Concebí
la idea de este ejercicio de hermenéutica textual cuando leí en El País de
España un exabrupto contra Millennium,
sin que quepan dudas una empresa imaginativa formidable, incluso gracias a su
imperfección. “Larsson es patológicamente malo”, declaraba a ese periódico
Donna Leon (11/08/2009), esa autora tal vez demasiado prolífica del mismo
género en que incursionó, para quedarse, el escritor sueco ya fallecido. Un
disparate grosero a todas luces, pues osa confesar la autora de la saga del
capitán Guido Brunetti que ni siquiera terminó la primera de las tres partes
dizque por la “repugnancia” que le producía la historia, carente a su juicio de
“calidez humana”. Pero esa impresión, discutible de todo punto, sería por lo
menos seria si Leon se hubiera tomado la molestia de estudiar las tres novelas
en su conjunto, como corresponde nada menos que a una escritora. ¿Aceptaría
ella una crítica cargada de acrimonia de alguien que afirma no conocer su obra?
Claro que no. Porque para descalificar es necesario, a no ser que se quiera
caer en eso que Julio Cortázar denominó -y que nos cae como anillo al dedo-
“lector-hembra”, conocer. Es decir, leer no de cualquier manera, sino leer con
hondura.
Como no es cierto a rajatabla (según discurre fuera de razón la autora-“crítico”)
que el autor o su trilogía sean “patológicamente” malos, o que su actitud sea
“un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”, o que “todos los
contactos sexuales” sean “violentos o fuera de límites”, o que no haya “pasión”
en su obra más que la que hay por la “violencia” o la “venganza”, me propongo
intentar demostrar que en las tres novelas de Larsson, si bien hay mucho de lo
que ella dice, también hay igual o más cantidad de lo otro; esto es, de aquello
que sus prejuicios de lector-hembra no le permitieron ver: bondad y altruismo
desinteresados, así como una altísima dosis de pasión por la justicia humana.
Los
hombres que no amaban a las mujeres
Luego de superar los escollos que comportan el prólogo y los primeros
capítulos de la novela, los cuales hay que leer y releer, el lector medio por
fin se siente cómodo con la historia que se le presenta. Establece los primeros
contactos con los dos protagonistas -Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander-, al
igual que con algunos de los personajes que aparecerán, con mayor o menor
asiduidad, en las tres partes de la trilogía. Y, como ocurre en la vida real, a
medida que los sucesos vayan desarrollándose, la cercanía con sus
caracterizaciones se irá afianzando hasta cobrarles devoción o inquina, o tal
vez otro sentimiento que participe de ambas.
Se está todavía lejos de llegar siquiera a imaginar el poder innominable
de la violencia en la novela y en la trilogía cuando dos momentos -que a Donna
Leon se le pasaron por alto: en el supuesto de que haya rebasado el prólogo- sintomáticos
de la calidez humana -antinomia de esa violencia-, que también las caracteriza,
emergen para empezar a derruir los prejuicios en torno a la obra de Larson. En
el primero, es Lisbeth Salander, para quien tan difícil es comunicar afecto, la
que resuelve hacerle una caricia a Dragan Armanskij, su jefe de Milton Security:
un gesto que sella una amistad poco convencional pero que jamás sufre traspiés.
En el segundo, Erika Verger, solidaria con su colega y amante Mikael Blomkvist,
que acaba de ser derrotado en una contienda judicial, a él se llega para
cobijarlo con ese afecto y esa comprensión con que él la retribuye en
instancias semejantes. Porque, muy al contrario de como especula -el que a
medias lee no opina- Leon, el vínculo venéreo y de amistad que une a Verger y
Blomkvist dista de ser un agravio a las relaciones y el amor humanos ya que es,
más bien, su celebración:
“Salander lo meditó durante un buen rato. Luego, a modo de respuesta, se
levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo.
Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:
-¿Podemos ser amigos?
Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.
Fue la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo
tocó. Un momento que Armanskij recordaba con mucho cariño” (Primera parte,
capítulo 2).
“Durante las semanas anteriores al juicio, Mikael Blomkvist dio la
impresión de estar metido en una nube gris, pero nunca lo había visto tan
cabizbajo y resignado como ahora, en el momento de la derrota. Ella rodeó la
mesa de trabajo, se sentó a horcajadas sobre él y le puso los brazos alrededor
del cuello.
-Mikael, escucha. Los dos sabemos muy bien qué es lo que ha pasado. Yo
soy tan responsable como tú. Tenemos que capear el temporal.
-No hay temporal que capear. La sentencia es un tiro mediático en la
nuca. No puedo quedarme como editor jefe de Millennium. Se trata de la
credibilidad de la revista, de paliar daños. Lo sabes tan bien como yo.
-Si piensas que voy a permitir que asumas la culpa tú solito, es que
durante todos estos años no has aprendido una mierda sobre mí.
-Sé exactamente cómo funcionas, Ricky. Tienes una lealtad muy ingenua
para con tus colaboradores […]
Erika puso la cabeza de Mikael contra su pecho y le abrazó con fuerza.
Permanecieron callados durante varios minutos.
-¿Quieres compañía esta noche? -preguntó ella.
Mikael Blomkvist asintió.
-Bien. Ya he llamado a Greger y le he dicho que pasaré la noche contigo”
(Primera parte, capítulo 3).
Con ese amplexo, como lo puede constatar el lector de la trilogía
completa, Lisbeth se capta el cariño y la devoción de quien fue alguna vez su
jefe pero siempre su amigo incondicional y quien será capaz en su momento de
jugarse la piel y parte de su hacienda por esa muchacha que tanto le recuerda a
su propia hija, a la que sin embargo poco se parece. Los mimos que Erika le
hace a Mikael son, por su parte, apenas el preludio de una amistad erótica que
se reconstruye y fortifica con cada nuevo encuentro de las almas o de los
cuerpos, y en muchas ocasiones de las almas y de los cuerpos al unísono.
La relación holística de Verger y Blomkvist, que abarca desde el amor
filial que ella siente por él en instantes de desamparo, pasando por el afecto
y la admiración profesional que experimentan estos dos periodistas de la ética
informativa e investigativa por el otro, hasta el amor de pareja que años de
inmersiones en el cuerpo ajeno lo han convertido en casi propio, se inscribe en
la civilidad más trabajada que es la consecuencia de una conciencia tripartita
capaz de reconocer los límites de lo binario. A ello se debe el que Greger
Beckman, esposo de la parte femenina de la tríada, a cambio de la felicidad de
su compañera, contemporice con su necesidad afectiva por otro hombre, el cual a
su turno se aviene sin protestas a su destino de amante, respetuoso de ese
vínculo matrimonial que nunca pone en peligro.
