ellos sí ven. No van, como aquellos,
estrellándose contra un mundo que ignoran, pese a haberlo habitado no hace
mucho tiempo. Un mundo que deben descubrir y leer para no sucumbir aplastados
por su peso. Pero acaso nunca lo logren. Y no lo logran, porque los han
rezagado a épocas inmemoriales en que ni el instinto ni la razón se disputaban
la primera magistratura.
La jauría de canes ciegos sobrevive
en medio del horror y la indefensión. A diferencia del rey que resolvió sacarse
los ojos para expiar una culpa incestuosa, pero que a partir del hecho es
cuando lo invade la lucidez, a la jauría sólo parece quedarle una salida a la
desesperación; una catástrofe mayor: “El menor accidente, en estas condiciones,
puede convertirse en una tragedia, probablemente eso es lo que ellos están
esperando, que acabemos aquí uno tras otro, muerto el perro, se acabó la
rabia.” (Ensayo, 84)
Se equivoca la mujer del médico en
su vaticinio y en su observación: ni muere el perro ni se acaba el mal. A la
rabia están condenados más que a la propia ceguera. Y tanto más cuantos más
ciegos vayan llegando. A ella se le suman los hedores del hacinamiento:
flatulencias, orines, vómitos.[3]
Pero tal vez hago mal en hablar en momento tan prematuro de rabia: se
presiente, se vislumbra pero no ha estallado todavía. Bulle en esos pechos
dominados por la impotencia y la frustración, su pábulo predilecto. Todo es
cuestión de tiempo.
¿Cómo miden el paso del tiempo los
ciegos? Los de Saramago, apremiados por las desfavorables circunstancias, dejan
de darles cuerda a sus relojes. Siguen, sin embargo, sujetos a su dictadura,
presos de su indolencia sin tregua. A él se deben y será él quien resuelva.
Circunloquios, muchos ambages,
demasiados rodeos emplea el autor (esquilmando el tiempo del pobre lector) en
hacer inocuas descripciones, que son casi todas. La esposa del médico, por
ejemplo, luchando por fingirse ciega ante los militares que desde afuera la
observan mientras busca la pala con que han de enterrar al primer muerto dentro
del manicomio, fuerza el siguiente diálogo:
“Dónde está, preguntó, Baja la escalera, ya te iré
guiando, respondió el sargento, muy bien, sigue ahora andando en esa misma
dirección, así, así, alto ahora, vuélvete un poco hacia la derecha, no, a la
izquierda, menos, menos, ahora adelante, si no te desvías te darás de narices
con ella, caliente, que te quemas, mierda, ya te dije que no te desviases,
frío, frío, vas calentándote otra vez, caliente, cada vez más caliente, ya
está, da ahora media vuelta y vuelvo a guiarte, no quiero que te quedes ahí
como una burra en la noria, dando vueltas, y acabes junto al portón, No te
preocupes, pensó ella, iré desde aquí a la puerta en línea recta, a fin de
cuentas, es igual, aunque sospechase que no soy ciega, a mí qué me importa, no
va a venir a buscarme.” (Ensayo, 114)
Tiempo y palabras, malgastados: se abunda en lo fútil; se yerra en
lo verdaderamente significativo; se intenta impregnar de comicidad lo que se
resiste, todo en detrimento del símbolo. Lo que sucede es que el autor, como lo
señala Narváez (88), “no elude las generalizaciones burdas, los cepos
conceptuales, los malentendidos que el desconocimiento o una vivencia indirecta
de la ceguera fomentan”. A buen seguro, no se trata rigurosamente de uno de los
dos casos (desconocimiento o vivencia indirecta) sino de su letal mezcla, pues
salta a la vista que para el autor la ceguera es, como para el grueso de los
mortales, un misterio inaccesible con el que se ha relacionado apenas.
Inscrito en lo baladí, instalada ya
la ceguera casi en toda la ciudad, afincada la peste, el caos tiene el camino
expedito, franco. Un caos que no sacude pese (o quizá por cuenta de) al
exacerbado dramatismo de las masacres, el horror y el hambre.
Franqueémosle el paso a la ceguera
del Informe, que se apresta a empuñar el cetro.
Entronizada la obsesión de la
ceguera en la deleznable vida de Vidal, este arrostra el riesgo de observar a
los que observan: un perseguido que vigila al detective. Otea desde detrás de
su celosía esas cámaras oscuras que a su vez lo registran a él. No lo ignora.
Antes bien, lo propicia.
