A diario se publican decenas de artículos en revistas especializadas y
libros escritos por expertos en pedagogía que poco dicen, pero solo
ocasionalmente ven la luz reflexiones inteligentes e inteligibles, alejadas por
fortuna de ese vicio de enrevesarlo todo con tecnolexias y neologismos que,
cuantas más sílabas tengan, tanto más preconiza esa nutrida parte de la
academia cultora de la vanilocuencia. Como se trata de construir un lenguaje
críptico en torno a la materia de estudio, los vanilocuentes descartan a priori
aquello que, sin ser simplista en modo alguno, está escrito para que todo aquel
que se interese por el tema se acerque y pruebe. Esto es, mientras los vanílocuos
escriben para los miembros de su secta intelectual, los autores de esas
reflexiones de que hablo lo hacen para las inteligencias independientes.
Mientras los primeros forman parte del Mal
de escuela a que alude Daniel Pennac, los segundos honran El valor de educar de que trata Fernando
Savater.
La experiencia docente de estos dos escritores no es nada despreciable.
Pennac, profesor de bachillerato más de dos décadas, aborda el problema de la
enseñanza y el aprendizaje desde la perspectiva del mal estudiante, al que la
traducción al español de Manuel Serrat Crespo denomina “zoquete”, y que yo
sugiero llamar también “vago”, a fin de evitar posibles ambigüedades. Según la
definición de la RAE, un zoquete es una “persona tarda en comprender”, en tanto
que un vago es un “holgazán”, un “perezoso”, alguien “poco trabajador”. La
aclaración no sobra puesto que las dos situaciones coexisten en el salón de
clases, en la escuela y en la vida. Pero si el autor de éxitos editoriales tan incuestionables
como El señor Malaussene y Como una novela le dedicó a la educación
secundaria un total de veinticinco años, Fernando Savater, que aborda los
problemas de la educación desde múltiples realidades, se pasó otro tanto y más entre
aulas universitarias discurriendo sobre, entre otras, ética y filosofía. De
manera que estamos, no ante dos de esos teóricos de la pedagogía que proponen
fórmulas mágicas para el encantamiento del estudiante, a quien en muchas
ocasiones conocen solo de oídas o por experiencias ajenas, sino ante dos
educadores que saben lo que dicen porque lo han vivido y estudiado.
1
Leyendo Mal de escuela
(editorial Mondadori, 2008), el lector inadvertido puede incurrir en un error:
creer que todos los muchachos que no destacan como estudiantes en la educación primaria
o secundaria “fracasan” por esa suerte de incomprensión docente que sume muchas
veces en el olvido al alumno poco aventajado en tal o cual asignatura. Un
malentendido que quizá propicia el mismo autor al no establecer diferencias
entre el estudiante que, queriendo aprehender, no encuentra eco en su deseo y
ese que simplemente no quiere. Al primero, de haberse logrado el matiz, lo
podríamos llamar “zoquete”, como el ensayo de Pennac sugiere, mientras que al
segundo, a ese que acaso involuntariamente pasa por alto el ensayista, cabría
llamarlo “vago”. No es, que quede claro, del grupo de los “holgazanes,
perezosos, poco trabajadores” del que se proclama el escritor en sus años
escolares; es del de los “tardos en comprender”, que, más que hacer sufrir, sufren
esa especie de primer no destino de la vida:
“En todo caso, así es,
el miedo fue el gran tema de mi escolaridad: su cerrojo. Y la urgencia del
profesor en que me convertí fue curar el miedo de mis peores alumnos para hacer
saltar ese cerrojo, para que el saber tuviera una posibilidad de pasar” (primera parte, capítulo 5).
Habría que decir, ya que el escritor no lo hace, que el miedo, que hasta
comienzos de los años sesenta fuera de uso privativo de los profesores en
contra de sus alumnos, ha pasado a ser desde entonces si bien no con
exclusividad y por razones ya expuestas en este blog, un arma eficacísima,
utilizada por quienes gustan de ejercer el matonismo en la escuela para
atemorizar a compañeros y maestros por igual.
Dejemos ya de lado esta inadvertencia del escritor franco-marroquí y
atendamos a la siguiente reivindicación del contenido humano del que educa:
“Ignoraba yo entonces
que, a veces, también los profesores experimentan esa sensación de perpetuidad:
repetir indefinidamente las mismas clases ante aulas intercambiables,
derrumbarse bajo el fardo cotidiano de los deberes (¡No es posible imaginar a
un Sísifo feliz con un montón de deberes que corregir!). Yo ignoraba que la
monotonía es la primera razón que los profesores invocan cuando deciden
abandonar el oficio, no podía imaginar que algunos de ellos sufren teniendo que
permanecer allí, mientras ven pasar a los alumnos. Ignoraba que también los
profesores se preocupan por el futuro: ganar la oposición, terminar la tesis,
entrar en la facultad, emprender el vuelo hacia las cimas de las clases
preparatorias, optar por la investigación, largarse al extranjero, dedicarse a
la creación, cambiar de sector, abandonar de una vez a todos esos… Yo ignoraba
que cuando los profesores no piensan en su porvenir es porque piensan en el de
sus hijos, en los estudios superiores de su prole… Ignoraba que la cabeza de
los profesores está saturada de porvenir. Creía que estaban allí sólo para
impedir el mío” (segunda parte, capítulo 6).
La monotonía: esa que, muy a menudo, no obstante experimentar satisfacción
por mi quehacer profesional, me acompaña a clase y me abandona cuando menos me
lo espero, me desmoraliza y hace que me pregunte si lo que hago vale la pena, me
plantea numerosas dificultades a la hora de derrotar o al menos atenuar la
crónica desidia que traen consigo al aula muchísimos estudiantes. El porvenir: la
inquietud que se resiste a remitir sin que importe la edad que tengamos; que
todo nos lo pinta color de anquilosamiento; que nos echa en cara nuestra falta
de valor para seguirnos superando y se burla de nuestro conformismo. La misma
abulia y el mismo futuro incierto a que no se puede hurtar nadie, y mucho menos
un educador.
Pero volvamos al miedo, el abracadabra de este ensayo novelado o ensayo
autobiográfico de Pennac, que sigue padeciéndolo todavía hoy -hablo del
presente de la escritura-, incluso en esos momentos oníricos que se reservan
para el descanso:
“Tuve un sueño. No un
sueño de niño, un sueño de hoy, mientras escribo este libro. A decir verdad,
justo después del anterior capítulo. Estoy sentado, en pijama, al borde de mi
cama. Grandes cifras de plástico, como esas con las que juegan los niños
pequeños, están diseminadas por la alfombra, delante de mí. Debo “poner en
orden esas cifras”. Es el enunciado. La operación me parece fácil, estoy
contento. Me inclino y alargo los brazos hacia las cifras. Y advierto que mis
manos han desaparecido. No hay ya manos al extremo de mi pijama. Las mangas
están vacías. No es la desaparición de mis manos lo que me aterroriza, es no
poder alcanzar esas cifras para ponerlas en orden, algo que habría sabido
hacer” (primera parte, capítulo 6).
