jueves, 27 de junio de 2024

Desahogos polifónicos que pensaban ser póstumos, todos breves o muy breves (VI)

671. Qué raro e inexplicable me resulta que haya alcaldadas (remítanse, los interesados, a las del Esperpetro en Bogotá) pero no ‘presidentadas’ (cualquiera que oiga noticieros o lea periódicos colombianos dará a diario con entre una y varias desde el aciago agosto de 2022 en que 11 millones y pico de desaprensivos, cuando no de feligreses bautizados en la mamertosfera, entronizaron al chusmero en Casa Nari). Notifico a la RAE de que para mí este sustantivo femenino es ya un neologismo.

 

672. Amigos todos del mundo entero -y en particular del hispano- que conocen de fuentes fiables las amenazas de este presente por entre el que chapoteamos: hagan el favor de nunca discutir con los idiotas útiles y con los disfrazados de idiotas útiles de Putin que abogan y dan la lata con su cantinela de que Ucrania debe sentarse a negociar la paz con los invasores y asesinos del Kremlin, sin que antes los que pretenden ser sus interlocutores hayan leído y respondido, y por escrito, de la primera a la última pregunta formuladas por Javier Cercas en su artículo titulado ‘Las preguntas del pacifismo’. El propósito de mi petición es velar por su bienestar físico y mental ya que, al desactivar de entrada la sinrazón de los pelmazos y los cínicos, usted se verá librado de sus presencias infaustas en mucho menos tiempo que el que le llevaría cualquier intercambio verbal con ellos. Es más: yo que ustedes, no bien intuya las ganas de pontificar del pesado, me pongo a silbar un tango o saco el celular y hago como que me enfrasqué en la contemplación del culo de una famosa inalcanzable -más él que ella-.

 

673. Poco antes de terminar la secundaria, tuve que tomar la primera decisión de veras importante de mi vida: qué estudiar; porque lo de ir a la universidad estaba igual de claro en mi mente que el tipo de muchachas y de mujeres que me gustaban y me siguen gustando. De modo que la dificultad de la decisión estribaba más en el qué que en el dónde, dado que dinero no había para una matrícula en una universidad privada “de prestigio”, algo que por otra parte tampoco me seducía mucho. Les diré, en consideración a la brevedad que propugnan estos desahogos, que descarté dos de las tres universidades públicas de Bogotá y opté por la Pedagógica, pues llegué a la conclusión de que a través de la enseñanza iba a lograr lo que quería para el resto de mi vida: aprender a diario y sin tregua. ¿Pero aprender qué? En principio inglés y español, además de latín y literatura, asuntos todos que me hacían exultar con sus promesas, que se quedaron bastante cortas frente a lo mirífico de sus realidades. Hoy, a treinta años de que me hubiera embarcado en aquella dichosa aventura, sé que acerté de plano con la escogencia y antes que nada por la literatura, la cual se basta por sí sola para abrirle al que a fondo y sin desvelo la cultiva las puertas de “todos” los demás saberes. O si no que lo digan estos apuntes que extracto de la cátedra que acaba de sentar un ante todo lector avisado y escritor prestigioso, los cuales suscribo salvo por un reparo que les opongo:

 

“Tras el atentado esta semana contra el primer ministro eslovaco, Robert Fico, tal vez seamos muchos los que hemos intentado no pensar en 1914: y seguro que somos muchos los que no lo hemos conseguido. Un atentado en un país centroeuropeo, llevado a cabo por un individuo radicalizado, consecuencia de una realidad polarizada y tensa: sí, definitivamente lo hemos visto antes. Así, con el asesinato de un hombre importante en un momento de volubilidad alta, con los fantasmas de la violencia entre naciones flotando en el ambiente, estalló en Sarajevo la guerra que desde entonces ha definido nuestra vida. […]

Sin la Primera guerra no se puede explicar el surgimiento de Hitler, que se alimentó del resentimiento de los humillados en Versalles, de la depresión económica que causó la derrota y de la teoría conspiranoica de la ‘puñalada por la espalda’: la Dolchstosslegende, que así ha pasado a la historia, era la leyenda según la cual Alemania no perdió la Primera guerra en el campo de batalla, sino traicionada desde sus propias ciudades por una alianza entre judíos y socialistas. De manera que no: sin la Primera guerra no se puede explicar Hitler, ni tampoco el nazismo, ni tampoco la Segunda. ¿Es posible explicar el Holocausto sin la Primera guerra? Tal vez sí, pero es difícil. Y, como no se puede explicar la creación del Estado de Israel sin el Holocausto, no se puede explicar tampoco el ataque terrorista que perpetró Hamás el pasado 7 de octubre. Con lo cual uno podría trazar una línea -indecisa y fluctuante, pero línea al fin y al cabo- entre el asesinato de Francisco Fernando y su esposa Sofía en Sarajevo y la guerra cruel de Israel en Gaza. Que tendrá consecuencias de espanto: pero todavía no las vemos.

Leer la historia así, como una relación inevitable de causas y consecuencias, es muy tentador, porque los seres humanos tenemos un sesgo narrativo inevitable: preferimos siempre un relato claro sobre lo que somos o nos pasa, entre otras razones porque nos permite dedicarnos a una de nuestras actividades predilectas: establecer culpables y castigar o absolver. Pero la historia, que se ve tan ordenada cuando ha pasado, nunca es ordenada cuando sucede, porque en cada momento se pueden dar todas las posibilidades. […]

Pero lo importante es otra cosa: que la historia está en constante movimiento, que el encadenamiento de sus hechos nunca es previsible, que se puede imaginar un futuro distinto. Y nos corresponde a todos, por lo tanto, permanecer vigilantes y exigir vigilancia a los que nos gobiernan. Pues en cada momento estamos sembrando el futuro.”

 

Para empezar, apreciado Juan Gabriel, partir de la afirmación en modo alguno descabellada de que nos corresponde a todos mantenernos vigilantes para exigir vigilancia a los que nos gobiernan es partir, de entrada y sin embargo, de una realidad inexistente y de un deseo irrealizable porque ese no es, ni en los sueños del más optimista de los hombres, el tipo de ciudadano medio del mundo… tampoco del del primer mundo. Por tanto, al no haber un número siquiera suficiente de ciudadanos que vigilen y exijan a sus gobiernos vigilancia, ni tampoco un número siquiera suficiente de gobiernos que vigilen aun cuando sus ciudadanos no se lo exijan, no me parece desatinado controvertir el aserto de que el encadenamiento de los hechos históricos nunca es previsible, e intento explicarme.

 

Con el desenmascaramiento de sí mismo que protagonizó Putin hace ya unos buenos años y sus subsiguientes tropelías en tantas partes, pero ante todo con su invasión desde donde se la mire injustificable y criminal de Ucrania, ¿no son previsibles, le pregunto, las consecuencias catastróficas que de aquello se pueden derivar; desde un ataque atómico si el engendro no obtuviera lo que pretende, hasta la invasión a Taiwán de la China que observa y toma nota, o la declaración de la Tercera Guerra Mundial de resultas de una línea roja que ex profeso cruce el Kremlin en cualquier parte y cuyo desenlace, él sí, cabe calificar de imprevisible? ¿O el futuro más que amenazador que se cierne sobre los judíos que viven en países en los que el antisemitismo siempre ha existido y no se diga ahora, con el agravante de la guerra y la carnicería en Gaza, que para los antisemitas vocacionales no comenzó el 7 de octubre de 2023 con las abominaciones cometidas por los yihadistas en suelo israelí?

 

Ahora: el que pese a todo esto la historia tome otro rumbo -ojalá uno menos ominoso- no desvirtúa en absoluto la previsibilidad de lo que los hechos presentes auguran. El error consistiría, más bien, en aseverar a pies juntillas uno, otro o cualquier desenlace de varios posibles.

 

674. Transcribo y respondo, por supuesto que desde mi -nuestra- atalaya: “Cuando tenía cinco años una vecina del poblado me abrió la puerta. Ella echaba de menos a sus hijas y yo echaba de menos alguna amiga con quien jugar. Éramos pioneras de aquel pantano entonces sin poblar. La mujer me tomó tan en serio en nuestra conversación que, fascinada con ese trato, acudí cada día a la misma hora como si fuera una cita. Fue la gran enseñanza de mi vida: las amistades no tienen edad y quien lo cree y solo se relaciona con los de su quinta pierde en perspectiva y experiencia. Otra amiga, en este caso una mujer entrada en los ochenta que fuera catedrática de Física, confiesa que si a su edad le cuesta salir y relacionarse es porque en las tiendas, en las peluquerías, en la farmacia, al dirigirse a ella la gente eleva el tono de voz, como si fuera tonta o menor de edad, y ese tonillo que la rebaja a no se sabe qué condición inferior ha acabado por condenarla a no disfrutar de conversaciones interesantes. No se sabe a qué edad se empieza a considerar que una persona no entiende bien los mensajes…”.

 

La verdad es que sí se sabe, apreciada Elvira Lindo: si se es ciego -niño o niña, hombre o mujer- o algo “peor” a los ojos de “la gente” -down, autista…-, tal presunción no conoce edad pues sus efectos se sufren, digamos, desde que se tiene conciencia y hasta que se pierde… cuando se pierde. Y nos los infligen tanto los iletrados como los posdoctorados, pasando por bachilleres, eruditos en esto o en lo otro y sabios de renombre y pergaminos. Por fortuna existen, curiosamente más entre los iletrados que entre los posdoctorados, los eruditos y los sabios, algunos seres miríficos como su amiga adulta de cuando usted era una párvula. Mi corazón atesora -y de momento también mi memoria- cada bello hallazgo de inteligencias desprovistas de prejuicios y miramientos, al menos con la ceguera. Un brindis por su primera amiga y por los míos, hoy por desgracia incorpóreos en su gran mayoría.

 

Adenda: por lo que se refiere a su amiga octogenaria, bueno sería saber si ella se condujo con otros de la forma que hoy la lastima pues, si ese fuera el caso, se me antoja que merecido lo tiene como merecido lo tendrán todos los simples con o sin academia que en el presente tratan a otros como no querrán que los traten a ellos mañana. A mí los que me duelen de veras son su amiga adulta del pueblo y los míos tan entrañables, cuyo respeto por el otro no los libra -no los habrá librado- de la tontería de los prejuiciados.

 

675. ¿Saben ustedes cómo leen una feminista militante y un machista recalcitrante? Conociendo de antemano, antes de desplegar por primera vez el título Equis de la escritora Equis y el título Ye del escritor Ye, qué y quién tiene más mérito que qué y quién. Puestos a comparar, la feminista recalcitrante y el machista “militante” leen del mismo modo en que votan los feligreses de la mamertosfera y los reclutas de la fachosfera: con absoluta previsibilidad. La argumentación inteligente se reserva para la feminista moderada y el machista manso que leen, y el voto informado y adulto para el ciudadano que merece el nombre.