Durante su indagación, Vidal ahondó
no sólo en el conocimiento de la Secta, sino en las facultades de sus miembros,
deseoso de no cometer muchos errores: “Tuve que extremar mis precauciones, pues
en la noche invernal y solitaria no había más transeúntes que el ciego y yo, o
casi. De modo que lo seguí a prudente distancia, teniendo en cuenta el oído que
tienen y el instinto que les advierte cualquier peligro que aceche sus
secretos.” (Informe, 294)
Y son ese oído y ese instinto los
que precipitan el inaudito desenlace en que concluye el segundo acercamiento a
un miembro de la Secta: creyendo perder al ciego de las ballenitas -que casi
corre- de vista, Vidal se ve obligado a hacer otro tanto para seguirlo. No era
necesario. Él lo aguardaba: “¡Me ha estado siguiendo!”, le espetó el ciego al
aterrado cazador, que no podía entender “¿Cómo podía haberlo advertido?” o “¿En
qué momento?” ni “¿De qué manera?” (Informe, 296, 297) Espantado, el
cazador huye.
Ha de simular so pena de desatar
sobre sí la venganza, prematura por demás, de la portentosa Organización.
Pasarán tres años antes de que pueda horadarla. Tres años para tan sólo
penetrar en sus reductos, que no en los dominios desde los que se gobierna la
Secta y por ende el Mundo. Alcanza a penetrar en la periferia, no en la
fortaleza. Con todo, desde esa humilde atalaya, que no se corresponde en su
totalidad con su objetivo, por lo menos logra hacer cábalas sobre las
martingalas de aquellos que regentan al universo todo.
Es Vidal, empero, uno de los pocos
mortales que se han atrevido a escudriñar en la inviolable morada del mal,
celosamente custodiada por los no videntes. Hombres lúcidos y ávidos
que, como él, pagaron con sus vidas la determinación de inquirir. Se lo
castiga, como bien lo reseña Wainerman (18), por haberse inmiscuido en temas
sacros y por transgredir las interdicciones de los ciegos.
Algunos de los hallazgos que arrojó
su investigación tienen que ver, además de lo que ya se ha mencionado aquí, con
el uso de narcóticos que la Secta emplea para coaccionar voluntades, al igual
que con la contratación de brujas, curanderos, manos santas, tiradores de
cartas y espiritistas, farsantes unos y auténticos otros, que someten y dominan
el mundo de los sueños y las pesadillas. “Si, como dicen, Dios tiene el poder
sobre el cielo, la Secta tiene el dominio sobre la tierra y sobre la carne” (Informe,
299): tan inmenso es su poder.[4]
El poder de la Secta es el poder del Príncipe de las Tinieblas, que nos domeña
por intermedio de esta.
Hasta donde hemos recorrido,
pareciera que la Secta de los ciegos está poblada por aquella suerte de
deidades del mal, dotadas todas de los mismos prodigios. Sin embargo, Sábato hace
acopio de un profuso conocimiento del símbolo de que se vale para radiografiar
el mundo. Habla de las diferencias entre los ciegos de nacimiento y los que
pierden la vista como consecuencia de un accidente o una enfermedad. Los
primeros, que siempre han ostentado el privilegio del secreto, se resisten al
ingreso de los segundos, los advenedizos, no obstante saber que nunca podrán
volver a hacer parte del mundo de los videntes, luego el misterio no corre
peligro de ser desvelado. El odio de que son víctimas los advenedizos es el
mismo que se granjean los videntes que, gracias a una nueva fortuna, quieren
procurarse un sitio privilegiado pero inasequible para los de su condición.
Los ciegos de Sábato, quien según
Wainerman (26) “concibe al hombre a partir de una antropología de la ceguera”[5],
no adolecen de anonimato. Si bien no los conocemos a todos por sus nombres, ni
ellos importan en lo individual sino en lo colectivo, que no es lo mismo que la
horda del escritor portugués, los hay que cobran capital importancia por su
relación con Fernando Vidal. Es el caso de Celestino Iglesias, un cándido
anarquista impenitente, quien por los acasos de la fortuna queda ciego en los
albores de su senectud, y cuya ceguera se convierte en el peldaño que aúpa a
Vidal y le ayuda a retomar la senda de la Secta. Senda que conduce acaso a la
verdad e ineluctablemente a la muerte. La misma muerte con que se castigó,
entre otros pocos, a Maupassant, Baudelaire y Rimbaud, saqueadores de lo
sagrado y contraventores de la universal interdicción.
Una serie de felices consecuencias o
infortunados azares (Vidal sabía que nada más enterarse del enceguecimiento del
español la Secta vendría en su busca no por intermedio de un ciego sino a
través de uno de sus informantes) demostraron la eficacia del cálculo del
investigador: los trabajos se aliviarían con la ayuda de un advenedizo. Alguien
que, como Iglesias, participara de los dos universos. Porque, para Vidal, no
hay más que la dicotomía Videntes-No Videntes, que a fin de cuentas adquiere el
cariz de una diada, por ser los segundos los que deciden sobre los primeros,
sin que estos acierten a saberlo.
