201. Tengo la sensación de
que si usted hubiera sido el niño ciego que yo fui y que estuvo tanto tiempo a
merced del miedo que les tuvo a los mellizos Ramírez en el instituto para
ciegos -una gran mentira porque ellos dos y otros tantos veían casi tan bien como
los videntes que los dejaban hacer- en que cursó la primaria; de que si usted
hubiera sido la profesora que fue mi ex alumna Maritza Medina en varios
colegios públicos de Bogotá en los que distintos angelitos y en momentos
distintos la mandaban a comer mierda y la trataban de “ciega piroba” o de
“ciega hijueputa”; de que si usted hubiera visto -sucede a diario- a otro
inadaptado en uniforme escupirle la cara a un amigo mío cuando le entregó un
examen con una nota reprobatoria; de que si usted estuviera viendo, en fin, a
muchos papás y mamás aterrorizados de los energúmenos que tienen por hijos o a
esos mismos energúmenos e inadaptados destrozando impunemente mobiliario urbano
o violando en grupo a niñas o a niños menores que ellos y del todo inermes, en
baños de colegio o de centro comercial, coincidiría conmigo en que no es esto
lo que procede sino la bendita casuística: “…nada que no resulte conocido a
incontables colegiales de mi generación. Por aquel entonces, en vez de cinto,
se estilaba la regla de madera, larga como vara de boyero. No era ajeno a
nosotros el hábito de ir a clase amilanados. En casa la autoridad del maestro
no se discutía; en consecuencia, callábamos. Yo recuerdo con nitidez el
chasquido que producen las mejillas infantiles al ser abofeteadas por la mano
de un adulto. Eso sí, te daban por tu culpa y para tu provecho, para que
aprendieses a respetar, para que fueses árbol que crece recto, para forzar la
laboriosidad y fomentar atributos (¿masculinos?) asentados en la obediencia sin
restricciones. Te decían: ‘La letra con sangre entra’. Lo que también entraba o
podía entrar a edad temprana era la idea de que la violencia es un correctivo
destinado a fines nobles. Peligrosa enseñanza cuya aplicación creo observar a
veces en ciertos comportamientos y actitudes repetidos en la sociedad actual.
Algo aprendí después por mi cuenta: cuídate de los que creen hacer el bien a
golpe limpio, no digamos a tiros y bombazos”.
Se equivocaban los profesores y
padres de familia de los niños de su generación y de todas las anteriores al
creer que los castigos físicos y las bofetadas debían repartirse aquí y allá y
sin distingos, y se equivocan, sólo que más crasamente, los bien intencionados
que como usted abogan por la abolición definitiva de un recurso que debe y
deberá siempre estar reservado para los matones de salón de clases y, si me
apuran, también para los indiferentes y los solapados que los azuzan o les
guardan la espalda con su silencio. Mejor dicho y para que nos entendamos: si
yo hubiera sido profesor, en cualquier instancia, de un Putin, un al-Assad, un
Lukashenko o un Ortega, no me perdonaría el no haberlos humillado y abofeteado
una y mil veces en presencia de sus acosados si, como me temo, fueron los
Ramírez de sus colegios.
202. No veo por qué no
pueda hoy un ciego, un sordo, un paralítico y una fea -ténganme paciencia que
un día de éstos me ocupo de otras desgracias- aprovechar estos tiempos de
autopercepción para exigir, si se precisa mediante fallo judicial y en su
orden, la licencia de conducción, ser integrante de un jurado en un concurso de
música clásica, pertenecer a la selección de fútbol de su país con miras a un
Mundial o la corona de misuniverso. ¿Acaso mi vecina, con semejantes tetas y
esa voz tan dulce que acaricia, o mi vecino, con tremendo bigote y herramienta
entre las piernas, no alegan que se llaman ahora ella Ramiro y él Angélica?
¿Por qué ellos sí y nosotros no? ¿Van ustedes a privarme del derecho de
sentirme vidente no más porque si no ando con mi bastón blanco me doy contra
las paredes o me precipito dentro de la primera alcantarilla sin tapa que
encuentre saliendo de la casa? ¿Le van ustedes a negar a mi amigo el sordo, que
jamás podrá establecer si quien canta es un desafinado cualquiera o un Camilo
Sesto, la posibilidad de que vote por la mejor interpretación del Concierto
para piano y orquesta número 2 de Brahms? ¡Protesto! Si mis amigos el
paralítico y la fea se autoperciben un gran atleta él y la más irresistible de
las criaturas ella, ¿quiénes son ustedes para decirles que renuncien a ese
derecho que, felizmente, consagra la absurdidad de nuestro presente?
203. A mí que me expliquen
por qué las ultrafanáticas del feminismo no han resucitado a Julio Ramón
Ribeyro para que las conduzca al paradero del violador sin castigo de su prosa
apátrida número 8. ¿Que porque el pobre diablo es inimputable lo van a dejar
ustedes, entrañables virtuosas, sin el castigo que se merece, cual si de todo
un Neruda se tratara? Les cuento que me están decepcionando.
204. ¿Quién, entre el
grueso de los políticos del mundo y el grueso de los médicos del mundo, que
juran por patrias y banderas o con la mano puesta sobre el libro sagrado que
sea y por la memoria de Hipócrates y los hipocráticos, jurará más en vano y con
mayor dolo? Difícilmente encuentra uno nombres y apellidos que salven a los
unos de la deshonra bien merecida que los emparama, pero en cambio son
manifiestos e intachables los ejemplos de los que sí se comprometen, y con
creces en ciertos casos, con el código deontológico por el que juraron en sus
facultades: todos esos médicos anónimos que les salvan la vida o intentan
curar, en los lugares más remotos y abandonados por los dioses y los hombres, a
los más pobres entre los pobres; que operan, ayudados por enfermeros igual de
generosos y temerarios y bajo la luz de una linterna apenas mientras siguen
cayendo las bombas y los misiles del Putin o el al-Assad de turno, a soldados y
civiles malheridos; que se enrolan, con Médicos Sin Fronteras u otras
fundaciones humanitarias igual de quijotescas sólo que con menos reconocimiento
público, hacia destinos a los que los más de sus colegas no se aventurarían ni
por todo el oro del mundo (¿aunque saben que por eso tal vez sí?) y en fin… Estaba
viendo acá en internet que “La Asociación Mundial de Veterinaria propone un
juramento…”, pero resuelvo no abrir el documento porque con las experiencias
tan a menudo amargas que acumulo en esos consultorios me basta. (Y digo “tan a
menudo” porque Diana y Adriana, las veterinarias de mis gatos de Mariquita, son
otra cosa: un beso y mucha gratitud para ambas.)
205. Coincidirá usted
conmigo, admirado y estimado Juanjo, en que ‘Si dos ojos no bastan’… Y pensar
que hay tantísimo corazón mezquino y encéfalo prejuiciado que, no conforme con
las de por sí duras condiciones de este fatum, lo agravan con la incredulidad a
priori del que discrimina a bulto. Claro que si lo hace también una mayoría -y
vaya y vea usted con qué ínfulas y desparpajo- de quienes saben de qué fueron
capaces un Milton, un Taha Hussein; un Nicholas Saunderson, un Lev Pontriaguin,
¿qué puedo esperar, entonces, de mis vecinos de a pie? ¡Pero si sólo hay que ver
con cuánta condescendencia mal disimulada las medianías que por lo común
deciden en los reálitis y concursos que buscan promover nuevos cantantes
reciben al participante que se presenta en las audiciones con su bastón blanco
o custodiado por un perro guía! ¡Y eso que sin falta se reivindican, todos,
admiradores o fanáticos de Stevie Wonder y José Feliciano, para no hablar de
los que glorifican los nombres de Joaquín Rodrigo y Andrea Bocelli! Lo peor del
caso, maestro Millás, es que no los juzgo porque a mí también me ocurre… con
ciegos inclusive.
206. Tres preguntitas -y
ustedes me hacen el favor de no írmelas a tachar de capciosas, que con el
diminutivo ya tienen suficiente- para el gran Javier Sampedro: “¿Dónde estás?