 

676. “La escritura, cuando manejada adecuadamente (como pueden ustedes estar seguros de que creo que lo está la mía), no es más que un nombre diferente que se le da a la conversación. Y al igual que nadie que se sabe en buena compañía se atrevería a hablar sin parar y a decirlo todo él,-así ningún autor que comprenda bien cuáles son los límites del decoro y de la buena educación presumiría de pensarlo todo él. La mayor y más sincera muestra de respeto que se le pueda dar al entendimiento del lector consiste en repartir amigablemente con él esta tarea y en dejarle imaginar algo a su vez: tanto, casi, como el propio autor. Por mi parte, estoy continuamente haciéndole cumplidos de esta índole y hago todo lo que está en mi mano para mantener su imaginación tan ocupada como lo está la mía": ¿nunca sufrió usted, querido y admirado Shandy, ni se enteró de que a su demiurgo le ocurriera, un pelmazo de los que, estén con quien estén -un sabio, un erudito-, se desatan a hablar sin que nadie ni nada -ni siquiera un ictus- los pueda atajar? Le cuento que yo conozco a entre muchos y demasiados y los recuerdo como se recuerdan las peores pesadillas y los días de perros: con lujo de detalles, o sea con nombres y apellidos. Y una infidencia: profeso por mis escritores-referente de ficción y por mis escritores-referente de opinión gran cariño y respeto pero ningunas ganas de conocerlos en persona, y la razón es que no me quisiera desencantar de los no pocos de ellos que seguramente padecen y por ende infligen a los demás su complejo de catedrático. Que escriban pero no abrumen.

 

677. Charlando acá con Sterne de todo un poco me dice, a propósito de nadie en particular o de alguien al que le perdí la traza en su relato: “Algunos hombres no pueden soportar verse superados”, pero yo no pienso en hombres sino en homúnculos. De izquierda a derecha si bien en compartimientos idénticos de mediocridad: Petro, López Obrador, Miley y Trump. Tristes -harto dañosas, eso sí- partículas de arena en el desierto de la megalomanía de los sapiens.

 

678. Les vendría muy bien a los fanáticos cristianos que idolatran y por supuesto votan por Trump, Bolsonaro, Miley, Bukele y otras antítesis de Cristo en la tierra; a los sectarios de izquierdas de Occidente que se juntan con lo otro igual de impresentable del mundo de la política en Oriente y Occidente -las dictaduras rusa, china, norcoreana, iraní, saudí… cubana, nicaragüense, venezolana…- que se sirvan de un lector inteligente y objetivo que les enseñe a leer este pasaje del Tristram Shandy de Sterne en que el padre y el tío del protagonista, un médico ultracatólico y un hombre sencillo que ya les presento comentan un sermón sin desperdicio que versa sobre la conciencia, ese asunto tan demasiado espinoso que sin embargo muy poco inquieta a los unos y a los otros. Tampoco a tantos soldados rusos, israelíes o de cualquier otra nacionalidad que se plantan en las antípodas morales de quien aquí lee y habla:

 

“…-‘¿En cuántos reinos del mundo’-[Aquí Trim se puso a mover la mano derecha haciéndola ondular hacia adelante y hacia atrás (desde el sermón hasta donde le alcanzaba, extendido, el brazo), y no cejó en su vaivén hasta el final del párrafo.]

-‘¿En cuántos reinos del mundo ha tenido clemencia para con la edad, el mérito, el sexo o la condición la cruzada espada de este santoandante descarriado? -Mientras combatía bajo el estandarte de una religión que le dejaba actuar libre e impunemente en pro de la justicia y de la humanidad, no mostraba ni lo uno ni lo otro; despiadadamente pisoteaba y humillaba a ambas,-y ni prestaba oídos a los lamentos de los desventurados ni se compadecía de sus infortunios’

[Con el permiso de usía, yo he tomado parte en muchas batallas, dijo Trim lanzando un suspiro, pero nunca en una tan triste y sanguinaria como ésta;-contra esa pobre gente no habría apretado el gatillo ni una sola vez,-ni aunque por ello me hubieran nombrado comandante en jefe.--¿Cómo dice usted? ¿Qué sabe usted de este asunto?, dijo el doctor Slop mirando a Trim con más desprecio, quizá, del que el honrado corazón del cabo se merecía.--¿Qué sabe usted, amigo, de la batalla de que se está hablando?--Sé, repuso Trim, que nunca, en toda mi vida, le he negado cuartel a un hombre que me lo implorara;-pero a una mujer o a un niño, prosiguió Trim, antes que levantar mi mosquete contra ellos me dejaría matar un millar de veces.--Aquí tienes una corona, Trim, para que esta noche eches un trago con Obadia, le dijo mi tío Toby; a él le daré una también.--Que Dios bendiga a usía, contestó Trim,-pero les sería de más provecho a esos pobres niños y mujeres.--Eres un hombre honrado, le dijo mi tío Toby.-Mi padre asintió con la cabeza,-como diciendo:--Ya lo creo que lo es.”

 

Ignoro si existen documentales recientes sobre soldados rusos, israelíes o de cualquier otro país hoy en guerra que, incapacitados moralmente para cumplir las órdenes criminales de un superior, prefirieron caer en desgracia antes que desobedecer las no escritas leyes de los dioses por las que se rigen Antígona, Trim, el capitán Alatriste y los de su estirpe; lo que en cambio sé de sobra es que en esos y en todos los ejércitos un documentalista acucioso encontraría aun cuando fuera un ejemplo elocuente del tipo de ser humano que no precisa de pastor o Gran Hermano que le transfunda su ley moral, junto con las formas de traicionarla.

 

Adenda: si el mundo estuviera poblado exclusivamente por Castaliones, Tobys Shandys, Sancho Panzas, Quijotes y los de su estirpe, ¿qué falta haría la promulgación de cualesquiera derechos: del hombre, humanos, de los niños, de la naturaleza y los animales -mal que les pese a los anacrónicos antropocentristas tipo Savater y a los codiciosos-? Sin embargo y en vista de que los faros morales -no confundir con los sepulcros blanqueados de la religión y de la política- que durante milenios han iluminado las lobregueces de la especie no llegan ni con mucho a un uno porciento, preciso es seguir porfiando y sin que importe que, por cuenta de las matemáticas, la lucha haya estado y vaya a estar sin remedio perdida de antemano.

 

679. ¿Qué se le agrega a la completitud… con un desbarre?:

 

“…pues las leyes humanas no son el resultado de una elección libre original, sino el de la pura necesidad de poner límites a los perjudiciales efectos de aquellas conciencias que no constituyen ley para sí mismas; y están ideadas con el buen propósito de que, merced a las numerosas cauciones estipuladas de antemano,-en aquellos casos de corrupción y de extravío en los que ni los principios ni el freno de la conciencia lograrán enderezarnos,-suplan la fuerza de éstos y, mediante los horrores de la cárcel y la soga, nos obliguen a seguir por el camino recto. […]

-Y por tanto, al igual que no podemos confiar en la moral sin la religión,-así tampoco podemos esperar nada de la religión sin la moral; y, sin embargo, no hace falta un prodigio para ver que un hombre cuya reputación moral está a un nivel bajísimo tiene, no obstante, la más alta opinión de sí mismo como hombre religioso.

-No sólo será ambicioso, vengativo, implacable,-sino que incluso carecerá de los rasgos más elementales de la rectitud; y, sin embargo, como habla en voz muy alta contra la falta de fe actual,-como es celoso en el cumplimiento de algunos preceptos religiosos,-como va a la iglesia dos veces al día y recibe los sacramentos puntualmente,-como además se divierte observando a rajatabla unas cuantas reglas secundarias y elementales de la religión,-engañará a su propia conciencia con la idea de que, por todo esto, es un hombre religioso que en verdad ha cumplido con sus obligaciones para con Dios. Y comprobaréis que ese hombre, en virtud de esta errónea ilusión, suele despreciar con espiritual orgullo a todo aquel que no afecte tanta devoción,-aun cuando moralmente sea quizá diez veces más recto que él. […]

-Y, en vuestro propio caso, recordad bien y meditad sobre esta sencilla distinción (no hacerlo como es debido ha sido la perdición de miles):-que vuestra conciencia no es ley.-No, Dios y la razón hicieron la ley, y en vuestro interior han colocado la conciencia para que determine y decida;-pero no a la manera de un Cadí asiático, según el menguante o creciente de sus propias pasiones,-sino como un juez británico de los que, en esta tierra de libertad y sentido común, no establecen nuevas leyes, sino que fielmente promulgan y sirven a aquella otra que saben que ya está escrita.”

 

Al mundo le sobramos, mal contados, un 99,2% de los humanos y al sermón de los reverendos Sterne y Yorick apenas un 0,8% de su contenido, porcentaje confinado en la frase “no podemos confiar en la moral sin la religión”; un aserto que obedece al milenario prejuicio del pío frente al impío. ¿Que el musulmán Equis y el católico Ye, el mamerto Equis y el facho Ye se conducen según los preceptos de sus credos y sus militancias?: como debe ser. ¿Que una atea o una escéptica religiosa y por contera alérgica a las colectividades políticas, aunque votante y ciudadana cumplidora de sus deberes constitucionales, observa además la castidad -pobre mojacha- que prescribe el islam, la caridad cristiana, el respeto por el otro aunque con preferencia por los animales y sus hábitats?: loable y aleccionador.

 

Adenda(s): un 5 rotundo y sin atenuantes para el estudiante capaz de reescribir -de acomodar- el fragmento de este sermón de los reverendos Sterne y Yorick a las mezquindades de la Iglesia de la mamertosfera, cuyos feligreses merecen con creces que en él se los incluya. Si transcurrido un tiempo prudencial no recibo intentos de valía… Me postulo para administrar la soga en un nuevo orden global que ahorque de día y de noche, del 1 de enero al 31 de diciembre y sin distingos de ninguna índole a los indeseables y a los inocuos, hasta que sobre la Tierra resuellen únicamente los más o menos setenta millones de buenas conciencias que nos justifican y redimen. Una vez adelantada la tarea escrupulosamente, sólo será cuestión de disponerla para mí. Palabra de honor.

 

680. “Hay conflictos que por la manera como se tramitan agravan el problema inicial en lugar de resolverlo. Eso pasa a veces en las relaciones de pareja. La divergencia entre ambos es X, pero la agresividad con la que se discute crea nuevas heridas, de tal manera que la divergencia ya no es X, sino X+1, o X+2. El mal trámite de lo que los separa no mejora las cosas y lleva a la pareja a un punto de no retorno”: me habría gustado saber qué cara puso mi amigo el ‘psicólogo’ cuando, tras esta reflexión suya tan certera, le hice un recuento en cierto modo pormenorizado de los términos en que “acabaron” algunos de mis noviazgos, devaneos o ¿simples? Intercambios de material genético. “Jamás con una ofensa en ninguno de los dos sentidos; jamás con el dramatismo propio de esas situaciones; jamás con hartazgo de mi parte o con la más mínima traza de arrepentimiento por mi prisa a la hora de propiciar acuestes de escalera o inmersiones de pie, igual de deliciosas, en esos lugares de todos y a la vez de nadie: jamás, hermano, con palabras injuriosas de las que abren heridas que no se cierran o sanan mal”. De modo, ex bellezas, ex mojachas, que aquí sigo: recordándolas a todas con la fuerza de la nostalgia y a cada una con la particular grima de lo que no se hizo o se dejó a medio hacer.