Son muchos los acicates con que la diégesis de esta primera novela
seduce al lector. Un prólogo que preludia un misterio y un enigma fascinantes a
cuya resolución está invitado; el conocimiento paulatino de unos personajes que
se harán tanto más entrañables cuanto más se avance en las peripecias
narrativas hasta volverse indelebles al final de la trilogía; el magistral
relato de Henrik Vanger sobre la disolución de Harriet, su sobrina nieta,
desaparecida hace treinta y seis largos años y sobre el infaltable regalo de cada
cumpleaños consistente en una flor distinta que él guarda celosamente a
sabiendas de que piensa que proceden de su asesino, que de él se burla; los
descubrimientos con cuentagotas pero cada vez más espeluznantes que Mikael
realiza precisamente a instancias del venerable anciano; las intrigantes
movidas de Lisbeth Salander que actúa en paralelo al que será muy pronto
camarada de aventura detectivesca y amante de ocasión; los peligros que
acechan, ora a Lisbeth, ora a Mikael, cuando no a ambos y que proceden de
sospechosos que con el tiempo y la astucia de los detectives terminan
convertidos en victimarios o inocentes. Pero sobre todo el desafío que conlleva
el cabal entendimiento de la función de la voz narrativa, que, una vez
comprendida, le permite al que lee dedicar toda su atención y asombro a las
vicisitudes del relato.
Es en ese punto decisivo en el que el lector, habituado ya al
paralelismo y a la simultaneidad de la narración omnipresente, se va a dar de
bruces con un par de escenas que habrían dejado a Donna Leon de piedra si su
impaciencia moral y sus juicios de valor no la hubieran forzado a abandonar una
de las más avasallantes empresas lectoras a que se pueda enfrentar cualquier
buen buscador de azares fictivos. En la primera, que nuevamente encarna la
antítesis de la errónea convicción de la escritora, para quien “todos los
contactos sexuales” son “violentos o fuera de límites”, este hombre que ya
conocemos y una mujer recién introducida en la diégesis protagonizan un
acercamiento físico que en modo alguno responde al presuroso dictamen de Leon:
“Ella se quitó las zapatillas y le puso un pie en la rodilla.
Automáticamente, Mikael puso su mano sobre el pie, acariciando su piel. Dudó un
instante; tenía la sensación de estar navegando en aguas completamente
inesperadas y desconocidas. Pero le empezó a masajear cuidadosamente la planta
del pie con el dedo pulgar.
-Yo también estoy casada -dijo Cecilia Vanger.
-Ya lo sé. Los miembros del clan Vanger no se divorcian.
-Llevo casi veinte años sin ver a mi marido.
-¿Qué pasó?
-Eso no es asunto tuyo. No he mantenido relaciones sexuales en… humm, ya
hará unos tres años.
-Me sorprende.
-¿Por qué? Es una cuestión de oferta y demanda. No quiero en absoluto ni
un novio, ni un marido, ni una pareja estable. Estoy bastante a gusto conmigo
misma. ¿Con quién haría yo el amor? ¿Con algún profesor del instituto? No creo
[…] Ella se inclinó hacia delante y le besó el cuello.
-¿Te escandalizo?
-No. Pero no sé si esto es una buena idea. Trabajo para tu tío.
-Y yo seré, sin duda, la última en chivarme. Pero, sinceramente, no creo
que a Henrik le importe.
Se sentó a horcajadas sobre él y lo besó en la boca. Su pelo seguía
mojado y olía a champú. Mikael se lió torpemente con los botones de su camisa y
la deslizó por sus hombros. Ella no se había molestado en ponerse un sujetador.
Se apretó contra él cuando le besó los pechos” (Segunda parte, capítulo 11).
En la segunda escena, al tiempo que Mikael Blomkvist y Cecilia Vanger
hacen el amor no de amor sino de deseo mutuamente sentido y consentido, Lisbeth
Salander es víctima de una primera violación a manos de Nils Bjurman, su
administrador, que encarna, junto con muchos otros canallas que desfilan por
las páginas de Millennium, ese
“agravio al amor humano, a las relaciones humanas” a que se refiere con parcial
acierto la escritora Donna Leon y que constituye el lado oscuro del corazón de
la trilogía. Pero les recuerdo que el propósito de la presente reflexión es
conseguir que aquellos que, como ella, encuentran en la obra de Larsson
exclusivamente abyección y crueldad, visualicen la dualidad vital que subyace
en las tres novelas, llámese extrema violencia o altruismo desinteresado,
acceso carnal forzoso o fiesta de los cuerpos, corrupción rampante o ética
humana.
Fui testigo en una tertulia de una opinión que en un comienzo me llamó
poderosamente la atención y que me mantuvo pensativo por espacio de unas
cuantas horas. El contertulio afirmaba que Stieg Larsson, de modo insidioso,
leía el mundo y lograba que algunos de sus lectores lo leyeran desde una
perspectiva maniquea: a un lado los malos, los “auténticamente malos -y los
enumeraba-, y al otro los buenos, los “auténticamente buenos” -y los
enumeraba-. Confieso que me vi presto a conceder, pero el recuerdo de Lisbeth
Salander violando y tatuando a Nils Erik Bjurman, un acto en modo alguno
reprensible sino todo lo contrario, me ayudó a que cayera en la cuenta de que
aquella lectura, como el juicio de valor de Donna Leon, andaba desencaminada
aunque no por iguales motivos. Además, el que Salander imparta justicia motu proprio y que resuelva quedarse con
el dinero a su vez mal habido de Hans-Erik Wennerstrom, constituye otros dos sucesos
que alejan felizmente al escritor sueco de esas pretensiones abolicionistas de
cualquier matiz que aquella noche se le achacaban. Porque inscribir a Millennium en el macartismo resulta tan
temerario como aducir que la trilogía solo alberga vileza y venalidad, negando
de paso lo evidente: que la trama, en iguales proporciones que la vida, les da
cabida al mal y al bien pero matizados, ya que nadie es ni completamente malo
ni completamente bueno; ya que el mal, como el bien, poseen graduaciones como
las peores y las mejores bebidas espirituosas. Y es gracias a esa hondura con
que Larsson lee y recrea el mundo en sus novelas que podemos asegurar sin que
nos tiemble la voz que Millennium y
los hombres, que pueblan la trilogía, tienen un corazón con claroscuros. Pero
permítaseme proseguir con mi empeño: hacer visible el lado claro de ese
claroscuro literario.
