“Pero además la enfermedad mental es una condena que aísla, que
convierte al que la padece en alguien ajeno a los demás, al que queremos
mantener un poco distante, ¿cierto?”
Piedad
Bonnet
“El mundo se ha reído siempre de los locos. De Don
Quijote, aunque con un fondo de ternura. De Hamlet, no sin cierta admiración.
¿Cómo podría yo, ahora, reírme de la locura?”
Piedad
Bonnet
Quiero comenzar con un par de situaciones en las que me vi involucrado
sin saber cómo ni por qué. De las dos fui testigo y, sin buscarlo, protagonista
inconsulto.
En la primera, estoy esperando que dejen de pasar los carros para poder
cruzar la avenida o que alguien se ofrezca a ayudarme. Lo primero no sucede
porque es hora pico y porque en Bogotá rara vez un conductor le cede el paso a
nadie. Lo segundo, en cambio, no solo sucede sino que ocurre para que mi
memoria a largo plazo lo registre indefinidamente.
Oigo que vienen, hablando mientras caminan de oriente a occidente, dos
adultos y un niño de no más de diez años. De repente, la charla familiar se
interrumpe y se oye la voz de ese niño que con un dominio y una naturalidad
pasmosos les dice a sus padres: “Ya vengo. Voy a ayudar al señor a que cruce la
calle”. Y se me acerca y me pregunta si quiero que me ayude. “¡Claro que sí!”,
le digo y me cojo de su brazo, que me conduce hasta el andén de enfrente, donde
me deja tras despedirse y yo agradecer.
De inmediato, mi cerebro se puso a formular preguntas que, aún hoy,
entrañan misterios: ¿me vieron allí parado, con mi bastón en la mano derecha y mi
maletín ejecutivo de entonces en la izquierda, también sus padres?; si me
vieron, ¿tuvieron la intención de pasar de largo?; ¿qué pensaron de su hijo en
tanto lo miraban caminar conmigo de su brazo?; ¿comentaron algo antes de que él
volviera?; ¿le dijeron algo cuando llegó: una felicitación, un reproche?; ¿se
sintieron orgullosos de ese niño que se adelantó a hacer lo que hubiera sido
más lógico que cualquiera de ellos dos hiciera?; ¿se sintieron avergonzados con
su hijo por su falta de iniciativa? Y el niño, ¿qué pensó luego de “cumplir con
su deber”, de “proceder según su conciencia”?; ¿hizo o se hizo preguntas acerca
de la ceguera y los ciegos?; ¿se olvidó del asunto?
En la segunda, me acabo de subir a un colectivo con rumbo a mi trabajo,
le pago al conductor y me acomodo en un asiento que encuentro solo. De pronto,
la voz de una mujer que hablaba con otra, probablemente de naderías, le dice, mirándome
a mí y a su interlocutora alternativamente, que ella no sabría qué hacer si un
hijo suyo fuera ciego; que la ceguera debía de ser el mayor padecimiento para
cualquier ser humano; que se imaginaba que mi madre sufriría mucho pero que
cómo era posible que lo dejara salir así, solito, a la calle.
Mientras eso yo oía y esperaba en vano una réplica de la otra mujer, que
seguramente debía de sentirse incómoda y apenada por semejante irreflexión, me
la imaginé preguntándose para sus adentros, al tiempo que con la mirada o con
una seña de la mano le imploraba que callara: “¿Y ésta es que cree que el señor,
además de ciego, es sordo? ¿En qué momento él, con razón molesto, va a
reaccionar?”. Pero no reaccioné porque comprendía la situación. Más bien, me
puse a comparar a aquel niño con la señora deslenguada y a figurarme la segunda
situación con él y ella de protagonistas.
Él, no bien me ve subir al colectivo, se para y me indica dónde me puedo
sentar. Ella, mirándolo hacer, se deslengua de la forma en que ya oímos. Él,
mirándola indignado, le impone silencio con la mirada o con una seña de la
mano, a la par que se promete que, cuando yo me baje o ellos lleguen a casa, la
va a reconvenir por ser tan imprudente. Y yo, aterrado por el contraste, me pregunto
con premura: ¿pero cómo es posible que el cerebro aún en formación de un niño
pese infinitamente más que el de un adulto, que dizque ya lo tiene formado?