El término de las primeras hipótesis
y tanteos expira, para darle paso al de el análisis y la comprobación. Es
momento de que el espía empiece su labor: observar y esperar. A estos
dos términos se reduce la conciencia de Vidal. Sabe que la permanencia cerca de
Celestino Iglesias tarde o temprano lo conducirá a su objetivo. Pero debe
vigilar y tener paciencia.
Entretanto, asiste a la metamorfosis[6]
de su incómodo protegido. Lo acompaña desembarazado de compasión pero pleno de
curiosidad y expectativa. Y, mientras le lee un libro o guarda un silencio que
abruma al ciego o lo rompe para estudiar su reacción, presencia su
transformación, que poco tiene que ver con lo físico.
El nuevo ciego se torna cada vez más
receloso. Aunque con mucha torpeza en un principio, se inicia en el
perfeccionamiento del oído y el tacto, fundamentales si se trata de salvar ese
período de transición. De forma simultánea a la teratológica mudanza del
anarquista, su entorno -aquella alcoba de pensión donde vive- sufre el cambio
de la caverna o la cueva: no precisa de luz porque allí reside un murciélago.
Según Iglesias se adentra en su
nuevo mundo de tinieblas e incesante cavilar (los ciegos no tienen tiempo de
distraerse con imágenes circundantes, como no sean las olfativas o las
auditivas que los sumen en otras reflexiones -audaces o no- que se concatenan),
el asco de Vidal se exacerba. Lo asustan su reticencia y la disipación del
mundo al que Iglesias ya no pertenece. Asco y susto semejantes a los que lo
invadieron en aquel desencuentro con el segundo ciego: el ciego de las ballenitas.
La infausta precipitación con que actuó en aquella ocasión le enseñó, tal como
si fuera uno más (y lo será), a moverse por ocultos vericuetos, a hacerse
invisible. De ello depende en gran medida que la Secta no se ocupe de él, hasta
tanto la investigación haya avanzado lo suficiente.
Como si se tratara del paroxismo de la Guerra Fría, Vidal sabe que
su labor de espionaje comporta una de contraespionaje, que lo puede perder
antes de tiempo, si no se conduce como Ellos: con astucia y prudencia. Y es
gracias a esas dos cualidades aprendidas que va a lograr penetrar en la Secta
no sólo como observador, sino también como ciego. Pero su ceguera será objeto
de posteriores reflexiones.
Fernando es, en función de sus
propias palabras, un “investigador del mal”. Reivindica su condición de
canalla, como canallas son los ciegos, y le explica al lector que, para serlo,
el vidente ha de profundizar en su propia conciencia. “¿y quién que ahonde en
los pliegues de su conciencia puede respetarse?”, reflexiona. Incursionar en el
Mal requiere de la experimentación, de la acción más que de la simple teoría: “¿y
cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura?” (Informe,
343)
Vidal comparece ante el lector
despojado de cualquier cortapisa moral. En él no hay dogma ni credo ni atadura
política que traicionar. No se debe al amor de ninguna mujer o a afectos de
ninguna clase. Es, como bien atina a describirse, un canalla y un oscurantista.
Y como el ciego que por nunca haberse mirado en un espejo no sabe mentir,
su cinismo y su canallería están adobados de muchísima honestidad.
La espera se prolonga y su paciencia
amenaza con agotarse, pero se obstina. Husmea con avidez de sabueso todo cuanto
tiene que ver con Iglesias. Sabe que cuando la Casta haga su aparición
él no debe hallarse presente. Se pasa el día frente al número 57 de la calle Paso,
sin descuidar la pensión un solo momento. Presiente que el contacto no se
surtirá a través de un ciego. Y acierta.
Al igual que cualquier organización
transnacional, salvo que con un poder infinitamente superior, la Secta de los
Ciegos cuenta con funcionarios de toda índole, desde aquellos cuya sensiblería
los liga moralmente, hasta los que se vinculan por temor a las represalias que
se les pueden venir encima. El caso es que un empleado de la Cade debió
rastrear la existencia de Iglesias, para que la Logia pusiera en marcha su
plan: ofrecerle un trabajo a ese advenedizo homérico.
¿Qué clase de trabajo? La Secta y
Sábato saben que, entre los ciegos, advenedizos o no, los hay de poco caletre o
muy agudos; sutiles y obtusos. “Hay ciegos que sólo sirven para trabajo de
choque; hay entre ellos el equivalente de los estibadores o de los gendarmes; y
hay los Kierkegaards y los Prousts.” (Informe, 361)
Si bien los ciegos de nacimiento les
llevan una gran ventaja a los que sufrieron accidentes o enfermedades, no se
descarta que un advenedizo logre formar parte de la cúpula de la Organización.