Resulta que una mañana, casi un mediodía, mientras Mikael y Cecilia
duermen plácidamente luego de retozar en privado (a Larsson no le interesa
hacer de los encuentros amatorios un espectáculo para lectores mirones o
curiosos), la intempestiva irrupción de Erika Verger en el apartamento y en la
habitación en que yace la pareja, a todos, menos a Blomkvist, deja
estupefactos. Empezando por ella, que no sabe cómo actuar ni qué decir a los
amantes. De hacer que la incomodidad remita se encarga Mikael, quien con la
mayor naturalidad ubica las cosas en su sitio, pidiéndole a Erika que ponga la
cafetera y explicándole a Cecilia, una vez se quedan solos nuevamente, de qué
va su relación con Verger. La estupefacción del lector la origina, sobra
decirlo, lo inesperado de la escena que lo deja despabilado, y crece, hasta
casi rayar en una envidia admirativa, cuando a la sorpresa y la vergüenza de
las dos mujeres se superpone ese civismo de algunas relaciones humanas que no
escasean en Millenium y que tanto
contrastan con la miope mirada de Donna Leon:
“Cuando entraron en la cocina, poco después, Erika ya había preparado el
desayuno y puesto sobre la mesa café, zumo, mermelada de naranja, queso y pan
tostado. Olía muy bien. Cecilia se dirigió directamente a Erika y le tendió la
mano.
-Ha sido todo muy rápido ahí dentro. Hola.
-Cecilia, por favor, perdóname por entrar así, como un torbellino -dijo
Erika verdaderamente afligida.
-Olvídalo, por Dios. Venga, vamos a tomar café.
-Hola -dijo Mikael, abrazando a Erika antes de sentarse-. ¿Cómo has
llegado?
-Subí en coche esta mañana. ¿Cómo si no? Recibí tu mensaje a las dos de
la madrugada; te he llamado varias veces.
-Tenía el móvil apagado -dijo Mikael mientras le dedicaba una sonrisa a Cecilia
Vanger” (Tercera parte, capítulo 15).
Porque si Blomkvist, que oficia de tercer ángulo del triángulo amoroso
que protagonizan él, Erika y Beckman conoce sus límites y a ellos se
circunscribe, no otra cosa podría esperar de Erika, que se sabe la mayor
beneficiaria de ese ‘ménage a trois’,
un tributo que a ella rinden dos que bien la quieren.
Tras diecisiete capítulos -la primera y la segunda parte completas y
parte de la tercera-, ocurre por fin lo impostergable: el mutuo avistamiento de
las dos mitades que constituyen el alma y el nervio de la historia en tres
novelas contada. En el capítulo 18, de forma inopinada, Blomkvist se presenta
en el domicilio de Salander que, muda de asombro, observa cómo aquel individuo
tan atractivo como desconsiderado irrumpe en su vida y su resaca sin que ella
se atreva siquiera a impedirlo, algo que habría ocurrido con otro cualquiera
que hubiese osado. Aplacadas la euforia de él y la sorpresa de ella, se los
puede ver a una mesa sentados en la que departen al tiempo que desayunan lo
preparado por el visitante, en medio de una inmejorable armonía no exenta de
galanterías (“-Tienes unos ojos muy bonitos -dijo Mikael.
-Tú tienes unos ojos muy dulces -contestó Lisbeth”). Y el lector
-primero de la entrevista de Leon y ahora de la novela-, que no ha parado de
exultar con el libro que tiene entre las manos, se pregunta: ¿que Larsson o su
trilogía son “patológicamente” malos?, ¿que la actitud de Larsson, o la de su
trilogía, es “un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”?, ¿que Milennium carece de “calidez humana”? Y
se sonríe, conmiserativo.
Nadie con más intensidad que Lisbeth Salander sufre los rigores de la
maldad que discurre por las páginas de la trilogía, ni tampoco nadie se
beneficia más que ella de la bondad de que son capaces muchos de sus
personajes. De esa magnanimidad de los hombres abunda en pruebas fehacientes la
tercera novela, que hace las veces de desenlace de la historia-núcleo. De la
crueldad que en la protagonista se ceba, en cambio, hay trazas por todos lados;
esto es, en cada una de las tres partes que componen este hito de la
imaginación creadora titulado Millennium.
Vestigio viviente de aquella violencia es ese cuerpo desnudo que
contempla Blomkvist con curiosidad, el cual ha sido vejado con sevicia al menos
en un par de ocasiones ante la impotente mirada del lector, que nada puede
hacer para impedirlo. Pero los ojos que sobre él se posan ahora lo rescatan de
la abyección y le restituyen la dignidad extraviada. Asomémonos también
nosotros:
“A su lado, Lisbeth Salander dormía boca abajo con su brazo sobre él.
Mikael contempló el dragón que se extendía diagonalmente por su espalda, desde
el omoplato derecho hasta la nalga izquierda.
Le contó los tatuajes. Aparte del dragón y de una avispa en el cuello,
tenía tatuado un brazalete alrededor de uno de los tobillos, otro alrededor del
bíceps del brazo izquierdo, un signo chino en la cadera y una rosa en la
pantorrilla. Excepto el dragón, se trataba de tatuajes discretos y pequeños.
Mikael salió con cuidado de la cama y corrió las cortinas. Fue al baño y
luego volvió sigilosamente a la cama, intentando meterse bajo las sábanas sin despertarla”
(Tercera parte, capítulo 23).
A esa misma existencia inerme y en reposo que contemplamos el narrador,
el protagonista y los lectores se la va a ver enzarzada en luchas frontales
contra enemigos que la superan en masa muscular (casi siempre criminales curtidos
en el cuerpo a cuerpo), desventaja que en ocasiones Ella logra reducir gracias
a sus conocimientos de boxeo y a su suma recursividad en el uso de adminículos
(bates de béisbol, pistolas eléctricas, gas lacrimógeno) que se procura para contrarrestar
su “debilidad”. Y es justamente con un bate de béisbol, que esgrime con gran
destreza, como Mikael Blomkvist, que está maniatado y a tiro de morir ahorcado,
observa a su nueva y temeraria amiga arremeter, para salvarle la vida, contra
Martin Vanger, un violador y asesino en serie a la par que precursor de esa
protervia in crescendo que atraviesa
las tres novelas de Larsson. Como las atraviesa, según paso a paso se ha ido
demostrando, su contraparte: la pasión de quienes, incluso valiéndose de medios
análogos por necesidad, batallan para resistirse a esa sevicia que todo busca
cooptar.
Culminado el mal trance -aquella escena que constituye el vórtice de la
violencia en Los hombres que no amaban a
las mujeres-, tenemos a Mikael y a Lisbeth hablando de algo que, al decir
de Donna Leon, resulta inhallable en la trilogía que no leyó pero que execra:
“Él la miró inquisitivamente.