 

681. Me cuenta el doctor Moisés Wasserman que recientemente, a él y a otros que ejercieron su derecho de opinar argumentadamente sobre el asunto este tan bochornoso de la elección de rector en la Universidad Nacional, los insultaron y descalificaron con la bajeza tan propia de estos tiempos, a él llamándolo “senil” los menos temerarios e irrespetuosos. Jóvenes y muy jóvenes hijos de este presente de largo aliento en el que ser joven se mide por lo común en lo de siempre (el trago que me llego a zampar en una fiesta, los polvos que soy capaz de echarme en una noche, la ropa que vista y el peinado por que opte: de música nacieron huérfanos los pobres), mas no por la calidad del alimento que le procure a la pizca de inteligencia que logré arañar en la repartija genética:

 

“…Como las hormigas que, al cambiar de nido, cargan con los huevos y larvas, así hemos hecho otros a lo largo de las décadas con nuestra biblioteca. Antaño tener en casa una biblioteca confería prestigio. Se nos educaba en la convicción de que el conocimiento, cuyo abrevadero primordial eran los libros, se debía almacenar en el cerebro, lo que obligaba a la lectura y el estudio con vistas a la memorización. Contra lo que sugiere la pedagogía posterior, no considero que el esfuerzo resultara perjudicial ni mucho menos improductivo. Hoy se prefiere depositar la sabiduría fuera de los cerebros y que los ciudadanos, dispensados de erudición, acudan al lugar correspondiente (Wikipedia, aplicaciones, buscadores de internet) a saciar su necesidad de datos. Ya Platón imaginó un ámbito de las ideas al margen de los sujetos, lo que conlleva un serio inconveniente: los conceptos se tornan información no vinculada a la experiencia; la información tiene dueños; los dueños imponen sus tarifas y condiciones, y crean dependencia en los usuarios.

La enciclopedia Focus se la compraron mis padres a un vendedor a domicilio. Llamó al timbre, nos encandiló con su facundia mientras pasaba las páginas sembradas de hermosas ilustraciones. Insistí en la compra a sabiendas del dispendio que implicaba para nuestra modesta economía. Mis padres se persuadieron de que yo estaba resuelto a trasladar el contenido de aquellos gruesos tomos a mi cerebro. Es lo que entonces se entendía por aprender. Les agradezco mucho que así lo creyeran”: y yo a usted, maestro, al igual que a Arturo Pérez-Reverte, a Juan José Millás, a Fernando Savater, a Manuel Vicent, a Alfonso Gómez Méndez, a Moisés Wasserman y a todos mis referentes de opinión por sus enseñanzas y sabiduría.

 

Deseada muchacha, estimado muchacho, mojachos todos que “estudian” esto o lo otro en donde sea: con objeto de que en la eventualidad de un apagón planetario el gramo de cerebro que de momento los constituye no se les funda a la par con sus dispositivos, fíjense en los nerdos de sus clases y comiencen a emularlos y a reflexionar en la verdad grande como un estadio de que una vida académica sin referentes intelectuales está más vacía que la de un Elon Musk con sus cientos de miles de millones de dólares y la muerte por medio. ¿Qué se creyeron: que porque trajinan con sus pantallitas desde que se despiertan hasta que se duermen -los que duermen- lo saben todo de la perra vida? ¡Pero si un 99,5 de ustedes, pobres pimpollos ufanos y desangelados, lo desconocen todo de lo mínimo que se debe saber! Para empezar e ir terminando, cómo no ofrecerle con mansedumbre la cabeza al verdugo cuando voto o me abstengo. De modo que a mermarle a lo que juzgan equivocadamente irreverencia y a dedicarle tiempo y pasión a lo que tal vez los salve cuando la quimera que es la juventud se les haya o la hayan disipado: el aprendizaje que merece el nombre y otras “inmaterialidades” igual de valiosas.

 

Adenda: un buen comienzo sería leer de Leila Guerriero en El País de España ‘Pasar al otro lado’, para que se enteren de buena fuente y en un pispás el trecho ínfimo que los separa de que futuros insolentes los desechen a ustedes, y con razón si no despabilan, por seniles y vetustos hallándose aún muy lejos de los rigores propios de la vejez.

 

682. A falta de muchachas y mujeres de las tan particulares que me soliviantan la libido, de ganas de asistir a ferias del libro o a congresos literarios, de ciertos entusiasmos del cuerpo y la mente o de la mente y el cuerpo que en un pispás se me traspapelaron, de la necesidad de reconocimiento del que escribe o cultiva un arte, de la certidumbre sobre la probidad de organizaciones o fundaciones que pregonan que se dedican a salvar animales y ecosistemas, de utopías personales o de Sancho Panzas que me ayuden a fomentarlas y echarlas a andar, yo podría gastarme los 5 pesos por los que trabajé tan duro en esto que retrata el artista, quien no obstante no tuvo que disuadirme porque ya disuadido estaba:

 

“Hoy se vive con la convicción de que cualquier cosa que pienses o decidas lo acaban de pensar y decidir también millones de personas en este preciso momento. Adonde quiera que vayas ese lugar ya ha sido ocupado por la masa de la que tú participas sin darte cuenta. La cultura moderna viene impulsada por el deseo irrefrenable de estar en varios sitios a la vez, porque crees que lo mejor y más divertido siempre sucede en otra parte, en otra fiesta. El turismo tan beneficioso en otro tiempo está a punto de convertirse en una amenaza. ¿Dónde se encuentra ese cuadro famoso que buscas en el museo? Está detrás de cinco filas de cogotes que te impiden contemplarlo. Grita y agita el brazo entre medio centenar de clientes agolpados en la barra si quieres que el camarero te atienda. A esa playa desierta adonde deseas ir ya lo han deseado antes que tú varios millones de turistas. Has llegado tarde. No sueñes con poder extender la toalla. ¡Póngase usted a la cola! Esta será, tal vez, la última orden taxativa que oirá el ciudadano que quiera contemplar el espectáculo del fin del mundo. Será la misma cola que se va a establecer para entrar en el infierno. El turismo de masas está creando una sensación de angustia, muy próxima al pánico. Se trata de ese sexto continente flotante, maleable, que se expande de forma exponencial por todos los ámbitos del planeta y arrasa con todo por donde pasa. Se le ve bajar de los aviones, llegar en tren a las estaciones, atascar las autopistas, desembarcar de todos los cruceros e invadir en orden de combate plazas y jardines, terrazas, estadios y playas, encaramarse como la hiedra por los hoteles y apartamentos. En el fondo las guerras siempre se producen por reconocimiento de la tribu y por defensa del territorio. De hecho, las manifestaciones contra el turismo masivo acaban de empezar. Puede que la reconquista del propio territorio por los habitantes del lugar genere un choque de masas contrarias y esa será la guerra que nos faltaba.”

 

El colmo de una paradoja: nacer pobre casi de solemnidad y crecer anheloso de lo que no se puede pero dispuesto a conseguirlo mediante el empeño del que se sacrifica; conseguirlo al fin y tras muchos desvelos y, cuando ya se tiene, no poder disfrutarlo según se proyectó por culpa de la marabunta que viaja de prestado y sin mayor criterio. El colmo de la tontería del que se siente imbuido de criterio: ellos allá, felices y despreocupados de sus excesos, y yo acá, mortificado por su fiesta en lugar de estar en ella. Maldita -aunque necesaria- conciencia planetaria.

 

683. Existe una fórmula infalible para saber si un periodista u otro opinante con repercusión en los medios es de veras de los míos, o sea de los respetables del centro del espectro político, o sea de los que no están dispuestos a transigir o siquiera a darles el beneficio de la duda a los canallas de un extremo ni a los del otro. Leer con los radares de la forma y el fondo encendidos o escuchar con toda la atención del caso al periodista Equis o al opinante Ye sobre una coyuntura en particular -el deseo del Esperpetro de atornillarse al poder-, y cotejar lo que esa persona argumenta o calla en la actualidad con lo que argumentó o calló en el pasado en una coyuntura análoga o hasta idéntica -el deseo de Uribe de atornillarse al poder-. Los maquillados de objetividad y equidistancia podrán pasar de agache ante otros que se las otorgan de antemano y a perpetuidad pero no ante mí, que los leo y escucho con el mismo despabile con que hoy leo a Sterne, Sebald, Knausgard y Ribeyro.

 

684. Qué ciertos y problemáticos resultan a un tiempo los argumentos y las razones aducidos por Daniel Samper Pizano en su columna titulada ‘Prohibir el ballet’, en la que, tras un ejercicio la mar de imaginativo generado no con inteligencia artificial sino cerebral -la del columnista-, se lee:

 

“’Prohibido prohibir’ gritaron en 1968 los franceses, sabiendo que la prohibición es la inútil receta populista contra todos los males. Entre 1919 y 1933 Estados Unidos vetó el alcohol y, como resultado, las mafias se volvieron todopoderosas. En Colombia eran delitos el adulterio y el homosexualismo: ambos florecieron. La droga está acabando con nuestros países, pero por su ilegalidad más que por sus efectos. Hoy crucifican a los banderilleros. Mañana será a los que coman carne. Pasado mañana a los que piensen distinto. No entienden que la democracia consiste en que todos quepan, no solo los que más redes tengan.

Son pocas las actividades y valores humanos que no exigen sacrificio o dolor propio o ajeno. Algunas alcanzan tal refinamiento que merecen llamarse artes. Sin embargo, lo que degrada a una sociedad no es la lesión de una bailarina ni la muerte de un toro, sino la violencia generalizada y el imperio del delito.

Como la libertad representa también un alto valor humano y social, es preciso anteponer este derecho a la molestia que ciertas actividades suscitan en algunos sectores de opinión.

Así, pues, en materia de gustos, que cada quien escoja el suyo. Si le place lo que ve, que se quede y disfrute; si se siente ofendido, que continúe en santa paz su camino…”

 

Bajo el paraguas que ofrece con mano generosa su artículo se pueden guarecer, apreciado Daniel, Dios y el diablo, cada uno con sus súbditos y opositores. Yo por ejemplo ya me puse en contacto con mi compadre Humbert Humbert y con los millones de ninfulómanos que conozco -más vilipendiados y perseguidos que ustedes los taurófilos-, para que en gavilla arremetamos contra la obligación que le asiste a la justicia a la hora de salvaguardar la integridad de los que “todavía” no se pueden defender de los caprichos de quienes, como ustedes y nosotros, anteponemos nuestro hedonismo a cualquier reparo o cortapisa de índole moral o penal. Ah, y le cuento que me llamó, pletórico sería poco decir, el autor de un mejor cuento del mundo -que quizás usted conozca- titulado ‘El ciego perfecto’, dizque para que yo le hablara a usted de él y de la genialidad de divertimento que su par de criaturas protagonistas idearon. Me encareció que le dijera que él a ese juego le ve todas las posibilidades de convertirse con el tiempo en un espectáculo de masas digno de ver y de pagar por ver, y la verdad maestro es que Fernando Morales está en lo cierto. Échele una leída y conversamos a ver qué más se nos ocurre. Y ahora sí lo último: ¿se enteró de que por cuenta de su columna los dueños de las galleras y los aficionados a las peleas de perros andan alborotados y repitiendo, de memoria, las palabras del último párrafo: Así, pues, en materia de gustos, que cada quien escoja el suyo. Si le place lo que ve, que se quede y disfrute; si se siente ofendido, que continúe en santa paz su camino…? Tocará decirles, para quitárnoslos de encima, que lo de ellos, muy al contrario de lo nuestro, no es ningún arte milenario y ni siquiera puede aspirar a serlo.

