jueves, 12 de junio de 2025

Desahogos polifónicos que pensaban ser póstumos, todos breves o muy breves (XIV)

971. “Nunca será lo mismo no tener porque se ha perdido, que no tener porque no se ha tenido. En un caso podemos desembocar en la nostalgia, en el otro, en el resentimiento”: a la segunda proposición de este aforismo la salva, y con ella al aforismo todo, el ‘podemos’ de posibilidad pues, si bien es cierto que la bella que dejó de serlo y el millonario arruinado por la razón que sea y el don juan venido a menos y el ex poderoso hoy ninguneado por los que lo ostentan lo más probable es que se sientan nostálgicos de su pasado, también los tiene que haber que lo lleven muy mal y en consecuencia lo que los domina no sea la añoranza sino la mortificación rabiosa de lo perdido sin remedio. Conozco asimismo a carentes congénitos de tantas cosas y sin embargo en absoluto resentidos de su suerte… y claro, por descontado que también a los verdedenvidia que jamás se superan a sí mismos por estar fisgando en la fortuna del vecino.

 

972. “A veces echa uno de menos aquellos meses en los que la casa la gobernábamos con candiles de aceite y con velas. Y ya no volveremos a conocerlo. Estaba en nuestra mano vivir así, pero metimos la electricidad en casa, y todo aquel mundo a lo Francis Jammes retrocedió para siempre, a su rincón misantrópico, donde acaso nos espera”: y no fue sino que el acaso oyera el conjuro del poeta para que emitiera, personificado en el Gran Apagón de España y Portugal de 2025, su ¿primer? campanazo. Al que me temo que pueden seguir más y de un mayor alcance, hasta uno planetario que justifique un proyecto que me traigo entre manos y que salvo a mí a nadie más interesa.

 

973. ¡Todos los lectores de todos los escritores más leídos y vendidos del pasado y del presente juntos por uno solo: el genio de la guitarra y del ajedrez y de la lectura inteligente y singularidad de singularidades y aparición fascinante y misteriosa entre las más que nos recrea Trapiello en su Fractal (Salón de pasos perdidos)!

 

974. ¿Que por qué sigo leyendo a Savater, pese a la tabarra lacrimosa que da con la muerte de su mujer y a la herida por que muy mal respira con lo de su despido por parte de El País? Pues por su inteligencia para concretar lo que muchos sentimos y pensamos pero no atinamos a decir o a escribir ni con la mitad de su contundencia: “…Pero es que además la existencia de Dios es evidente, aunque no sea la existencia de tipo biológico o mineral. Hay otros modos de existir. […] El Papa, cualquier papa, es ya en sí mismo una prueba de la existencia de Dios, como lo es el resto de la Iglesia, la cúpula de San Pedro, y también los herejes, los blasfemos, los ateos… Todos son administradores del gran negocio divino. ¿Para qué empeñarse en probar o negar la existencia de lo evidente? Dios existe irrefutablemente, pero no como parte de la realidad externa y material, sino como existen el amor, la felicidad, la esperanza o el miedo. Son exigencias de la vida humana para ser considerada humana. Seguirán existiendo, invulnerables a la decepción, mientras el último de nosotros corretee por la faz de la Tierra…”: tal cual.

 

Yo así lo concluí, admirado y estimado don Fernando, muy a mis veinte años y si me apura antes, y me dije que entrar en discusiones teológicas con creyentes militantes y con militantes no creyentes era tan estéril e innecesario como intentar hacer reflexionar a un extremista de izquierdas o de derechas. Pero le confieso algo: me divierte tanto putear a cualquier realidad imaginada con mayúsculas -hablo de las monoteístas- como descomponer hasta ojalá hacerles perder la cabeza a los mamertos y fachos que se me ponen a tiro. Llamémosla una forma muy personal de aplacar mis propios rencores y desazones.

 

975. ¡De malas los que se molestan -todavía no conozco al primero- de que me enorgullezca de mi anonimato de lector y no se diga de escribidor que a nadie en particular muestra lo que pergeña, ni va a una feria del libro, ni hace la menor gestión para olerles el aura o darles la mano a quienes me hacen pasar horas y más horas a este escritorio uncido!:

 

“Los verdaderos lectores (inciso: no todo el que lee de vez en cuando una novela de 150 páginas que le dura un mes es un lector, lo mismo que quien se toma en bodas o Navidades un par de copas no es un alcohólico) tenemos una relación ambivalente con los escritores que amamos: por un lado, quisiéramos conocerlos personalmente, convivir en cierto modo con ellos, impregnarnos de su compañía; por otro, tememos justamente eso, tratarles demasiado de cerca, que el contraste entre el artista admirado y el hombre o la mujer de carne y hueso sea derogatorio, inaguantable.

A mí me ha pasado demasiadas veces que el autor que tanto me gustaba, cuando lo he tenido al lado, me ha resultado fatuo, atrabiliario, dogmático, en fin, insoportable. Y lo peor es que ya nunca podré volver a leerle con inocencia desprejuiciada, siempre el gilipollas cuya mano he estrechado se impondrá sobre el doctor angélico cuyas páginas he leído. No volveré a poder disfrutar con él. Me asusta la idea de que grandes maestros del pasado que tengo en la mayor estima fuesen personas desagradables o repulsivas: que Quevedo fuese mal compañero de copas, que Daniel Defoe fuese un robagallinas y Virginia Woolf una pelmaza redicha. Prefiero que me ocurra lo contrario, como le pasó a George Sand, que según contó por carta a Flaubert, había conocido en una travesía por el Mediterráneo a un tipo estupendo, muy agradable y divertido, cuyo único defecto era empeñarse en mostrarle lo que escribía, francamente malo. Era Stendhal…”.

 

A la antipatía que en mí consiguieron despertar algunos profesores de literatura en el pregrado y en el posgrado le debo, maestro Savater, esta atípica falta de ganas de conocer a mis autores de cabecera. Y a los profesores Gloria Rincón, Cristo Rafael Figueroa, Berta Hernández de Parra, Alfonso Cárdenas Páez, Luz Mary Giraldo y Blanca Inés Gómez la certeza de que, además de buenos o maravillosos escritores, un puñado de esas personas que tanto me enseñan con sus libros y columnas de opinión son con seguridad seres humanos entrañables a los que bien valdría la pena conocer. Sin embargo, la posibilidad de toparme con un mal bicho siempre termina por disuadirme.

 

976. A los dos amigos y una amiga, mejor dicho a los tres amigos que por separado me han preguntado el porqué del título ‘Mi desmemoria hecha preguntas. Divertimento para un apagón planetario’, al que tildaron de innecesariamente largo y de pomposo -ellos, o de demasiado alarmista -ella-, un abrebocas:

 

“(Una larga noche

El lunes pasado a las 11:33 a.m. (las 4.33 a.m. en Colombia) se produjo un inesperado y extenso apagón en España y Portugal. En pocos segundos se cortó casi todo el flujo eléctrico. Miles de ciudades y municipios quedaron a oscuras y paralizados. Ascensores, neveras, cemáforos, salas de cirugía y trenes dejaron de funcionar. Regresaron los tiempos de la Edad Media, pero sin los recursos de la Edad Media: fogones de carbón, velas y candelabros, calentadores de leña, grandes chimeneas, cuartos de hielo, coches de caballos, caballos…

Dos o tres días después, la emergencia fue conjurada […]. Ahora se ha venido a saber que en las últimas décadas se registraron apagones de características parecidas pero mucho más reducidas en diversas esquinas del planeta.

¿Se trató acaso de una falla técnica, un error humano, un imponderable efecto solar, una consecuencia ecológica de la inestabilidad de las energías renovables, un ciberataque, una trampa del azar o, como afirman algunos, todo lo anterior junto? ¿Están metidas en el percance Rusia e Israel, como desquite ante las políticas españolas en pro de Ucrania y Palestina? Por ahora no hay una explicación contundente, aunque abundan las teóricas paranoicas. La luz se rehizo. Pero el triunfo del monstruo flota en el aire como una amenaza añadida a las que acosan al siglo XXI: destrucción de la naturaleza, guerras atómicas y de las otras, terrorismo, armamentismo, pestes, el imperio de la mentira sembrado por las redes y hasta algún ocasional meteorito.

Mientras pasa el susto, los ciudadanos precavidos agotan las existencias de transistores, pilas, hornillos de carbón, barbacoas, cocinas de gas, linternas, velas y fósforos. Hagan de cuenta una vereda colombiana cualquiera…”

 

Lo de ‘innecesariamente largo’ y ‘pomposo’, vaya y venga; Pero ¿’demasiado alarmista’?: ¿les queda alguna duda de que no tienen ni puta idea del mundo en el que viven? Yo que ustedes, mojachos, me aprovisionaría hoy mismo de lo que los precavidos a que alude Daniel en su columna y, ya puestos, también de una copia impresa de las más de seis mil preguntas de ‘Mi desmemoria… …’ que hasta la fecha llevo publicadas. Aunque sólo sea para que jueguen al pinochazo cuando se queden a oscuras.

 

977. Algunos apuntes como al pasar sobre esta teoría de un buen amigo de papel, un pelín mamerto:

 

“En el desarrollo de la enfermedad del poder -que se parece mucho a la droga por la potente adicción que crea y los trastornos que provoca- hay un momento en que el gobernante comienza a oír voces. Son las del Diablito del Quédate. Suele ocurrir cuando se acerca el final de su período. El Diablito del Quédate habla al oído del poderoso y le murmura cosas de este calibre: Estás haciendo un magnífico trabajo, quédate… Mereces terminarlo… No permitas que tus enemigos vuelvan trizas lo que has construido… Solo tú puedes rematar lo que está en pleno desarrollo… Eres indispensable… Quédate, hazlo por el bien de la patria…

El Diablito es persistente y convincente, por lo cual más temprano que tarde el poderoso se ve forzado a tomar una de las decisiones que aletean a su alrededor. La primera fórmula, la del juego limpio, le aconseja respetar las reglas que aceptó en su carrera hacia el mando. La fórmula dos, la del juego doble, señala que retorciendo algunas cosas e incumpliendo otras es posible quedarse con el ratón y el queso. La tercera fórmula, la del todo-vale, consiste en asestar una patada a la mesa y acudir a cualquier mecanismo o recurso que le permita al aprendiz de sátrapa ‘seguir prestando sus desvelados servicios al país’, sin lealtad a juramentos, promesas ni palabras empeñadas…”.

 

Estamos del todo jodidos en Colombia con un incendiario en jefe -yo sólo llamo presidente al que preside- afectado por múltiples adicciones amén de la de la teoría: a las drogas y el alcohol, a su voz estomagante y su palabrería infundiosa, a su tristemente célebre persona, a su brillantez de cartón piedra, a su ¿pasado? de chusmero y criminal… Francamente no creo, a menos que uno se llame Donald Trump, que las ganas de perpetuarse en el poder de un zorro viejo de la política por el estilo del Esperpetro procedan de la convicción de que lo está haciendo de maravilla pues loco no es y mucho menos tonto: cínico y caradura claro que sí, a más de sagaz y astuto y taimado entre los más taimados. Si yo fuera un venezolano de los millones empobrecidos y sitiados y forzados a abandonar el país por la narcodictadura chavista de los Chávez, los Maduro y los Cabello, de seguro que me sentiría muy indignado y defraudado con la lenidad del columnista para con esa tiranía, que inexplicablemente sale de su pluma mejor librada que la de Ortega y su pécora Murillo. Si usted llama, estimado Daniel, ‘aprendiz de sátrapa’ a los que ubica en la tercera y última categoría, o sea a la Rosario y a su tocayo, ¿qué terminan siendo, entonces, las ternezas venezolanas apoltronadas en el poder desde usted sabe cuándo?, ¿demócratas desorientados, acaso?, ¿contestatarios con un punto de vista distinto de en qué consiste la democracia? Perdóneme, hermano, pero aquí sí desbarra y de qué manera.

