domingo, 28 de abril de 2013

Cuatro personificaciones del fracaso humano

Leer es un acto de índole informativa; lo verdaderamente literario es releer
Javier Cercas


Conocí a Larsen antes que a Bernardo Davanzatti, y a Andrés Ábalos antes que a Gregorio Magno Pontífice Camargo. Pero a los cuatro los conocí más o menos por la misma época: digamos entre los veinte y los treinta años, cuando somos todavía lectores demasiado impresionables y estamos con exceso ávidos de llenar la horma de la vida con ficciones que la completen. Dicho de otra manera, los conocí en días en que solo se tiene tiempo para leer un libro tras otro, mas no para pasar lo ya leído y reseñado como muy bueno por el tamiz de la relectura.

De Larsen recuerdo haberme quedado con la sensación de que vivimos para aparentar o de que vivimos representando. De Davanzatti heredé la certidumbre de que hay una inmensa mayoría de personas para las que todo deseo de perpetuidad se queda varado en la frustración, con independencia de cuán duro se trabaje para materializarlo. De Ábalos saqué en claro que el poco conocido ’demonio del mediodía’ es un fenómeno que acecha y urde asechanzas en contra del que evade las experiencias vitales, sencillamente para no sufrir más que lo ineludible. De Camargo entendí que la soberbia de los hombres no la perdonan los dioses, que la castigan sin contemplaciones. Y de estos cuatro yoes de papel, cada uno con sus circunstancias, aprendí que todos los caminos, literarios o no, conducen indefectiblemente al fracaso. Al fracaso de los hombres, que no es la simple disolución a que están destinados nuestros hermanos menores.

Como quise ser riguroso con mi recuerdo y con la cronología de mis lecturas, releí a partir del 1 de enero de 2013 y en su orden El astillero, de Juan Carlos Onetti; Basura, de Héctor Abad Faciolince; Coronación, de José Donoso y El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez. A ellos debo y agradezco, como a tantos otros escritores, su aporte a mi museo de voces fictivas: personajes cojonudos a los que consulto y con los que me enzarzo en ácidas disputas que me ayudan a entender el mundo. ¿Habrá acaso una mejor forma de enganchar a un lector para rato o de por vida que “infligirle” una de estas existencias narrativas que terminan por arrasarlo y avasallarlo?


Fabricarse una ficción de vida para disimularlo

A muchos les sucede lo que a Larsen: odiar una ciudad -Santa María, en su caso-, pero no poder zafarse de ella y por el contrario volver a ella como recae el relapso en su vicio. Y eso lo sabe el lector devoto de Onetti, para quien Santa María y Larsen forman un vínculo simbiótico. Una ciudad que nada le ofrece a un hombre que se obstina en hallar dentro de sus límites e incluso extramuros la interpretación de una vida por completo carente de cualquier grandeza, y empedrada de pequeñas derrotas que forman una colosal. Un hombre con una única ambición (gobernar con éxito un prostíbulo que aprese su mundo y compendie sus aspiraciones), que pese a su exiguo tamaño, se frustra antes de concretarse del todo, y cuando se concreta, no sobrevive más allá de la primera ilusión. Pero volvamos al último presente de Larsen en Santa María.

Sin un destino que justifique su retorno a la ciudad luego de cinco años de ausencia, el protagonista de El astillero, como orientado por un olfato que no puede sino oler el fracaso, recala en los restos de lo que fue en otro tiempo un emporio familiar de repercusiones nacionales e incluso continentales, para hacerse cargo de la que habrá de ser la última mentira de su vida ya gastada por los años, los vicios y la mala suerte, y de la que queda en pie apenas la conciencia del que simula para los demás, ya que para sí no puede hacerlo impunemente:

“Están tan locos como yo, pensó. Había hecho retroceder la cabeza y la mantenía inmóvil en el aire frío, los ojos salientes, la pequeña boca desdeñosa y torcida para sostener el cigarrillo. Era como estarse espiando, como verse lejos y desde muchos años antes, gordo, obsesionado, metido en horas de la mañana en una oficina arruinada e inverosímil, jugando a leer historias críticas de naufragios evitados, de millones a ganar. Se vio como si treinta años antes se imaginara, por broma y en voz alta, frente a mujeres y amigos, desde un mundo que sabían (él y los mozos de cara empolvada, él y las mujeres de risa dispuesta) invariable, detenido para siempre en una culminación de promesas, de riqueza, de perfecciones; como si estuviera inventando un imposible Larsen, como si pudiera señalarlo con el dedo y censurar la aberración. Pudo verse, por segundos, en un lugar único del tiempo; a una edad, en un sitio, con un pasado. Era como si acabara de morir, como si el resto no pudiera ser ya más que memoria, experiencia, astucia, pálida curiosidad.
«Y tan farsantes como yo. Se burlan del viejo, de mí, de los treinta millones; no creen siquiera que esto sea o haya sido un astillero; soportan con buena educación que el viejo, yo, las carpetas, el edificio y el río les contemos historias de barcos que llegaron, de doscientos obreros trabajando, de asambleas de accionistas, de debentures y títulos que anduvieron, arriba y abajo, en las pizarras de la bolsa. No creen, me doy cuenta, ni siquiera en lo que tocan y hacen, en los números de dinero, en los números de peso y tamaño. Pero trepan cada día la escalera de hierro y vienen a jugar a las siete horas de trabajo y sienten que el juego es más verdadero que las arañas, las goteras, las ratas, la esponja de las maderas podridas. Y si ellos están locos, es forzoso que yo esté loco. Porque yo podía jugar a mi juego porque lo estaba haciendo en soledad; pero si ellos, otros, me acompañan, el juego es lo serio, se transforma en lo real. Aceptarlo así (yo, que lo jugaba porque era juego) es aceptar la locura.»”

Ni Larsen, ni Gálvez o Kunz -sus dos únicos “subalternos”-, ni mucho menos el viejo Jeremías Petrus -dueño de las ruinas que fueron emporio y artífice de esta pantomima de cuatro fantoches- representan, con el candor del ocioso sin apremios económicos (según parecen insinuarlo las palabras del protagonista), sus papeles dentro de la farsa. Es la desesperación del que no tiene alternativa lo que los hace concurrir en ese no lugar de la utopía onettiana, en un tiempo que no se rige por el calendario, sino por las señas inequívocas de la decadencia física que acusan sus cuerpos y por las desdichas que cada cual rumia. Todos (así lo prueba el desarrollo de la diégesis) tienen la suerte echada; para ninguno hay redención. Y cabe entonces la pregunta: si estos cuatro personajes -algún chalado habrá que aduzca que el viejo Petrus sí está loco de remate- no son propiamente presa de la “privación del juicio o del uso de la razón”, ¿qué enfermedad humana es la que los arrastra a semejante estadio de la resignación?

Al protagonista, de quien no se conoce familia, ni vínculos afectivos que a nadie más que a él lo aten, y que es quien verdaderamente nos interesa, lo impele hasta Puerto Astillero una fuerza que no es del todo volitiva, una suerte de designio de un poder intangible pero omnipresente que parece ocuparse de los éxitos de unos, de las mediocridades de otros, de las derrotas de los demás y de la muerte de todos. Ninguna enfermedad del cuerpo aqueja, haciendo que pierda la voluntad, al titular de esta vida sin éxitos, sembrada de naderías y negaciones y pronta a afrontar la muerte, como no sea aquella que todo abarca y lo trastorna todo, y más que nada eso que algunos llaman libre arbitrio, a saber: la frustración.

Falto incluso de arrestos para acabar con todo de una puta vez pese a que siempre lleva en el pecho su revólver (su única posesión sobre la Tierra), Larsen va a prolongar la representación a que fue destinado hasta que nadie más, aparte de una mujer miserable y sola que pare como puede en el tugurio que habita, quede sobre el escenario en que se le vio quemar, después de apurar con la sirvienta los últimos polvos de su existencia maldita por los dioses, el falso salvoconducto a la felicidad en forma de contrato que esa misma tarde le pidió a Jeremías Petrus que redactara y firmara. Ahora sí desposeído, está listo para reintegrarse a la nada:

“Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza que llamaban ventana y que cubrían en parte vidrios, cartones y trapos. Vio a la mujer en la cama, semidesnuda, sangrante, forcejeando, con los dedos clavados en la cabeza que movía con furia y a compás. Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de maderas y charcos podridos. […] Cuando pudo ver se miró las manos; contemplaba la formación de las arrugas, la rapidez con que se iban hinchando las venas. Hizo un esfuerzo para torcer la cabeza y estuvo mirando -mientras la lancha arrancaba y corría inclinada y sinuosa hacia el centro del río- la ruina veloz del astillero, el silencioso derrumbe de las paredes. Sorda al estrépito de la embarcación, su colgante oreja pudo aún discernir el susurro del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el hierro. […] Murió de pulmonía en El Rosario antes de que terminara la semana y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.”

Y con su muerte, acaecida en el más absoluto anonimato, concluye la necesidad vital del fingimiento que debía ocultar el fracaso a que estuvo irremediablemente ligada la existencia del personaje más querido de Juan Carlos Onetti.


Un no de Fortuna es un no rotundo

La gloria que ambiciona todo artista no se rige -es una lástima que así sea- por la incontinencia refranera de Sancho Panza ni mucho menos. Y Bernardo Davanzatti puede dar fe de ello.

–El que trabaja sí come paja y al que madruga Dios no lo ayuda -atajaría el protagonista de Basura al escudero, si hablar pudieran. Porque este escribidor, con similar pasión a la de Pedro Camacho salvo que con la mira puesta él sí en el parnaso, hizo toda su vida lo que prescribe el proverbial saber del gobernador de Barataria: trabajar y madrugar. Madrugar para trabajar. Leer y escribir. Escribir y leer. Sin tregua. Atormentado por la conciencia de su fracaso, consciente de su ostracismo artístico, pero tenaz y persistente.

