Con la colaboración de Sandra Bogotá
“El eslogan de Mayo del 68 extendió al concepto de autoridad su partida
de defunción y legitimó la idea de que toda autoridad es sospechosa. No
destruyó el Estado, pero sí la educación.”
Mario Vargas Llosa
No hay duda: atrás quedaron los
días en que los profesores de las escuelas y colegios públicos ubicados en
sectores marginales -que no solo- de las ciudades más grandes y conflictivas
del país -que no solo- (Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla…) podían ejercer
la docencia en el aula gracias a la disciplina que imperaba dentro y fuera de
ella. Converso con familiares y conocidos que estudiaron -entonces algo así era
posible- en esas instituciones durante los años setenta y ochenta, e incluso
muy a principios de los noventa, y todos coinciden en afirmar que, como en las
familias “bien constituidas” ( en las que mandan el padre y la madre o los dos
padres o las dos madres o el padre o la madre solteros o abandonados por sus
parejas pero no los hijos), eran los educadores (sobra aclarar que en esa
época, como antes y ahora, también existían los deseducadores, de quienes no me
pienso ocupar en esta reflexión) los que trazaban los derroteros y guiaban la
marcha, apoyados en la autoridad que les confería su conocimiento y en el
ejemplo que representaban para sus estudiantes. Busco en YouTube, para entender
el porqué de tanto entusiasmo, apartes de Décimo Grado, esa exitosísima serie
de televisión de finales de los ochenta de la que todos ellos me hablan y, por
fin, comprendo.
Comprendo que existió un tiempo
en que en ese microcosmos de la sociedad que es la escuela toda, pero particularmente
la escuela pública, todavía era posible identificar, en cualquiera de sus
salones de clases, los roles que le son inherentes, hoy desdibujados cuando no
desaparecidos: “el vago y el juicioso, el loco y el decente; el que anda
dedicado y el indiferente…”. Oigo una y otra vez la canción de esa serie,
compuesta e interpretada por Ana y Jaime; la comparo con las realidades de la
escuela pública actual (por supuesto que sé que, como en todo lo demás, aquí
también existen las excepciones) y no me queda más remedio que concluir, a la
luz del caos del que ya pronto me dispongo a ocuparme, que esa letra no es otra
cosa que un pretérito que muchos niegan por desconocimiento o por conveniencia.
¿Caras de conformidad que prestan atención o piden explicación?; ¿Baracus por
las clases en que reina la algarabía alegre del que es, y se siente, joven?;
¿estudiantes que se rompen la cabeza cuando intentan analizar?; ¿muchachos que
resuelven ecuaciones como físicos nucleares?; ¿muchachas cuyas miradas son
indescifrables, al punto de que ellos, sus admiradores, reprueban siempre con
ellas la asignatura del amor adolescente?; ¿amistades que hacen renacer la
esperanza?; ¿caras felices o de conformidad que se marchan en medio del
bullicio exultante de la tarde?; ¿muchachos que recitan la lección y que, nuevamente,
piden explicación?; ¿”el orden y el desorden juntos diariamente”?
Qué va. No nos engañemos ni
engañemos a los incautos, ni permitamos tampoco que secretarios de educación o
ministros de educación nos engañen: el orden que antaño cohabitaba allí en
“perfecta” armonía con el desorden fue desalojado por la fuerza y ya no existe.
No nos sumemos a la nefasta operación del ‘tapen-tapen’ que tanto conviene a
funcionarios de toda índole y tan poco parece importar a quienes debería: a
ustedes y a mí, que escogimos o nos dejamos escoger por la docencia para
intentar, como don Quijote con su locura maravillosa, transformar el mundo que
nos tocó en suerte.
Nuestra responsabilidad consiste,
me parece entonces, en informarnos a fondo y de primera mano sobre qué es lo
que en verdad está pasando en muchos de nuestros colegios y escuelas públicas
-que no solo- y en comprenderlo para luego denunciarlo. En no hacerles el juego
a quienes pretenden, para favorecer las cifras de las que se ufana un alcalde o
un presidente amigo, maquillar esas realidades a fin de acomodarlas a sus
intereses, sino en cuestionar las unas y divulgar las otras a partir de hechos
que hablen por sí solos.
Una mañana cualquiera abro la
prensa y leo que “el matoneo se está usando para presionar a los estudiantes a
que se vinculen a organizaciones delictivas”; que “vándalos agreden a
estudiantes de colegio en Buenaventura”; que “en los primeros cinco meses de
este año, entre cinco y diez estudiantes se retiraron diariamente de escuelas y
colegios de Medellín por la guerra de las bandas. Los presionan, amenazan o
asesinan simplemente por ser de otro sector”; que “la Policía de Bogotá aseguró
que tiene identificado a un joven de unos 22 años que mató de dos puñaladas a
un estudiante del colegio Superior Occidente, ubicado en la zona de Patio
Bonito, en la localidad de Kennedy, suroccidente de Bogotá”; y que un
“estudiante apuñaló a un compañero de clases en un colegio de Cúcuta”.
