sábado, 1 de febrero de 2025

Desahogos polifónicos que pensaban ser póstumos, todos breves o muy breves (XI)

871. ¿Que por qué yo, un don nadie en el mundo de las letras y no se diga en el real -caso de que algo semejante siga existiendo en pleno apogeo del virtual-, rebauticé -se me habrán adelantado diez o cien- al Homo sapiens Homo insatisfactus, denominación que a diferencia de aquélla sí nos define y abarca a todos sin excepción? Explícaselo tú, Rosita entrañable:

 

“…La insatisfacción es uno de los rasgos distintivos del bicho que somos. Un poco de insatisfacción enardece y aviva, impele a los humanos a llegar a la Luna; pero su exceso, y por lo general se nos va la pinza, es una patología muy destructiva. Una de las frases más estremecedoras de Oscar Wilde dice así: ‘Para la mayoría de nosotros, la verdadera vida es la que no vivimos’. Seguro que en estas palabras también latía cierta referencia a la terrible sociedad represiva de la época, en la que, por ejemplo, ni gays ni mujeres podían ser quienes de verdad eran, pero sin duda en lo más profundo se refiere a la consabida insatisfacción humana. Y qué horror llegar a perder el sentido de tu realidad hasta ese punto, qué pena desperdiciar la vida, esta vida nuestra tan brillante, breve y única, en obsesionarnos con lo que no tenemos en vez de apreciar y disfrutar lo que poseemos.

Y si Wilde decía en sus tiempos eso, imaginaos ahora. Estamos tan maleducados emocionalmente y crecemos tan ajenos a lo que es cualquier frustración que el hecho de que se haya acabado el sabor del helado que íbamos a comprar puede amargarnos durante un buen rato. A la mitad de los niños los abarrotan de regalos y juguetes antes de que ni siquiera puedan desearlos, y la otra mitad, de economía precaria, viven la carencia como una humillación, como un fracaso público y estridente. Somos unos yonquis del deseo instantáneo. Unos analfabetos en frustración.

Un buen jardinero me dijo un día que, para crecer fuertes y sanos, los árboles tenían que pasar un poco de sed, porque así sus raíces se hundían en la tierra y el tronco se erguía mucho mejor anclado y más poderoso. Vivir es, por definición, perder, no poseer, no completar, no lograr nunca todo. Vamos dejando atrás posibilidades, opciones, sueños no cumplidos, además de nuestra infancia, nuestra adolescencia, nuestra juventud, y así sucesivamente. Gracias a todas esas pérdidas y esas carencias vamos desarrollando otras realidades. Otros presentes que hay que saber habitar. Olvidaos de aprender inglés en el nuevo año: me parece más provechoso aprender a soportar la frustración para así poder crecer mejor, más fuertes y con más raíces. Eso es lo que yo quisiera” y yo necesito desesperadamente “conseguir en los próximos 12 meses: vivir sin que los deseos desaforados me enloquezcan, no inventar mi futuro, sobrellevar las pequeñas y cotidianas pérdidas como el roble sobrelleva la sed e instalarme con consciencia plena en el presente. Ojalá.”

 

Pero vente para acá, acércate un poco, que nadie más oiga esto que quiero contarte, que necesito confesarle a alguien de mi entera confianza y afecto. Me crees si te digo que, a mis cincuenta años, sobrellevo muy bien el anonimato literario y algún que otro “fracaso” laboral; esta salud algo precaria y agravada por un fatalismo congénito; las vilezas del perro mundo y las mezquindades de sus dirigentes mas no, mujer, el debilitamiento más que palpable de mi antigua suerte venérea. Y lo peor del caso -a los ojos de los torquemadas de la fidelidad a ultranza- es que tengo a quién querer y bastante que se lo merece… Pero qué le vamos a hacer si así somos: codiciosos de lo que a otros los trae sin cuidado y conformistas con respecto a lo que para muchos constituye una obsesión y un delirio. ¿La fama y las fortunas obscenas de la cacoplutocracia gringa hoy en el poder o las universitarias que se lleva a la cama el más dichoso y promiscuo de los veinteañeros? A que no adivinas.