De Davanzatti se sabe que publicó dos novelas tituladas Diario de un impostor y Adiós a la juventud; las cuales, fantasmas como su autor, pasaron inadvertidas incluso entre sus allegados. Que en tiempos ya remotos trabajó en El Espectador, donde tampoco se conserva un recuerdo de su paso por allí como comentarista de libros. Que, vergonzante, decide un día cualquiera no volver a compartir con nadie sus reflexiones, las más de ellas de este tenor: “Tal vez las únicas voces que somos capaces de escuchar realmente sean las voces de los muertos. El problema es que nadie puede escribir después de muerto; de ahí que la solución sea vivir como si se estuviera muerto y seguir escribiendo, pero nunca publicar nada. Más aún: sin siquiera tener la menor intención de publicar nada”. Que, fiel a las palabras de la cita, el escribidor gasta la vida como si estuviera muerto, escribiendo para sí y para la basura, pero sin publicar nada; más aún: “sin siquiera tener la menor intención de publicar nada”.

Vive solo, y sordo, de resultas del abandono de su mujer y su hija y del golpe recibido en una cárcel estadounidense de manos de un guardián respectivamente, en un apartamento de Medellín en el que a nadie espera nunca. Tiene pocos amigos con los que rara vez se encuentra, y ni siquiera comparte su soledad (como sí lo hace el protagonista de ese bellísimo cuento de Manuel Rivas titulado ’El amor de las sombras’) con una mascota que la dulcifique un poco y barnice su tristeza. Piensa mucho, piensa todo el tiempo, y revela este escrúpulo que suena -no más suena- a contrasentido en boca de un literato: “Supongo que ha habido escritores locuaces y escritores silenciosos. Hablar y escribir son para mí ejercicios completamente distintos. Pertenezco más al género de los parcos que al de los locuaces, y cada vez más, por motivos obvios. Seguí siempre el consejo de aquel personaje que antes de hablar se mordía diez veces la lengua. Si al décimo mordisco seguía pensando lo mismo, lo decía; si dudaba, se quedaba callado. Siempre estoy dudando que valga la pena decir lo que estoy diciendo. Tomarse la palabra, de alguna manera, es vergonzoso; es como decir: yo sí tengo algo que decir, óiganme. En cambio… No estoy muy seguro de tener algo interesante que decir. Al contrario, me siento apabullado por el peso de las palabras”. Da la impresión de no necesitar a nadie pero sufre mucho. Sufre moralmente a causa de su fracaso y el abandono de su familia, que de él reniega como él de su destino de escribidor y muy posiblemente de su sordera. Es entrañable y su inteligencia cava hondo. Pero es un olvidado de Fortuna.

La generación literaria a que pertenecieron Davanzatti y tantos otros escritores, poco importa si locuaces o silenciosos como él, es esa signada por la presencia descomunal del García Márquez a caballo entre la publicación de Cien años de soledad y la concesión del Nobel, cuya influencia forzaba a muchos a intentar emular su estilo y, a los demás, a buscar por todos los medios apartarse de lo real maravilloso cual si de lepra se tratara. Con admiración e idolatría, o con fingido desprecio disfrazado más bien de envidia, aquellos ponderaban incluso la declaración menos significativa del escritor cataquero, mientras que a estos el despecho los llevaba a emprender la difícil tarea de emporcar sus mejores libros. Y en medio de unos y otros, el protagonista de Basura con su acre humor de escritor frustrado, que lo ayuda a poner las cosas en su sitio:

“…«Yo no sé cuándo conocí el hielo pues yo nací en los tiempos de la nevera. Me acuerdo, sí, de una mañana en que mi padre me llevó a conocer un muerto…» […] «Años después, frente al cadáver abaleado de mi padre, yo había (no, mejor yo habría) de recordar esa mañana remota y brutal con la que mi padre había querido prepararme a soportar el futuro.» Sentía un odio lleno de amor por ese costeño al que sin querer se había aprendido de memoria. Temía tanto su influjo que después de la crónica de las bodas truncadas se había prometido, y cumplido, no volver a poner los ojos en ninguna de sus páginas. Se sabía, por obligación, los títulos de los libros, y a partir de ese solo dato era capaz de acometer ataques virulentos. Se burlaba del uso de la metáfora otoñal («En el trópico no tenemos otoño, ni siquiera de patriarcas»), le buscaba las menores caídas (ortográficas, lógicas, cronológicas) a cada uno de sus libros; los leía como con lupa en busca de fallas que lo consolaran de su incapacidad de ser tan buen escritor como él. Buscaba las pajas en el libro ajeno para olvidarse de las vigas carcomidas de su propio caso.”

Ya se dijo que Davanzatti el escribidor, que en vano aspiró a ser un escritor de prestigio y renombre genuinos, no se le hurta a la verdad que cada día se torna más clara e inmisericorde. Reconoce la imposibilidad de su sueño artístico y, no contento con reconocerla, se la repite a diario por si dudas quedan. Con esa verdad se atormenta cada día, prometiéndose también en vano apartarse para siempre de la pluma, que vuelve y empuña con testarudez. No solo se hinca sobre “las vigas carcomidas de su propio caso”, sino que las va gastando a fuerza de recordarse y recriminarse su poquedad creadora. Se esfuerza pero no consigue (su “basura literaria” de este último año encontró un dueño que la articula, la interpreta y la publica) ir borrando toda huella de lo pergeñado en esas resmas de papel blanco con que de tanto en tanto se lo ve entrar en el edificio de Laureles del que está pronto a desaparecer, se figura el lector que para siempre.

Se sabe que marcha a Europa, pues en Medellín ya nada le queda. Va allí en busca de El olvido que seremos todos en algún momento, y más los que como él no logran inscribir su nombre en los anales de las mejores invenciones literarias, cuyo exiguo espacio le fue siempre esquivo. Tal vez murió ignorando que otra clase de inmortalidad garantiza ahora su pervivencia. Pues si a Alejandro Sawa Martínez don Ramón María del Valle-Inclán lo redime (en la persona de Max Estrella) de la desmemoria a que están condenados los escritores menores, otro tanto hace con Bernardo Davanzatti Héctor Abad Faciolince, que le comunica a la “basura” de su protagonista el sentido estético y vital que este se niega a hallarle.


Quien de él huye en él cae irremediablemente

Con seguridad el profesor de una cátedra de psicoanálisis y literatura en la que se estudie la novela Coronación, de José Donoso, intente explicar la cobardía existencial del protagonista a partir primero de la temprana muerte de sus padres y del acoso de que fue objeto en la escuela, así como del miedo a la condenación eterna en el infierno con que doña Elisita Grey de Ábalos buscó disciplinar siempre a su nieto. Con seguridad ese profesor inste a sus estudiantes a imaginar las consecuencias que semejante pérdida, semejantes abusos y semejante mala educación le supondrán al adulto Andrés Ábalos el día de mañana, cuando los traumas de su infancia afloren en sus días de hombre y determinen su carácter y comportamientos. Con seguridad los estudiantes concluyan, al alimón con el maestro, que la vida del burgués personaje tiene muy poco margen de maniobra para el cambio, dados los antecedentes reseñados. Y con seguridad todos pequen por defecto.

Ser con exceso desidioso y vivir su abulia con una dejadez desconocida para una familia que en un pasado no muy remoto paladeó la grandeza y participó de la historia de Chile, desde luego no es un asunto que se pueda elucidar con teorías que se proponen interpretar al individuo a base de precogniciones conscientes o inconscientes. Menos aún si se trata de alguien que, como el protagonista de Coronación, no carece en absoluto de enciclopedia y penetración:

“…¿Valía la pena, por lo tanto, desear saber, inquietarse por preguntar y exigir, por crear y procrear, acudir a filósofos, sabios, poetas y novelistas en busca de soluciones? ¿Cómo era posible ser tan pueril como Carlos Gros y creer que la ciencia lo solucionaría todo, que mediante ella es posible llegar a concluir el puente, a cruzar ese espacio en que todos caen? ¿No veía que la ciencia, como las filosofías y las religiones, parte de la fe, desde el misterio de la calle anochecida, de estas vidas, de Omsk? Lo único que no era misterio era saberse existiendo… Después venía la muerte, y entonces ya nada tenía importancia porque todo caía más allá de la experiencia. Él vivía, Andrés Ábalos, nacido donde y cuando nació, y entre la gente en medio de la cual nació. Eso era Omsk. Tal como la señora que regaba las flores en la ventana había nacido donde y cuando y en el medio en que nació. Rebelarse, tratar de dar un significado a la vida, hacer algo, tener cualquier fe con la cual intentar traspasar el límite de lo actual, era estúpido, pretencioso, pueril, y más que nada lo eran los compromisos y las responsabilidades. Lo único razonable era la aceptación muda e inactiva. ¿Le gustaba leer historia de Francia? Leería historia de Francia. ¿Le gustaba pasear en las tardes por las calles tranquilas? Pasearía.

Andrés sintió por primera vez que sus pobres pies pisaban terreno firme, que lograba saltar desde el extremo del puente hasta la orilla lejana. Para otros, sentir lo que él acababa de sentir quizá resultara un pozo negro de angustia. Para él, sin embargo, era la justificación de no hacer nada, de no aventurarse a nada, la liberación completa de todo compromiso con la vida.”

Digamos entonces que Ábalos cultiva su inacción, su indolencia, su inercia, porque forman parte de su ser antes que por motivos que obedezcan a esos traumas o taras del comportamiento en que cifran sus estudios los psicoanalistas. Y gracias a que en modo alguno rehúye el trabajo del encéfalo, está en capacidad de procurarle a su apatía de adulto un acervo teórico que justifique, como explica el narrador, su prurito de “no hacer nada, de no aventurarse a nada”, y de apuntarle apenas a “la liberación completa de todo compromiso con la vida”.