La hermenéutica de la pesadilla lo explica todo: ese Mal de escuela
llamado miedo a no aprehender tiene, como cualquier otro trauma, unos efectos
mutiladores que van más allá de la niñez, más allá de la consciencia del que
vela. Al no dar con sus manos, el fracaso de este niño está garantizado y con
él la angustia de no poder dar cumplida cuenta de la tarea: un incumplimiento
que le granjeará, seguramente, los reproches del maestro.
Pennac supo, como sabe el niño que sufre graves enfermedades o que
pierde a su madre a causa de una, o como el niño que sufre la ausencia de su
padre encarcelado injustamente y que para exorcizar la infelicidad de la
infancia prometen hacerse médico y abogado respectivamente, que solo ejerciendo
la enseñanza lograría domeñar en parte esos temores que le ocasionaron los
artífices del Mal de escuela -los profesores carentes de compromiso y de amor
por su quehacer- y rescatar de ese no destino a sus estudiantes. Y actúa en
consecuencia. Se propone ser uno de esos “tres o cuatro profesores” que lo
salvaron “de la escuela”. Porque el escritor aduce que son ellos, los
profesores, los que la hacen en primer lugar. Un punto de vista válido para los
fines que persigue su reflexión, aunque discutible si se tienen en cuenta otros
problemas de la educación que no forman parte de su libro.
Resulta que mi hermana, afectada como yo por deficiencias visuales salvo
que ¿menos graves?, padeció durante “buena” parte de su educación primaria y
secundaria el peor mal de escuela de que se tenga noticia: la indolencia y la
crueldad de muchos profesores que en lugar de alentarla para que surgiera, intentaban
hundirla, ayudados por su imprevisión de un futuro azaroso y por la mezquina
solidaridad de sus estudiantes que, no contentos con negarle una mano, se
burlaban de sus gafas gruesas y de su impotencia ante la obstinación de
aquellos “educadores”. Y como a mi hermana, a Nathalie, una ex estudiante de Pennac
a la que una tarde él halla inconsolable dizque por no poder entender “la proposición subordinada conjuntiva
adversativa y concesiva”, uno de esos victimarios de la enseñanza llega a
convencerla de que no aprende porque tiene la cabeza llena de agua sucia. Felonía
que el escritor, a la sazón maestro él sí, consigue desactivar con la paciencia
y el afecto que se esperan de quien educa. Pero como a Nathalie, a mi hermana,
que dados los traumas en su proceso de aprendizaje jamás quiso seguir una
carrera universitaria, también se esforzaron por salvarla auténticos educadores
tipo Pennac, cuyo recuerdo disminuye en parte el dolor de una época que, no por
ser pretérita, deja de hacer daño. ¿Nathalie y mi hermana víctimas del acoso
escolar? En efecto. Pues el tan cacareado matonismo, que reputados “científicos
de la educación” se dedican a estudiar hoy, tomándolo por un fenómeno reciente
que no es sino tan antiguo como la misma humanidad, no procede exclusivamente,
según lo prueban los dos ejemplos, de muchachos que hostigan a muchachos menos
fuertes o a profesores tímidos, sino, por desgracia, de docentes que quizá
jamás quisieron serlo y desfogan su frustración a expensas de niños o jóvenes
que nada tienen que ver con ella.
La ficción surge nuevamente en el ensayo novelado o ensayo
autobiográfico en que se centra la primera parte de este ejercicio crítico,
para hablarnos de un término que resume la labor del maestro genuino, que en el
caso de Pennac no puede separarse de su pasado de estudiante:
“He aquí que, al final
de esta segunda parte, me permito un ataque de duda. Duda en cuanto a la
necesidad de este libro, duda en cuanto a mi capacidad para escribirlo, duda
sobre mí mismo, sencillamente, duda que florecerá muy pronto en consideraciones
irónicas sobre el conjunto de mi trabajo, sobre mi vida entera… Proliferante
duda… Son frecuentes estos ataques. Por mucho que sean una herencia de mi
zoquetería, no me acostumbro a ellos. Se duda siempre la primera vez, y la duda
es malsana. Me empuja hacia mi tendencia natural. Me resisto pero, día tras
día, vuelvo a ser el mal alumno que intento describir. Los síntomas son
rigurosamente semejantes a los de mis trece años: ensoñación, pereza,
dispersión, hipocondría, nerviosismo, taciturno deleite, cambios de humor,
jeremiadas y, por último, pasmo ante la pantalla de mi ordenador, como antaño
ante los deberes que debía hacer, el examen que debía preparar… Aquí estoy, ríe
sarcástico el zoquete que fui […] Bueno, así son las cosas, deja ya de hacer
comedia, vuelve al trabajo. Y reanudas el trabajo. Línea tras línea sigues
deviniendo, con este libro que está haciéndose” (segunda
parte, capítulo 21).
Dudas que no son frustraciones, como sí lo son las de los vejadores de
mi hermana y Nathalie, responsables en gran medida de la tortura que la escuela
conlleva para muchos estudiantes excluidos. Dudas que compendian el
escepticismo del que se cuestiona y pone su existencia en conflicto, muy
diferentes de los desengaños del profesor fracasado e incapaz de dar marcha
atrás para subsanar un error de vida que se cobra intentando malograr
existencias que a la escuela concurren con expectativas por completo distintas.
Dudas que son, en el peor de los casos, los lastres del que procrastina, pero
no destruye.
¿Cómo reconocer al educador genuino del que no lo es, y más aún del que
deslustra, con sus vilezas, la enseñanza? Creo que el escritor tiene la
respuesta:
“La presencia del
profesor que habita plenamente su clase es perceptible de inmediato. Los
alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo hemos
experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se
advierte por su modo de mirar, de saludar a sus alumnos, de sentarse, de tomar
posesión de la mesa. No se ha dispersado por temor a sus reacciones, no se ha
encogido sobre sí mismo, no, él va a lo suyo, de buenas a primeras, distingue
cada rostro, para él la clase existe de inmediato”
(tercera parte, capítulo 7).
