miércoles, 24 de enero de 2024

Cien para quinientos desahogos, todos breves o muy breves (III)

471. Si lo sabré yo: “La anestesia produce un sueño muchísimo más profundo que el sueño profundo, del cual, a los que sobreviven, no les queda ni percepción del tiempo transcurrido ni recuerdo alguno. Es la nada total, la nada de la muerte”.

 

Una trabeculectomía cuando ni siquiera balbuciía y mucho menos caminaba. Una septorrinoplastia cuyo postoperatorio se lo deseo sólo a muy pocos. Una osteosíntesis, y una evisceración ocular con un intervalo de apenas dos días, ambas a consecuencia de un accidente de tráfico la mar de estúpido -más yo que él-. Y, algunos años después, la enucleación del ojo eviscerado, o sea el izquierdo, o sea el que me procuró la entonces dicha de saber -es decir conocer- cómo brillaban el sol y la luz eléctrica en donde fuera, una única vez la luna en la finca felizmente a oscuras de la abuelita Elvia; la dicha de descubrir que la ceguera no es ni de lejos como se la imaginan los optómetras, oftalmólogos y demás videntes que en el mundo son y han sido y como se la he oído describir a no pocos ciegos devenidos: negra como boca de lobo e imprecisiones por el estilo; la dicha de ver -es decir conocer- muchos de los colores (que en este preciso momento refulgen en mi modesta pero elocuente memoria visual), de entre los cuales el amarillo con todas sus tonalidades es mi favorito mientras que el rojo…

 

Me da a veces por pensar que en toda esta añoranza mía del retorno a la nada de que habla la cita, algo tienen que ver las cinco ocasiones en que he paladeado la muerte gracias al sueño sin sueños en que nos adentran los anestesistas con su saber y sus máscaras-legado de Las mil y una noches. Y una infidencia: durante mucho tiempo, alimenté el deseo de que Fortuna me deparara una Virginia Apgar a la que querer y a la que estar para siempre y de antemano agradecido por el ‘bel morir’ que su mera cercanía promete.

 

472. Se me había olvidado contar(les) que, concluido el experimento que reseñé en el desahogo 454, me senté a conversar en la cafetería de la facultad con los tres o cuatro muchachos a los que consiguió entusiasmar Faciolince con su híbrido cientificoliterario sobre el corazón, del que empezamos a charlar revolviendo sentimientos con conocimientos con tales desinhibición y alegría que al cabo de unas horas ya habíamos intercambiado números de teléfono y la promesa de seguirnos llamando y encontrando para hablar de “lo suyo”, “lo mío” y “lo nuestro”, que es la vida. Pues bien, ese segundo encuentro tuvo lugar no mucho ha, y la excusa fue el desenlace del penúltimo capítulo de Salvo mi corazón, todo está bien, el cual comienza diciendo: “…Mientras me fuerzo a pasar por la garganta una aguapanela con limón…”.

 

Se oían exultantes mis jóvenes amigos, pues a su descubrimiento de la literatura por medio de una novela venía ahora a sumarse el de la poesía gracias a un poema y un poeta que, vaya portento, esa novela les desvelaba. Pero como todo hay que decirlo, en sus voces agradecidas también capté unos como visos del dolor a priori que les produjo la lectura por separado de ‘Los heraldos negros’, que alguien propuso que leyéramos y comentáramos antes de despedirnos.

 

Misión cumplida, Gregorio.

 

473. Me pide un estudiante de carne y hueso, pero virtual, que por favor le aclare el significado del sustantivo antinomia y del adjetivo antinómico que, o bien no buscó en ningún diccionario o, si los buscó, tal que si no lo hubiera hecho -cortedades de estas criaturas hiperconectadas de entre 3 y 100 años-:

 

“…Los índices de extinción siguen siendo entre cien y mil veces más elevados de lo que lo eran antes del establecimiento global de la humanidad. Se estima que las iniciativas de conservación desempeñadas antes de los estudios de 2010 mitigaron el desastre en por lo menos una quinta parte del que podría haber sido. Es un avance importante, pero ni de lejos estabilizará la vida en la Tierra. […]

Lo que nos queda del siglo será un atolladero de impacto humano en el medioambiente y reducción de la biodiversidad. Cargamos con la responsabilidad de sacarnos a nosotros mismos y a cuantos más seres vivos podamos de ese atolladero, y emprender una existencia edénica sostenible. Nuestra decisión será profundamente moral. Para cumplirla dependemos de un conocimiento que aún nos falta y de un sentimiento de decencia común que todavía somos incapaces de sentir. Somos la única especie que ha comprendido la realidad del mundo viviente, que ha visto la belleza de la naturaleza y que le ha dado valor al individuo. Sólo nosotros hemos valorado la cualidad de la misericordia entre los de nuestra clase. Ahora, ¿podríamos preocuparnos también por el mundo viviente que nos dio a luz?”

 

En vista de que aquella voz un poco tontaina dijo, sin la menor convicción que gracias, profe, que ahora sí le quedaba claro el concepto, yo conminé a su dueño a que me lo demostrara, y ojalá mediante una imagen elocuente sacada de la vida real más cruda.

 

Pasaron 30 segundos, tal vez un minuto sin que se surtiera respuesta y fue entonces cuando una compañera suya llamada Sandra Bogotá, no en vano la estudiante más destacada de la clase y de la facultad, pidió la palabra y dijo, con el aplomo que sólo se les da bien a los de veras brillantes:

 

--Estaba pensando en una macroflota de arrastreros chinos frente a un grupo de biólogos marinos y otros investigadores que luchan para salvar arrecifes de coral moribundos, o a las hordas de feroeses con sus matanzas de cetáceos frente a los valientes de Sea Shepherd que las documentan.

 

¿Mi macrologro en la vida, mi amor? Haberme enamorado de ti y conquistado la reciprocidad cuando aún eras mi estudiante. ¿Mi mayor torpeza? La que nunca cometí ni estaría dispuesto a cometer por escrúpulos éticos.

 

474. En todas las guerras hay, sin falta, Quimets forzados y Quimets voluntarios y Colometas que se quedan solas, desamparadas con sus Ritas y sus Antonis y su desesperación y el hambre y las carencias de todo tipo que no saben cómo solventar y entonces las asalta la única solución posible, que es la muerte primero de los hijos a manos suyas seguida por la propia. Pero en cambio, muy de tarde en tarde en una guerra, la bondad de un solitario con posibles aborta el desenlace y obra el milagro de que aquellas vidas, transcurrido el tiempo que precisa la superación de un trauma que se alimentó de múltiples experiencias límite, vuelvan a vibrar agradecidas.

 

Ay, Natalias palestinas, ucranianas, sudanesas, yemeníes…, lo que me gustaría fabricar Antonis a destajo para que hubiera uno para cada una…, un padre para sus hijos huérfanos de padre.

 

475. ¿Qué se le agrega a la completitud?: “Todos los problemas del hombre derivan del mismo hecho: no sabemos lo que somos y no nos ponemos de acuerdo en qué queremos ser”.