-Lisbeth, ¿puedes definir la palabra amistad?
-Es cuando quieres a alguien.
-Vale, pero ¿qué es lo que te hace querer a alguien?
Ella se encogió de hombros.
-La amistad, o al menos mi definición de ella, se basa en dos cosas:
respeto y confianza -continuó él-. Y deben ser mutuas. Además, se tienen que
dar los dos factores; puedes respetar a alguien, pero si no hay confianza, la
amistad se desmorona.
Ella seguía callada.
-Ya sé que no quieres hablar de ti, aunque alguna vez habrás de decidir
si confiar en mí o no. Quiero que seamos amigos, pero esto es cosa de dos” (Cuarta
parte, capítulo 27).
Lo que sucede es que a diferencia de Blomkvist, Salander no puede pensar
con respecto a él meramente en términos de amistad por cuanto ella está
enamorada. Una broma que le gasta la vida, que se le va a convertir en un
embrollo que supera solo gracias a su amor propio.
Se trata, resuelve cuando comprende que su exaltación venérea no va a
encontrar respuesta en el corazón de Mikael (que a esta altura ya la quiere,
solo que como amiga), de poner distancia entre ambos, determinación a la que
finalmente llega cuando lo ve, sonriente y abrazado a Erika Verger, por esas
calles de Estocolmo que ella recorría en dirección a su domicilio, dispuesta a revelarle
su enamoramiento y a entregarle un regalo de Navidad, que tira a la basura segundos
después de aquel desencuentro.
La
chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina
Si el prólogo de la primera novela constituye un energizante intelectual
para el lector, el prólogo de la segunda entraña una de las imágenes más
violentas de toda la trilogía, tan liberal en ese tipo de escenas. Pero es gracias
a esa representación de Lisbeth Salander -o de la víctima que se trate de “los
hombres que odian a las mujeres”- semidesnuda y reducida a la humillación de
los correajes de cuero de la cama en que está inmovilizada, que el lector, que
ha venido conociendo paulatinamente la tragedia vital de la protagonista, se va
a sumar sin reticencias a su causa, a la que todavía le queda un largo trecho
por recorrer antes de que se haga por fin justicia: ese momento memorable para
el que no tuvo paciencia Donna Leon, que optó por el facilismo de la renuncia y
el juicio de valor. Un pésimo ejemplo que por fortuna el protagonista no sigue,
no obstante no acertar a comprender el porqué del radical viraje que Salander
decidió imprimir a sus relaciones:
“El decreciente interés de Mikael por el caso Wennerstrom coincidió con
la desaparición de Lisbeth Salander de su vida. Seguía sin entender qué había
sucedido.
Se despidieron el día después de Navidad y no la vio durante los días
anteriores a la Nochevieja. Una noche antes la telefoneó, pero ella no
contestó.
En Nochevieja, Mikael acudió a su casa en dos ocasiones y llamó a la
puerta. La primera vez había luz en su piso, pero ella no abrió. La segunda, el
piso se encontraba a oscuras. El día de Año Nuevo volvió a llamarla, sin ningún
éxito. A partir de entonces lo único que escuchó fue que el abonado no estaba
disponible.
Durante los días sucesivos la vio dos veces. Como no había podido
contactar con ella por teléfono, una tarde, a principios de enero, fue a su
casa y se sentó a esperarla en la escalera, ante su misma puerta, con un libro
en la mano. Permaneció allí pacientemente durante cuatro horas, hasta que ella
apareció, poco antes de las once de la noche. Llevaba una caja de cartón y se
paró en seco al verlo.
-Hola, Lisbeth -saludó, y cerró el libro.
Ella lo contempló con rostro inexpresivo, sin el menor atisbo de dulzura
o amistad en la mirada. Luego pasó por delante de él e introdujo la llave en la
puerta.
-¿Me invitas a un café? -preguntó Mikael.
Ella se volvió y le dijo en voz baja:
-Vete. No quiero volver a verte.
Luego le dio con la puerta en las narices a un perplejo y desconcertado
Mikael Blomkvist. La oyó echar la llave por dentro.
La segunda vez que la vio fue sólo tres días más tarde. Iba en el metro
[…]. La descubrió exactamente en el mismo momento en el que las puertas se
cerraban. Durante cinco segundos, ella lo atravesó con la mirada como si fuese
transparente. Acto seguido, se dio la vuelta, echó a andar y desapareció de su
campo de visión justo cuando el tren se puso en marcha.
El mensaje no daba lugar a malentendidos: Lisbeth Salander no quería
tener ninguna relación con Mikael Blomkvist. Lo había eliminado de su vida con
la misma eficacia con la que suprimía archivos de su ordenador, sin más
explicaciones. Había cambiado el número de su móvil y no contestaba al correo
electrónico.
Mikael suspiró, apagó el televisor, se acercó a la ventana y se puso a
contemplar el ayuntamiento” (Primera parte, capítulo 1).
Blomkvist ignora lo que el lector sí sabe: el motivo del intempestivo e
insalvable distanciamiento. Ignora, seguramente porque jamás se lo propuso
-como no se lo propone con ninguna de las restantes tres mujeres con que se ha
acostado: Erika Verger, Cecilia Vanger y Harriet Vanger-, que la reacción de
Salander obedece a un mecanismo de defensa contra el sufrimiento que ocasiona
un amor unilateral del que él no es, a fin de cuentas, responsable. ¿Por quién
tomar partido entonces?, se pregunta el lector, que conoce de antemano la
respuesta: pues por ninguno. Dado que el sentimiento amoroso que padece ella no
lo propició Mikael ex profeso, y que la amistad a que él aspira no obliga a
Lisbeth, entiende que haría mal si se decanta por uno de los dos y más bien
opta por congraciarse con ambos, consciente de que no es él el indicado para
dirimir aquel conflicto del lado claro de El corazón de Millennium.
(Como sospecho que el tenaz escepticismo de algunos lectores puede
llegar al punto de encontrar en la “sumisión” de Blomkvist para con Salander no
amistad, sino algún fin taimado y poco claro, digo en su descargo que, habiendo
concluido el caso Wennerstrom exitosamente gracias a Lisbeth en gran medida, y
habiendo ella rehusado cobrar la parte de los honorarios que por su invaluable
trabajo le correspondía, nada sino aprecio y gratitud mueve a Mikael a
propiciar una reconciliación atípica pues, que él sepa, nunca riñeron. Y van a
ser ese aprecio y esa gratitud los incentivos para que se mantenga al tanto de
lo que suceda con su amiga, para que entre en acción y así poder pagarle con la
misma moneda altruista y desinteresada cuando llegue el momento. Que ya no tarda.)