Tampoco expresa preferencias en perjuicio de ciertos estudiantes, ni
mira o trata con inquina a ninguno de sus alumnos aun si hubiera razones para
hacerlo, ni ignora sus esfuerzos o errores, que valora y corrige con afecto. El
maestro por vocación, a distinción del profesor caído en la enseñanza por azar
o por falta de oportunidades, conoce sus responsabilidades; sabe que frente a
él hay presentes que mañana serán futuros que en su recuerdo agradecerán su
labor y su entrega, o condenarán su desinterés y su falta de ética con un
olvido sin resquicios o con ese desprecio de alumno maltratado o menospreciado
que ni siquiera el tiempo debilita.
“Reproduciendo” las palabras de una profesora que lo invita a una de sus
clases en que se discute uno de sus libros, el escritor franco-marroquí define
lo que debería ser una clase ideal: esa en que, lo mismo que en una orquesta
sinfónica o filarmónica, cada estudiante, como cada músico, vele por la
perfección de la armonía y sepa que, sin que importe el instrumento que
interprete, de su buena ejecución depende el éxito de los resultados del
esfuerzo común. Bellísima alegoría, si bien demasiado difícil por ambiciosa. Y
remata la maestra:
“-El problema es que
queremos hacerles creer en un mundo donde sólo cuentan los primeros violines
[…] Y que algunos colegas se creen unos Karajan que no soportan dirigir el
orfeón municipal. Todos sueñan con la Filarmónica de Berlín, lo que es
comprensible…” (tercera parte, capítulo 7).
¿A qué equivale en educación que los que la imparten sueñen con dirigir
la “Filarmónica de Berlín”?, ¿a qué equivale en educación que los que la
imparten no soporten dirigir el “orfeón municipal”? Pues a que, cuanto más
“alto” el nivel educativo en que se enseñe o se simule hacerlo, más o menos
prestigio se deriva de una ocupación que no debería caer en estratificaciones
que, curiosamente, la rigen me atrevería a decir que en todo el universo mundo:
¿se podría argumentar que ejercer la docencia en la escuelita rural más pobre
del Tercer Mundo garantiza igual prestigio que hacerlo en una clase doctoral de
una de las mejores universidades de ese que está en las antípodas? Claro que
no, infortunadamente. ¿Se podría argumentar que el mejor profesor de colegio o
el mejor catedrático de pregrado valen tanto como el más reputado de los
investigadores que, no obstante, a la hora de impartir sus enseñanzas no da pie
con bola? Claro que no, infortunadamente. Porque lo que cuenta en nuestro
sistema de apariencias, del que la educación no es otra cosa que su baremo más
visible, son los pergaminos, por encima de las realidades. ¿De qué sirve que
usted, un maestro querido y reconocido por sus estudiantes gracias a la
claridad de sus conocimientos y a la honradez con que los comparte, se sienta
satisfecho con su quehacer si sus “pares académicos” (dado que jamás ha
publicado artículos o libros que nadie o casi nadie lee pero que son requisito
sine qua non para pertenecer a las más altas esferas de la investigación
universitaria) no se lo reconocen? Pues de nada o de muy poco porque, mal que
nos pese a aquella maestra, a Pennac y a mí, en el mundo de los pergaminos, que
no en el de las realidades, si no se es un primer violín o un Karajan genuino,
hay que aparentar serlo al menos.
Celebro que el autor confirme una creencia de la que nunca he dudado:
nada, por lo que se refiere a pedagogía, caduca: son las malas prácticas
pedagógicas las que lo hacen caduco:
“¿Reaccionario, el
dictado? Inoperante, en cualquier caso, si lo practica un espíritu perezoso que
se limita a descontar puntos con el único objetivo de decretar un nivel.
¿Envilecedoras, las notas? Ciertamente cuando se parecen a esa ceremonia, vista
hace poco tiempo por televisión, de un profesor devolviendo sus exámenes a los
alumnos, soltando cada papel ante cada criminal como un veredicto anunciado,
con el rostro del profesor irradiando furor y unos comentarios que condenaban a
todos aquellos inútiles a la ignorancia definitiva y al paro perpetuo…” (tercera parte, capítulo 10).
Y agrega el gran maestro que adivinamos en lo que escribe:
“Siempre he concebido
el dictado como una cita al completo con la lengua. La lengua tal como suena,
tal como cuenta, tal como razona, la lengua tal como se escribe y se construye,
el sentido tal como se precisa en el meticuloso ejercicio de la corrección.
Pues no hay más objetivo para la corrección de un dictado que el acceso al
sentido exacto del texto, al espíritu de la gramática, a la magnitud de las
palabras. Si la nota debe medir algo, ese algo es la distancia recorrida por el
interesado en el camino de esta comprensión…”
(tercera parte, capítulo 11).
Como las babosadas dichas en tono ex cátedra cobran siempre inusitado
vigor entre los que no están habituados a pensar por pereza o incapacidad -una
inmensísima mayoría-, imprecisiones del tamaño de “la educación no debe ser
memorística”, “las notas generan inquinas entre los estudiantes”, “hay que
erradicar el dictado de la escuela”, entre muchas otras, se aceptan hoy como
verdades axiomáticas. ¿De dónde sacan los babosos -esos espíritus perezosos de
que habla el escritor, incapaces de resemantizar lo que les parece inútil para
que vuelva a servir- que la memoria, las notas, el dictado y esas tantas otras
prácticas pedagógicas deban desaparecer? Pues de su irreflexión. Porque si
pensaran un momento al menos en la tragedia que ha significado la erradicación
de la memoria del aprendizaje, las notas de la evaluación y el dictado del
proceso lectoescritor, seguramente darían marcha atrás y pedirían perdón por el
daño irreparable que se le ha ocasionado a la educación con ideas
seudorrevolucionarias que únicamente han conseguido depauperar cada día más la
calidad de la enseñanza, y por consiguiente la del aprendizaje. Con el falaz
argumento de que la memoria atenta contra el análisis, y sin entender siquiera
que este no existe sin aquella, se decidió hace ya algunos lustros darle un
entierro de tercera a esa habilidad que les permitió a nuestros abuelos y a
algunos de nuestros padres aprender bellas parrafadas que sus profesores
exigían que memorizaran, ciertamente sin deglutirlas previamente. Pero es que
hoy, ni se memoriza ni, está de más decirlo, se analiza: ¿acaso qué pueden
analizar estas mentes jóvenes pero escleróticas, vaciadas de contenidos y
atiborradas de imágenes por lo común insustanciales? Con similar estupidez, se
hizo creer a todos o casi, que las calificaciones debían desterrarse de la
escuela dizque para propiciar la armonía entre los compañeros de clase y
desincentivar el espíritu de competencia malsana. Pero lo único que se logró
fue lo previsible: inocular en el estudiante la idea esa sí nociva de que el
mero hecho de asistir le otorga la aprobación de la asignatura,
desincentivando, de carambola, la ley del menor esfuerzo inclusive. Porque de
la mediocridad de tiempos menos desfavorables, como aquellos que les tocaron en
suerte a nuestros abuelos y a algunos de nuestros padres, nos hemos anclado en
la desidia y la procrastinación más descaradas, que no son otra cosa que los
resultados de un proceso sedicioso con ínfulas educativas que empezó con el
ostracismo del dictado y de las notas y de la memoria una campaña de
destrucción que todavía hoy dura y durará mucho tiempo más.