 

685. No digo que al jurado pluricéfalo de un reinado de belleza que goce de reconocimiento le quede fácil la elección de la ganadora, cuando por el camino ha tenido que ir dejando diseminados amores propios y caracteres caprichosos muy magullados. ¡Pero es que esto de escoger a solas -se desprende que sin ninguna deliberación- al mejor de entre más o menos cincuenta columnistas de opinión -que son los que leo semanal o habitualmente- rebasa cualquier ejercicio de objetividad, que es precisamente de lo que no se trató en lo acometido en el numeral 614 y ratificado en éste!:

 

“…No. Lo que hace Rusia en el terreno internacional solo tiene explicación si lo vemos a través del prisma de la irresponsabilidad infantil. ¿Por qué se portan tan mal? Porque pueden, ya que poseen la bomba, pero ante todo por jorobar. Jorobar por jorobar porque, como la guerra de Ucrania, carece de todo sentido.

Porque así son, hace tiempo. Porque Rusia lo ha hecho fatal y lo ha pasado mal a lo largo de toda su terrible historia, porque sin sus armas nucleares sería un país perfectamente ignorable, porque los que mandan allí lo saben y son, como consecuencia, unos acomplejados incapaces de reprimir la rabia y el rencor.

Como tantos que padecen neurosis, han sido incapaces de enfrentarse a su historia. La negación, como decía Freud, conduce a trastornos mentales. Por ejemplo, están orgullosos de haber liberado a media Europa en la Segunda Guerra Mundial, pero olvidan que esclavizaron a los mismos países que liberaron. Por ejemplo, a diferencia de los alemanes con Hitler, no dejan de sentir nostalgia por Stalin, que mató a tanta gente como el Führer.

Los que saben mantienen que el problema viene de lejos. Como dijo Valeria Novodvórskaya, una escritora rusa adulta […], ‘desde el siglo XVI hemos existido según las leyes de una psicosis maniaco-depresiva… besando el látigo del autócrata, incapaces de vivir como gente normal’. O sea, necesitan terapia, pero no lo quieren reconocer.

Algunos pensarán que decir que los Putin y compañía son unos niños es simplificar una pizca. OK. Pero como metáfora se aproxima bastante a la verdad. Como niños, no tienen mecanismos de autocontrol. Como niños, dan rienda suelta a sus impulsos. Y, además de niños, son como animalitos que actúan por instinto, no con la facultad de la razón.

Como el escorpión que le pide a una rana que lo lleve a cuestas a través de un río y a mitad de camino la pica. Antes de morir los dos, la rana le pregunta por qué lo hizo. No pude evitarlo, contesta el escorpión. Es mi naturaleza.”

 

Digo por toda justificación -a ninguna me obliga la autocracia que es mi vida de lector por cuenta propia- que en usted se reúnen, hermano, todas las cualidades que me seducen del que opina por escrito. Además de las consabidas -los pertrechos suficientes de información y el talento para servirse de ella-, otras que enumerar resultaría dispendioso. Que baste con las desplegadas en este artículo, que sólo usted y nadie más que usted pudo y se atrevió a escribir.

 

686. Con su venia pongo, maestro Pérez-Reverte, mi nombre en el lugar del de su interlocutor y amigo; y no porque quiera figurar ni mucho menos, sino porque sus palabras me aluden de forma tan directa que…:

 

“…Le comento eso a Gregorio; y él […] se encoge de hombros y responde: ‘Son los tiempos’. Y lo dice con toda la razón, porque los tiempos están hechos por la gente que los habita; y la gente que habita este tiempo quiere, o exige, tener lo que tiene. Nada puede objetarse a eso desde un punto de vista práctico. Si la Historia, el pasado, la realidad, deben retorcerse para que encajen por los cauces por donde discurre el presente, pues se hace y en paz. El proceso es imparable, sin vuelta atrás. Para que el presente y el futuro sean como queremos que sean, el pasado no debe ser lo que fue, sino lo que nos gustaría que hubiera sido. Nada más fácil hoy, cuando la gente de infantería, desprovista de mecanismos defensivos -me refiero a la cultura-, se lo traga todo. Basta con colgar vídeos de treinta segundos, escribir libros de historia o novelas, hacer series de televisión donde, falseando lo que realmente ocurrió, se haga justicia a quienes en otro tiempo no la tuvieron. Tenemos el mundo presente y el pasado perfectos ahí mismo, al alcance de un clic en el teléfono móvil. ¿Cómo resistirnos a eso?

Estáis jodidos, Gregorio, le digo. Me refiero a tu generación, ésa que anda ahora entre los cuarenta y tantos y los sesenta. Porque los más jóvenes ya vienen con anticuerpos, vacunados para que nada les chirríe. Lo maman desde pequeños en la guardería y el cole -piratas buenos, lobos entrañables, mujeres combatiendo en las Cruzadas, aristócratas afroamericanos-, y les parece normal. Se lo zampan con inocencia, y punto. En cuanto a los que somos viejos, nuestra ventaja es que nos importa un carajo. Estamos amortizados: sabemos lo que hubo, porque llegamos a tiempo de que nos lo contaran, y la indignación ante la ignorancia y la desfachatez de quienes viven del camelo, y la credulidad de los pringados que se lo compran, se acaba trocando, impotente, en un estoicismo guasón, incluso divertido por el espectáculo. El problema, compadre, es vuestro: de quienes sois demasiado mayores para ser crédulos y demasiado jóvenes para ser indiferentes. Ésa es la tragedia de ser lúcido en una generación que, ahora con un pie en cada orilla, fue sin embargo educada en la útil y noble biblioteca -Homero, Séneca, Cervantes, Montaigne- que ahora se desprecia o se destruye. No envidio a quienes por formación y cultura no podéis tragaros la milonga, pero vivís y trabajáis en un mundo maniqueo, sin matices, que exige bailar con ella. A ver cómo os las arregláis, querido compadre, para ser leales a vosotros mismos y al mismo tiempo sobrevivir en un mundo de bolcheviques con rastas.”

 

Me fijo en su amigo, en su compadre e interlocutor original, cuya actitud -encogimiento de hombros- se me antoja tan “impasible” como resignado y taxativo su diagnóstico del problema “son los tiempos”-; pienso en Millás, en Vicent y en usted, en lo que de los tres leo donde escriben; luego paso a Savater y me miro a mí mismo en este blog perdido en la inmensidad de la web y surge la discrepancia etaria: el que Antonio Lucas, quien como yo no llega aún a la cincuentena, parezca ya instalado “cómodamente” con los viejos mientras que Savater se revuelve contra toda esta sinrazón de que usted habla, y con el compromiso y la ardentía de un cuarentón dispuesto a dejarse la piel en el debate, me lleva a la conclusión de que la pertenencia a un grupo o al otro, antes que un asunto de edad, es cuestión de temperamento. El mío, que como mi cerebro fluctúa entre el entusiasmo y la apatía propios del ciclotímico, consigue que lunes, miércoles, viernes y domingo me vaya lanza en ristre contra la bobería wokebuenistaempoderada y los martes, jueves y sábados me pregunte si el esfuerzo merece la pena. Por lo demás y según costumbre, nada que objetar a la solidez de sus argumentos.

 

687. Por todo este puto ruido y la alharaca sin tregua de tierra firme yo estaba contemplando muy seriamente irme a vivir a la más profunda llanura abisal con que pudiera dar. Sin embargo, fue sólo tener la decisión tomada para que un documental de la DW sobre ‘minería en aguas profundas’ y ‘nódulos polimetálicos’ (es decir, sobre la codicia incurable de los codiciosos) viniera a cagarse en todo. “¿¡Y ahora yo para dónde cojo -maldije a grito pelado en el colmo de la desesperación-¡?”

 

688. ¿Qué se le agrega a la completitud -con un ajuste que no acierto a efectuar-: “Nosotros tenemos una concepción finalista de nuestra vida y creemos que todos nuestros actos, sobre todo los que se repiten, tienen una significación escondida y deben dar algún fruto. Pero no es así. La mayor parte de nuestros actos son inútiles, estériles. Nuestra vida está tejida con esa trama gris y sin relieve y sólo aquí y allá surge de pronto una flor, una figura. Quizás nuestros únicos actos valiosos y fecundos han sido las palabras tiernas que alguna vez pronunciamos, algún gesto de arrojo que tuvimos, una caricia distraída, las horas empleadas en leer o escribir un libro. Y nada más”?

 

Coincido plenamente en el gesto de arrojo del que, por ejemplo y sin pensárselo mucho, se adentra en un incendio para salvar de morir quemadas a personas o animales y en el del que, con resolución análoga, se lanza a un río en el que se ahoga un niño o un anciano. En cuanto a las palabras que se pronuncian y dado que la ternura es, en demasiados casos, burda guachafería, me inclino más por las oportunas y sanadoras con que se puede redimir a un desesperado o a un desesperanzado que antes de oírlas se sentían condenado el uno y vaciado de sí el otro. Lo del ajuste de que hablaba tiene que ver con la óptima inversión del tiempo que supone cultivar un arte. Sin embargo y dado que los que a ello nos consagramos somos en todo caso una minoría, habría que pensar un poco en otros quehaceres nobles por el estilo de la jardinería y la repostería, de la veterinaria y la enfermería que nos ayuden a ampliar el espectro aunque jamás tanto como para que cualquier patochada -hacerse famoso en las redes o destronar a Musk en Forbes- en él quepa.

 

689. Leo la prosa apátrida 153 y, tras suscribir la queja de los quejumbrosos y sumar mi nombre al de su causa con dolientes pero sin ningún efecto, me digo que a ellos tres al menos les tocaron tiempos en los que se fingían respeto y admiración por el buen decir oral y escrito. Al no haber sufrido los rebuznos altaneros de presidentes de república respetable o bananera y de decano de departamento de lenguas de universidad pública o privada en las redes sociales, el hablado sicarial y barriobajero de profesionales de todo tipo y la indigencia léxica generalizada de sociedades enteras, se murieron inocentes. Inocentes, entre otras lindezas y para no ir muy lejos, de que es primordialmente por culpa del analfabetismo funcional pluridiplomado, que desde la escuela y la academia le declaró la guerra a la educación que merece el nombre, por lo que hoy el peor estudiante y persona de sus tiempos de secundaria es el más opcionado para gobernar, ya a los Estados Unidos de América, ya los millones de “voluntades” de borrego que “siguen” al ‘influencer’ Pongalelnombrequequiera en donde sea y adonde vaya.