No me refiero a en qué ciudad o en qué línea de metro, sino a dónde está eso
que llamas yo, a qué lugar ocupa en tu cuerpo el sentido de existir, de
percibir el mundo, de pensar sobre él. Déjame adivinarlo: está en algún lugar
detrás de tus ojos y entre tus dos orejas. Así lo sentimos todos. Pero eso es
solo porque la luz nos entra por los ojos y el sonido por las orejas. […] Pero
algún día estaremos de pie contemplando el mapa de nuestro propio cerebro, con
sus 86.000 millones de neuronas y todas las sinapsis entre ellas, y nos
volveremos a preguntar como en la parábola de la pecera: ¿dónde estoy yo? La
razón te dirá que tú eres ese mapa inextricable de neuronas y sinapsis, nodos y
nexos, pero tú seguirás estando detrás de tus ojos y entre tus dos orejas,
¿no?”.
¿Nos birlaron a los ciegos
totales y a los sordos profundos medio yo? ¿Cómo pueden existir los sordociegos
profundos y totales si, a todas luces y a primer golpe de oído, carecen nada
menos que de aque… yo? ¿Cómo se imagina usted, maestro, la representación
futura de los mapas del cerebro de unos, otros y los otros desgraciados, caso
de que algo semejante a un cerebro humano ostenten?
207. Ocioso como soy, a
veces se me da por preguntarme cuántos de los buenistas de la academia que en
público se desgañitan exigiendo inclusión y equidad para todos, todas y todes y
en todas partes salvo en sus vidas y en sus facultades, harían en privado por
ejemplo con el niño que fui lo que el bueno de Haley con el hijo ciego de su
esclava en el capítulo 8 de la novela de Beecher Stowe. A ver, paladines de la
justicia y la igualdad teóricas que rinden jugosos intereses, con la mano
levantada bien en alto para que se los pueda contar.
208. Si yo fuera sacerdote
católico o pastor cristiano -loado Dios que no- de los muy pocos con vocación
auténtica y amor por el prójimo que enaltecen sus credos, liberaría a mi rebaño
de las angustias que al buen creyente le producen las antinomias y las ambigüedades
maravillosas de la Biblia -portento literario donde los haya- y se las
reemplazaría por las enseñanzas de La cabaña del tío Tom o, si es mucha la
pereza lectora de la feligresía, al menos por el capítulo 9 de esa novela , que
de humanitarismo lo sabe todo.
209. ¿Que para qué leer,
preguntan ustedes? Para tantas y tantas cosas prodigiosas -me adelanto y les
respondo- que enunciarlas sería interminable y tedioso. Sin embargo y para no
parecer displicente, les digo hoy -ya se verá qué improviso mañana-, que para
que los solitarios del mundo, vocacionales o forzados por las circunstancias de
cada yo, podamos dialogar (enfadarnos con ellos, putearlos, irnos a las manos
si toca, reconciliarnos para volver a discrepar y, menos mal que sólo en
contadas ocasiones, enemistarnos de por vida), sin que se enteren, con nuestros
referentes de papel y tinta: “…El colibrí es, entre todos, el animal de
metabolismo más veloz. Su ínfimo corazón late unas mil veces por minuto -diez
veces más que los humanos más acelerados. Y el resto de su cuerpo funciona
acorde: su digestión, sin ir más lejos, es un rayo. Por eso, para seguir vivos,
los colibríes necesitan comer dos o tres veces su peso cada día, porque tragan
y digieren, tragan y digieren y están siempre al borde del desfallecimiento, y
por eso se la pasan volando de un lado para el otro, agitando las alas como
poseídos: buscándose la vida al borde de la muerte. Por eso viven suspendidos
frente a esas flores, picándolas: lo que vemos como belleza es su hambre, su
desespero por sobrevivir. El colibrí, pobrecito, no solo es una belleza
extraordinaria; también es una metáfora extrema de la maldición de la belleza,
de los esfuerzos que hacen tantas y tantos para ser más bellos. Solo que ellas
y ellos lo hacen a propósito y el colibrí no sabe lo que hace; por no saber, no
sabe siquiera que es hermoso. Pero es, también, una muestra tajante de lo
difícil que es saber cuando hablamos de otros, lo fácil que es equivocarse, lo
simple que es no entender lo que creemos entender e interpretar alegremente
cuando no tenemos la información para saber en serio”.
¿Cómo no sentirme, admirado y
estimado Martín, aliviado de saberme a salvo de la más que milenaria tiranía de
los espejos y de la reciente de las pantallas, prolongaciones suyas en las que
se cree que se mira a los otros para poder dizque verse a sí mismo? Pero no era
de eso de lo que le quería hablar, o no exactamente.
Los que nacimos bendecidos -ya ve
lo optimista que estoy hoy: un día al año no hace daño- con el conformismo del que
se siente satisfecho y hasta feliz con lo poco o lo muy poco que tiene, no
comprendemos que millardos y millardos de dólares a los que asciende hoy -ya
verá usted mañana- la fortuna de un Bernard Arnault le susciten a media
humanidad, que pactaría ya mismo con el diablo por ser aquel desgraciado aunque
fuera un día, suspiros de envidia y admiración. ¿Doscientos veinte mil millones
de dólares para igual envejecer, quedarse impotente y morir al cabo, forrado asimismo
en pañales meados y cagados? Propongo que a esta supersubespecie del mono
insaciable se la denomine, a partir de ya y en virtud de las semejanzas
manifiestas que guarda con la criatura alada, así: la supersubespecie-colibrí.
(Ah, hermano, pero no se vaya a creer usted el cuento de que desconozco la
maldición de la codicia, por la que pactaría ya mismo con el que sabemos a
cambio de libido y el mejor odor di femina y cuerpos desnudos de bellas
durmientes -sin los impedimentos que pesan, eso sí, sobre los de las de
Kawabata- y cualquier ardid, cualquiera, que me libre de salir del mercado
sexual).
210. Una de las muy pocas
clases memorables de literatura que recibí en la universidad me la dio Felipe
Ardila, en algún semestre del pregrado. Nos habló ese día de ‘constructos
ideológicos’ y nos deslindó la diferencia que puede (pue-de) existir entre el
concepto que nos formamos de alguien -un compañero de oficina, un vecino- y en
lo que aquel sujeto se transforma en otros ámbitos. Piensen ustedes -nos dijo-
en la mujer más apreciada por todos sus colegas gracias a las virtudes de que
hace gala en el trabajo, en donde con el tiempo empieza a correr el rumor
fundado de que esa misma persona tan meritoria, no bien traspone la puerta de
su casa, azota a los hijos y machaca a las mascotas ante el pasmo y la
irresolución del calzones que tiene por marido. O en -les digo- un militar de
rango que humilla y maltrata a sus subordinados, que le tienen a él el mismo
miedo que él le tiene a la fiera con que se casó y desde entonces lo domina.
Pues bien; desde aquella mañana
me hice tan consciente de esta realidad que no hay persona a la que oiga o
escritor al que lea sin que me cuestione cuánto de lo que oigo y leo será como
me dicen, cuánto estará distorsionado por hechos que en ese momento desconozco
y cuánto es infamia pura. Y si cultivo una relación física con el que oigo o
inmaterial con el que leo, estoy siempre al acecho de sus palabras y sus actos
(en el segundo caso el sustantivo debe ir entre comillas), no necesariamente
para condenar o censurar flaquezas aunque sin falta para ir desvirtuando,
confirmando y reacomodando el ‘constructo ideológico’ que de Equis o Ye persona
me forjé cuando la conocí.
“…Y ahí, mi perro es lo más
importante que hay. Le explico cuál ha sido el texto, paseamos juntos, nos
hablamos… En serio, mataría a los que maltratan a los animales. Lo digo con
toda la tranquilidad. ¡Es algo que me horroriza! Y nuestra civilización lo hace
a grandísima escala. En los ojos de un animal que os ama y al que amáis hay una
comprensión de la muerte de la que carecemos. Los ojos de mi perro esconden
algo que comprenden muy bien; tal vez lo que me va a pasar. Cuando vuelvo a
casa, siempre me espera cerca de la puerta. ¿Por qué? ¿Cómo hace para saber que
estoy llegando? Probablemente, si nos ponemos augustocomtianos, positivistas a
ultranza, diríamos que es porque se desprende un olor de espera. Puede ser.