Las “intenciones igualitarias” con que aquellos con poder decisorio
sobre la escuela la han venido conduciendo hacia la anarquía que es hoy
dependían y dependen, a la postre, de una cosa: de declarar extinta la
evaluación para que así, gracias a su disolución, el número de repitentes por
aula en el sector público se redujera drásticamente, algo que incidiría
“favorablemente” en el estado de salud del erario. Un proyecto que, al menos en
cuanto hace a Colombia, no solo superó el bautizo -lo llamaron “promoción
automática”-, sino que creció exento de contratiempos y se convirtió, pasados
los años, en un fenómeno adulto difícil de revertir. Sus efectos, tan vigorosos
como la peligrosa idea de que se derivan, han calado en todas las instancias
que con la escuela tienen algo que ver, hasta el punto de que los propios
maestros rehúsan ser evaluados, aduciendo oscuras intenciones del gobierno de
turno; excusas que no prueban sino que, al igual que sus estudiantes, ellos le
temen a una evaluación que desnude su falta de preparación y la mediocridad de
sus prácticas profesionales. Si los maestros, indignados por los taimados
propósitos gubernamentales disfrazados de “bienestar para todos” se resistieran
y les hicieran comprender a sus estudiantes “que el día y la hora de entrega de
un ejercicio no son negociables”, “que unos deberes hechos de cualquier modo
deben repetirse para el día siguiente”, como recomienda Pennac, y que las notas
bien asignadas forman parte integral del proceso educativo del aprendiz, del
mismo modo que una evaluación docente seria y en lo posible objetiva constituye
un indicador de la pertinencia de la labor del que enseña, las intenciones de
cualquier gobierno por socavar la educación pública se verían frustradas. Pero
si en cambio, como tristemente sucede, el educador renuncia a cumplir con su
misión y fomenta entre sus alumnos la ley del atajo y el fenómeno del
“hagámonos pasito”, ese gobierno de turno va a encontrar arado el terreno y sus
intenciones van a germinar y a infestar, de paso, el sector privado más débil.
También en referencia a la evaluación, el más álgido de los temas
atinentes a la educación, el autor pone el dedo en la llaga incluso de
profesores que, como yo, reivindican su importancia y trabajan con entusiasmo y
disciplina para mejorarla y diversificarla día tras día:
“Sea cual sea la
materia que enseñe, un profesor descubre muy pronto que a cada pregunta que
hace, el alumno interrogado dispone de tres respuestas posibles: la acertada,
la errónea y la absurda. Yo mismo abusé bastante del absurdo durante mi
escolaridad […] Uno de los malentendidos de mi escolaridad se debe sin duda al
hecho de que mis profesores evaluaban como erróneas mis respuestas absurdas. Yo
podía responder cualquier cosa, sólo tenía algo garantizado: ¡me pondrían una
nota! Por lo general, un cero. Era algo que yo había comprendido muy pronto. Y
ese cero era el mejor modo de que te dejaran en paz. Provisionalmente, al
menos. Ahora bien, la condición sine qua non para liberar al zoquete del
pensamiento mágico es negarse categóricamente a evaluar su respuesta si es
absurda”.
Mis palabras sobran:
“La respuesta absurda
se distingue de la errónea en que no procede de ningún intento de razonamiento.
Suele ser automática, se limita a un acto reflejo. El alumno no comete un
error, responde cualquier cosa a partir de un indicio cualquiera… No responde a
la pregunta que se le hace, sino al hecho de que se la hagan. ¿Esperan de él
una respuesta? Pues la da. Acertada, errónea, absurda, no importa”.
Y siguen sobrando:
“La respuesta absurda
constituye la diplomática confesión de una ignorancia que, a pesar de todo, intenta
mantener un vínculo. […] En todos los casos posibles, evaluar esta respuesta
-corrigiendo un examen escrito, por ejemplo- es acceder a evaluar cualquier
cosa y por consiguiente cometer uno mismo un acto pedagógicamente absurdo.
Aquí, alumno y profesor manifiestan más o menos conscientemente el mismo deseo:
la eliminación simbólica del otro. Al responder cualquier cosa a la pregunta
que mi profesor me hace, dejo de considerarle como un profesor, se convierte en
un adulto al que cortejo o al que elimino por medio del absurdo. Al aceptar
tomar por erróneas las respuestas absurdas de mi alumno, dejo de considerarle
un alumno, se convierte en un sujeto fuera de contexto al que relego al limbo
del cero perpetuo. Pero al hacerlo, me anulo a mí mismo como profesor…” (tercera parte, capítulo 18).
¡Pero es que ya ni el cero existe! ¡Ojalá no lo hubieran desaparecido!
De aquel lado, del más extremo del espectro educativo, tenemos a los
deseducadores de Nathalie y mi hermana, capaces de arruinar los sueños y las
esperanzas de niños y adolescentes y de convertirlos en pesadillas y desesperanzas;
de ese otro, al docente y al alumno que, mediante el absurdo, intentan anularse
mutuamente; de este lado, del menos extremo del espectro educativo, tenemos a
los profesores que -por exceso de esa “palabrota” que para el pretérito zoquete
álter ego con que conversa el autor reúne la clave del éxito pedagógico-
malogran por inadvertencia la oportunidad de infundir en sus estudiantes los
valores del rigor y la autonomía; y justo en el centro, a duras penas visibles,
a los pocos Quijotes de la enseñanza que persisten en educar a sus estudiantes
con un rigor matizado con los bálsamos de la susodicha “palabrota”, cuyos
alcances ellos son los únicos que entienden cabalmente:
“-Vamos, tú que lo
sabes todo sin haber aprendido nada, ¿cuál es el modo de enseñar sin estar
preparado para ello? ¿Hay algún método?
-No son métodos lo que
falta, sólo habláis de los métodos. Os pasáis todo el tiempo refugiándoos en
los métodos cuando, en el fondo de vosotros mismos, sabéis muy bien que el
método no basta. Le falta algo.
-¿Qué le falta?
-No puedo decirlo.
-¿Por qué?
-Porque es una
palabrota.