 

¡Pero si es del todo más fácil y factible que los extremistas del terrorismo de Estado israelí y sus contrapartes los terroristas palestinos se sienten y al cabo de un par de horas pacten la solución de los dos estados! ¿Concertarme con mi hermano en que, si yo lo decido, puedo contar entre las criaturas elegidas por Dios, ejercicio en el que yo sería el elector? ¿Concertar a los científicos que hoy trabajan en la B61-13 en los Estados Unidos y en otros arsenales nucleares en otros países con los científicos con alma que abogan y en consecuencia actúan por la preservación de la vida en el planeta? Sean serios, restrínjanse a lo posible.

 

476. ¡Muerte al Kutu de ‘Warma Kuray’!... Pero antes muélanlo a palos.

 

477. Pues mire usted, capitán, que acaban de presentarnos y ya empiezan a aflorar las coincidencias: “Pero todavía tengo un deseo que no he podido satisfacer y cuya ausencia percibo ahora como el peor de todos mis males. No tengo ningún amigo, Margaret. Vivo exultante de entusiasmo pensando en el éxito, pero no hay nadie con quien pueda compartir mi alegría. Si me asalta el desconsuelo, nadie se esforzará en paliar mi abatimiento. Puedo trasladar mis pensamientos al papel, es cierto, pero es un medio muy pobre para hablar de sentimientos. Deseo la compañía de un hombre capaz de comprenderme, cuya mirada pueda corresponder a la mía. Me tildarás de romántico, querida hermana, pero siento con amargura la ausencia de una amistad. No tengo a nadie cerca […], dotado de una mente cultivada a la par que capaz y con unos gustos semejantes a los míos que pueda secundar mis planes o ponerles objeciones. ¡De qué modo podría un amigo así reparar las carencias de tu pobre hermano!”.

 

Le diré, para empezar, que por lo que hace al amor por el conocimiento, yo podría ser ese Stephen Maturin con que usted anhela contar abordo, sólo que, en la actualidad -¿debería decir en la eternidad?-, ando huérfano, a más del tan ansiado amigo del sexo que sea, de entusiasmo y alegrías, el éxito hace mucho que me trae sin cuidado -no así el venéreo-, los desconsuelos y los abatimientos de mí hacen presa casi sin tregua e incluso la literatura, a quien tanto debo, parece ya no colmarme. ¿Y mis amigos?...

 

Aquí entre nos, capitán, le confieso que de la fusión de las tres o cuatro personas a quienes suelo dar ese nombre para ambos tan sagrado, no saldría siquiera una versión pasable de los amigos que tuve y que fui perdiendo por el camino, jamás por desavenencias insalvables sino por la maldita reciprocidad en el descuido y la distancia que hoy me privan de vínculos tan bellos y valiosos como los que un día cultivé con -entre otros- Jaime Alberto Medina, César Hernando Romero, las hermanas Zamora, Orlando Espitia y Quico Gómez, el único amigo del alma que conservé hasta la muerte. Pero de muertes mejor ni hablemos porque entonces las demasiado recientes de dos personas a las que amé con locura me pueden sumir nuevamente en una desesperación que amenaza con destruirme. Tal vez otro día le hable de mi madre y de la Goga, la tabla de salvación con doble asidero a que con angustia me aferro. Ah, y ojalá podamos ser amigos… aun cuando sea epistolares.

 

478. Ando en busca de una Caroline Beaufort a la que socorrer y con la que completar un 50% de mi constitución erótica, vacante desde hace un par de años. Generosidad y discreción garantizadas: 3 16 5 18 90 24.

 

479. Un par de preguntas retóricas que se me antoja responder a partir de mis vivencias, que -lo entiendo y me hago cargo- a nadie sino a mí interesan: “¿La vida sería entonces, contra todo lo dicho, a causa de su monotonía, demasiado larga? ¿Qué importancia tiene vivir uno o cien años?”: invirtamos el orden de las respuestas. Si la pregunta hubiera sido si la vida sí o la vida no en el caso hipotético y pasmoso de que sobre aquello se pudiera decidir antes de perpetrado, la respuesta es un no taxativo e inapelable. Pero como la realidad es otra, pues jamás cien años aunque tampoco uno, y me explico.

 

Dentro de seis meses habré de cumplir medio siglo de vida al que de buena gana le habría restado el último 10%, una década demasiado pródiga en desencantos, agobios y sufrimientos, algunos genuinos y muchos otros edificados por el cerebro que me chantaron en la repartija genética. De los treinta, los veinte y anteriores reivindico las satisfacciones laborales y académicas, el sexo con sus vericuetos y fantasías y hallazgos y desencuentros, los amores ilusorios o tangibles que a él le debo, la pasión por el fútbol que jugué, y vi gracias a los relatos de los mejores narradores, la infancia con sus descubrimientos y asombros diarios.

 

Ahora bien: como no tengo hijos cuyos hijos quiera conocer y ayudar a criar, ambiciones o siquiera expectativas de conocer el parnaso, ganas de recorrer el mundo o adentrarme en el espacio, esperanza en que la ciencia me guarde de la impotencia y los rigores de la vejez ni el más mínimo miedo a la muerte, todo lo que me está reservado es monotonía y más monotonía, y para completar aderezada con los horrores de los bellacos (y las patochadas de millardos): Putin y su cohorte de cómplices y asesinos; Netanyahu, el sionismo y Hamas; Xi, los chinos y sus adeptos en Oriente y Occidente; Trump, Bolsonaro, Miley y la extrema derecha en vertiginoso ascenso en tantas partes; y los mequetrefes de Pionyang, La Habana, Managua y Caracas tan risibles si bien perjudiciales. Ah, y a toda esa escoria súmenle ustedes los Forbes insaciables, los que aspiran o sueñan con destronarlos y los que hasta en el rincón más olvidado del mundo contribuimos con nuestro consumismo a que la ferocidad de la competencia arrecie, a la par que las posibilidades de redención de la vida en el planeta menguan.

 

480. Habrán cambiado tanto el mundo y sus criaturas bípedas entre la formulación de la siguiente confesión con su reflexión y el pergeño de este desahogo, que lo que entonces era un aspecto de ciertas personalidades, es hoy la norma entre los millardos que duermen o dormitan o velan, se desvisten y se bañan y se visten, corren o nadan o vuelan, se masturban o pichan y procrean, viven y agonizan y mueren agarrados a sus pantallas como yo a mi tabla de salvación con doble asidero:

 

“Uno de mis defectos principales es la dispersión, la imposibilidad de concentrar duraderamente mi interés, mi inteligencia y mis energías en algo determinado. Las fronteras entre el objeto de mi actividad del momento y lo que me rodea son demasiado elásticas y por ellas se filtran llamados, tentaciones, que me desplazan de una tarea a otra. […] Víctima soy, me doy cuenta, de la facilidad que existe ahora para informarse: libros de bolsillo, revistas de divulgación, manuales al alcance de todos, nos dan la impresión falaz de ser los hombres de un nuevo Renacimiento, Erasmos enanos, capaces de enterarse de todo en obras de pacotilla, compradas a precio de supermercado. Error que es necesario enmendar, pues hace tiempo sé, aunque siempre lo olvido, que la información no tiene ningún sentido si no está gobernada por la formación.”