 

690. Entre el artículo de Fernando Aramburu de que tomé la cita para mi desahogo 681, y la prosa apátrida 155 de Ribeyro, media una distancia sideral sobre la que dos verdades y dos realidades muy bien justificadas por los autores tienden un puente que las comunica. Asunto espinoso este de saber cuándo sí y cuándo no, por qué sí o por qué no tomar partido en una disyuntiva estética y en una vital. ¿Que edifique el bibliófilo su biblioteca según sus filias y aun sus fobias literarias, o que se sirva de las bibliotecas públicas para leer y cultivarse?: ¿muy el problema de cada cual! ¿Con quién estar de acuerdo en el tira y afloja de la inmigración de musulmanes a Europa: con los que se sienten atemorizados de que se les cuelen terroristas del yihadismo y en consecuencia exigen restricciones y vigilancia, o con los que pregonan que los musulmanes que se llegan a Europa son mayoritariamente pacíficos y respetuosos de la ley y en consecuencia exigen que se les abran las puertas de par en par?: ¡con unos y con los otros, pero con salvedades y cortapisas en ambos casos! Moraleja: guárdese las jodidas ganas de tomar partido para cuando la situación lo amerite y su ética y moral, si las tiene, lo emplacen a hacerlo: la Rusia invasora o la Ucrania invadida, la China imperialista y despótica o el Taiwán democrático, Savater y Samper Pizano o los toros, Humbert Humbert y Gregorio Ríos o la salud física y mental de las nínfulas, el suicidio y el aborto como derechos inalienables o las prohibiciones e incluso los acotamientos de uno y otro por parte de los estados…

 

691. A veces me ocurre que, no bien comienzo a leer una novela, o un volumen de cuentos o de ensayos, traducidos al español por alguien que como Teresa Ruiz Rosas dejaría pasmado al traducido con la eufonía de su trasvase, me pierdo por entre páginas y páginas en las que sólo presto atención a la música que brota de las palabras. Y cuando retrocedo para ahora sí enfrentarme a las exigencias de lo que tengo delante -verbigracia, un libro de Sebald-, no resulta improbable que el embebimiento supere nuevamente a la concentración y como Sísifo a por su piedra. Seguramente lo mismo les sucede a otros lectores literarios igual de agobiados por la halitosis verbal y ubicua del entorno.

 

692. Si la “larga conversación” que se entabló un día entre el narrador de Los emigrados y el doctor Selwyn hubiera ocurrido entre el anciano y yo y él me hubiera preguntado lo que le preguntó al álter ego de Sebald -que si algo le ocasionaba nostalgia-, mi respuesta podría haber sido tan generosa que, para no abusar de su paciencia, me habría tocado reducirla a una pequeña lista de añoranzas que me alegran y entristecen a partes iguales. Las vacaciones en la finca de la abuelita Elvia; muchos días memorables de la infancia; el fútbol para ciegos que se resume con la palabra Quico; el descubrimiento del sexo y el aprendizaje del sexo y la maldita subyugación del sexo; los años de estudio en la universidad y de enseñanza en tantas partes; decenas de veladas etílicas en las que la camaradería y la mamadera de gallo eran la norma; los animales que me explotaron afectivamente y a los que tanta felicidad debo; nombres de amigas y de amigos hoy por desgracia incorpóreos porque así lo quieren ellos o porque así lo quiso la vida; cada cuento y novela y columna de opinión y ensayo y poema y aforismo que probaron ser otro mejor cuento y novela y columna de opinión y ensayo y poema y aforismo del mundo; mis muertos tan queridos… mis muertas tan amadas… ¿Y a usted, doctor Selwyn?

 

693. A mí qué me importa que, para muchos, Céline sea un novelista de tercera o de cuarta categoría si su Bardamu es, desde que lo oí rugir con el poder de una revelación, uno de mis referentes fictivos más alucinantes a la par que un carnal de papel -los únicos que me van quedando-. Aquí lo tengo, frente a mí sentado y listo para leerme en voz alta apenas cinco de las muchas verdades de ese ideario suyo que, entre atónito y jubiloso, fui juntando a medida que me adentraba en su Viaje al fin de la noche. Que tanto me dijo de tantos aspectos de la perra vida mas nada -¿o sí?- de mi yo presente y sus circunstancias tan atípicas: “Quien habla del porvenir es un tunante, lo que cuenta es el presente. Invocar la posteridad es hacer un discurso a los gusanos.” “Lo que hace falta, en el fondo, para llegar a una especie de paz con los hombres, oficiales o no, armisticios frágiles, desde luego, pero aun así preciosos, es permitirles en todas las circunstancias tenderse, repantigarse entre las jactancias necias. No hay vanidad inteligente. Es un instinto. Tampoco hay hombre que no sea ante todo vanidoso. El papel de panoli admirativo es prácticamente el único en que se toleran con algo de gusto los humanos.” “Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan otra vez endosársela a alguien. […] Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu fracaso, acabas con la cara cubierta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro…” “La vida es una clase cuyo celador es el aburrimiento; está ahí todo el tiempo espiándote; por lo demás, hay que aparentar estar ocupado, a toda costa, con algo apasionante; si no, llega y se te jala el cerebro…” “La gran fatiga de la existencia tal vez no sea, en una palabra, sino ese enorme esfuerzo que realizamos para seguir siendo veinte años, cuarenta, más aún, razonables, para no ser simple, profundamente nosotros mismos, es decir, inmundos, atroces, absurdos. La pesadilla de tener que presentar siempre como un ideal universal, superhombre de la mañana a la noche, el subhombre claudicante que nos dieron”.

 

Adenda(s): urge que los profesores dejen de perder el tiempo y se pongan a trabajar ahora sí con seriedad en la preparación de sus estudiantes para tiempos que anuncian guerras y sufrimientos peores que los que hoy conoce el mundo, y lo primero es su comprensión. Que pasa, no necesaria mas sí idealmente, por la literatura. Y no por cualquier tipo de literatura, sino por uno capaz de arrancar a los muchachos, ojalá de un tirón, del marasmo intelectual en que los tienen sumidos la tecnología y la indiferencia de los que tendrían que contrarrestar con crianza y educación los efectos más indeseables de la revolución tecnológica. De manera que a soltar el puto celular y ¡a leer -a Céline, a Sebald- que son dos días! ¿Cuántas versiones honrosas del Paul Bereyter de Los emigrados, de don Gregorio el maestro del Pardal de Rivas, de la maestra que rescató a la niña inconsciente de sí misma que fue Renée Michel y etcétera, etcétera, etcétera, habrá hoy en todas estas escuelas y colegios colombianos y latinos y occidentales donde lo que prima desde hace décadas -por lo menos tres- es el adoctrinamiento impartido por el wokebuenismoempoderado? Los que queden y resistan, benditos sean.

 

694. Digo y sostengo no más que si todo un rey -una reina- resuelve sacar del barro a una proletaria -a un proletario- para convertirla -para convertirlo- en su cónyuge, él -ella- es quien tiene derecho a ejercer la infidelidad y ella -y él- la obligación de resignarse y sobrellevarlo. Ahora, que si lo que siempre se quiso fue ser “libre” entre “iguales” para darles rienda suelta a los deleites del catre y demás antojos de la dicha, con no apartarse ni un punto de lo que prescribe un clásico de la salsa bastaría. Cuando me acuerde del título les escribo para que lo oigan en YouTube.

 

695. Seremos tan inauténticos y poco de fiar los más de los sapiens que, aun para determinar la pureza de los gestos que a bulto calificamos de bondadosos, se necesita la perspicacia innata y afilada a fuerza de filosofía y buena literatura de una Renée Michel que no le coma cuento a ningún Ribeyro por el estilo del de su prosa apátrida 159. Una contingencia de todo punto irrealizable habida cuenta de que cuando él murió, a nuestra portera tan ilustre le faltaban once años y unos cuantos meses para ver la luz.

 

696. Para intentar rescatar del fondo del armario polvoriento del presente la pobre polifonía junto con todas sus riquezas, inexplicablemente menospreciadas durante décadas, podríamos empezar por un ejercicio instructivo y sencillo. Escogemos uno de los entre cien y mil auditorios donde a diario se habla, sólo en Bogotá, de violencia machista y feminicidios y, en un recinto contiguo, los interesados y este servidor convocamos un conversatorio que lleve por título ‘pareja, infidelidad, tolerancia y bienestar’, con la prosa apátrida número 160 como punto de partida. A quienes tengan a bien asistir a nuestra charla, se les deberá encarecer un respeto sin fisuras por quienes al lado discuten “otra cara de la luna” y jamás olvidar que la fracción de realidad en torno al cual nos reunimos debería ser apenas uno de muchos que, justo en esos momentos y en latitudes muy distintas del globo, se estuvieran debatiendo con altura y ojalá pingüe provecho para los concurrentes.

 

697. Es la literatura, sólo la literatura (bueno: también la historia -si bien en un registro muy distinto- y a su manera el cine -cierto cine-), la que nos blinda contra el “nunca antes” a que parecen indisolublemente unidos los voceros del presente que sea. Los del nuestro -tan estridente y desafinado- alegan por ejemplo que “nunca antes”, como durante y tras la pandemia de coronavirus, el mundo había experimentado un número tan elevado de enfermedades psiquiátricas o que, en otro orden de cosas, “nunca antes” la fiebre de viajar por placer de los humanos alcanzó la temperatura de cambio climático que experimenta hoy el turismo de masas. Y sin embargo, para ambas aseveraciones acabo de encontrar sendos “mentises” en un mismo relato dentro de un libro que contiene cuatro. Con el nombre de quien lo inspiró basta, caso de que la curiosidad los fuerce a buscar para leerlo: Ambros Adelwarth.

 

Adenda: ¿cuántos escritores que nunca fueron ni serán, tipo este A. A., habrán hollado y habrán de hollar el mundo hasta el fin, no del mundo, sino de los tiempos de la especie sobre la Tierra? Colijo que su número debe de ser muy similar al de otros artistas -pintores, compositores, escultores…- dotados y hasta pletóricos de arte que sin embargo “ninguno” crearon.

 

698. ¿Ya se percataron de que todos esos Harrys Haller de la política europea, quienes hasta ayer no más se rasgaban las vestiduras con sólo oír hablar de las extremas derechas del continente, ahora coquetean con ellas y les guiñan el ojo como diciéndoles “Ustedes tranquilas, que las alianzas con nosotros son cuestión de tiempo”? Si yo fuera agorero, diría que alguien que no atino a identificar lo anda disponiendo todo para que gran parte de lo que leo, releo o reviso me hable de las guerras en curso, y de la mundial que a fuego vivo se cocina. De modo que ahí tienen la novela de Hesse, para que la lean en tono de trilogía junto con Los emigrados y Viaje al fin de la noche.

 

699. A riesgo de volverme como las feministas lacrimosas de Occidente (que por supuesto que también las tiene muy dueñas de sí y poco dadas al victimismo), protesto con dolor de corazón contra el desaire de un segundo amigo de papel que se largó para Ucrania sin mí. Primero fue Héctor Abad Faciolince y ahora es John Carlin el que desoye mis súplicas de que se encarte conmigo y me lleve a conocer a Zelenski, para a darles un abrazo abarcador y simbólico a través de él a sus connacionales de bien que resisten y quieren seguir resistiendo la arremetida del mandamás (cuyo talento -al césar lo que es del césar- para las abominaciones será tal que tiene rendidas de admiración y postradas a sus pies a las extremas del mundo) del nuevo y multilateral eje del mal. Está bien, hermano: me resigno a que incluso mis carnales literarios no quieran guiarme por entre los peligros y las ruinas de la invasión de estos hijueputin, pero por favor hágales saber a los ucranios de bien que muy lejos de su tragedia vive un ciego físico que los admira y con ellos se solidariza al punto de que dispuesto está a empuñar un fusil y marchar al frente, aun cuando sea para hacer estorbo.

