Hablando
con mi abuela materna, con mi madre y con mi padre -así como con otros adultos
con los que a menudo se tocaba el tema- sobre el tipo de educación que
recibieron cuando fueron niños y fueron a la escuela, pude sacar en limpio algo
que todavía hoy creo y defiendo: el buen servicio que una disciplina bien
entendida le presta al proceso formativo de aquel a quien se busca criar y
educar debidamente. Pero el problema surge, sin que siquiera se debata, con la
mera mención de la palabra “disciplina”, tan condenada y bastardizada desde
hace algunos años, por lo menos veinte según mis cuentas. (Mis estudiantes -entre
quince y diez años menores que yo- se muestran sorprendidos si les cuento que,
a principios de los noventa, cuando yo cursaba el bachillerato, todavía nos
parábamos para saludar no bien algún profesor -tal vez solo fuera la profesora
de biología- entraba en el salón, o que el rector de un colegio optó por
expulsarme debido a mi suma indisciplina sin que mediaran otras instancias, o
que un maestro de álgebra, actuando según su conciencia y su ética plausibles,
no se dejó conmover de mis ruegos para que me ayudara con la nota de final de
curso, o que en el colegio en que hice la primaria existían y eran “legítimos”
unos castigos físicos que me imagino semejantes a los de los reformatorios pero
que, sin embargo, no me traumatizaron.)
De ese tiempo a esta época, que son los que yo conozco, la involución educativa promovida, entre otros, por psicólogos y psicopedagogos, ha rendido sus frutos: lograr que el estudiante no se pare para saludar, mas sí para insultar o para amenazar a sus profesores; que ya no sean los rectores los que expulsen estudiantes indisciplinados, sino aprendices de delincuentes o delincuentes consumados los que, por medios lícitos -la tutela- o ilícitos, determinen qué docente debe irse del plantel so pena de morir apuñalado por la espalda (exactamente así murió Jaime Rojas, el rector de un colegio distrital de la localidad de Ciudad Bolívar en Bogotá, en abril de 2007); que los profesores, aterrorizados por el en casos adiposo prontuario delictivo de algunos de sus estudiantes, ya no esperen los ruegos de un muchacho que se dedicó a la recocha y a la mamadera de gallo -eso ya no existe y, si existe, se llama promiscuidad o alcoholismo o drogadicción, cuando no pandillismo- sino que teman sus intimidaciones y su grosería; que los golpes con la férula y demás abusos contra los estudiantes, erradicados de la escuela en buena hora, ahora semejen obsolescencias de un poder -el del maestro- caído en desuso y en desgracia frente al madrazo, el escupitajo o el “puntazo” que propinan los que tan bien han aprendido las lecciones de los profesionales de la psiquis.
Decía que una disciplina bien entendida -la de la profesora de biología, la del rector, la de mi maestro de álgebra-, lejos de perjudicar al niño o al joven, como irreflexiva e irresponsablemente sostienen muchos psicólogos y psicopedagogos, los beneficia. Al saber -el que se forma- que en su padre y en su madre, amorosos pero exigentes, encuentra el afecto que lo hace sentirse seguro y querido y la disciplina que lo enseña a saber que en el mundo -en su mundo- existen los derechos pero también los deberes, ese niño que después será un joven no tendrá mayores problemas para aceptar y agradecer la disciplina de sus maestros, que sabrá interpretar como afecto, porque solo quien bien nos quiere nos corrige. Está muy bien que psicólogos y psicopedagogos hayan querido que los muchachos -e incluso los niños- conocieran y defendieran sus derechos, pero dejaron la tarea a medias haciéndoles creer a padres de familia y profesores incautos que la exigencia traumatiza, que la disciplina atenta contra la felicidad y que la imposición de responsabilidades riñe con el bienestar que se debe garantizar durante la niñez y la adolescencia. Pues esos niños y esos adolescentes, que de incautos no tienen un pelo, sí han sabido sacar provecho de semejante torpeza y tamaño exabrupto, manipulando, en la casa y en la escuela, cada situación para lo que ellos juzgan, ahí sí con bastante bisoñez, su conveniencia: el derecho a no hacer nada que los fastidie o a hacer eso que les fastidia -pero que sí les conviene- con mediocridad y desgana.
Quiero que sepan esos profesionales a los que tanto respeto pero a los que tanto tengo que reprochar que ni mi abuela materna -“víctima” de la disciplina en la casa y la escuela-, ni mi madre -“víctima” de la disciplina en la casa y la escuela-, ni mi padre -“víctima” de la disciplina en la casa y la escuela- sufren o sufrieron traumas como consecuencia de ese fenómeno que, bien entendido, repito, genera más beneficios que daños a largo plazo. Por lo menos ellos, que experimentaron los rigores de la ahora tan deshonrada “mano dura”, respetan o respetaron casi hasta la devoción a esos padres y a esos profesores que, por corregirlos, no merecieron los insultos y los golpes que hoy por hoy sí reciben paradójicamente muchos padres y profesores que, obsecuentes, decidieron renunciar a su deber de criar y de educar con afectuosa estrictez.
Para los que se pregunten el porqué de la introducción -con sabor más bien a epílogo-, aquí les espeto la razón: una entrevista publicada por el periódico El Tiempo el 17 de marzo pasado y una columna de opinión publicada por la revista Semana apenas unos días después: el martes 29. La entrevista con un maestro -así lo llamo en vista de que todo apunta a que en verdad lo es- y la columna de opinión de una psicóloga con un nombre de personaje de radionovela que, como el del entrevistado, he resuelto mantener en el anonimato inútil de la era revolucionaria de la Internet.