¿Sabe usted que un perro tiene todo un vocabulario de olores, que percibe diez
mil olores que nosotros no podemos conocer? Y cuando preparo mi pequeña maleta
de viaje, se pone debajo de la mesa y me mira con unos ojos de reproche
indescriptibles. ¡Es tan bonito vivir con un animal! Esas telepatías son
realmente interesantes. Ya sé que deberíamos sentir un gran amor por los seres
humanos. Pero a veces me resulta muy difícil.”
“…Los pájaros no cantan por
cantar. En medio de su algarabía cada trino o tuit tiene una función y responde
a una necesidad. Los pájaros cantan para marcar territorio, para alertar de la
presencia de un depredador, para atraer a las hembras con la intención de
celebrar unas nupcias arrebatadas, o simplemente para no perder el contacto con
el grupo a la hora de emigrar. El leve gorjeo de los polluelos recién nacidos
en el nido del jardín se debe a su interés por llamar la atención de la madre o
a la disputa por el gusano que ella trae en el pico para alimentarlos. Se trata
de una comunicación pura, esencial y concreta. No sucede lo mismo con los
humanos que no cesan de hablar por hablar para nada. En medio del jolgorio que
arman al amanecer cada especie de pájaro se expresa en su propio idioma. Ignoro
si existe una traducción simultánea que les permita a las aves migratorias que
llegan de países lejanos entenderse con las que habitan este territorio todo el
año. Me gustaría saber si las golondrinas africanas conocen el lenguaje de los
mirlos españoles, si el cántico del ruiseñor enamorado en las noches de mayo es
capaz de atraer a hembras de otra especie. El aire es un pentagrama lleno de
notas musicales, blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas y
las aves, según cada clase, las interpretan como si se tratara de una partitura
escrita por Pitágoras y extraen de ella las melodías necesarias para sobrevivir
más allá de la belleza. ¿Qué es un tuit? Puede ser un acorde de Bach si lo
emite un jilguero o un rebuzno que ensucia el aire si lo lanza cualquier asno
humano.”
“…¿De qué hay que liberar a los
animales? ¿De la evolución de las especies? ¿De las leyes de Mendel? No, deben
ser liberados del yugo humano: se trata de abrirles la jaula. Fuera de la jaula
y lejos del pastor podrán dedicarse a su libertad, es decir, a ser lo que la
naturaleza ha dispuesto para ellos: al principio quizá algunos estén un poco
desconcertados, el chihuahua, por ejemplo, pero se irán acostumbrando. Los
humanos, que tantas nuevas familias zoológicas han criado y con tantas han
convivido, siempre fueron sus enemigos. El nuevo imperativo moral es: ‘Obra de
tal modo que todo ser capaz de sentir sienta lo que más pueda agradarle, sin
interferencia tuya negativa’. […] Singer condena el especismo ético, es decir,
preferir moralmente nuestra especie a las de los otros seres vivos. Pero es que
en eso consiste precisamente la ética, en el reconocimiento humano de lo
humanamente libre y responsable en el confuso tapiz de los efectos y las
causas. Fue tarea de Kant racionalizar el especismo estableciendo que para el
ser humano la humanidad siempre será un fin y nunca un medio. Hay que ser
humanitario con los animales, pero humano entre los humanos.”
Y bien…, tres opiniones de tres
sabios a los que mucho debo y a los que leo con regularidad y desde hace
tiempo. Uno que por desgracia (para mí, claro) ya murió y al que nunca le voy a
poder agradecer en persona toda su sabiduría y lo que mis recursos de lector
alcanzan a juzgar su coherencia ética; un segundo que cumplió recientemente
ochenta y siete años de edad y con el que temo que me ocurra exactamente lo que
con su par intelectual y “moral”; y un tercero con el que mucho conflictúo y
cuyo ‘constructo ideológico’ me ocasiona dudas que algo me mortifican y mucho
me estimulan.
A él en particular, como a los
terroristas de la política -ETA, Farc, ELN- o a los sabihondos de la pedagogía
y la educación -científicos y expertos se hacen llamar-, le recrimino que se
sienta el dueño de la verdad revelada sobre aquello tan subjetivo y espinoso
que es la ética, y que lo vocifere con la misma sobradez con que los unos -los
matones- pretenden enseñarle al resto del mundo de qué van la democracia con
sus múltiples intríngulis y los otros -los insulsos del enrevesamiento
académico-, narcotizados con sus vaciedades teóricas, quieren hacernos creer
que la escuela sobre la que legislan es lo que fantasean que es gracias a ellos
y no la calamidad que en realidad es y en gran medida por su culpa.
Posiblemente nuestro tercer hombre, no obstante su suma sabiduría y sus casi
setenta y seis años de vida, desconozca que esta mujer humilde a la que cada
mañana veo (por la ventana abierta en que me fumo un cigarrillo y me tomo un
tinto) dándole de comer a un animalito callejero tal vez distinto, tal vez el
mismo, y que los tres señores que la semana pasada abandonaron por separado la
cama en plena noche y en medio de una borrasca típica de Mariquita para
auxiliar a un cuarto vecino al que la lluvia y los vientos lo acababan de dejar
con casa pero sin tejas ponen en marcha sus muy personales formas de sentir lo
ético sin que jamás hayan leído o vayan a leer nada al respecto y muy
seguramente sin saber siquiera que existe algo con ese nombre. Que la ética sea
algo tan importante y singular para esas cuatro personas, para los dos primeros
sabios, para el tercero y para mí, teoricemos o no al respecto, hace que me
cuestione hasta qué punto es conducente pasarse la vida instruyendo a los demás
con libros y artículos cuya elaboración acaso no deje tiempo y espacio
suficientes para exámenes rigurosos de conciencia y, peor aún, para poner por
obra toda la palabrería con que se construyeron capital y prestigio.
211. ¡Que vivan, que vivan
Beecher Stowe y su panfleto, imprescindible por valiente!:
“…--Señor Wilson, sé todo esto --dijo
George--. Sí que corro un riesgo, pero… --abrió de repente el abrigo para
mostrar dos pistolas y un cuchillo de caza--. ¡Ahí está! --dijo--, estoy
preparado para ellos. Jamás me iré al sur. ¡No! Llegado el caso, me ganaré por
lo menos seis pies de tierra gratis, ¡la primera y la última tierra que posea
jamás en Kentucky!
--Ay, George, ése es un estado de
ánimo muy malo; se aproxima a la desesperación, George. Me preocupas,
quebrantando las leyes de tu país.
--¡Mi país de nuevo! Señor
Wilson, usted tiene país, pero ¿qué país tengo yo o los que, como yo, han
nacido de madres esclavas? ¿Qué leyes hay para nosotros? Nosotros no las
hacemos ni damos nuestro consentimiento; no tenemos nada que ver con ellas;
todo lo que hacen por nosotros es aplastarnos y mantenernos aplastados. ¿No he
oído sus discursos del 4 de julio? ¿No nos dicen a todos, una vez al año, que
los gobiernos reciben su legítimo poder del consentimiento de los gobernados?
Los que oyen estas cosas, ¿es que no saben pensar? ¿No saben atar cabos, para
ver lo que significa? […]
--Oiga usted, señor Wilson –dijo
George, acercándose y sentándose enfrente de él--, míreme un momento. Sentado
aquí delante de usted, ¿no soy un hombre exactamente igual que usted? Míreme la
cara, míreme las manos, míreme el cuerpo –y el joven se estiró con orgullo--;
¿por qué no soy yo tan hombre como cualquiera? Bien, señor Wilson, escuche
usted lo que voy a decirle. Yo tuve un padre, uno de sus caballeros de
Kentucky, que no me apreciaba lo suficiente para evitar que me vendieran con
sus perros y sus caballos para saldar las deudas cuando se murió. Vi a mi madre
en una subasta del sheriff, con sus siete hijos. Nos vendieron ante sus ojos,
uno por uno, todos a amos diferentes, y yo era el más joven. Ella se puso de
rodillas ante mi antiguo amo y le suplicó que la comprase conmigo, para tener
por lo menos uno de sus hijos con ella, y la apartó de una patada de su pesada
bota. Lo vi hacerlo y lo último que oí fueron sus gemidos y gritos cuando me
ataron al cuello de su caballo para llevarme a su finca.
--¿Y después?