 

Veía ayer en France 24, admirado Ribeyro, un reportaje sobre el sistema educativo de Corea del Sur que deja al espectador con la sensación de que allá, al revés de la lenidad envuelta, eso sí, en altísimas calificaciones que impera en… -¿en dónde no?-, es tan importante la formación que los profesores, aun los de niños muy pequeños, se ven sometidos a tal presión por parte primeramente de los padres de familia, que muchos se ven empujados al suicidio. Imagínese el contrasentido: los unos -la mayoría- convencidos de que menos es más porque a la larga lo que cuenta es el bienestar y la felicidad del estudiante, que para los otros -los ojirrasgados de marras y…- debe ser una máquina de cumplir horarios, asistir a clases diurnas y nocturnas y hacer tareas. Los primeros no informan ni forman y en cambio deforman con singular eficacia. Los segundos muy bien que informan, pero deforman lo que creen que forman con su pésima concepción de la disciplina y la exigencia.

 

481. “Una turba cuelga de los pies en una escuela de Guatemala a un joven acusado de matar a un hombre y lo quema vivo hasta matarlo”: que este titular de El Mundo nos sirva de aviso de hacia dónde nos dirigimos, y de lo que amenaza con ser el pan global de cada día, si no recomponemos y detenemos la ciega destrucción de la civilización en que tan empeñados parecemos.

 

482. Como “Putin dará la ciudadanía rusa a los extranjeros que sirvan en el ejército”, ¡a convencer entonces, amigos todos del centro del espectro político del mundo entero, a la bazofia de ambas extremas que tan cómoda se siente con el invasor del Kremlin para que marchen al frente y mediante semejante golpe maestro nos libremos y liberemos a nuestros países de los Trump y los Petro, los Miley y los Cabello, los Bukele y las Murillo, los Orbán y los Díaz-Canel, las Meloni y los Xi, y de sus conmilitones y votantes! Otra cosa que estamos en mora de hacer, mis muy estimados correligionarios, es vestirnos de camuflado y empuñar las armas para batallar a favor de Zelenski, los ucranios decentes y la democracia ucraniana. Tengo las maletas en la puerta.

 

483. Ah, ¿Que la nostalgia tiene pésima reputación entre los que piensan o dicen: ¡A la mierda con las evocaciones porque aquí lo que cuenta es el presente!? Allá ellos y su negacionismo que no los deja ver esta otra verdad, del tamaño del Camp Nou: cada generación prohíja -o reprime-, llegada a cierto punto de su madurez, sus propias nostalgias:

 

“Si cada generación escoge la música que quiere oír y los cantantes que la representan, los que crecimos, nos enamoramos, gozamos y sufrimos con las canciones de Serrat creemos que tuvimos mucha suerte. Nuestros padres y tíos se desgarraban o se volvían melancólicos entre boleros y tangos; nuestros hijos y sobrinos se sobreexcitan entre ritmos metálicos y tropicales; en cambio nosotros, la tercera generación del siglo (los que nacimos entre el 50 y el 75), nosotros tuvimos y tenemos a Serrat. Si hablamos de la música popular que nos gusta y que más o menos explica cómo sentimos y pensamos nosotros, él es nuestra bandera.

Serrat es esa gracia de las melodías que de un momento a otro empezamos a tararear sin darnos cuenta; también es esas letras cargadas de alusiones luminosas que ya no se nos borran de la memoria. En ellas está el amor sin cursilería, las relaciones familiares cotidianas, con toda su miseria, su discreto encanto y aun su felicidad: los hijos que crecen, los hermanos que se van, los tíos que envejecen, y hasta el perro que se escapa. Serrat es también el compromiso con la realidad social; su actitud de siempre y muchas de sus canciones nos recuerdan la importancia de no hacernos los locos ante las lacras del presente…”.

 

Maticemos: la RAE define la nostalgia, y bien que lo hace, como Tristeza melancólica originada por una dicha perdida y, no obstante, en las palabras del ¿nostálgico? de la cita lo único que se percibe y manifiesta son la gratitud y el privilegio de haber podido gozar, y no retrospectivamente aunque también, de algo que él y muchos de su generación consideran excepcional. Como yo, verbigracia, el haber conocido y haber querido carnal y afectivamente a mujeres que a diario recuerdo, y no con la morriña que sugiere como sinónimo el Diccionario, sino con dulce añoranza, pues también eso es la nostalgia.

 

Maticemos: nací en 1974 y, desde muy pequeño, me aficioné a los tangos y a los boleros con que los adultos de mi familia -caldense ella- se emborrachaban religiosamente, muy a menudo a lo largo de todo un fin de semana, y después de más de cuarenta años puedo decir que conservo el gusto por la música vieja y por el trago. También aprendí a querer las baladas románticas -que en Colombia llamamos ‘música para planchar’-, cuyas letras cursis pero bellas son las grandes culpables de que con nostalgia recuerde y añore, oyendo o cantando a dúo con Camilo Sesto, José Vélez y tantos otros, a personas que tal vez deje de extrañar cuando las sepa en lo álgido de la menopausia. (“El amor sin cursilería” no es amor sino convivencia a secas o convivencia entre académicós-intelectuales con un currículo que cuidar. Cosa muy distinta es el amor guiso o el amor de los guisos: un par de bachatas o vallenatos llorones me ahorran la explicación.) A Serrat me lo presentó una colega con la que lo oíamos tardes de sábado enteras, en las que corrían el vino y las nostalgias de mi anfitriona, propensa como pocos a tomarse la palabra por asalto. De su casa me largaba a cualquier bar del centro donde atronaran Def Leppard y Bon Jovi y Bad English y White Lion y Cinderella y Warrant y Quiet Riot y Los Toreros Muertos y Miguel Mateos y Kraken y Hombres G y toda esa vaina maravillosa antes que nada de los ochenta, edulcorada con la dosis imprescindible de cursilería de 24 quilates que me procuraban una Tiffany o una Debbie Gibson, o euforizada hasta el paroxismo por Rick Astley y Donna Summer, cuando no por el Grupo Niche o El Gran Combo de Puerto Rico. Porque yo, en cuestiones musicales, soy un auténtico transgénero.

 

484. ¿Qué se le agrega a la completitud?:

 

“La lógica de la competición a ultranza nos exige convertirnos en triunfadores. Mil veces escuchaste la advertencia: quienes te rodean son rivales. Se aprovecharán de ti. Enseña los dientes, jamás te muestres débil. Eres demasiado ingenua, vas con un lirio en la mano. No sabes poner límites. Como si el problema fuera tuyo; como si la bondad fuese una deficiencia de carácter, una insignia de perdedores.

[…] Tras siglos de fascinación por el misterio y el imperio del mal, nuestras historias sobre gente bien intencionada se cuentan en clave cursi o remilgada, incluso paródica. Salvo en las monsergas a los niños que incordian -¡pórtate bien!- o agazapada en la sobredosis de almíbar navideño, la bondad tiene una reputación aburrida, insulsa, moralizadora y pusilánime. Se elogia episódicamente, pero se devalúa por sistema. Pese a los disimulos y tapujos ocasionales, nadie se engaña: lo deseable de verdad es el liderazgo arrogante, carismático y con colmillo. Desde las redes sociales a las encuestas electorales, se premia la agresividad. La guerra de todos contra todos es ortodoxia, la victoria sobre el prójimo es la medida de todas las cosas, la evolución nace de una lucha feroz por la supervivencia. Sin embargo, incluso Charles Darwin reconoció que la empatía hacia los demás es tan instintiva como el egoísmo.