 

872. Si se adelantara el experimento de pedirles a cien personas de las que viven por completo al margen de la literatura y de la farándula literaria que escojan, ayudadas por la intuición, cuáles de los siguientes nombres corresponden a victimarios y cuáles a víctimas en un entramado de violaciones y abusos sexuales y hasta pueda que un asesinato, seguro estoy de que un altísimo porcentaje señalaría sin vacilar a los dos hombres del grupo en calidad de perpetradores y a las tres mujeres en el de agredidas: Andrea Skinner, Gerald Fremlin, Jim Munro, Lynn Harper y Alice Munro. Dos cosas ambiciono yo en relación con la igualdad que debe reinar entre unos y otras: que los progresos más que notables que las mujeres han materializado en las latitudes privilegiadas que son las democracias no se estanquen hasta que ojalá llegue el día en que sean universales -primero sobreviene la parusía-, y que, por respeto a los claroscuros de la naturaleza y el corazón humanos, a ellas se las condene o exonere social e históricamente tras examinar y sopesar los hechos, las pruebas y las circunstancias que pesen en su contra o que jueguen a su favor y no como lo hicieron los desaprensivos y romanticones del experimento.

 

873. Si esta sospecha eclosionara de repente para luego arraigar en la conciencia de cada pobre diablo de la codicia cuya aspiración o fantasía más elevada es igualar y rebasar los cuatrocientos mil millones de dólares que constituyen la fortuna obscena de un corazón ruin llamado Elon Musk, tal vez habría lugar para un resquicio de esperanza con el que combatir o al menos paliar la solastalgia:

 

“Ese olivo no es más que una porción vertical de tierra convertida en madera, en madera que al crecer se transforma en hojas, y las hojas, al estirarse, en aire, y el aire, al espesarse, en mí, en mí, que cruzo enloquecido las gasas formadas por la niebla a primera hora de la mañana del taciturno invierno. Al exhalar el aire que respiro, me trueco en viento, y ese viento se metamorfosea en el agua del estanque que a veces se concentra y da lugar a los peces de colores. La tierra, la madera, las hojas, el aire, el cuerpo, el agua y los peces son la misma cosa bajo distintas apariencias. Todo es uno, como predican los místicos. Tanta complejidad para llegar a esto. Significa que al escupir el hueso de la oliva escupo algo de mí: puro canibalismo inverso. El sillón de orejas en el que me hundo por las tardes se devora a sí mismo al devorarme. En cuanto a escribir, escribir es diluirse como leer es leerse.

Entonces, cuando de buena mañana atravieso el olivar del parque, me atravieso a mí mismo. Y cuando pienso en ti no hago otra cosa que pensar en mí. Yo soy todos los muertos de la historia. Yo soy su resultado, su excipiente quizá, además de su principio activo. […]

‘Solo una vez supe para qué era la vida’, dice el primer verso de un poema de Anne Sexton. Lo escribió para mí, que esta mañana, en el parque, he sabido para qué era la vida y luego lo he olvidado como el que olvida un paraguas. Por eso mismo, porque lo he olvidado, vuelvo a los ansiolíticos, que me ponen a cubierto de la lluvia mental y de los nervios de no saber para qué sirve la vida. Aunque a veces, al ver cómo la tierra se transforma en madera y la madera en hojas y las hojas en aire y el aire en agua, etcétera, a veces, decíamos, me parece intuirlo. Lo intuyo y vuelvo más tranquilo a casa y me tomo un café como el que se bebe su sangre. Hoy es viernes, pero el viernes soy yo.”

 

La factibilidad de que algo así ocurra -prevengo a los esperanzados recalcitrantes y por tanto cultores del pensamiento desiderativo- es harto menos probable que la de que sobrevenga la parusía o que, en virtud de su belleza, este para mí poema de un grande entre los más grandes convierta en dependientes de la poesía y la literatura a los diez millardos de Homo insatisfactus que arrimamos el hombro para que el copresidente de los Estados Unidos de América, así como los que aspiran a destronarlo, ensanchen sin tregua la impudicia de sus fortunas.

 

