Primero fueron las
carcajadas que me arrancaban los informes de Pantaleón Pantoja a sus
superiores; luego, el pasmo ante la ductilidad del relato -cómo se cuenta la
historia que se cuenta- en La ciudad y
los perros; después vinieron la sensualidad de doña Lucrecia y don
Rigoberto y el demonismo de Fonchito; luego, el asqueamiento hacia Rafael
Leónidas Trujillo Molina y lo que él representa, así como una solidaridad
impotente para con la tragedia de Urania; después vino la disolución de Pedro
Camacho como escribidor: uno de los más bellos fracasos humanos que la
literatura haya inmortalizado; luego, las historias de Flora Tristán y Paul
Gauguin escritas en clave de contrapunto; y recientemente fue la inscripción de
la huachafería más peruana en los asuntos aptos para la ficción, huachafería
que encarnan la polisémica niña mala y su relación con Ricardo Somocurcio. Ocho
novelas que me convirtieron, a medida que las leía y releía algunas, en un
convencido de que si a Mario Vargas Llosa no le concedían el premio Nobel no
era, faltaría más, por escasez de méritos literarios, sino por razones muy
diferentes que podían tener su explicación en la pasión con que el escritor
vive la política o en sus “fijaciones” políticas, que terminan siendo una misma
cosa. De manera que cuando me enteré de la noticia, que de tan postergada había
adquirido una pátina de imposibilidad, no supe si alegrarme por la tardía pero
justicia a fin de cuentas, o aceptarla como algo inevitable a largo plazo. Y
para celebrar, decidí emprender la lectura de sus memorias -las cuales
seguramente habrán de completarse pronto- que, dicho de forma harto
superficial, giran en torno a dos ejes temáticos: la experiencia vital del ser
humano y el escritor en ciernes y la experiencia política del candidato a la
presidencia del Perú.
Propongo
entonces, le propongo a usted, maestro Vargas Llosa, un diálogo-entrevista en
el que su voz la integren algunas de las ideas que, de diversos géneros,
extracté de mi lectura de El pez en el
agua, mientras que la mía, mi voz, quiero decir, serán las preguntas y
consideraciones sobre sus ideas. ¿Le parece? Muy bien. Entonces, comencemos.
¿Qué repercusiones ha tenido el
mestizaje en el Perú en particular, como origen y consecuencia a un mismo
tiempo de la cultura que conformamos los latinos en general?
“En
la variopinta sociedad peruana, y acaso en las que tienen muchas razas y
astronómicas desigualdades, blanco y cholo son términos que quieren decir más cosas
que raza o etnia: ellos sitúan a la persona social y económicamente, y estos
factores son muchas veces los determinantes de la clasificación. Esta es
flexible y cambiante, supeditada a las circunstancias y a los vaivenes de los
destinos particulares. Siempre se es blanco o cholo de alguien, porque siempre
se está mejor o peor situado que otros, o se es más o menos pobre o importante,
o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o
asiáticos que otros, y toda esta selvática nomenclatura que decide buena parte
de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente
construcción de prejuicios y sentimientos -desdén, desprecio, envidia, rencor,
admiración, emulación- que es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores
y desvalores, la explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la
vida peruana. Es un grave error, cuando se habla de prejuicio racial y de
prejuicio social, creer que estos se ejercen sólo desde arriba hacia abajo.
Paralelo al desprecio que manifiesta el blanco al cholo, al indio y al negro,
existe el rencor del cholo al blanco y al indio y al negro, y de cada uno de
estos tres últimos a todos los otros, sentimientos, pulsiones o pasiones, que
se emboscan detrás de las rivalidades políticas, ideológicas, profesionales,
culturales y personales, según un proceso al que ni siquiera se puede llamar
hipócrita, ya que rara vez es lúcido y desembozado. La mayoría de las veces es
inconsciente, nace de un yo recóndito y ciego a la razón, se mama con la leche
materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del
peruano”.