Horrorizado, me digo que quizá mañana las cosas cambien, pero no: “En pleno
patio de descanso y ante los ojos de varios alumnos del colegio Gustavo
Restrepo, una riña casi terminó en tragedia cuando un estudiante hirió con un arma
blanca a otro en el corazón.” “El pasado viernes se presentó un lamentable caso
de violencia en un colegio de la localidad de Tunjuelito. Dentro de un aula de
clases, un joven atacó con un cuchillo al profesor que dictaba la clase,
propinándole heridas en la cabeza, los hombros y la espalda.” “Jaime Rojas, de
51 años, fue atacado por la espalda con un puñal mientras se encontraba en la
rectoría del Colegio Distrital Naciones Unidas II.” “…Rosa María Reyes, la
madre del menor, contó que el joven salió con dos compañeras. A menos de una
cuadra, dos estudiantes de la jornada de la tarde los abordaron: uno de ellos
lo apuñaló por la espalda mientras el otro le daba puños en la cara, según
testigos. Las amigas del niño intentaron auxiliarlo, pero una de ellas fue
golpeada por los agresores, que escaparon cuando las jóvenes pidieron auxilio”.
Respiro profundo e intento
ocuparme en algo de veras amable: la lectura de un cuento de Nabokov o la
contemplación de mi gatita mientras duerme, pero la angustia no remite. Me
acuerdo en ese momento de Maritza Bustos y de Marcela Medina, dos estudiantes solventes
a las que conocí en el departamento de lenguas de la UPN algún tiempo atrás y
las llamo. Les pido que conversemos de sus experiencias profesionales en los
colegios distritales en que por estos días trabajan. Acceden. Quedamos para
almorzar un domingo cualquiera, que no tarda.
Por prudencia, espero hasta la
sobremesa para abordar la cuestión y para ponerlas en antecedentes de lo que me
impelió a llamarlas. Les leo algunos de los titulares de prensa y fragmentos de
noticias arriba relacionados y les pregunto, sin que medien más trámites, si
esa es la realidad de sus entornos laborales.
--Eso se queda corto -dice
Maritza sonriendo con la ironía que le es tan propia-. Con decirle profe que a
mí, no obstante mi discapacidad visual, más de un muchacho me tiene amenazada
porque no lo paso.
Le pregunto si no la atemorizan
esas amenazas y responde que sí, pero que ella no se va a dejar “coaccionar”
por nadie.
Miro a Marcela, que con
admiración manifiesta asiente con la cabeza:
--Es triste admitirlo, profe,
pero uno siente el odio de muchos de los muchachos y, quién lo creyera, también
el de sus padres -rompe a hablar con la voz quebrada-. ¿No le había contado en
otra ocasión que a uno lo mandan ahora a comer mierda o le dicen hijueputa o
malparido sin que nada se pueda hacer salvo poner otra anotación en un
observador del alumno al que ya no le cabe una queja más?
Creo que suspiro y les pregunto
si nadie se salva. Las dos se apresuran a responder y lo que saco en limpio es
que en cada curso que tienen a cargo hay, por lo general, entre tres y cinco
niños que quieren e intentan por todos los medios aprender y prestar atención,
casi siempre en vano.
Digo, para desviar el tema,
cualquier vaguedad sobre el frío que hace y me dispongo a despedirme, no sin
antes agradecerles por su tiempo y por el encuentro, y aprovecho para pedirles
que me permitan citar sus nombres y referir sus testimonios en este escrito.
Cuando llego a mi casa, se me
ocurre consultar nuevamente la teoría que sobre la materia he venido leyendo desde
que ingresé a la licenciatura en lenguas, tal vez con la esperanza de hallar en
alguna de tantas páginas una respuesta salvadora, pero desisto pronto de ese
empeño. Lo que hojeo no guarda, me convenzo, la más mínima relación con lo que
sé que pasa allá fuera.
De pronto oigo a mi madre que abre
la puerta de mi habitación. Me giro hacia ella y le recibo El Tiempo de ese
día, que me tiende con cara de circunstancias, señalándome en él un texto que
quiere que lea: “Me cuentas qué te parece”.
Tan pronto cierra la puerta y
oigo que sus pasos se retiran, me sumerjo en una lectura bella y dolorosa,
humana y desgarradora. Se trata de una crónica-entrevista escrita por don Juan
Gossaín a propósito del profesor -MAESTRO habría que llamarlo- Luis Fernando
Montoya, que en esa ocasión fue a Cartagena para hablar, mediante su ejemplo
vital y la eficacia de sus palabras, con los estudiantes de un colegio de La
Heroica, que lo ovacionan y ante él se inclinan para expresarle su cariño y, de
paso, contarle alguna que otra pena.
Ya empezaba a sentirme
contagiado de la alegría de la muchachada que colmaba aquel auditorio, cuando
la luz que quise infructuosamente que encendieran diez minutos antes las
palabras farragosas de teóricos y expertos surgió de entre las líneas de ese diario
que mis manos apretaban:
“Los
suicidas de la comuna
El profe Montoya trabaja en el Inder,
la oficina de recreación y deportes de la Alcaldía de Medellín. El otro día, la
escuela de una comuna popular solicitó que lo enviaran a conversar con los
alumnos. Es un barrio de invasión, enorme, sitiado por la miseria y el delito,
en donde viven desplazados que huyen de la violencia.
