sábado, 3 de mayo de 2025

Desahogos polifónicos que pensaban ser póstumos, todos breves o muy breves (XIII)

941. Definición de ‘cifras oficiales de un gobierno leídas por un tarado ideológico’: dícese de lo que rebate sin matices o suscribe a cierra ojos un Julio César Londoño o una Vicky Dávila según por quién hayan votado para presidente. Definición de ‘tarado ideológico’: dícese del facho de izquierdas o de la mamerta de derechas que, imposibilitados para disparar con ambas manos por carecer de una así como del ojito del costado de que son mancos, disparan siempre sobre el mismo y previsible muerto.

 

942. Leyendo la biografía de Bruno Schulz, me cuenta la Wikipedia que “en el año 1910 supera el examen de bachillerato y es calificado con un sobresaliente. Su diploma de bachiller lleva la anotación: ‘Capacitado para los estudios universitarios’”. En este presente nuestro que ya dura décadas, tal tipo de aclaraciones no se precisan ni para matricularse en una universidad, ni para graduarse de un pregrado, ni para cursar una especialización, maestría o doctorado, programas de los que el estudiante podrá salir airoso sin mayores contratiempos y con lo mínimo requerido; esto es, haber entregado cumplida o presurosamente los trabajos que figuraban en el ‘syllabus’, ejercicios que el encargado de la asignatura devolverá con altas o altísimas calificaciones en un noventa y nueve por ciento de los casos, aunque curiosamente sin ninguna justificación docente que sustente el despilfarro. Ojalá llegue el día -primero se nos adelanta la parusía- en que una escuela dirigida al fin por educadores vocacionales e idóneos plantee una nueva definición para la frase “analfabeto funcional”: Decíase del ignorante supino que, pese a no saber siquiera lo mínimo requerido hoy para recibirse de bachiller y gracias a que pagaba sumas ingentes para hacerse con tal o cual título universitario, exhibía en su currículo, plagado de faltas ortográficas y de anacolutos, entre uno y cien diplomas en esto y lo otro.

 

Adenda: que sepa asimismo la posteridad que, empresas a fin de cuentas, las universidades públicas y privadas de gran parte de Occidente dieron en copiar las promociones de los hipermercados y empezaron a ofrecer, “por presios muy modicos”, dos y hasta tres títulos de pregrado y posgrado que “el halumno podra curzar en el mismo tiempo que le llebaria curzar a penas uno”.

 

943. “Una cosa es ser banal, estúpido e idiota por dentro, y otra muy distinta es plasmarlo por escrito”: el espacio que se recuperaría en todas las bibliotecas del mundo (desde la más pequeña y humilde de un pueblo que ni siquiera figura en el mapa hasta la Gabriel García Márquez o la del Trinity College) si, encendido siempre el vergonzómetro, el que escribe supiera de antemano el lugar que merecen sus títulos. ¿O por qué creen ustedes que yo resolví no cumplir con el depósito legal que me exige la ley y dejé que a La astilla en la carne y a ‘Speculum mundi y otros relatos’ los devorara anticipadamente el olvido y el polvo virtual de la editorial-fantasma en que los publiqué?

 

944. Ni progre ni reaccionario, ni facho de izquierdas ni mamerto de derechas, ni woke ni libertario: racional hasta la médula… o sea, reformista.

 

945. “Los autócratas de nuestros tiempos entienden la importancia de ser percibidos como demócratas. Al menos al principio. Pero muy pronto sacan a relucir su disposición a realizar las más extravagantes contorsiones para proyectar una imagen de legitimidad democrática, al mismo tiempo que utilizan su poder para socavar el Estado de derecho. No declaran abiertamente su intención de acabar con la democracia, sino que la erosionan sigilosamente, día a día, semana a semana, desmantelando aquello que fingen proteger. Se trata de dar un golpe de Estado, pero en cámara lenta. Dar un golpe de Estado es tomar el poder ilegalmente, por medios violentos o anticonstitucionales. El golpe clásico es un terremoto político, con dramáticas escenas de tanques por las calles o aviones bombardeando el palacio presidencial. El autogolpe, en cambio, es una variante en la que el líder democráticamente electo usa su posición para desmantelar el orden constitucional y perpetuarse en el poder” con el espaldarazo no sólo de sus incondicionales, los sectarios esperpetristas o bukelistas o mileístas o trumpistas de turno, sino con el de millones de irreflexivos que, incapacitados para leer en el carácter autoritario del candidato y en ocasiones también en sus antecedentes penales y políticos, le sirven de idiotas útiles con su voto y su negación de lo evidente y manifiesto: verbigracia, la catadura -la cara dura- extremista y arbitraria de dos sujetos con prontuario que, como en el caso del estadounidense y el colombiano, deberían haber estado presos y por consiguiente imposibilitados no ya para gobernar, sino para votar inclusive. Dos años antes de que los gringos se enteren de la suerte que corrió su democracia a manos de los setenta y tres millones que votaron por la previsible tiranía plutócrata en componenda con los millones que se abstuvieron, los colombianos sabremos qué fue de la nuestra tan imperfecta y, sin embargo, tan merecedora de que se la defienda con uñas y dientes. O con la vida si se precisara.

 

946. “La amenaza está clara. En el Este enfrentamos al imperialismo armado y violento de Putin. En el Oeste, el imperialismo extractivista de Trump. Más allá, no hay que sobrevalorar el deseo de estabilidad del sistema económico mundial que muestra China: en lo político, busca aniquilar la universalidad de los derechos humanos y se emplea activamente para apoyar a dictaduras opresoras e incluso agresoras. Por mucho que hable suave, es un dragón, no un panda”: pero lo triste va a ser que los rigores y padecimientos de una eventual consolidación geográfica e ideológica rusochina no los van a sufrir en carne propia los hideputas que, viviendo hoy en Occidente y amparados por las garantías de sus democracias, contra ellas disparan al tiempo que le atusan los bigotes a la fiera bicéfala y la aguijonean para que las mine y menoscabe, sino generaciones -a saber cuántas- que nada habrán tenido que ver con la mala leche y la miopía temeraria de los desleales.

 

947. Y de ahí, Hetícor, que yo no contraponga -sino que yuxtaponga- esto de acá con eso de allá, y por ende que tampoco a las Wagenknecht con las Weidel, a los Iglesias con los Abascal, a los Mélenchon con las Le Pen… (todos tan sumamente bien avenidos en su admiración servil hacia el bicho del Kremlin -aunque esa es harina de otro costal-):

 

“…Abro una hoja al azar: ‘Reductio ad absurdum, toda exageración será corregida por la exageración contraria’.

Borges está hablando de las escuelas literarias francesas que se destrozan una tras otra. Y sin embargo, pienso, hace también una profecía del péndulo entre el corrupto e inepto peronismo y el absurdo y patético Miley. Las ridículas exageraciones del lenguaje incluyente (los, las, les, L@s, lxs), las memeces de la policía lingüística que pretendía imponer a toda costa una forma obligatoria de hablar y escribir, enfrentadas ahora a prohibiciones y órdenes simétricamente opuestas. Los bienintencionados querían incluir a los marginados, pero en realidad excluían a todos los que no quisieran hablar como ellos. El buenismo de disfrazar cualquier condición física con eufemismos, conseguía ofender más con el disfraz biempensante que con la palabra precisa: no le digas ‘ciego’ a Borges, dile ‘invidente’; no le digas ‘sordo’ a Goya, dile ‘discapacitado auditivo’; no digas ‘viejo’, di ‘adulto mayor’, y así sucesivamente por el precipicio de la bobada.

Estos melindres de la corrección política se intentan corregir ahora con las burradas del insulto brutal. Si antes la corrección era obligatoria, ahora se pretende, con simétrica exageración, que esté prohibida, o incluso que el insulto sea lo obligatorio. Miley, primero, prohibió el lenguaje incluyente, lo que es tan tonto como hacerlo obligatorio. Y luego resucitó términos como ‘idiota’, ‘imbécil’ y ‘débil mental profundo’, sintiéndose muy gracioso y vanguardista por emplear términos de la psiquiatría del siglo XIX. Los populistas y el libertario tratando de imponer formas de hablar y de escribir antagónicas. Unos y otros siguen viviendo en la anacrónica escuela de la gramática normativa. Los unos prescriben la hipocresía y los otros la grosería”: la incorregibilidad de todo punto incorregible de las insustancialidades que se mueren creyendo a pies juntillas que fueron sapiens.

 

948. ¿Que no existen los cabrones congénitos sino los circunstanciales, alegan unos cuantos amigos y conocidos, algunos en defensa propia? ¿Y entonces el par de protagonistas varones de ‘El significado’ y ‘Todo como antes’, de Kjell Askildsen, el de ‘Una aventura amorosa’, de Lucia Berlin, el de ‘Fiebre’, de Raymond Carver, el Isak de Bendición de la tierra, el Osip Stepanich Dimov de ‘La cigarra’, el retorcido irresuelto de ‘El vengador’ -también de Chéjov-, el ‘Ernesto de Tal’, el Andrade incorpóreo de ‘Singular ocurrencia’ -también de Machado de Assis-, el señorón de ‘El caso de F. A.’, de Rubem Fonseca, el capitán Harte de Patrick O’Brian, el Javier Miranda de La verdad sobre el caso Savolta o el Rogochin de El idiota -a Mishkin no me lo vayan a involucrar en esto- dónde putas fue que contrajeron su sino? Y que conste que en la lista no figuran los calzonazos cuyas pécoras no tienen, al menos abiertamente, el adulterio por distracción: intenté hacer acopio de los cornudos y apocados más representativos de la literatura que conozco.