-¿Peor que “empatía”?
-Sin comparación
posible. Una palabra que no puedes ni siquiera pronunciar en una escuela, un
instituto, una facultad o cualquier lugar semejante.
-¿A saber?
-No, de verdad, no
puedo…
-¡Vamos, dilo!
-Te digo que no puedo.
Si sueltas esta palabra hablando de instrucción, te linchan, seguro.
-…
-…
-El amor” (sexta parte, capítulo 12).
2
Voy a intentar organizar en un par de temas mis consideraciones sobre el
ensayo de don Fernando Savater, quien en él trata muy variados problemas de la
educación: algunos con gran vigencia hoy y otros vigentes desde hace bastante
tiempo. El autor, que echa mano de opiniones y de análisis anteriores a los suyos
para fundar y fundamentar sus observaciones, nos obsequia con una nutrida
bibliografía que me permito reproducir al final de estas reflexiones “a tres
voces” para beneficio del que, careciendo del texto del filósofo español y por
tanto de la bibliografía, se sienta impelido a ahondar en el debate.
Acerca
del que enseña
¡Pocas palabras como “maestro”! Ella, sin que se sepa por qué caprichos
del uso, ha llegado a entrañar, en materia educativa, el sumo prestigio o el
sumo desprestigio de una actividad -la enseñanza- que siempre debería ser, a
pesar de sus múltiples flaquezas, prestigiosa. Maestro es llamado el profesor
universitario que, dados sus conocimientos y experiencia docente, infunde gran
respeto entre sus estudiantes y colegas. Pero sin que intervengan términos
medios, maestro es llamado, ya no con reverencia en la mirada y con voz
admirativa sino con esa mueca de mofa cuando no de desprecio o de ambos, el
profesor de enseñanza básica primaria: la instancia que más consideración
debería recibir de sociedades que incomprensiblemente desprecian los soportes
de la pirámide educativa de los que todos, sin embargo, procedemos; un tratamiento
a todas luces injusto:
“La opinión popular
(paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una
buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que
a maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta
para realizar una carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica
ha de ser -¡así son las cosas, qué le vamos a hacer!- necesariamente ínfima.
Incluso existe en España ese dicharacho aterrador de “pasar más hambre que un
maestro de escuela”… En los talking-shows televisivos o en las tertulias
radiofónicas rara vez se invita a un maestro: ¡Para qué, pobrecillos! Y cuando
se debaten presupuestos ministeriales, aunque de vez en cuando se habla
retóricamente de dignificar el magisterio (un poco con cierto tonillo entre
paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser
para la enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más
recursos que la enseñanza… ¿inferior? Todo esto es un auténtico disparate.
Quienes asumen que los maestros son algo así como “fracasados” deberían concluir
entonces que la sociedad democrática en que vivimos es también un fracaso. Porque
todos los demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos
apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o
el debate racional de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo
previo de los maestros…” (Prólogo).
Maestro llamaron a Jesús sus discípulos, y Éste, sentado a su vez entre
maestros, les pregunta y debate con ellos para aprender. Maestro llamamos al
buen escritor, al buen pintor o escultor, al compositor destacado y al hombre
de letras. Y a todos ellos los llamamos “maestros” con el respeto y el
comedimiento que les confiere su estatura intelectual. ¿Será por eso, por la
falta de estatura intelectual, por lo que al maestro de escuela, si bien lo
llamamos como a los otros, no le dispensamos el mismo trato? Y de ser así, ¿de
quién es la culpa de su enanismo cultural? ¿De gobiernos mezquinos que les pagan
un sueldo equiparable al aprecio que por ellos y su labor sienten esas sociedades
“democráticas” que menciona Savater? ¿O exclusivamente suya? En cualquier caso,
de una conjugación de múltiples razones. Al sentirse mal remunerado e
infravalorado por la sociedad a que sirve, al saber de antemano que lo que el
gobierno espera de su labor dista mucho de lo que el discurso oficial expresa,
al conocer las condiciones tan precarias en que debe impartir la enseñanza, al
no encontrar respaldo para la educación de los muchachos en sus familias ni en
la comunidad ni mucho menos en gobiernos que asumen la escuela como un gasto y
no como una inversión en el presente y el futuro de la nación, no creo que le
queden a ese servidor público -no hablo solo de los profesores del sector-
suficientes arrestos para derrotar la desesperanza, como opina el autor que
tiene que hacerse:
“Como individuos y como
ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de la
mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir,
muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser
optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la
natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse, debe
abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la
enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar
es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en
el deseo de saber qué la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias,
hechos…) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos
mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias
optimistas puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta
educar o entender en qué consiste la educación no queda más remedio que
aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la educación, pero
el optimismo es imprescindible para estudiarla… y para ejercerla. Los
pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros” (Prólogo).
Si, como defiende el autor, el optimismo se hace imprescindible para
impartir enseñanzas, para entender su cita es imprescindible diseccionarla. Y
pienso hacerlo en dirección contraria a como indicaría el sentido común: de
atrás hacia delante, o del final de la cita a su principio. ¿Que “los
pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros”? ¿que el
maestro no puede educar bien como no lo haga apoyándose en el optimismo? ¿Que
se puede descreer del optimismo en privado pero creer en él o hacer como que se
cree de cara a los estudiantes? ¿Que “la enseñanza presupone el optimismo tal
como la natación exige un medio líquido para ejercitarse? Vamos a ver. Estoy de
acuerdo en que un educador vocacional lo es gracias a que cree en la
“perfectibilidad humana” -no confundir con la perfectibilidad de la humanidad
como colectivo- y en la “capacidad innata de aprender”, así como en que “los
hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento” -sin que
ello suponga la insensatez de creer que se puede transformar el mundo mediante
la educación-; pero desarraigar de la escuela los miríficos efectos de un
pesimismo fundado y bien entendido, explicado y bien transmitido, sería
perjudicial por no decir absurdo. Como en la vida, en la escuela el optimismo y
el pesimismo deben tener cabida. ¿Que mi profesor, pese a tantos problemas que
afrontan mi país y el mundo entero, no depone la esperanza en un futuro
promisorio?: válido. ¿Que mi profesor, en razón de tantos problemas que
afrontan mi país y el mundo entero, no parece esperanzado en el futuro?:
válido. El optimismo del primero y el pesimismo del segundo son admisibles e
incluso deseables si, tanto el uno como el otro, proceden de la personalidad de
cada maestro y de su actitud frente a la vida, de sus reflexiones y de su
estudio. Pero si el optimismo del primero y el pesimismo del segundo no tienen
asidero en la realidad, y por el contrario son el resultado de simples impulsos
vitales, la escuela en modo alguno se beneficiará de ellos. Tengo para mí que,
puesto a escoger entre un buen profesor digamos de Historia, para más señas
optimista, y un buen profesor digamos de Historia, para más señas pesimista,
optaría por el segundo pues convencido estoy, como ejerciente de esa suerte de
desesperanza llamada pesimismo, de que el antónimo del optimismo resulta más
pedagógico y cuestionador que ese líquido vital llamado también esperanza, sin
la cual, según Savater, no hay educación posible. ¿Una escuela poblada
exclusivamente por optimistas insensatos, expertos en escamotear la dolorosa
realidad?: por supuesto que no. ¿Una escuela poblada exclusivamente por
pesimistas insensatos, expertos en deformar a capricho la ya de por sí dolorosa
realidad?: por supuesto que no. ¿Una escuela poblada por optimistas sensatos y
sensatos pesimistas capaces de educar a partir del matiz de una esperanza y una
desesperanza bien entendidas?: por supuesto que sí.