Y firme en su propósito de no tomar partido, al lector le corresponde
oscilar junto con la narración, que fluctúa entre la vida del protagonista (solo
en su apartamento, preguntándose la razón de la negativa de Salander a verlo y
hablarle) y la de la protagonista (casi siempre sola en Granada, intentando olvidar
y recobrar el dominio de sus emociones). Pero ya la tenemos en casa, después de
un periplo que duró un año, período que se resume en una palabra: misterio. Y
regresa, no ya con el furor del despecho que la impelió a partir, sino con un
principio de conciencia que invita a pensar en la posibilidad de una amistad
-posibilidad remota, hay que decirlo- en los términos que la definiera Blomkvist:
“Otra de las razones por las que le costaba volver a Estocolmo se
llamaba Mikael Blomkvist. Allí sin duda correría el riesgo de cruzarse con ese
Calle Blomkvist de los cojones y en ese momento eso era lo último que deseaba. Él
la había herido. Aunque, para ser sinceros, ella admitía que no había sido su
intención. La había tratado bien. La culpa era suya por ‘enamorarse’ de él. La
propia palabra parecía una contradicción cuando se hablaba de Lisbeth Tonta de
los Cojones Salander.
Mikael Blomkvist era un ligón de mucho cuidado. Ella había sido, en el
mejor de los casos, un caritativo pasatiempo: una chica de la que se había
compadecido justo cuando la necesitó y no tuvo nada mejor a mano, pero de la
que se alejó en seguida para continuar su camino y procurarse una compañía más
entretenida. Ella se maldecía a sí misma por haber bajado la guardia y abrirle
su corazón.
Cuando volvió a recuperar el pleno uso de sus facultades, cortó el
contacto con él. No fue del todo fácil, pero se armó de valor…” (Segunda parte,
capítulo 4).
En el mundo que intuye Donna Leon (aquel en que las relaciones carecen
de “calidez humana”, aquel en que la actitud del demiurgo constituye “un
agravio al amor humano, a las relaciones humanas”, aquel en que “todos los
contactos sexuales” son “violentos o fuera de límites”, aquel en que no hay
“pasión” más que por la “violencia” o la “venganza”), ni el enamoramiento de
Lisbeth ni la desazón de Mikael ante la incertidumbre del futuro de su amistad
con Salander tendrían cabida. En ese inframundo novelesco que traza Leon y que
como se ve no es el mundo fictivo de Larsson, ni el resentimiento consciente de
la enamorada ni el extrañamiento del amigo que sufre la ausencia de El Otro
serían posibles. Pero en el mundo bipolar aunque matizado del novelista sueco
fallecido prematuramente todo -lo bueno o lo muy bueno, lo malo o lo muy malo- es
susceptible de ocurrir. Como esto: un ejemplo más de “lo bueno o lo muy bueno”
presente en la trilogía:
“Se identificó y explicó que había pasado una temporada en el extranjero
y que deseaba consultar el saldo de su cuenta corriente. Oficialmente, disponía
de 82.670 coronas. La cuenta llevaba más de un año sin movimientos, a excepción
de un ingreso de 9.312 coronas realizado durante el otoño: la herencia de su
madre.
Lisbeth Salander sacó esa cantidad en metálico. Reflexionó un rato.
Quería emplear el dinero en algo que hubiera hecho feliz a su madre. Algo
apropiado. Se acercó hasta la oficina de correos de Rosenlundsgatan y,
anónimamente, ingresó el importe en la cuenta de uno de los centros de acogida
de mujeres maltratadas de Estocolmo. No supo muy bien por qué lo hizo” (Segunda
parte, capítulo 7).
La razón del gesto dadivoso de Lisbeth, que ella no logra explicarse, muy
seguramente responde a la gratitud que siente por esas instituciones en su
conjunto y en particular por la que dio cobijo a su madre hasta su muerte.
Sitios en que mujeres vejadas incluso hasta la discapacidad, precisamente como
Agneta Sofia Salander, hallan la calidez humana necesaria para que intenten
recuperarse de las graves secuelas que en ellas dejaron los maltratos de los
vejadores tipo Nils Bjurman y otros que están por empezar a figurar en la
diégesis y de los que pronto daremos cuenta, ya que también es propósito
(secundario) de esta reflexión reseñar los protagonistas de ese lado oscuro de Millennium: el único que se le manifestó
a Donna Leon.
Lisbeth Salander, uno de los personajes femeninos con mayor dominio de
las emociones que de mis lecturas recuerdo (tal vez solo comparable a Alejandra
Vidal o a Tánger Soto o a Angélica de Alquézar), llora “apenas” en cuatro
ocasiones. Y en dos oportunidades lo hace movida por una mezcla de
remordimiento y cariño para con dos personas que quiere y a las que involuntariamente
ha hecho daño: su otrora tutor y administrador Holger Palmgren, la primera
persona que sin proponérselo le enseñó que no todos buscaban cebarse en ella, y
Miriam Wu, su amiga y pareja desde hace un tiempo. A Palgrem, al que abandona
en el hospital al que lo lleva por causa de una apoplejía que sufre, opta por
dejarlo allí segura de la inminencia de su deceso. A su amiga y amante,
habiéndole fallado los cálculos, la arroja en brazos de sus más enconados
enemigos: su padre y su hermano medio, cuya obsesión con respecto a la
protagonista es deshacerse de ella a cualquier precio. Y es esa manifestación
líquida de los sentimientos la prueba incontestable de que, tratándose nada
menos que de Lisbeth Salander, sus lágrimas no pueden significar otra cosa que
un gran afecto por los que se vierten, lo mismo que una nueva confirmación de
que las tres novelas del fabulador sueco contienen un corazón hecho de las
mejores y peores pasiones de los hombres.
A continuación, otro ejemplo de las primeras, tal vez la más conmovedora
escena de cuantas componen esta novela:
“Estaba bajando el tenedor para coger más comida cuando una mano
apareció por detrás y se lo quitó suavemente. Vio cómo la mano pinchaba un poco
de pastel de macarrones y lo levantaba. Inmediatamente reconoció aquella delgada
mano de muñeca, giró la cabeza y se encontró con los ojos de Lisbeth Salander a
menos de diez centímetros de su cara. Su mirada se mantenía a la expectativa.
Parecía angustiada.
Durante un largo rato, Palmgren permaneció inmóvil contemplando su
rostro. De repente el corazón le empezó a palpitar de una manera absurda. Luego
abrió la boca y aceptó la comida.
Le dio de comer bocado a bocado. Por lo general, Palmgren odiaba que lo
ayudaran en el comedor, pero entendió que Lisbeth Salander necesitaba hacerlo.