Así pues, una vez alcanzada la mayoría de edad y escudado con su teoría, el protagonista va a poder conducir treinta años su existencia según estos preceptos. Al cabo de ese tiempo, no obstante, la comodidad de sus días muelles experimenta un sobresalto que los precipita en la conciencia de su fracaso sin retorno y los descentra para siempre, producto de un par de voces ajenas que, casi con simultaneidad, le espetan la antítesis de su filosofía:

“…-¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste tú? Heredaste la pulcritud de tu abuela, además de ser un redomado hipócrita.
-¿Yo? No hables tonterías, a mí qué me importa. Estoy bastante viejo y harto que he vivido… Carlos lo interrumpió con una carcajada.
-¿Vivido? ¿Tú? Déjame reírme, eres tú el que estás hablando tonterías. Si jamás te has atrevido a vivir, hombre. Hace muchos años que te retiraste de la competencia.
-¿De qué estás hablando?
-No te hagas el leso, sabes muy bien. No te has atrevido a tirarte a nado en absolutamente nada, menos aún a querer a nadie, en toda tu vida. Acuérdate de tus pocos y aguachentos amores, unas cositas cómodas, así por encimita, sin comprometerte jamás. ¿Has vivido? ¿Quieres decirme en qué sentido? Eres un hombre bastante inteligente, con una sensibilidad de primera. ¡Pero, viejo, tú simplemente no te has usado!
Paseándose por la salita, Andrés se detuvo frente a Carlos y le preguntó, enfurecido:
-¿Con qué derecho…?
-¿Con qué derecho -lo interrumpió Carlos, que había bebido bastante-. Con el derecho que me da ser tu único amigo, y que nunca nos hemos callado nada. […] Carlos dijo:
-Es que no entiendes, no entiendes nada. Te concedo tu superioridad y, como te dije, envidio tu equilibrio y tu ironía desapegada. Pero, ¿sabes una cosa? Te tengo compasión…”.

Palabras más palabras menos, lo que le enrostra Carlos Gros a Andrés Ábalos es lo mismo que, poco antes, le gritara su abuela (“a ver, ¿qué has hecho en toda tu vida que valga la pena, ah? a ver, dime. Dime, pues, si eres tan valiente. ¿Qué? Nada. Te lo pasas con tus estupideces de libros y tus bastones, y no has hecho nada, no sirves para nada. Eres un pobre solterón inútil, nada más…”), Loca al decir de muchos aunque bastante lúcida y despabilada a sus más de noventa años. Y es esta conjunción de dos conciencias externas la que precipita la desesperación del protagonista, quien hábilmente encuentra en una locura fingida en principio la tregua que su derrota le exige.

Del equilibrio y la ironía desapegada de Andrés Ábalos que el médico pondera, no quedan rastros. Tampoco de la superioridad intelectual a que su amigo hace referencia, que desaparece al unísono con las certidumbres de su teoría. Él es ahora no más que un pobre hombre solo y necesitado de un afecto que demasiado tarde se propuso encontrar y que por ende no halla. Incluso el lector, que en este sentimiento se identifica con la parte masculina de esa conciencia exterior y bicéfala, experimenta por el protagonista la compasión a que a muchos mueve inevitablemente el fracaso ajeno.


Cuando Fortuna dice basta es basta

La vida de Camargo, el protagonista de El vuelo de la reina y uno de los personajes de papel dotados de más fuerza narrativa de la literatura hispanoamericana al menos, conoce personalmente, y en su orden: los rigores de la malaventura, el precio que se debe pagar para dejarla atrás, los extravíos del poder y, nuevamente, el sufrimiento.

Nacido en un hogar que nunca fue y que se diluyó antes de llegar a serlo a causa del abandono de la madre y del desmoronamiento del padre abandonado, la prefiguración infantil de la soberbia humana que representa el periodista más temido y respetado de la Argentina presidida por Carlos Menem se cría como puede, carente de afecto y comodidades. Pero una vez “superada” (la ausencia materna marca dolorosamente cada uno de sus días) la indefensión de esos primeros años, el Camargo adulto se propone y consigue conquistar, a base de empeños sin nombre, el pináculo del cuarto poder, que ejerce con una mezcla de ética periodística, celo profesional, despotismo y, cuando toca, desmesurada persecución del enemigo. Real o fictivo, porque el magín recalentado de este candidato a psicópata que es el protagonista de la novela de Tomás Eloy Martínez, es capaz de fabricarlos y triturarlos sin el menor asomo de piedad.

Nadie entre los argentinos más poderosos puede siquiera aspirar a hacerle mella a la reputación de este hombre que se forjó de la nada más absoluta. Y él lo sabe muy bien. Lo que sin embargo ignora, es que una aleación de femeninos que no falla lo acecha, deseosa de destruirlo:

“El maldito calambre volvió de repente. Descendió como un garrote desde los músculos de la cadera y dobló en dos a Camargo. Era el mismo dolor de un mes atrás y de hacía un año, durante el viaje a Davos. Llegaba y se iba. Pero mientras estaba allí, lo convertía en un inválido. Maestro lo sostuvo con una fortaleza humillante.
-No es nada, Enzo, no es nada. Creí que me había torcido el tobillo. Ya estoy bien, ¿ves? Estoy bien.”

Intuye la desgracia pero miente a sabiendas. Víctima de los primeros avisos de una enfermedad autoinmune, que va a paralizar parte de su cuerpo, y de los estragos de una celotipia producto de una pasión si se quiere extemporánea, los últimos días del protagonista al frente del periódico son febriles. Las preocupaciones de un país tomado por la corrupción, la imagen de su hija enferma de cáncer y postergada indefinidamente por otras urgencias más apremiantes mientras agoniza al otro lado del charco, y ese despecho que lo consume, se unen a los esporádicos síntomas de la enfermedad para hacerle olvidar lo que ningún soberbio tiene derecho a pasar por alto: la preservación de una buena salud.

Y es que Camargo pierde de vista, ocupado como está en destruir para someter sin éxito a Reina Remis, que la única derrota visible de todo hombre, humilde o arrogante -si bien más del segundo-, la constituyen los menoscabos que sufre el cuerpo, el cual delata nuestra impotencia ante el fracaso que supone la transición hacia la muerte. Que le llega tras tres años de un segundo período de desamparo, paliado por la presencia salvadora de su esposa y la hija que les queda, al igual que por el desmesurado amor propio que, a diferencia de la madre, nunca lo abandona pero sí lo pierde:

“Esa noche no será feliz ni infeliz. La vida se le ha convertido ahora en una sucesión de indiferencias. Quizás algún día, si vuelve a caminar, pase un mes o dos junto al mar y empiece a escribir la novela que desde hace tiempo lleva en la cabeza. […] Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas, apoderándose de todo lo que encuentra en su ascenso, sin piedad ni remordimiento, porque ha venido a este mundo sólo para ese vuelo. Volar hacia el vacío es su único orgullo, y también es su condena.”

No vuelve a caminar. Y parte sin humillarle la cerviz al sufrimiento; reducido por la enfermedad a la quietud y la dependencia que empero soporta con dignidad, desprovisto de esa mujer a la que se vio forzado a matar en vista de que no la pudo doblegar, con el cuerpo y la moral disminuidos aunque con la soberbia intacta e incapaz de hacerle una concesión a su conciencia. Que no examina ya que de nada lo acusa.


Epílogo con resignación

No vale nada la vida / La vida no vale nada / Comienza siempre llorando / Y así llorando se acaba
José Alfredo Jiménez
El fracaso, cuando es un fracaso total, llano y sin barniz, siempre tiene alguna dignidad
Max Beerbohm
El hombre que no ha perdido su vanidad, no ha fracasado totalmente
Max Beerbohm

A juzgar por estos tres epígrafes, que van de la desesperanza más absoluta a una esperanza bastante moderada, creo que se puede hablar también de las gradaciones del fracaso, como otros hablarían de las gradaciones del éxito. Dos conceptos relativos y, por serlo, ricos en matices. Cuatro personajes que fracasan de cuatro formas distintas. Concretémoslas aunque de modo poco articulado.

La derrota de Larsen, sin atenuantes salvo en un muy efímero momento de su existencia, es la más estruendosa de todas. La de Davanzatti, quien conoció algunos instantes de felicidad al lado de esa familia que sin embargo se le desintegró demasiado pronto, no admite réplicas ni excusas. Ábalos fracasa movido por una desidia hedónica o por un hedonismo desidioso, que lo maniata y lo apea de las ventajas con que vino al mundo. Y Camargo, que nació en medio de unas condiciones que solo auguraban el fracaso, se sobrepone a ellas para triunfar sin ningún género de duda y para ir forjando a la par su extravío, al que los dioses contribuyen.

Mientras que Larsen y Davanzatti, mejor en Medellín que en Santa María, conversan de la vida y sus imposibles al tiempo que oyen -el escribidor se la sabe de memoria y por eso siente que la oye- una y otra vez ’Caminos de Guanajuato’ y toman una caña que trajo el visitante, Ábalos y Camargo, da lo mismo si en Santiago o en Buenos Aires, charlan un poco de literatura sorbiendo whisky y piensan el uno del otro: “¡Le chorrea la soberbia por la boca, pero sabe lo que se dice!”. “¡Es un apocado, pero salta a la vista que ha leído mucho y con inteligencia!”.

Y en un encuentro de cuatro, en el que el único que carece de bibliografía es Larsen aunque no de profundidad, pensémoslo en la mansión del periodista argentino, la noche transcurre en medio de los silencios más frecuentes que esporádicos de los protagonistas de El astillero, Coronación y El vuelo de la reina, y los casi inquebrantables del de Basura, que se alternan con apuntes desencantados y mordaces ya de uno, ya del otro.

Los tres miran a Larsen con una mezcla de compasión por su presencia adiposa y raída; por el color rojizo de su piel que delata su alcoholismo. Los tres se preguntan por qué Davanzatti casi no habla; por qué parece tan ensimismado y distraído. Los tres observan a Ábalos con la curiosidad de quien contempla a una bella mujer muy venida a menos; con la sorna que carga ese dicho de que “Dios le da pan al que no tiene dientes”. Los tres quisieran saber por qué Camargo no ha dejado su sitio en toda la noche ni para ir al baño; por qué su esposa parece tan preocupada por él y por su bienestar. Y todos a una concluyen, pero sin verbalizarlo, que, como cada uno de ellos, los otros han visto muy de cerca el rostro de la frustración.