Los años transcurridos desde entonces, los cientos de estudiantes que se
han sentado en mis clases hasta hoy y unos cuantos libros leídos o releídos
creo que me confieren el derecho de aventurar una respuesta para esta última pregunta:
no solo es posible que el cerebro en formación de un niño pese más que el ya
formado de un adulto, sino que los de un buen número de “subnormales” tipo mi
tío o su tía pesan, sin que quepan dudas, mucho más que los de algunos
catedráticos, médicos, abogados, periodistas y profesionales de toda laya que
conozco, e infinitamente más que los de tantos y tantos intelectuales de
relumbrón, todos carentes de la sensatez y el sentido común que a él y a ella
les sobran.
Mi tío
En mi familia abundan las discapacidades sensoriales e intelectuales.
Está la ceguera congénita, parcial en su caso, de mi hermana y mía. Sordos los
tenemos de todo tipo: desde el que ya no oye prácticamente nada cuando se hace
viejo, hasta el que necesita pero no se pone el audífono por pena, pasando por
el que aprende a leer los labios para suplir su deficiencia. Por lo demás, a
todos les funcionan muy precariamente los sentidos del olfato y del gusto y en
absoluto el del tacto, pues si les dan a oler una naranja sin que la puedan
mirar aseguran que es una manzana, mientras que si les dan a probar una manzana
sin que la vean aseguran que es una naranja. ¿Qué tal si intentan reconocerlas
solo tocándolas? Dirían que son dos bolas de billar o cualquier otro desatino.
Y lo peor del caso es que mis pobres familiares marchan por la vida, como
tantos de ustedes, inocentes de sus limitaciones.
Pasemos ahora a las cognitivas. Tengo un tío que a sus ochenta y tantos
años escribe un artículo en un periódico de provincias semanalmente y con un
lenguaje que resultaría anacrónico en pleno romanticismo decimonónico: la
lumbrera de la familia. Cómo se sabrá de superior el señor este que a mis
cuarenta y cuatro años no tan recién cumplidos, jamás he tenido ocasión de
preguntarle quién lo vacunó contra la evolución estilística y qué hace para
evitar que a sus palabras las mate la arterioesclerosis que las aqueja desde
antiguo. El resto del paisaje es desolador: supersticiones milenarias, tópicos,
pueriles lecturas del mundo y cantidades inmensas de pensamiento mágico. Con
decirles que los hermanos de mi tío el esquizofrénico, principalmente el que
por él vela, no pierden la esperanza de que un milagro de su dios le cure la
esquizofrenia, que es incurable.
Él y yo lo sabemos porque lo hemos conversado en esos momentos en que
los medicamentos lo vuelven lacónico a más no poder pero concreto y acertado, y
también lo hemos “desvariado” cuando alucina y sus alucinaciones lo convierten
en agudo e ingenioso. Solo en su presencia me gusta decir ciertas cosas,
utilizar ciertos giros, reflexionar en voz alta o mascullar mis frustraciones,
que él bien comprende.
En su discurso, que tiene la bondad de ser más espaciado que el de cualquier
“normal” enfermo de locuacidad, no escasean la poesía y la belleza, la
información y el buen juicio, que para todos los demás pasan desapercibidos.
Yo no sé si sea cierto, según contaba la abuela, que la enfermedad
mental de mi tío se deba a la caída de un caballo que sufrió ella cuando de él
estaba embarazada. Lo que sí sé es que, gracias a ese accidente o al azar que sea,
a nuestra familia llegó un ser extraordinariamente dotado y sin embargo
condenado a vivir una vida de incomunicación, incomprensión y discriminación
sin atenuantes.
Su tía
Supongo que cuando refiera lo que pasó con parte de la familia de mi
novia en esta casa de Mariquita, en donde hace más de un año vivo, pocas
palabras más sean necesarias para delinear la maravilla de esa pariente suya a
la que otros de verdad anormales llaman subnormal.