 

700. “Quelihace” o “nolihace”, decían, cuando mis dos hermanos y yo, mis primos Mauricio, Paulo, Tina, Zulima y Luisa estábamos pequeños, la abuelita Elvia y mi madre y Silvia la esposa de mi tío Jairo y otras mujeres caldenses con ese hablar tan bello de la época para significar “qué importa”. Y sí, maestro Constaín, quelihace, nolihace, qué importa que la tabarra que usted y otros opinantes de valía dan con todas estas premoniciones caigan en oídos sordos o aún peor, no caigan en ninguna parte porque a los que sobre el papel están dirigidas simplemente no están o si están… El caso es que a los lectores, como a los hijos y a los estudiantes, se les debe dejar constancia de que sí se les advirtió, y sólo para que después no se estén lamentando de su suerte personal, o de la colectiva que ayudaron a labrar de tantas formas:

 

“…Hace cien años pasó algo así en Europa: la democracia representativa y liberal estaba en una crisis profunda y terminal después de la Primera Guerra Mundial y la pandemia de la ‘gripa española’. Los demagogos encontraron allí, en los escombros del mundo que había muerto, en la desolación y la rabia de la gente, el caldo de cultivo para atizar sus embustes y patrañas, sus feroces utopías del odio y del horror.

Defender la democracia fue entonces, y quizás lo sea hoy también, una tarea casi imposible porque en tiempos de crisis, como lo dijo Grete de Francesco, los pueblos prefieren muchas veces ponerse en manos de los milagreros y los charlatanes: los felices y elocuentes promotores del abismo. Nadie quiere oír obviedades ni saludos a la bandera; nadie quiere sustraerse del poder terapéutico, y al final fatídico, pero eso no importa, de las mentiras.

Porque además la democracia liberal no es un programa de gobierno -hasta cuando se vuelve uno para luchar contra las tiranías. Por eso nadie quiere que le prometan lo que ya da por descontado, nadie se conmueve ni se emociona con lo que ya cree tener para siempre -hasta que lo pierde. Y sí: la democracia liberal es un modelo imperfecto e insuficiente, anodino, precario, a veces oligárquico e inmoral, desbordado por la realidad y sus mil trampas.

Winston Churchill decía que era la peor forma de gobierno salvo todas las demás, una advertencia aún válida: no hay ninguna utopía, ninguna, que justifique el sacrificio de la democracia, ni siquiera la utopía de quienes prometen ampliarla o purificarla, hacerla más fuerte o más popular, y al final van a negar sus valores esenciales, sus procedimientos y rituales, sus grises pero necesarios contrapesos.

Si el dilema es entre la utopía y la democracia liberal, aun con sus fallas, ya la historia dejó una enseñanza muy dolorosa: la Segunda Guerra Mundial. Ojalá la hayamos aprendido, pero no parece.”

 

¿Que El mundo de ayer es el de Zweig y, por lo tanto, es cosa juzgada? Mejor no hacerse ilusiones. 

Cuatro personificaciones del fracaso humano (corregido)

Leer es un acto de índole informativa; lo verdaderamente literario es releer

Javier Cercas

 

 

Conocí a Larsen antes que a Bernardo Davanzati, y a Andrés Ábalos antes que a Gregorio Magno Pontífice Camargo. Pero a los cuatro los conocí más o menos por la misma época: digamos entre los veinte y los treinta años, cuando somos todavía lectores demasiado impresionables y estamos con exceso ávidos de llenar la horma de la vida con ficciones que la completen. Dicho de otra manera, los conocí en días en que solo se tiene tiempo para leer un libro tras otro, mas no para pasar lo ya leído y reseñado como muy bueno por el tamiz de la relectura.

 

De Larsen recuerdo haberme quedado con la sensación de que vivimos para aparentar o de que vivimos representando. De Davanzati heredé la certidumbre de que hay una inmensa mayoría de personas para las que todo deseo de perpetuidad se queda varado en la frustración, con independencia de cuán duro se trabaje para materializarlo. De Ábalos saqué en claro que el poco conocido ’demonio del mediodía’ es un fenómeno que acecha y urde asechanzas en contra del que evade las experiencias vitales sencillamente para no sufrir más que lo ineludible. De Camargo entendí que la soberbia de los hombres no la perdonan los dioses, que la castigan sin contemplaciones. Y de estos cuatro yoes de papel, cada uno con sus circunstancias, aprendí que todos los caminos, literarios o no, conducen indefectiblemente al fracaso. Al fracaso de los hombres, que no es la simple disolución a que están destinados nuestros hermanos menores.

 

Como quise ser riguroso con mi recuerdo y con la cronología de mis lecturas, releí a partir del 1 de enero de 2013 y en su orden El astillero, de Juan Carlos Onetti; Basura, de Héctor Abad Faciolince; Coronación, de José Donoso y El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez. A ellos debo y agradezco, como a tantos otros escritores, su aporte a mi museo de voces fictivas: personajes cojonudos a los que consulto y con los que me enzarzo en ácidas disputas que me ayudan a entender el mundo. ¿Habrá acaso una mejor forma de enganchar a un lector para rato o de por vida que “infligirle” una de estas existencias narrativas que terminan por arrasarlo y avasallarlo?

 

 

Fabricarse una ficción de vida para disimularlo

 

A muchos les sucede lo que a Larsen: odiar una ciudad -Santa María, en su caso-, pero no poder zafarse de ella y por el contrario volver a ella como recae el relapso en su vicio. Y eso lo sabe el lector devoto de Onetti, para quien Santa María y Larsen forman un vínculo simbiótico. Una ciudad que nada le ofrece a un hombre que se obstina en hallar dentro de sus límites e incluso extramuros la interpretación de una vida por completo carente de cualquier grandeza, y empedrada de pequeñas derrotas que forman una colosal. Un hombre con una única ambición (gobernar con éxito un prostíbulo que aprese su mundo y compendie sus aspiraciones) que, pese a su exiguo tamaño, se frustra antes de concretarse del todo, y cuando se concreta, no sobrevive más allá de la primera ilusión. Pero volvamos al último presente de Larsen en Santa María.

 

Sin un destino que justifique su retorno a la ciudad luego de cinco años de ausencia, el protagonista de El astillero, como orientado por un olfato que no puede sino oler el fracaso, recala en los restos de lo que fue en otro tiempo un emporio familiar de repercusiones nacionales e incluso continentales, para hacerse cargo de la que habrá de ser la última mentira de su vida ya gastada por los años, los vicios y la mala suerte, y de la que queda en pie apenas la conciencia del que simula para los demás, ya que para sí no puede simular impunemente:

 

“Están tan locos como yo, pensó. Había hecho retroceder la cabeza y la mantenía inmóvil en el aire frío, los ojos salientes, la pequeña boca desdeñosa y torcida para sostener el cigarrillo. Era como estarse espiando, como verse lejos y desde muchos años antes, gordo, obsesionado, metido en horas de la mañana en una oficina arruinada e inverosímil, jugando a leer historias críticas de naufragios evitados, de millones a ganar. Se vio como si treinta años antes se imaginara, por broma y en voz alta, frente a mujeres y amigos, desde un mundo que sabían (él y los mozos de cara empolvada, él y las mujeres de risa dispuesta) invariable, detenido para siempre en una culminación de promesas, de riqueza, de perfecciones; como si estuviera inventando un imposible Larsen, como si pudiera señalarlo con el dedo y censurar la aberración. Pudo verse, por segundos, en un lugar único del tiempo; a una edad, en un sitio, con un pasado. Era como si acabara de morir, como si el resto no pudiera ser ya más que memoria, experiencia, astucia, pálida curiosidad.

‘Y tan farsantes como yo. Se burlan del viejo, de mí, de los treinta millones; no creen siquiera que esto sea o haya sido un astillero; soportan con buena educación que el viejo, yo, las carpetas, el edificio y el río les contemos historias de barcos que llegaron, de doscientos obreros trabajando, de asambleas de accionistas, de debentures y títulos que anduvieron, arriba y abajo, en las pizarras de la bolsa. No creen, me doy cuenta, ni siquiera en lo que tocan y hacen, en los números de dinero, en los números de peso y tamaño. Pero trepan cada día la escalera de hierro y vienen a jugar a las siete horas de trabajo y sienten que el juego es más verdadero que las arañas, las goteras, las ratas, la esponja de las maderas podridas. Y si ellos están locos, es forzoso que yo esté loco. Porque yo podía jugar a mi juego porque lo estaba haciendo en soledad; pero si ellos, otros, me acompañan, el juego es lo serio, se transforma en lo real. Aceptarlo así (yo, que lo jugaba porque era juego) es aceptar la locura.’”

 

Ni Larsen, ni Gálvez o Kunz -sus dos únicos “subalternos”-, ni mucho menos el viejo Jeremías Petrus -dueño de las ruinas que fueron emporio y artífice de esta pantomima de cuatro fantoches- representan, con el candor del ocioso sin apremios económicos (según parecen insinuarlo las palabras del protagonista), sus papeles dentro de la farsa. Es la desesperación del que no tiene alternativa lo que los hace concurrir en ese no lugar de la utopía onettiana, en un tiempo que no se rige por el calendario, sino por las señas inequívocas de la decadencia física que acusan sus cuerpos y por las desdichas que cada cual rumia. Todos (así lo prueba el desarrollo de la diégesis) tienen la suerte echada; para ninguno hay redención. Y cabe entonces la pregunta: si estos cuatro personajes -algún chalado habrá que aduzca que el viejo Petrus sí está loco de remate- no son propiamente presa de la “privación del juicio o del uso de la razón”, ¿qué enfermedad humana es la que los arrastra a semejante estadio de la resignación?

 

Al protagonista, de quien no se conoce familia, ni vínculos afectivos que a nadie más que a él lo aten, y que es quien verdaderamente nos interesa, lo impele hasta Puerto Astillero una fuerza que no es del todo volitiva, una suerte de designio de un poder intangible pero omnipresente que parece ocuparse de los éxitos de unos, de las mediocridades de otros, de las derrotas de los demás y de la muerte de todos. Ninguna enfermedad del cuerpo aqueja, haciendo que pierda la voluntad, al titular de esta vida sin éxitos, sembrada de naderías y negaciones y pronta a afrontar la muerte, como no sea aquella que todo abarca y lo trastorna todo, y más que nada eso que algunos llaman libre arbitrio, a saber: la frustración.