[…] Curiosamente, tanto la palabra ‘bonito’ como ‘bello’ son, en su raíz latina, diminutivos de ‘bueno’ […]. Hoy, el término latino bonus alude a un incentivo económico […]. Solo en su acepción dineraria parece alcanzar la bondad su perdido prestigio.

En esta época zarandeada por la incertidumbre, la avalancha de pronósticos apocalípticos y los diagnósticos fatalistas nos empujan a fijarnos mejor en lo peor. Sin embargo, a nuestro alrededor, mucha gente es buena a diario, sin que nadie parezca advertirlo o agradecerlo. La teoría de la competencia descarnada desacredita aquello que hace funcionar el mundo: los cuidados gratuitos a hijos, ancianos y enfermos. Las personas que se esmeran en sus quehaceres y sus trabajos. Las pequeñas virtudes escondidas, fuera de los focos. […] No somos islas, sino hilos entretejidos.

La bondad asusta porque nos vuelve conscientes de la vulnerabilidad ajena, y de la propia. No queremos afrontar la fragilidad acechante de nuestros cuerpos. Preferimos el ideal de suficiencia, menos promiscuo, que promete fortaleza e independencia, al precio de aislarnos. Por eso, nos obsesionamos con encontrar la seguridad en el éxito y, en esa carrera despiadada, negamos la alegría y el disfrute de los actos generosos. Reprimimos nuestros instintos, nos refrenamos. En un océano de islas amuralladas, sin tacto ni contacto, la bondad acabará por ser nuestro placer prohibido.”

 

Cómo te parece, Irenita, que en mis tiempos de borracho bebí muchas veces con un pobre ciego -con un pobre diablo ¡doctorado en derechos humanos!- con billete y una ínfima porción de poder -era y creo que sigue siendo, formalmente, el director del único instituto ‘para ciegos’ que subvenciona el Estado-, cuyo principio distintivo era “como no pido favores tampoco hago favores” o “no pido favores para no tener que hacer favores”: una mezquindad por el estilo. Que en Colombia y otros países latinoamericanos se llama ‘cabrón’, no al tipo malaleche y arbitrario, sino al hombre que trata con generosidad y cariño a una mujer -novia, esposa, amante- que en cambio no lo valora ni respeta a él. Que mientras que ningún colombiano -ninguno en absoluto- con méritos de sobra en la generosidad y el altruismo que redimen a la especie puede aspirar al más mínimo reconocimiento de sus conciudadanos, los más malvados y canallas en un país donde se dan silvestres tienen garantizados el respeto, la admiración y la emulación de gran parte de la sociedad; una sociedad que ve y vuelve a mirar las narcoseries que los ensalzan, que se hace eco de los mitos que los definen, que los estudia en la escuela y la universidad, donde tan difícil es hallar a estudiantes que den buena cuenta de figuras de la cultura y la historia vernáculas y tan fácil a muchachos versados en las truculencias y crueldades de los mafiosos (contribuyo, sin que me lo hayas pedido, con tres ejemplos de infinitos con que me haría tedioso).

 

Un beso colmado de afecto y admiración.

 

485. Noto (casi sin falta) la sorpresa cada que alguien entra a mi habitación y lo primero en lo que se fija es en las dos pantallas yuxtapuestas que descansan sobre este escritorio: “¿Un ciego con computador y que, para rematar, mira televisión?”, parecen preguntarse los más, que son al mismo tiempo los menos osados. A ellos y también a los que se atreven a verbalizar de algún modo su asombro algo les pregunto; por decir cualquier cosa: Y usted, o tú -todo depende no del cariño, sino del sexo y la edad-, ¿qué canales cree(s) que me gustan? Surtida la respuesta, les doy un breve paseo por algunos de los más frecuentados -la DW, RTVE, Al Jazeera, France 24…-, y les aclaro: Canales que me muestren lo bello de que por fortuna también se alimentan la vida más cruda y el mundo real. Por ejemplo este de las hordas de desarraigados que se aventuran con sus hijos en una patera o que cruzan a pie continentes enteros para alcanzar una Europa o unos Estados Unidos en los que se los teme y desprecia:

 

“…nos corresponde a nosotros imaginar (o intentar hacerlo) la vida que no hemos visto, la vida que está detrás de la imagen vista tantas veces.

Nadie puede saber de verdad, si no lo ha vivido, lo que es dejar atrás las cosas cuya presencia da forma a una vida. Puedo abrir nuevamente el cajón de los clichés y decir que cada cosa es una memoria, y no por manida la idea es menos cierta: el problema de los clichés es que lo son por haber sido verdades muchas veces con anterioridad. Pero el asunto va más allá de eso, como lo intuye cualquiera, pues las cosas abandonadas significan desplazamientos humanos que nunca son voluntarios, aunque en algunos casos parezcan decisiones que se toman; la realidad es que son vidas que alguna fuerza más o menos irresistible ha expulsado de algún lugar, y en eso nuestro siglo, todavía tan joven, ya es horrendamente pródigo. […] Ese desarraigo brutal está ocurriendo en todas partes, con distintos carices y magnitudes distintas, a veces en la intimidad y a veces en grandes escenarios, a veces a individuos que conocemos y a veces a multitudes sin rostro, y un día sólo quedará, como noticia de esas vidas, el rastro de sus cosas abandonadas.”

 

De más está aclararlo: ni les echo esta cantaleta ni les digo que muy a menudo me figuro abandonando este hogar a toda prisa y llevándome, si corro con suerte, los documentos importantes que me parece que tengo a mano, un par de memorias con lo escrito durante estos años y el efectivo con que cuente en el momento. Desde luego que no el televisor, ojalá sí el computador, mi grabadora de voz, un par de bastones y poco más. Pero incluso si viniera a cuento, jamás les confesaría que preferiría desbarrancar a mi Tita desde este piso 18 a dejarla abandonada a su suerte. Eso no… ¡eso nunca! Es más: si mi madre ya no viviera, lo más probable es que salte con mi gata en brazos. (La imagen será todo lo cursi que se quiera… aunque también futurible.)

 

486. ¿Sabe, maestro Grijelmo, que atenúa usted la lobreguez del camino con esta reflexión, que invita a que científicos y -antes que lingüistas- escritores se unan con vistas a comunicar, con más eficacia, lo que una mayoría todavía apabullante de terrícolas no quiere o no parece comprender pese a lo abrumador y lo evidente de la situación?:

 

“…Porque, ojo, no se debe confundir […] el clima con el tiempo. Una cosa son las condiciones meteorológicas de un momento concreto (el tiempo de cada día) y otra las climatológicas (las variaciones que se dan con regularidad en un periodo amplio). El hecho de que vivamos un cambio del clima constituye, por tanto, una enorme novedad. Ahora bien, la palabra ‘cambio’ no transmite por sí misma nada negativo. También hay cambios favorables.