No es que él fuera un desvalido vegetal. Ella le daba de comer como un gesto de
humildad: un sentimiento sumamente raro, tratándose de ella. Le preparaba
porciones de un tamaño adecuado y esperaba a que terminara de masticar. Cuando
él le señaló un vaso de leche que tenía una pajita, ella se lo sostuvo para que
pudiera beber.
No intercambiaron palabra durante toda la comida. En cuanto él tragó el
último bocado, ella soltó el tenedor y lo interrogó con la mirada. Él negó con
la cabeza. “No, no quiero más.”
Holger Palmgren se reclinó en la silla de ruedas e inspiró hondo.
Lisbeth levantó la servilleta y le limpió la boca. […] Permanecieron en
silencio. Holger Palmgren quería decir mil cosas pero no fue capaz de pronunciar
sílaba alguna. Sus miradas, en cambio, se cruzaron una y otra vez. Lisbeth
Salander tenía cara de sentirse terriblemente culpable. Al final rompió su
silencio.
-Creí que estabas muerto -dijo-. No sabía que vivías. Si lo hubiera
sabido, nunca habría… te habría visitado hace ya mucho tiempo.
Él asintió.
-Perdóname.
-Volvió a asentir. Sonrió. Fue una sonrisa torcida, una curvatura de
labios.
-Te encontrabas en coma y los médicos dijeron que te ibas a morir.
Pensaban que fallecerías en uno o dos días, así que yo me marché de allí. Lo
siento. Perdóname.
Él levantó su mano y la puso sobre la de ella, pequeña. Ella se la
apretó fuertemente y suspiró de alivio. […] Por primera vez ella sonrió y
Holger Palmgren se relajó. Era la misma torcida sonrisa de siempre. La miró de
arriba abajo. Comparó la imagen que guardaba de ella en la memoria con la de la
chica que ahora se hallaba frente a él. Había cambiado. Estaba entera, limpia y
bien vestida. Se había quitado el piercing del labio y… mmm… el tatuaje de la
avispa del cuello tampoco estaba. Parecía adulta. Por primera vez en muchas
semanas, Palmgren se rió. Sonó como un ataque de tos.
Lisbeth mostró una sonrisa aún más torcida y de repente un cálido
sentimiento que llevaba mucho tiempo sin experimentar inundó su corazón. […] -A
partir de ahora te voy a visitar muchas veces. Te lo contaré… pero no nos
estresemos. Ahora mismo quiero hacer otra cosa.
Se agachó, puso una bolsa sobre la mesa y sacó un tablero de ajedrez.
-Hace dos años que no te doy una paliza al ajedrez.
Él se resignó. Ella estaba tramando algo de lo que no deseaba hablar. Estaba
convencido de que iba a oponerse a lo que Lisbeth estuviera maquinando, pero
confiaba lo suficiente en ella como para saber que, fuera lo que fuese,
posiblemente se tratara de algo jurídicamente dudoso, pero de ningún delito
contra las leyes de Dios. Porque, a diferencia de casi todos los demás, a
Holger Palmgren no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era una
persona con principios morales. El problema era que su moral no siempre
coincidía con lo estipulado por la ley.
Ella fue colocando las piezas de ajedrez y él se quedó atónito al darse
cuenta de que era su propio tablero. ‘Seguro que se lo llevó del piso cuando
caí enfermo. ¿Como un recuerdo?’. Ella le dejó las blancas. Y él se sintió de
pronto tan feliz como un niño…” (Segunda parte, capítulo 8).
Solo un ciego (que en literatura equivale al lector-hembra) puede no ver
lo patente: el cariño infinito que se percibe en esta escena en particular y que
impregna, si bien no con la misma fuerza, muchos pasajes de la historia-núcleo
y algunos de ciertas “intrahistorias” que recorren las tres novelas como si de
corrientes submarinas se tratara. Solo un ciego (lector-hembra tipo Donna Leon),
insisto, puede no ver que, así como la naturaleza de la protagonista reacciona
presta para vengar el dolor que se le inflige, también su condición la hace
propensa a las reciprocidades afectivas con aquellos que contribuyen a su
bienestar: una dualidad que compendia la unicidad de este personaje que
participa, como la historia de la cual es arte y parte, de la lobreguez y la
claridad del alma humana.
Pero va a ser a partir del momento en que asesinan a Dag Svensson y Mia
Bergman que el desenlace de la historia-núcleo, que equivale a decir el desenlace
del destino de Lisbeth Salander, se va a precipitar. Y con su desarrollo, las
fuerzas contrapuestas que pugnan, ya por destruirla, ya por rescatarla y
redimirla, se van a alinear en función de sus intereses.
A la “fuerza del mal” van a pertenecer, entre otros, Nils Bjurman,
Alexander Zalachenko y Ronald Niedermann -su padre y su hermanastro
respectivamente-, Peter Teleborian -su psiquiatra- que, en connivencia con unos
cuantos agentes criminales del Estado sueco -un fiscal, un ex policía, toda una
sección de la policía secreta-, consiguen que sea el propio Estado el más
desapacible enemigo de Salander, que los va a tener y no en cantidades exiguas.
A la “fuerza del bien” pertenecen, también entre otros, Mikael Blomkvist, Erika
Verger, Dragan Armanskij, Holger Palmgren, así como un puñado de ciudadanos de
Hacker Republic y otros agentes estatales -los inspectores de policía Sonja
Modig y Jan Bublanski, Torsten Edklinth y Monica Figuerola (quinta pareja de
Blomkvist en la trilogía)-, cuya participación coadyuva a que Suecia por fin
reconozca plenos derechos como ciudadana a Lisbeth Salander.
Pero mientras eso sucede, asistamos a un momento ya anunciado:
“Con Zalachenko en la caseta y Niedermann atado en la carretera de
Sollebrunn, Mikael atravesó el patio hasta la casa principal. Tal vez hubiera
una desconocida tercera persona que podría representar un peligro, pero la casa
le pareció desierta, casi deshabitada. Apuntó al suelo con el arma y, con mucho
cuidado, abrió la puerta exterior. Entró en un vestíbulo oscuro y vio un haz de
luz que procedía de la cocina. Lo único que pudo oír fue el tictac de un reloj
de pared. Al llegar a la puerta, descubrió de inmediato a Lisbeth Salander
tumbada encima de un banco.
Por un instante, se quedó como paralizado contemplando su cuerpo
maltrecho. Notó que en la mano -que colgaba flácida- llevaba una pistola. Se
acercó y se puso de rodillas. Pensó en cómo había encontrado a Dag y Mia y, por
un segundo, creyó que Lisbeth estaba muerta. Luego vio un pequeño movimiento en
su caja torácica y percibió una débil y bronca respiración.