874. Y a propósito de poetas y poesía y literatura de 24 quilates, confieso que me cago mentalmente de la risa cada que oigo a los forofos de la inteligencia artificial anticipando que muy poco falta para que aquello deje en pañales a Cervantes -no lo han leído-, a Beethoven -no lo han oído- y a cualquier inmortal del arte que en el mundo es o ha sido, y todo porque aquel engendro mirífico -lo es en muchos sentidos mas no en el que nos ocupa- ya rebasa las destrezas escritoras de la mayoría de universitarios y de sus profesores, lo cual supone poner el listón a ras del suelo. ¿Pero soñar con que aquello se ice hasta el parnaso para decir “Si no hubiera calendarios nadie cumpliría años. Si no hubiera espejos solo se envejecería en el rostro destruido de los demás. El tiempo sería una fuerza invisible que te iba empujando por la espalda hacia el futuro y en lugar de años cumpliríamos amaneceres y puestas de sol. El oficio de vivir se desarrollaría en consonancia con el ciclo de las frutas de temporada; tiempo de mandarinas, tiempo de cerezas, tiempo de fresas, de melocotones, de uvas, de manzanas. La vida consistiría en atravesar la naturaleza con sus ríos, mares y montañas, con sus lluvias y vientos, nieves, tormentas, cielos azules, brisas placenteras, catástrofes, cataclismos y soles radiantes. Y al final el cuerpo caería del árbol como una fruta madura sobre un lecho de hojas amarillas. Ser joven consiste en hacerse preguntas; ser viejo consiste en creer que se tienen ya todas las respuestas. La edad no cuenta. Durante esa travesía, el joven se pregunta por qué está vivo, qué sentido tiene levantarse de la cama cada mañana, qué hay más allá de los sueños. El viejo sabe de qué se trata. Fuera de la cama está la historia con los triunfos, las derrotas, los honores y todas las infamias humanas. El futuro es todo lo que sucede mientras lo soñabas. El mundo no es más que esa bola de estiércol que arrastra el escarabajo guiándose por la Vía Láctea…”? ¡Perdónenme pero discúlpenme, criaturas tan hiperconectadas cuanto ignaras en achaques de belleza!: apuéstenle, el alma si quieren, a lo más inverosímil que hoy nos pueda parecer en relación con las posibilidades de la IA aplicadas a la medicina, la mecatrónica y tantas otras ciencias y quehaceres, que por ahí sí va la cosa.

 

875. “El milagro al que asistí hace años: un colibrí de color verde esmeralda, rojo y azul, se había detenido aleteando en el aire y con el pico cazaba una gota brillante, como de plata, que caía desde una rama del roble cargada de nieve”: ¿una imagen?, ¿una foto que, de haberlo sido, sería la foto más hermosa y mejor lograda en la historia de la fotografía?, ¿las puede ver un ciego sin remedio, es decir uno que no sabe cómo son la luz ni las tinieblas y por tanto vive en la nada sin color que es la ceguera? Toda una paradoja que lo que no consigue la ciencia lo logre el arte: ponerme ante maravillas eminentemente visuales que se mantendrán veladas incluso para muchos que nacieron con los ojos abiertos.

 

876. Con cuál Daniel Innerarity Grau me quedo: ¿con el que en ‘La democracia y la verdad’ complejiza en tal grado eso, el problema de la verdad y la objetividad en política, que al lector que soy le queda la sensación -que en mí ya era certeza- de que es más fácil un acuerdo entre sectarios de las religiones predominantes que entre los distintos estamentos de una sociedad razonablemente abierta y pluralista, o con el demasiado taxativo que en ‘La democracia de la migración’ se olvida de los diversos puntos de vista e intereses desde los que un fenómeno como el de los desarraigados, complejo entre los más complejos, se debe examinar? Un buen ejercicio para dentro del aula podría consistir en que los estudiantes de una clase universitaria de ciencias políticas le aplicaran al segundo la teoría, tesis y asertos del primero, a ver qué resulta.

 

877. Propongo una idea para que a la educación se la transforme de verdad y se la convierta en la promesa incumplida de equidad y bienestar con que los políticos nos engatusan, acá en Colombia y en tantas partes, cada que irrumpe una nueva campaña a la presidencia. Que los profesores de todas las asignaturas, en principio del sector público -el ejemplo entra por casa-, se enteren de la proeza universitaria y profesional de Mohamed Solaimane en la Gaza bombardeada y hambrunizada por Herodes Netanyahu el Crudelísimo y sus congenocidas, entonen un mea culpa por su colectiva ignorancia y desprecio por el esfuerzo y la excelencia académicos y, de cara al país, se comprometan a cultivarlos en lo sucesivo y a fomentarlos entre sus estudiantes, trátese de párvulos o de doctorandos en esto o lo otro.

 

878. ¿Que el populista y demagogo por quien votaste en 2022 no ha hecho nada en absoluto desde la presidencia, Anita querida? ¿En serio lo crees así?:

 

“Hay un artículo de Gustavo Petro que se llama Crear riqueza, que fue publicado en 2021 y que repite cosas que ya proponía en 2018. Pero, si ya sabe lo que hay que hacer, ¿por qué no lo hace? ¿Por qué sus prioridades a la hora de gobernar no son las que con tanta claridad planteaba en sus propuestas? ¿Por qué en vez de unir divide, en vez de combatir la corrupción la alienta y la apadrina, por qué ha terminado pareciéndose tanto a su adversario Álvaro Uribe, todo el tiempo con el mensaje de la crispación en los labios, y con la monserga consabida de que hay una siniestra conspiración contra él siempre en marcha?