En ese contexto progresó la locución ‘crisis climática’, que ya transmitía por fin un sustantivo que denota un problema. Sin embargo, todas las crisis terminan pasando. En aquella época no dejábamos de hablar de la crisis económica, lo cual ayudaba a percibir el sentido peyorativo de la palabra, sí, pero también la connotaba con la idea de una futura recuperación, proceso en el que además el comúhn de las gentes no teníamos capacidad alguna para intervenir. Uno se adapta a una crisis financiera, la sufre, pero poco puede hacer individualmente contra ella, a diferencia de lo que ocurre con el calentamiento global.

Surgió entonces la propuesta ‘emergencia climática’, lo cual agravaba el mensaje sobre lo que se nos venía encima, porque la emergencia consiste en una ‘situación de peligro o desastre que requiere una acción inmediata’. Sin embargo, el camino por el que ha transitado esa palabra la impregnó de un envoltorio adicional que nos sugiere la idea de que, una vez aplicada esa atención, el riesgo acaba pasando. Y si no pasa, nos afectará gravemente; pero en cualquier caso esto sucederá pronto y luego se irá también. Hasta ahora no habíamos tenido noticias de emergencias a largo plazo, sino que se relacionaban con riesgos inminentes, perceptibles incluso por los sentidos.

Con todo eso, sugiero ya otra denominación por si les parece a ustedes más adecuada: ‘amenaza climática’. La idea de la amenaza activa el instinto y adquiere eficacia en el momento en que se formula, porque incita a actuar cuanto antes frente a un peligro que en este caso ya se aprecia y cuyos efectos se agravarán si no le oponemos hoy una reacción pertinente y proporcionada.

Todas las batallas se libran también con palabras, y necesitamos las más certeras para transmitir esa realidad y afrontarla con mayor conciencia en 2024.”

 

Pero, no bien termino de transcribir lo anterior palabra por palabra, con sus comas y sus puntos y sus puntos y coma y mis puntos suspensivos y sus comillas y sus paréntesis, me riño por malgastar quince minutos de lectura en el trasvase de una idea loable que, como tantas otras, nació muerta -le pido perdón a usted, maestro, a los científicos con alma y a Greta y sus muchachos de entre trece y cien años por mi cínico escepticismo-: si las imágenes más inhumanas y cruentas de Ucrania, Israel y Palestina no consiguen que nos echemos masivamente a la calle y exijamos la detención de esos y otros horrores, ¿va a lograr un pobre sustantivo que los que hoy sudamos la gota gorda en Bogotá, cual si viviéramos en el Valle de la Muerte, o que los alemanes que temen en enero el desmadre de ríos que en agosto van a estar secos nos digamos, todos a una, “no más fantasear con el culo de ‘la Bichota’” o “no más Bundesliga” y “a arrimar el hombro para salvar el planeta”? Si las cataduras mefistofélicas de los peores, o sea de los que tienen hoy por hoy al mundo a esto del cataclismo sin precedentes que supondría la Tercera -y muy posiblemente última- Guerra Mundial no hace que nos pongamos en guardia y en pie de lucha, ¡nada salvo esa matazón global, librada en medio de sequías o inundaciones, ¿hará que despabilemos?!

 

487. ¡Pago por ver!... a Rosa Montero -a Rosita Montero- y a Juan Esteban Constaín, dos de los articulistas de mi entraña, sentados conmigo de testigo excepcional y moderador ocasional a la misma mesa de restaurante, de bar o mejor de eso que ahora llaman dizque gastrobar, para transmutar en debate carnal los contenidos al parecer irreconciliables de sus columnas tituladas ‘Escupir sobre su tumba’ y ‘Napoleón en harapos’. Lo que sería eso: él historiador, ella periodista, los dos novelistas y -intuyo- ante todo buenos seres humanos -caso extraño o cosa extraña en el gremio… y en el mundo-, cada cual argumentando y defendiendo lo que yo conozco someramente pero deseo averiguar a fondo. ¿El ganador del intercambio? Desde luego yo, que aprendería en las dos o tres horas que dure el encuentro igual o más que en meses de lectura, aparte de que voy y hasta logro hacer tremendo par de amigos.

 

488. ¿Quién, entre un desaprensivo que detesta y se burla de un asiático -digo asiático como podría decir indígena- y otro desaprensivo que detesta y se burla de un parapléjico -digo parapléjico como podría decir sordo- es, bien mirado, el menos cauto y por ende más temerario? Sospecho que el segundo, porque las probabilidades de que usted se acueste blanco desangelado y amanezca amarillo ojirrasgado son nulas, mientras que no escasean los testimonios de quien un día se levantó de la cama por propio pie pero a la hora de volver a ella ya no caminaba ni lo volvería a hacer en lo sucesivo.

 

Adenda: yo, que soy ciego y por tanto sé de qué va la discriminación, no juzgo al vergonzante que, sin que sepa por qué razón, siente fastidio por el que no ve (no oye, cojea, tartajea, tiene la piel más oscura o los ojos rasgados) pero intenta que no se le note pues entiende que se trata de otra, entre tantas, mezquindad del alma humana en las que los sapiens nos vemos enredados contra nuestra voluntad. Pero la mala leche y la imprevisión de los desaprensivos me asquean y, como es apenas natural, sus infortunios me dejan de piedra.

 

489. Se rasgan las vestiduras los que nada leen (o lo poco que leen lo leen sin el menor provecho) pero mucho publican (verbigracia en revistas indexadas de humanidades y afines), según ellos -ellas y elles- porque estamos a tiro de que no se sepa si un texto lo escribió un colega con pene, una alumna con vagina o cualquier Chat GPT sin una cosa ni la otra tan divina. En los dos casos las preocupaciones sobran porque nada como reservarse los ejercicios de escritura para dentro del aula, y con tiempos e instrucciones claros y concisos -a aprender a orientar, estimados docentes-. Pero si de lo que hablamos es de la producción escrita del grupo de científicos sociales tal del departamento o de la facultad tal de tal universidad, pues ahí están los dichosos ‘pares interinstitucionales’ para que demuestren su talento a la hora de desvelar los plagios que, por otra parte, tantas mejoras salariales rinden en campus de aquí y de allá.

 

En cuanto a mí, los adelantos que hagan los algoritmos de los ‘large language models’ a partir de ya y hasta que la especie perezca de cataclismo climático o de los ataques atómicos de los psicópatas que nos arrastren a la Tercera Guerra Mundial, me traen sin cuidado pues una sola cosa sé que sé: la agudeza irreverente, la ironía y el humor acres de las inteligencias más deslumbradoras no hay quién ni qué las emule. Con decirles que resulta harto más probable que un buen día yo rechace la compañía inefable de una mujer para meter en mi cama una muñeca inflable.

 

490. Guarden bajo llave este ejemplo-prueba de lo argumentado en el desahogo anterior, para que ni mañana ni nunca se dejen meter gato por liebre por los forofos de la dichosa IA:

 

“…una cuestión que me ocupa ahora a comienzos de año: si hubiese que elegir a una persona, una nada más, que se muriese a lo largo del 2024, ¿quién sería? Propondré una lista de candidatos y llegaré a mi veredicto con el objetivo solemne, quiero pensar, de ayudar a definir quiénes son los individuos más peligrosos del mundo en la actualidad.

Los hay aquí en España que desean la muerte del presidente de Gobierno […]. No. Sánchez no merece morir. Abascal y su gente tampoco. Como mucho, diría, tres o cuatro azotes y a la cama sin cenar.