Y
del colombiano, el ecuatoriano, el boliviano, agregaría yo, que también he sido
testigo de ese encono y esa ojeriza que engendra en el ánimo del “blanco” la piel
del negro, y en el de este una piel más clara. Pero pienso que esa “caldera de
odios”, como en algún momento de sus memorias usted define lo que para mí son
los incomprensibles efectos del mestizaje en el Perú -término que se puede
extrapolar a la realidad de casi toda nuestra América Latina-, también bulle,
salvo que con diferencias de muchas índoles, en tantas otras latitudes donde
ese odio interracial se denomina xenofobia o, de forma más general,
discriminación. Creo que la fobia y el recelo exacerbado por el que no se me
parece no es, ni con mucho, un lastre de nuestro subdesarrollo aún sin
resolver, sino, más bien, una tara genética de los hombres que ni siquiera el
“progreso” de la inteligencia humana ha podido combatir, tal vez por no
tratarse de nada diferente que de un instinto que se resiste a la persuasión de
los buenos argumentos.
Dando por sentado que los dos
coincidimos en el hecho de que el desprecio interracial fluye en todas
direcciones, ¿podría, no obstante, hablarse de una suerte de origen o “culpa”
de esa mutua discriminación?
“Cuando
se habla de prejuicio racial, se piensa de inmediato en el que alienta aquel
que tiene una posición de privilegio hacia el que se halla discriminado y
explotado, es decir, en el caso del Perú, el del blanco hacia el indio, el
negro y las distintas variantes del mestizo (el cholo, el mulato, el zambo, el
chinocholo, etcétera), pues, simplicando -y, en lo que concierne a las últimas
décadas, simplicando mucho-, es verdad que el poder económico suele concentrarse
en la pequeña minoría de ancestros europeos y la pobreza y miseria -esto sin
excepción- en los peruanos indígenas y de origen africano. Esa minúscula
minoría blanca o emblanquecida por el dinero y el ascenso social no ha ocultado
jamás su desprecio hacia los peruanos de otro color y otra cultura, al extremo
de que expresiones como ‘indio’, ‘cholo’, ‘negro’, ‘zambo’, ‘chino’ tienen en
su boca una connotación peyorativa. Aunque no escrita, ni amparada por alguna
legislación, siempre ha habido en esa pequeña cúpula blanca una tácita actitud
discriminatoria hacia los otros peruanos”.
Yo
no sabría decir ni mucho menos explicar de qué otro modo podría reaccionar el
que siempre o casi siempre ha estado bajo el yugo del que domina: ¿con
gratitud?, ¿con resignación?, ¿con lealtad?, por supuesto que no. La enseñanza
impracticable de que, como respuesta a una bofetada en una mejilla, hay que
poner la otra, raya, pienso, en el sinsentido y la indignidad. Quizá sea por
eso por lo que no logro percibir la “discriminación” del negro hacia el blanco
como tal, sino, a lo sumo, como una respuesta que las circunstancias tan
desfavorables y el sentimiento de la propia valía imponen a aquellos que han
sido tantos siglos sus víctimas.
Tengo entendido que el distanciamiento
que siempre separó a su padre de la familia de su esposa -es decir de su madre-
se originó en esos odios endémicos entre peruanos, que en esta ocasión no
tuvieron que ver nada con el color de la piel, sino con la clase social, y que,
entre otras razones, la lejanía que él le imponía a usted con respecto a esos
parientes que tanto quería constituyó una gran parte del sufrimiento que
experimentó cuando apenas era un niño. ¿Puede referirnos un par de esas escenas
que tan crudamente revelan el carácter irascible de su padre y el consiguiente
padecimiento de usted y su madre?
“Era
de noche y veníamos de alguna parte… Mi mamá contaba algo y de pronto mencionó
a una señora de Arequipa llamada Elsa. ‘¿Elsa?’, preguntó él. ‘¿Elsa tal cual?’