 

978. Me duele la muerte de Mario Vargas Llosa tanto como me dolió la de Javier Marías y como me van a doler, de estar yo vivo y consciente, las de Fernando Savater y Arturo Pérez Reverte y Andrés Trapiello y Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina y Héctor Abad Faciolince y Piedad Bonnett y Melba Escobar y Rosa Montero y… Mentiría si les digo que me afectarían del mismo modo las de los mamertos que leo, por muy buenos ficcionadores que sean. Tampoco las de los tibios que buscan no incomodar ni enemistarse con nadie.

 

Adenda(s): y ya entrados en gastos… Me aburren infinitamente la “interlocución” de un fanático del cristianismo -no confundir, de por Dios, con el catolicismo- y la de un militante furibundo de la izquierda llámese como se llame: Luis García Montero o Julio César Londoño o Santiago Gamboa o Laura Restrepo o… como quiera que la madre que los parió haya resuelto bautizarlos. ¿O ustedes se piensan que de sus estrecheces dogmáticas pudo salir esta ecuanimidad?:

 

“A todos nos puede pasar. Al fin y al cabo, los seres humanos solemos ser un enredo de antipatías, prejuicios y rencores. A veces sucede que aquellos escritores que amábamos, pero con quienes, por las piruetas del tiempo y los avatares de la historia, dejamos de estar de acuerdo en asuntos políticos, de repente nos parece que ya no piensan ni escriben bien. Es injusto y, no obstante, ocurre. Doy algunos ejemplos en español:

Pablo Neruda le escribe una oda a Stalin; Manuel Machado hace un panegírico de Franco; Borges le recibe a Pinochet una medalla; Vargas Llosa apoya a la hija de Fujimori o a Javier Miley. En los cuatro casos que he citado, tanto Neruda como Machado, tanto Borges como Vargas Llosa, cometieron un error. El orden en que los he puesto es cronológico, pero, bien mirado, están también en orden de desacierto, de mayor a menor: una oda a Stalin es un crimen; un elogio a Franco, una vileza; es más grave darle la mano a Pinochet que echarle una mano de lejos a Miley.

Y sin embargo, si uno no es un fanático, las odas elementales de Neruda (a oficios, al vino o al pan) no dejan de ser bellas, pese a Stalin; los poemas pictóricos de Manuel Machado están a la altura de los de su hermano Antonio, el bueno; Borges no dejará nunca de ser el escritor portentoso que fue, quizá el más grande de toda América hasta el día de hoy, así haya saludado a Pinochet. Y no por un traspiés que uno no comparte, Vargas Llosa se vuelve, como afirman tantos tontos, un reaccionario insufrible y un escritor de segunda categoría”: bobos de solemnidad los que sí.

 

979. ¿Que dónde está la fotografía del presente más crudo, preguntan algunos ciegos físicos e infinidad de ciegos intelectivos, que pasan por sobre las obviedades como yo de largo cuando en la calle me cruzo con una beldad púber o adolescente que marcha sola íngrima y sin que vaya hablando por celular -por miedo a que se lo roben-?:

 

“Recapitulemos.

Rusia es una potencia imperialista desatada en una campaña cargada de violencia ciega y sabotajes contra democracias para reconstruir una esfera de influencia.

China es una superpotencia autoritaria que reprime sin contemplaciones la libertad de opinión, incumple la justicia internacional cuando le conviene, busca relativizar los conceptos de democracia y derechos humanos. No protagoniza invasiones y sabotajes como Rusia, pero no es un agente neutral e inmaculado en el devenir de la vida de otros países. […]

Estados Unidos es una superpotencia entregada a una lógica de uso descarnado de su poder y tiene visos de convertirse en una fuerza desestabilizadora de las democracias, incluso de sus antiguos aliados.

Los grandes conglomerados tecnoimperiales buscan arrollar regulaciones que protegen a la ciudadanía para maximizar sus beneficios, siendo a menudo conductores -y a veces descarados promotores- de narrativas que agitan, radicalizan, engañan.

Grupos ultranacionalistas, a menudo inquietantemente tibios y ambiguos ante pasados y presentes autoritarios, galopan en muchas democracias con agendas retrógradas.

El cambio climático avanza causando estragos. El despegue de la inteligencia artificial promete grandes progresos, pero también fortísimas turbulencias, sea en los mercados laborales o en la manipulación de las mentes…”.

 

Sabrá usted, maestro Rizzi, que perdemos infamemente el tiempo refregándoles en la cara estas verdades fácticas a los millones de idiotas útiles de cualquier extremismo, igual que ¿lo perdería? el que por compasión pretenda explicarles a los carentes congénitos de olfato y gusto, o de ambas manos, a los del sentido del oído o de la vista a qué huele y sabe una manzana de agua, qué se siente cuando se acaricia preferiblemente mientras duerme a un animal que amamos, el amplio espectro de sensaciones que se experimentan durante una gran sinfonía y un concierto maravilloso para solista y orquesta o el todo y las partes de una pintura que nos subyuga. Ah, ¿no le había dicho que tengo pensado hacer, ojalá muy pronto, una exposición con los cuadros que, entre otros, Manuel Vicent, Karl Ove Knausgard, Walter Benjamin y Antonio Muñoz Molina han conseguido que vea gracias a sus precisas y preciosas descripciones? Le aviso para que vaya.

 

980. Entre las distopías factibles, la de haberme casado o siquiera relacionado amorosamente durante más de dos meses -por fortuna no- con una pseudointelectual o intelectual de once letras cuya mayor aspiración venérea hubiera sido una constante conversación interesante y erudita, por lo común acartonada y las más de las veces cilícica: “Cuando yo era niña, casi todas las casas tenían en el frente un banco de mármol o de granito. Al caer la tarde, los vecinos se sentaban allí y conversaban con los de enfrente y con los de al lado. La costumbre del banquito nunca me gustó. No me interesan los chismes, me deprimen las conversaciones banales, y tengo un prejuicio feo: veo en esos ritos los reflejos de existencias rumiantes que, más que vidas plenas, son un puñado de hábitos que se repiten sin pensar…”. Pobre del que esto crea pues, para comenzar, vidas plenas no hay y la prueba más contundente de esta verdad innegable son nuestras existencias rumiantes cruzadas ineluctablemente por un puñado de hábitos que se repiten se piense o no en ellos, en medio de la escritura de una novela o de la elaboración de un cuadro o de la elucubración de una teoría, de las faenas en el hogar o de las responsabilidades propias de una oficina o del cuidado de los niños y de los ancianos en una guardería y en un asilo. Desde muy pequeño y estando aún muy lejos de convertirme en lector, disfrutaba enormemente la compañía de los adultos, familiares o simples vecinos que, en torno a un tinto, unas onces o a palo seco, se encontraban de repente o se reunían para chismorrear y perder el tiempo desollando vivos a los conocidos, siempre con la espontaneidad y la naturalidad que suelen serles tan esquivas a los cultos y a los semicultos, empezando por las voces impostadas que tantos de ellos adoptan en sus diálogos y disertaciones, y supongo que también en la intimidad más íntima de sus hogares. No me digan que no es como para morirse del tedio… y de la risa. Ah, y entre las cuasi desapariciones que para mí constituyen nostalgias, ninguna como la de poderme sentar a hablar paja con un alguien del que no me separe su puto teléfono celular con los consabidos mensajes y llamadas y recordatorios sonoros, que me hacen maldecir la mera ocurrencia de habernos citado. Y con tanta más vehemencia si la idea partió del estúpido romántico del cara a cara que no logro dejar de ser.

 

981. ¿Que “Petro habla de manera especialmente confusa, desordenada y anárquica, y ni siquiera cuando lee discursos ya escritos parece ser capaz de ilación o claridad o coherencia”?: los efectos hoy palpables de su drogadicción y alcoholismo. Que, paradójicamente, supo mantener a raya hasta antes de su nefasta elección a la alcaldía de Bogotá y también después de que de ella salió a proseguir su sempiterna campaña a la presidencia. Inverosímil que alguien que le apuesta toda su vida profesional a un único objetivo, contra él se ensañe una vez conseguido.

 

982. Tendremos nuestras discrepancias políticas, querida Elvira, por lo demás ninguna inzanjable, pero en esto yo soy su calco: “Suelo ser refractaria a lo abstracto y mi mente, en cambio, se abre generosamente cuando lo emocional interviene. Nunca se me dieron mejor las matemáticas que cuando el profesor me mostró simpatía, nunca leí o escribí con más pasión que cuando la profesora apreciaba mi esfuerzo. Necesito relacionar la teoría con la vida, encontrar una razón sentimental, si se quiere, y si no lo logro, me desvinculo”: tal cual. ¿Bach? ¿La física de partículas? ¿Ulises?... Qué va: ¡CHRISTOPH WILLIBALD GLUCK y la prodigiosa DW con su VISIÓN FUTURO y el siempre entrañable STEFAN ZWEIG y…!

 

983. Como en esto mi vida sí que ha cambiado entre cuando fui niño y feliz y ansioso enfermizo por conocerlo todo y a todos y hoy, cuando lo único que me motiva verdaderamente son los animales y el sexo de que ando prácticamente ayuno, me pregunto si ante la carestía en imparable ascenso desde la pandemia lo aquí descrito por el maestro vuelve a cobrar vigencia o si, por el contrario, la inundación a manos de los chinos de los mercados con sus baratijas de estrenar y botar sigue siendo la norma… también en el tercer mundo: “A ver, uno está donde están sus zapatos. Otra cosa es que sus zapatos le parezcan los de otros. Yo salí al mundo con los zapatos de mi hermano mayor porque a él se le habían quedado pequeños. Les habían hecho mil intervenciones quirúrgicas e iban donde ellos querían más que donde quería yo. Me recuerdo caminando mientras miro aquellos zapatones que parecían que acababan de llegar de la guerra y me doy lástima. O sea, que lo de sentirse en los zapatos de otro es, con mucha frecuencia, literal. De la literalidad al sentido figurado no hay más que dos pasos porque los seres humanos estamos hechos para la figuración. En un abrir y cerrar de ojos, convertimos el mundo real en un teatro calderoniano. En ese gran teatro, donde todos somos actores, a mí me tocó salir a escena con un calzado ajeno. Años más tarde, cuando reuní las condiciones para adquirir unos zapatos propios, unos zapatos a estrenar, ninguno me caía bien porque, dado que la horma hace al pie como el hábito hace al monje, mis pies ya no eran los míos, sino los de mi hermano. Me compré unos mocasines maravillosos, que, según el vendedor, me quedaban ‘como un guante’, aunque lo cierto es que le quedaban como un guante a los pies de mi hermano, que ya se murió, pobre, de ahí que tenga yo los pies tan fríos, tan yertos y tan pálidos”. ¿Puede usted creerme, gran Juanjo, que salvadas algunas diferencias mi hermana ya muerta y mi hermano aún vivo encarnan el desamparo de Zahra y Ali, los protagonistas de ‘Los niños del cielo’? ¿Y que si usted se daba lástima con los zapatones que se vio obligado a heredar de su hermano yo, por culpa de otros que heredé no recuerdo de quién, pasé la que tal vez ha sido y será la mayor vergüenza de mi vida toda?: desahogo 527.