Yo había invitado a algunos de ellos a pasar un fin de semana caluroso
en este pueblo, que suele encantar con sus paisajes a muchos que lo visitan por
primera vez. Y vinieron, si bien no todos los que yo esperaba: Su papá, que afeó
de entrada la nevera de la que saqué la bebida fría con la que los recibí; su
mamá, que más parecía en un velorio que en un paseo; y su tía la “normal”, que
de todo se quejó, desde que llegó y hasta que se fue, para dicha del anfitrión.
La cosa habría terminado en tragedia de no haber sido por la tía esquizofrénica
de mi novia, que se comportó a la altura. Desconozco si su comportamiento
ejemplar tuvo que ver con una suerte de desagravio inconsciente a quien lo estaba
pasando tan mal -precisamente yo-, o si simplemente su actitud siempre
agradable, su buena disposición a dejarse sorprender y su proceder del todo
conforme a lo que prescriben los buenos modales fueron el resultado del más
elemental sentido común, del que en ningún momento hicieron gala los que con
ella vinieron.
El caso es que a partir de aquel fin de semana interminable, me interesé
por ella con análogo entusiasmo al que siempre me ha despertado mi tío. Empecé
a indagarle a mi novia por su vida, a hacerle preguntas sobre sus reacciones
cuando la crisis sobreviene y cuando remite; procuré comprender el alcance de
los vericuetos de su enfermedad y figurarme cómo y cuánto se transforma su
existencia cuando pasa del equilibrio de la medicación al desequilibrio de un
brote psicótico.
Y mientras ella me refería los pormenores de sus últimos quebrantos
mentales, se me hacía dificilísimo imaginarme a esa niña-mujer que parecía tan
tranquila y dueña de sí en la salud luchando contra las voces de que se le infesta
la cabeza cuando se enferma. No podía ser, me decía, que alguien tan certero y
concreto para responder, tan delicado en sus apreciaciones y tan ecuánime y
equidistante para tratar a los que la rodean cayera presa de semejantes
tormentos alucinatorios. Y cuanto más lo pensaba, menos lo comprendía.
Todavía hoy, me pregunto qué transmite la expresión de su mirada en los
momentos de lucidez, qué anhelos guarda muy dentro de sí, qué frustraciones y
miedos y angustias no relacionados con la esquizofrenia la atormentan; si experimenta
algún tipo de resentimiento en contra de esos familiares -felizmente no todos-
que la tratan con una mezcla de respeto y compasión mal disimulada y cuánto
desprecio siente por esta sociedad que agrava con su craso desconocimiento las
circunstancias ya de por sí complicadísimas de su dolencia y la de mi tío, que
comparten un mismo diagnóstico y muy pocas semejanzas.
Propongo, ya para terminar, que el concepto de discapacidad se
universalice, y en particular el de discapacidad intelectual o cognitiva. La
finalidad es muy sencilla: dejarnos de creer más inteligentes o brutos de lo
que en verdad somos y de creer a los demás más inteligentes o brutos de lo que
en verdad son. De ese modo -solo de ese-, podríamos combatir esa tendencia tan
humana a la desmesura, que tantas veces nos lleva a ver genios donde solo hay
medianías o a calificar de medianías a personas de veras brillantes.
Y como el ejemplo entra por casa, acá les va una lista bastante
incompleta de las limitaciones de mi encéfalo, que en tantos sentidos se niega
a responder:
Soy incapaz de comprender los intríngulis de la ciencia. Soy incapaz de interpretar cualquier tipo de instrumento musical siquiera con decoro. Soy incapaz de comprender mucha de la filosofía que querría comprender. Soy incapaz de aprender varias lenguas al tiempo, con la destreza con que las aprenden verbigracia los futuros posibles Papas. Soy incapaz de obrar las maravillas que obran los mejores carpinteros, jardineros, artesanos, cocineros y panaderos. Soy incapaz, en fin, de tantas y tantas cosas que muchos de los que las dominan no dudarían en juzgar, equivocadamente, estupidez por mi parte.
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