Yo me eché a temblar. ‘Sí, ella’, balbuceó mi madre y trató de hablar de otra
cosa. ‘La grandísima puta en persona’, silabeó él. Estuvo callado un buen rato
y de repente sentí dar a mi madre un alarido. La había pellizcado en la pierna
con tal furia que se le formó luego un gran hematoma morado. Me lo mostró
después, diciendo que no podía más”. “Con el consentimiento de mi mamá, me fui
a la iglesia. Al salir, en medio de la gente, vi el Ford azul, al pie de las
gradas. Y a él, plantado en la calle, esperándome. Viéndole la cara, supe lo
que iba a pasar. O, quizá, no, pues era muy al comienzo y aún no lo conocía.
Imaginé que, como habían hecho alguna vez mis tíos, cuando ya no soportaban mis
travesuras, me daría un coscorrón o un jalón de orejas y cinco minutos después
todo habría pasado. Sin decir palabra, me pegó una cachetada que me derribó al
suelo, me volvió a pegar y luego me metió al auto a empellones, donde empezó a
decir esas terribles palabrotas que me hacían sufrir tanto como sus golpes. Y,
en la casa, mientras me hacía pedirle perdón, me siguió pegando, a la vez que
me advertía que me iba a enderezar, a hacer de mí un hombrecito, pues él no
permitiría que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa.
Entonces, junto con el terror, me inspiró odio”.
Aparte de aquella relación
disfuncional entre su padre y los Llosa que usted endilga a aquel odio de
clases sociales en el que un mestizaje mal entendido tiene, en gran medida, la
culpa, ¿hay en su familia otra situación que nos sirva de ejemplo de lo nefasto
que resulta el desprecio por el otro en razón de su color de piel o su
procedencia?
“He
contado que mis abuelos trajeron de Cochabamba al Perú a un muchacho de
Saipina, Joaquín, y a un niño recién nacido que una cocinera abandonó en casa.
Ambos habían continuado en la familia, en Piura, luego en el apartamento de Dos
de Mayo, en Lima, y, finalmente, en uno más amplio, que tomaron los abuelos en
una quinta de la calle Porta, en Miraflores. Mis tíos le encontraron un trabajo
a Joaquín, que se fue a vivir solo. Orlando, que había vivido siempre entre los
sirvientes de la casa y que en esa época debía de andar por los diez años, a
medida que iba creciendo se parecía más al tercero de mis tíos; más, incluso,
que los hijos legítimos de este. Aunque en la familia no se tocaba nunca el
tema, estaba siempre ahí y nadie se atrevía a mencionarlo ni, lo que es peor, a
hacer algo para enmendar de algún modo lo ocurrido, o atenuar sus
consecuencias. No se hizo nada, o, más bien, se hizo algo que empeoró las
cosas. Orlando pasó a ocupar un estamento intermedio, una especie de limbo, que
ya no era el de la servidumbre pero todavía no el de la familia. La Mamaé, que
había regresado a vivir con los abuelos en la calle Porta, le armaba un colchón
en su cuarto, para que durmiera allí. Y comía en una mesita aparte, en el mismo
comedor, pero sin sentarse con los abuelos, los tíos y nosotros. A mi abuelita
la trataba de tú y la llamaba, como hacíamos yo y mis primas, ‘abuela’, y lo
mismo a la ‘Mamaé’. Pero al abuelo lo trataba de usted y le decía ‘don Pedro’,
y lo mismo a mi mamá y a mis tíos, incluido su padre, al que llamaba ‘señor
Jorge’. Sólo a mí y a mis primas y primos nos tutearía. Lo que debió de ser esa
niñez, vivida en la confusión, de sirviente o poco menos para tres cuartas partes
de la familia, y de pariente para el resto, y lo que de amargura, humillación,
resentimiento y dolor debió de empozarse en él en esos años, es difícil de
imaginar. Vaya paradoja que gentes tan generosas y nobles como los abuelos
contribuyeran, cegados por prejuicios o tabúes que eran los de su medio y
habían pasado a formar parte de su naturaleza, a agravar con ese ambiguo status
en que lo hicieron vivir, el drama de su nacimiento. Años después, yo fui uno
de los primeros de la familia en tratar a Orlando como pariente, presentarlo
como primo, y tener con él una relación amistosa. Pero él nunca se sintió
cómodo conmigo ni con ninguno de la familia, salvo con la abuelita Carmen, de
la que estuvo siempre cerca hasta el final”.