Ahora bien, es el propio Savater quien con la siguiente cita me ayuda a
“desvirtuar” su aseveración categórica de que “los pesimistas pueden ser buenos
domadores pero no buenos maestros”, afirmación que parece desconocer de manera
olímpica esta reflexión del propio autor sobre la responsabilidad que afronta
en principio el educador de enseñanza elemental una vez recibe, procedentes de
la “socialización primaria” impartida o no en sus casas, a los niños que se
inician en los que deberían ser los rigores de la escuela:
“Kant indica que uno de
los primeros y nada desdeñables logros de la escuela es enseñar a los niños a
permanecer sentados, cosa que en efecto casi nunca hacen mucho tiempo por
decisión propia, salvo cuando se les narra un bonito cuento (claro está que en
tiempos de Kant aún no había televisión…). En una palabra, no se puede educar
al niño sin contrariarle en mayor o menor medida. Para poder ilustrar su
espíritu hay que formar antes su voluntad y eso siempre duele bastante” (capítulo 4).
Eufemismos aparte, el hecho de que yo, en mi calidad de maestro no solo
de escuela, sino de secundaria o incluso de pregrado, tenga que contrariar los
caprichos del niño o el adolescente voluntariosos para intentar “ilustrar su
espíritu” a sabiendas de que mis contrariedades les ocasionan disgusto y dolor,
sin duda me gradúa, sin perjuicio de qué tan optimista o pesimista sea, de
domador. Porque la buena educación de un individuo, para no hablar de la buena
educación de una sociedad, empieza indefectiblemente con la doma de su
carácter, tanto más cuanto que se trate de caracteres díscolos, como suelen ser
los de nuestros estudiantes.
Planteada la anterior discrepancia, me veo forzado a manifestar que con las
observaciones del autor de El valor de
educar se puede comulgar o estar en desacuerdo; lo que no se puede es, como
hace el “investigador” venezolano Orlando Albornoz, que tacha el libro del
filósofo de “travesura intelectual”, desvirtuarlo sin atenuantes “argumentando”
que no soporta “el más mínimo análisis técnico ni lógico-histórico”, ni mucho
menos calificar el libro todo de “light y banal”. Porque ni las reflexiones de
Savater son light y banales, ni el ensayo -que en ningún momento afecta
pretensiones de diagnóstico científico- se reduce a una travesura intelectual.
Lo que sucede es que al “investigador” Albornoz, como a una gran cantidad de
pedagogos cantinflescos y envarados, le martiriza que el discurso del libro, a
más de eufónico -y para apreciar lo eufónico se debe contar con un oído capaz
de entender la belleza del lenguaje bien escrito-, resulte accesible, no para
cualquier aficionado a “best sellers” (entre los que lo incluye), sino para las
inteligencias independientes que muestren inquietud por la educación: un tema
que a todos atañe y del que todos, con más o menos acierto, podemos opinar. ¿No
les parece a ustedes que pretender adjudicarse la exclusividad del debate
educativo, como si de la especialidad más abstrusa de la medicina se tratara,
raya en la más presuntuosa arrogancia del prototípico académico narcisista? Tampoco
es acertado defender la idea de que solo aquel que estudió pedagogía deba
ejercer la enseñanza, pues, como plantea Savater, el arte de transmitir
conocimientos acompaña al hombre desde siempre:
“De aquí que todos los
hombres seamos capaces de enseñar algo a nuestros semejantes e incluso que sea
inevitable que antes o después, aunque de mínimo rango, todos hayamos sido
maestros en alguna ocasión. La función de la enseñanza está tan esencialmente
enraizada en la condición humana que resulta obligado admitir que cualquiera
puede enseñar, lo cual por cierto suele sulfurar a los pedantes de la pedagogía
que se consideran al oírlo destituidos en la especialidad docente que creen
monopolizar. Los niños, por ejemplo, son los mejores maestros de otros niños en
cosas nada triviales, como el aprendizaje de diversos juegos […] Se enseñan los
niños entre sí, los jóvenes adiestran en la actualidad a sus padres en el uso
de sofisticados aparatos, los ancianos inician a sus menores en el secreto de
artesanías que la prisa moderna va olvidando pero también aprenden a su vez de
sus nietos hábitos y destrezas insospechadas que pueden hacer más cómodas sus
vidas. En el terreno erótico, el experimentado magisterio de la mujer madura ha
sido decisivo en nuestra cultura -sobre todo en los siglos XVIII y XIX- para la
formación amatoria de los jóvenes varones; a este respecto, las mujeres casi
siempre fueron generosamente pedagógicas en su disposición a corregir la
torpeza técnica e inmadurez sentimental de los neófitos… Aún hay mucho más:
podemos hablar de la educación indirecta que nos llega a todos permanentemente,
jóvenes y mayores, a través de las obras y los ejemplos con que influyen en
nuestra cotidianidad urbanistas, arquitectos, artistas, economistas, políticos,
periodistas y creadores audiovisuales, etc. La condición humana nos da a todos la
posibilidad de ser al menos en alguna ocasión maestros de algo para alguien” (capítulo 2).
Pero que no cunda el pánico: el hecho de que don Fernando Savater
reivindique la inclinación docente de casi todos los seres humanos, una
realidad innegable, no desconoce en absoluto la importancia del educador
profesional y consagrado a su quehacer: el indicado para impartir saberes
especializados, para cuya enseñanza nadie mejor que él está preparado.