 

949. Si de repente apareciera frente a mí sentado el mismísimo autor de ‘El modelo millonario’ y demiurgo del a la larga afortunado Hugo Erskine y de su amigo el pintor Alan Trevor, lo pondría en antecedentes de las pingües ruindades y zafiedades de nuestro presente para a continuación preguntarle si esta idea, que entresaqué de su cuento, aún procede: “De no ser también persona adinerada, de nada le sirve a uno ser una persona encantadora. Lo novelesco y lo romántico son privilegio de los ricos y no profesión de los desocupados. El pobre ha de ser realista y prosaico. Es preferible contar con una renta saneada a poseer todos los atractivos de este mundo”. Pero hagamos a un lado fantasmagorías y ensoñaciones y adaptémosla al mundo que nos tocó en suerte: “De no ser también persona encantadora, de nada le sirve a un Forbes ser un archimillonario. Lo novelesco y lo romántico ya no son privilegio de los ricos y sólo en ocasiones muy felices y puntuales profesión de los desocupados. El prosaísmo y la alergia al realismo se reparten hoy por igual entre ricos muy ricos y pobres paupérrimos. Es preferible contar con cierto encanto personal a ser el dueño de una fortuna obscena que no conoce ángel”.

 

Adenda: miren ahora ustedes en derredor y díganme si la primera parte de esta otra idea del artista en cuestión, de Wilde, tiene hogaño algún asidero: “Los hombres elegantes y las mujeres bonitas manejan el mundo o, por lo menos, debieran manejarlo”. Yo qué les digo.

 

950. Me susurra Trapiello como al pasar y a propósito de nada en particular: “Hay amistades que al romperse quedan en el corazón como cascotes de una porcelana”, y yo no puedo por menos de asentir con nostalgia: mis otrora amigas M. B., A. F., G. B., J. P. y tantos otros nombres de mujeres maravillosas con las que trabé amistad que no me vienen completos a la memoria; mis otrora amigos C. H. R. V., C. A., A. A., E. K., J. A. M., O. E. y cinco o seis ¿ex? carnales más con los que me encantaría, al igual que con sus contrapartes femeninas, reencontrarme para pasar juntos una -ojalá muchas- velada que me dilucide el porqué del alejamiento y si en su caso, como en el mío, el afecto aún persiste. ¡Háganle, mojachas y muchachos todos!: los haya o no mencionado acá, agarren el teléfono y échenme una llamada para tener la dicha de volver a oírlos: 3 19 7 13 97 98.

 

Adenda: ¿a qué le atribuye usted, maestro, que haya en cambio amistades que cuando se disipan, no obstante haber sido significativas en su momento, ningún sabor de boca dejan… ninguno en absoluto?

 

951. “Pero es difícil convencer al partidario de lo sinfónico de que un acordeón es un instrumento noble”: persuadido estoy. Al punto de que no entiendo los motivos de que entre lo más granado y eufónico del repertorio clásico no figure nada relevante que tenga por solista al único instrumento al que todavía sueño con consagrarle horas de estudio y sacrificios sin nombre, en la esperanza de siquiera llegar a tocarlo con alguna solvencia. Usted no me lo va a creer, hermano, pero no han sido pocas las ocasiones en que, después de oír a la Filarmónica de Bogotá o a la Sinfónica de Colombia en concierto, me meto en cualquier chuzo donde suene buen vallenato y me pongo a beber, solo o acompañado. Versatilidades del melómano que soy y de Su Majestad el acordeón. Ah, y un día de estos le cuento con lujo de detalles la historia de mi deslumbramiento de niño ciego con ese instrumento: le adelanto no más que se lo debo a los pasodobles, valses y otras revelaciones foráneas de un compatriota suyo con el que Abelardito llegó a la casa, borrachos los dos, una noche feliz entre las más felices que recuerde.

 

952. Progreso sería zafarse de la pacatería de las policías de la moral actuales para tornar, felices y desenfadados, cinco siglos y dos décadas en el tiempo; un tiempo fictivo en el que se podía ser herético sin miramientos (“SEMPRONIO. -¿Tú no eres cristiano?

CALISTO. -¿Yo? Melibeo so e a Melibea adoro e en Melibea creo e a Melibea amo. […] Por Dios la creo, por Dios la confieso e no creo que ay otro soberano en el cielo…”), mujer de carne y hueso y no angelical por mandato woke (“SEMPRONIO. -Yo te lo diré. Días ha grandes que conozco en fin desta vecindad vna vieja barbuda, que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en quantas maldades ay. Entiendo que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho e deshecho por su autoridad en esta cibdad. A las duras peñas promouerá e prouocará a luxuria, si quiere”), preciso con las palabras sin el riesgo de falsas acusaciones de misoginia (“PÁRMENO. -…Si entre cient mujeres va e alguno dize: ¡puta vieja!, sin ningún empacho luego buelue la cabeza e responde con alegre cara. En los conbites, en las fiestas, en las bodas, en las cofadrías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella passan tiempo. Si passa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aues, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dizen: ¡puta vieja!...”), cultor desinhibido de la sicalipsis (“CELESTINA. -…Mal sosegadilla deues tener la punta de la barriga.

PÁRMENO. -¡Como cola de alacrán!

CELESTINA. -E avn peor: que la otra muerde sin hinchar e la tuya hincha por nueue meses”), emprendedora y promotora de la libertad de empresa (“CELESTINA. -…Pocas vírgines, a Dios gracias, has tú visto en esta cibdad, que hayan abierto tienda a vender, de quien yo no aya sido corredora de su primer hilado. En nasciendo la mochacha, la hago escriuir en mi registro, e esto para saber quantas se me salen de la red. ¿Qué pensauas, Sempronio? ¿Auíame de mantener del viento? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa o viña? ¿Conócesme otra hazienda, más deste oficio? ¿De qué como e beuo? ¿De qué visto e calzo? En esta cibdad nascida, en ella criada, manteniendo honrra, como todo el mundo sabe ¿conoscida pues, no soy? Quien no supíere mi nombre e mi casa tenle por extranjero”), propugnadora infatigable de los deleites del tálamo (“CELESTINA. -…Por Dios, pecado ganas en no dar parte destas gracias a todos los que bien te quieren. Que no te las dio Dios para que pasasen en balde por la frescor de tu juuentud debaxo de seis dobles de paño e lienzo. Cata que no seas auarienta de lo que poco te costó. No atesores tu gentileza. Pues es de su natura tan comunicable como el dinero. No seas el perro del ortolano. E pues tú no puedes de ti propia gozar, goze quien puede. […] Mira que es pecado fatigar e dar pena a los hombres, podiéndolos remediar”): amén y amén, bondadosísima alcahueta. Y hago votos por que las de tu noble oficio, como hoy los ímpetus invasores de los rusos, los chinos, los turcos y los estadounidenses, renazcan de entre las cenizas y, nuevamente empoderadas, hagan las delicias de mis futuribles congéneres (¡ay, qué dicha pa’esas salchichas!).

 

953. Pero esto, hermano, ni mi tío el loquito ni mi primo el bobito porque ambos, ahí donde los ve, reniegan -el loquito- o rezan -el bobito- y desean y codician y se envilecen y piden perdón y se enmiendan para reincidir una vez y otra vez y una más, justo como usted y yo y todo aquel que no haya estado en estado vegetativo desde su nacimiento: “…agradecerle a la vida el sencillo hecho de dejarse vivir sin otra finalidad que la de ser vivida. ‘Una vida sin sentido’, como decía Ortega parafraseando a Nietzsche, es la única vida plena, aquella que no necesita mayor trascendencia, ni religiosa ni estética, que la de vivirse hacia afuera”. Tengo para mí que de quien hablan ustedes tres sin presentirlo siquiera es de los animales dotados de un sistema nervioso complejo que corren con suerte y cuyas vidas transcurren por ejemplo al margen de la desaparición o de la muerte del amo en el caso del perro, de la desaparición de su hábitat producto de por ejemplo la voracidad de un incendio forestal en el caso de tantos más o, “simple y sencillamente”, de los vejámenes y crueldades sin nombre a que los someten innúmeras bestias bípedas. Con que me entiendan Cipión y Berganza me doy por satisfecho.

 

954. Les habla usted, admirado y estimado Javier, a los españoles, pero la sensatez de estas palabras suyas cae allá en oídos sordos y correría igual suerte acá en Colombia y en la Argentina y en los Estados Unidos y en todo país polarizado por los que viven de hacerlo con total éxito ‘gracias a’ los millones y millones de idiotas útiles del electorado que convierten en auténticas las peleas de relumbrón de sus politicastros:

 

“…En eso consiste la estafa: en que uno solo esté a favor del sistema cuando está en el poder; cuando no lo está, se convierte en antisistema.

Lo diré otra vez: no existe la democracia perfecta; la democracia perfecta es una dictadura: la democracia orgánica de Franco, las viejas democracias populares de la órbita soviética. Lo que define la democracia de verdad es su naturaleza perfectible, infinitamente perfectible. Pero, para que una democracia pueda perfeccionarse, resulta indispensable aceptar las reglas que entre todos nos damos, tanto si nos benefician como si no. Sin un mínimo de juego limpio, la democracia está muerta. O en vías de extinción.”