 

Falto incluso de arrestos para acabar con todo de una puta vez pese a que siempre lleva en el pecho su revólver (su única posesión sobre la Tierra), Larsen va a prolongar la representación a que fue destinado hasta que nadie más, aparte de una mujer miserable y sola que pare como puede en el tugurio que habita, quede sobre el escenario en que se le vio quemar, después de apurar con la sirvienta los últimos polvos de su existencia maldita por los dioses, el falso salvoconducto a la felicidad que, a manera de contrato, esa misma tarde le pidió a Jeremías Petrus que redactara y firmara. Ahora sí desposeído, está listo para reintegrarse a la nada:

 

“Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza que llamaban ventana y que cubrían en parte vidrios, cartones y trapos. Vio a la mujer en la cama, semidesnuda, sangrante, forcejeando, con los dedos clavados en la cabeza que movía con furia y a compás. Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de maderas y charcos podridos. […] Cuando pudo ver se miró las manos; contemplaba la formación de las arrugas, la rapidez con que se iban hinchando las venas. Hizo un esfuerzo para torcer la cabeza y estuvo mirando -mientras la lancha arrancaba y corría inclinada y sinuosa hacia el centro del río- la ruina veloz del astillero, el silencioso derrumbe de las paredes. Sorda al estrépito de la embarcación, su colgante oreja pudo aún discernir el susurro del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el hierro. […] Murió de pulmonía en El Rosario antes de que terminara la semana y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.”

 

Y con su muerte, acaecida en el más absoluto anonimato, concluye la necesidad vital del fingimiento que debía ocultar el fracaso a que estuvo irremediablemente ligada la existencia del personaje más querido de Juan Carlos Onetti.

 

 

Un no de Fortuna es un no rotundo

 

La gloria que ambiciona todo artista no se rige -es una lástima que así sea- por la incontinencia refranera de Sancho Panza ni mucho menos. Y Bernardo Davanzati puede dar fe de ello.

 

–El que trabaja sí come paja y al que madruga Dios no lo ayuda -atajaría el protagonista de Basura al escudero, si hablar pudieran. Porque este escribidor, con similar pasión a la de Pedro Camacho salvo que con la mira puesta él sí en el parnaso, hizo toda su vida lo que prescribe el proverbial saber del gobernador de Barataria: trabajar y madrugar. Madrugar para trabajar. Leer y escribir. Escribir y leer. Sin tregua. Atormentado por la conciencia de su fracaso, consciente de su ostracismo artístico, pero tenaz y persistente.

 

De Davanzati se sabe que publicó dos novelas tituladas Diario de un impostor y Adiós a la juventud; las cuales, fantasmas como su autor, pasaron inadvertidas incluso entre sus allegados. Que en tiempos ya remotos trabajó en El Espectador, donde tampoco se conserva un recuerdo de su paso por allí como comentarista de libros. Que, vergonzante, decide un día cualquiera no volver a compartir con nadie sus reflexiones, las más de ellas de este tenor: “Tal vez las únicas voces que somos capaces de escuchar realmente sean las voces de los muertos. El problema es que nadie puede escribir después de muerto; de ahí que la solución sea vivir como si se estuviera muerto y seguir escribiendo, pero nunca publicar nada. Más aún: sin siquiera tener la menor intención de publicar nada”. Que, fiel a las palabras de la cita, el escribidor gasta la vida como si estuviera muerto, escribiendo para sí y para la basura, pero sin publicar nada; más aún: “sin siquiera tener la menor intención de publicar nada”.

 

Vive solo, y sordo, de resultas del abandono de su mujer y su hija y del golpe recibido en una cárcel estadounidense de manos de un guardián respectivamente, en un apartamento de Medellín en el que a nadie espera nunca. Tiene pocos amigos con los que rara vez se encuentra, y ni siquiera comparte su soledad (como sí lo hace el protagonista de ese bellísimo cuento de Manuel Rivas titulado ’El amor de las sombras’) con una mascota que la dulcifique un poco y barnice su tristeza. Piensa mucho, piensa todo el tiempo, y revela este escrúpulo que suena -no más suena- a contrasentido en boca de un literato: “Supongo que ha habido escritores locuaces y escritores silenciosos. Hablar y escribir son para mí ejercicios completamente distintos. Pertenezco más al género de los parcos que al de los locuaces, y cada vez más, por motivos obvios. Seguí siempre el consejo de aquel personaje que antes de hablar se mordía diez veces la lengua. Si al décimo mordisco seguía pensando lo mismo, lo decía; si dudaba, se quedaba callado. Siempre estoy dudando que valga la pena decir lo que estoy diciendo. Tomarse la palabra, de alguna manera, es vergonzoso; es como decir: yo sí tengo algo que decir, óiganme. En cambio… No estoy muy seguro de tener algo interesante que decir. Al contrario, me siento apabullado por el peso de las palabras”. Da la impresión de no necesitar a nadie pero sufre mucho. Sufre moralmente a causa de su fracaso y el abandono de su familia, que de él reniega como él de su destino de escribidor y muy posiblemente de su sordera. Es entrañable y su inteligencia cava hondo. Pero es un olvidado de Fortuna.

 

La generación literaria a que pertenecieron Davanzati y tantos otros escritores, poco importa si locuaces o silenciosos como él, es esa signada por la presencia descomunal del García Márquez a caballo entre la publicación de Cien años de soledad y la concesión del Nobel, cuya influencia forzaba a muchos a intentar emular su estilo y, a los demás, a buscar por todos los medios apartarse de lo real maravilloso cual si de lepra se tratara. Con admiración e idolatría, o con fingido desprecio disfrazado más bien de envidia, aquellos ponderaban incluso la declaración menos significativa del escritor cataquero, mientras que a estos el despecho los llevaba a emprender la difícil tarea de emporcar sus mejores libros. Y en medio de unos y otros, el protagonista de Basura con su acre humor de escritor frustrado, que lo ayuda a poner las cosas en su sitio:

 

“…’Yo no sé cuándo conocí el hielo pues yo nací en los tiempos de la nevera. Me acuerdo, sí, de una mañana en que mi padre me llevó a conocer un muerto…’ […] ‘Años después, frente al cadáver abaleado de mi padre, yo había (no, mejor yo habría) de recordar esa mañana remota y brutal con la que mi padre había querido prepararme a soportar el futuro.’ Sentía un odio lleno de amor por ese costeño al que sin querer se había aprendido de memoria. Temía tanto su influjo que después de la crónica de las bodas truncadas se había prometido, y cumplido, no volver a poner los ojos en ninguna de sus páginas. Se sabía, por obligación, los títulos de los libros, y a partir de ese solo dato era capaz de acometer ataques virulentos. Se burlaba del uso de la metáfora otoñal (‘En el trópico no tenemos otoño, ni siquiera de patriarcas’), le buscaba las menores caídas (ortográficas, lógicas, cronológicas) a cada uno de sus libros; los leía como con lupa en busca de fallas que lo consolaran de su incapacidad de ser tan buen escritor como él. Buscaba las pajas en el libro ajeno para olvidarse de las vigas carcomidas de su propio caso.”

 

Ya se dijo que Davanzati el escribidor, que en vano aspiró a ser un escritor de prestigio y renombre genuinos, no se le hurta a la verdad que cada día se torna más clara e inmisericorde. Reconoce la imposibilidad de su sueño artístico y, no contento con reconocerla, se la repite a diario por si dudas quedan. Con esa verdad se atormenta todo el tiempo, prometiéndose también en vano apartarse para siempre de la pluma, que vuelve y empuña con testarudez. No solo se hinca sobre “las vigas carcomidas de su propio caso”, sino que las va gastando a fuerza de recordarse y recriminarse su poquedad creadora. Se esfuerza pero no consigue (su “basura literaria” de este último año encontró un dueño que la articula, la interpreta y la publica) ir borrando toda huella de lo pergeñado en esas resmas de papel blanco con que de tanto en tanto se lo ve entrar en el edificio de Laureles del que está pronto a desaparecer, se figura el lector que para siempre.

 

Se sabe que marcha a Europa, pues en Medellín ya nada le queda. Va allí en busca de El olvido que seremos todos en algún momento, y más los que como él no logran inscribir su nombre en los anales de las mejores invenciones literarias, cuyo exiguo espacio le fue siempre esquivo. Tal vez murió ignorando que otra clase de inmortalidad garantiza ahora su pervivencia. Pues si a Alejandro Sawa Martínez don Ramón María del Valle-Inclán lo redime (en la persona de Max Estrella) de la desmemoria a que están condenados los escritores menores, otro tanto hace con Bernardo Davanzati Héctor Abad Faciolince, que le comunica a la “basura” de su protagonista el sentido estético y vital que este se niega a hallarle.

 

 

Quien de él huye en él cae irremediablemente

 

Con seguridad el profesor de una cátedra de psicoanálisis y literatura en la que se estudie la novela Coronación, de José Donoso, intente explicar la cobardía existencial del protagonista a partir primero de la temprana muerte de sus padres y del acoso de que fue objeto en la escuela, así como del miedo a la condenación eterna en el infierno con que doña Elisita Grey de Ábalos buscó disciplinar siempre a su nieto. Con seguridad ese profesor inste a sus estudiantes a imaginar las consecuencias que semejante pérdida, semejantes abusos y semejante mala educación le supondrán al adulto Andrés Ábalos el día de mañana, cuando los traumas de su infancia afloren en sus días de hombre y determinen su carácter y comportamientos. Con seguridad los estudiantes concluyan, al alimón con el maestro, que la vida del burgués personaje tiene muy poco margen de maniobra para el cambio, dados los antecedentes reseñados. Y con seguridad todos pequen por defecto.

 

Ser con exceso desidioso y vivir su abulia con una dejadez desconocida para una familia que en un pasado no muy remoto paladeó la grandeza y participó de la historia de Chile, desde luego no es un asunto que se pueda elucidar con teorías que se proponen interpretar al individuo a base de precogniciones conscientes o inconscientes. Menos aún si se trata de alguien que, como el protagonista de Coronación, no carece en absoluto de enciclopedia y penetración:

 

“…¿Valía la pena, por lo tanto, desear saber, inquietarse por preguntar y exigir, por crear y procrear, acudir a filósofos, sabios, poetas y novelistas en busca de soluciones? ¿Cómo era posible ser tan pueril como Carlos Gros y creer que la ciencia lo solucionaría todo, que mediante ella es posible llegar a concluir el puente, a cruzar ese espacio en que todos caen? ¿No veía que la ciencia, como las filosofías y las religiones, parte de la fe, desde el misterio de la calle anochecida, de estas vidas, de Omsk? Lo único que no era misterio era saberse existiendo… Después venía la muerte, y entonces ya nada tenía importancia porque todo caía más allá de la experiencia. Él vivía, Andrés Ábalos, nacido donde y cuando nació, y entre la gente en medio de la cual nació. Eso era Omsk. Tal como la señora que regaba las flores en la ventana había nacido donde y cuando y en el medio en que nació. Rebelarse, tratar de dar un significado a la vida, hacer algo, tener cualquier fe con la cual intentar traspasar el límite de lo actual, era estúpido, pretencioso, pueril, y más que nada lo eran los compromisos y las responsabilidades. Lo único razonable era la aceptación muda e inactiva. ¿Le gustaba leer historia de Francia? Leería historia de Francia. ¿Le gustaba pasear en las tardes por las calles tranquilas? Pasearía.

 

Andrés sintió por primera vez que sus pobres pies pisaban terreno firme, que lograba saltar desde el extremo del puente hasta la orilla lejana. Para otros, sentir lo que él acababa de sentir quizá resultara un pozo negro de angustia. Para él, sin embargo, era la justificación de no hacer nada, de no aventurarse a nada, la liberación completa de todo compromiso con la vida.”