Acerca
de la más grande dificultad que afronta la educación y del futuro de la escuela
Abandono estatal, desafecto social, pérdida de protagonismo en la
formación de los ciudadanos son, entre muchos otros, algunos de los quebrantos
de salud que aquejan a la escuela. Pocos son los países que, en los revueltos
tiempos que corren, siguen otorgando a la educación la primacía que reclama. No
en vano, si se miran con detenimiento los listados de potencias educativas en
función de los resultados de las pruebas internacionales, en los primeros
puestos del escalafón siempre aparecerán, año tras año, los nombres de esos
países que saben que su futuro depende directamente de la calidad de la
educación que impartan, mientras que en los últimos, indefectiblemente, los
países que, no por nada, ocupan los primeros sitiales, pero en cifras de
corrupción. Hay, no obstante, una dificultad que, en mayor o menor medida,
afecta a la escuela ya no solo de los países líderes en tasas de venalidad. Un
problema tan global como la globalización:
“En cualquier caso,
este protagonismo para bien y para mal en la socialización primaria de los
individuos atraviesa un indudable eclipse en la mayoría de los países, lo que
constituye un serio problema para la escuela y los maestros. Así se refiere a
los efectos de esta mutación Juan Carlos Tedesco: ‘Los docentes perciben este
fenómeno cotidianamente, y una de sus quejas más recurrentes es que los niños
acceden a la escuela con un núcleo básico de socialización insuficiente para
encarar con éxito la tarea del aprendizaje. Para decirlo muy esquemáticamente,
cuando la familia socializaba, la escuela podía ocuparse de enseñar. Ahora que
la familia no cubre plenamente su papel socializador, la escuela no sólo no
puede efectuar su tarea específica con la tarea del pasado, sino que comienza a
ser objeto de nuevas demandas para las cuales no está preparada.’ El grito
provocador de André Gide –‘¡familias, os odio!’- que tanto eco tuvo en aquellos
años sesenta propensos a las comunas y el vagabundeo, parece haber sido
sustituido hoy por un suspiro discretamente murmurado: ‘Familias, os echamos de
menos…’. Cada vez con mayor frecuencia, los padres y otros familiares a cargo
de los niños sienten desánimo o desconcierto ante la tarea de formar las pautas
mínimas de su conciencia social y las abandonan a los maestros, mostrando luego
tanta mayor irritación ante los fallos de estos cuanto que no dejan de sentirse
oscuramente culpables por la obligación que rehúyen” (capítulo 3).
Vayamos por partes. Recuerdo muy bien que mis cuatro -casi cinco-
primeros años de vida discurrieron en casa y a la sombra de mi madre, que con
su escasa escolarización y abundante sensatez se las ingeniaba para responder a
mis preguntas e inquietudes lo mejor que podía. Al tiempo que se esforzaba por
satisfacer mi curiosidad, me iba preparando para afrontar la escuela y un mundo
incipiente, pero mundo a fin de cuentas. Como corregía con amor mis
desaguisados de niño precoz de formas distintas pero siempre con la explicación
pertinente de por qué había de hacerse esto y no aquello, crecí entendiendo que
en la vida, amén del juego y la libertad, existen las responsabilidades y los
deberes. Supe, gracias a que me lo inculcaron tal vez a diario, que a los mayores
se los respeta, que a los padres y a los profesores se les obedece, que las
diferencias se resuelven dialogando, etc. Y como mis hermanos ya iban a la
escuela cuando todas estas cosas aprendía, impaciente pedí a mis padres que por
favor me dejaran también a mí ir al colegio, para el que ya estaba preparado
gracias a la “socialización primaria” recibida en el hogar. De modo que mis
profesores no tuvieron que desatender sus responsabilidades -la enseñanza de la
lectoescritura, de los primeros rudimentos de las matemáticas, del lenguaje, de
la geografía, de la Historia- para dedicarse a desbravarme (pues nada distinto
se hace con los niños según van creciendo) y a civilizarme. Con los Ramírez -un
par de gemelos de ingratísima recordación-, en cambio, los profesores hubieron
de invertir tiempo y gastar paciencia, tratando de suavizar su grosería y pulir
sus rústicos modales: todo en vano. En nuestra escuela, empero, el caso de estos
dos hermanos era tal vez único. Es decir -recogiendo las palabras de Juan
Carlos Tedesco- que, como nuestras familias “socializaron”, ella pudo ocuparse
de enseñar. Infortunadamente, de ese tiempo -comienzos de los ochenta- a esta
parte, las cosas han cambiado dramáticamente.
¿A qué se debe que, cada día menos, la familia cumpla con la tarea
educativa y “socializadora” a que está llamada?, ¿a qué se debe que, cada día más,
los padres se desliguen de manera tan folclórica de su responsabilidad formativa?
Aun cuando la presente reflexión no tiene por finalidad dar exhaustiva
respuesta a estos interrogantes del ámbito de la sociología, la siguiente
hipótesis de Savater, que suscribo palabra por palabra, constituye una -tan
solo una de otras tantas posibles- certera explicación del fenómeno en cuestión:
“Quiero referirme al
fanatismo por lo juvenil en los modelos contemporáneos de comportamiento. Lo
joven, la moda joven, la despreocupación juvenil, el cuerpo ágil y hermoso
eternamente joven a costa de cualesquiera sacrificios, dietas y remiendos, la
espontaneidad un poquito caprichosa, el deporte, la capacidad incansablemente
festiva, la alegre camaradería de la juventud… son los ideales de nuestra
época. De todas, quizá, pero es que en nuestra época no hay otros que les
sirvan de alternativa más o menos resignada […] El espíritu del tiempo asegura
hoy que quien no es joven ya está muerto […] La obsesión terapéutica de nuestros
Estados (dictada en gran parte por una sanidad pública siempre deseosa de
ahorro) propone los síntomas de pérdida de juventud como la primera de las
enfermedades, la más grave, la más culpable de todas. No hay ya -o no hay
apenas- ideales sénior en nuestras sociedades… Ser viejo y parecerlo, ser un
viejo que asume el tiempo pasado, es algo casi obsceno que condena al pánico de
la soledad y del abandono. A los viejos nadie les desea ya -ni erótica ni
laboralmente- y la primera norma de la supervivencia social es mantenerse
deseable. Para que la vida siga gustando es preciso vivir de gustar y, aunque
sobre gustos se dice que no hay nada escrito, no parece aventurado escribir que
a nadie le gustan demasiado los viejos. Pero viejo se es enseguida: cada vez antes,
¡ay! Aunque las arterias aún resistan la esclerosis, se conserve la piel lozana
y el paso razonablemente elástico, otros síntomas peligrosos denuncian la
ancianidad. La madurez, por ejemplo, esa aleación de experiencia, paciente
escepticismo, moderación y sentido de la responsabilidad […] Sin embargo, para
que una familia funcione educativamente es imprescindible que alguien en ella
se resigne a ser adulto. Y me temo que este papel no puede decidirse por sorteo
ni por una decisión asamblearia. El padre que no quiere figurar sino como “el
mejor amigo de sus hijos”, algo parecido a un arrugado compañero de juegos,
sirve para poco; y la madre, cuya única vanidad profesional es que la tomen por
hermana ligeramente mayor de su hija, tampoco vale mucho más. Sin duda son
actitudes psicológicamente comprensibles y la familia se hace con ellas más
informal, menos directamente frustrante, más simpática y falible: pero en
cambio la formación de la conciencia moral y social de los hijos no sale
demasiado bien parada. Y desde luego las instituciones públicas de la comunidad
sufren una peligrosa sobrecarga. Cuanto menos padres quieren ser los padres,
más paternalista se exige que sea el Estado”
(capítulo 3).