Porque yo soy yo y mis circunstancias, como dijo sabiamente el filósofo, pero la muerte es de todos. Digo yo con resignación.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Personajes literarios con estatura de ensayo, reducidos a tamaño de párrafo

Dedico este ejercicio de concreción escrita al periodista y profesor universitario Camilo Jiménez, cuya carta de renuncia a la cátedra que ejercía en la Javeriana apareció publicada por el periódico El Tiempo del 8 de diciembre de 2011. Lo dedico asimismo a los cada vez más escasos educadores que, no satisfechos nunca con su desempeño o el de sus estudiantes, conflictúan con su misión formadora y se niegan en redondo a contemporizar con la mediocridad prohijada por una inmensa mayoría de ciudadanos de todo tipo. Por profesores, directores de departamento, decanos y rectores universitarios.


Una mujer en guerra

Como ni las conflagraciones ni las mujeres que las sufren se van a agotar nunca, simplemente porque el espíritu hostil del hombre jamás declina, la protagonista de La plaza del Diamante, Natalia o Colometa según las contingencias, nunca jamás va a caer en desuso. Cercada primero por la muerte de su madre y el abandono de su padre, y más adelante por el de su esposo que con los republicanos se alista dejándola desamparada con sus dos niños pequeños, este personaje femenino de Mercé Rodoreda va a experimentar, junto con ellos, los estragos de la Guerra Civil Española. La soledad, la escasez transformada en hambre creciente y la desesperación a que la empujan los padecimientos propios y los de sus hijos, la fuerzan a contemplar la salida por que optan muchos de los que, como ella, se encuentran sitiados por una realidad que no se conduele: el suicidio. Pero antes de que esta madre acosada por la sinrazón de una guerra ajena se vea abocada a quemar con el aguafuerte por dentro los cuerpos de sus hijos, para luego habérselas consigo misma, la vida le muestra la luz al final del túnel, que tiene forma humana y nombre de hombre bueno. Y con él llega a esas tres existencias rotas por los designios de otros la restauración primero de la paz perdida, tras lo cual es incluso posible y muy merecido volver a sentir la felicidad hace tanto olvidada.


Un niño ciego universal, único

La ceguera, poderoso destino, es la misma en todas partes: así la de Taha Husein en un mundo rural e islámico de finales del siglo XIX, como la de un niño holandés nacido a principios del XXI en una familia urbana y atea. Los días de la infancia transcurrieron y transcurren para uno y otro como hoy discurren los de los niños ciegos de cualquier latitud, de todas las latitudes: vaciados de luz solar y colmados de aprendizajes que les lancinan la fantasía y les avivan, de forma prematura, la consciencia. Pero ni las circunstancias ni los sujetos que padecen sus rigores son los mismos. Mientras Taha Husein nació y sufrió, creció y sufrió pero brilló en una sociedad para la que la ceguera es maldita y por tanto propicia para el fracaso, muy seguramente el niño holandés estará condenado, no obstante las condiciones ventajosas de su nacimiento, al anonimato que marca las vidas de una inmensísima mayoría de los mortales, cuando no al fracaso más absoluto. ¿Cuestión de determinismo genético? Todo cabe. Lo único en lo que no hay lugar para las dudas lo constituye el hecho de que Taha Husein, narrador, personaje y autor de su novela autobiográfica, encarna al ciego sufriente, que son todos, aunque con más ímpetu al ungido, que son reducidísima minoría.


Los pasos de Ismael

Ismael Pasos ha sobrevivido, tozudamente, quién sabe a cuántas incursiones armadas perpetradas por cualquiera o por todos Los ejércitos contra el cuarenta y dos veces mencionado en la novela municipio de San José, que no es pero que podría tratarse de cualquiera de las más de diez poblaciones que en Colombia derivan su nombre del santo. Profanada cada tanto por los terroristas de uno u otro u otro bando, esta localidad, que el protagonista recorre de extremo a extremo por ver si encuentra a Otilia viva tras la última masacre, rebosa vida a principios de la historia y muerte y desolación hacia el final. Que, Evelio Rosero lo sabe, no es ninguna extinción definitiva, pues más obstinados que la violencia de los hombres son los hombres que a ella se sobreponen para intentar seguir siendo. También felices.


Una vida real que nació literaria

Quizá no haya, en toda la buena literatura escrita hasta hoy, un personaje que pueda siquiera equipararse en ambigüedad al de la Historia de la monja alférez, el libro de memorias de doña Catalina de Erauso. En tiempos en los que las mujeres estaban confinadas prácticamente sin excepción en sus casas o en conventos, la protagonista escapa del suyo para correr mundo, ayudada por la indefinición congénita de su apariencia física y oculta tras al menos cinco identidades masculinas diferentes con que viaja por España y Las Indias y Europa, recurriendo a la picaresca aquí, a la bizarría de su dual naturaleza allá, pero siempre y en todas partes a su facultad mimética. Personaje de género cambiante, soldado por vocación y monja por azar, la autora se propone y consigue concretar en su autobiografía una como entidad hermafrodita que se debate entre la rudeza de un macho alfa pero invisible y la indefensión más femenina, solo manifiesta a trechos y para muy pocos, sin dejar de ser nunca una cosa o la otra. Con lo cual se puede asegurar que el lector de casi dos siglos de esta memoir se halla delante de una presencia equívoca difícil de superar en la realidad e incluso en la ficción.


Manos cesantes de músico que en cambio escribieron

Las de Wladyslaw Szpilman, autor y personaje central de El pianista del gueto de Varsovia, cuya interpretación de Chopin se vio de súbito interrumpida por la más cruenta guerra de que se tenga noticia. A fin de cuentas artista, este compositor polaco de origen judío que fue capaz de burlar la muerte en incontables oportunidades para morir de viejo en su Polonia natal, pone al servicio de la Historia su observación y su inteligencia y le cuenta al mundo sus impresiones de esa orgía macabra llamada Holocausto, que cobró las vidas de su familia. Y es que ni Henryk su hermano, ni Regina o Halina sus hermanas, ni sus padres sintieron posarse sobre su cuello la mano que, a último momento, hala desde el anonimato al artista antes de que el vagón de ganado que parte a Treblinka cierre sus puertas y emprenda la marcha sin regreso posible. Solo él, testigo que el veleidoso destino señala, sobrevive al horror para gritar a los dioses y a sus criaturas que sigue ahí, dotado de pluma y piano, dispuesto a rendir testimonio escrito del espanto de que fue víctima y a reanudar su recital de ese compatriota suyo pianista como él y como él inmortal, justo en donde se silenció: en el nocturno en do sostenido menor que ahora resuena más allá del gueto.


Testigo de todo y protagonista de mucho

Solimán, un niño libio de tan solo nueve años, que observa la forma en que su madre se procura la bebida, prohibida en países de fuerte raigambre islámica, para metamorfosearse de noche gracias a ella en una Sherezade incontenible que le cuenta a su hijo sus penurias de mujer en un mundo machista y violento. Solimán, tal vez el álter ego de Hisham Matar, que ve cómo la dictadura de Gadafi rapta a plena luz del día a allegados a su familia, transmite por televisión sus ejecuciones como si de espectáculos de muchedumbre se tratara, intercepta líneas telefónicas sin recato y tortura a sus secuestrados hasta convertirlos en amasijos informes. Solimán, un niño inteligente y sensible pero con el alma revuelta, que presencia la forma en que su madre da la espalda a la familia amiga para salvar el pellejo de los suyos y se humilla a los esbirros del régimen para que liberen a su marido; que se descubre tratando a su vez con mezquindad a su amigo de infancia cuyo padre fue secuestrado y torturado y ahorcado por la dictadura en medio de un estadio abarrotado y con transmisión en directo; que se sorprende revelándole las identidades de los amigos de su padre al matón que habla del otro lado de la línea y entregándole a otro el único libro que pudo rescatar de la biblioteca de su padre incinerada por su madre. Solimán, un niño inocente pese a su inteligencia y sensibilidad, que pilla sin proponérselo a sus padres un par de veces en faenas genitales que siente lesivas contra su madre y que juzga que estas deberían adelantarse tras puertas cerradas y a oscuras; que quiere pero no se atreve a salvarla a ella de eso que percibe como una ignominia. Solimán, Solo en el mundo luego que sus padres decidieran exiliarlo en Egipto sin consultar su parecer y a la inverosímil edad de diez años, se esfuerza por recobrar la imagen mental que de su madre registra su memoria minutos antes de que esa mujer aún muy joven aparezca, quince años después, en esa estación de buses en que ahora la espera, aunque ya sin la impaciencia del niño que se consumió aguardando su llegada y la de su padre, que con ella no viene porque está muerto.


Un día en la vida de un alucinado

A diferencia de muchos seres humanos, Jonathan Noel no ambiciona para sí más que la paz de los sentidos o una existencia exenta de sobresaltos. Y así va fluyendo su vida hasta la mañana en que la presencia de una paloma cerca de la puerta de su exigua vivienda, en el corredor del edificio de apartamentos en que vive, viene a trastornarlo todo: su equilibrio emocional, la estabilidad de su psiquis y, con ello, el bienestar de su cuerpo. Por primera vez en los veinte años que lleva guardando la entrada del banco en que trabaja, es presa de desatenciones que le impiden cumplir a cabalidad con sus deberes. Sobrelleva la jornada como sobrelleva la suya un condenado a muerte que sabe que para él no hay escapatoria. Presiente que, a su regreso a casa, su pesadilla materializada en La paloma no se habrá desvanecido y entonces se promete la muerte para el día siguiente. Pero Patrick Süskind, que parece haber borrado de la escena el motivo del desquiciamiento de Noel, no nos permite comprobar los arrestos de su muy bien logrado personaje.


La carta que nunca llega

Hanna Schmitz, que cuenta treinta y seis años al comienzo de esta novela de Bernhard Schlink, carga consigo un pasado con dos vergüenzas, en su sentir una más oprobiosa que la otra. Por un lado, su participación con las SS como guardiana de campos de concentración, hecho por el que recibe una sentencia en principio a perpetuidad, y, por el otro, la mortificación en que la sume ya desde hace tanto su analfabetismo, determinador de todas sus desdichas y pecados. Pero es irónicamente en la cárcel, mientras purga su condena, donde deja atrás el lastre de no saber leer, que se saca de encima cotejando las cintas que de El lector recibe con los manuscritos que la directora del penal le suministra. Tanto ingenio y tesón no le van a alcanzar, sin embargo, para cumplir su sueño de tener en las manos la carta que de él espera y que querría leer antes de entregarse voluntariamente a un suicidio que desdeña el indulto que le fue concedido. No por su ex amante, dieciocho años menor que ella, quien con su silencio apuntala ese designio.