 

Digamos entonces que Ábalos cultiva su inacción, su indolencia, su inercia, porque forman parte de su ser antes que por motivos que obedezcan a esos traumas o taras del comportamiento en que cifran sus estudios los psicoanalistas. Y gracias a que en modo alguno rehúye el trabajo del encéfalo, está en capacidad de procurarle a su apatía de adulto un acervo teórico que justifique, como explica el narrador, su prurito de “no hacer nada, de no aventurarse a nada” y de apuntarle apenas a “la liberación completa de todo compromiso con la vida”.

 

Así pues, una vez alcanzada la mayoría de edad y escudado con su teoría, el protagonista va a poder conducir treinta años su existencia según estos preceptos. Al cabo de ese tiempo, no obstante, la comodidad de sus días muelles experimenta un sobresalto que los precipita en la conciencia de su fracaso sin retorno y los descentra para siempre, producto de un par de voces ajenas que, casi con simultaneidad, le espetan la antítesis de su filosofía:

 

“…-¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste tú? Heredaste la pulcritud de tu abuela, además de ser un redomado hipócrita.

-¿Yo? No hables tonterías, a mí qué me importa. Estoy bastante viejo y harto que he vivido… Carlos lo interrumpió con una carcajada.

-¿Vivido? ¿Tú? Déjame reírme, eres tú el que estás hablando tonterías. Si jamás te has atrevido a vivir, hombre. Hace muchos años que te retiraste de la competencia.

-¿De qué estás hablando?

-No te hagas el leso, sabes muy bien. No te has atrevido a tirarte a nado en absolutamente nada, menos aún a querer a nadie, en toda tu vida. Acuérdate de tus pocos y aguachentos amores, unas cositas cómodas, así por encimita, sin comprometerte jamás. ¿Has vivido? ¿Quieres decirme en qué sentido? Eres un hombre bastante inteligente, con una sensibilidad de primera. ¡Pero, viejo, tú simplemente no te has usado!

Paseándose por la salita, Andrés se detuvo frente a Carlos y le preguntó, enfurecido:

-¿Con qué derecho…?

-¿Con qué derecho? -lo interrumpió Carlos, que había bebido bastante-. Con el derecho que me da ser tu único amigo, y que nunca nos hemos callado nada. […] Carlos dijo:

-Es que no entiendes, no entiendes nada. Te concedo tu superioridad y, como te dije, envidio tu equilibrio y tu ironía desapegada. Pero, ¿sabes una cosa? Te tengo compasión…”.

 

Palabras más palabras menos, lo que le enrostra Carlos Gros a Andrés Ábalos es lo mismo que, poco antes, le gritara su abuela (“a ver, ¿qué has hecho en toda tu vida que valga la pena, ah? a ver, dime. Dime, pues, si eres tan valiente. ¿Qué? Nada. Te lo pasas con tus estupideces de libros y tus bastones, y no has hecho nada, no sirves para nada. Eres un pobre solterón inútil, nada más…”), Loca al decir de muchos aunque bastante lúcida y despabilada a sus más de noventa años. Y es esta conjunción de dos conciencias externas lo que precipita la desesperación del protagonista, quien hábilmente encuentra en una locura fingida en principio la tregua que su derrota le exige.

 

Del equilibrio y la ironía desapegada de Andrés Ábalos que el médico pondera, no quedan rastros. Tampoco de la superioridad intelectual a que su amigo hace referencia, que desaparece al unísono con las certidumbres de su teoría. Él es ahora no más que un pobre hombre solo y necesitado de un afecto que demasiado tarde se propuso encontrar y que por ende no halla. Incluso el lector, que en este sentimiento se identifica con la parte masculina de esa conciencia exterior y bicéfala, experimenta por el protagonista la compasión a que a muchos mueve inevitablemente el fracaso ajeno.

 

 

Cuando Fortuna dice basta es basta

 

La vida de Camargo, el protagonista de El vuelo de la reina y uno de los personajes de papel dotados de más fuerza narrativa de la literatura hispanoamericana al menos, conoce personalmente, y en su orden: los rigores de la malaventura, el precio que se debe pagar para dejarla atrás, los extravíos del poder y, nuevamente, el sufrimiento.

 

Nacido en un hogar que nunca fue y que se diluyó antes de llegar a serlo a causa del abandono de la madre y del desmoronamiento del padre abandonado, la prefiguración infantil de la soberbia humana que representa el periodista más temido y respetado de la Argentina presidida por Carlos Menem se cría como puede, carente de afecto y comodidades. Pero una vez “superada” (la ausencia materna marca dolorosamente cada uno de sus días) la indefensión de esos primeros años, el Camargo adulto se propone y consigue conquistar, a base de empeños sin nombre, el pináculo del cuarto poder, que ejerce con una mezcla de ética periodística, celo profesional, despotismo y, cuando toca, desmesurada persecución del enemigo. Real o fictivo, porque el magín recalentado de este candidato a psicópata que es el protagonista de la novela de Tomás Eloy Martínez, es capaz de fabricarlos y triturarlos sin el menor asomo de piedad.

 

Nadie entre los argentinos más poderosos puede siquiera aspirar a hacerle mella a la reputación de este hombre que se forjó de la nada más absoluta. Y él lo sabe muy bien. Lo que sin embargo ignora es que una aleación de femeninos que no falla lo acecha, deseosa de destruirlo:

 

“El maldito calambre volvió de repente. Descendió como un garrote desde los músculos de la cadera y dobló en dos a Camargo. Era el mismo dolor de un mes atrás y de hacía un año, durante el viaje a Davos. Llegaba y se iba. Pero mientras estaba allí, lo convertía en un inválido. Maestro lo sostuvo con una fortaleza humillante.

-No es nada, Enzo, no es nada. Creí que me había torcido el tobillo. Ya estoy bien, ¿ves? Estoy bien.”

 

Intuye la desgracia pero miente a sabiendas. Víctima de los primeros avisos de una enfermedad autoinmune, que va a paralizar parte de su cuerpo, y de los estragos de una celotipia producto de una pasión si se quiere extemporánea, los últimos días del protagonista al frente del periódico son febriles. Las preocupaciones de un país tomado por la corrupción, la imagen de su hija enferma de cáncer y postergada indefinidamente por otras urgencias más apremiantes mientras agoniza al otro lado del charco y ese despecho que lo consume, se unen a los esporádicos síntomas de la enfermedad para hacerle olvidar lo que ningún soberbio tiene derecho a pasar por alto: la preservación de una buena salud.

 

Y es que Camargo pierde de vista, ocupado como está en destruir para someter sin éxito a Reina Remis, que la única derrota visible de todo hombre, humilde o arrogante -si bien más del segundo-, la constituyen los menoscabos que sufre el cuerpo, el cual delata nuestra impotencia ante el fracaso que supone la transición hacia la muerte. Que le llega tras tres años de un segundo período de desamparo, paliado por la presencia salvadora de su esposa y la hija que les queda, al igual que por el desmesurado amor propio que, a diferencia de la madre, nunca lo abandona pero sí lo pierde:

 

“Esa noche no será feliz ni infeliz. La vida se le ha convertido ahora en una sucesión de indiferencias. Quizás algún día, si vuelve a caminar, pase un mes o dos junto al mar y empiece a escribir la novela que desde hace tiempo lleva en la cabeza. […] Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas, apoderándose de todo lo que encuentra en su ascenso, sin piedad ni remordimiento, porque ha venido a este mundo sólo para ese vuelo. Volar hacia el vacío es su único orgullo, y también es su condena.”

 

No vuelve a caminar. Y parte sin humillarle la cerviz al sufrimiento; reducido por la enfermedad a la quietud y la dependencia que empero soporta con dignidad, desprovisto de esa mujer a la que se vio forzado a matar en vista de que no la pudo doblegar, con el cuerpo y la moral disminuidos aunque con la soberbia intacta e incapaz de hacerle una concesión a su conciencia. Que no examina ya que de nada lo acusa.

 

 

Epílogo con resignación

 

No vale nada la vida / La vida no vale nada / Comienza siempre llorando / Y así llorando se acaba

José Alfredo Jiménez

El fracaso, cuando es un fracaso total, llano y sin barniz, siempre tiene alguna dignidad

Max Beerbohm

El hombre que no ha perdido su vanidad, no ha fracasado totalmente

Max Beerbohm

 

A juzgar por estos tres epígrafes, que van de la desesperanza más absoluta a una esperanza bastante moderada, creo que se puede hablar también de las gradaciones del fracaso, como otros hablarían de las gradaciones del éxito. Dos conceptos relativos y, por serlo, ricos en matices. Cuatro personajes que fracasan de cuatro formas distintas. Concretémoslas aunque de modo poco articulado.

 

La derrota de Larsen, sin atenuantes salvo en un muy efímero momento de su existencia, es la más estruendosa de todas. La de Davanzati, quien conoció algunos instantes de felicidad al lado de esa familia que sin embargo se le desintegró demasiado pronto, no admite réplicas ni excusas. Ábalos fracasa movido por una desidia hedónica o por un hedonismo desidioso, que lo maniata y lo apea de las ventajas con que vino al mundo. Y Camargo, que nació en medio de unas condiciones que solo auguraban el fracaso, se sobrepone a ellas para triunfar sin ningún género de duda y para ir forjando a la par su extravío, al que los dioses contribuyen.

 

Mientras que Larsen y Davanzati, mejor en Medellín que en Santa María, conversan de la vida y sus imposibles al tiempo que oyen -el escribidor se la sabe de memoria y por eso siente que la oye- una y otra vez ’Caminos de Guanajuato’ y toman una caña que trajo el visitante, Ábalos y Camargo, da lo mismo si en Santiago o en Buenos Aires, charlan un poco de literatura sorbiendo whisky y piensan el uno del otro: “¡Le chorrea la soberbia por la boca, pero sabe lo que se dice!”. “¡Es un apocado, pero salta a la vista que ha leído mucho y con inteligencia!”.

 

Y en un encuentro de cuatro, en el que el único que carece de bibliografía es Larsen aunque no de profundidad, pensémoslo en la mansión del periodista argentino, la noche transcurre en medio de los silencios más frecuentes que esporádicos de los protagonistas de El astillero, Coronación y El vuelo de la reina, y los casi inquebrantables del de Basura, que se alternan con apuntes desencantados y mordaces ya de uno, ya del otro.

 

Los tres miran a Larsen con una mezcla de compasión por su presencia adiposa y raída; por el color rojizo de su piel que delata su alcoholismo. Los tres se preguntan por qué Davanzati casi no habla; por qué parece tan ensimismado y distraído. Los tres observan a Ábalos con la curiosidad de quien contempla a una bella mujer muy venida a menos; con la sorna que carga ese dicho de que “Dios le da pan al que no tiene dientes”. Los tres quisieran saber por qué Camargo no ha dejado su sitio en toda la noche ni para ir al baño; por qué su esposa parece tan preocupada por él y por su bienestar. Y todos a una concluyen, pero sin verbalizarlo, que, como cada uno de ellos, los otros han visto muy de cerca el rostro de la frustración.

 

Porque yo soy yo y mis circunstancias, como dijo sabiamente el filósofo, pero la muerte es de todos: digo yo con resignación.