--Mi amo negoció con uno de los
hombres y compró a mi hermana mayor. Era una chica buena y religiosa, miembro
de la iglesia Baptista, y tan guapa como lo había sido mi madre. Estaba bien
instruida y tenía buenos modales. Al principio, me alegré de que la hubiera
comprado, pues así tendría a una amiga cerca. Pero pronto me lamenté. Señor, he
estado en la puerta oyendo cómo la azotaban, sintiendo como si cada golpe
cayera sobre mi corazón desnudo, y no podía hacer nada para ayudarla; y la
azotaban, señor, por querer llevar una vida decente y cristiana, tal como sus
leyes no permiten que viva una esclava; y finalmente la vi encadenada con la
cuadrilla de un tratante destinada a ser vendida en el mercado de Nueva
Orleans, y todo por aquel motivo, y no he vuelto a tener noticias de ella.
Bien, pues me hice mayor, pasaron años y años, sin padre, sin madre, sin
hermana, sin un alma que me quisiera más que a un perro; sin nada más que
azotes, broncas y hambre. Señor, he pasado tanta hambre que he comido a gusto
los huesos que tiraban a sus perros; sin embargo, cuando era un crío y me
quedaba noches enteras despierto llorando, no lloraba por el hambre; no lloraba
por los azotes. No, señor, lloraba por mi madre y por mis hermanas, lloraba
porque no tenía a nadie que me quisiera sobre la tierra. Jamás conocí el
significado de la paz o el consuelo. Jamás me dirigieron una palabra amable
hasta que fui a trabajar en su fábrica. Señor Wilson, usted me trataba bien; me
animaba a mejorarme, a aprender a leer y a escribir e intentar ser algo en la
vida, y Dios sabe cuánto se lo agradezco. Luego, señor, conocí a mi esposa;
usted la ha visto y sabe lo hermosa que es. Cuando supe que me quería, cuando
me casé con ella, apenas creía que estaba vivo por lo feliz que me sentía; y,
señor, es tan virtuosa como bella. Y entonces, ¿qué? Entonces va mi amo y me
aparta del trabajo y de mis amigos y de todo lo que me gusta y me reduce a
nada. ¿Y por qué? Porque, dice, he olvidado quién soy, dice, para enseñarme que
sólo soy un negro. Al final, lo último de todo, viene y se interpone entre mi mujer
y yo y dice que tendré que renunciar a ella para ir a vivir con otra mujer. Y
las leyes de ustedes les permiten hacer todo esto, a pesar de Dios y del
hombre. ¡Dése cuenta, señor Wilson! No hay ni una sola de estas cosas que han
roto el corazón a mi madre, a mi hermana, a mi esposa y a mí que no sancionen
sus leyes y permitan hacer a todos los hombres de Kentucky sin que nadie les
pueda decir que no. ¿Y las llama usted las leyes de mi país? Señor, no tengo
país como tampoco tengo padre. Pero voy a tener uno. No quiero nada del país de
usted excepto que me deje en paz, que pueda abandonarlo pacíficamente; y cuando
llegue al Canadá, donde las leyes me reconocerán y me protegerán, ése será mi
país, y acataré sus leyes. Pero si algún hombre intenta detenerme, que tenga
cuidado, pues estoy desesperado. Lucharé por la libertad hasta el último
aliento. Dice usted que lo hicieron sus antepasados; si fue lo correcto para
ellos, ¡es lo correcto para mí!”
Saco cuentas y me digo que si al
menos un diez por ciento de los dizque ocho mil millones que somos fuéramos
auténticos Georges Harris y Harriets Beecher Stowes, ¿estarían las cosas como
están y serían como son? Si de los más o menos cuarenta millones de afganos que
viven en el país, cuatro millones estuvieran dispuestos a inmolarse y a caer
como moscas si toca, ¿qué tiranía armada hasta los dientes le podría plantar
cara a semejante turba? Pero como los Navalnis rusos o bielorrusos o
venezolanos o cubanos o lo que sea no llegan ni en sueños a un uno por ciento,
¿qué? Cuatrocientos mil afganos resueltos a todo y provistos de cuchillos,
palos, piedras y lo que se les atraviese, ¿no harían salir pitando a la plaga
talibana, que no tendría ni con mucho balas suficientes para matar a una décima
parte? De modo que sí: el mundo es lo que es y siempre ha sido y jamás va a
dejar de ser porque un noventa y siete por ciento de los que lo pueblan está
constituido por cobardes tipo el Wilson este (a él y a los como él se les abonan,
faltaría más, la bondad y la generosidad por demás tan escasas) y el restante
2,9 por ciento por hijueputas fuera de serie tipo Putin y al-Assad. ¿Qué nos
queda, entonces?: la resignación más absoluta y nada distinto a eso. Ah, bueno:
también la rabia y el odio.
212. Leo, Irenita, el
último capítulo del apartado que precede a uno titulado ‘Atrévete a recordar’ y
que figura bajo el número 47, y hago votos por que un día la historia cuente
que en el siglo XXI y parte del XX, superando en fundamentalismo a los dogmas
religiosos y políticos de siempre, fueron las universidades -no las facultades
de ciencias (o no tanto), sí las de humanidades y afines- quienes propagaron e
inficionaron el mundo con ideas descabelladas y teorías a cuál más intolerante
que disfrazaban de “igualitarismo”; que, como los bárbaros contra Roma, ellas
-la sal que se corrompe- vetaban autores y señalaban libros y hacían caer en
desgracia a vivos y a muertos (de Quevedo a Woody Allen) mediante la acusación
peregrina y ramplona de misoginia o racismo. Claro que para serte del todo
sincero, lo que de verdad quisiera no es que el futuro condene sus desmanes y a
los perpetradores sino que los que nos dolemos de las vesanias de los
pseudoeducadores los pongamos en evidencia y los desalojemos de cátedras y
campus. A gorrazos si toca.
213. ¿Cómo? ¿Que yo qué,
mujer? ¿Que yo tengo moza, dicen los maledicentes? ¿No será más bien que los
que me acusan sufren de diplopía?
214. Es tal el
desequilibrio en la balanza de la justicia que a cualquier hombre que hoy
insulte, golpee o mate a una mujer lo pueden meter preso por misógino o por
misógino y feminicida, mientras que a una mujer que insulte, golpee o mate a un
hombre jamás la tildarían de andrófoba o de “masculinicida” y, si la meten
presa, se toman en consideración todas las circunstancias atenuantes de que se
pueda echar mano para favorecerla. Supongan ustedes que mi esposa llega a casa
luego de una jornada laboral extenuante y con lo que se topa no bien sube a la
alcoba matrimonial es con su marido revolcándose con su hermana de ella y no
precisamente en la alfombra. Que, transfigurada por la ira, me apuñala sólo a
mí y hasta la muerte. ¿Aceptarían ella y sus congéneres feministas que se le
endilgara un delito motivado por su supuesto odio a los hombres cuando de lo
que se trató fue de un homicidio (¿pueden creer ustedes, colegas varones, que
la RAE y nuevamente los jueces hablan de uxoricidios y feminicidios pero de
nada en absoluto que nomine el caso contrario? ¿Y no dizque las invisibles son
ellas?)? ¿Cierto que no, estimadas amigas? ¿Y entonces por qué se gradúa de
misógino y feminicida al marido que, transfigurado por la ira, apuñaló hasta la
muerte a su mujer cuando la encontró revolcándose con su hermano de él en la
alcoba matrimonial y no precisamente en la alfombra? ¿Por qué no se lo llama de
entrada también a él, en aras de la imparcialidad, homicida?
Pero como no más quejarse no
sirve de nada, quiero valerme de la literatura para intentar poner algunas
cosas en su sitio… a ver si de pronto llega el día en que siquiera los que
absuelven y condenan obran con la ecuanimidad que de ellos se espera.
Tres machistas: Juan Pablo
Castel, Gregorio Magno Pontífice Camargo y Knils Erik Bjurman. Un feminicida
probado y uno posible: Gregorio Magno Pontífice Camargo y Juan Pablo Castel respectivamente.
Dos misóginos probados: Nils Erik Bjurman y Gregorio Magno Pontífice Camargo.
