jueves, 24 de noviembre de 2022

Mi tío y su tía

 “Pero además la enfermedad mental es una condena que aísla, que convierte al que la padece en alguien ajeno a los demás, al que queremos mantener un poco distante, ¿cierto?”

Piedad Bonnet

 

“El mundo se ha reído siempre de los locos. De Don Quijote, aunque con un fondo de ternura. De Hamlet, no sin cierta admiración. ¿Cómo podría yo, ahora, reírme de la locura?”

Piedad Bonnet

 

Quiero comenzar con un par de situaciones en las que me vi involucrado sin saber cómo ni por qué. De las dos fui testigo y, sin buscarlo, protagonista inconsulto.

 

En la primera, estoy esperando que dejen de pasar los carros para poder cruzar la avenida o que alguien se ofrezca a ayudarme. Lo primero no sucede porque es hora pico y porque en Bogotá rara vez un conductor le cede el paso a nadie. Lo segundo, en cambio, no solo sucede sino que ocurre para que mi memoria a largo plazo lo registre indefinidamente.

 

Oigo que vienen, hablando mientras caminan de oriente a occidente, dos adultos y un niño de no más de diez años. De repente, la charla familiar se interrumpe y se oye la voz de ese niño que con un dominio y una naturalidad pasmosos les dice a sus padres: “Ya vengo. Voy a ayudar al señor a que cruce la calle”. Y se me acerca y me pregunta si quiero que me ayude. “¡Claro que sí!”, le digo y me cojo de su brazo, que me conduce hasta el andén de enfrente, donde me deja tras despedirse y yo agradecer.

 

De inmediato, mi cerebro se puso a formular preguntas que, aún hoy, entrañan misterios: ¿me vieron allí parado, con mi bastón en la mano derecha y mi maletín ejecutivo de entonces en la izquierda, también sus padres?; si me vieron, ¿tuvieron la intención de pasar de largo?; ¿qué pensaron de su hijo en tanto lo miraban caminar conmigo de su brazo?; ¿comentaron algo antes de que él volviera?; ¿le dijeron algo cuando llegó: una felicitación, un reproche?; ¿se sintieron orgullosos de ese niño que se adelantó a hacer lo que hubiera sido más lógico que cualquiera de ellos dos hiciera?; ¿se sintieron avergonzados con su hijo por su falta de iniciativa? Y el niño, ¿qué pensó luego de “cumplir con su deber”, de “proceder según su conciencia”?; ¿hizo o se hizo preguntas acerca de la ceguera y los ciegos?; ¿se olvidó del asunto?

 

En la segunda, me acabo de subir a un colectivo con rumbo a mi trabajo, le pago al conductor y me acomodo en un asiento que encuentro solo. De pronto, la voz de una mujer que hablaba con otra, probablemente de naderías, le dice, mirándome a mí y a su interlocutora alternativamente, que ella no sabría qué hacer si un hijo suyo fuera ciego; que la ceguera debía de ser el mayor padecimiento para cualquier ser humano; que se imaginaba que mi madre sufriría mucho pero que cómo era posible que lo dejara salir así, solito, a la calle.

 

Mientras eso yo oía y esperaba en vano una réplica de la otra mujer, que seguramente debía de sentirse incómoda y apenada por semejante irreflexión, me la imaginé preguntándose para sus adentros, al tiempo que con la mirada o con una seña de la mano le imploraba que callara: “¿Y ésta es que cree que el señor, además de ciego, es sordo? ¿En qué momento él, con razón molesto, va a reaccionar?”. Pero no reaccioné porque comprendía la situación. Más bien, me puse a comparar a aquel niño con la señora deslenguada y a figurarme la segunda situación con él y ella de protagonistas.

 

Él, no bien me ve subir al colectivo, se para y me indica dónde me puedo sentar. Ella, mirándolo hacer, se deslengua de la forma en que ya oímos. Él, mirándola indignado, le impone silencio con la mirada o con una seña de la mano, a la par que se promete que, cuando yo me baje o ellos lleguen a casa, la va a reconvenir por ser tan imprudente. Y yo, aterrado por el contraste, me pregunto con premura: ¿pero cómo es posible que el cerebro aún en formación de un niño pese infinitamente más que el de un adulto, que dizque ya lo tiene formado?