La
suya es una declaración valiente, a excepción del final, que afecta un tono de
indulgencia que a ese “pariente” suyo no debió haberle pasado desapercibido. Y
eso, además de lo extemporáneo del reconocimiento, me imagino que le resultó
tan intolerable como la existencia ambigua a que lo forzaron de niño. Pero
basta ya de discriminaciones sociales y étnicas, como se dice ahora. Lo invito
a que hablemos de esa izquierda de la que usted en un día ya lejano fuera
¿miembro?, ¿militante?
¿Cómo define Mario Vargas Llosa, el
escritor y el político, lo respetable en esa materia -en política, quiero
decir-?
“Hay
muchas maneras de definir lo respetable. En lo que a mí se refiere, me merece
respeto el intelectual o el político que dice lo que cree, hace lo que dice y
no utiliza las ideas y las palabras como una coartada para el arribismo”.
¿Yerro si concluyo entonces, a
partir de su definición, que eso que usted denomina “intelectual barato” no es
otra cosa que un militante de una ideología política cuyas acciones y discurso
no guardan coherencia? ¿Quiere hablarnos un poco del momento en que surge la
nominalización de aquella subespecie humana y del individuo que la inspiró?
“Antes,
me devanaba los sesos tratando de adivinar por qué entre nuestros
intelectuales, y sobre todo los progresistas -la inmensa mayoría-, abundaban el
bribonzuelo, el sinvergüenza, el impostor, el pícaro. Por qué podían, con tanta
desfachatez, vivir en la esquizofrenia ética, desmintiendo a menudo con sus
acciones privadas lo que promovían con tanta convicción en sus escritos y
actuaciones públicas. Matasietes antiimperialistas en sus manifiestos,
artículos, ensayos, clases, conferencias, leyéndolos cualquiera hubiera creído
que habían hecho del odio a Estados Unidos un apostolado. Pero casi todos ellos
habían solicitado, recibido y muchos literalmente vivido de becas, ayudas,
bolsas de viaje, comisiones y encargos especiales de fundaciones
estadounidenses, y pasado semestres y años académicos en las ‘entrañas del
monstruo’ (según la expresión de José Martí) alimentados por la Guggenheim
Foundation, la Tinker Foundation, la Mellon Foundation, la Rockefeller
Foundation, etcétera, etcétera. Y todos gestionaban frenéticamente y muchos
conseguían, por cierto, ir a injertarse como profesores a esas universidades
del país al que habían enseñado a sus alumnos, discípulos y lectores a execrar
como responsable de todas las calamidades peruanas. ¿Cómo explicar ese
masoquismo de la especie intelectual? ¿Por qué esa desalada carrera de tantos
hacia el país cuyas vesanias vivían denunciando, denuncias gracias a las cuales
habían construido, en buena parte, sus carreras académicas y su pequeño
prestigio de sociólogos, críticos literarios, politólogos, etnólogos,
antropólogos, economistas, arqueólogos o poetas, periodistas y novelistas?”.