 

Lo sabemos los vacunados -una minoría en cualquier caso-, y con refuerzo triple, contra los efectos más nocivos de los extremismos. Pero a ver cuántos fanáticos o desinformados del sanchismo y de Vox, del esperpetrismo y del uribismo, del mileísmo y del kirchnerismo, del trumpismo y del wokemamertismo demócrata uno logra ganar para su causa a fuerza de razonamientos ponderados como los suyos. Y, sin embargo, no creo que haya otra alternativa que la de proseguir, a lo Sísifo, con esta vocación inconducente y estéril entre las más.

 

955. Leo ‘Hombres al mando’, de Elvira Lindo, y me quedo pensando en lo beneficioso que habría sido si la especie hubiera contado desde siempre con una suerte de inteligencia artificial que le permitiera calcular en cifras y porcentajes concretos cuánta de la maldad y de la crueldad humana, visible o clandestina, ha sido perpetrada enteramente por varones sin la aquiescencia de mujeres, cuánta por varones auxiliados por mujeres, cuánta por mujeres sin la aquiescencia de varones y cuánta por mujeres auxiliadas por varones. Extraigo de su anaquel ‘Las arpías de Hitler: las mujeres alemanas en los campos de exterminio nazis’ de Wendy Lower y, mientras lo hojeo y reviso algunos subrayados y notas al margen, pienso en las mujeres que en estos precisos momentos crían con esmero y amor el o los hijos que tienen con un torturador o directamente con un tirano, me las imagino cuidando de su casa y de su ropa, preparándole la comida que más le gusta, disponiéndolo todo para que cuando llegue del trabajo, fatigado tras el deber cumplido, se sienta feliz o al menos tranquilo de hallarse entre quienes lo aman y reflexiono en qué distinta sería nuestra visión del mundo femenino si tales cosas salieran a la luz. También en que los inescrupulosos y violentos hoy al mando no estarían en donde están sin los votos y el apoyo irrestricto de millones y millones de mujeres que ven en las cárceles-jaula de Bukele, en el espíritu revanchista y resentido del guerrillero presidente de Colombia, en la vulgaridad fascistoide de un Miley o de un Trump -para sólo hablar de la escoria más a mano- la encarnación de sus muy personales inquietudes sociales y políticas. A mí me parece mucho más sano y menos facilista no alimentar victimismos de ninguna índole para, de ese modo, no perder de vista los ejemplos morales que me ofrecen mujeres y hombres a quienes tengo por faros éticos: desde Antígona hasta Navalni, pasando por Anne Dufourmantelle y el Trim de Sterne, por Marina Ovsiánnikova y Castalión y, cómo no, por cada enfermera y médico o médica y enfermero que, verbigracia en la Ucrania bombardeada por el Hijueputin o en la Gaza arrasada por Netanyahu y el fascismo sionista en estrecha connivencia con el terrorismo palestino de Hamas, se juegan la vida para salvársela a otros.

 

956. Si Santiago Gamboa (que apagó, prácticamente desde que ganó el Esperpetro y para pasar de agache, el opinador político que tiene o tenía en El Espectador), William Ospina (que presume de matizar y sopesarlo todo para al cabo ir a dar en sus consabidas preconcepciones ultramamertas) y Julio César Londoño (en quien residen dos opinantes en las antípodas: el primíparo pasional de lo que le dijeron que era la política y un sabio de todo lo demás) jugaran el juego propuesto por John Carlin en ‘El mundo patas arriba’, concluirían lo que de sobra saben: que irremediablemente forman parte de ese noventa por ciento de sectarios de ambas extremas, a cuál más inspirada e incondicional con la tiranía rusa y con su bicho en jefe.

 

Adenda: sólo tres amigos tengo que saben de política. Pero únicamente con mi amigo Jorge Toro el juego resultaría interesante. Cuando nos encontremos para almorzar se lo planteo.

 

957. Lo dicho… salvo que dicho no con mi cortedad, sino de modo inmejorable:

 

“…Detestar la guerra, oponerse a ella en la medida de lo posible, considerarla una de las mayores y más crueles desdichas que puede afligir a cualquier sociedad es un sentimiento común y plenamente justificado en cualquiera que no sea carente de razón y de corazón. Los partidarios de la guerra son auténticos psicópatas, como el burlesco protagonista del poema La desesperación de Espronceda: ‘Me gusta ver la bomba / caer mansa del cielo, / inmóvil en el suelo / sin mecha al parecer, / y luego embravecida / que estalle y que se agite / y rayos mil vomite / y muertos por doquier’. En fin, vaya capricho. Nadie con dos dedos de frente quiere guerra, ni siquiera con uno y medio.

Pero, claro, tampoco nadie en su sano juicio quiere quirófanos, ni operaciones a corazón abierto, ni amputaciones de miembros gangrenados. Los demagogos tontilocos que aseguran como prueba de superioridad moral que ellos prefieren que se invierta en hospitales y escuelas antes que en tanques son tan clarividentes como los que se ufanan de que donde esté un buen chocolate con churros que se quiten las colonoscopias. Hay cosas deliciosas que hacen que apetezcamos la vida y hay cosas dolorosas y hasta trágicas que nos la salvan. Que no nos confundan los mentecatos o más bien los trileros verbales.

El siglo pasado las democracias europeas, salvadas dos veces por los USA de las contiendas provocadas por autócratas belicistas, se acostumbraron a vivir protegidas bajo la potencia yanqui, paternalismo no plenamente desinteresado, claro -ninguno lo es, ni siquiera el de los paterfamilias carnales- pero mucho más barato y más seguro que el que podríamos procurarnos por nuestros propios medios. El enemigo del que teníamos que resguardarnos era la Rusia soviética, cuya voluntad fagocitadora no dejaba (¡ni deja!) lugar a dudas. Como vivimos en sociedades libres, es decir donde se respeta el derecho a equivocarse o a conspirar contra la democracia establecida, hay fuertes movimientos pacifistas opuestos a nuestras alianzas militares con Estados Unidos y también a que nos armemos por nuestra cuenta para valernos por nosotros mismos. Nada, ni un céntimo para la defensa de Occidente y ni agua al imperialismo norteamericano.

¿Y quiénes esos pacifistas radicales? Pues, dejando aparte algunos iluminados religiosos partidarios del Jesús que reprendió a Pedro por desenvainar la espada y que olvidan al Cristo fustigador de los mercaderes del Templo, son los comunistas, semicomuhnistas y compañeros de viaje de semejante patulea. En una palabra, el izquierdismo cada vez más desnortado y palurdo. Esa es nuestra quinta columna, que viene zapando la democracia liberal desde hace décadas. Antes los pacifistas colorados estaban contra las armas de los demócratas para favorecer (sin decirlo, claro) las armas de los soviéticos. No temían a la amenaza de Rusia (la deseaban, creían que mejoraríamos bajo su yugo) y abominaban del imperialismo americano al cual debíamos nuestras malditas libertades capitalistas.

A esta caterva radioactiva se les han unido ahora los semitotalitarios de derechas, una recua que ya no ve en el criminal Putin al guía de un marxismo redentor, como su maestro Stalin, sino al último defensor de la familia y los valores del puritanismo cristiano, pisoteados en nuestros países encenagados en el hedonismo individualista. A los bellacos clásicos de la izquierda se unen ahora los orates nacionalistas de la derecha: les guían Trump y Putin […]. ¡Viva la paz y que triunfe el diluvio!

A los blandengues cursis […] les ha dado ahora por hacer cantos al genio europeo y pedir que se convoquen manifestaciones a favor de los artistas y geniales que somos en este continente en que cada vez hay más analfabetos históricos y cívicos. Hay que ser gilipollas, sin perdón.

Pues miren, Cervantes ya había escrito su novela inmortal, y Rembrandt había pintado todo lo que merecía ser pintado y Mozart nos había regalado ya su música excelsa cuando Hitler se apoderó por la fuerza de cuanto le rodeaba y asesinó cuanto quiso. Y si no llega un puñado de valientes a desembarcar en Normandía, dejando esa arena regada con su sangre, ni Cervantes, ni Rembrandt, ni Mozart hubieran salvado nuestros derechos humanos. Ni los salvarán hoy si permitimos que Putin viole en Ucrania las fronteras de la Europa democrática, las españolas incluidas. De modo que a ver si espabilamos y aunque USA nos falle y los quintacolumnistas zapen traicioneramente, vamos con nuestros ahorros a por los tanques.”

 

Jamás retoques, nunca, la perfección de una fotografía holística.

 

958. Definición del sustantivo monipodio: dícese de una caterva de bien reconocidos sinvergüenzas con y sin prontuario que, bajo las órdenes de un tal alias el Esperpetro, se las arregló para que en 2022, en una república bananera que mucho produce, once millones y unos cientos de miles de entre inocentones o directamente canallas -sus caudas- los ungieran gobierno para así entrar a saco y desmantelar el enteco Estado del bienestar que encontraron a su llegada, empezando por lo que de él mejor funcionaba: un sistema de salud paradójicamente más saludable que el de países e incluso potencias del vecindario. Se trataba -ya ustedes dirán si se logró- de convertirlo en otra tierra de promisión por el estilo de Venezuela, Nicaragua y Cuba, con las que pretendía escapar de la tiranía de Occidente encarnada por Francia, el Reino Unido, Alemania y el resto de Europa a fin de poder sumarse a una hermandad igualitaria como jamás se viera denominada ‘sur global’, liderada a la sazón por Rusia y China, dos potencias-paladines de la justicia social y el respeto a ultranza de las libertades individuales… de la élite dirigente, se sobrentiende.