Alargó la mano y, cuidadosamente, le empezó a quitar el arma. De pronto,
Lisbeth la agarró con más fuerza. Sus ojos se abrieron formando dos delgadas
líneas y miraron a Mikael durante unos largos segundos. Su mirada estaba
desenfocada. Después, él la oyó murmurar unas palabras en voz tan baja que apenas
pudo percibirlas.
-Calle Blomkvist de los cojones.
Cerró los ojos y soltó la pistola. Mikael puso el arma en el suelo, sacó
el móvil y marcó el número de emergencias” (Cuarta parte, capítulo 32).
De este modo (con Blomkvist pagándole a su amiga con un desinterés
análogo al que ella empleara cuando le salvó la vida en Hedestad y con las
fuerzas que se disputan la disolución o la redención de Salander en pugna) toca
a su fin esta segunda novela de la trilogía de Stieg Larsson que empata con la
tercera en un escenario que va a constituir uno de los epicentros narrativos de
esa última parte de Millennium: el
hospital en que la recluyen y en el que tan cerca se va a hallar de Alexander
Zalachenko, su archienemigo.
Pero digamos antes de proseguir que ese último gesto de Lisbeth cuando,
exánime casi, suelta la pistola, se erige prueba irrebatible de la confianza
que deposita en aquel que en su auxilio ha venido. Nadie que bien se precie de
conocerla podría aducir que es su debilidad física lo que la fuerza a ceder su
posesión sobre el arma, pues si de veras la conoce sabe que Lisbeth Salander
dejaría de pelear tal vez muerta. Y, por otro lado, procede señalar que la
protagonista jamás se confiaría a nadie que no respete, de lo que puede
extraerse una conclusión que es a un tiempo una afirmación: Lisbeth es amiga de
Mikael en los términos en que él concibe la amistad.
La
reina en el palacio de las corrientes de aire
Si Los hombres que no amaban a las
mujeres ostenta un prólogo-enigma que se resuelve cabalmente y el
prólogo-enigma de La chica que soñaba con
una cerilla y un bidón de gasolina representa el único cabo suelto de la
trilogía, esta tercera novela prescinde de esa especie de introducción al
misterio: a la historia novelada. Que prosigue, como ya se dijo, con la
protagonista ingresada en el hospital de Sahlgrenska de Gotemburgo, en donde va
a conocer a un nuevo integrante de “la fuerza del bien” que va a antagonizar
con un integrante ya reseñado de “la fuerza del mal”, desde luego que a favor
de su paciente:
“-Lisbeth Salander adolece de un grave trastorno psicológico. Como tú
bien sabes, la psiquiatría no es una ciencia exacta. Prefiero no comprometerme
ofreciendo un solo diagnóstico exacto. Pero sufre evidentes alucinaciones que
presentan claros rasgos paranoicos y esquizofrénicos. En su cuadro también se
incluyen períodos maníaco-depresivos y carece por completo de empatía.
Anders Jonasson observó al doctor Peter Teleborian durante diez segundos
para, acto seguido, realizar un gesto con las manos manifestando su poca
intención de discutir.
-No seré yo quien le discuta un diagnóstico al doctor Teleborian, pero
¿nunca has pensado en un diagnóstico más sencillo?
-¿Cuál?
-El síndrome de Asperger, por ejemplo. Es cierto que no le he hecho
ningún examen psiquiátrico, pero si tuviera que adivinar a botepronto lo que
padece, pensaría en algún tipo de autismo como lo más probable. Eso explicaría
su incapacidad para aceptar las convenciones sociales.
-Lo siento, pero los pacientes de Asperger no suelen quemar a sus
padres. Créeme: nunca he visto un caso de sociopatía más claro.
-Yo la veo más bien cerrada, pero no como una psicótica paranoica.
-Es manipuladora a más no poder -dijo Peter Teleborian-. Sólo muestra lo
que ella cree que tú quieres ver.
Anders Jonasson frunció imperceptiblemente el ceño. De repente, Peter
Teleborian contradecía por completo su propia evaluación sobre Lisbeth
Salander. Si había algo que Jonasson no creía de ella era que fuera
manipuladora. Todo lo contrario: se trataba de una persona que, impertérrita,
mantenía la distancia con su entorno y no mostraba ningún tipo de emoción.
Intentaba casar la imagen que Teleborian describía con la que él se había forjado
sobre Lisbeth Salander […] -Muy bien. Entonces puedo informarte de que ya he
recibido una petición del fiscal Richard Ekstrom de Estocolmo para que la
someta a un examen psiquiátrico forense. Algo que se realizará de cara a la celebración
del juicio.
-Estupendo. Entonces te permitirán visitarla sin que tengamos que
saltarnos el reglamento.
-Pero mientras hacemos todo ese papeleo corremos el riesgo de que su
estado empeore. Sólo me interesa su salud.
-A mí también -dijo Anders Jonasson-. Y, entre nosotros: no veo ningún
síntoma que me indique que es una enferma mental. Se encuentra maltrecha y
sometida a una situación de gran tensión. Pero no veo en absoluto que sea
esquizofrénica o que sufra de obsesiones paranoicas” (Segunda parte, capítulo
9).
La controversia teórica y profesional que sostienen los dos médicos sobre
el complicado caso Salander nos ayuda a definir el tono de esta tercera novela,
desenlace de la historia-núcleo. Por un lado, el cáustico tenor de aquellos
que, como Teleborian, pretenden a como dé lugar destruir a la protagonista en
razón de que conoce un secreto que pone en riesgo no solo a Suecia, sino a
muchos mandos medios que han actuado a espaldas del propio Estado sueco. Una
especie de conspiración a todo nivel contra la insumisión de una niña primero y
luego de una ciudadana -no reconocida por tal-, que se resiste a su suerte de
víctima de su destino y de los hombres: de los hombres que no aman -o que
odian- a las mujeres. Por otro lado, el talante de quienes, no por creerse buenos
simplemente sino porque sienten las no
escritas leyes de los dioses -que intentan cumplir como Jonasson-, se
resisten al ensañamiento que muy a menudo practican los más fuertes o la
turbamulta en pleno contra los más débiles o los más díscolos.