 

Los años transcurridos desde entonces, los cientos de estudiantes que se han sentado en mis clases hasta hoy y unos cuantos libros leídos o releídos creo que me confieren el derecho de aventurar una respuesta para esta última pregunta: no solo es posible que el cerebro en formación de un niño pese más que el ya formado de un adulto, sino que los de un buen número de “subnormales” tipo mi tío o su tía pesan, sin que quepan dudas, mucho más que los de algunos catedráticos, médicos, abogados, periodistas y profesionales de toda laya que conozco, e infinitamente más que los de tantos y tantos intelectuales de relumbrón, todos carentes de la sensatez y el sentido común que a él y a ella les sobran.

 

 

Mi tío

 

En mi familia abundan las discapacidades sensoriales e intelectuales. Está la ceguera congénita, parcial en su caso, de mi hermana y mía. Sordos los tenemos de todo tipo: desde el que ya no oye prácticamente nada cuando se hace viejo, hasta el que necesita pero no se pone el audífono por pena, pasando por el que aprende a leer los labios para suplir su deficiencia. Por lo demás, a todos les funcionan muy precariamente los sentidos del olfato y del gusto y en absoluto el del tacto, pues si les dan a oler una naranja sin que la puedan mirar aseguran que es una manzana, mientras que si les dan a probar una manzana sin que la vean aseguran que es una naranja. ¿Qué tal si intentan reconocerlas solo tocándolas? Dirían que son dos bolas de billar o cualquier otro desatino. Y lo peor del caso es que mis pobres familiares marchan por la vida, como tantos de ustedes, inocentes de sus limitaciones.

 

Pasemos ahora a las cognitivas. Tengo un tío que a sus ochenta y tantos años escribe un artículo en un periódico de provincias semanalmente y con un lenguaje que resultaría anacrónico en pleno romanticismo decimonónico: la lumbrera de la familia. Cómo se sabrá de superior el señor este que a mis cuarenta y cuatro años no tan recién cumplidos, jamás he tenido ocasión de preguntarle quién lo vacunó contra la evolución estilística y qué hace para evitar que a sus palabras las mate la arterioesclerosis que las aqueja desde antiguo. El resto del paisaje es desolador: supersticiones milenarias, tópicos, pueriles lecturas del mundo y cantidades inmensas de pensamiento mágico. Con decirles que los hermanos de mi tío el esquizofrénico, principalmente el que por él vela, no pierden la esperanza de que un milagro de su dios le cure la esquizofrenia, que es incurable.

 

Él y yo lo sabemos porque lo hemos conversado en esos momentos en que los medicamentos lo vuelven lacónico a más no poder pero concreto y acertado, y también lo hemos “desvariado” cuando alucina y sus alucinaciones lo convierten en agudo e ingenioso. Solo en su presencia me gusta decir ciertas cosas, utilizar ciertos giros, reflexionar en voz alta o mascullar mis frustraciones, que él bien comprende.

 

En su discurso, que tiene la bondad de ser más espaciado que el de cualquier “normal” enfermo de locuacidad, no escasean la poesía y la belleza, la información y el buen juicio, que para todos los demás pasan desapercibidos.

 

Yo no sé si sea cierto, según contaba la abuela, que la enfermedad mental de mi tío se deba a la caída de un caballo que sufrió ella cuando de él estaba embarazada. Lo que sí sé es que, gracias a ese accidente o al azar que sea, a nuestra familia llegó un ser extraordinariamente dotado y sin embargo condenado a vivir una vida de incomunicación, incomprensión y discriminación sin atenuantes.

 

 

Su tía

 

Supongo que cuando refiera lo que pasó con parte de la familia de mi novia en esta casa de Mariquita, en donde hace más de un año vivo, pocas palabras más sean necesarias para delinear la maravilla de esa pariente suya a la que otros de verdad anormales llaman subnormal.