Esa costumbre de llamar por la mañana a la unidad y por la tarde a la confrontación, esa manía de ser el presidente de toda la nación, pero alzar en el momento menos pensado la bandera del M19, ese discurso de estadista en ciertas tribunas y de insurgente en otras, no solo no lo dejan vivir en paz, sino que no le permitirán nunca unir al país en las inmensas tareas solidarias que la historia requiere. Se despierta siendo presidente, pero al rato le parece que era más poético ser guerrillero; su alma de insurgente no cabe en la ropa cuando recuerda que es el comandante general de las Fuerzas Armadas, y que tiene que imponer la paz a unas guerrillas que luchan contra el Estado y a unas bandas que luchan contra la ley; no sabe si bombardearlas o abrazarse con ellas; sabe que él es el que manda y asume un tono bonapartista de emperador, pero de repente comprende que detesta vivir en un palacio.

Y mientras el país se acomoda mal a vivir al ritmo de las oscilaciones del príncipe que nunca está de acuerdo consigo mismo, que transa con los politiqueros, que se acomoda a las burocracias, que acepta que se corran las líneas éticas porque los adversarios lo hacen, que apadrina corruptos, y que no soporta que no lo soporten, las grandes tareas del Estado van quedando para después, el día a día no permite emprender el gran cambio, el poder que le dieron le parece cada día más insuficiente, dos años y medio solo le han revelado que tal vez ocho serían apenas justos, y las amarras de la política tradicional no le permiten dar el salto hacia sus supuestas convicciones.

Un gobernante decidido a cambiar no puede seguir acomodándose a las corruptelas del poder parlamentario, a los vicios del sistema electoral clientelista, a la idea de que para hacerse elegir lo que se necesita es plata. […]

La teoría estaba clara, pero el viejo ritual del burocratismo, del manzanillismo, del parlamentarismo por debajo de la mesa, se les fue devorando las buenas intenciones. Y la dura realidad hizo el resto.”

 

Ahí tienes, si bien demasiado edulcorada y maquillada no en escasa medida por la pluma de uno a quien sus devaneos con la otra extrema hicieron caer en desgracia con sus ex camaradas, la síntesis de la kakistocracia que con tu voto ayudaste a entronizar en el poder. Ya tendremos ocasión de volver a reunirnos para seguirle dando vueltas a un asunto inconducente como pocos pero que, en nuestro caso y al igual que la religión, lejos está de malquistarnos ni mucho menos distanciarnos. Y salúdame por favor a Bruno y a Lupita. Claro: por supuesto que también a Martín, Edwin y doña Carmen.

 

879. Supongo que todos los que, como Alec Garrard, le dedicamos “endless hours of work” a una obra que en principio nadie nos pidió o que, como en el caso de la de un servidor, nadie en absoluto sabe que se está forjando, experimentamos la misma fluctuación incompasiva del péndulo emocional que muy bien describe aquel desquiciado:

 

“…Que había que estudiar la Misná, continuó, y todas las demás fuentes disponibles y la arquitectura romana y las particularidades de las construcciones erigidas por Herodes de Masada y Borodium, porque sólo así se llega a las ideas correctas. Al final, todo nuestro trabajo no reside más que en ideas, ideas que se modifican de continuo con el paso del tiempo, por lo que es habitual que induzcan a echar de nuevo abajo lo que ya se tenía por concluido y volver a comenzar de nuevo. Probablemente no me hubiera aventurado a construir el templo si hubiera sabido las exigencias que me plantea un trabajo cada vez más desbordante y más minucioso. En definitiva, si lo que se quiere es causar la impresión de realismo en su conjunto, se deberá fabricar a mano y pintar expresamente cada uno de los casetones, de un centímetro cuadrado, de los techos de las columnatas, cada una de los cientos de columnas y cada uno de los miles de sillares. Ahora, cuando comienza a oscurecer lentamente en los márgenes de mi campo visual, a veces me pregunto si alguna vez acabaré la construcción y si todo lo que he creado hasta ahora no es más que una miserable chapuza. Pero en cambio, otros días, cuando la luz de la tarde penetra de soslayo por la ventana y dejo que la vista total produzca su efecto en mí, entonces, por momentos, veo el templo con sus pórticos y con las habitaciones de los sacerdotes, la guarnición romana, los baños, el mercado de avituallamiento, los lugares de sacrificio, las galerías y casas de cambio, las grandes puertas y escaleras, los antepatios y las provincias exterbnas y las montañas al fondo, y lo veo todo así, como si ya estuviera terminado y como si estuviese en la antesala del paraíso.”