 

959. Medioevo Científico y Tecnológico:

 

“…Pero hoy, en un mundo gobernado por el ruido, quien más ruido hace más nos somete. El ruido crece, hace metástasis, revienta en nuevos tumores, explosiones de ruido, mentiras y furia que nos dejan exhaustos, sin saber a dónde mirar. No tenemos forma de calcular a dónde nos llevará la tecnología esta vez, no lo sabemos. Nosotros, los humanos superpoderosos, no sabemos nada justo cuando creemos saberlo todo. En el abismo de la virtualidad donde hoy vivimos, hemos perdido el poder de diferenciar lo verdadero de lo falso, lo claro de lo oscuro, lo noble de lo bajo.

[…] ¿Y qué vamos a hacer? Nos preguntamos en nuestros doce segundos de lucidez, ¿qué podemos hacer, cómo podemos unirnos, volver a creer en otros mundos, volver a creer en ideales reales, en la comunidad, en la fuerza de la gente? Pero justo en ese momento otra avalancha de mierda nos deja atontados, confundidos, ciegos, con la capacidad crítica anulada una vez más, sin poder distinguir lo verdadero de lo falso, a los buenos entre los malos, porque no hemos podido procesar la información, porque esto es una guerra y no nos hemos dado cuenta, porque los villanos van ganando y no lo sabemos, no queremos saberlo o hemos perdido el olfato para encontrar la diferencia” (Melba Escobar).

 

Salta pues a la vista que vivimos tiempos de gran confusión y caos -los contradictores vocacionales dirán que todos lo han sido-, empeorados por el hecho de que en cada persona conectada desde sus dispositivos a la red hay un potencial propalador de infundios y desinformación, y de ahí el creciente bullicio y la imparable pugnacidad que nadie sabe cómo gestionar. Ese desconocimiento sin solución a la vista, así como -entre muchas otras- la realidad descrita en la cita, son lo que me lleva a afirmar aquí que discurrimos por una segunda Edad Media -con el perdón del prístino Medioevo, tan en paz (por comparación) al menos con el planeta- si bien científica y tecnológica, que anda por sus albores. Al rigor de los historiadores corresponde determinar sus orígenes y estudiar a fondo, transcurrido el tiempo que haya menester, sus implicaciones y pormenores. Que ya aterran.

 

960. Si los papás de hijos que hoy son niños estuvieran como yo leyendo el sexto -y por desgracia último- tomo de Mi lucha, tendrían una coartada para justificar el que, no bien empiezan a balbucear, les regalan a los criaturitos un esmarfon de alta gama con objeto de que se envicien todo lo que puedan: “Aunque yo lo viera así, dejábamos ver a las niñas todas las películas que querían. No estaba orgulloso de ello y no me gustaba, pero esa calma que se apoderaba de nuestro piso era demasiado deliciosa como para resistirse. Además, pensaba yo en mi defensa, ellas aprendían mucho de lo que veían…”. ¡Pero si he oído de papás -y hasta de profesoras de jardín infantil- desesperados que les dan un somnífero a los chinos para quitárselos de encima durante unas horas… o les daban, porque qué mejor ausentífero que las pantallas! Entre las paradojas que me sorprenden, amigo y hermano Karl Ove, pocas como la de que un maniático de escritorio vocacional, llámese lector a tiempo completo, o lector a tiempo parcial y escribidor o escritor, dilapide, en crianzas y baladíes peleas matrimoniales, su mayor y en ocasiones único tesoro: el tempus fugit.

 

961. Descubro ahora -si bien ya lo presentía-, oyendo conversar a Knausgard con nuestro común amigo Geir Angell a propósito del completo y total desinterés de éste por nada que no tenga que ver con los sapiens, que parte de la razón por la que me suelen caer tan gordos gordísimos los que se denominan así mismos con la filfa ‘defensor de los derechos humanos’, así como los musulmanes, cristianos, fascistas-estalinistas, fascistas-nazis y demás bichos descerebrados de la religión o idea política que sea, estriba en la preponderancia que unos y otros le dan al simio parlante dentro de sus cosmovisiones: ¡A la mierda con el antropocentrismo, so gran pelmazos -siento ganas de gritarles hasta caer exánime-!

 

962. Yo, que antes que escribidor soy lector, declaro sin ningún género de dudas que mi verdadera vocación es la de amanuense a veces en sistema braille pero las más digital, de toda idea brillante y concreción de la inteligencia -literaria, filosófica- que me sirva para acicalar la mía. Que llevo, mal contados, treinta años consagrado a este oficio inexplicable para muchos que no entienden por qué me obstino en transcribir palabra por palabra todas las de un texto largo como el que viene, cuando con dos comandos lo tendría copiado directamente del original. Y que, bajo la gravedad del juramento, o al menos bajo la palabra de honor del codicioso que soy de las citas que atesoro, sostengo y afirmo que con esta hondura que lleva la firma de Karl Ove Knausgard se puede analizar, y desde múltiples perspectivas, a toda persona normal y corriente que haya rebasado la mayoría de edad e ingresado en la adultez, proceda de donde proceda y sean cuales fueren su cosmovisión y enciclopedia:

 

“Así es tener veinte años, todo está abierto, pero como lo que no está abierto aún no ha aparecido, no se conoce y no se sabe lo que implica antes de que sea demasiado tarde y la generación siguiente sea la que se encuentre ante lo abierto, quedando uno aparcado en el jardín de un barrio de chalés con hijos, coche y quizá también pronto un perro […].

Es la voz de la resignación la que habla aquí, pero también la de la necesidad y la repentina comprensión; así habrá sido siempre. Yo no lo he sabido nunca. Pero algunos sí lo han sabido, porque algunos han estado allí siempre. Ulises trata también de eso, de la diferencia entre ser hijo, como Stephen Dedalus, y ser padre, como Leopold Bloom. Stephen supera a Bloom en todo, pero no en eso. Leopold no tiene nada del anhelo ni del deseo de ascender de Stephen, él no quiere nada más, está en casa. Leopold Bloom es un ser humano completo, Stephen Dedalus es un ser humano incompleto. Sólo Stephen es capaz de crear, porque crear es querer curar, crear es querer llegar a casa, y el ser humano completo no siente esa intranquilidad, esa necesidad, ese anhelo. Hamlet es, como Stephen, hijo, y en realidad sólo eso. La muerte de su padre es lo que le desencadena la crisis, y la traición de su madre lo que la mantiene viva. Hamlet no tiene hogar, Jesucristo tampoco era padre, sino hijo, y tampoco tenía hogar. Hamlet, Stephen, Jesucristo, Kafka, Proust fueron todos hijos, y no padres. Es decir, que había algo en lo de ser persona que ellos no conocían. Pero ¿qué era? ¿Qué es ser padre? Ser padre es una obligación, de manera que uno puede tener hijos sin ser padre. Pero ¿a qué se obliga uno? Hay que estar, hay que estar en casa. El anhelo de viajar y el deseo de ascender son incompatibles con ello, porque lo que el anhelo desea es lo ilimitado, y lo que hace el hogar es poner límites. Un padre sin límites no es un padre, sino un hombre con hijos. Un hombre sin límites es un niño, es el eterno hijo. El eterno hijo toma o recibe, no da, y toma o recibe porque no es completo, no es él mismo. El que mi padre se mudara a casa de su madre antes de morir no es un detalle casual; murió como hijo. Había renunciado a su responsabilidad de padre, lo cual sólo puede hacerse si la responsabilidad paterna es una magnitud externa, un papel que uno asume porque hay que asumir. Creo que así fue para él. No quería estar allí. Fue padre a los veinte años, y tendría que reprimir todo exceso dentro de él mismo, luchar contra todo anhelo y todo deseo de ascender, porque esa agresividad, esa ira y esa frustración de las que estaba lleno y que marcaron toda mi infancia sólo podían llenar a una persona que no quería estar donde estaba, que no quería hacer lo que hacía. Si era así, sacrificó toda su vida de adulto joven -la época entre los veinte y los cuarenta- por algo que no quería, pero a lo que estaba obligado. El que yo tuviera dieciséis años y fuera casi un adulto cuando él abandonó la familia indica que se tomó en serio su responsabilidad. Pero no era un padre, sino un hijo. No era completo, no tenía paz interior, ninguna fuerza interior, como suelen tener los adultos. Mi madre también tenía veinte años cuando fue madre, pero ella era adulta, o se hizo adulta cuando le llegó la responsabilidad. Ella también era la madre de mi padre, en el sentido de que ella le ponía los límites, que era lo que él no sabía hacer y lo que ningún hijo sabe hacer. Es una explicación sencilla, pero creo que concuerda con la realidad” (para demostrar en qué medida y con cuánto acierto sus palabras concuerdan con la realidad, me permito ir paso a paso con los pormenores de la cita, conmigo, mi padre y mi madre de conejillos de indias).