Dos hijueputas con todas las letras -el primero me cae gordo y el segundo hasta
simpático-: Nils Erik Bjurman y Gregorio Magno Pontífice Camargo. Tres
personajes a cuál mejor logrado y en contrapunto con sendos personajes femeninos
a cuál mejor logrado, los seis construidos por tres novelistas de puta madre y
los tres hoy muertos aunque tan vivos -en este corazón y en esta mente- cuanto
sus criaturas.
215. Que veintiséis años después
de que a García Márquez ‘se le chispoteara’ con su propuesta-exabrupto en
relación con la gramática y la ortografía españolas, salga Martín Caparrós con
que “quizá llegó la hora de empezar a pensar un nombre para esa lengua -y no vayan
a creer ustedes que habla del inglés- que no sea el nombre del país que la
impuso”, o sea el de España, a mí me reconfirma en la certidumbre de que
incluso los encéfalos más solventes entre los creativos y pensantes se
despiertan de cuando en cuando ávidos de renegar de su talento y fama: “Un
nombre común, si se puede -sería bueno subrayar esa originalidad absoluta, 20
países capaces de entenderse en una lengua-, pero uno que no sea el nombre de
uno, el nombre de otro. Yo, por supuesto, propondría el que uso desde hace unos
años: ñamericano. Donde la eñe, ese estandarte de nuestro idioma, modifica la
noción de americano para volverla nuestra. Pero esa es solo una opción mala.
Seguro que puede haber mejores: la cuestión es decidirnos a buscarla. Y así, algún
día, sabremos qué idioma hablamos, cómo se llama nuestra lengua”.
¿Pero cómo se le va a ocurrir a
usted, un tipo capaz de sacarse del magín las ‘Crónicas Sudacas’ y ‘El mundo
entonces’, venir a darles pábulo a todos esos Pauls B. Preciados que andan por
ahí sueltos y desatados triplicando géneros y degenerando gramáticas, con
semejante “boludez”? ¿Acaso no le alcanza toda esa inteligencia que despliega
en tanto de lo que dice para figurarse el talante de la discusión, en pleno
Medioevo Científico y Tecnológico: “el nombre que se escoja tiene que ser como
yo, o sea no binario”; “pero empezamos mal porque ‘nombre’ es un sustantivo
masculino y eso es sexista”; “sí, español y castellano no porque encima de que
celebran al invasor son nombres masculinos, lo cual quiere decir que lo
femenino se sigue invisibilizando”; “claro, ustedes las mujeres biológicas y
caucásicas pensando sólo en lo femenino, ¿y lo trans melanínico qué?”; “¡eso,
eso es!: nosotres creemos que ustedes son tan machistas y excluyentes como el
heteropatriarcado invisibilizador y emasculador del igualitarismo que sólo
nosotres entendemos y/o defendemos…”?
Claro que si está tan convencido
como parece de las bondades de la propuesta, échele pa’lante que no le van a
faltar loquitos y desocupados que le cojan la caña, como se dice en Colombia; donde,
a propósito, siempre se ha llamado español al español con la mayor naturalidad
y sin resentimientos extemporáneos de país colonizado. Incluso hoy, cuando lo
que se habla y en lo que se garrapatea ya no es el idioma que nos legaron don
Quijote y Sancho sino un emplasto constituido por cada vez más léxico y sintaxis
ingleses y por consiguiente llamado espánglish, así se lo sigue llamando:
español y, sólo raras veces, castellano, palabra que acaricia de tan eufónica.
216. Compro serenidad al precio
que sea.
217. Recuerdo cuando Orfi -sabia
como siempre ha sido-, viéndome fumar a mis escasos quince o dieciséis años, me
decía sin la menor contemplación: “Si supiera lo ridículo que se ve con ese
cigarrillo en la mano, lo apagaría y no volvería a fumar nunca más”. Yo la
maldecía por dentro y, claro, seguía fumando como si tal cosa pero atormentado
por su incomprensión. ¿Y por qué no le decía lo mismo o pensaba -porque no lo
pensaba- lo mismo de mi hermano, que también a veces fumaba delante de ella y
era apenas dos años y medio mayor que yo? Pues porque él (lo hemos conversado
luego riéndonos) ya ayudaba a sostener la casa y había empezado la universidad.
Y hablando de la universidad,
recuerdo el día que les dije en la Pedagógica a un par de pimpollos bastante
maleducados y sobradores que acababan de sacarse la cédula de ciudadanía y de
matricularse en un programa llamado Educación Comunitaria, que si supieran lo
ridículos que se oían impostando voces de intelectuales y citando a cada
momento los cuatro o cinco titulitos que “conocían”, se flagelarían una vez en
casa y se prometerían humildad y ahora sí estudio serio y constante. Supongo
que sintieron lo que yo hacia mi madre y aun ganas de matarme allí mismo, pero
desconozco si a ellos también se les dibuja hoy esta sonrisa que a mí se me
dibuja mientras lo escribo y evoco. Vaya uno a saber: de pronto hasta lo hayan
tenido que revalidar en alguna clase con alguna versión circular de la
insolencia inteligente que a los que nos ganamos la papa entre aulas
universitarias nos desaira siquiera una vez en la vida.
218. Bendito sea el dedo
salvífico de Carl Weiss, quien justo a tiempo apretó el gatillo y así impidió
que un Trump en ciernes llamado Huey Long siguiera ascendiendo peldaños y más
peldaños con rumbo a la Casa Blanca. Lástima que los ucranios, georgianos,
chechenos y rusos víctimas de Putin, los bielorrusos y ucranios víctimas de
Lukashenko, los honkoneses, taiwaneses y chinos víctimas de Xi y los que lo
precedieron, los nicaragüenses, venezolanos y cubanos víctimas de sus
dictadores y los sirios víctimas de al-Assad y su cochina súcuba no hubieran
corrido con la misma suerte que los estadounidenses de entre guerras. Porque
los estadounidenses de hoy, unos por una mezcla letal de ignorancia y estupidez
o desvergüenza y temeridad, y los otros por una combinación no menos venenosa
de irresolución, permisividad y ausencia de cálculo parecen complotados para
que Donald Trump los vuelva a gobernar a partir de 2024 y la feliz ucronía aquélla
le ceda su sitio a la segunda y definitiva temporada de una distopía que nada
bueno augura. Nada.
219. En política -y a la final en
nada-, no hay que temerles a los vaticinios. La Colombia de hoy -que es la de
siempre- se planta ante un camino que se bifurca o, bien mirado, se trifurca.
Ya se empiezan a oír, a babor,
las voces de los que aducen que nadie nace aprendido y que por lo tanto esta
primera presidencia de la izquierda es un periodo de aprendizaje, que va a ser
en un segundo mandato cuando se puedan poner por obra las promesas
descoyuntadas y no en pocos casos impracticables con que desde siempre ella -la
de acá, que en nada se asemeja a la uruguaya o a la chilena y en todo a la
argentina y la boliviana- ha engatusado a los adeptos y a los incautos;
mientras que a estribor, los otros fanáticos, los del uribismo con un Uribe que
de momento se mimetiza y disfraza de respetuoso del desgobierno actual, claman
a gritos por un cambio de rumbo, como si hubiera habido un rumbo cuando ellos
mandaban o lo hubiera ahora. De prosperar esta suerte de pacto tácito entre
unos y otros, el país se vería abocado a un como segundo Frente Nacional en el
que la izquierda improvisadora y mendaz culpa a la derecha insaciable y
marrullera de su ineptitud e ineficiencia y ve cómo se le escapa el poder
cuatro años durante los que dizque se prepara para ahora sí hacer lo que no
sabe hacer pero la vuelven a elegir una segunda y una tercera vez a ver si ésta
es la vencida tras cuatro, tras ocho años en que la derecha no hizo más que
robar y asfixiar económicamente a los de siempre, que tampoco encuentran en el
petrismo de 2050 las soluciones por las que votaron en 2022.
Pero también puede ocurrir que
los de un extremo o los del otro, tan sumamente parecidos en las formas y en el
fondo, se cansen de enseñarse los dientes y resuelvan pasar a la acción
mediante un autogolpe de Estado a lo Pedro Castillo, o a lo Pinochet con Bukele
como norte inmediato. ¿Y la prensa? Salvo honrosísimas excepciones, haciéndoles
de idiotas útiles a los unos -verbigracia Daniel Coronell, Cecilia Orozco
Tascón y María Jimena Duzán al presidente y a los suyos con su hasta la fecha
(22 de abril de 2023) renuncia a la investigación y la denuncia que, en cambio,
siguen practicando con todo rigor con la contraparte- o maniobrando
-verbigracia Vicky Dávila, Mauricio Vargas y María Isabel Rueda- directa y
desembozadamente a favor de la godarria… de la otra godarria, quiero decir. ¿Y
el centro? Tan decentito, timorato e invisible como sus votantes. ¿Y el barco?