 

984. A mí me producen una lástima indecible los iletrados de la realidad más cruda del primer mundo que en el tercero se la figuran como los ríos de leche y miel en los que ni ellos ni su descendencia podrán nunca abrevar:

 

“Un hombre, uno más que no tiene dónde caerse muerto. Esta expresión, la de caerse muerto, se pronuncia muy a la ligera, pero nos estremeceríamos si reparáramos en su literalidad. Significa que, llegado el momento, uno ha de buscarse la vida (valga la paradoja) para expirar en un rincón un poco íntimo. No hay moritorios públicos, digamos, a ningún Ayuntamiento se le ha ocurrido que los sin techo (y las sin techo, puto genérico con discapacidad), cuyo número crece como la espuma en las sociedades desarrolladas, además de un lugar donde hacer sus necesidades (tampoco hay baños públicos), necesitan morir, a veces con urgencia. ‘Y a ver dónde me echo a palmar’, se preguntarán algunos y (algunas) sin interrumpir el tráfico, que es sagrado.

Un desastre de organización, en fin, por parte de quienes nos gobiernan, que contrasta con la sensatez del pobre de la foto, que se ha echado a dormir (o a morir) justo debajo del escaparate donde se exhibe un magnífico lecho desocupado. No sabemos quién sueña a quién, si el indigente al lecho o el lecho al indigente…”.

 

Claro que vaya y venga que los pobres de solemnidad de la Colombia de todos los tiempos -que no han hecho más que aumentar en la Colombia del Esperpetro- se figuren lo que se figuran de los Estados Unidos y el Canadá, de Europa y la España de Pedro Sánchez, nombre y hombre tristemente célebres que no les dicen nada. ¿Pero y los que alardean de viajar impenitentemente por aquí y por allá, sólo para fotografiarse comiendo lo que comen estén aquí o allá y sin ver nada que se halle fuera del perímetro de sus narices? Y pensar que con leer a Millás y a algunos otros se ahorrarían el dinero que malgastan de forma tan miserable, y al planeta sus trashumancias bípedas.

 

985. ¡Las palabras que andaba buscando, a priori en vano!: “Para encontrar las cosas, lo mismo que para encontrar a las personas, hay que dejar de buscarlas. De ahí que las llaves perdidas aparezcan al poco de que hayamos hecho un duplicado. De ahí también que el adolescente no vuelva a casa el sábado por la noche hasta que sus padres, rendidos, se duermen en el sofá. El hijo pródigo regresa cuando le dábamos por muerto. […] El mundo se te entrega cuando renuncias a él. La vida se te ofrece cuando no te interesa. […] Dejemos, pues, de buscar las llaves, de buscar las gafas, de buscar el amor, de buscar a los difuntos en los rostros de aquellos o aquellas con los que nos cruzamos en la calle. Y sentémonos a esperar a que den con nosotros, que ya es hora”. Cuando yo resuelva renunciar definitivamente al mundo y a la vida gracias al cianuro de potasio que a tres metros de donde esto escribo aguarda impertérrito, ¿de qué putas me va a servir que el muy cabrón, la muy cabrona se me entreguen y ofrezcan, si ya no voy a estar para mofarme de ella, de él? ¡Pero si yo lo único que quiero es… es… es pichar como pichaba en mis veinte, en mis treinta e incluso durante parte de los cuarenta, con o sin amor por medio! ¿Resulta entonces demasiado pedir que la suerte venérea no se me acabe tan pronto y como consecuencia, le endilgo yo, de la puta tecnología que me desarraigó del aula antes de tiempo? ¿Que me engañe diciéndome que no deseo de mente y cuerpo volver a ver a A. M. C., a A. A. C., a L. M. V., a P. A. P. L. juntas y por separado? ¡Eso no, eso nunca! Pero gracias de todas maneras por el consejo, maestro.

 

986. ¿Cuánto más tiempo se van a tardar la ciencia y la historia en nominar esta era que infesta y sepulta al planeta bajo millardos y más millardos de gigatoneladas de inmundicia y desperdicios como Edad del Plástico, la ropa desechable y la Chatarra Tecnológica?

 

987. Del mismo modo y en la misma medida en que los terroristas yihadistas de Hamas son los responsables primarios de la reacción infame e inmisericorde del terrorismo israelí, que aprovechó la degollina del 7 de octubre de 2023 para hacer con los gazatíes y los cisjordanos lo que de otra forma no se hubiera atrevido a hacer, de los crímenes antisemitas que se perpetren en cualquier parte del globo a partir de esa fecha van a ser culpables en primer grado Netanyahu y los terroristas sionistas que lo secundan en la limpieza étnica o el genocidio o el holocausto que se sienten legitimados para adelantar, lo cual será a su vez aprovechado por el antisemitismo de viejo y de nuevo cuño para desfogar su odio ciego en contra de cualquiera que sea o al que se sindique de judío. Toda una lástima que una mayoría apabullante de los palestinos y de los judíos de bien no comprendan que el enemigo más peligroso que tienen no reside en la casa de enfrente sino en la propia.

 

Adenda: otra ironía de la realidad, que jamás anda escasa de ellas: el parecido fonético de los vocablos -y lo mucho que se asemejan en su radicalismo y vesania- yihadismo y sionismo.

 

988. Cafiche ya que no profesor; un Junta o un Pantita en su burdel a falta de aulas con mojachas que las alegren: de verdad que me lo voy a pensar muy en serio.

 

989. Todo judío de bien dentro de Israel y en la diáspora debería estar hoy fungiendo de Yair Golan para denunciar cara al mundo lo que el mundo ya sabe pero se empeña en fingir que no, y sólo con un propósito: que la historia no los retrate y los equipare con sus verdugos alemanes del Holocausto. Los que guarden silencio frente a los crímenes que perpetran Netanyahu y sus carniceros tendrán bien merecida la condena que de su cobardía o indiferencia haga la posteridad.

 

990. Escribió Caparrós un muy merecido panegírico sobre el hombre coherente que fue el presidente del Uruguay entre 2010 y 2015, que tituló ‘Guerrillero, rehén, presidente, filósofo: la vida inmensa de Pepe Mujica’. Ojalá alguien de la estatura de Martín escriba, y no tras su muerte sino en vida de estotro “canalla de las buenas causas”, una diatriba titulada ‘Drogadicto-dipsómano, megalómano, subpresidente incendiario, vanílocuo: la vida farsante de alias el Esperpetro’.

 

Adenda: me descentra toda esa rabia innecesaria que en cambio destila usted, hermano, sobre la memoria del campechano Bergoglio en ‘El cuento del Buen Papa’ si, al fin y al cabo, el discurso y las maneras del pontífice argentino tanto se parecían a los de Mujica. Contra el que, no es difícil imaginarlo, un odiador de las guerrillas latinoamericanas arremetería en su columna de opinión con idéntica parcialidad a la que usted emplea para juzgar a Pachito. Quien, dicho sea de paso, me cae tan bien como el Pepe.

 

991. Me preguntó un alumno de los que no se enteran y por eso lo de alumno, que qué significaba ‘erostratismo’, sustantivo que aparecía no una sino tres veces en el artículo que debían leer con vistas a un debate para la clase siguiente. Por toda respuesta le dije que buscara en las noticias del 28 de abril de 2023 y posteriores un ejemplo inmejorable para el significado de aquel término, así como para la joyita que lo inspiró. ¿Que habitamos la ‘era del aprendizaje autónomo’, machacan no pocos forofos de la fe en el género degenerado?

 

992. Un marrano comiendo ponqué: cualquier pastora o pastor otrora pobres de solemnidad que, a fuerza de timar necesitados de alucinaciones religiosas, van hogaño vestidos de Louise Vuitton y con oro hasta en los dientes, los muy chabacanos. Explíqueles usted, Londoño, el porqué de la supremacía de la católica sobre cualquier iglesia del globo y no se diga la evangélica o protestante o cristiana tan chillona y estridente: “Uno puede cuestionar el dogma, dudar de la rectitud de la Iglesia y hasta de la bondad de Dios, pero sus rituales son fascinantes. La semiótica del blanco, del morado, del rojo y del negro, los anillos de piedras rutilantes, tan grandes como los pecados que expían, los cordones de oro, los crucifijos bizantinos que rematan báculos sarmentosos de plata, símbolos esotéricos bordados en fajas y estolas, un boato fashion, una gravedad sacra, cantos gregorianos y fugas de Bach, milenios de sangre, misterio y poder, la arquitectura cifrada de las catedrales, las gárgolas al borde del cielo, las enormes cúpulas apoyadas sobre sí mismas -como la fe-, los sahumerios y las plegarias ascendiendo por las cascadas de luz de los vitrales, la casi tangible presencia de la divinidad”: me temo que se quedaron en las mismas, hermano.

 

993. ¿Qué es la vida humana, la de todos salvo la de los incapacitados para fingir y simular, lo sepan o no? Es El astillero de Juan Carlos Onetti.

 

994. ¿Que los que ambicionan fama y reconocimiento artísticos no me creen cuando afirmo que no me inquieta en absoluto saber de antemano que lo que he escrito está destinado al olvido más rotundo desde su mismísima concepción? Problema suyo. ¿O que si por ejemplo Karl Ove Knausgard estuviera firmando libros tras una charla, allí nomás en el Centro Cultural y de Convenciones de Cajicá, habría ido a oírlo mas no intentado abrirme paso hasta él para decirle cuánto lo admiro? Problema suyo. De él y mía, en cambio, esta convicción que explica mis reticencias: “Esa mezcla de lo más elevado, como puede ser la literatura, y lo más bajo y ruin es típica del ambiente de escritores, y no es tan extraño: en pocos lugares las personas arriesgan tanto de ellas mismas para recibir tan poco a cambio”. Como quien dice: para mantenerse en lo elevado de este arte, bien como lector bien como lector-escritor, se debe prescindir de todo lo que implique zalemas y besamanos y genuflexiones y zalamerías, prodíguense o recíbanse con más, o menos, sinceridad. Y de ahí que tanto admire yo la figura del autor ermitaño.

 

995. Que se queda corto en achaques de dignidad si se lo compara con este en que usted me hace reflexionar, hermano: “…Así era. Había vendido mi alma doblemente, no era peor que eso, estaba ya en la cumbre. Si uno mostraba su deseo de estar en la cumbre y bañarse en su brillo, entonces no se estaba en la cumbre, porque sólo se estaba en la cumbre si la integridad seguía intacta y uno decía que no. No a los periódicos, no a la televisión, no a fiestas y eventos. Sólo se estaba en la cumbre diciendo que no a la misma cumbre, porque, de hecho, había personas a las que no les importaba, que completamente al margen de todo festejo se encontraban en soledad en un lejano valle escribiendo su prosa insistente, enojada e intransigente, por ejemplo, y que preferiblemente ni siquiera la enviaban a ninguna editorial, sino que la enterraban en algún lugar del bosque y empezaban a escribir la siguiente obra”. Figúrese usted los portentos narrativos de rebeldes anónimos que se habrán abortado antes siquiera de trasvasarse al papel o quemado o rasgado, y todo porque a sus autores les disgustaba o aun horrorizaba verse de repente aupados a la fama y en el centro mismo del debate: ¿cómo los llamamos? ¿Le parece bien escritores nonatos? El caso es que los siguientes en orden descendente desde la cumbre serían los que publican en blogs y en editoriales tan fantasmas como ellos y sin que hagan el más mínimo esfuerzo por contactarse con editores o escritores de prestigio que les echen una mano, y los ermitaños tipo Dickinson y Pynchon y Salinger, y los grandes muy grandes como usted o Vargas Llosa o García Márquez que tienen mucho que decir y no se hacen rogar demasiado para decirlo, y en el fondo del insondable barril de la dignidad los escribidoresflordeundía pagados de sí y de la academia, que los infla a fuerza de crítica y teorías enrevesadas. Me cuenta si le surgen reparos para esta tipología o si cree que se me quedó alguien por fuera.

 

996. Me pidieron que definiera la cabeza del Esperpetro, y el discurso que de ella emana, en sólo tres palabras: cajón de sastre.