Sucede que treinta niños del grado
séptimo intentaron suicidarse tomando un veneno. Tres de ellos murieron. Padres
y profesores sospecharon que se trataba de un pacto satánico. Esa mañana, al
salir de casa, y tal como hace todos los días, Montoya le dijo a su esposa:
-Dame la
bendición, que voy para la oficina.
Al llegar a
la escuela encontró una situación tan difícil que varios jovencitos estaban
borrachos. Otros llevaban armas. Puesto frente a ellos, les dijo:
-¿De manera que yo, que ni
siquiera puedo bañarme con mis propias manos, amo la vida por encima de todo, y
ustedes, que la tienen completa por delante, están intentando destruirla?
¿Ustedes saben lo que vale su propia vida? ¿Y la vida ajena?...”.
Puse el periódico a un lado y me
dispuse, claro que después de llorar el llanto más polisémico de mi vida, a
concluir este ejercicio de escritura, que inopinadamente se convirtió en una
catarsis personal como pocas recuerdo. Pensé y pensé en formas plausibles de
empezar a hilvanar la serie de inquietudes que me rondaban la cabeza, pero solo
se me ocurrían preguntas.
¿Qué pasó en nuestras escuelas y
colegios públicos (repito una vez más a fin de que no se me malinterprete que
esta tragedia no solo ocurre allí) para que en cuestión de más o menos treinta
años el desbarajuste sea de semejantes proporciones? ¿Quién o quiénes son los
responsables de que en los predios y en las aulas que con nuestros impuestos
subvencionamos ya no se estudie como es debido sino que se libren, a diario e
impunemente, refriegas más propias de lupanar que de instituciones educativas?
¿No será que el caos empezó a incubarse el día en que, quizá con la mejor de
las intenciones, se les garantizó a niños y adolescentes el “libre desarrollo
de la personalidad” que ellos y el grueso de la sociedad confundieron con el
“todo vale”, que hoy impera en tantos hogares y salones de clases? ¿Pero es que
se está preparado cuando apenas se es un niño o un adolescente para creerse el
cuento peregrino de que se puede llevar el pelo largo e ir maquillado al
colegio o portar el uniforme a manera de bata de embarazo o consumir
estupefacientes dentro y fuera de la escuela o irrespetar por igual a padres y
maestros o reclamar airadamente derechos no habiendo cumplido antes con los
deberes o entregarse a la promiscuidad sin siquiera haber crecido lo suficiente
o... o… al margen de serísimas consecuencias? ¿De veras creyeron algo así de
inviable viable padres de familia y educadores? ¿Por qué los docentes y
directivos de las instituciones más afectadas por el drástico cambio de rumbo
no pusieron en conocimiento de la nación lo que venía sucediendo y cobrando
fuerza? ¿Por qué persiste su silencio cómplice? ¿Es esta la educación de que
alardean Petro con sus cifras de la Bogotá Humana y Santos con su dizque
proyecto de hacer de Colombia la más educada?
Ya querría yo tener respuestas
para cada uno de estos interrogantes. Ya querría yo conocer, para señalarlos a
todos, a los culpables de este pandemonio escolar que pasa por lo social. Ya
querría yo tener la autoridad intelectual y la lucidez del premio Nobel peruano
Mario Vargas Llosa, quien hace unos años pero sin saberlo, me dijo estas
palabras que ahora cito a manera de conclusión de mi texto:
“…El
maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos en
representante del poder represivo, es decir, en el enemigo al que, para
alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso,
abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era
prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador -de transmisor
tanto de valores como de conocimientos- ante sus alumnos, sino de los propios
padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de
Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de
los que -al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los
manicomios- se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la
sana rebeldía de niños y adolescentes.
Muchos
maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí
mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el
estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la
ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar
aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e,
incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el
rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos,
se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo,
la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han
llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las
perversas consecuencias del triunfo de las ideas -de las diatribas y fantasías-
de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la
división de clases a partir de las aulas escolares. […].
El empobrecimiento y desorden
que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del
mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene
acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido
menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante
en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y
del futuro. Nunca tan cierto aquello de ‘nadie sabe para quién trabaja’.
Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni
enajenación, ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y
sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la
gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los
ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las
manos”.
De mi parte al menos está todo
dicho, salvo que, para información del lector, yo fui testigo ocular de la
escuela pública que aquí se echa de menos, pues hice mi bachillerato entre el
87 y el 94, cuando el estudiante aún reprobaba el año escolar (yo perdí dos
veces octavo grado) si su desempeño académico no era el esperado; un tiempo en
que profesores y directivos todavía ejercían la autoridad dentro y fuera de las
aulas (a mí me expulsaron con toda justicia del Colegio Nacional -entonces lo
era- Restrepo Millán debido a mi suma indisciplina). Ah, deseo aclarar además
que, como la mayoría de los jóvenes de esa época, yo me sentaba cada viernes
por la tarde a ver Décimo Grado, una serie que añoro como se añora lo
irrecuperable: con angustia e impotencia.