Sin que zozobre pese a todo aunque a la deriva porque los dos capitanes que se
lo disputan viven, como sus tripulaciones y el pasaje entero, borrachos de
poder o de ansias de poder, de fanatismo o de oportunismo y siempre siempre de
estupidez, obstinación y credulidad.
220. Ya somos dos -de entre
millardos pudibundos que lo practican pero lo niegan-, Juanjo hijuemadre, ya
somos dos: “Me debato entre matar a un gilipollas o dejarlo vivo. Hablo en
términos imaginarios, claro, porque el crimen, a este lado de la realidad,
conlleva penas de prisión durísimas. […] En cualquier caso, mato siempre a
distancia, con enfermedades que provoco con el pensamiento. Ya sé que el
pensamiento mágico no funciona, tan poco estoy tan mal, pero yo me hago la
ilusión de que sí, de modo que, aunque el muerto siga vivo, para mí es un
difunto. […] Pocos días después, a través de unas personas que lo conocen, me
entero de que acaban de diagnosticarle una enfermedad terminal muy dolorosa.
Significa que el pensamiento mágico funciona de forma intermitente, ahora sí,
ahora no. Utilícenlo ustedes con cordura, con racionalidad”.
Corrijo: no somos dos sino tres,
porque yo se lo aprendí a un genio como usted del lenguaje, quien como yo en lo
único que discreparía de su confesión es en la templanza del consejo. Si la
vida nos alcanza, una tarde de estas le presento al gran Fernando Vallejo;
claro que si logro dar con él, pues lamentablemente lleva años haciendo de
ventrílocuo de sí mismo en auditorios concurridísimos donde lo insultan y lo
aplauden a rabiar y entre periodistas de emisora de radio y canal de televisión
que si lo leen no lo entienden pero invariablemente lo jalean para que haga
reír o maldecir a sus audiencias. Las cuales, huelga aclarar, tampoco pueden
soñar siquiera con izarse hasta las alturas irremontables de sus diatribas e
invectivas acres e hilarantes aunque, por sobre todo, lúcidas.
221. Sin saberlo, acaba de
responder usted por mí, Hetícor, a los que me preguntan la razón -son muchas y
convergen en lo que a continuación su artículo plantea impecablemente- de mi
renuncia prematura a la docencia, por la que nunca voy a dejar de sentir toda
esta nostalgia que a diario siento:
“Mi sensación es que nos estamos
convirtiendo en un mundo de zombis (cuanto más jóvenes más zombis) gobernados
por y sumergidos en el mundo virtual, ajeno a este de caliente sangre en que ya
son muy pocos los que viven. No caminamos guiados por el sentido de la
orientación, sino por Google Maps; manejamos el carro sin un mapa interior,
siguiendo las instrucciones de Waze; los restaurantes, bares y cafés no nos los
aconseja una amiga que los ha probado, sino una app que se limita a sugerirnos
el lugar que más paga por estar ahí. Veo pasar al menos tres generaciones (los
de 15, los de 30, los de 50) con la nuca torcida, las cervicales arruinadas y
la joroba permanente, todos doblados hacia adelante mirando a toda hora y casi
sin tregua el celular, y enfrascados, por lo que alcanzo a ver, no en lecturas
ni en conocimiento sino en jueguitos luminosos multicolores, en verificar
interacciones ególatras o en enterarse de tonterías sin número por el rollo
infinito de las redes sociales. Si están tecleando, lo que ocurre también, es para
hacer de afán cosas que parecen urgentísimas e impostergables, por idiotas que
sean. Como dice Adam Grant, estamos ‘agobiados por hacer las cosas ya mismo, en
vez de hacerlas bien’. Sueño con asistir a algún almuerzo en el que a todo el
mundo se le exija ir sin celular o con el aparato apagado y confiscado a la
entrada. Quisiera gente que se demorara un mes en contestar un mail, o tan
siquiera ocho días, pero con una carta bien escrita y bien pensada. Estoy
muerto de sed de lentitud y de conversaciones reales y en directo, cara a cara,
gesto a gesto, voz a voz. […] Mis amigos menos insensatos han prescindido de
las redes sociales y de los chats; miran una vez cada dos días el correo
electrónico; leen siempre en papel; escogen rutas y sitios para ir con su
propio olfato y su propia intuición. Los más sabios han renunciado por completo
al celular. Los sensatos y los sabios, últimamente, son los únicos, alrededor, con
quienes converso y no me parece estar hablando con unos completos zombis de un
mundo lejano, paralelo e irreal”.
De manera que cuando alguien se
vuelva a interesar por mi deserción, le hago llegar esta columna suya, llamo
por teléfono a Coetzee para que él me haga el favor de hablar con el
protagonista de Desgracia (sí, ese que a principios de la novela es profesor de
un grupo de zombis universitarios anteriores al celular) para ver si el man
permite que el interesado visite su aula un par de veces -con media basta- y
éste se esfuerce en imaginar lo que resultaría de aquella clase si a las lumbreras
que ofician (mientras dormitan y rememoran la farra del fin de semana) de
auditorio del perseguido por el ultrafeminismo académico se les pone en la mano
una de esas pantallas que a mí me forzaron a pensionarme anticipadamente, a
usted infiero que a vivir en una especie de ostracismo social involuntario y a
ambos a quejarnos y refunfuñar como dos ancianos que todavía no somos.
222. Me dijeron que definiera a
Claudia López y a Gustavo Petro en tres palabras. Me demoré menos que cuando le
respondí que me fascinaba a una estudiante que una tarde luminosa me preguntó,
a quemarropa, “Profe, ¿yo te gusto?”: Postureo, megáfono y Twitter.
223. Entre los logros de la
narrativa contemporánea respecto de tantos clásicos decimonónicos y anteriores,
ninguno como la derrota del maniqueísmo moral y estético en que incurrían, sin
pudor, sus autores. En sus cuentos y novelas, los malos son malos sin
atenuantes a más de feos como corresponde, mientras que la bondad de los buenos
es tan infinita y límpida como los ojos y las facciones que adornan sus
fisonomías. Leo por ejemplo ‘La colonia cuáquera’, el capítulo XIII de La
cabaña del tío Tom y me parece estar entre un grupo de cristianos presididos
por mi hermano y su mujer, todos tan satisfechos y convencidos de su superioridad
moral y bonhomía cual si se tratara de un grupo de buenistas de la izquierda
pacifista, igualitarista y progresista que prueba su coherencia ideológica
apoyando cuanta causa noble la convoca. Entre las últimas, el empeño del bueno
de Petro para que las sanciones de todo punto injustas que pesan sobre los
demócratas Cabello, Maduro y Díaz-Canel se levanten y se les dé a Venezuela y
Cuba el trato que sus democracias ejemplares reclaman, o los desvelos de Lula
por acallar la guerra fratricida entre ucranios y rusos que desató la maldad de
Occidente personificada en -¿quién si no?- el imperio yanqui y la OTAN
subalterna. Menos mal que, superado cada nuevo rapto febrático de ternura,
Beecher Stowe recobra, tarde o temprano, la compostura y torna a la realidad.
Los otros nunca.
224. ¿De verdad quieren saber de
dónde surgieron los culebrones venezolanos, mexicanos y los turcos tan exitosos
hoy por hoy? Pues hagan el favor de no cerrar todavía la novela de Beecher
Stowe y lean el capítulo XIV. Les prometo que cuando descubra el porqué los
colombianos somos, amén de potencia mundial del mal y la corrupción,
superpotencia en patinaje y telenovelas de calidad, les mando un WhatsApp con
la respuesta.