Pupilas quemadas por la luz

Hay escritores cuyas obras, dignas de inmortalidad, sobrepujan con mucho a sus vidas. Hay escritores cuyas obras, magnificadas por la crítica o el mercado, afaman sus vidas, que no merecen gloria. Hay escritores cuyas obras, que corren parejas con la fama de sus vidas, son la comprobación de sus novelescas existencias. Pero hay escritores cuyas vidas, que exceden con creces a sus obras en ocasiones incomprendidas por la crítica y el mercado, seducen la perpetuidad a fuerza de ser malditas. Morir loco, y ciego, y arruinado y, por consiguiente, desesperado, y no haber podido nunca sacudirse la reputación tal vez injusta de escritor menor, de escritor maldito que en sus mejores años se codeó en París con los de su condición, son peripecias vitales que le confieren a Alejandro Sawa, quien nos habla desde sus Iluminaciones en la sombra, lo que a muy pocos está permitido: figurar en la Historia de la literatura, a más de como autor de ficción, como personaje de papel que no perece. Porque Max Estrella, como la esencia que le comunicó la vida, tienen garantizada la posteridad.


El secreto mejor custodiado de Eros

Treinta años no han sido tiempo bastante para que la incertidumbre amorosa que padece Benjamín Miguel Chaparro, el muy tímido protagonista de esta novela de Eduardo Sacheri, se disipe. Enamorado de Irene Hornos desde que ella llegó al juzgado siendo apenas una niña y su subordinada, a él le ha alcanzado la vida para verla convertirse en su jefe y la de todos los que allí trabajan, para pensionarse tras décadas de servicio a la justicia y hasta para hacerse novelista, pero no para responderse lo fundamental; lo único que mantiene en vilo su perplejidad de sesentón adolescente: La pregunta de sus ojos. Y cuando por fin el lector contempla a ese Chaparro lleno de determinación subir saltando, de dos en dos, los escalones de la entrada de Lavalle, y lo ve caminar a grandes trancos por el pasillo de baldosas blancas y negras dispuestas en rombo en dirección al despacho en que desde hace ya tanto una mujer aguarda una respuesta, el autor resuelve ponerle el punto final a una historia de amor que es muchísimo más que eso.


Un misterio de fútbol contado en tiempo

Ocho años tenía Ezequiel Aráoz cuando su equipo, el Deportivo Wilde, descendió a segunda división luego de un partido en el que una jugada precipitó la catástrofe. Poco más de cuarenta años tiene Ezequiel Aráoz cuando comparece en ese confín geográfico de La Argentina llamado O’Connor, de donde está dispuesto a no marchar hasta conocer el móvil que le impidió a su ídolo Perlassi hachar las pantorrillas del Tanque Villar antes de que el delantero de Lanús marcara ese gol que envió a su equipo, y con él a sus hinchas, al infierno. Cinco noches y seis días le bastan a Ezequiel Aráoz para aprender que algunas veces las lealtades obligan a ciertos seres humanos a escoger entre la salvación y la gloria propias, o el deshonor y la desgracia de alguien a quien se le debe gratitud por un gesto que en su momento preservó el honor de quien ahora lo sacrifica para saldar la deuda. Treinta y cinco años de una vida infeliz y obsesa por culpa de una jugada infortunada son los que condensa Eduardo Sacheri en esos mismos seis días y cinco noches, que su descomunal talento literario emplea para referirle al lector la historia de Aráoz y la verdad.


Epílogo de un personaje de trilogía

Pocos como David Kepesh consiguen apresar lo fundamental de la vida en una frase. Escasos los que, como él, se niegan con determinación a dejarse vencer por las miserias del tiempo que pasa. Afortunados los que, al igual que Kepesh o Mario Rota, recalan en ese quehacer que les evita la salida de circulación del mercado venéreo a los que saben suplir con palabras las vejeces de sus cuerpos. Malditos todos los que, por efectos de la edad o el enamoramiento o la edad y el enamoramiento, se ven obligados a representar El animal moribundo que compendia cada personaje de esta novela de Philip Roth.


Abril rojo, de sangre y fuego

El fiscal adjunto Félix Chacaltana Saldívar, como don Alonso Quijano o el capitán Pantaleón Pantoja, para solo establecer un par de parangones, habita un mundo que él no entiende o que no lo entiende a él. Apocado de cuna, Chacaltana contiene en su ADN literario las cualidades proteicas de las mejores criaturas de ficción: bonachón pero viola, blando pero mata, escrupuloso pero condesciende. Y no se atenta contra la verdad si se afirma que mata y viola y condesciende porque, víctima desde niño de la violencia y de su espiral holístico, tiene por destino único, según lo entiende y lo confronta Santiago Roncagliolo, la sangría de la guerra. Que, en el caso de nuestra América Latina, no cesa sino que hiberna.


Pesadilla en plena vigilia

La vida de Bird, el desgarbado protagonista de Una cuestión personal, pasa de la frustración de sus veintisiete años vividos con mediocridad aunque todavía con un sueño por cumplir a la desesperación por momentos asesina de saberse engendrador de un monstruo. Padre de un recién nacido que atormenta los ojos que lo miran con su hernia cerebral, este personaje de Kenzaburo Oé va a tener ante sí una disyuntiva a un tiempo ética y estética: rebuscar entre tanto sufrimiento la esperanza a que lo convidan las palabras de Delchef, o rendirse a la abyección de los últimos días y hacer que desaparezca, al menos de forma material, esa otra prueba de su fracaso. Pero el dilema que enfrenta este hombre que tal vez no perpetre su aspiración libertaria de viajar al África, allana un tercer camino que se aparta de la lucubración del crimen como desenlace y en cambio opta por la resignación al poder de lo deontológico. Poder del que el propio premio Nobel japonés es activista y ejemplo sin comparación.


Aprendices de iconoclastas

A sus trece años, Noboru acecha a su madre mientras desnuda su bello cuerpo de treinta y tres, a la par que se esfuerza para definir el almizcle que la proximidad también desnuda del de El marino que perdió la gracia del mar lo hace expeler. A sus trece años Noboru y los de su grupo herético de amigos sostienen que padres y educadores son culpables de un ominoso pecado que se expía con la muerte. A sus trece años, Noboru recuerda como un feliz incidente precisamente la muerte de su padre, acaecida cuando él contaba cinco menos. A sus trece años Noboru y los cuatro restantes miembros de la secta herética se conminan a prescindir de cualquier pasión humana y se recriminan si son objeto de alguna. A sus trece años, Noboru cumple casi cabalmente con el rito iniciático que en su caso consistió en estrellar contra un árbol y a sangre fría, una y otra vez sin que asome la piedad, a un cachorro de gato vagabundo que por ahí pasa. A sus trece años Noboru y la pandilla herética se obstinan en leer el mundo suprimiendo los grises y calificándolo todo como vulgar o estético y condenando lo primero a la aniquilación. A la que se sentencia a un hombre por el hecho de estar ponderando la renuncia a su vocación de navegante y por tanto al mar, que para la extemporánea y violenta facción de Yukio Mishima constituye el súmmum de lo segundo.


Propicia para transgredir

Es La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata. Un no lugar sacado de una imaginación prolífica que comprende el entronque de lo bello y lo trágico. Que narcotiza muchachas y las posa desnudas sobre una cama que habrán de compartir con un anciano en plena vigilia o, si él lo prefiere, sedado como ellas. Que dispone el pecado en su forma más prístina pero le crea una regla que aconseja al huésped abstenerse de transigir con los requerimientos de su ello. Que asegura la clandestinidad y el secreto de unos encuentros que serían desencuentros de no mediar los fuertes somníferos que adormilan las voluntades de las bellas durmientes en esa casa mágica que otros han querido emular en vano. Porque ni Delgadina, ni Mustio Collado, ni Rosa Cabarcas consiguen siquiera rozar lo real maravilloso que abunda en los personajes y en la historia del narrador japonés.


Humor para oídos privilegiados

Eugenio Sanz Vecilla, ese que escribe y protagoniza las Cartas de un sexagenario voluptuoso, que de voluptuoso tiene lo mismo que el hidalgo disoluto de Abad Faciolince tiene de disoluto, es un periodista de sesenta y cinco años recién pensionado que pesa ochenta y cinco kilos y mide un metro sesenta. Un personaje de vida vulgar pero de prosa refinada e hilarante, que lo mismo le sirve para discurrir con agudeza sobre honduras filosóficas aunque aplicables al día a día que para abundar en la manera más a propósito de guisar con éxito un cocido castellano o para detallar los sufrimientos que le ocasiona su estreñimiento crónico. Dueño de una causticidad de la que no alardea ni parece ser consciente, el remitente de las misivas carece de un destinatario capaz del goce estético que produce su dominio a ultranza de un lenguaje que participa a la vez del rigor de los textos académicos y del desparpajo de las intimidades más infidentes. Acaso un fauno aunque de lascivia embozada, mamador de gallo profesional pero taimado, Sanz Vecilla, como Miguel Delibes, su demiurgo, están condenados, el primero con sus cartas y el segundo con su novela epistolar, a matar de risa solo a muy pocos.


Ni infante, ni difunto: sátiro

Para algunos novela, para otros memorias, para mi este libro de Guillermo Cabrera Infante es una novela memorable y memoriosa. Protagonizada y narrada por ese que fuera él entre la pubertad y los veinte años más o menos, La Habana para un infante difunto evoca cualquier cosa salvo la niñez o la muerte. O, más bien, si las invoca, pero en forma de polvo que mata de goce para, acto seguido, permitir que el rijoso adolescente que sobre esa otra humanidad se abate, se deje caer de lado y así vuelva a nacer. Joven en tiempos en que el himen se guardaba con más celo que las niñas de los ojos, el protagonista deviene en un Casanova que tira de cualquier recurso con tal de agenciarle dicha al cuerpo, que exulta y hace conmocionar el del que, absorto, lee, imagina y se relame.