Pasemos a candidatos más viables, empezando por Vladímir Putin, empapado de sangre, él. ‘Asesino en serie’ se queda corto. Entre matar a periodistas, opositores y disidentes varios, más las matanzas de familias en Ucrania y los cientos de miles de soldados ucranianos y rusos que han muerto en la guerra absurda que él inició, hay más que suficiente motivo para procesarlo en un juicio a lo Nuremberg. Siento particular pena por los jovencitos rusos que han fallecido. La historia dirá que dieron sus vidas por nada, sin gloria, gracias al capricho de un déspota.

Pero, pese a todo, no deseo la muerte de Putin, ante todo porque el que le seguiría en el Kremlin podría ser incluso más psicópata. Y también porque se presentaría la posibilidad de caos político en Rusia, el país con el arsenal nuclear más grande del mundo.

Reflexiono, sin embargo, que quizá estoy pecando de un exceso de benevolencia hacia Putin cuando recuerdo la feroz participación militar de sus tropas en Siria, junto al dictador Bashar el Asad, en una guerra civil que se ha cobrado, desde el 2011, más de medio millón de vidas árabes y kurdas. Pondré a El Asad en una breve lista de posibles, pese a que, según me cuenta una persona que lo conoce, es un tipo refinado de cuya boca difícilmente saldría la expresión ‘la concha de Dios’.

Como tampoco la dirían, entre otros posibles candidatos, el ayatolá Ali Jamenei, líder supremo de la teocracia iraní, o los líderes de Hamas, o los del Estado Islámico, u otros grupos islamistas que dan más valor a sus causas que a las vidas de las personas, da igual que sean combatientes o civiles, abuelas o niños. Lo mismo podemos decir del primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, el carnicero de Gaza. Pero en ningún caso deseo sus muertes, por similares motivos a los que me freno ante la opción de que muriese Putin. Los reemplazarían personas igual de sanguinarias o peor. Sus martirios, además, posiblemente generarían nuevos adeptos a su culto a la venganza.

No. Si me tengo que quedar con un personaje cuya vida desearía que llegase a su fin, y cuanto antes mejor, no serían ni Putin, ni El Asad. Sería Donald Trump. Ojo. Y que quede claro: no propongo que se lo asesine. No pienso rebajarme al nivel de los bárbaros. Lo que quisiera es que se muriese de causas naturales, con un mínimo de sufrimiento, preferiblemente en la cama mientras duerma.

Ha llegado a los 77 años, edad en la que fallece el norteamericano medio, y ha vivido bien, con mucho dinero, muchas esposas y varios hijos. Se ha divertido un montón, especialmente durante los cuatro años que jugó a ser presidente del país más poderoso de la Tierra. Se puede ir y se debe ir. Los riesgos para la democracia en su país y en el mundo, como las ventajas para los Putin y los Netaniahu, son demasiado grandes como para permitirle la opción de volver a ocupar por segunda vez la Casa Blanca tras las elecciones que se celebrarán, y que según los sondeos ganaría, en noviembre de este año.

Trump es mi elegido porque es único e irreemplazable, como King Kong. El trumpismo no existe sin Trump, igual que el cristianismo no existe sin Jesucristo, El Quijote sin el hidalgo, Torrente sin el agente que representa el brazo tonto de la ley. Si Trump se va, se acaba la farsa y el mundo civilizado vuelve a respirar.

Entonces ¿un deseo para el 2024? ‘¡Morite, Donald, morite!’”

 

Ahí tienen, pues, juntito y amalgamado, lo del 489 y más que se me quedó sin listar: la ética y la conciencia de un ser humano que, a diferencia de cualquiera de los psicópatas en cuestión o los LLM, le imprime a lo que escribe esta suerte de ADN moral que lo emparenta conmigo -y con el resto- tanto cuanto lo diferencia.

 

¿Muertes indoloras para los malditos, invoca usted, hermano? ¡Eso no, eso nunca! Me rebajo, en este y en casos muy puntuales, al nivel de los bárbaros y clamo para los por usted mencionados y para los demás que conozco sufrimientos sin nombre y perpetuidad en la agonía.

 

491. Lo prometo… qué lo prometo: ¡lo juro! De hoy en adelante, es decir desde ya, voy a llevar, a dondequiera que vaya, un cartapacio con no menos de mil copias impresas de este desahogo que don Arturo tituló, con total acierto, ‘Tutee usted a su puta madre’. Las únicas que se van a salvar de que se lo dé a leer, y sólo por la ilusión inconfesable de que ellas me lo den a mí,van a ser las muchachas de voz acariciadora y pelo a los hombros o a media espalda y bien lavado -se complicó el asunto-, de entre catorce -mejor no alborotar a la jauría antiestupro- y veinticinco años a lo sumo: nadie más.

 

Como quien dice: me arruiné a priori.

 

492. Siguiendo con el gran Pérez-Reverte, les tengo una recomendación antes que nada a los homosexuales y en general a los LGBTI… más lo que le hayan añadido recientemente a la sigla. Lean de este prohombre, con injustificada fama de machista cavernario entre las hordas canceladoras del feminismo -del buenismo- más vulgar y destemplado, su columna titulada ‘Parejas venecianas’. Verán cómo, en cuestión de diez minutos -los que duren la lectura del asombro y la relectura de la confirmación-, aquellos que atiendan la sugerencia van a quedar prendados de por vida de la inteligencia y la sensibilidad de un ser humano excepcional, que observa al prójimo sin importunarlo y sin ser a su vez visto, con maestría lo disecciona para sí y nos lo ofrece a sus asiduos en lecciones hebdomadarias e inolvidables que versan sobre lo más ruin y bello de la condición humana, con su sinfín de matices.

 

493. Últimamente (el adverbio miente porque el ejercicio lleva años en marcha), oyendo conversar a ‘los otros’, me desaburro haciendo compilaciones mentales de los prejuicios y generalizaciones que los interlocutores por lo común sueltan con suficiencia, y escurriendo el bulto cuando se me invita o conmina a pronunciarme. Y llego a entusiasmarme, inclusive, cuando entre los contertulios hay alguien que vive o vivió fuera del país, porque entonces lo que veo es a un catedrático en plena acción, empeñado en desasnar a “estos pobres montañeros sin mundo”.

 

Vamos a suponer que hoy hay un almuerzo de bienvenida en honor preferiblemente de una amiga, que vino de vacaciones procedente del norte de Europa y, más exactamente, del país de Ibsen. Que no bien comienza el diálogo, ella lo acapara para trasladarles, magnificado, su deslumbramiento a los que con arrobo y vaya usted a saber si también envidia de la mala -claro que existe, estimada Piedad-, le escuchan lo previsible: comparaciones a tutiplén tras las que no cabe sino la certeza de que se vive en el peor de los mundos y de que allá, y en muy pocos lugares más, la vida bulle exuberante pese al frío del invierno.

 

Se extasía la cosmopolita mostrándonos insulsas imágenes de su celular en las que ella, faltaría más, aparece en primer plano y, de fondo, la infraestructura impresionante de Equis o Ye ciudad que yo hago como que miro sin parar de asentir. Pero cuando le toca el turno a la abismal superioridad de los nórdicos con respecto prácticamente al resto de mortales y ni se diga a ‘nosotros’, invoco la presencia de, pongamos, Torvaldo y Nora Helmer.