Ya sea por las razones que esgrime el filósofo, ya porque las familias
se establecen con la misma informalidad con que se desbaratan, o bien porque,
en la sociedad de la saciedad, nadie parece tener tiempo más que para sí mismo,
el caso es que la familia, desintegrada o excesivamente permisiva, representa
hoy para el óptimo funcionamiento de la escuela un obstáculo más o menos
insalvable. Se busca que los maestros, haciendo milagros, además de cumplir con
sus deberes docentes, desatrasen el cuaderno de la “socialización primaria” que
al hogar corresponde escribir. Una responsabilidad desmesurada si se tiene en
cuenta por lo menos otro factor que agrava la situación. Como el padre de
familia medio, cuando lo hay, rehúye, por inmadurez, el sentido de la
responsabilidad para con sus hijos de que habla el autor, no le queda otra
alternativa que volverse su cómplice. Resulta entonces que ante el evento de un
llamado de atención, o una citación al colegio por problemas de indisciplina,
ese padre o madre, conocedores de la deuda que tienen con el proceso formativo
del muchacho, optan, a sabiendas de que incurren en un error, por ponerse de su
lado y en contra del maestro. Un acto que, como quiera que se repite con más
frecuencia de la debida, convierte a la escuela a los ojos del estudiante en
una especie de panóptico conculcador y al maestro en un enemigo a vencer. Tanta
es la oposición que la familia, consciente o inconscientemente, practica hoy
contra la escuela, que los maestros se ven a gatas para hacer entender a sus
alumnos siquiera que “la mayoría de las
cosas que la escuela debe enseñar no pueden aprenderse jugando” y que “a la escuela vamos para aprender aquello
que no enseñan en los demás sitios” (capítulo 4). Dos lecciones elementales
a las que los estudiantes de hoy se resisten con tenacidad, alentados por el
prevaricato de los padres y el desentendimiento de la sociedad.
Se me ocurre que quien esto lea a manera de diagnóstico apostaría por la
futura disolución de la escuela como la institución instructiva por excelencia.
En la era de las TIC (tecnologías para la información y la comunicación), no
pocos son los entusiastas que aseguran que no mucho tiempo habrá de pasar para
que, desde su casa, cada niño interiorice de forma completamente autónoma los
contenidos académicos que todavía hoy transmite la escuela. Sin embargo, los
resultados (indicativos de que, a medida que el número de ayudas tecnológicas
aumenta, el aprendiz medio se aleja de ese ideal del conocimiento) de algunas
investigaciones en relación con la autonomía del estudiante del presente,
parecen no avalar tal entusiasmo. ¿Cuál es la razón para creer entonces en que
las máquinas, más temprano que tarde, habrán de “librarnos” del “yugo” de la
escuela? Sin que quepan dudas, el desconocimiento de las necesidades humanas
que exudan tales optimistas sin causa, cuya insensatez ignora la siguiente
máxima:
“Nadie es sujeto en la
soledad y el aislamiento, sino que siempre se es sujeto entre sujetos: el
sentido de la vida humana no es un monólogo sino que proviene del intercambio
de sentidos, de la polifonía coral. Antes que nada, la educación es la
revelación de los demás, de la condición humana como un concierto de
complicidades irremediables” (capítulo 1).
¿Dónde, si no, se empieza realmente a ser sujeto entre sujetos? ¿Dónde,
si no, ocurren esos primeros intercambios de sentido y esa polifonía coral que
constituyen la esencia de la educación? ¿Dónde, si no, comprobamos que esa
educación es la revelación de los demás; de la condición humana como el
concierto de complicidades irremediables de que habla la filosofía del autor?
Pues en el único sitio que tiene su existencia garantizada en tanto exista el
hombre, que en ella se forja y llega a ser eso gracias a ella: en la escuela.
A
manera de conclusión
Honrando el propósito de este blog (el cual puede resumirse en ocho
palabras: construcción de textos a partir de textos leídos), las voces de dos
escritores y la lectura crítica de un lector que siente que merece la pena
trasladar al terreno de la escritura sus reflexiones, alternaron para tocar
algunos cabos sobre un tema siempre vigente y jamás caduco llamado educación.
Coincidiendo en ciertos aspectos y discrepando de otros, estas tres voces, con
la autoridad que les confieren su generosa experiencia docente y su claridad
argumental, expusieron sus puntos de vista y debatieron, moderadas por la del
lector, las implicaciones de sus opiniones. Abordaron, por ejemplo, el tema del
fracaso escolar, que analizaron desde diversos puntos de vista. Asimismo,
abundaron sobre la cada vez más frustrante tarea de enseñar, asunto en torno al
cual estuvieron prácticamente de acuerdo sin fisuras. Su dictamen, que con
tantísimo acierto concretaron las últimas palabras del zoquete álter ego de
Daniel Pennac, es que la mayor dificultad a que se enfrenta la escuela de
comienzos del siglo XXI en muchos países puede definirse como “desamor”. Ni las
clases dirigentes, ni las sociedades, ni un gran número de directivos y
docentes desidiosos o demasiado laxos, ni las familias, ni los niños y los adolescentes
que a ella concurren parecen sentir amor por la escuela. Y una escuela enferma
de desamor es una escuela inviable, como lo prueban los argumentos de esta
discusión polifónica que aquí termina.
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Amor y paciencia, son las conclusiones a las que he llegado desde mi corta carrera práctica como profesor, o "enseñador", como me he denominado a mi mismo. Es terrible encontrar veracidad en sus palabras, ese -desamor- frente a la escuela, al que nos vemos avocados toda la comunidad educativa. Pero bueno, continuando con el análisis, ¿cómo inyectarle a mor a la escuela?, ¿a qué amor se refiere?. PDTA: Lástima que justo el apellido nombrado de peor recordación anteriormente haya sido Ramirez...
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