Recordarán los lectores de la trilogía de Stieg Larsson y del presente ejercicio
crítico el despecho que le provocó a la protagonista de Millennium el avistamiento de Erika Verger y Mikael Blomkvist
abrazados, justo cuando ella se disponía a franquearse con él y a darle un
regalo, y coincidirán conmigo los que la conocen bien en que su “solidaridad de
género” con Verger, que sufre el acoso de un inadaptado, representa una prueba
incontestable contra la falaz afirmación de la autora de la saga del capitán
Guido Brunetti en el sentido de que en Millennium
no hay “calidez humana”. ¿Procedería así -cabe preguntarse- un personaje movido
solo por el despecho y el rencor que la escritora y lectora a medias les
atribuye a todas las relaciones del fragmento de novela que leyó? ¿No hay acaso
generosidad en Lisbeth, que depone su frustración amorosa en relación con
Mikael -amante de Erika- para auxiliar a otra mujer víctima de los hombres que
las odian y que ella tanto ha padecido? ¿No casa con la actitud de Salander
aquel proverbio que invita a hacer el bien sin mirar a quién?
Con el mismo desprendimiento con que actúa Lisbeth para salvar a Erika
del acoso de su “stalker”, procede Annika Giannini -hermana de Mikael Blomkvist
y abogada de Lisbeth- para sacar airosa a su clienta en el juicio que se le sigue.
Desmiente, una tras otra, las pruebas fabricadas en contra de la protagonista y
desmonta, de paso, sólidas reputaciones injustamente forjadas, con lo cual
consigue que los urdidores de las infamias que pretendían hundir definitivamente
a Salander ocupen el sitio que para ella creían destinado: proeza harto
destacable si se tiene en cuenta la envergadura del poder que detentaban sus
enemigos.
Este desenlace más que auspicioso justifica con sobradas razones el júbilo
frente a Millennium de un gran lector
llamado Mario Vargas Llosa, quien, al revés de Donna Leon, sí leyó la trilogía
completa, lo que lo faculta para concluir en relación con ella que “pese a la
presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por
triunfar” (El País de España, 06/09/2009). Un dictamen literario que coincide
plenamente con la finalidad de esta reflexión sin ínfulas académicas pero con
mayores alcances que las que se ufanan de serlo. Académicas, quiero decir.
Y como Lisbeth Salander debe vivir por los siglos de los siglos, qué
mejor que no lo haga sola. Es decir, sin la queridísima y complementaria
presencia del protagonista:
“Mikael Blomkvist permaneció callado unos segundos. Los dos se miraron
de reojo a través de la rendija de la puerta.
-¿Molesto?
Ella se encogió de hombros.
-Estaba en la bañera.
-Ya lo veo. ¿Quieres compañía?
Ella le lanzó una dura mirada.
-No me refería a acompañarte en la bañera. Traigo bagels -dijo,
levantando una bolsa-. Además he comprado café para preparar un espresso. Si tienes
una Jura Impressa x7 en la cocina, por lo menos debes aprender a usarla.
Ella arqueó una ceja. No sabía si debería estar decepcionada o aliviada.
-¿Sólo compañía? -preguntó.
-Sólo compañía -le confirmó él-. Soy un buen amigo que le hace una
visita a una buena amiga. Bueno, si es que soy bienvenido.
Ella dudó unos segundos. Llevaba dos años manteniéndose a la mayor
distancia posible de Mikael Blomkvist. Aun así, le dio la sensación de que
-bien a través de la red o bien en la vida real- él siempre acababa pegándose a
su vida igual que se pega un chicle a la suela de un zapato. En la red todo le
parecía bien. Allí él no era más que electrones y letras. En la vida real,
delante de su puerta, seguía siendo ese maldito hombre tan jodidamente
atractivo. Y que conocía sus secretos de la misma manera que ella conocía los
de él.
Lo contempló y constató que ya no albergaba ningún sentimiento hacia él.
O al menos no ese tipo de sentimientos.
Lo cierto era que durante el año que acababa de pasar él había sido un
amigo.
Confiaba en él. Quizá. Le irritaba que una de las pocas personas en las
que confiaba fuera un hombre al que evitaba ver constantemente.
Al final se decidió. Era ridículo hacer como si él no existiera. Ya no
le dolía verlo.
Abrió y lo dejó entrar de nuevo en su vida” (Epílogo).
Conclusión
¿Por qué hablar de “el lado claro del corazón de Millennium” si los personajes que se ubican de ese lado del
espectro axiológico tienen en su caracterización y en su haber manifiestos
defectos humanos? Pues porque Lisbeth Salander, “no obstante” comportarse a
veces como una indócil y una inadaptada que comete avivatadas que las leyes de
los hombres castigarían, no se prestaría a transgredir las no escritas leyes de los dioses, que acata y honra; y porque Mikael
Blomkvist, “con todo y que” vive una vida promiscua a los ojos de muchos y
desatiende sus deberes de padre, se entrega a causas en favor de personas en
estado de indefensión y pone al servicio de la sociedad en que vive su saber periodístico
para que la justicia de los hombres impere y la libertad de expresión no sea
solo un embeleco; y porque Erika Verger, “a pesar de” practicar la bigamia,
secunda a Blomkvist en sus propósitos de Quijote moderno y consigue que su
concepción de la ética periodística cale en todos los que con ella trabajan; y
porque los ciudadanos de Hacker Republic, “pese a que” incurren en
contravenciones en la red amparados en el anonimato de su saber, se valen de
este en momentos en que las infamias contra los débiles o los oprimidos están
por perpetrarse para intentar conjurarlas; y porque ni Larsson ni Millennium buscan erigirse faros de la
moral sobre la que el grueso de los hombres -no solo los que odian a las
mujeres- pontifican y a partir de la cual juzgan sin reparos a sus semejantes.
Porque, dicho de forma tal vez demasiado taxativa, la trilogía del novelista
sueco inmortalizado por su invención no busca mejorar eso que llamamos mundo ni
intentar que parezca peor de lo que ya es o tratar de explicárselo a sus lectores,
sino fotografiarlo tal como posa a fin de que ningún detalle pase inadvertido y
los múltiples matices de su naturaleza dual queden apresados en sus páginas.
En cuanto a mí, digo ya para terminar que siempre supe que existen los
lectores diletantes aunque conscientes de sus limitaciones; los lectores-hembra
cuyos prejuicios morales y exiguo cacumen les impiden el goce estético; los
lectores perspicaces o archilectores que no abundan y a los cuales están
destinados los más bellos secretos literarios; los buenos críticos literarios
que, amén de formar parte de los lectores perspicaces o archilectores, tienen
como misión enseñarnos a reparar en las infinitas posibilidades de la buena
literatura; y, me perdonan si se me olvida alguno, los criticastros, autoridades
en el arte de descubrir el agua tibia y abundar en lo mil veces estudiado.
Pero, ¡inocente que soy!, hasta no hacía mucho daba por descontado que todo
escritor famoso, con independencia de su calidad literaria, tenía que ser, ante
todo, un lector agudo. Donna Leon me hizo comprender que hasta en los casos más
impensados existen las excepciones.
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