 

Porque hay que estar muy desquiciado de ingenio y de sinrazón para obstinarse, como aquel hombre de ‘Ghost Dog: The Way of the Samurai’, en la construcción de un barco enorme con el que jamás podrá hacerse a la mar dado que lo fabrica en la terraza de un rascacielos. ¿Cuál es el propósito ulterior de -me interpelo- ‘Speculum mundi y otros relatos’, La astilla en la carne, ‘Desahógos polifónicos’, ‘Artículos publicados en el blog’ y ‘Mi desmemoria hecha preguntas’, títulos que, por otra parte, no es que transmitan mucho? Ninguno ulterior y -me respondo- nada más que uno atemporal en tanto el que los firma exista: exactamente el mismo que alienta al personaje anónimo de Jim Jarmusch.

 

880. A mi Charlotte Ives no la constituye, como sí a la del vizconde, una única esencia y un único cuerpo y una única identidad sino seis esencias y seis cuerpos y seis identidades que, juntos, compendian lo más memorable de mi historial amoroso: S. Y. B. L., O. L. G. S., A. A. C., L. M. V., A. M. C., y P. A. P. L. Benditas todas.

 

881. ¿Quiere usted saber cuánto ha cambiado el mundo que teníamos por civilizado entre 2011, cuando Knausgard escribió esto, y principios de 2025, cuando estamos a días de que Trump el delincuente convicto y su panda plutócrata de rufianes de la extrema derecha retornen a la Casa Blanca? Oigan al noruego y saquen conclusiones:

 

“…Lo fascinante de este párrafo de Mi lucha es que Hitler dice las cosas como son, que la propaganda es una manipulación que muchas veces presenta burdas mentiras con tanta insistencia que se convierten en verdades. Se podría pensar que un político que escribe eso subvertiría toda su credibilidad y quedaría políticamente muerto, pero Hitler se atreve a hacerlo por dos razones: en parte porque la propaganda es un medio relacionado con una meta, y esa meta es tan importante y tan justa, un bien tan verdadero, que todos los medios están permitidos para conseguirla, incluso la mentira -el pragmatismo está ahí para el idealismo, es su servidor, no al revés-, y en parte porque está tan seguro de que la propaganda funciona y es tan poderosa en sí misma que una explicación o admisión de ese tipo no lo mueve un ápice; es justo eso de lo que él escribe, que todo lo que complica, objetiva o matiza jamás puede llegar a las masas ni influir sobre ellas, y eso también rige para lo que él mismo escribe aquí.

En nuestra época esta dialéctica no nos resulta desconocida, pues todos sabemos que la publicidad, que abunda por todas partes en tal cantidad que casi nos desborda, es manipuladora y engañosa, sabemos que la imagen del mundo que ofrece es mentira, lo que no obstante no impide que nos influya y de hecho nos haga hacer lo que nos pide […]. La diferencia entre nuestra sociedad y la de Hitler está en que nosotros hemos relegado todas esas fuerzas y todo lo que asociamos con ellas a un lugar no peligroso de la sociedad, el que menos nos obliga a ver la realidad, el mundo de la ficción y la imagen, es decir, la cultura del entretenimiento, y no permitimos que se cuelen en las partes que nos obligan a ver la realidad, como la política, el sistema de educación, la burocracia o la esfera privada, excepto aquello que no es real. El que tengamos un apartado para lo real y otro para lo no real, al que pertenece la publicidad y el poder de la publicidad, tal vez sea lo que nos salva de algunas de esas fuerzas que hace tres generaciones se dispararon sobre Europa. Pero no para siempre, porque hay en esto un elemento de algo no reconocido, el sistema siempre contiene algo que no se puede decir, aunque sea verdad, y se podía imaginar que algún día el poder de lo verdadero llegaría a derribar el juego de la mentira. En una sociedad sin necesidades físicas, donde la violencia propia está regulada, resulta difícil imaginarse que esto sucediera; jamás una sociedad se ha encontrado más lejos de la revolución que la nuestra, jamás una masa ha estado más adormilada en trivialidades que la nuestra, pero también nuestro mundo tiene un reverso, el llamado Tercer Mundo, donde la violencia estructural es tan despiadada y destructiva como lo fue en su tiempo en Europa, y si se levantara contra nosotros no es seguro que lo bueno y lo malo, lo moral y lo inmoral, lo verdadero y lo falso se mantuvieran tan claramente diferenciados como lo están hoy.”