 

Abe se largó de casa de sus padres creo que a los quince años y se embarcó en una vida errabunda de la que sé muy poco, lo que equivale a decir que renunció a ser hijo para convertirse en adulto soltero a una edad que hoy alcanza a duras penas para que se le reconozca al que la tiene el uso de razón; mi madre, por su parte, abandonó el colegio y el hogar materno antes de graduarse de bachiller y de votante, y todo para casarse con un hombre que la superaba en edad y experiencia mas no en responsabilidad, que a ella le fluía a borbotones y en él casi que brillaba por su ausencia; y yo… “papá” de primeros polvos, hice lo que pude para asumir con cierto decoro la mentecatez de ver nacer una hija sin siquiera haber cumplido los diecisiete años y hallándome aún muy lejos de terminar la secundaria. Entré en la universidad y me impuse ser el mejor no sólo porque soñaba con ascender sino porque era consciente de que, ante mi ausencia física, mi hija no tenía por qué padecer además la irresponsabilidad económica de su papá, que fungió de amigo y de hermano mayor mas no de aquello; tampoco lo hizo Abe, pero no porque no quisiera a sus hijos o anhelara hallarse en otra parte y en otras circunstancias: nos adoraba y no se diga a Orfi, quien en su calidad de esposa y de madre de su marido-hijo muy poco pudo hacer para disputárselo a la bebida. De los tres, el único “padre sin límites”, el único “hombre con hijos”, el único “hombre sin límites”, el único “hijo eterno” fue Abe, quien tampoco con su padre y su madre ancianos supo ser hijo-padre, al revés que yo, que en cambio he sabido serlo al menos con mi madre anciana, por quien velo y con quien vivo obligándome a estar si toca, a estar con ella en casa, a lo cual contribuyen mi gratitud y amor de hijo y mis cada vez menos imperiosos deseos de viajar o figurar en nada. De los tres, Orfi es la única que no conoce la resignación por cuanto todas sus aspiraciones y proyectos de vida han estado cifrados en la familia que fundó con su marido-hijo; la única completa, la única tranquila y poco anhelosa, la única dotada, y desde siempre, de fuerza y paz interiores, de la capacidad de sentirse en casa; mi padre y yo, que no tuvimos ni el tiempo ni los arrestos para conversarlo, experimentamos, en grados y de formas muy distintas, la incompletitud y a buen seguro cierta o mucha resignación -salpicada de alivio- ante la imposibilidad de darles rienda suelta a los imperativos de nuestros personales demonios: los suyos -presumo- más etílicos que carnales y los míos más carnales que etílicos. A ninguno de los tres nos dominaron la agresividad, la ira o la frustración de la maternidad o la paternidad, simple y sencillamente porque mi madre estaba donde quería y decidió estar y porque ni Abe ni yo habríamos sacrificado la dicha de sentirnos vivos para alzarnos con una mención de honor por buena crianza.

 

963. ¿Pero qué se le agrega a la completitud?:

 

“Es un fenómeno interesante, cuando de pronto te encuentras fuera de lo que antes estabas dentro, cuando lo que sueles hacer sin pensar se vuelve inalcanzable. Pienso con espanto que así es envejecer, sólo que más lento, las fuerzas se van agotando lentamente hasta que acabas encontrándote fuera de la vida que vivías, y no tienes fuerzas para volver a meterte en ella, con tal vez otros veinte años por delante. ¿Pero qué es vivir? Es actuar, hacer, ser y estar en medio del mundo. Si te sacan de eso, de la acción, de estar en medio del mundo, surge una distancia entre uno mismo y el mundo, lo contemplas, pero no formas parte de él, y ese alejamiento es el principio de la muerte. Vivir es tener hambre de días, sean buenos o malos. Morir es estar saciado de días, cuando ya no se diferencian uno de otro, porque uno ya no vive dentro, sino fuera de ellos. Morir en un accidente o por una enfermedad repentina es diferente, es otra clase de muerte, más brutal para el entorno, pero más clemente para esa vida que acaba, porque ocurre en medio del salto, en medio de la vida, y no como en una especie de decoloración fuera de ella. Pero eso es algo que yo no sé, claro. Puede que sea al revés, que lo mejor sea estar saciado ya de la vida y ver cómo el mundo lentamente se vuelve cada vez más débil, cada vez más ligero, hasta que desaparece y ya no es.”

 

Tal vez le parezca, gran Carl Ove, un poco inverosímil lo que le voy a contar, pero le aseguro que es tan cierto como la desazón y el desamparo que me produce el saber que me acerco al final de su saga. Mire: desde hace años, pongamos diez para no exagerar innecesariamente, no pasa un solo día en el que no me cuestione todo este casi invencible hartazgo de enfrentarme a la vida hallándome en medio del mundo, y en qué derivaría el dichoso hartazgo si de súbito, digamos a causa de un ictus o de otro cualquier designio de Fortuna -una bala perdida-, la maravilla de poder incorporarme de la cama y hacer todo lo que hago no sin pensar, sino muy consciente de estarlo haciendo puesto que siempre tengo presentes a dos postrados con nombres y apellidos y a los millones en su situación, se interrumpiera de la noche a la mañana y sin remedio. ¿De qué me serviría entonces -pienso con desesperación- el cianuro de potasio que a tres metros de donde escribo aguarda, imperturbable de saberse tan mirífico, su turno? ¿Quién me lo procuraría? ¿Mi madre, con su infinito amor por mí y finita fe en Dios, pero fe a fin de cuentas? ¿La Goga, con su finita fe en Dios pero fe a fin de cuentas e infinito amor por mí? ¿Acaso las dos a una, reuniendo cada cual valor para infundírselo a la otra? Curioso que esta mezcla de desgana más gratitud sea lo que me mantiene en pie.

 

964. En vista de que el español que se garla y se garrapatea hoy en todas partes no es más que un emplasto asqueroso copiado del inglés, los profesores serios y capaces deberían leer y hacer leer a sus estudiantes de literatura, de ciencias políticas, de lenguass, de psicología, de filosofía, de derecho, de sociología, de periodismo y de historia el último capítulo del QUINTO VOLUMEN de la novela de Sterne para que se sorprendan de lo que el papá de Tristram, un autodidacto, es capaz de reflexionar en torno a los verbos y a las conjugaciones, que al hablante -y no se diga al redactante- medio de nuestro idioma le importan menos que un papel higiénico cagado, y no exagero.

 

Adenda(s): y ya entrados en gastos, que los muchachos lean el primero del VI para que se enteren de buena fuente del destino infame del que pretende rescatarlos su profesor con un ejercicio tan sencillo. Me pregunto si de entre los cientos de muchachos que en teoría hagan la tarea no salen siquiera cinco que, espoleados por lo novedoso del hallazgo literario, resuelvan indagar en el capítulo siguiente con miras a determinar si se le miden a la novela toda. Pues los que eso hagan, se van a dar de bruces con una realidad tan incómoda cuanto asombrosa por lo que a ellos concierne. Hablo por lo que acabo de experimentar leyéndolo.

 

965. Maticemos: yo, que rehúyo como a la peste las empoderadas de nuevo cuño y que tengo por pareja a una persona con mi misma dosis de sumisión e insumisión, de docilidad e indocilidad, de flexibilidad e inflexibilidad, de temperamento negociador y líneas rojas que ninguno permitiría que el otro cruce, tampoco podría convivir con una mujer totalmente carente de carácter tipo la esposa de Walter Shandy y madre de Tristram. Porque es que, en definitiva, mi machismo manso está por igual reñido con las que pretenden cobrarse en el cabrón que les deparó Fortuna siglos y más siglos de ajenos sometimientos, así como con las hoy felizmente escasas que someten voluntad y destino a los designios de su macho antediluviano. ¡Que viva el equilibrio de todo cariz, y no se diga el erótico!

 

966. “La compasión es la principal y acaso la única ley de la existencia humana”: revise, príncipe, los desahogos 53, 76, 190, 200, 229, 271, 414, 611, 621, 647, 663, 679, 750, 773, 801, 810, 903 “y” 910 para que tenga el placer de conocerlo personalmente y conversar, amén de la Filipovna, sobre esta máxima suya que suscribo sin matices. Viene a mi casa o lo visito en la suya. No le digo que nos veamos en un bar o en un café porque sé de su abstinencia y me apenaría incomodarlo con los niveles de horror a que ha llegado la sociedad presente en su adicción al ruido. Un abrazo constrictor y quedo pendiente.

 

967. Pensaba, mientras releía mis notas y reflexiones a propósito de Los días, en una suerte de experimento a cargo de un obstetra e hipotético lector que, conmovido por el dolor lancinante que les ocasionó a Orfi y a Abe la noticia de mi ceguera congénita les hubiera dado, por toda palabra de consuelo, a cada uno un ejemplar de la bellísima novela de Taha Husein. ¿Qué efecto habría obrado su lectura en ella y en él en medio del paroxismo del común sufrimiento? ¿Y luego, si viéndome crecer y medrar pese a las adversidades, hubieran resuelto releerla? ¿Qué le habrían dicho al doctor Aníbal Gómez, portador de la mala noticia y del bálsamo primigenio, si el azar se hubiera encargado de reunirlos? ¿Que, mirado en retrospectiva y con el desapasionamiento que otorgan los años, su regalo lo fue con creces o, por el contrario, que lo único que consiguió fue exacerbar por anticipado todas las penalidades -no exentas de alegrías- de aquella crianza atípica? Yo qué les digo.

 

968. “-Soy un ser abyecto, lo reconozco. ¡Abyecto! -dijo insólitamente…” ¿no adivinan quién? Pues déjenme desilusionar a los que al rompe se dijeron que Orbán, o Bukele, o Petro, o Miley, o Trump, o alguna otra mierdecilla actual de la política que hace curso de ascenso con miras a integrar el generalato de los malditos, cuya cúpula presiden hoy un tal Putin y un tal Netanyahu. Tampoco atinaron los que dieron en pensar en alguno de los malparidos que son la norma entre los capos y mandos medios del islam, el judaísmo, el cristianismo o el catolicismo (adiós y un -después de todo- merecido descanso eterno, “buen” papa Francisco). Ni los que pensaron en este o aquel familiar, allegado, conocido, vecino o simple mortal de la farándula o del mundo del espectáculo, que es el mundo. Sólo les adelanto que los labios que profirieron semejante mea culpa no son como los suyos y los míos sino de papel y, por tanto, incorruptibles.