 

997. Hoy, 30 de mayo de 2025, con dos guerras mediáticas en curso a cuál más cruenta y despiadada, con un mundo que se tambalea y teme las amenazas que encarnan los psicópatas (Trump, Putin, Netanyahu, Xi y la bazofia política de que cada cual se sirve a su antojo) que se lo disputan para subyugarlo y quedárselo o repartírselo, son la Ucrania de Zelenski en primerísimo lugar, la Unión Europea y un puñado de países garantes de las libertades individuales los llamados, tras armarse y proseguir armando a los ucranios convenientemente, a honrar este discurso del valiente y bondadoso Toby Shandy:

 

“-…¡Oh, hermano! Para un soldado,-recibir laureles es una cosa,-y otra muy distinta sembrar cipreses. […]

-Para un soldado, hermano Shandy, una cosa es arriesgar la propia vida,-ser el primero en caer sobre la trinchera enemiga, donde sabe que lo van a hacer pedazos;-una cosa es, por espíritu patriótico o por sed de gloria, atravesar la brecha en primer lugar,-mantenerse en primera línea y avanzar valerosamente al son de trompetas y tambores y entre un flamear de banderas:-una cosa es, digo, hermano Shandy, hacer esto;-y otra muy distinta reflexionar sobre los horrores de la guerra,-contemplar la desolación de naciones enteras y considerar las intolerables penas y fatigas que el propio soldado, instrumento de toda esta destrucción, se ve obligado (por seis peniques diarios el día que consigue cobrarlos) a padecer. […]

-Porque, ¿qué es la guerra? ¿Qué es, Yorick, cuando, como la nuestra, se lleva a cabo en defensa de unos principios de libertad y honor?-¿Qué es sino la unión de gentes pacíficas e inofensivas que empuñan la espada con el solo propósito de mantener a raya a los ambiciosos y turbulentos?”

 

Allá los mezquinos de extrema derecha y de extrema izquierda de Occidente que exoneran de responsabilidad a los soldados israelíes o rusos que, obedeciendo las órdenes de los asesinos que los gobiernan y comandan, bombardean, sitian y matan a destajo, con o sin mala conciencia, a civiles inermes: a bebés, niños, discapacitados, mujeres y ancianos. Y a los europeos y aliados que acaso tengan que librar una guerra futurible en contra del presente eje del mal, mi conminación a que se rijan por la ética de que son portadoras las palabras del tío de Tristram y el ejemplo ético de que dan fe los soldados que repelen en el campo de batalla la invasión ideada y ordenada por el bicho del Kremlin.

 

998. Para mis amigos mamagallistas de La Luciérnaga que hoy dirige Gabriel de las Casas y para mis amigos mamagallistas de la mejor versión de Sábados Felices que es la de Humberto El Gato Rodríguez, vayan estas palabras de un precursor de su noble y salutífero oficio:

 

“-…Bien: en lo que respecta al humor, poco tengo que decir en su cargo;-tan poquísimo en verdad que (a menos que se considere motivo suficiente para su acusación el ser el causante de que yo me pase diecinueve de las veinticuatro horas del día montado sobre un largo bastón haciendo el indio), por el contrario, tengo mucho,-mucho que agradecerle: me has hecho recorrer alegremente la senda de la vida a pesar de llevar sobre mi espalda todas las cargas (a excepción de las preocupaciones) que ésta comporta; en ningún momento de mi existencia, que yo recuerde, me has abandonado, y tampoco has teñido jamás los objetos que se me cruzaban en el camino ni de sable ni de un verde enfermizo; cuando estuve en peligro, doraste mis horizontes con esperanza, y cuando la muerte en persona llamó a mi puerta,-le rogaste que volviera en otra ocasión; y lo hiciste en un tono de tan alegre y despreocupada indiferencia que ella llegó a dudar de su misión:

-‘Aquí debe de haber algún error’, dijo…”.

 

Noble porque lo ennoblecen un tal Cervantes y un tal Sterne -entre decenas de inmortales que podría citar-, y salutífero porque a sus beneficiarios, muchos de ellos como yo emponzoñados por el odio que nos suscitan los malditos con poder y las mezquindades colectivas de la especie, la vida se nos torna, desde luego que gracias a ustedes, más llevadera o más feliz según el caso.

 

999. “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece”: doce palabras que se las arreglan para explicar óptimamente el hecho de que lo que cunda no sea el buen ejemplo sino el malo; que la desvergüenza y la grosería en la política sean de lejos más mediáticas y exitosas que la circunspección y las buenas maneras; el auge descomunal de las redes concebidas para ser sociales pero al cabo devenidas en fecales; el retorno de el fascismo disfrazado de nacionalpopulismo de izquierda y de derecha; el lenguaje barriobajero, mafioso y futbolero que al menos en español se habla hoy prácticamente en todos los ámbitos; el sueño de tantos jóvenes de convertirse, en detrimento de la formación exigente y rigurosa, en ‘influencers’ que cosechen likes y millones ojalá en un abrir y cerrar de ojos; los coqueteos de muchos de esos muchachos desinformados -ojalá fueran sólo ellos los temerarios- con lo más peligroso y repulsivo de la política actual y, para no prolongar las quejas ad infinitum, que tantos padres y madres y docentes hayan renunciado, en aras de un facilismo y un paternalismo desmedidos, a la ardua si bien gratificante labor de educar como Dios manda.

 

1000. Pero y ¡qué se le agrega a la completitud ¿más consumada?!:

 

“-Bendito sea el lazo que une nuestros corazones al unísono o algo así […]. Me gustaría saber qué es ese lazo… El lazo que nos une en este momento es la fricción mental de uno contra otro. Y, aparte de eso, poco lazo hay entre nosotros. En cuanto nos separamos decimos cosas horrorosas de los demás, como todos los puñeteros intelectuales del mundo. En realidad toda la puñetera gente, si vamos al caso, porque todo el mundo hace igual. O, si no, nos separamos y ocultamos todo el desprecio que sentimos los unos por los otros diciendo piropos de mentira. Es algo curioso que la vida intelectual parezca tener las raíces hundidas en el desprecio, un desprecio inefable e inconmensurable. ¡Siempre ha sido así! ¡Mirad a Sócrates, en Platón, y toda la banda que le rodeaba! Puro desprecio, una tremenda alegría en destrozar a quien sea… ¡A Protágoras o a quien quiera que le tocara el turno! ¡Y Alcibiades y todos los demás cerdos de discípulos echándose de cabeza a la pelea! Tengo que decir que le hace a uno preferir a Buda, sentado tranquilamente bajo un árbol, o a Jesús contándoles a sus discípulos pequeños cuentos de catequesis, pacíficamente, sin fuegos artificiales de intelectual. No, hay algo radicalmente equivocado en la vida intelectual. Está basada en el desprecio y la envidia, la envidia y el desprecio. Conoceréis el árbol por sus frutos.”

 

Que, amén del desprecio y la envidia, de la envidia y el desprecio, a la vida intelectual -y a la que en absoluto lo es- la define en idéntica medida el servilismo más ramplón o, si prefieren, la ramplonería más servil de los capaces de lustrarles los zapatos con la lengua a los artistas que veneran y con igual devoción a la que profesa un cristiano por su pastor o un católico por el papa. Afortunadamente, a los chabacanos de una cosa y de la otra los redime la decencia de los que leen o asisten a conciertos y recitales o visitan museos o rezan y oran sin estridencias admirativas de ninguna índole.


El lado claro del corazón de Millennium (corregido)

Concebí la idea de este ejercicio de hermenéutica textual cuando leí en El País de España un exabrupto contra Millennium, sin que quepan dudas una empresa imaginativa formidable, incluso gracias a su imperfección. “Larsson es patológicamente malo”, declaraba a ese periódico Donna Leon (11/08/2009), esa autora tal vez demasiado prolífica del mismo género en que incursionó, para quedarse, el escritor sueco ya fallecido. Un disparate grosero a todas luces, pues osa confesar la autora de la saga del capitán Guido Brunetti que ni siquiera terminó la primera de las tres partes dizque por la “repugnancia” que le producía la historia, carente a su juicio de “calidez humana”. Pero esa impresión, discutible de todo punto, sería por lo menos seria si Leon se hubiera tomado la molestia de estudiar las tres novelas en su conjunto, como corresponde nada menos que a una escritora. ¿Aceptaría ella una crítica cargada de acrimonia de alguien que afirma no conocer su obra? Claro que no. Porque para descalificar es necesario, a no ser que se quiera caer en eso que Julio Cortázar denominó -y que nos cae como anillo al dedo- “lector-hembra”, conocer. Es decir, leer no de cualquier manera, sino leer con hondura.

 

Como no es cierto a rajatabla (según discurre fuera de razón la autora-“crítico”) que el autor o su trilogía sean “patológicamente” malos, o que su actitud sea “un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”, o que “todos los contactos sexuales” sean “violentos o fuera de límites”, o que no haya “pasión” en su obra más que la que hay por la “violencia” o la “venganza”, me propongo intentar demostrar que en las tres novelas de Larsson, si bien hay mucho de lo que ella dice, también hay igual o más cantidad de lo otro; esto es, de aquello que sus prejuicios de lector-hembra no le permitieron ver: bondad y altruismo desinteresados, así como una altísima dosis de pasión por la justicia humana.

 

 

Los hombres que no amaban a las mujeres

 

Luego de superar los escollos que comportan el prólogo y los primeros capítulos de la novela, los cuales hay que leer y releer, el lector medio por fin se siente cómodo con la historia que se le presenta. Establece los primeros contactos con los dos protagonistas -Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander-, al igual que con algunos de los personajes que aparecerán, con mayor o menor asiduidad, en las tres partes de la trilogía. Y, como ocurre en la vida real, a medida que los sucesos vayan desarrollándose, la cercanía con sus caracterizaciones se irá afianzando hasta cobrarles devoción o inquina, o tal vez otro sentimiento que participe de ambas.

 

Se está todavía lejos de llegar siquiera a imaginar el poder innominable de la violencia en la novela y en la trilogía cuando dos momentos -que a Donna Leon se le pasaron por alto: en el supuesto de que haya rebasado el prólogo- sintomáticos de la calidez humana -antinomia de esa violencia-, que también las caracteriza, emergen para empezar a derruir los prejuicios en torno a la obra de Larson. En el primero, es Lisbeth Salander, para quien tan difícil es comunicar afecto, la que resuelve hacerle una caricia a Dragan Armanskij, su jefe de Milton Security: un gesto que sella una amistad poco convencional pero que jamás sufre traspiés. En el segundo, Erika Verger, solidaria con su colega y amante Mikael Blomkvist, que acaba de ser derrotado en una contienda judicial, a él se llega para cobijarlo con ese afecto y esa comprensión con que él la retribuye en instancias semejantes. Porque, muy al contrario de como especula -el que a medias lee no opina- Leon, el vínculo venéreo y de amistad que une a Verger y Blomkvist dista de ser un agravio a las relaciones y el amor humanos ya que es, más bien, su celebración:

 

“Salander lo meditó durante un buen rato. Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:

-¿Podemos ser amigos?

Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.

Fue la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo tocó. Un momento que Armanskij recordaba con mucho cariño” (Primera parte, capítulo 2).

 

“Durante las semanas anteriores al juicio, Mikael Blomkvist dio la impresión de estar metido en una nube gris, pero nunca lo había visto tan cabizbajo y resignado como ahora, en el momento de la derrota. Ella rodeó la mesa de trabajo, se sentó a horcajadas sobre él y le puso los brazos alrededor del cuello.

-Mikael, escucha. Los dos sabemos muy bien qué es lo que ha pasado. Yo soy tan responsable como tú. Tenemos que capear el temporal.