Permítame,
maestro, que agrande un poco el estropicio con una anécdota que algunos de los
lectores de este diálogo-entrevista de pronto encuentren valiosa. Resulta que,
hace ya algunos años, conocí por azar al que a la sazón presidía el Partido
Comunista Colombiano, personaje al que los terroristas paramilitares hicieron
exiliar en Cuba, donde ingenuamente creí que estaría feliz de recalar: ¿acaso
no es el sueño de todo adicto al castrismo vivir donde se fragua, hace ya
tanto, “la revolución”? Pues ocurrió todo lo contrario. A poco de marchar muy
contra su voluntad -ahora lo entendía-, comenzó el trasiego epistolar esta vez
con alguien muy cercano a mí. Desespero, tedio, rabia e impotencia era lo que
revelaban sus cartas, en las que aceptaba sin sonrojo que le hacían falta el whisky
y las opíparas comidas que, en torno a la defensa de la izquierda y sus ideas,
se celebraban con tanta frecuencia en nuestro país. Todo un comunista para sus
correligionarios colombianos aunque incapaz de resistir, con todo y que disfrutaba
del favor del comandante, los rigores del sistema-régimen tantos años defendido.
No bien vio la oportunidad de regresar, no dudó en hacerlo para reintegrarse a
la “socialbacanería”, un término acuñado por alguien del que tendremos ocasión
de hablar en extenso más adelante, y que describe -con mucho acierto, me
parece- a esa izquierda que saca réditos personales de la lucha por los
desfavorecidos, en clubes y entre whisky y whisky. Un estilo de vida cínico, de
hombres duplicados que vociferan lo que sus actos desmienten, lo que no sé si
me causa más risa que indignación o más indignación que risa.
Me asalta esta duda, o más bien
estas dos preguntas: ¿le acarreó a usted su disenso con los personajes de
marras consecuencias de algún tipo? ¿A qué se debe que aquella práctica que sus
palabras y mi ejemplo señalan haya cobrado tanta fuerza entre muchos académicos
y políticos de izquierdas?
“Desde
mi ruptura con Cuba, a fines de los sesenta, había pasado a ser objeto de los
ataques de muchos de ellos, pero, aun así, tenía la sensación de que actuaban
como lo hacían -defendiendo lo que defendían- guiados por una fe y por unas
ideas. Después de haber visto esa abdicación moral generacional de los
intelectuales peruanos, en los años de la dictadura velasquista, descubrí lo
que aún hoy creo: que aquellas convicciones no son para la gran mayoría sino
una estrategia que les permite sobrevivir, hacer carrera, progresar […]
Entonces entendí una de las expresiones más dramáticas del subdesarrollo.
Prácticamente no había manera de que un intelectual de un país como el Perú
pudiera trabajar, ganarse la vida, publicar, en cierta forma vivir como
intelectual, sin adoptar los gestos revolucionarios, rendir pleitesía a la
ideología socialista y demostrar, en sus acciones públicas -sus escritos y su
actuación cívica-, que formaba parte de la izquierda. Para llegar a dirigir una
publicación, progresar en el escalafón universitario, obtener las becas, las
bolsas de viajes, las invitaciones pagadas, le era preciso demostrar que estaba
identificado con los mitos y símbolos del establecimiento revolucionario y
socialista. Quien no seguía la invisible consigna se condenaba al páramo: la
marginación y frustración profesional. Esa era la explicación. De ahí la
inautenticidad, esa -según fórmula de Jean-Francois Revel- ‘hemiplejia moral’
en que vivían, repitiendo por un lado, en público, toda una logomaquia
defensiva -especie de contraseña para asegurar su puesto dentro del establishment-, que no respondía a
ninguna convicción íntima, mera táctica de lo que el anglicismo llama ‘posicionamiento’.
Pero, cuando se vive de este modo, la perversión del pensamiento y el lenguaje
resulta inevitable”.
Como
inevitable ha sido el alejamiento de las generaciones posteriores a los años
sesenta de la política. Y no sé cuánto hayan incidido en ese fenómeno cada vez
más palpable las contradicciones del progresismo, tan capaz de seducir entonces
la rebeldía y el inconformismo de los jóvenes.