 

969. ¿Es o no es cierto, genio de genios, que no ha existido nunca ni va a existir jamás un hombre medio, una mujer corriente, un adolescente o púber o niña con uso de razón e inteligencia siquiera mínima que se haya muerto o que se vaya a morir sin saber qué se siente cuando se le desea el mal, la muerte, a un equis, a un allegado, a un buen amigo, a un amigo del alma, a un hermano de sangre, al padre o a la madre? ¿Cierto maestro Dostoievski que a semejante santidad inverosímil no se puede elevar ningún sapiens con un cerebro de perfectible hacia arriba? ¡Pero si yo, en medio de raptos de locura pasajera, he maldecido y fulminado de pensamiento y palabra -sotto voce, sotto voce- desde a mi madre hasta a mis parejas, pasando por auténticos desconocidos y reconocidos por sus vilezas y villanías! ¡Pero si yo he sentido el odio pasajero o perdurable de quienes me han amado o querido bien y el de mis malquerientes, que por ahí andan! Claro que vaya y pregunte usted a quien le plazca, pregúntese a sí mismo para que vea el grado de negación y ocultamiento vergonzantes a que impele el schadenfreude a un 99,9 por ciento de la especie, y me quedo corto.

 

970. “…Eso le pone a uno de un humor de perros, de modo que si alguien quiere hablarle entonces, lo natural es que uno ladre”: a mí y muy a mi pesar, quedarme sin conexión a internet y no poder, entre otras cosas, envenenarme la sangre leyendo periódicos de aquí y de allá y oyendo el despliegue noticioso de las ruindades manidas de los políticos y de quienes les imponen la agenda; amanecer sin café y por contera lloviendo y por ende imposibilitado para ir al supermercado por provisiones; recibir diariamente cincuenta llamadas de vendedores de esto y lo otro y ninguna de una mujer que me alegre el oído y ojalá la vida aun cuando no sea más que por unas horas; levantarse con el pie izquierdo y no dar en ninguna parte con los buenos samaritanos que, cuando me levanto con el derecho, me tornan la ceguera en una fruslería; no poder ponerle al insomnio, de momento, definitivo remedio o al menos parcial, con el bendito alprazolam tan adictivo y que, si se sucumbe a la adicción, deviene inocuo; soportarles el ruido a los vecinos, a los circunstantes y la estridencia al mundo, que cada vez exige más; no poder mandar para la mierda, en virtud de la buena educación y la siempre desaconsejable mezcla de impulsividad y precipitación, a los inoportunos que sin saberlo vengan a otros de nuestras propias pesadeces. Sé que hay más pero por de pronto… 

Diálogo-entrevista por momentos divergente con un escritor que admiro (corregido)

            Primero fueron las carcajadas que me arrancaban los informes de Pantaleón Pantoja a sus superiores; luego, el pasmo ante la ductilidad del relato -cómo se cuenta la historia que se cuenta- en La ciudad y los perros; después vinieron la sensualidad de doña Lucrecia y don Rigoberto y el demonismo de Fonchito; luego, el asqueamiento hacia Rafael Leónidas Trujillo Molina y lo que él representa, así como una solidaridad impotente para con la tragedia de Urania; después vino la disolución de Pedro Camacho como escribidor: uno de los más bellos fracasos humanos que la literatura haya inmortalizado; luego, las historias de Flora Tristán y Paul Gauguin escritas en clave de contrapunto; y recientemente fue la inscripción de la huachafería más peruana en los asuntos aptos para la ficción, huachafería que encarnan la polisémica niña mala y su relación con Ricardo Somocurcio. Ocho novelas que me convirtieron, a medida que las leía y releía algunas, en un convencido de que si a Mario Vargas Llosa no le concedían el premio Nobel no era, faltaría más, por escasez de méritos literarios, sino por razones muy diferentes que podían tener su explicación en la pasión con que el escritor vive la política o en sus “fijaciones” políticas, que terminan siendo una misma cosa. De manera que cuando me enteré de la noticia, que de tan postergada había adquirido una pátina de imposibilidad, no supe si alegrarme por la tardía pero justicia a fin de cuentas, o aceptarla como algo inevitable a largo plazo. Y para celebrar, decidí emprender la lectura de sus memorias -las cuales seguramente habrán de completarse pronto- que, dicho de forma harto superficial, giran en torno a dos ejes temáticos: la experiencia vital del ser humano y el escritor en ciernes y la experiencia política del candidato a la presidencia del Perú.

 

Propongo entonces, le propongo a usted, maestro Vargas Llosa, un diálogo-entrevista en el que su voz la integren algunas de las ideas que, de diversos géneros, extracté de mi lectura de El pez en el agua, mientras que la mía, mi voz, quiero decir, serán las preguntas y consideraciones sobre sus ideas. ¿Le parece? Muy bien. Entonces, comencemos.

 

¿Qué repercusiones ha tenido el mestizaje en el Perú en particular, como origen y consecuencia a un mismo tiempo de la cultura que conformamos los latinos en general?

 

“En la variopinta sociedad peruana, y acaso en las que tienen muchas razas y astronómicas desigualdades, blanco y cholo son términos que quieren decir más cosas que raza o etnia: ellos sitúan a la persona social y económicamente, y estos factores son muchas veces los determinantes de la clasificación. Esta es flexible y cambiante, supeditada a las circunstancias y a los vaivenes de los destinos particulares. Siempre se es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado que otros, o se es más o menos pobre o importante, o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que otros, y toda esta selvática nomenclatura que decide buena parte de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y sentimientos -desdén, desprecio, envidia, rencor, admiración, emulación- que es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores y desvalores, la explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana. Es un grave error, cuando se habla de prejuicio racial y de prejuicio social, creer que estos se ejercen sólo desde arriba hacia abajo. Paralelo al desprecio que manifiesta el blanco al cholo, al indio y al negro, existe el rencor del cholo al blanco y al indio y al negro, y de cada uno de estos tres últimos a todos los otros, sentimientos, pulsiones o pasiones, que se emboscan detrás de las rivalidades políticas, ideológicas, profesionales, culturales y personales, según un proceso al que ni siquiera se puede llamar hipócrita, ya que rara vez es lúcido y desembozado. La mayoría de las veces es inconsciente, nace de un yo recóndito y ciego a la razón, se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano”.

 

Y del colombiano, el ecuatoriano, el boliviano, agregaría yo, que también he sido testigo de ese encono y esa ojeriza que engendra en el ánimo del “blanco” la piel del negro, y en el de este una piel más clara. Pero pienso que esa “caldera de odios”, como en algún momento de sus memorias usted define lo que para mí son los incomprensibles efectos del mestizaje en el Perú -término que se puede extrapolar a la realidad de casi toda nuestra América Latina-, también bulle, salvo que con diferencias de muchas índoles, en tantas otras latitudes donde ese odio interracial se denomina xenofobia o, de forma más general, discriminación. Creo que la fobia y el recelo exacerbado por el que no se me parece no es, ni con mucho, un lastre de nuestro subdesarrollo aún sin resolver, sino, más bien, una tara genética de los hombres que ni siquiera el “progreso” de la inteligencia humana ha podido combatir, tal vez por no tratarse de nada diferente que de un instinto que se resiste a la persuasión de los buenos argumentos.

 

Dando por sentado que los dos coincidimos en el hecho de que el desprecio interracial fluye en todas direcciones, ¿podría, no obstante, hablarse de una suerte de origen o “culpa” de esa mutua discriminación?

 

“Cuando se habla de prejuicio racial, se piensa de inmediato en el que alienta aquel que tiene una posición de privilegio hacia el que se halla discriminado y explotado, es decir, en el caso del Perú, el del blanco hacia el indio, el negro y las distintas variantes del mestizo (el cholo, el mulato, el zambo, el chinocholo, etcétera), pues, simplicando -y, en lo que concierne a las últimas décadas, simplicando mucho-, es verdad que el poder económico suele concentrarse en la pequeña minoría de ancestros europeos y la pobreza y miseria -esto sin excepción- en los peruanos indígenas y de origen africano. Esa minúscula minoría blanca o emblanquecida por el dinero y el ascenso social no ha ocultado jamás su desprecio hacia los peruanos de otro color y otra cultura, al extremo de que expresiones como ‘indio’, ‘cholo’, ‘negro’, ‘zambo’, ‘chino’ tienen en su boca una connotación peyorativa. Aunque no escrita, ni amparada por alguna legislación, siempre ha habido en esa pequeña cúpula blanca una tácita actitud discriminatoria hacia los otros peruanos”.

 

Yo no sabría decir ni mucho menos explicar de qué otro modo podría reaccionar el que siempre o casi siempre ha estado bajo el yugo del que domina: ¿con gratitud?, ¿con resignación?, ¿con lealtad?, por supuesto que no. La enseñanza impracticable de que, como respuesta a una bofetada en una mejilla, hay que poner la otra, raya, pienso, en el sinsentido y la indignidad. Quizá sea por eso por lo que no logro percibir la “discriminación” del negro hacia el blanco como tal, sino, a lo sumo, como una respuesta que las circunstancias tan desfavorables y el sentimiento de la propia valía imponen a aquellos que han sido tantos siglos sus víctimas.

 

Tengo entendido que el distanciamiento que siempre separó a su padre de la familia de su esposa -es decir de su madre- se originó en esos odios endémicos entre peruanos, que en esta ocasión no tuvieron que ver nada con el color de la piel, sino con la clase social, y que, entre otras razones, la lejanía que él le imponía a usted con respecto a esos parientes que tanto quería constituyó una gran parte del sufrimiento que experimentó cuando apenas era un niño. ¿Puede referirnos un par de esas escenas que tan crudamente revelan el carácter irascible de su padre y el consiguiente padecimiento de usted y su madre?