-No hay temporal que capear. La sentencia es un tiro mediático en la nuca. No puedo quedarme como editor jefe de Millennium. Se trata de la credibilidad de la revista, de paliar daños. Lo sabes tan bien como yo.

-Si piensas que voy a permitir que asumas la culpa tú solito, es que durante todos estos años no has aprendido una mierda sobre mí.

-Sé exactamente cómo funcionas, Ricky. Tienes una lealtad muy ingenua para con tus colaboradores […]

Erika puso la cabeza de Mikael contra su pecho y le abrazó con fuerza. Permanecieron callados durante varios minutos.

-¿Quieres compañía esta noche? -preguntó ella.

Mikael Blomkvist asintió.

-Bien. Ya he llamado a Greger y le he dicho que pasaré la noche contigo” (Primera parte, capítulo 3).

 

Con ese amplexo, como lo puede constatar el lector de la trilogía completa, Lisbeth se capta el cariño y la devoción de quien fue alguna vez su jefe pero siempre su amigo incondicional y quien será capaz en su momento de jugarse la piel y parte de su hacienda por esa muchacha que tanto le recuerda a su propia hija, a la que sin embargo poco se parece. Los mimos que Erika le hace a Mikael son, por su parte, apenas el preludio de una amistad erótica que se reconstruye y fortifica con cada nuevo encuentro de las almas o de los cuerpos, y en muchas ocasiones de las almas y de los cuerpos al unísono.

 

La relación holística de Verger y Blomkvist, que abarca desde el amor filial que ella siente por él en instantes de desamparo, pasando por el afecto y la admiración profesional que experimentan estos dos periodistas de la ética informativa e investigativa por el otro, hasta el amor de pareja que años de inmersiones en el cuerpo ajeno lo han convertido en casi propio, se inscribe en la civilidad más trabajada que es la consecuencia de una conciencia tripartita capaz de reconocer los límites de lo binario. A ello se debe el que Greger Beckman, esposo de la parte femenina de la tríada, a cambio de la felicidad de su compañera, contemporice con su necesidad afectiva por otro hombre, el cual a su turno se aviene sin protestas a su destino de amante, respetuoso de ese vínculo matrimonial que nunca pone en peligro.

 

Son muchos los acicates con que la diégesis de esta primera novela seduce al lector. Un prólogo que preludia un misterio y un enigma fascinantes a cuya resolución está invitado; el conocimiento paulatino de unos personajes que se harán tanto más entrañables cuanto más se avance en las peripecias narrativas hasta volverse indelebles al final de la trilogía; el magistral relato de Henrik Vanger sobre la disolución de Harriet, su sobrina nieta, desaparecida hace treinta y seis largos años y sobre el infaltable regalo de cada cumpleaños consistente en una flor distinta que él guarda celosamente a sabiendas de que piensa que proceden de su asesino, que de él se burla; los descubrimientos con cuentagotas pero cada vez más espeluznantes que Mikael realiza precisamente a instancias del venerable anciano; las intrigantes movidas de Lisbeth Salander que actúa en paralelo al que será muy pronto camarada de aventura detectivesca y amante de ocasión; los peligros que acechan, ora a Lisbeth, ora a Mikael, cuando no a ambos y que proceden de sospechosos que con el tiempo y la astucia de los detectives terminan convertidos en victimarios o inocentes. Pero sobre todo el desafío que conlleva el cabal entendimiento de la función de la voz narrativa, que, una vez comprendida, le permite al que lee dedicar toda su atención y asombro a las vicisitudes del relato.

 

Es en ese punto decisivo en el que el lector, habituado ya al paralelismo y a la simultaneidad de la narración omnipresente, se va a dar de bruces con un par de escenas que habrían dejado a Donna Leon de piedra si su impaciencia moral y sus juicios de valor no la hubieran forzado a abandonar una de las más avasallantes empresas lectoras a que se pueda enfrentar cualquier buen buscador de azares fictivos. En la primera, que nuevamente encarna la antítesis de la errónea convicción de la escritora, para quien “todos los contactos sexuales” son “violentos o fuera de límites”, este hombre que ya conocemos y una mujer recién introducida en la diégesis protagonizan un acercamiento físico que en modo alguno responde al presuroso dictamen de Leon:

 

“Ella se quitó las zapatillas y le puso un pie en la rodilla. Automáticamente, Mikael puso su mano sobre el pie, acariciando su piel. Dudó un instante; tenía la sensación de estar navegando en aguas completamente inesperadas y desconocidas. Pero le empezó a masajear cuidadosamente la planta del pie con el dedo pulgar.

-Yo también estoy casada -dijo Cecilia Vanger.

-Ya lo sé. Los miembros del clan Vanger no se divorcian.

-Llevo casi veinte años sin ver a mi marido.

-¿Qué pasó?

-Eso no es asunto tuyo. No he mantenido relaciones sexuales en… humm, ya hará unos tres años.

-Me sorprende.

-¿Por qué? Es una cuestión de oferta y demanda. No quiero en absoluto ni un novio, ni un marido, ni una pareja estable. Estoy bastante a gusto conmigo misma. ¿Con quién haría yo el amor? ¿Con algún profesor del instituto? No creo […] Ella se inclinó hacia delante y le besó el cuello.

-¿Te escandalizo?

-No. Pero no sé si esto es una buena idea. Trabajo para tu tío.

-Y yo seré, sin duda, la última en chivarme. Pero, sinceramente, no creo que a Henrik le importe.

Se sentó a horcajadas sobre él y lo besó en la boca. Su pelo seguía mojado y olía a champú. Mikael se lió torpemente con los botones de su camisa y la deslizó por sus hombros. Ella no se había molestado en ponerse un sujetador. Se apretó contra él cuando le besó los pechos” (Segunda parte, capítulo 11).

 

En la segunda escena, al tiempo que Mikael Blomkvist y Cecilia Vanger hacen el amor no de amor sino de deseo mutuamente sentido y consentido, Lisbeth Salander es víctima de una primera violación a manos de Nils Bjurman, su administrador, que encarna, junto con muchos otros canallas que desfilan por las páginas de Millennium, ese “agravio al amor humano, a las relaciones humanas” a que se refiere con parcial acierto la escritora Donna Leon y que constituye el lado oscuro del corazón de la trilogía. Pero les recuerdo que el propósito de la presente reflexión es conseguir que aquellos que, como ella,  encuentran en la obra de Larsson exclusivamente abyección y crueldad, visualicen la dualidad vital que subyace en las tres novelas, llámese extrema violencia o altruismo desinteresado, acceso carnal forzoso o fiesta de los cuerpos, corrupción rampante o ética humana.

 

Fui testigo en una tertulia de una opinión que en un comienzo me llamó poderosamente la atención y que me mantuvo pensativo por espacio de unas cuantas horas. El contertulio afirmaba que Stieg Larsson, de modo insidioso, leía el mundo y lograba que algunos de sus lectores lo leyeran desde una perspectiva maniquea: a un lado los malos, los “auténticamente malos -y los enumeraba-, y al otro los buenos, los “auténticamente buenos” -y los enumeraba-. Confieso que me vi presto a conceder, pero el recuerdo de Lisbeth Salander violando y tatuando a Nils Erik Bjurman, un acto en modo alguno reprensible sino todo lo contrario, me ayudó a que cayera en la cuenta de que aquella lectura, como el juicio de valor de Donna Leon, andaba desencaminada aunque no por iguales motivos. Además, el que Salander imparta justicia motu proprio y que resuelva quedarse con el dinero a su vez mal habido de Hans-Erik Wennerstrom, constituye otros dos sucesos que alejan felizmente al escritor sueco de esas pretensiones abolicionistas de cualquier matiz que aquella noche se le achacaban. Porque inscribir a Millennium en el macartismo resulta tan temerario como aducir que la trilogía solo alberga vileza y venalidad, negando de paso lo evidente: que la trama, en iguales proporciones que la vida, les da cabida al mal y al bien pero matizados, ya que nadie es ni completamente malo ni completamente bueno; ya que el mal, como el bien, poseen graduaciones como las peores y las mejores bebidas espirituosas. Y es gracias a esa hondura con que Larsson lee y recrea el mundo en sus novelas que podemos asegurar sin que nos tiemble la voz que Millennium y los hombres, que pueblan la trilogía, tienen un corazón con claroscuros. Pero permítaseme proseguir con mi empeño: hacer visible el lado claro de ese claroscuro literario.

 

Resulta que una mañana, casi un mediodía, mientras Mikael y Cecilia duermen plácidamente luego de retozar en privado (a Larsson no le interesa hacer de los encuentros amatorios un espectáculo para lectores mirones o curiosos), la intempestiva irrupción de Erika Verger en el apartamento y en la habitación en que yace la pareja, a todos, menos a Blomkvist, deja estupefactos. Empezando por ella, que no sabe cómo actuar ni qué decir a los amantes. De hacer que la incomodidad remita se encarga Mikael, quien con la mayor naturalidad ubica las cosas en su sitio, pidiéndole a Erika que ponga la cafetera y explicándole a Cecilia, una vez se quedan solos nuevamente, de qué va su relación con Verger. La estupefacción del lector la origina, sobra decirlo, lo inesperado de la escena que lo deja despabilado, y crece, hasta casi rayar en una envidia admirativa, cuando a la sorpresa y la vergüenza de las dos mujeres se superpone ese civismo de algunas relaciones humanas que no escasean en Millenium y que tanto contrastan con la miope mirada de Donna Leon:

 

“Cuando entraron en la cocina, poco después, Erika ya había preparado el desayuno y puesto sobre la mesa café, zumo, mermelada de naranja, queso y pan tostado. Olía muy bien. Cecilia se dirigió directamente a Erika y le tendió la mano.

-Ha sido todo muy rápido ahí dentro. Hola.

-Cecilia, por favor, perdóname por entrar así, como un torbellino -dijo Erika verdaderamente afligida.

-Olvídalo, por Dios. Venga, vamos a tomar café.

-Hola -dijo Mikael, abrazando a Erika antes de sentarse-. ¿Cómo has llegado?

-Subí en coche esta mañana. ¿Cómo si no? Recibí tu mensaje a las dos de la madrugada; te he llamado varias veces.

-Tenía el móvil apagado -dijo Mikael mientras le dedicaba una sonrisa a Cecilia Vanger” (Tercera parte, capítulo 15).

 

Porque si Blomkvist, que oficia de tercer ángulo del triángulo amoroso que protagonizan él, Erika y Beckman conoce sus límites y a ellos se circunscribe, no otra cosa podría esperar de Erika, que se sabe la mayor beneficiaria de ese ‘ménage a trois’, un tributo que a ella rinden dos que bien la quieren.

 

Tras diecisiete capítulos -la primera y la segunda parte completas y parte de la tercera-, ocurre por fin lo impostergable: el mutuo avistamiento de las dos mitades que constituyen el alma y el nervio de la historia en tres novelas contada. En el capítulo 18, de forma inopinada, Blomkvist se presenta en el domicilio de Salander que, muda de asombro, observa cómo aquel individuo tan atractivo como desconsiderado irrumpe en su vida y su resaca sin que ella se atreva siquiera a impedirlo, algo que habría ocurrido con otro cualquiera que hubiese osado. Aplacadas la euforia de él y la sorpresa de ella, se los puede ver a una mesa sentados en la que departen al tiempo que desayunan lo preparado por el visitante, en medio de una inmejorable armonía no exenta de galanterías (“-Tienes unos ojos muy bonitos -dijo Mikael.

-Tú tienes unos ojos muy dulces -contestó Lisbeth”). Y el lector -primero de la entrevista de Leon y ahora de la novela-, que no ha parado de exultar con el libro que tiene entre las manos, se pregunta: ¿que Larsson o su trilogía son “patológicamente” malos?, ¿que la actitud de Larsson, o la de su trilogía, es “un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”?, ¿que Milennium carece de “calidez humana”? Y se sonríe, conmiserativo.