 

Fantaseo con el deseo -¿será que puede dejar de rimar, cabrón?- de proponerle a la concurrencia, una vez disipada la carnalidad y la estela de nuestra común amiga (quien lejos está de llamarse Estela o Stella), que leamos siquiera el primer acto de ‘Casa de muñecas’ para que cotejemos lo subjetivo a secas con lo subjetivo-literario y listemos los prejuicios y generalizaciones de la ahora ausente. Ahí les van:

 

Los escandinavos y más precisamente los noruegos bla, bla, bla. los hombres de antes y más precisamente los hombres de la fría Europa bla, bla, bla. La razón por que los nórdicos son tan prósperos es que allá nadie malgasta y todos ahorran y bla, bla, bla. Los cabrones son los tontos de ahora porque los hombres de antes no se dejaban manejar de nadie y menos aún de la mujer y bla, bla, bla. Las generaciones pasadas no supieron de qué va eso que llamamos consumismo desaforado pues bla, bla, bla. Todas las mujeres son interesadas o si no mire a bla, bla, bla…

 

Adenda: la literatura no es -no puede ser- infalible contra éste ni ningún otro mal exclusivo de la especie; sin embargo, si quien lee no sufre de proclividad congénita a taras por el estilo del fanatismo de las convicciones o el facilismo de los juicios, seguro puede estar de una pronta mejoría y hasta de una cura total si por añadidura se trata de un enfermo de los que jamás abandonan el tratamiento.

 

494. ¡No, hermano!, ¡esto suyo de la 74 sí ya es descaro!; que se eche de enemigas a las feminazis vaya y venga: ¿pero también a nosotros los animalistas de corazón, y a los de veras comprometidos?: “El viejo, el ancestral cazador que hay en todos nosotros renace en ciertas circunstancias. Cualidades que poseemos dispersas, pero rara vez concentradas en una sola actividad, como son el silencio, la paciencia, el sigilo, la atención, la agilidad, la celeridad, la sorpresa, se dan cita en la superficie de nuestro ser y nos convierten en un avezado y cruel hombre del paleolítico. Así, cuando mi gato comete una grave tropelía, con qué astucia y tenacidad lo aguardo encogido tras un sillón o detrás de una puerta, tendiéndole alguna sutil celada, durante interminables minutos, para al fin saltar sobre él y atacarlo por su lado más vulnerable”.

 

¿Y cuál es ése, don Granhijueputa? ¿A cuántos aporreó o hasta mató, pedazo de malparido? Y agradézcale a la bendita muerte que no le eche encima a un tal Ejército de Liberación Animal, que ya mismo miro si sigue operativo aquí en Colombia, donde los violentos desiderativos y los de hecho no nos andamos con maricadas, y usted lo sabe bien. Pero bueno; en aras de nuestra amistad, voy a imaginarme que lo que usted le hacía al pobre animalito era darle un buen susto o un trapazo inocuo todo lo más.

 

Y pasando a otra cosa: ¿cayó usted, respetado Julio Ramón, en que en esta prosa suya aparecen divinamente fotografiados el atracador que aguarda a su víctima en una esquina oscura y ni qué decir el maldito que a quien acecha es a la mujer, a la muchacha, al niño o a la niña que va a violar?

 

495. Si la sordoceguera no fuera la conmoción vital y comunicativa que es, sería como para ambicionarla y, gracias a ella, hurtárseles a las lacras que constituyen las contaminaciones acústica y lumínica.

 

Pensaba ayer viendo un documental en la DW -bendita seas y longevidad abundante- sobre los estragos de la segunda en la naturaleza y tantas de sus criaturas, que a las aves migratorias les ocurre con la lumínica lo que a nosotros los ciegos con el puto ruido en las grandes ciudades: unas y otros nos desorientamos y desubicamos, en ocasiones irremediablemente.

 

Que millones de ellas se choquen contra lo que sea y mueran o simplemente caigan al mar exhaustas y desaparezcan es para los expertos que por ellas velan, así como para los que nos dolemos de su suerte con solastalgia y mala conciencia, una catástrofe ambiental. Que un escribidor emparentado con Tiresias se queje de la incompasividad de los decibelios es, en cambio, un grito de auxilio en medio del desierto.

 

496. A veces, ante una imagen soberbia con que tan a menudo me obsequia la literatura, me quedo pensando si mi dizque ceguera congénita es de verdad tal cosa, y opto por callar ante el hecho abrumador de que no conozco a ningún Barraquer capaz de mirar en mi duda mirando conmigo la belleza: “una calle amparada por árboles altísimos que parecen beber del cielo como si fuera una vena de luz”.

 

497. Pero como la realidad termina siempre por imponerse, aprovecho este espacio para pedirles a mis escritores-columnistas de cabecera que me echen una mano con un asuntito. Resulta que comencé a leer esta mañana Las cosas, de Perec, y quiero saber, en una escala del uno al diez, cómo califica cada uno de ustedes las fantasías ¿decoradoras?, ¿decorativas? de la pareja protagonista de la novela. Qué: ¿sí tiene buen gusto el par de ensoñadores este, o más bien se trata de dos corronchos -huachafos, arribistas, cursis…- primermundistas, con muchas ínfulas y ningún medio? De verdad que si la cuestión fuera con Susan y Juan Lucas, los de Bryce Echenique, no los importunaría a ustedes en busca de ayuda porque de mí ellos dos obtendrían un 10 sin atenuantes. Pero lo que pasa es que yo con la mayoría de intelectuales e intelectualoides tengo… tengo… Ustedes me entienden.

 

Adenda: han pasado dos días desde que me lancé -precipitado como siempre he sido- a escribir lo anterior, que podría borrar de un teclazo y sin remordimientos, pues lo que quise que ustedes me respondieran me lo respondió la diatriba del narrador, que arrecia a partir del tercer capítulo. Pero no lo pienso hacer porque el 496 quedaría huérfano.

 

498. Vamos a ver: si cualquier día de estos se me diera por escoger el siguiente texto para la tertulia literaria (en la que estarían vedadas todas las pantallas) que quiero fundar, y la pregunta a debatir fuera ¿Cuándo cree usted que se escribió la novela de que tomamos este pasaje y a quién pretende fotografiar el narrador en su discurso?, ¿cuál se les ocurre a ustedes que sería la respuesta mayoritaria?:

 

“…Pero entre estos sueños demasiado grandes, a los que se entregaban con una complacencia extraña, y la nulidad de sus acciones reales no se insertaba ningún proyecto racional, que hubiera conciliado las necesidades objetivas y sus posibilidades financieras. Los paralizaba la inmensidad de sus deseos.