¡Un mundo para Julius!

Quiere gritar el lector de esta novela de Alfredo Bryce Echenique, pese a estar cansado de reír con tanta vaciedad kitsch pero de tan buen gusto. Es cierto que Juan Lucas y Susan hacen la mejor pareja bien que conozca la literatura; es un hecho que a su lado hasta el desdén que los dos sienten por la cultura parece cosa de poca monta si se lo compara con la vida muelle que llevan y con el humor negro que en ellos dos se da silvestre; es inevitable querer ser su amigo y pasar una velada en su compañía. Pero es que Julius, el muy ingenuo aunque inteligente Julius, carece de un mundo propio. Carece de un mundo en el que alguien pueda de veras colmar ese vacío grande, hondo y oscuro con que se va a la cama, a ver si con un llanto largo y silencioso consigue conciliar un sueño exento de las muchas preguntas sin respuesta que lo abruman de día.


El triángulo que no se cierra

Seguramente sin saberlo, Muriel Barbery logra contrarrestar, gracias a los tres protagonistas de La elegancia del erizo, la sentencia de André Gide según la cual no se hace literatura con los buenos sentimientos. Y es que si algo caracteriza a Renée Michel, a Paloma Josse y a Kakuro Ozu, es justamente eso: los buenos sentimientos de que hacen gala. La portera, contra quien la vida se ha ensañado, es un ser capaz de dejarse seducir por la inteligencia ajena, siempre que esta sea el colofón de unos valores que propendan al respeto por la alteridad. La nínfula involuntaria, que constituye la antítesis de la estridencia y el apresuramiento del adolescente medio, solo le halla verdadero sentido a su vida cuando conoce personalmente la amistad por partida doble que Fortuna le depara. Y el japonés, que no defrauda en ningún momento las expectativas que sobre él se forjaron las otras dos rectas del triángulo, no participa de los prejuicios de los de su condición social y muy por el contrario está dispuesto a hacerlos saltar por el aire con ese matrimonio que la muerte frustra.


Una medianía que apostata

Pereira es un periodista portugués que vive maniatado por el miedo al salazarismo, en una Lisboa crispada de angustia y en una Europa que se apresta para la guerra. En tiempos en que la libertad de prensa es poco menos que una entelequia, el protagonista de esta novela de Antonio Tabucchi domeña sus escrúpulos éticos a fuerza de altas dosis de instinto de supervivencia. Su conciencia, empero, cargada con tanta cobardía, se va a revelar finalmente y, mediante un acto sagaz y esforzado, va a lograr que el hasta ayer no más pusilánime comunicador empuñe la pluma como corresponde. Ahora sí, luego de rubricar esa denuncia que pone al descubierto las tropelías de la dictadura, Sostiene Pereira que es hora de exiliarse en Francia.


Fucking Miracle!

Cuando se lee Marianela, la novela de don Benito Pérez Galdós, se antoja imposible seguir viviendo como si tal cosa. Por estúpido que sea el lector, la tragedia de la protagonista, uno de esos seres que los dioses producen en cantidades industriales, si bien provisto de un ángel que lo hace único, no puede sino conmover de indignación, o mover a risa a los estetas de la fisonomía. Espejo de la vida real tal como es, o sea el mundo especular de lo ilusorio, la historia en que el escritor español engasta su personaje cumple como pocas uno de los propósitos de la literatura: hacer que el incauto, asqueado, abra los ojos y reafianzar en el asqueado de vieja data su desprecio por el género de que forma parte. Raza maldita que en la novela no perece irremediablemente gracias a la muerte, por dignidad y por vergüenza, de la Nela.

martes, 7 de agosto de 2012

Apuntes sobre treinta y un cuentos de Roberto Bolaño

Treinta y cuatro son los relatos que, sumados, reúnen Llamadas telefónicas, Putas asesinas y El gaucho insufrible, los tres volúmenes de cuentos que forman parte de este ejercicio crítico a salvo de ínfulas academicistas. Su propósito, como el de todas las reflexiones que contiene este blog, parte del disfrute que su escritura le procura al autor, que quiere hacerlo extensivo a todo aquel que decida hincarles el diente, y culmina con el deseo de fomentar el estudio de las obras objeto de análisis entre quienes las desconocen.


Tras los pasos de un álter ego con nombre propio

Los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio,
sobre todo a lo largo de su dilatada juventud.
R. B.

Aunque su presencia planea y se intuye en muchos de los treinta y un relatos que nos interesan del escritor chileno, únicamente en cuatro su existencia se manifiesta con nombre y apellido: la de Arturo Belano, el vicario prominente de Bolaño en su ficción. Tres de los cuatro figuran en Llamadas telefónicas, uno en Putas asesinas y ninguno en El gaucho insufrible.

’Enrique Martín’, escritor como Belano salvo que condenado al fracaso de los que no cuentan entre los señalados por Fortuna, es un vate catalán que escribe en esa lengua y también en español con similares resultados: anémicos. Un poeta vergonzante que, acaso por serlo, contradice con su suicidio el exordio del cuento en boca del narrador (“…son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo…”), cuya identidad se patentiza precisamente en la llamada telefónica que le efectúa a la viuda de Martín, ajeno ya a los efluvios de la envidia y la mezquindad que inficionan los círculos literarios, de los que fuera en vida rey de burlas: “Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono de su ex compañera, ex dependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy yo, dije, Arturo Belano…”, quien es a un tiempo narrador intradiegético y protagonista de la historia.

Pero no solo de la que refiere ese cuento, sino de la historia de ’El gusano’, un relato que tiene lugar en México D.F., no en la época del Belano de ’Enrique Martín’, en la que es ya un escritor en ciernes que acaba de publicar su primera novela y que malvive en las afueras de Girona, sino cuando apenas cuenta felices -que no obstante percibe como “desdichados”- dieciséis años en los que descubre el sexo, capa clase para meterse de narices en la biblioteca e ir al cine. Una época en que conoce justamente al Gusano, el inefable protagonista del cuento que toma su apodo por título y quien procede de Caborca, no de la revista publicada por Cesárea Tinajero, sino del pueblo en el norte de México en honor del cual la poeta bautiza su publicación-mito. Una época en que, sin saberlo, mediante el conocimiento que traba con aquella figura de presencia dudosa, comienza a forjar el camino que lo habrá de llevar, junto con otros detectives salvajes, a la peligrosa geografía de Hermosillo y Villaviciosa en Sonora, o a la más peligrosa aún ciudad de Santa Teresa, como narrador en 2666. Una época determinante en la que sus vagabundeos de muchacho le procuran el azar de la contemplación de la fama convertida en diva, e incluso el de dedicatorias escritas por manos presurosas: “…En la primera página de La caída, Jacqueline escribió: ’Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jacqueline Andere’”.

’Detectives’ se titula el tercer cuento de Llamadas telefónicas en que el álter ego de Roberto Bolaño aparece registrado, si bien desposeído de la función de narrador en primera persona y protagonista que tuviera en ’Enrique Martín’ y ’El gusano’. Convertido ahora en recuerdo y en constante alusión del diálogo que sostienen Contreras y Arancibia, dos viajeros que conversan sin la mediación de una voz narrativa, el nombre de Arturo Belano se deja oír en repetidas ocasiones, luego de las cuales el lector comprende la anécdota que los personajes recrean con ánimo autoexculpatorio: Belano salvado de las garras de la incipiente dictadura chilena gracias a que la suerte lo puso en manos del segundo de ellos, de quien fuera, como del otro, compañero de liceo aunque no amigo. ¿Y si Fortuna no le hubiera deparado ese encuentro con Arancibia?, cabe preguntarse. Pues seguramente no habría sobrevivido para protagonizar -mas no para narrar- ’Fotos’, el undécimo relato de los trece de que consta Putas asesinas.

Una puntuación febril -hay un único punto en ese cuento monopolizado por las comas- y una narración omnisciente igual de febrática, crean la atmósfera propicia para el reencuentro que celebran el lector y un Belano de edad indeterminada, quien sobrevive apenas en medio del África, cuyo clima infernal predomina en el “cerebro recalentado” del protagonista. Que participa del caos que denotan tanto las palabras que estructuran el discurso ficcional, como el entrevero de la voz narrativa y la del único personaje que repasa un álbum de fotos; voces que se tornan, por momentos, indisolubles: “…como si sostener y acariciar fuera lo mismo, ¡y es lo mismo!, piensa Belano, o Jean-Philippe Salabreuil (a quien ha leído), tan joven, tan guapo, parece un actor de cine, y me mira desde la muerte con una media sonrisa, diciéndome a mí o al lector africano a quien le perteneció este libro que no hay problema, que los vaivenes del espíritu no tienen objeto y que no hay problema, y luego cierra los ojos pero no mira al suelo, y luego los abre y pasa la página y aquí tenemos a…”. A cualquiera de esos escritores que aprecia en las fotos con ojos alucinados, antes de cerrar el álbum y echar a andar, desnortado.


Tras los pasos de un álter ego carente de nombre propio

Aprendí un día, gracias a un buen profesor de literatura -y que quede claro que los buenos profesores de literatura escasean tanto o más que la comida en el Cuerno de África-, que no se debe caer en la tentación que tiene todo lector bisoño de achacarle al autor real cualquier imprecación o juicio de valor o parafilia o exabrupto o malquerencia u opinión que expresen, ya los personajes, ya la voz narrativa con preferencia de un cuento o de una novela. Aprendí asimismo que, de llegar a ser mucha la tentación de identificar lo leído con la existencia de que dimana, debe hablarse, para curarse en salud, del “autor implícito” o del “autor implicado”. Sin embargo, le debo a mi destino de lector autónomo e independiente (ese que no va repitiendo por ahí lo que oye decir a otros que acaso sí tienen criterio analítico o interpretativo) la capacidad de saber cuándo la teoría atina y cuándo se queda corta.

¿Que debo abstenerme de decir que en los relatos que se mencionan en este apartado las voces narrativas pertenecen a Arturo Belano o a Roberto Bolaño, simplemente porque no se les atribuye un nombre propio a esos narradores, casi siempre protagonistas también de las historias que cuentan? ¡Qué va! ¡Pero si hay fundamentos suficientes como para hacerlo!