 

Nadie con más intensidad que Lisbeth Salander sufre los rigores de la maldad que discurre por las páginas de la trilogía, ni tampoco nadie se beneficia más que ella de la bondad de que son capaces muchos de sus personajes. De esa magnanimidad de los hombres abunda en pruebas fehacientes la tercera novela, que hace las veces de desenlace de la historia-núcleo. De la crueldad que en la protagonista se ceba, en cambio, hay trazas por todos lados; esto es, en cada una de las tres partes que componen este hito de la imaginación creadora titulado Millennium.

 

Vestigio viviente de aquella violencia es ese cuerpo desnudo que contempla Blomkvist con curiosidad, el cual ha sido vejado con sevicia al menos en un par de ocasiones ante la impotente mirada del lector, que nada puede hacer para impedirlo. Pero los ojos que sobre él se posan ahora lo rescatan de la abyección y le restituyen la dignidad extraviada. Asomémonos también nosotros:

 

“A su lado, Lisbeth Salander dormía boca abajo con su brazo sobre él. Mikael contempló el dragón que se extendía diagonalmente por su espalda, desde el omoplato derecho hasta la nalga izquierda.

Le contó los tatuajes. Aparte del dragón y de una avispa en el cuello, tenía tatuado un brazalete alrededor de uno de los tobillos, otro alrededor del bíceps del brazo izquierdo, un signo chino en la cadera y una rosa en la pantorrilla. Excepto el dragón, se trataba de tatuajes discretos y pequeños.

Mikael salió con cuidado de la cama y corrió las cortinas. Fue al baño y luego volvió sigilosamente a la cama, intentando meterse bajo las sábanas sin despertarla” (Tercera parte, capítulo 23).

 

A esa misma existencia inerme y en reposo que contemplamos el narrador, el protagonista y los lectores se la va a ver enzarzada en luchas frontales contra enemigos que la superan en masa muscular (casi siempre criminales curtidos en el cuerpo a cuerpo), desventaja que en ocasiones Ella logra reducir gracias a sus conocimientos de boxeo y a su suma recursividad en el uso de adminículos (bates de béisbol, pistolas eléctricas, gas lacrimógeno) que se procura para contrarrestar su “debilidad”. Y es justamente con un bate de béisbol, que esgrime con gran destreza, como Mikael Blomkvist, que está maniatado y a tiro de morir ahorcado, observa a su nueva y temeraria amiga arremeter, para salvarle la vida, contra Martin Vanger, un violador y asesino en serie a la par que precursor de esa protervia in crescendo que atraviesa las tres novelas de Larsson. Como las atraviesa, según paso a paso se ha ido demostrando, su contraparte: la pasión de quienes, incluso valiéndose de medios análogos por necesidad, batallan para resistirse a esa sevicia que todo busca cooptar.

 

Culminado el mal trance -aquella escena que constituye el vórtice de la violencia en Los hombres que no amaban a las mujeres-, tenemos a Mikael y a Lisbeth hablando de algo que, al decir de Donna Leon, resulta inhallable en la trilogía que no leyó pero que execra:

 

“Él la miró inquisitivamente.

-Lisbeth, ¿puedes definir la palabra amistad?

-Es cuando quieres a alguien.

-Vale, pero ¿qué es lo que te hace querer a alguien?

Ella se encogió de hombros.

-La amistad, o al menos mi definición de ella, se basa en dos cosas: respeto y confianza -continuó él-. Y deben ser mutuas. Además, se tienen que dar los dos factores; puedes respetar a alguien, pero si no hay confianza, la amistad se desmorona.

Ella seguía callada.

-Ya sé que no quieres hablar de ti, aunque alguna vez habrás de decidir si confiar en mí o no. Quiero que seamos amigos, pero esto es cosa de dos” (Cuarta parte, capítulo 27).

 

Lo que sucede es que a diferencia de Blomkvist, Salander no puede pensar con respecto a él meramente en términos de amistad por cuanto ella está enamorada. Una broma que le gasta la vida, que se le va a convertir en un embrollo que supera solo gracias a su amor propio.

 

Se trata, resuelve cuando comprende que su exaltación venérea no va a encontrar respuesta en el corazón de Mikael (que a esta altura ya la quiere, solo que como amiga), de poner distancia entre ambos, determinación a la que finalmente llega cuando lo ve, sonriente y abrazado a Erika Verger, por esas calles de Estocolmo que ella recorría en dirección a su domicilio, dispuesta a revelarle su enamoramiento y a entregarle un regalo de Navidad, que tira a la basura segundos después de aquel desencuentro.

 

 

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina

 

Si el prólogo de la primera novela constituye un energizante intelectual para el lector, el prólogo de la segunda entraña una de las imágenes más violentas de toda la trilogía, tan liberal en ese tipo de escenas. Pero es gracias a esa representación de Lisbeth Salander -o de la víctima que se trate de “los hombres que odian a las mujeres”- semidesnuda y reducida a la humillación de los correajes de cuero de la cama en que está inmovilizada, que el lector, que ha venido conociendo paulatinamente la tragedia vital de la protagonista, se va a sumar sin reticencias a su causa, a la que todavía le queda un largo trecho por recorrer antes de que se haga por fin justicia: ese momento memorable para el que no tuvo paciencia Donna Leon, que optó por el facilismo de la renuncia y el juicio de valor. Un pésimo ejemplo que por fortuna el protagonista no sigue, no obstante no acertar a comprender el porqué del radical viraje que Salander decidió imprimir a sus relaciones:

 

“El decreciente interés de Mikael por el caso Wennerstrom coincidió con la desaparición de Lisbeth Salander de su vida. Seguía sin entender qué había sucedido.

Se despidieron el día después de Navidad y no la vio durante los días anteriores a la Nochevieja. Una noche antes la telefoneó, pero ella no contestó.

En Nochevieja, Mikael acudió a su casa en dos ocasiones y llamó a la puerta. La primera vez había luz en su piso, pero ella no abrió. La segunda, el piso se encontraba a oscuras. El día de Año Nuevo volvió a llamarla, sin ningún éxito. A partir de entonces lo único que escuchó fue que el abonado no estaba disponible.

Durante los días sucesivos la vio dos veces. Como no había podido contactar con ella por teléfono, una tarde, a principios de enero, fue a su casa y se sentó a esperarla en la escalera, ante su misma puerta, con un libro en la mano. Permaneció allí pacientemente durante cuatro horas, hasta que ella apareció, poco antes de las once de la noche. Llevaba una caja de cartón y se paró en seco al verlo.

-Hola, Lisbeth -saludó, y cerró el libro.

Ella lo contempló con rostro inexpresivo, sin el menor atisbo de dulzura o amistad en la mirada. Luego pasó por delante de él e introdujo la llave en la puerta.

-¿Me invitas a un café? -preguntó Mikael.

Ella se volvió y le dijo en voz baja:

-Vete. No quiero volver a verte.

Luego le dio con la puerta en las narices a un perplejo y desconcertado Mikael Blomkvist. La oyó echar la llave por dentro.

La segunda vez que la vio fue sólo tres días más tarde. Iba en el metro […]. La descubrió exactamente en el mismo momento en el que las puertas se cerraban. Durante cinco segundos, ella lo atravesó con la mirada como si fuese transparente. Acto seguido, se dio la vuelta, echó a andar y desapareció de su campo de visión justo cuando el tren se puso en marcha.

El mensaje no daba lugar a malentendidos: Lisbeth Salander no quería tener ninguna relación con Mikael Blomkvist. Lo había eliminado de su vida con la misma eficacia con la que suprimía archivos de su ordenador, sin más explicaciones. Había cambiado el número de su móvil y no contestaba al correo electrónico.

Mikael suspiró, apagó el televisor, se acercó a la ventana y se puso a contemplar el ayuntamiento” (Primera parte, capítulo 1).

 

Blomkvist ignora lo que el lector sí sabe: el motivo del intempestivo e insalvable distanciamiento. Ignora, seguramente porque jamás se lo propuso -como no se lo propone con ninguna de las restantes tres mujeres con que se ha acostado: Erika Verger, Cecilia Vanger y Harriet Vanger-, que la reacción de Salander obedece a un mecanismo de defensa contra el sufrimiento que ocasiona un amor unilateral del que él no es, a fin de cuentas, responsable. ¿Por quién tomar partido entonces?, se pregunta el lector, que conoce de antemano la respuesta: pues por ninguno. Dado que el sentimiento amoroso que padece ella no lo propició Mikael ex profeso, y que la amistad a que él aspira no obliga a Lisbeth, entiende que haría mal si se decanta por uno de los dos y más bien opta por congraciarse con ambos, consciente de que no es él el indicado para dirimir aquel conflicto del lado claro de El corazón de Millennium.

 

(Como sospecho que el tenaz escepticismo de algunos lectores puede llegar al punto de encontrar en la “sumisión” de Blomkvist para con Salander no amistad, sino algún fin taimado y poco claro, digo en su descargo que, habiendo concluido el caso Wennerstrom exitosamente gracias a Lisbeth en gran medida, y habiendo ella rehusado cobrar la parte de los honorarios que por su invaluable trabajo le correspondía, nada sino aprecio y gratitud mueve a Mikael a propiciar una reconciliación atípica pues, que él sepa, nunca riñeron. Y van a ser ese aprecio y esa gratitud los incentivos para que se mantenga al tanto de lo que suceda con su amiga, para que entre en acción y así poder pagarle con la misma moneda altruista y desinteresada cuando llegue el momento. Que ya no tarda.)

 

Y firme en su propósito de no tomar partido, al lector le corresponde oscilar junto con la narración, que fluctúa entre la vida del protagonista (solo en su apartamento, preguntándose la razón de la negativa de Salander a verlo y hablarle) y la de la protagonista (casi siempre sola en Granada, intentando olvidar y recobrar el dominio de sus emociones). Pero ya la tenemos en casa, después de un periplo que duró un año, período que se resume en una palabra: misterio. Y regresa, no ya con el furor del despecho que la impelió a partir, sino con un principio de conciencia que invita a pensar en la posibilidad de una amistad -posibilidad remota, hay que decirlo- en los términos que la definiera Blomkvist:

 

“Otra de las razones por las que le costaba volver a Estocolmo se llamaba Mikael Blomkvist. Allí sin duda correría el riesgo de cruzarse con ese Calle Blomkvist de los cojones y en ese momento eso era lo último que deseaba. Él la había herido. Aunque, para ser sinceros, ella admitía que no había sido su intención. La había tratado bien. La culpa era suya por ‘enamorarse’ de él. La propia palabra parecía una contradicción cuando se hablaba de Lisbeth Tonta de los Cojones Salander.

Mikael Blomkvist era un ligón de mucho cuidado. Ella había sido, en el mejor de los casos, un caritativo pasatiempo: una chica de la que se había compadecido justo cuando la necesitó y no tuvo nada mejor a mano, pero de la que se alejó en seguida para continuar su camino y procurarse una compañía más entretenida. Ella se maldecía a sí misma por haber bajado la guardia y abrirle su corazón.

Cuando volvió a recuperar el pleno uso de sus facultades, cortó el contacto con él. No fue del todo fácil, pero se armó de valor…” (Segunda parte, capítulo 4).