Muchos de sus contradictores lo
acusan de usar un doble rasero para juzgar lo atinente a algunas medidas
políticas y económicas que se han tomado en ciertos países de América Latina,
las cuales, sostienen, no son diferentes de las que se han tomado en países del
Primer Mundo como Francia y su nacionalización de los bancos en tiempos de
Francois Mitterrand.
“Quienes
razonan así no entienden que una de las características del subdesarrollo es la
identidad total del gobierno y el Estado. En Francia, Suecia o Inglaterra una
empresa pública conserva cierta autonomía del poder político; pertenece al
Estado y su administración, su personal y su funcionamiento están más o menos a
salvo de abusos gubernamentales. Pero en un país subdesarrollado, ni más ni
menos que en un país totalitario, el gobierno es el Estado y quienes gobiernan
administran este como su propiedad particular, o, más bien, su botín. La
empresa pública sirve para colocar a los validos, alimentar a las clientelas
políticas y para los negociados. Esas empresas se convierten en enjambres
burocráticos paralizados por la corrupción y la ineficiencia que introduce en
ellas la política. No hay riesgo de que quiebren; son, casi siempre, monopolios
protegidos contra la competencia y tienen la vida garantizada gracias a los
subsidios, es decir, el dinero de los contribuyentes”.
Nosotros
los colombianos sensatos, por desgracia tan escasos en los tiempos que corren y
acaso en todos los tiempos, reconocemos en los dos períodos presidenciales de
Álvaro Uribe Vélez la convicción convertida en práctica de que, como usted lo compendia,
“el gobierno es el Estado “, que administró, junto con sus adláteres, como “su
propiedad particular, o, más bien, su botín”. Y no es que Colombia no supiera
de corrupción antes de que Uribe Vélez llegara a la Casa de Nariño en 2002 (pues
nuestro país, como el suyo, sufre sus efectos desde tiempos inmemoriales), sino
que asistió a un fenómeno prácticamente -y digo prácticamente por el odioso
precedente de Samper- desconocido hasta aquella fecha: la instauración de la
trampa, el chanchullo y la ilegalidad a todos los niveles, que en adelante se
perpetrarían sin pudor e, incluso, como quien de antemano sabe que su obra es
legítima y necesaria. Si alguien quiere ejemplos de argucias discursivas
tendentes a encubrir prácticas de corrupción nefandas, no tiene más que
estudiar las réplicas del expresidente Uribe Vélez cada que un nuevo escándalo
estallaba y estalla en los medios de comunicación. O las de sus paladines, tan
dispuestos a desviar la mirada y a hacer pasar por transparente lo que, a los
ojos de cualquier ciego como yo inclusive, desborda lo tenebroso.
¿Qué representa -no me atrevo a
utilizar el pretérito de indicativo- Fujimori o el fujimorismo para el Perú?
“La
desaparición de la legalidad y el retorno de la era de los ‘hombres fuertes’,
de gobiernos cuya legitimidad reside en la fuerza militar y las encuestas de
opinión”.
Se
me antoja que no en vano a Uribe y el uribismo se los compara con Fujimori y el
fujimorismo; De los que su amigo Plinio Apuleyo Mendoza y otros adictos al expresidente
buscan siempre, sin embargo, diferenciarlos. Pero tiene usted razón, pues las
encuestas de opinión, que hasta hoy le han sido favorables a quien gobernó a
Colombia entre 2002 y 2010, le dan el aval para que, incluso ahora que se
encuentra apeado del poder, siga opinando y torpedeando algunos proyectos de
ley que muy mal le caen a su talante de “hombre fuerte” que usted, discúlpeme la
franqueza, jamás censuró ni de lejos con la misma vehemencia con que ha
censurado el de Chávez, pongamos por caso. Y claro que sé que, sometidas a
comparación, las prácticas corruptas y politiqueras del venezolano, de tan
desproporcionadas y torpes, hacen que las del colombiano les parezcan a algunos
temas de escasa valía, actitud que puede denotar ignorancia o artería, como sucede
con su amigo escritor y columnista, que de ignorante no tiene un pelo pero toda
una melena de artero.