 

“Era de noche y veníamos de alguna parte… Mi mamá contaba algo y de pronto mencionó a una señora de Arequipa llamada Elsa. ‘¿Elsa?’, preguntó él. ‘¿Elsa tal cual?’ Yo me eché a temblar. ‘Sí, ella’, balbuceó mi madre y trató de hablar de otra cosa. ‘La grandísima puta en persona’, silabeó él. Estuvo callado un buen rato y de repente sentí dar a mi madre un alarido. La había pellizcado en la pierna con tal furia que se le formó luego un gran hematoma morado. Me lo mostró después, diciendo que no podía más”. “Con el consentimiento de mi mamá, me fui a la iglesia. Al salir, en medio de la gente, vi el Ford azul, al pie de las gradas. Y a él, plantado en la calle, esperándome. Viéndole la cara, supe lo que iba a pasar. O, quizá, no, pues era muy al comienzo y aún no lo conocía. Imaginé que, como habían hecho alguna vez mis tíos, cuando ya no soportaban mis travesuras, me daría un coscorrón o un jalón de orejas y cinco minutos después todo habría pasado. Sin decir palabra, me pegó una cachetada que me derribó al suelo, me volvió a pegar y luego me metió al auto a empellones, donde empezó a decir esas terribles palabrotas que me hacían sufrir tanto como sus golpes. Y, en la casa, mientras me hacía pedirle perdón, me siguió pegando, a la vez que me advertía que me iba a enderezar, a hacer de mí un hombrecito, pues él no permitiría que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa. Entonces, junto con el terror, me inspiró odio”.

 

Aparte de aquella relación disfuncional entre su padre y los Llosa que usted endilga a aquel odio de clases sociales en el que un mestizaje mal entendido tiene, en gran medida, la culpa, ¿hay en su familia otra situación que nos sirva de ejemplo de lo nefasto que resulta el desprecio por el otro en razón de su color de piel o su procedencia?

 

“He contado que mis abuelos trajeron de Cochabamba al Perú a un muchacho de Saipina, Joaquín, y a un niño recién nacido que una cocinera abandonó en casa. Ambos habían continuado en la familia, en Piura, luego en el apartamento de Dos de Mayo, en Lima, y, finalmente, en uno más amplio, que tomaron los abuelos en una quinta de la calle Porta, en Miraflores. Mis tíos le encontraron un trabajo a Joaquín, que se fue a vivir solo. Orlando, que había vivido siempre entre los sirvientes de la casa y que en esa época debía de andar por los diez años, a medida que iba creciendo se parecía más al tercero de mis tíos; más, incluso, que los hijos legítimos de este. Aunque en la familia no se tocaba nunca el tema, estaba siempre ahí y nadie se atrevía a mencionarlo ni, lo que es peor, a hacer algo para enmendar de algún modo lo ocurrido, o atenuar sus consecuencias. No se hizo nada, o, más bien, se hizo algo que empeoró las cosas. Orlando pasó a ocupar un estamento intermedio, una especie de limbo, que ya no era el de la servidumbre pero todavía no el de la familia. La Mamaé, que había regresado a vivir con los abuelos en la calle Porta, le armaba un colchón en su cuarto, para que durmiera allí. Y comía en una mesita aparte, en el mismo comedor, pero sin sentarse con los abuelos, los tíos y nosotros. A mi abuelita la trataba de tú y la llamaba, como hacíamos yo y mis primas, ‘abuela’, y lo mismo a la ‘Mamaé’. Pero al abuelo lo trataba de usted y le decía ‘don Pedro’, y lo mismo a mi mamá y a mis tíos, incluido su padre, al que llamaba ‘señor Jorge’. Sólo a mí y a mis primas y primos nos tutearía. Lo que debió de ser esa niñez, vivida en la confusión, de sirviente o poco menos para tres cuartas partes de la familia, y de pariente para el resto, y lo que de amargura, humillación, resentimiento y dolor debió de empozarse en él en esos años, es difícil de imaginar. Vaya paradoja que gentes tan generosas y nobles como los abuelos contribuyeran, cegados por prejuicios o tabúes que eran los de su medio y habían pasado a formar parte de su naturaleza, a agravar con ese ambiguo status en que lo hicieron vivir, el drama de su nacimiento. Años después, yo fui uno de los primeros de la familia en tratar a Orlando como pariente, presentarlo como primo, y tener con él una relación amistosa. Pero él nunca se sintió cómodo conmigo ni con ninguno de la familia, salvo con la abuelita Carmen, de la que estuvo siempre cerca hasta el final”.

 

La suya es una declaración valiente, a excepción del final, que afecta un tono de indulgencia que a ese “pariente” suyo no debió haberle pasado desapercibido. Y eso, además de lo extemporáneo del reconocimiento, me imagino que le resultó tan intolerable como la existencia ambigua a que lo forzaron de niño. Pero basta ya de discriminaciones sociales y étnicas, como se dice ahora. Lo invito a que hablemos de esa izquierda de la que usted en un día ya lejano fuera ¿miembro?, ¿militante?

 

¿Cómo define Mario Vargas Llosa, el escritor y el político, lo respetable en esa materia -en política, quiero decir-?

 

“Hay muchas maneras de definir lo respetable. En lo que a mí se refiere, me merece respeto el intelectual o el político que dice lo que cree, hace lo que dice y no utiliza las ideas y las palabras como una coartada para el arribismo”.

 

¿Yerro si concluyo entonces, a partir de su definición, que eso que usted denomina “intelectual barato” no es otra cosa que un militante de una ideología política cuyas acciones y discurso no guardan coherencia? ¿Quiere hablarnos un poco del momento en que surge la nominalización de aquella subespecie humana y del individuo que la inspiró?

 

“Antes, me devanaba los sesos tratando de adivinar por qué entre nuestros intelectuales, y sobre todo los progresistas -la inmensa mayoría-, abundaban el bribonzuelo, el sinvergüenza, el impostor, el pícaro. Por qué podían, con tanta desfachatez, vivir en la esquizofrenia ética, desmintiendo a menudo con sus acciones privadas lo que promovían con tanta convicción en sus escritos y actuaciones públicas. Matasietes antiimperialistas en sus manifiestos, artículos, ensayos, clases, conferencias, leyéndolos cualquiera hubiera creído que habían hecho del odio a Estados Unidos un apostolado. Pero casi todos ellos habían solicitado, recibido y muchos literalmente vivido de becas, ayudas, bolsas de viaje, comisiones y encargos especiales de fundaciones estadounidenses, y pasado semestres y años académicos en las ‘entrañas del monstruo’ (según la expresión de José Martí) alimentados por la Guggenheim Foundation, la Tinker Foundation, la Mellon Foundation, la Rockefeller Foundation, etcétera, etcétera. Y todos gestionaban frenéticamente y muchos conseguían, por cierto, ir a injertarse como profesores a esas universidades del país al que habían enseñado a sus alumnos, discípulos y lectores a execrar como responsable de todas las calamidades peruanas. ¿Cómo explicar ese masoquismo de la especie intelectual? ¿Por qué esa desalada carrera de tantos hacia el país cuyas vesanias vivían denunciando, denuncias gracias a las cuales habían construido, en buena parte, sus carreras académicas y su pequeño prestigio de sociólogos, críticos literarios, politólogos, etnólogos, antropólogos, economistas, arqueólogos o poetas, periodistas y novelistas?”.

 

Permítame, maestro, que agrande un poco el estropicio con una anécdota que algunos de los lectores de este diálogo-entrevista de pronto encuentren valiosa. Resulta que, hace ya algunos años, conocí por azar al que a la sazón presidía el Partido Comunista Colombiano, personaje al que los terroristas paramilitares hicieron exiliar en Cuba, donde ingenuamente creí que estaría feliz de recalar: ¿acaso no es el sueño de todo adicto al castrismo vivir donde se fragua, hace ya tanto, “la revolución”? Pues ocurrió todo lo contrario. A poco de marchar muy contra su voluntad -ahora lo entendía-, comenzó el trasiego epistolar esta vez con alguien muy cercano a mí. Desespero, tedio, rabia e impotencia era lo que revelaban sus cartas, en las que aceptaba sin sonrojo que le hacían falta el whisky y las opíparas comidas que, en torno a la defensa de la izquierda y sus ideas, se celebraban con tanta frecuencia en nuestro país. Todo un comunista para sus correligionarios colombianos aunque incapaz de resistir, con todo y que disfrutaba del favor del comandante, los rigores del sistema-régimen tantos años defendido. No bien vio la oportunidad de regresar, no dudó en hacerlo para reintegrarse a la “socialbacanería”, un término acuñado por alguien del que tendremos ocasión de hablar en extenso más adelante, y que describe -con mucho acierto, me parece- a esa izquierda que saca réditos personales de la lucha por los desfavorecidos, en clubes y entre whisky y whisky. Un estilo de vida cínico, de hombres duplicados que vociferan lo que sus actos desmienten, lo que no sé si me causa más risa que indignación o más indignación que risa.

 

Me asalta esta duda, o más bien estas dos preguntas: ¿le acarreó a usted su disenso con los personajes de marras consecuencias de algún tipo? ¿A qué se debe que aquella práctica que sus palabras y mi ejemplo señalan haya cobrado tanta fuerza entre muchos académicos y políticos de izquierdas?