 

En el mundo que intuye Donna Leon (aquel en que las relaciones carecen de “calidez humana”, aquel en que la actitud del demiurgo constituye “un agravio al amor humano, a las relaciones humanas”, aquel en que “todos los contactos sexuales” son “violentos o fuera de límites”, aquel en que no hay “pasión” más que por la “violencia” o la “venganza”), ni el enamoramiento de Lisbeth ni la desazón de Mikael ante la incertidumbre del futuro de su amistad con Salander tendrían cabida. En ese inframundo novelesco que traza Leon y que como se ve no es el mundo fictivo de Larsson, ni el resentimiento consciente de la enamorada ni el extrañamiento del amigo que sufre la ausencia de El Otro serían posibles. Pero en el mundo bipolar aunque matizado del novelista sueco fallecido prematuramente todo -lo bueno o lo muy bueno, lo malo o lo muy malo- es susceptible de ocurrir. Como esto: un ejemplo más de “lo bueno o lo muy bueno” presente en la trilogía:

 

“Se identificó y explicó que había pasado una temporada en el extranjero y que deseaba consultar el saldo de su cuenta corriente. Oficialmente, disponía de 82.670 coronas. La cuenta llevaba más de un año sin movimientos, a excepción de un ingreso de 9.312 coronas realizado durante el otoño: la herencia de su madre.

Lisbeth Salander sacó esa cantidad en metálico. Reflexionó un rato. Quería emplear el dinero en algo que hubiera hecho feliz a su madre. Algo apropiado. Se acercó hasta la oficina de correos de Rosenlundsgatan y, anónimamente, ingresó el importe en la cuenta de uno de los centros de acogida de mujeres maltratadas de Estocolmo. No supo muy bien por qué lo hizo” (Segunda parte, capítulo 7).

 

La razón del gesto dadivoso de Lisbeth, que ella no logra explicarse, muy seguramente responde a la gratitud que siente por esas instituciones en su conjunto y en particular por la que dio cobijo a su madre hasta su muerte. Sitios en que mujeres vejadas incluso hasta la discapacidad, precisamente como Agneta Sofia Salander, hallan la calidez humana necesaria para que intenten recuperarse de las graves secuelas que en ellas dejaron los maltratos de los vejadores tipo Nils Bjurman y otros que están por empezar a figurar en la diégesis y de los que pronto daremos cuenta, ya que también es propósito (secundario) de esta reflexión reseñar los protagonistas de ese lado oscuro de Millennium: el único que se le manifestó a Donna Leon.

 

Lisbeth Salander, uno de los personajes femeninos con mayor dominio de las emociones que de mis lecturas recuerdo (tal vez solo comparable a Alejandra Vidal o a Tánger Soto o a Angélica de Alquézar), llora “apenas” en cuatro ocasiones. Y en dos oportunidades lo hace movida por una mezcla de remordimiento y cariño para con dos personas que quiere y a las que involuntariamente ha hecho daño: su otrora tutor y administrador Holger Palmgren, la primera persona que sin proponérselo le enseñó que no todos buscaban cebarse en ella, y Miriam Wu, su amiga y pareja desde hace un tiempo. A Palgrem, al que abandona en el hospital al que lo lleva por causa de una apoplejía que sufre, opta por dejarlo allí segura de la inminencia de su deceso. A su amiga y amante, habiéndole fallado los cálculos, la arroja en brazos de sus más enconados enemigos: su padre y su hermano medio, cuya obsesión con respecto a la protagonista es deshacerse de ella a cualquier precio. Y es esa manifestación líquida de los sentimientos la prueba incontestable de que, tratándose nada menos que de Lisbeth Salander, sus lágrimas no pueden significar otra cosa que un gran afecto por los que se vierten, lo mismo que una nueva confirmación de que las tres novelas del fabulador sueco contienen un corazón hecho de las mejores y peores pasiones de los hombres.

 

A continuación, otro ejemplo de las primeras, tal vez la más conmovedora escena de cuantas componen esta novela:

 

“Estaba bajando el tenedor para coger más comida cuando una mano apareció por detrás y se lo quitó suavemente. Vio cómo la mano pinchaba un poco de pastel de macarrones y lo levantaba. Inmediatamente reconoció aquella delgada mano de muñeca, giró la cabeza y se encontró con los ojos de Lisbeth Salander a menos de diez centímetros de su cara. Su mirada se mantenía a la expectativa. Parecía angustiada.

Durante un largo rato, Palmgren permaneció inmóvil contemplando su rostro. De repente el corazón le empezó a palpitar de una manera absurda. Luego abrió la boca y aceptó la comida.

Le dio de comer bocado a bocado. Por lo general, Palmgren odiaba que lo ayudaran en el comedor, pero entendió que Lisbeth Salander necesitaba hacerlo. No es que él fuera un desvalido vegetal. Ella le daba de comer como un gesto de humildad: un sentimiento sumamente raro, tratándose de ella. Le preparaba porciones de un tamaño adecuado y esperaba a que terminara de masticar. Cuando él le señaló un vaso de leche que tenía una pajita, ella se lo sostuvo para que pudiera beber.

No intercambiaron palabra durante toda la comida. En cuanto él tragó el último bocado, ella soltó el tenedor y lo interrogó con la mirada. Él negó con la cabeza. “No, no quiero más.”

Holger Palmgren se reclinó en la silla de ruedas e inspiró hondo. Lisbeth levantó la servilleta y le limpió la boca. […] Permanecieron en silencio. Holger Palmgren quería decir mil cosas pero no fue capaz de pronunciar sílaba alguna. Sus miradas, en cambio, se cruzaron una y otra vez. Lisbeth Salander tenía cara de sentirse terriblemente culpable. Al final rompió su silencio.

-Creí que estabas muerto -dijo-. No sabía que vivías. Si lo hubiera sabido, nunca habría… te habría visitado hace ya mucho tiempo.

Él asintió.

-Perdóname.

-Volvió a asentir. Sonrió. Fue una sonrisa torcida, una curvatura de labios.

-Te encontrabas en coma y los médicos dijeron que te ibas a morir. Pensaban que fallecerías en uno o dos días, así que yo me marché de allí. Lo siento. Perdóname.

Él levantó su mano y la puso sobre la de ella, pequeña. Ella se la apretó fuertemente y suspiró de alivio. […] Por primera vez ella sonrió y Holger Palmgren se relajó. Era la misma torcida sonrisa de siempre. La miró de arriba abajo. Comparó la imagen que guardaba de ella en la memoria con la de la chica que ahora se hallaba frente a él. Había cambiado. Estaba entera, limpia y bien vestida. Se había quitado el piercing del labio y… mmm… el tatuaje de la avispa del cuello tampoco estaba. Parecía adulta. Por primera vez en muchas semanas, Palmgren se rió. Sonó como un ataque de tos.

Lisbeth mostró una sonrisa aún más torcida y de repente un cálido sentimiento que llevaba mucho tiempo sin experimentar inundó su corazón. […] -A partir de ahora te voy a visitar muchas veces. Te lo contaré… pero no nos estresemos. Ahora mismo quiero hacer otra cosa.

Se agachó, puso una bolsa sobre la mesa y sacó un tablero de ajedrez.

-Hace dos años que no te doy una paliza al ajedrez.

Él se resignó. Ella estaba tramando algo de lo que no deseaba hablar. Estaba convencido de que iba a oponerse a lo que Lisbeth estuviera maquinando, pero confiaba lo suficiente en ella como para saber que, fuera lo que fuese, posiblemente se tratara de algo jurídicamente dudoso, pero de ningún delito contra las leyes de Dios. Porque, a diferencia de casi todos los demás, a Holger Palmgren no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era una persona con principios morales. El problema era que su moral no siempre coincidía con lo estipulado por la ley.

Ella fue colocando las piezas de ajedrez y él se quedó atónito al darse cuenta de que era su propio tablero. ‘Seguro que se lo llevó del piso cuando caí enfermo. ¿Como un recuerdo?’. Ella le dejó las blancas. Y él se sintió de pronto tan feliz como un niño…” (Segunda parte, capítulo 8).

 

Solo un ciego (que en literatura equivale al lector-hembra) puede no ver lo patente: el cariño infinito que se percibe en esta escena en particular y que impregna, si bien no con la misma fuerza, muchos pasajes de la historia-núcleo y algunos de ciertas “intrahistorias” que recorren las tres novelas como si de corrientes submarinas se tratara. Solo un ciego (lector-hembra tipo Donna Leon), insisto, puede no ver que, así como la naturaleza de la protagonista reacciona presta para vengar el dolor que se le inflige, también su condición la hace propensa a las reciprocidades afectivas con aquellos que contribuyen a su bienestar: una dualidad que compendia la unicidad de este personaje que participa, como la historia de la cual es arte y parte, de la lobreguez y la claridad del alma humana.

 

Pero va a ser a partir del momento en que asesinan a Dag Svensson y Mia Bergman que el desenlace de la historia-núcleo, que equivale a decir el desenlace del destino de Lisbeth Salander, se va a precipitar. Y con su desarrollo, las fuerzas contrapuestas que pugnan, ya por destruirla, ya por rescatarla y redimirla, se van a alinear en función de sus intereses.

 

A la “fuerza del mal” van a pertenecer, entre otros, Nils Bjurman, Alexander Zalachenko y Ronald Niedermann -su padre y su hermanastro respectivamente-, Peter Teleborian -su psiquiatra- que, en connivencia con unos cuantos agentes criminales del Estado sueco -un fiscal, un ex policía, toda una sección de la policía secreta-, consiguen que sea el propio Estado el más desapacible enemigo de Salander, que los va a tener y no en cantidades exiguas. A la “fuerza del bien” pertenecen, también entre otros, Mikael Blomkvist, Erika Verger, Dragan Armanskij, Holger Palmgren, así como un puñado de ciudadanos de Hacker Republic y otros agentes estatales -los inspectores de policía Sonja Modig y Jan Bublanski, Torsten Edklinth y Monica Figuerola (quinta pareja de Blomkvist en la trilogía)-, cuya participación coadyuva a que Suecia por fin reconozca plenos derechos como ciudadana a Lisbeth Salander.

 

Pero mientras eso sucede, asistamos a un momento ya anunciado:

 

“Con Zalachenko en la caseta y Niedermann atado en la carretera de Sollebrunn, Mikael atravesó el patio hasta la casa principal. Tal vez hubiera una desconocida tercera persona que podría representar un peligro, pero la casa le pareció desierta, casi deshabitada. Apuntó al suelo con el arma y, con mucho cuidado, abrió la puerta exterior. Entró en un vestíbulo oscuro y vio un haz de luz que procedía de la cocina. Lo único que pudo oír fue el tictac de un reloj de pared. Al llegar a la puerta, descubrió de inmediato a Lisbeth Salander tumbada encima de un banco.

Por un instante, se quedó como paralizado contemplando su cuerpo maltrecho. Notó que en la mano -que colgaba flácida- llevaba una pistola. Se acercó y se puso de rodillas. Pensó en cómo había encontrado a Dag y Mia y, por un segundo, creyó que Lisbeth estaba muerta. Luego vio un pequeño movimiento en su caja torácica y percibió una débil y bronca respiración.

Alargó la mano y, cuidadosamente, le empezó a quitar el arma. De pronto, Lisbeth la agarró con más fuerza. Sus ojos se abrieron formando dos delgadas líneas y miraron a Mikael durante unos largos segundos. Su mirada estaba desenfocada. Después, él la oyó murmurar unas palabras en voz tan baja que apenas pudo percibirlas.

-Calle Blomkvist de los cojones.

Cerró los ojos y soltó la pistola. Mikael puso el arma en el suelo, sacó el móvil y marcó el número de emergencias” (Cuarta parte, capítulo 32).

 

De este modo (con Blomkvist pagándole a su amiga con un desinterés análogo al que ella empleara cuando le salvó la vida en Hedestad y con las fuerzas que se disputan la disolución o la redención de Salander en pugna) toca a su fin esta segunda novela de la trilogía de Stieg Larsson que empata con la tercera en un escenario que va a constituir uno de los epicentros narrativos de esa última parte de Millennium: el hospital en que la recluyen y en el que tan cerca se va a hallar de Alexander Zalachenko, su archienemigo.