No en vano, uno de los cuatro jerarcas que la gobiernan en todo el mundo fue un
simple jockey que corría en el hipódromo de Milán en su “vida anterior”. De
modo que, en relación con Iglesias, era válido el soplo de optimismo de Vidal.
Sabía que el español tonto no era.
Consciente de la importancia que
supone la empresa de seguir al tipógrafo, y de que cualquier error -por mínimo
que sea- no sólo le costará la vida (que ya la tiene empeñada), sino la
imposibilidad de Conocer, da el primer paso hacia la ceguera: “Con mi linterna
de bolsillo, mi chocolate y un bastón blanco que a último momento se me ocurrió
que podía serme útil (como el uniforme del enemigo para una patrulla),
esperé...” (Informe, 362)
Para el escritor-investigador no es
un secreto que su personaje, además de ofrendar su vida, debe renunciar a la
luz. Y a eso se debe que, antes de enrutarlo (como lo está ahora) por los
caminos de la Secta, lo haya convertido, a semejanza suya, en el ávido
estudioso del símbolo que atormentó sus vidas y que precipitó este Informe.
Confiesan a dos voces pero en primera persona el rigor (ausente en el Ensayo)
de sus pesquisas:
“...dediqué casi todo el tiempo de mi vida a la observación
sistemática y minuciosa de la actividad visible de cuanto ciego encontraba en
las calles de Buenos Aires; en ese lapso de tres años compré centenares de
revistas inútiles; compré y arrojé ballenitas por docenas de docenas; adquirí
miles de lápices y libretitas de todo tamaño; asistí a conciertos de ciegos;
aprendí el sistema Braille y permanecí días interminables en la biblioteca.” (Informe,
363)
Terminado este segundo capítulo y
llegados a este punto, podemos apreciar las patentes diferencias de las dos
cegueras entronizadas y modeladas por los dos autores. Una, la del Ensayo,
que redunda y redundará en el eco ensordecedor de su oquedad: ciegos que pugnan
por sobrevivir en medio del mar de leche, que es un océano de vaciedades y
rescoldos literarios. Hay, sin embargo, algo muy positivo en el haber de
Saramago: el enceguecimiento del lector que, incapaz de ver nada distinto de la
promesa de la fama, clama por la urgente disipación del mal blanco, que apenas
comienza a reinar.
La ceguera a que alude el Informe
es plural: aquella que existe como verdad universal (la llana falta de la luz
física); la que padecen algunos seres desde su nacimiento; la que les toca a
otros en suerte por alguna enfermedad o accidente (Celestino Iglesias queda
ciego a causa de uno); la que sufren los ciegos de roma inteligencia (caso
unívoco en el Ensayo), que no es igual a la ceguera de los altos
jerarcas de la Secta, que son los Kierkegaards y los Prousts de la
Organización. En suma, amén de entronizar la ceguera “o las cegueras” en la
existencia de Vidal Olmos, Sábato entroniza el rigor de que se debe partir para
crear.
[1] Hay un propósito evidente en conducir los primeros ciegos al manicomio:
fundir ceguera y locura en una indisoluble amalgama. Gracias al Diccionario de
símbolos de Chevalier (654), entendemos el fenómeno: “Una leyenda peúl dice que
hay tres clases de locos: el que tenía todo y pierde todo bruscamente; el que
no tenía nada y adquiere todo sin transición; el loco, enfermo mental.” Los
ciegos de Saramago acaso lo tuvieron todo y lo han perdido de repente.
[2] “Blindness as abnormality and dehumanization” (la ceguera como
desfiguración de la condición humana) es la séptima forma del símbolo que
estudia Jernigan, que consiste en despojar al ser humano de algunos o todos sus
atributos.
[3] A este respecto, Juan José de Narváez anota: “Con una estrechez
condicionada por los rasgos moralistas de su propuesta, Saramago nos asesta una
versión escatológica (en sus dos acepciones) de la ceguera.” (88)
[4] Según Jernigan (la ceguera
como resarcimiento y poder milagroso), algunos escritores le otorgan al símbolo
características sobrenaturales, como claramente se evidencia en el Informe.
[5] De lo cual se puede concluir
que la ceguera para Sábato no representa exclusivamente la parábola o el
símbolo de su creación literaria (“blindness as a symbol or parable”), sino
también una realidad de personajes que nada tienen que ver con lo ficcional.
[6] La conversión de Celestino
Iglesias que Fernando Vidal sigue con atención lo ha de llevar a encarnarse en
uno de esos seres que habitan en las grutas y cavernas. Es decir que Iglesias
transita hacia la séptima tipología de Jernigan: “blindness as abnormality and
dehumanization” (la ceguera como desfiguración de la condición humana)
No hay comentarios:
Publicar un comentario