225. Me da pena seguirlos
fastidiando con requerimientos de lectura, pero ¿qué le vamos a hacer si así
son los clásicos?: porfían, tozudos, en que uno piense y piense y no deje de
hacerlo ni cuando cierra el libro. Gracias al capítulo XV de La cabaña del tío
Tom, me acabo de convertir al fanatismo feminista más ultra de nuestro
Occidente actual. ¿Y cómo podría no hacerlo viendo la vida desgraciada que
llevan la pobre Marie y todas las demás mujeres de esa casa en la que impera un
macho que ejerce el patriarcado con menos miramientos que Zelenski el invasor?
Maldito de mí y de mi ceguera, que durante cuarenta y casi nueve años me
mantuvo ignaro de una verdad que me negaba a aceptar: jamás ha habido, como lo
prueban todos los personajes masculinos de Beecher Stowe, hombres que no se
sirvan de las mujeres para explotarlas y humillarlas, de lo que tiene la culpa
la suma candidez de cada corazón femenino. No es sino que averigüen quiénes son
y qué hacen Rosario Murillo, Marine Le Pen y Asma al-Assad para que como a mí
se les descorra la venda que probablemente llevan sobre los ojos. Nota: me vi
tentado de remover uno de los tres nombres de la ilustre terna para poner el de
la “filántropa y activista” doña Verónica Alcocer, que va juntando méritos para
que se la tenga en cuenta, pero temí ser injusto. De todas formas, quiero que
sepa nuestra primera dama que no les quito el ojo de encima ni a ella ni a sus
desvelos por hacer del mundo el remanso de paz y justicia con que sueña su
prohombre.
226. ¡Su atención, teóricos,
teóricas y teóriques de la inclusión y el igualitarismo, que se dirige a
ustedes una inmortal!:
“Una risa alegre se oyó desde el
patio a través de las cortinas de seda del porche. St. Clare salió, apartando
la cortina, y se rió también.
--¿Qué ocurre? --preguntó la
señorita Ophelia, acercándose a la barandilla.
Allí estaba Tom, en un musgoso
banco del patio, con todos y cada uno de los ojales repletos de jazmines y Eva,
riendo alegremente, le colgaba del cuello un collar de rosas; después se sentó
en su regazo, aún riendo como un gorrión.
--¡Ay, Tom, qué gracioso estás!
Tom tenía una sonrisa benévola y
serena y parecía disfrutar de la diversión a su manera tanto como su pequeña
ama. Levantó la vista cuando vio a su amo con un aire algo molesto de disculpa.
--¿Cómo puedes permitírselo?
--preguntó la señorita Ophelia.
--¿Por qué no? --preguntó St.
Clare.
--Pues, no sé, me parece
terrible.
--No te parecería mal que un niño
acariciara a un gran perro, aunque fuese negro; pero te estremeces ante la idea
de acariciar una criatura que piensa y siente y razona y es inmortal;
reconócelo, prima. Sé muy bien lo que sentís vosotros los norteños. Y no quiero
decir que sea una virtud que nosotros no lo compartamos, sólo que aquí la
costumbre hace lo que debería hacer el cristianismo: eliminar el sentimiento de
prejuicio personal. A menudo he observado en mis viajes al Norte que este
sentimiento es mucho más fuerte en vosotros. Os repugnan como si fueran
serpientes o sapos, y sin embargo os indignáis por las injusticias que sufren.
No queréis que abusen de ellos, pero no queréis tener nada que ver con ellos
personalmente. Los mandaríais a África, donde no los podríais ver ni oler, y
luego enviaríais un misionero o dos para que se sacrificaran elevándoles el
espíritu rápidamente a todos. ¿No es cierto?...”
Sí que lo es, estimados St. Clare
y Harriet Beecher Stowe, sí que lo es. Y ellos, nuestros norteños modernos,
llámense catedrático de facultad de humanidades, conferencista defensor de los
derechos de las minorías, activista en favor de los excluidos y los nadies,
político progresista y hasta escritor progre de prestigio saben que de lo que
se trata ahora y siempre aunque más ahora que siempre (por aquello de la
“visibilidad” que otorgan las pantallas) es de figurar con la bandera de la
justicia social bien en alto y de publicar -los que pueden o los que se
atreven- artículos y ensayos que dejen bien claro que se es, como el personaje
femenino del diálogo, todo un paladín de los desde siempre postergados. Pero
como en todas partes “se cuecen habas”, otro día les refiero a ustedes dos y al
tío Tom las experiencias amables y bellas que también he tenido en los lugares
donde he estudiado y trabajado, y con seres humanos que en su vida han
publicado un solo paper sobre igualitarismo o inclusión, muy seguramente porque
por practicarlos no les queda tiempo para escribir. De momento, confórmense con
un par de nombres que bendigo y reverencio: el de doña Louise de Morales y el
de la doctora Carmen Cecilia Noguera, a quienes tuve la dicha de conocer en el
Colombo Americano y en la Sergio Arboleda.
227. Revisen, por favor, la
escena con que comienza el diálogo de la cita anterior y díganme. ¿De qué
delito o delitos se acusaría hoy al papá de Eva, o sea a St. Clare, si esa foto
cayera en manos de los paranoides que hoy ven en cada hombre y en todos salvo
en sí mismos a violadores potenciales? ¿De inducción a la prostitución infantil
o directamente de pederastia y trata de blancas (y vaya si la niña es blanca)?
Más le vale al pobre hombre que se cuide y se esconda donde mejor pueda porque
de nada le va a valer que alegue que él únicamente cumplía con lo que su
demiurga le ordenaba que hiciera y dijera, o que él es tan sólo una entidad de
papel, o que miren lo saludable y feliz que está su hija. Y si Harriet Beecher
Stowe no fuera Harriet sino Harry, caería en desgracia junto con su personaje masculino.
No con el negro sino con el blanco.
228. ¿Ustedes no? Yo sí le
otorgaría, y por unanimidad, el Nobel de Literatura al genio de la concreción
que supo apresar la esencia de lo que somos los humanos en tan sólo dos palabras.
“Bicho tragicómico”: la pobre mujer aquella que, buscando señal para su
celular, abandonó la seguridad del hogar y se internó en el bosque, donde de un
zarpazo un oso le quitó para siempre las ganas de hablar y de paso el resuello.
“Bicho tragicómico”: el pobre hombre aquel que, temeroso de una posible
erupción del Nevado del Ruiz, cerró su casa en el norte del Tolima y se vino a
morir, no ya de erupción sino de terremoto, a la Bogotá en imparable
descomposición de Claudia López. “bichos tragicómicos”: los pobres diablos que,
nadando en la abundancia de sus millardos y millardos de dólares y ebrios de
poder, se ven imposibilitados para sobornar a la impotencia, la desmemoria, la
incontinencia y demás humillaciones de la vejez, para no hablar de la inexorable.
Señores académicos: ¿no les parece que ya va siendo hora de que a España se la
distinga con un séptimo galardón, que tiene nombres y apellidos propios?
229. Seré teratológico o lo que
ustedes determinen, pero yo no veo más que compasión desesperada en la muerte
anticipada de la madre del poeta Carlos Framb gracias a la ayuda de su hijo, y,
no obstante algunas salvedades y matices, también en la de Elvira (de) Aguirre
a manos de su padre o en la de Albanito a manos de su amigo Braulio. Sobre lo
de los Goebbels, que se pronuncie el diablo.
230. Si alguna vez se me
encomendara la difícil tarea de mostrarle a un grupo de futuros científicos las
bondades de la literatura y a uno de futuros literatos las bondades de la
ciencia, simplemente los junto para que lean conmigo los poemas de ‘Un día en
el paraíso’ y, de entre todos y a manera de abrebocas, los títulos ‘Hermano del
noble silencio’ y ‘Teoría de un encuentro’. Se trata de que antes de que se
retiren del aula por última vez, unos y otros comprendan que “la ciencia sin
nociones sólidas de letras está tan huérfana como éstas sin nociones
científicas sólidas”.
231. Yo que ustedes, para zafarme
de una vez por todas la nociva esperanza en un mundo mejor y más justo -menos
pior y menos injusto-, me tomaría muy en serio el trabajo -el deleite- de oír con
toda la atención y el discernimiento de que sea capaz a un sabio como pocos
quedan, trasunto de su autora. Las coordenadas son muy sencillas: CAPÍTULO XIX:
MÁS EXPERIENCIAS Y OPINIONES DE LA SEÑORITA OPHELIA. Si tras semejante
descorrimiento de venda usted porfía en que “sí se puede”, declárese entonces
impedido para…
232. Cualquiera, desde el que
enseña o hace como que enseña literatura en la universidad, hasta el
pretencioso que despliega un libro en un avión, en el metro o en un bus con el
único propósito de captarse miradas furtivas, pasa por lector ávido, entienda
mucho, poco o nada de lo que lee o finge leer.