 

Pero digamos antes de proseguir que ese último gesto de Lisbeth cuando, exánime casi, suelta la pistola, se erige prueba irrebatible de la confianza que deposita en aquel que en su auxilio ha venido. Nadie que bien se precie de conocerla podría aducir que es su debilidad física lo que la fuerza a ceder su posesión sobre el arma, pues si de veras la conoce sabe que Lisbeth Salander dejaría de pelear tal vez muerta. Y, por otro lado, procede señalar que la protagonista jamás se confiaría a nadie que no respete, de lo que puede extraerse una conclusión que es a un tiempo una afirmación: Lisbeth es amiga de Mikael en los términos en que él concibe la amistad.

 

 

La reina en el palacio de las corrientes de aire

 

Si Los hombres que no amaban a las mujeres ostenta un prólogo-enigma que se resuelve cabalmente y el prólogo-enigma de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina representa el único cabo suelto de la trilogía, esta tercera novela prescinde de esa especie de introducción al misterio: a la historia novelada. Que prosigue, como ya se dijo, con la protagonista ingresada en el hospital de Sahlgrenska de Gotemburgo, en donde va a conocer a un nuevo integrante de “la fuerza del bien” que va a antagonizar con un integrante ya reseñado de “la fuerza del mal”, desde luego que a favor de su paciente:

 

“-Lisbeth Salander adolece de un grave trastorno psicológico. Como tú bien sabes, la psiquiatría no es una ciencia exacta. Prefiero no comprometerme ofreciendo un solo diagnóstico exacto. Pero sufre evidentes alucinaciones que presentan claros rasgos paranoicos y esquizofrénicos. En su cuadro también se incluyen períodos maníaco-depresivos y carece por completo de empatía.

Anders Jonasson observó al doctor Peter Teleborian durante diez segundos para, acto seguido, realizar un gesto con las manos manifestando su poca intención de discutir.

-No seré yo quien le discuta un diagnóstico al doctor Teleborian, pero ¿nunca has pensado en un diagnóstico más sencillo?

-¿Cuál?

-El síndrome de Asperger, por ejemplo. Es cierto que no le he hecho ningún examen psiquiátrico, pero si tuviera que adivinar a botepronto lo que padece, pensaría en algún tipo de autismo como lo más probable. Eso explicaría su incapacidad para aceptar las convenciones sociales.

-Lo siento, pero los pacientes de Asperger no suelen quemar a sus padres. Créeme: nunca he visto un caso de sociopatía más claro.

-Yo la veo más bien cerrada, pero no como una psicótica paranoica.

-Es manipuladora a más no poder -dijo Peter Teleborian-. Sólo muestra lo que ella cree que tú quieres ver.

Anders Jonasson frunció imperceptiblemente el ceño. De repente, Peter Teleborian contradecía por completo su propia evaluación sobre Lisbeth Salander. Si había algo que Jonasson no creía de ella era que fuera manipuladora. Todo lo contrario: se trataba de una persona que, impertérrita, mantenía la distancia con su entorno y no mostraba ningún tipo de emoción. Intentaba casar la imagen que Teleborian describía con la que él se había forjado sobre Lisbeth Salander […] -Muy bien. Entonces puedo informarte de que ya he recibido una petición del fiscal Richard Ekstrom de Estocolmo para que la someta a un examen psiquiátrico forense. Algo que se realizará de cara a la celebración del juicio.

-Estupendo. Entonces te permitirán visitarla sin que tengamos que saltarnos el reglamento.

-Pero mientras hacemos todo ese papeleo corremos el riesgo de que su estado empeore. Sólo me interesa su salud.

-A mí también -dijo Anders Jonasson-. Y, entre nosotros: no veo ningún síntoma que me indique que es una enferma mental. Se encuentra maltrecha y sometida a una situación de gran tensión. Pero no veo en absoluto que sea esquizofrénica o que sufra de obsesiones paranoicas” (Segunda parte, capítulo 9).

 

La controversia teórica y profesional que sostienen los dos médicos sobre el complicado caso Salander nos ayuda a definir el tono de esta tercera novela, desenlace de la historia-núcleo. Por un lado, el cáustico tenor de aquellos que, como Teleborian, pretenden a como dé lugar destruir a la protagonista en razón de que conoce un secreto que pone en riesgo no solo a Suecia, sino a muchos mandos medios que han actuado a espaldas del propio Estado sueco. Una especie de conspiración a todo nivel contra la insumisión de una niña primero y luego de una ciudadana -no reconocida por tal-, que se resiste a su suerte de víctima de su destino y de los hombres: de los hombres que no aman -o que odian- a las mujeres. Por otro lado, el talante de quienes, no por creerse buenos simplemente sino porque sienten las no escritas leyes de los dioses -que intentan cumplir como Jonasson-, se resisten al ensañamiento que muy a menudo practican los más fuertes o la turbamulta en pleno contra los más débiles o los más díscolos.

 

Recordarán los lectores de la trilogía de Stieg Larsson y del presente ejercicio crítico el despecho que le provocó a la protagonista de Millennium el avistamiento de Erika Verger y Mikael Blomkvist abrazados, justo cuando ella se disponía a franquearse con él y a darle un regalo, y coincidirán conmigo los que la conocen bien en que su “solidaridad de género” con Verger, que sufre el acoso de un inadaptado, representa una prueba incontestable contra la falaz afirmación de la autora de la saga del capitán Guido Brunetti en el sentido de que en Millennium no hay “calidez humana”. ¿Procedería así -cabe preguntarse- un personaje movido solo por el despecho y el rencor que la escritora y lectora a medias les atribuye a todas las relaciones del fragmento de novela que leyó? ¿No hay acaso generosidad en Lisbeth, que depone su frustración amorosa en relación con Mikael -amante de Erika- para auxiliar a otra mujer víctima de los hombres que las odian y que ella tanto ha padecido? ¿No casa con la actitud de Salander aquel proverbio que invita a hacer el bien sin mirar a quién?

 

Con el mismo desprendimiento con que actúa Lisbeth para salvar a Erika del acoso de su “stalker”, procede Annika Giannini -hermana de Mikael Blomkvist y abogada de Lisbeth- para sacar airosa a su clienta en el juicio que se le sigue. Desmiente, una tras otra, las pruebas fabricadas en contra de la protagonista y desmonta, de paso, sólidas reputaciones injustamente forjadas, con lo cual consigue que los urdidores de las infamias que pretendían hundir definitivamente a Salander ocupen el sitio que para ella creían destinado: proeza harto destacable si se tiene en cuenta la envergadura del poder que detentaban sus enemigos.

 

Este desenlace más que auspicioso justifica con sobradas razones el júbilo frente a Millennium de un gran lector llamado Mario Vargas Llosa, quien, al revés de Donna Leon, sí leyó la trilogía completa, lo que lo faculta para concluir en relación con ella que “pese a la presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar” (El País de España, 06/09/2009). Un dictamen literario que coincide plenamente con la finalidad de esta reflexión sin ínfulas académicas pero con mayores alcances que las que se ufanan de serlo. Académicas, quiero decir.

 

Y como Lisbeth Salander debe vivir por los siglos de los siglos, qué mejor que no lo haga sola. Es decir, sin la queridísima y complementaria presencia del protagonista:

 

“Mikael Blomkvist permaneció callado unos segundos. Los dos se miraron de reojo a través de la rendija de la puerta.

-¿Molesto?

Ella se encogió de hombros.

-Estaba en la bañera.

-Ya lo veo. ¿Quieres compañía?

Ella le lanzó una dura mirada.

-No me refería a acompañarte en la bañera. Traigo bagels -dijo, levantando una bolsa-. Además he comprado café para preparar un espresso. Si tienes una Jura Impressa x7 en la cocina, por lo menos debes aprender a usarla.

Ella arqueó una ceja. No sabía si debería estar decepcionada o aliviada.

-¿Sólo compañía? -preguntó.

-Sólo compañía -le confirmó él-. Soy un buen amigo que le hace una visita a una buena amiga. Bueno, si es que soy bienvenido.

Ella dudó unos segundos. Llevaba dos años manteniéndose a la mayor distancia posible de Mikael Blomkvist. Aun así, le dio la sensación de que -bien a través de la red o bien en la vida real- él siempre acababa pegándose a su vida igual que se pega un chicle a la suela de un zapato. En la red todo le parecía bien. Allí él no era más que electrones y letras. En la vida real, delante de su puerta, seguía siendo ese maldito hombre tan jodidamente atractivo. Y que conocía sus secretos de la misma manera que ella conocía los de él.

Lo contempló y constató que ya no albergaba ningún sentimiento hacia él. O al menos no ese tipo de sentimientos.

Lo cierto era que durante el año que acababa de pasar él había sido un amigo.

Confiaba en él. Quizá. Le irritaba que una de las pocas personas en las que confiaba fuera un hombre al que evitaba ver constantemente.

Al final se decidió. Era ridículo hacer como si él no existiera. Ya no le dolía verlo.

Abrió y lo dejó entrar de nuevo en su vida” (Epílogo).

 

 

Conclusión

 

¿Por qué hablar de “el lado claro del corazón de Millennium” si los personajes que se ubican de ese lado del espectro axiológico tienen en su caracterización y en su haber manifiestos defectos humanos? Pues porque Lisbeth Salander, “no obstante” comportarse a veces como una indócil y una inadaptada que comete avivatadas que las leyes de los hombres castigarían, no se prestaría a transgredir las no escritas leyes de los dioses, que acata y honra; y porque Mikael Blomkvist, “con todo y que” vive una vida promiscua a los ojos de muchos y desatiende sus deberes de padre, se entrega a causas en favor de personas en estado de indefensión y pone al servicio de la sociedad en que vive su saber periodístico para que la justicia de los hombres impere y la libertad de expresión no sea solo un embeleco; y porque Erika Verger, “a pesar de” practicar la bigamia, secunda a Blomkvist en sus propósitos de Quijote moderno y consigue que su concepción de la ética periodística cale en todos los que con ella trabajan; y porque los ciudadanos de Hacker Republic, “pese a que” incurren en contravenciones en la red amparados en el anonimato de su saber, se valen de este en momentos en que las infamias contra los débiles o los oprimidos están por perpetrarse para intentar conjurarlas; y porque ni Larsson ni Millennium buscan erigirse faros de la moral sobre la que el grueso de los hombres -no solo los que odian a las mujeres- pontifican y a partir de la cual juzgan sin reparos a sus semejantes. Porque, dicho de forma tal vez demasiado taxativa, la trilogía del novelista sueco inmortalizado por su invención no busca mejorar eso que llamamos mundo ni intentar que parezca peor de lo que ya es o tratar de explicárselo a sus lectores, sino fotografiarlo tal como posa a fin de que ningún detalle pase inadvertido y los múltiples matices de su naturaleza dual queden apresados en sus páginas.

 

En cuanto a mí, digo ya para terminar que siempre supe que existen los lectores diletantes aunque conscientes de sus limitaciones; los lectores-hembra cuyos prejuicios morales y exiguo cacumen les impiden el goce estético; los lectores perspicaces o archilectores que no abundan y a los cuales están destinados los más bellos secretos literarios; los buenos críticos literarios que, amén de formar parte de los lectores perspicaces o archilectores, tienen como misión enseñarnos a reparar en las infinitas posibilidades de la buena literatura; y, me perdonan si se me olvida alguno, los criticastros, autoridades en el arte de descubrir el agua tibia y abundar en lo mil veces estudiado. Pero, ¡inocente que soy!, hasta no hacía mucho daba por descontado que todo escritor famoso, con independencia de su calidad literaria, tenía que ser, ante todo, un lector agudo. Donna Leon me hizo comprender que hasta en los casos más impensados existen las excepciones.