 

Yo había invitado a algunos de ellos a pasar un fin de semana caluroso en este pueblo, que suele encantar con sus paisajes a muchos que lo visitan por primera vez. Y vinieron, si bien no todos los que yo esperaba: Su papá, que afeó de entrada la nevera de la que saqué la bebida fría con la que los recibí; su mamá, que más parecía en un velorio que en un paseo; y su tía la “normal”, que de todo se quejó, desde que llegó y hasta que se fue, para dicha del anfitrión.

 

La cosa habría terminado en tragedia de no haber sido por la tía esquizofrénica de mi novia, que se comportó a la altura. Desconozco si su comportamiento ejemplar tuvo que ver con una suerte de desagravio inconsciente a quien lo estaba pasando tan mal -precisamente yo-, o si simplemente su actitud siempre agradable, su buena disposición a dejarse sorprender y su proceder del todo conforme a lo que prescriben los buenos modales fueron el resultado del más elemental sentido común, del que en ningún momento hicieron gala los que con ella vinieron.

 

El caso es que a partir de aquel fin de semana interminable, me interesé por ella con análogo entusiasmo al que siempre me ha despertado mi tío. Empecé a indagarle a mi novia por su vida, a hacerle preguntas sobre sus reacciones cuando la crisis sobreviene y cuando remite; procuré comprender el alcance de los vericuetos de su enfermedad y figurarme cómo y cuánto se transforma su existencia cuando pasa del equilibrio de la medicación al desequilibrio de un brote psicótico.

 

Y mientras ella me refería los pormenores de sus últimos quebrantos mentales, se me hacía dificilísimo imaginarme a esa niña-mujer que parecía tan tranquila y dueña de sí en la salud luchando contra las voces de que se le infesta la cabeza cuando se enferma. No podía ser, me decía, que alguien tan certero y concreto para responder, tan delicado en sus apreciaciones y tan ecuánime y equidistante para tratar a los que la rodean cayera presa de semejantes tormentos alucinatorios. Y cuanto más lo pensaba, menos lo comprendía.

 

Todavía hoy, me pregunto qué transmite la expresión de su mirada en los momentos de lucidez, qué anhelos guarda muy dentro de sí, qué frustraciones y miedos y angustias no relacionados con la esquizofrenia la atormentan; si experimenta algún tipo de resentimiento en contra de esos familiares -felizmente no todos- que la tratan con una mezcla de respeto y compasión mal disimulada y cuánto desprecio siente por esta sociedad que agrava con su craso desconocimiento las circunstancias ya de por sí complicadísimas de su dolencia y la de mi tío, que comparten un mismo diagnóstico y muy pocas semejanzas.

 

Propongo, ya para terminar, que el concepto de discapacidad se universalice, y en particular el de discapacidad intelectual o cognitiva. La finalidad es muy sencilla: dejarnos de creer más inteligentes o brutos de lo que en verdad somos y de creer a los demás más inteligentes o brutos de lo que en verdad son. De ese modo -solo de ese-, podríamos combatir esa tendencia tan humana a la desmesura, que tantas veces nos lleva a ver genios donde solo hay medianías o a calificar de medianías a personas de veras brillantes.

 

Y como el ejemplo entra por casa, acá les va una lista bastante incompleta de las limitaciones de mi encéfalo, que en tantos sentidos se niega a responder:

 

Soy incapaz de comprender los intríngulis de la ciencia. Soy incapaz de interpretar cualquier tipo de instrumento musical siquiera con decoro. Soy incapaz de comprender mucha de la filosofía que querría comprender. Soy incapaz de aprender varias lenguas al tiempo, con la destreza con que las aprenden verbigracia los futuros posibles Papas. Soy incapaz de obrar las maravillas que obran los mejores carpinteros, jardineros, artesanos, cocineros y panaderos. Soy incapaz, en fin, de tantas y tantas cosas que muchos de los que las dominan no dudarían en juzgar, equivocadamente, estupidez por mi parte. 

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