233. Entre los supuestos
profesionales de la lectura, léase libreros, editores, bibliotecarios,
literatos-profesores, muchos hay que edifican impunemente sus discursos a
partir de los comentarios, las reseñas y la crítica literaria que consumen pues
no para otra cosa les da el caletre.
234. Todo gran escritor o buen
escribidor -la diferencia puede estribar en no pocas ocasiones en la fama o en
su ausencia- son necesariamente archilectores, mientras que de las habilidades
lectoras de quien mal o muy mal escribe se puede dudar sin remordimientos.
235. Cuando un archilector
descubre una veta de genialidad en lo que lee de un autor inédito y ese
archilector tiene el poder suficiente para que su hallazgo cobre repercusión
más allá de ciertos círculos literarios, idealmente en los medios, a aquel no
más hasta ayer don nadie le esperan sorpresas sin nombre a partir de mañana
mismo.
236. Por el contrario, cuando un
autor inédito dotado de genialidad se somete al incordio de que un profesor o
editor cualquiera lo lea para que lo avale o lo descarte pero resulta que el
mal bicho es un mezquino y un envidioso -tipo el hideputa de ‘Obras completas’,
el cuento de Monterroso- o bien un pésimo lector, todo lo que el anheloso puede
esperar son batacazos incompasivos y conminaciones perentorias a cambiar de
oficio.
237. Sólo los archilectores, que
lejos están de ser infalibles o desprejuiciados, saben de verdad pa Dios por
qué les gusta o les repele un título en particular o toda la obra de un autor,
y si se los emplaza a explicarse no encuentran ninguna dificultad para
sustentar las razones de sus filias y sus fobias. Que nos convenzan o no es un
asunto por completo distinto.
238. Qué carajos: pisémosles los
callos a los semidioses. Una pregunta para hermeneutas y archilectores: ¿cómo
puede ser posible, señores, que de una misma inteligencia brote
alternativamente lo mejor y más depurado de la escritura breve (‘Praga’,
‘Baudelaire: la otra revolución francesa’, ‘Gina’, ‘La promesa de lo perdido’, ‘La
tormenta’…) y los clichés más guachafos, los tópicos más edulcorados, los
lugares comunes más zafios (‘La hora de pasar la página’, ‘Los vientos del
Pacífico’, ‘Duque’, ‘Estamos cansados’, ‘Gobernar’…)? ¿Pero es que no hay nadie
que le diga a este buen hombre y mejor escritor -de literatura- que, por el
bien de su obra y su legado, renuncie definitivamente a lo segundo, que se le
da fatal?
239. De entre las afirmaciones
rotundas a que son tan dados los lectores y los escritores (“porque es que Fulano
lo ha leído todo, y todo es todo”, “ya no se escribe sobre sexo de la forma en
que… y… lo hacían”, “dentro de muy poco tiempo se dejarán de escribir novelas
porque la novela” bla, bla, bla, bla, bla), una que me irrita particularmente:
“Ya nadie lee a…”. ¿Cómo? ¿Que ya nadie lee a Miguel Otero Silva, a Augusto Roa
Bastos? ¡Pero si yo los leo, y con fruición!
Tengo para mí que quienes
incurren concretamente en esta mentira en relación con autores que “ya no
venden”, se equivocan precisamente por eso: porque se dejan convencer por las
cifras que publican las grandes editoriales y librerías, entre las que en
efecto no figuran ésos y muchos otros autores. Pero ¿y las librerías de viejo,
las bibliotecas públicas, las personales y los libros que circulan
gratuitamente por internet no cuentan? Ni el escritor que vende millones de
libros puede asegurar que tenga esos mismos o más millones de lectores, ni el
obliterado por los algoritmos del mercado dolerse de que el mundo lo haya
olvidado. Entre otras cosas porque no todo el que compra libros y asiste a
ferias o a simposios lee lo que compra y le recomiendan, ni todos los lectores
vocacionales compran libros recién tirados o asisten a presentaciones y
conferencias.
Por tanto, que los novelistas y
cuentistas y ensayistas y dramaturgos y cronistas y poetas caídos supuestamente
en la desgracia del olvido más absoluto desoigan los pregones de los
decretadores de muertes literarias definitivas, pues existe el
lector-hikikomori, o sea ese que concibe la lectura como un acto tan sumamente
íntimo y hasta egoísta que no necesita hablar de ello con nadie, o escribir sobre
lo que lee.
240. La fórmula es muy sencilla:
no es sino que reemplacen cada ‘española’ por ‘colombiana’ y listo:
“La Administración española es un
teléfono que no contesta, un trámite que nunca se resuelve […], una
acreditación académica internacional que no llega y por lo tanto deja en
suspenso la vida profesional de quien la solicita, una sentencia judicial
retrasada que deja en la miseria a una mujer divorciada que no recibe desde
hace muchos meses la pensión de sus hijos, pensión que ya está en el juzgado,
pero que el juzgado no entrega, porque hay una huelga de personal, o porque los
funcionarios encargados de los trámites finales son muy pocos y tienen tanto
trabajo acumulado que tardarán años en completarlos todos. La Administración
española son bajas de médicos o de enfermeros o profesores que tardan semanas
en cubrirse, y funcionarios interinos que no dejan de serlo aunque lleven
ocupando la misma plaza veinte años, y aspirantes que ganaron una oposición y a
los que, sin embargo, su plaza no se les hace efectiva, y han de quedarse en un
limbo exasperante que les desbarata la vida. La Administración española son
trámites obligatoriamente digitales que se quedan atascados sin motivo aparente
en páginas web defectuosas, y otros quizás más simples o fáciles que sin
embargo muchas personas no pueden cumplimentar, porque son mayores y torpes y
no se manejan en internet, o porque no tienen ordenador, ni tienen nadie que
les ayude, esos hijos de talento digital despejado que nos son tan
providenciales a padres y madres que emigramos tarde y a la fuerza a este nuevo
mundo virtual. La Administración española son refugiados que tienen derecho
legítimo al asilo y pueden tardar diez años en conseguirlo, y mientras tanto no
saben de qué van a vivir, y personas sin recursos que no llegan a conseguir el
ingreso mínimo vital porque les faltan documentos o no tienen un domicilio fijo
[…], y se encuentran frente al muro inmemorial del ‘vuelva usted mañana’ […].
La administración pública son trabajadores accidentados que no logran su baja
laboral, y enfermos a los que cada día de retraso en una operación les acentúa
la gravedad, y obras de reforma o negocios legítimos que no pueden arrancar por
falta de un solo permiso, y oficinas delante de las cuales las personas guardan
cola desde antes del amanecer, como en una estampa de sumisión y paciencia del
antiguo bloque comunista, si no han tenido la picardía, o el dinero suficiente,
para comprar un número, o si el guarda de seguridad privada de la puerta no las
ha espantado con malos modos. La Administración española son contratas
irregulares para cubrir malamente servicios públicos, concedidas mediante
concursos amañados, con una sinvergonzonería antigua de parentelas codiciosas y
enjuagues clientelares…”.
Las administraciones española y colombiana (y mexicana, tercia Villoro; y chilena, grita por allá Merino; y brasileña, protesta Brum) son entonces, maestro Muñoz Molina, ciudadanos que subsisten del erario pero que salvo las honrosas excepciones que nunca faltan no se compadecen de quienes con sus impuestos les garantizan, a ellos y a sus familias, la subsistencia. Zánganos públicos de toda categoría que sólo se muestran eficientes y vehementes a la hora de hacer valer sus privilegios sindicales y de granjearse otros nuevos que, una vez conseguidos, tampoco logran que sus inveteradas inoperancia y displicencia en el desempeño de las que deberían ser sus funciones remitan al menos temporalmente. Indolentes y perezosos que claro que saben pero a los que no les importa que el atraso y el anquilosamiento de la sociedad a que se deben se derive en gran medida de la desidia con que trabajan. Dicho en cuatro palabras, rémoras de cualquier progreso.
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