 

“Desde mi ruptura con Cuba, a fines de los sesenta, había pasado a ser objeto de los ataques de muchos de ellos, pero, aun así, tenía la sensación de que actuaban como lo hacían -defendiendo lo que defendían- guiados por una fe y por unas ideas. Después de haber visto esa abdicación moral generacional de los intelectuales peruanos, en los años de la dictadura velasquista, descubrí lo que aún hoy creo: que aquellas convicciones no son para la gran mayoría sino una estrategia que les permite sobrevivir, hacer carrera, progresar […] Entonces entendí una de las expresiones más dramáticas del subdesarrollo. Prácticamente no había manera de que un intelectual de un país como el Perú pudiera trabajar, ganarse la vida, publicar, en cierta forma vivir como intelectual, sin adoptar los gestos revolucionarios, rendir pleitesía a la ideología socialista y demostrar, en sus acciones públicas -sus escritos y su actuación cívica-, que formaba parte de la izquierda. Para llegar a dirigir una publicación, progresar en el escalafón universitario, obtener las becas, las bolsas de viajes, las invitaciones pagadas, le era preciso demostrar que estaba identificado con los mitos y símbolos del establecimiento revolucionario y socialista. Quien no seguía la invisible consigna se condenaba al páramo: la marginación y frustración profesional. Esa era la explicación. De ahí la inautenticidad, esa -según fórmula de Jean-Francois Revel- ‘hemiplejia moral’ en que vivían, repitiendo por un lado, en público, toda una logomaquia defensiva -especie de contraseña para asegurar su puesto dentro del establishment-, que no respondía a ninguna convicción íntima, mera táctica de lo que el anglicismo llama ‘posicionamiento’. Pero, cuando se vive de este modo, la perversión del pensamiento y el lenguaje resulta inevitable”.

 

Como inevitable ha sido el alejamiento de las generaciones posteriores a los años sesenta de la política. Y no sé cuánto hayan incidido en ese fenómeno cada vez más palpable las contradicciones del progresismo, tan capaz de seducir entonces la rebeldía y el inconformismo de los jóvenes.

 

Muchos de sus contradictores lo acusan de usar un doble rasero para juzgar lo atinente a algunas medidas políticas y económicas que se han tomado en ciertos países de América Latina, las cuales, sostienen, no son diferentes de las que se han tomado en países del Primer Mundo como Francia y su nacionalización de los bancos en tiempos de Francois Mitterrand.

 

“Quienes razonan así no entienden que una de las características del subdesarrollo es la identidad total del gobierno y el Estado. En Francia, Suecia o Inglaterra una empresa pública conserva cierta autonomía del poder político; pertenece al Estado y su administración, su personal y su funcionamiento están más o menos a salvo de abusos gubernamentales. Pero en un país subdesarrollado, ni más ni menos que en un país totalitario, el gobierno es el Estado y quienes gobiernan administran este como su propiedad particular, o, más bien, su botín. La empresa pública sirve para colocar a los validos, alimentar a las clientelas políticas y para los negociados. Esas empresas se convierten en enjambres burocráticos paralizados por la corrupción y la ineficiencia que introduce en ellas la política. No hay riesgo de que quiebren; son, casi siempre, monopolios protegidos contra la competencia y tienen la vida garantizada gracias a los subsidios, es decir, el dinero de los contribuyentes”.

 

Nosotros los colombianos sensatos, por desgracia tan escasos en los tiempos que corren y acaso en todos los tiempos, reconocemos en los dos períodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez la convicción convertida en práctica de que, como usted lo compendia, “el gobierno es el Estado “, que administró, junto con sus adláteres, como “su propiedad particular, o, más bien, su botín”. Y no es que Colombia no supiera de corrupción antes de que Uribe Vélez llegara a la Casa de Nariño en 2002 (pues nuestro país, como el suyo, sufre sus efectos desde tiempos inmemoriales), sino que asistió a un fenómeno prácticamente -y digo prácticamente por el odioso precedente de Samper- desconocido hasta aquella fecha: la instauración de la trampa, el chanchullo y la ilegalidad a todos los niveles, que en adelante se perpetrarían sin pudor e, incluso, como quien de antemano sabe que su obra es legítima y necesaria. Si alguien quiere ejemplos de argucias discursivas tendentes a encubrir prácticas de corrupción nefandas, no tiene más que estudiar las réplicas del expresidente Uribe Vélez cada que un nuevo escándalo estallaba y estalla en los medios de comunicación. O las de sus paladines, tan dispuestos a desviar la mirada y a hacer pasar por transparente lo que, a los ojos de cualquier ciego como yo inclusive, desborda lo tenebroso.

 

¿Qué representa -no me atrevo a utilizar el pretérito de indicativo- Fujimori o el fujimorismo para el Perú?

 

“La desaparición de la legalidad y el retorno de la era de los ‘hombres fuertes’, de gobiernos cuya legitimidad reside en la fuerza militar y las encuestas de opinión”.

 

Se me antoja que no en vano a Uribe y el uribismo se los compara con Fujimori y el fujimorismo; De los que su amigo Plinio Apuleyo Mendoza y otros adictos al expresidente buscan siempre, sin embargo, diferenciarlos. Pero tiene usted razón, pues las encuestas de opinión, que hasta hoy le han sido favorables a quien gobernó a Colombia entre 2002 y 2010, le dan el aval para que, incluso ahora que se encuentra apeado del poder, siga opinando y torpedeando algunos proyectos de ley que muy mal le caen a su talante de “hombre fuerte” que usted, discúlpeme la franqueza, jamás censuró ni de lejos con la misma vehemencia con que ha censurado el de Chávez, pongamos por caso. Y claro que sé que, sometidas a comparación, las prácticas corruptas y politiqueras del venezolano, de tan desproporcionadas y torpes, hacen que las del colombiano les parezcan a algunos temas de escasa valía, actitud que puede denotar ignorancia o artería, como sucede con su amigo escritor y columnista, que de ignorante no tiene un pelo pero toda una melena de artero.

 

¿Qué les preguntaría usted a esos peruanos, colombianos y venezolanos que añoran y defienden a capa y espada a sus caudillos y los desmanes de estos, que se escudan tras el argumento de que no representan los intereses ni las ideas partidarias de viejo cuño?

 

“¿De qué sirve la saludable reacción de la ciudadanía contra el apolillamiento de los partidos tradicionales, si ella conlleva la entronización de esa agresiva forma de incultura que es la ‘cultura chicha’, es decir, el desprecio de las ideas y de la moral y su reemplazo por la chabacanería, la ramplonería, la picardía, el cinismo y la jerga y la jerigonza?”.

 

Un caudillo ora de derechas -Uribe-, ora de izquierdas -Chávez-, no se distingue del otro en lo esencial: los dos -Uribe y Chávez- desprecian toda idea que difiera de su monolítica visión del mundo; para ninguno de los dos -ni para Uribe ni para Chávez- existe más moral que la de su código personal; los dos -tanto Uribe como Chávez- son chabacanes, ramplones, pícaros y cínicos redomados que apelan en sus arengas panfletarias e incendiarias a la jerga y la jerigonza para captarse el favor de los que en ellos ponen sus esperanzas.

 

Yo no podría concluir este diálogo-entrevista con nuestro Nobel peruano sin hacerle una pregunta -la penúltima- cuya respuesta deseo más que nada en este momento conocer. ¿Cómo influyeron los años que le dedicó a la militancia política en su perspectiva sobre la ficción, si es que lo hicieron?

 

“Desde muy joven he vivido fascinado con la ficción, porque mi vocación me ha hecho muy sensible a ese fenómeno. Y hace tiempo que he ido advirtiendo cómo el reino de la ficción desborda largamente la literatura, el cine y las artes, géneros en que se la cree confinada. Tal vez porque es una necesidad irresistible que la especie humana trata de aplacar de cualquier modo y aun por conductos inimaginables, la ficción aparece por doquier, despunta en la religión y en la ciencia y en las actividades más aparentemente vacunadas contra ella. La política, sobre todo en países donde la ignorancia y las pasiones juegan un papel tan importante en ella como el Perú, es uno de esos campos abonados para que lo ficticio, lo imaginario, echen raíces”.

 

He de confesar a usted y a los lectores cuánto me sorprendió el enterarme, leyendo sus memorias, de que Mario Vargas Llosa es prácticamente un abstemio, pues se tiene la sensación -al menos yo la tengo, o ¿la tenía?- de que en cada escritor y en cada artista reside un “dipsómano”. (Apelo a este término ante el desprestigio en que ha caído la palabra bohemio y la bohemia misma.) Pero eso no es todo. También se piensa que en cada escritor y en cada artista reside un Casanova con sus 132 conquistas, una idea que sobre usted acrecienta la exuberancia erótica que despliega en esas dos novelas en las que la sensualidad de doña Lucrecia y don Rigoberto -y la incipiente pero incisiva de Fonchito- es, por encima de ellos, protagonista de primerísimo orden. ¿Participa usted de esa reputación donjuanesca que tan bien parece conocer?

 

“Nunca he sido bueno en el deporte común de meter cuernos, que he visto practicar a mi alrededor, a la mayor parte de mis amigos, con desenvoltura y naturalidad; yo me enamoraba y mis infidelidades me acarreaban, siempre, traumas éticos y sentimentales”.

 

Quiero agradecer al maestro Mario Vargas Llosa, en nombre de la Sagrada Secta de los Ciegos en América Latina y de su blog, los cuales me honro de presidir, por este diálogo-entrevista que nos concedió a través del oráculo de su voz presente en sus memorias, y por sus respuestas siempre inteligentes y respetuosas del también sagrado derecho a la discrepancia.