Esta ausencia de simplicidad, casi de lucidez, era característica. La comodidad -sin duda esto era lo más grave- les faltaba terriblemente. No la comodidad material, objetiva, sino cierta desenvoltura, cierto relajamiento. Tenían tendencia a sentirse excitados, crispados, ávidos, casi envidiosos. Su amor al bienestar, a estar mejor, se traducía la mayor parte del tiempo en un proselitismo necio: entonces peroraban mucho rato, ellos y sus amigos, sobre la genialidad de una pipa o de una mesa baja, hacían de ellas objetos de arte, piezas de museo. Se entusiasmaban con una maleta, esas maletas minúsculas, extraordinariamente planas, de piel negra levemente granulosa, que se ven en los escaparates de las tiendas de la Madeleine y que parecen concentrar en ellas todos los placeres supuestos de los viajes relámpago, a Nueva York o a Londres. Cruzaban París para ir a ver un sillón que les habían dicho que era perfecto. Y hasta, siendo muy expertos, dudaban a veces en ponerse una prenda nueva, tan importante les parecía, para la excelencia de su aspecto, que antes se hubiera llevado tres veces. Pero los ademanes, algo sacralizados, con que se entusiasmaban ante el escaparate de una sastrería, una tienda de sombreros o de calzado, con frecuencia sólo lograban que pareciesen un poco ridículos.

Acaso estaban demasiado marcados por su pasado (y no sólo ellos, por lo demás, sino sus amigos, sus compañeros de trabajo, la gente de su edad, el mundo en que vivían inmersos). Acaso eran demasiado voraces de buenas a primeras: querían ir demasiado deprisa. El mundo, las cosas, tendrían que haberles pertenecido desde siempre, y ellos habrían multiplicado los signos de su posesión. […] Con excesiva frecuencia, no les gustaba, en lo que llamaban lujo, más que el dinero que había detrás. Sucumbían ante los signos de la riqueza: más que gustarles la vida, les gustaba la riqueza.”

 

Me anticipo y veo la cara de asombro indignado que ponen tres de cuatro octogenarios que asisten religiosamente a la tertulia cuando, después de mucho dejarlos a ellos y a los demás del grupo aventurar posibles respuestas, el cuarto pide la palabra para decir que se trata de una novela publicada en “los rebeldes años 60 del siglo pasado, cuando ustedes tres -los señala respetuosamente- y yo, estábamos en la flor de la vida”.

 

Pero en vista de que las discrepancias -ahora con el autor- amenazaban con dilatarse más de lo conveniente, pedí silencio y les expresé mi contento de verlos tan animados con la discusión y el tema. Y añadí a manera de despedida: Para que sigamos conversando de materialismos y superficialidades y consumismos generacionales, empiecen a leer o a releer ‘Casa de muñecas’ de Henrik Ibsen, relacionen a la Nora Helmer del primer acto con el Jéróme y la Sylvie de Perec (para lo cual deberán leer siquiera los dos primeros capítulos de la novela) y, por supuesto que también,con sus nietos o sus hijos jóvenes y adolescentes. Y nos fuimos todos, felices y satisfechos -o eso quiero creer-.

 

499. Mi única discrepancia innegociable con la ciencia es, de momento, la denominación Homo sapiens. Y es que por muchas vueltas que le dé al engendro, no deja de chirriarme, de tan promesero e inexacto.

 

¿Se necesitaba una palabra o frase que abarcara a toda la especie a fin de poderla diferenciar de las demás que en el mundo son y han sido? Perfecto: ‘Homo insatisfactus’ la vamos a llamar, a fin de no faltarle a la verdad, gente que me escucha.

 

Y para los que se estén diciendo que lo mío son ganas de joder y figurar -aciertan en lo primero-, apenas unos ejemplos a manera de pruebas irrefutables, los cuales son en sí mismos una afirmación: en el rico más rico, en la bella más bella, en el donjuán más afortunado y en la artista más laureada se agazapa un Jéróme que desea la suerte venérea y gratuita del mujeriego o el dinero y la exuberancia del millonario; una Sylvie que codicia la juventud deslumbrante de la hermosa o el prestigio reverente que se le tributa a la creadora. ¿Que el científico Equis acaba de realizar un hallazgo que le asegura un Nobel?: Ojalá tuviera los muchos millones de seguidores del estúpido youtuber Ye y Zeta para que el mundo supiera quién es… quién soy yo. ¿Que un tal Lionel Messi ha ganado más ‘balones de oro’ que un tal Cristiano Ronaldo?: Pero sha quisiera sho, un ser tan simple, tener la pinta del puto portugués para haberme foshado las minas que él se habrá foshado.

 

Mejor dicho y para abreviar: la próxima vez que alguien le diga o que usted tenga la tentación de decirle a otro que su vida es plena y feliz, no le crea o absténgase de mentir, y entérese de que el gran Fernando Vallejo acuñó otra denominación que también -tan bien- podría definirnos. ‘Homo mendax’ u ‘Homo alalus mendax’: ¿qué duda cabe?

 

500. Encontré recientemente la frase ‘la voluntad firme de no repetirse’ en un artículo en el que se preconiza la obra y la persona del poeta Francisco Javier Irazoki. Encontré ayer en la Wikipedia -con quien siempre voy a estar tan en deuda como con mi santa madre- algo muy similar, pero ahora sobre Georges Perec: “Su Obra estuvo basada en la experimentación, en ciertas limitaciones formales como forma de creación, y en el explícito propósito de nunca repetir la misma idea en dos libros”. Y encontré, pongamos veinte minutos después, este título, que me dio jartera leer, en El País de España: ‘Perec, el escritor que jamás repitió un libro’.

 

Inspiro profundo, abandono el escritorio y comienzo a caminar de aquí para allá porque me siento presa de un déja vu: a saber cuántas veces habré oído la misma afirmación temeraria, el mismo propósito loable e insensato. ¡Pero si la literatura no es más que vida en su estado más puro y la puta vida se resume en lo que por estos lares llamamos la repetición de la repetidera! ¿O será que quien me está hablando en medio de toda esta confusión de mis cuatro sentidos es uno de esos charlatanes de la motivación que invitan a ‘hacer de cada día algo inolvidable y espectacular’, ‘algo singular e irrepetible’, lo que se resume en el grito de batalla: ‘¡a huir de la rutina!’?

 

Como si la cagada diaria y las cinco o seis meadas pudieran reemplazarse por otra cosa; como si espantar el sueño, el hambre y la sed fuera materia optativa. Qué: ¿me compro un avión y me voy a recorrer como Petro y Lula el mundo y me sumo a su combo de farsantes climáticos para que me aplaudan en cuanto foro aterrice y pontifique mientras el Amazonas arde, para huir de la rutina? ¿O, para huir de la rutina, me vuelvo youtuber de los que saltan desde el capó de un carro en movimiento y al día siguiente, medio heridos o vueltos mierda, hacen triatlón en Cartagena o en Cartagena de Indias para después emborracharse en la cama de hospital en que se recuperan?

 

No sé si usted, lector improbable de estos desahogos -iba a decir desvaríos-, tenga la dicha de conocer literariamente a Karl Ove Knausgard y a Fernando Vallejo, los dos mayores portentos de ‘la repetición de la repetidera’ que figuran en mi enciclopedia, ni si se fijó en el epígrafe que engalana y justifica este ejercicio, para mí tan querido. Si no, lo reto a que los lea para que nos sintonicemos y, ya sintonizados, haga un último esfuerzo y les dedique un par de horas a los cuatro primeros capítulos de Las cosas para que me responda: ¿salió airoso o fracasó Perec en su propósito loable e insensato de no repetir la misma idea no ya en dos libros distintos, sino en parte de la primera parte de su primerísima novela? 

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