En ’Sensini’, por ejemplo, se oye la voz de un narrador autodiegético que declara: “La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy…”; o esta, la del narrador también intradiegético de ’La nieve’, que recuerda: “Lo conocí en un bar de la calle Tallers, en Barcelona, hará unos cinco años. Cuando supo que yo era chileno se acercó a saludarme, él también había nacido por aquellas lejanías…”; ¿o qué tal esta, la aún más elocuente de ese magnífico relato titulado ’El Ojo Silva’?: “Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado El Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende…”; y esta otra, la cual preside la narración intradiegética, como las demás, de ’Gómez Palacio’: “Fui a Gómez Palacio en una de las peores épocas de mi vida. Tenía veintitrés años y sabía que mis días en México estaban contados.

Mi amigo Montero, que trabajaba en Bellas Artes, me consiguió un trabajo en el taller de literatura de Gómez Palacio, una ciudad con un nombre horrible…”; o la de ’Carnet de baile’, la cual no permite albergar dudas: “3. En la segunda página del libro está escrito el nombre de mi madre, María Victoria Avalos Flores…”; ¡pero es que la de ’Encuentro con Enrique Lihn’, ahora que reparo, sí lo nominaliza!: “Así que allí estábamos, en un reservado, y unas voces decían este es Roberto Bolaño y yo tendía la mano, mi brazo se incrustaba en la oscuridad del reservado…”; ¿y quién que se precie de conocerlo, no intuye en la voz rememoradora de ’Literatura + Enfermedad = Enfermedad’ la de su vida menguante?: “Yo, sin ir más lejos, comencé a viajar desde muy joven, desde los siete u ocho años, aproximadamente. Primero en el camión de mi padre, por carreteras chilenas solitarias que parecían carreteras posnucleares y que me ponían los pelos de punta, luego en trenes y en autobuses, hasta que a los quince años tomé mi primer avión y me fui a vivir a México. A partir de esos momentos los viajes fueron constantes. Resultado: enfermedades múltiples…”.

Siete voces que narran (las dos primeras de Llamadas telefónicas, las cuatro siguientes de Putas asesinas y la última de El gaucho insufrible) y que convierten, desde la experiencia del sujeto que cuenta lo que vive y lo que presencia, lo vivido y lo presenciado en autobiográfico. ¿Acaso no confiesa el propio Bolaño -quien viviendo en Girona y siendo “más pobre que una rata” se ve forzado a desempeñar quehaceres subalternos- en una entrevista que se puede localizar en YouTube que Sensini encarna al escritor argentino Antonio di Benedetto?, ¿acaso no nació Bolaño -y también Belano- en Latinoamérica en los años cincuenta, lo que quiere decir que rondaba -que rondaban- los veinte años cuando murió Salvador Allende?, ¿acaso Montero, Hugo Montero, no es -no va a ser- uno de los “cuates” de Arturo Belano y de los real visceralistas en Los detectives salvajes?, ¿acaso la madre del escritor chileno Roberto Bolaño no se llama -se llamaba- María Victoria Ávalos Flores?, ¿acaso la disolución de las fronteras léxicas, que únicamente se le da bien a Bolaño entre los escritores que en la lengua de Cervantes son y han sido, no hace pensar en un viajero impenitente al estilo de su padre -no en vano un transportista- o de cualquiera de sus personajes -Belano, por ejemplo-?, ¿acaso no es de público conocimiento la quebrantada salud de ese escritor vanguardista y genial que no debió morir tan demasiado joven?, ¿acaso… acaso…?: ¡más claro no canta un gallo!


Tras los pasos de un -o varios- álter ego reducido a iniciales

Mediado por una voz narrativa omnisciente solo para B, uno de los dos personajes de ’Una aventura literaria’, este relato neurótico o tal vez esquizoide de Roberto Bolaño propone un juego persecutorio entre dos escritores -A, reconocido pero demasiado aleccionador para el gusto de B, un escritor en ciernes que tiene en A a un crítico tal vez demasiado condescendiente pero recursivo a la hora de reseñarlo- que, de no existir como entidades independientes, harían pensar más bien en una única entidad -quizá B, de Belano- que inventa la otra o simplemente se ve forzada a lidiar con su presencia como quien lidia con su voz interior. Una voz interior que, sin serlo, B asume como antagónica.

Y de los dos “personajes-abecedario” de ’Una aventura literaria’, el lector topa con cuatro en el cuento titulado, como el libro a que pertenece, ’Llamadas telefónicas’: A y Z, un par de agentes de la policía que le informan a B -¿B de Belano?- que asesinaron a X -una mujer de la que B se enamora por partida doble y que por partida doble lo desdeña-. Ni la presencia en el cuento de los dos policías, ni la narración extradiegética y también omnisciente únicamente en relación con B (“Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: Si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: Por eso, precisamente, soy yo el que está vivo”) ayudan a desvelar el misterio del asesinato que, al menos para el detective que lee, recae sobre un sospechoso: el desairado por Eros en dos ocasiones.

En Putas asesinas, por su parte, un tridente de cuentos va a imantar al lector tras los pasos de un B que, cada vez más, genera menos dudas en torno a su identidad: tres relatos en los que el paso del tiempo, que discurre junto con los personajes y el protagonista por entre dos ciudades y dos países, se hace más palpable según cada historia se agota.

En ’Últimos atardeceres en La Tierra’, una narración contada mayoritariamente en presente de indicativo, B, que viaja a Acapulco de vacaciones con su padre -a todas luces una recreación del de Bolaño-, es apenas un muchacho que sin embargo lo mira todo con esa especie de distancia y de desencanto del lector avezado que es, desencanto y distancia que contrastan con la vitalidad y el pasional abandono con que el otro asume la vida. Que, queda la sensación, tal vez el padre pierde en ese prostíbulo y en esa madrugada en que se desata una refriega de borrachos: el momento más álgido del relato.

Ya sin el padre y no en Acapulco sino en Barcelona, adonde acaba de llegar B según el narrador, el protagonista de ’Días de 1978’ -quien aún no figura como escritor más que para los pocos que conoce y que lo conocen en esa ciudad catalana- se va a captar una primera enemistad de índole literaria, que reseña la voz narrativa, quien más que un narrador convencional es un autor implícito o implicado, dadas las libertades y la independencia de criterio que se concede: “La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada, las primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli más que suficiente para las ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya es inminente, B se levanta y rehúsa el enfrentamiento…”. (En efecto, esta voz narrativa tiene todos los giros característicos del autor implicado o implícito, como cuando dice… “aquí podría terminar la historia”, o “el más pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él…”, o “esta visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan nervioso a B que, sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto recientemente una película y que la película es muy buena…”, o “aquí debería acabar este relato, pero la vida es un poco más dura que la literatura”.)

Sin embargo, el lector se entera de que la animadversión no del todo gratuita que U le cobra a B no pasa a mayores, y más bien intuye que este, movido por una especie de afecto o de curiosidad que le despierta el suicidio de aquel en un bosque francés, decide hacerse un ’Vagabundo en Francia y Bélgica’ para, entre otras cosas, averiguar las razones que impelieron a U a colgarse de un árbol justo cuando se encaminaba de regreso a Barcelona. Una intuición que se desvanece no bien comienza el tercer cuento de la tríada.

¿Para qué cruza entonces la frontera?, nos preguntamos algunos lectores: “B ha entrado en Francia. Se pasa cinco meses dando vueltas por ahí y gastándose todo el dinero que tiene. Sacrificio ritual, acto gratuito, aburrimiento. A veces toma notas, pero por regla general no escribe, sólo lee. ¿Qué lee? Novelas policiales en francés, un idioma que apenas entiende, lo que hace que las novelas sean aún más interesantes. Aun así siempre descubre al asesino antes de la última página -lo que habla muy bien de Belano como lector: esta nota, por si acaso, es mía-. Por otra parte Francia es menos peligrosa que España y B necesita sentirse en una zona de baja intensidad de peligro. En realidad B ha entrado en Francia y tiene dinero porque ha vendido un libro que aún no ha escrito -solo les pagan por adelantado sus libros a los escritores de cierto o de mucho prestigio: otra nota mía, no se confundan-, y tras ingresar el 60 % en la cuenta corriente de su hijo se ha marchado a Francia porque le gusta Francia. Eso es todo.” Suficiente información como para concluir que, entre el anterior relato y este, han transcurrido algunos años que dejaron atrás al escritor de veintitantos y que se recuerda como “más pobre que una rata”, quien le cede su sitio al Belano o al Bolaño detective, que va tras la huella de un dizque escritor belga llamado Henri Lefebvre, homónimo de un filósofo francés que sí figura en la Wikipedia.


Mujeres en el filo de la navaja

Escucha siempre con atención las palabras que dicen las mujeres
mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada
que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero
si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y
piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen
y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad
quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, son monos ateridos
de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo,
son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando,
indagando las palabras que nunca podrán decir.
R. B.

Encarcelada por Franco en Aragón en noviembre de 1973; medicada con valium, “un montón de pastillas de valium”; asidua de otras drogas tales como rohipnoles y LSD y anfetaminas -“pastillas para subir y pastillas para bajar y pastillas para controlar el volante de su coche”-; insuperable en las húmedas luchas cuerpo a cuerpo que practica con muy diversos contrincantes; asediada por visiones “de monstruos, de conspiraciones, de asesinos”, la Sofía de ’Compañeros de celda’ es, no hay cómo negarlo, una mujer en el límite. Un personaje al que parece estorbarle la vida, que agota sin las previsiones y sin los cálculos de futuro que tanto preocupan a los más de los mortales, a los que en cambio la une su fisonomía: “…era morena, de corta estatura y muy hermosa”.