Mientras que para el maestro la educación de niños y adolescentes enfrenta el desinterés de los padres y el Estado como primeros responsables del proceso de aprendizaje de sus hijos y futuros ciudadanos -“las familias y los gobiernos le transfirieron a la escuela la formación de los jóvenes”-, para la psicóloga tal abandono no existe; es más, se trata del efecto contrario: “Los padres se preocupan y actúan con sus hijos desde el amor, con el propósito de contribuir a su formación, a que estén felices y tranquilos, a que tengan amigos y un buen rendimiento escolar…”. Si para el maestro “no hay duda de que el mayor problema de la escuela, por encima de la violencia interinstitucional, es la familia”, la psicóloga opina que estas luchan para que esos mismos muchachos -¿acaso unos de otra especie, de otro planeta?- “sean personas competentes, autónomas, independientes para enfrentar un mundo cada vez más competitivo…”. En tanto el maestro reconoce en la disciplina bien encauzada un principio innegociable para una buena educación -“lo primero en lo que hay que centrarse es en exigir con afecto”-, la psicóloga aboga por una comprensión sin límites de los padres para con sus hijos, a los que atribuye unas facultades que, de ser la regla y no la excepción, harían por completo innecesaria la exigencia: “Ellos (los hijos) son los expertos de su propia vida, pues son quienes mejor conocen el mundo al que se enfrentan diariamente…”.
Para procurar entender dos concepciones tan disímiles sobre un mismo tema -la educación-, se necesita una ponderación sesuda (que aquí solo se acomete en parte) de las diferencias que subyacen tras las experiencias profesionales de estos dos opinantes. Dos experiencias que también difieren en tamaño: la escuela -un espacio inabarcable- frente al consultorio: concreto y delimitado como un confesionario.
Desde la escuela, este maestro -artífice de una epopeya educativa sin precedentes hasta hoy en Colombia- intenta plantear de qué va la crisis de la educación en países como el nuestro, mientras que la psicóloga, abrigada por la seguridad de su reducto profesional, pontifica sobre una educación de la que excluye a la escuela: no existe en su reflexión ni una sola mención a la labor que el educador está llamado a cumplir en la formación de los niños y los jóvenes. El Estado es para el maestro, junto con la ausencia de la familia, uno de los artífices del precarísimo desempeño escolar que la psicóloga endilga a la intransigencia de padres estrictos -que ojalá fueran mayoría- e incomprensivos. Errar es para el maestro la materia prima del proceso formativo -“a eso va el joven al colegio: a aprender de sus errores”-, en tanto que para la psicóloga los yerros, exclusivos de los padres, son las rémoras que lastran el desarrollo educativo de los muchachos. Y la evaluación, que para el maestro cobra sentido e importancia capitales en su calidad de premio para el esfuerzo y sanción para la abulia, para la psicóloga, que abomina de la exigencia, simplemente no existe porque a los muchachos, “expertos de su propia vida”, está de más evaluarlos.
Lo que separa, dicho todo lo anterior, al maestro de la psicóloga es un abismo inconmensurable que, tristemente y sin embargo, no es siempre -no es casi nunca- la misma distancia que media entre maestros y psicólogos. Todo lo contrario: aquellos, imbuidos del discurso inculpatorio de estos, ex profeso o de forma inconsciente, los secundan en sus propósitos de indulgencia y facilismo a todo trance. Porque el profesor que no cumpla con estas dos “cualidades” -los defectos de ser indulgente y facilista-, se hace también acreedor a esta escueta acusación con que la psicóloga -ella sí miembro de un gremio compacto y “coherente”- carga a quienes cabe parte -solo parte- de la responsabilidad de la debacle educativa: “los problemas de los niños siempre son los papás”. Una acusación temeraria y apresurada que contrasta con la mesura y la sensatez de las siguientes palabras del maestro que, por acertadas, adopto como conclusión de este pergeño de ejercicio reflexivo: “…Claro, y sin importar que la exigencia formativa se torne por momentos algo ácida. Con seguridad, el joven o la joven agradecerá mañana esa sanción que un acto errado ameritó. Nosotros en el Liceo tenemos una especie de pirámide para la sanción: debe ser oportuna, constructiva y afectiva. Que sancionar a un niño también nos duela, así haya que hacerlo. Si no, mañana podemos arrepentirnos. A muchos no les gusta la palabra disciplina, no les parece ‘pedagógica’. Pues busquemos un sinónimo, puede ser orden o marco de convivencia. Pero sobreproteger a los hijos no significa amarlos. Alcahuetearles a los alumnos no es educarlos. […] Ahora, una escuela de calidad no es aquella donde todos pasan el año con buenas calificaciones, sino donde los alumnos se forman de manera integral”.
A propósito del día del maestro, esta reflexión resulta, por decirlo menos, acertada y oportuna. La figura del maestro tan respetada en mi infancia y adolescencia, no muy lejanas por cierto, hoy por hoy se ha convertido en la de un alcahuete más (y digo más porque tristemente se suma a la de los padres, que al menos en su mayor número, no son más que eso), en la de unos sujetos que decidieron, de la noche a la mañana, despojarse de su papel de formadores y cedieron sin chistar al tsunami de la psicología, que como toda catástrofe, lo único que deja a su paso es desolación y daños inconmensurables.
ResponderEliminarPor fortuna, aun es posible encontrar entre las ruinas generadas por el desastre, verdaderos profesores, o mejor, maestros, como quien nos comparte esta valiosa reflexión. Estos son los maestros que siempre han sido imprescindibles, los que forman y educan, los que exigen y disciplinan, los que corrigen, aconsejan y hacen parte de nuestras vidas.
Hoy, 15 de mayo, en su día, sea este un pequeño pero sincero tributo al maestro que hace parte de mi historia. ¡Feliz día!