¿Qué les preguntaría usted a esos
peruanos, colombianos y venezolanos que añoran y defienden a capa y espada a
sus caudillos y los desmanes de estos, que se escudan tras el argumento de que
no representan los intereses ni las ideas partidarias de viejo cuño?
“¿De
qué sirve la saludable reacción de la ciudadanía contra el apolillamiento de
los partidos tradicionales, si ella conlleva la entronización de esa agresiva
forma de incultura que es la ‘cultura chicha’, es decir, el desprecio de las
ideas y de la moral y su reemplazo por la chabacanería, la ramplonería, la
picardía, el cinismo y la jerga y la jerigonza?”.
Un
caudillo ora de derechas -Uribe-, ora de izquierdas -Chávez-, no se distingue
del otro en lo esencial: los dos -Uribe y Chávez- desprecian toda idea que
difiera de su monolítica visión del mundo; para ninguno de los dos -ni para
Uribe ni para Chávez- existe más moral que la de su código personal; los dos
-tanto Uribe como Chávez- son chabacanes, ramplones, pícaros y cínicos
redomados que apelan en sus arengas panfletarias e incendiarias a la jerga y la
jerigonza para captarse el favor de los que en ellos ponen sus esperanzas.
Yo no podría concluir este
diálogo-entrevista con nuestro Nobel peruano sin hacerle una pregunta -la
penúltima- cuya respuesta deseo más que nada en este momento conocer. ¿Cómo
influyeron los años que le dedicó a la militancia política en su perspectiva
sobre la ficción, si es que lo hicieron?
“Desde
muy joven he vivido fascinado con la ficción, porque mi vocación me ha hecho
muy sensible a ese fenómeno. Y hace tiempo que he ido advirtiendo cómo el reino
de la ficción desborda largamente la literatura, el cine y las artes, géneros
en que se la cree confinada. Tal vez porque es una necesidad irresistible que
la especie humana trata de aplacar de cualquier modo y aun por conductos
inimaginables, la ficción aparece por doquier, despunta en la religión y en la
ciencia y en las actividades más aparentemente vacunadas contra ella. La
política, sobre todo en países donde la ignorancia y las pasiones juegan un
papel tan importante en ella como el Perú, es uno de esos campos abonados para
que lo ficticio, lo imaginario, echen raíces”.
He de confesar a usted y a los
lectores cuánto me sorprendió el enterarme, leyendo sus memorias, de que Mario
Vargas Llosa es prácticamente un abstemio, pues se tiene la sensación -al menos
yo la tengo, o ¿la tenía?- de que en cada escritor y en cada artista reside un
“dipsómano”. (Apelo a este término ante el desprestigio en que ha caído la palabra
bohemio y la bohemia misma.) Pero eso no es todo. También se piensa que en cada
escritor y en cada artista reside un Casanova con sus 132 conquistas, una idea que
sobre usted acrecienta la exuberancia erótica que despliega en esas dos novelas
en las que la sensualidad de doña Lucrecia y don Rigoberto -y la incipiente
pero incisiva de Fonchito- es, por encima de ellos, protagonista de primerísimo
orden. ¿Participa usted de esa reputación donjuanesca que tan bien parece
conocer?
“Nunca
he sido bueno en el deporte común de meter cuernos, que he visto practicar a mi
alrededor, a la mayor parte de mis amigos, con desenvoltura y naturalidad; yo
me enamoraba y mis infidelidades me acarreaban, siempre, traumas éticos y
sentimentales”.
Quiero agradecer al maestro Mario Vargas Llosa, en nombre de la Sagrada Secta de los Ciegos en América Latina y de su blog, los cuales me honro de presidir, por este diálogo-entrevista que nos concedió a través del oráculo de su voz presente en sus memorias, y por sus respuestas siempre inteligentes y respetuosas del también sagrado derecho a la discrepancia.
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