Y es precisamente con la fisonomía de ’Clara’ (“Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules…“) como emprende también Belano su narración de este otro cuento de Llamadas telefónicas, cuya tercera parte está dedicada por completo a féminas que como Sofía y Clara, o como Joanna Silvestri y Anne Moore, penden de un hilo, no ya para no despeñarse en la nada de la muerte que parece rondarlas, sino para no sucumbir de forma irremediable a la locura, con la que flirtean sin recato. Porque si a Sofía la atormentan o parecen atormentarla su pasado y sus adicciones y sus delirios, a Clara la empavorecen sus problemas mentales, materializados en esas ratas con que a menudo sueña y que despierta siente chillar en su cuarto, y la martirizan sus fracasos -que degeneran en depresiones- y su mandíbula desencajada y su cáncer.

Pero ¿en qué se traduce el límite en que habita ’Joanna Silvestri’?, ¿y en qué el de la ’Vida de Anne Moore’?

El de la actriz porno italiana, que se halla postrada en una cama de hospital a causa de una enfermedad que no se determina pero que se presiente, consiste en un monólogo interior o soliloquio o desvarío en que un como estado febril yuxtapone imágenes de muchos tipos y entrevera sueños con realidades, presentes con pasados, duermevelas con vigilias, personas vivas con personas muertas. Un discurso en el que si bien la vida de la protagonista no parece del todo amenazada por la inminencia de la muerte física, sí se insinúa en riesgo serio la estabilidad de su salud mental.

Por su parte, Anne Moore, más que cualquier otra criatura de la cosmogonía literaria de Roberto Bolaño, compendia como nadie la caracterización del personaje desnortado que va dando tumbos por el mundo, palos de ciego torpe, traspiés de borracho. Una ausencia de propósitos que en cambio no afecta a la ménade protagonista de ’Putas asesinas’, el relato que le comunica su nombre al libro en que figura.

Como Lisbeth Salander ante Nils Erik Bjurman pero primero que ella en el calendario literario, el personaje femenino del cuento (de cuya boca salen las palabras del epígrafe que encabeza este ’capítulo’) tiene ante sí, amarrado y amordazado, sometido y humillado, gimiente y aterrorizado, a un tal Max, no se sabe si la víctima de turno de la ménade o su única víctima, que la oye, junto con el lector, desvariar antes de que proceda a finiquitar su venganza o su acto de psicopatía femenina: “Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es inevitable. Acéptalo de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar ni de recordar congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con todas tus fuerzas en algo bonito… — (El tipo en vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la que está fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del esfínter y no retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se adhieren a su cuerpo mojado.)
—No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso lo mismo daría que estuviera anocheciendo…”. Y lo mismo da porque no hay para Max otro final que el que ella, una puta asesina como él en el filo de la navaja, le ha deparado.


Voces marginales y rostros difusos

Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben,
de la misma manera que uno nunca termina de vivir,
aunque la muerte sea un hecho cierto.
R. B.

Dos son los tipos de escritores que Roberto Bolaño patentiza en su narrativa. Al primero, que elocuentemente representa, entre muchos otros, ’Henri Simon Leprince’, lo integran escritores desprovistos de toda posibilidad en la Historia de la literatura; es decir, escribidores que tienen la marginalidad por territorio común. Cultores sin éxito de la imaginación creadora que responden, claro que con matices, a la caracterización del personaje central del cuento en cuestión: “Esta historia sucedió en Francia poco antes, durante y poco después de la Segunda Guerra Mundial. El protagonista se llama Leprince (el nombre, sin que se sepa por qué, le cuadra aunque él es todo lo contrario de un príncipe: de clase media venida a menos, carece de dinero, de una buena educación, de amistades convenientes) y es escritor. Por supuesto, es un escritor fracasado, es decir sobrevive en la prensa canalla parisina y publica poemas (que los malos poetas juzgan malos y que los buenos poetas ni siquiera leen) y cuentos en revistas de provincias. Las editoriales -o los lectores de las editoriales, esa subcasta aborrecible-, sin que él sepa por qué, parecen odiarlo. Sus manuscritos siempre son rechazados. Es de mediana edad, es soltero, se ha acostumbrado al fracaso…”.

El segundo tipo, en cambio, se desmarca de la marginalidad de estas voces narrativas condenadas a la mudez forzosa y se instala, “voluntariamente”, en la galería de los escritores cuyas palabras resuenan pero cuyos rostros se mantienen imprecisos, lo que les otorga ese halo mítico que baña, verbigracia, a Cesárea Tinajero y a Benno von Archimboldi. Dos escritores que guardan con celo uno de los preceptos fundacionales del real visceralismo (según la ficción de Bolaño) o del infrarrealismo (según su nombre de pila), a saber: no permitir que sus literaturas revelen sus rostros. Una finalidad que, paradójicamente, con seguridad persiguió pero no consiguió hacer suya el autor real, imposibilitado por su sonoro éxito ulterior.

En ’Un cuento ruso’, también de Llamadas telefónicas y que preside la voz de Amalfitano (¿el personaje de 2666 que es profesor y experto en la obra de Archimboldi?), apenas si se vislumbran dos fisonomías, cuya borrosidad no impide que se intente al menos identificarlas: la de un narrador por fuera de la diégesis que tiene por función única introducir el relato, y la del oyente de la historia del soldado sevillano que cuenta Amalfitano: un interlocutor sin corporeidad pero a quien resulta lícito embalar en la existencia de Arturo Belano. Que recobra en ’William Burns’ (el último cuento que de Llamadas telefónicas queda por reseñar) el poder de la palabra, aunque no las especificidades de su rostro, que se mantiene en la sombra: “William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí…”.

En un cuento-calambur titulado ’Prefiguración de Lalo Cura’ (calambur porque Lalo Cura es la locura y prefiguración porque Lalo Cura reaparece en 2666), Roberto Bolaño, acaso por primera vez de modo tan palmario, le confiere a una criatura de sus cuentos una voz narrativa autodiegética que no evoca las existencias del autor implicado o la de su álter ego Arturo Belano. Un personaje dotado de una identidad que avala un registro civil, el cual no deja lugar a dudas sobre su procedencia, pero que en absoluto ayuda a apuntalar la fisonomía de esa voz marginal que parece hablarnos desde los dominios de una psicopatía (“Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad…”) que parece consolidarse en el final del relato, cuando el lector queda con la sensación de que el “psicópata” sí asesina al Pajarito Gómez.

Tres relatos más de Putas asesinas (los últimos tres que de este volumen esperan mención: ’El retorno’, ’Buba’ y ’Dentista’), al igual que lo que sucede en ’Prefiguración de Lalo Cura’, ejercen su narración desde la autodiégesis, lo que no supone, al contrario de lo que sí se da en el cuento-calambur, que haya en ellos narradores personaje con identidad plena.

En ’El retorno’, por ejemplo, el lector se halla ante un narrador fantasma que cuenta desde una muerte incierta -“En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán…”- que las palabras y los tiempos verbales afirman y desmienten cada tanto y que no permite darle concreción a una faz que se intuye pero que jamás se contempla. Como no se contemplan las de los futbolistas que protagonizan ’Buba’, un relato en el que, además de los tres rostros difusos de los jugadores del Fútbol Club Barcelona, existen otros aún más desdibujados: los del público, narratario de la historia que cuenta Acevedo (de quien se sabe, como única particularidad de su fisonomía, que es chileno); rostros que no se pueden ver pero cuya presencia sí confirman expresiones en boca de la voz narrativa tales como “ustedes ya me entienden”, “como todo el mundo sabe”, “un gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos”, “aunque si quieren que les diga la verdad”, y de todas, esta, no ya una frase, sino una cita textual y harto diciente: “De tal manera que salimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y un fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una foto, es esa que tengo colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo sonriendo, bien vestidos, delante de una mesa exquisita, si me permiten la expresión…”.

“No era Rimbaud, sólo era un niño indio”: así comienza su relación de los hechos el narrador en primera persona de ’Dentista’, un cuento que va a girar en torno a una presencia de manos duras, durísimas, manos forjadas en el taller de un herrero; de figura redonda y ojos afilados. Una existencia ambigua, que esconde a un tiempo al niño de dieciséis años apenas que es José Ramírez y a su voz aún marginal de escritor en crisálida pero que promete. Un talento creador que me imagino semejante al del que fue capaz de idear ese prodigio literario titulado ’Dos cuentos católicos’, un relato que son dos cuentos a efectos prácticos, los cuales palpitan con vida propia, pero que mejor viven si se los entiende como una entidad simbiótica formada por dos devenires siameses que narran desde los yoes difusos y marginales que los contienen.

Protagonista el uno de ’La vocación’, título que recibe el primero de los dos cuentos o el primer capítulo del relato, este adolescente incauto pero que habita la frontera, fluctúa entre la misantropía más exacerbada que puede experimentar un ser humano y una devoción rayana en la idolatría, que también es exclusiva de los hombres. Protagonista el otro de ’El azar’, título que recibe el segundo capítulo del relato o el segundo de los dos cuentos, este hombre de edad incierta pero en todo caso mayor que su simbionte y que reside allende la frontera, es capaz de matar de sendos golpes a dos inermes pero pasar por santo ante los efebos ojos que lo contemplan. Con el mismo asombro con que yo leo, y trato de clasificar, ’Los mitos de Chtulhu’, el último ¿relato?, ¿ensayo?, ¿libelo? De El gaucho insufrible y del presente ejercicio hermenéutico.


Decantarse por una voz, marginal en el sentido de que no se le puede endilgar un nombre pese al yo desde el que habla; inducir a que el lector le calce a esa voz un rostro así sea difuso; amancebar géneros para que lo allí dicho con sorna no pueda ser ni descalificado de plano ni mucho menos tomado en serio y al pie de la letra; propugnar la clandestinidad del mordaz libelista que ataca sin miramientos pero con argumentos (a Pérez-Reverte y a Vázquez Figueroa, pero sobre todo a Neruda); y desconcertar al lector -no al ingenuo, no al espabilado, no al profesional, sino a todos- con lo que se le ofrece como ficción, son las razones que me llevan a afirmar que ’Los mitos de Chtulhu’, una alusión literaria con la ortografía trastocada -¿de forma consciente?- a ’La llamada de Cthulhu’ de Lovecraft, constituye el cuento más subversivo de los treinta y uno aquí estudiados, al tiempo que hace de su autor un “subvertidor” de cánones y reglas y preceptos y modelos y paradigmas y dogmas literarios, aunque no solo.