 

Las mías se resumen en una, en la que vengo y seguiré insistiendo hasta que me quede sin voz y sin blog: el ciudadano medio europeo, estadounidense, primermundista, tercermundista, del norte y del sur global constituye una rémora para cualquier progreso y afianzamiento del sentido común a los que aspiren las democracias. Son su desinformación de iletrado no en pocas ocasiones con grados universitarios, su desdén por la responsabilidad que comporta el mantenerse enterado de primera mano, su adicción al facilismo de la sociedad del espectáculo y su nulo o en todo caso distorsionado conocimiento del pasado lo que lo lleva a votar temerariamente y con ello a poner en riesgo el presente y el futuro de sus países.

 

Adenda: yo que Karl Ove ya estaría escribiendo uno de sus sesudos análisis de la cosa política en relación con los extremismos que vuelven a enseñar su faz amenazante donde él y muchos más habrían podido asegurar que no la volverían a ver. No sabe uno si envidiar o deplorar su fe en la supuesta capacidad de aprendizaje a largo plazo de parte de la especie.

 

882. Propongo, en consideración al éxito estruendoso que los partidarios de la ley del mínimo esfuerzo personal y ajeno y la lenidad académica pueden exhibir en tantos países del globo y desde hace tanto, que en aras de la precisión léxica se le pidan prestados a la arquitectura el adjetivo brutalista y el sustantivo brutalismo para que definamos, de una vez por todas, un fenómeno escolar y social que, en el mejor de los casos -las ciencias-, cercena todo interés por lo que no sea “lo mío” y, en el peor -humanidades y afines-, todo interés por lo que no sean las veleidades más ridículas de la wokeizquierda hiperpacata, que monopoliza las cátedras y legisla en los campus. ¿Que la IA está a esto de reemplazar la inteligencia natural a punta de algoritmos? Con medio levantar el pie para sortear el listón le basta.

 

883. “¡Qué bien argumentamos sobre los hechos erróneos!”, reflexiona usted, Tristram amigo, Shandy hermano, y yo, que no tengo cómo explicarle qué es un ‘large language model’ ni para qué sirve la dichosa IA por no entenderlo a cabalidad le advierto, en cambio, que en cuestión de unos pocos años estos inventos todavía en pañales dizque ya superaron las capacidades escritoras y argumentativas del humano medio quien, a decir verdad, ninguna tenía. ¿Que está cerca el día en que el engendro formidable torne a su demiurgo y a los demás inmortales del oficio, de Homero a García Márquez, insignificantes y anodinos frente a la literatura que va a brotar de sus redes neuronales artificiales? Lo afirman quienes, por otra parte, se morirán sin haber siquiera oído el nombre Laurence Sterne o superado, por culpa de lo que podríamos llamar discapacidad fictiva congénita, las diez primeras páginas de la Ilíada, la Odisea, Cien años de soledad o Crónica de una muerte anunciada.

 

884. ¿Qué se le agrega a la completitud?: “¿Qué es la vida humana? ¿No es acaso un continuo vaivén de un lado a otro?-¿De un pesar a otro?-¿No consiste acaso en ir clausurando dolores-para inaugurar otros al siguiente instante?”: quien lo probó lo sabe y quien todavía no, ya tendrá ocasión. Claro, si Su Majestad la parca no acude antes en su auxilio.

 

885. De las diez preguntas que formula el miope político William Ospina en ‘¿El mundo para los americanos?’, donde, según costumbre, ensalza y execra a partes iguales a los Estados Unidos y a los estadounidenses, ensalza sin ambages a la China y a los chinos, desfigura sin pudor las causas y las responsabilidades primigenias de la invasión de Rusia a Ucrania y de la guerra entre Israel y Hamás que dio comienzo el 7 de octubre de 2023, e infantiliza, victimizándolos, al resto de América y al dichoso sur global cuando los exonera de toda culpa frente a su perra suerte, tres -la sexta, la octava y la novena- me hacen gritar un ojalá sin paliativos, una -la décima- me descoloca por lo ambigua que resulta -o por lo contradictoria, si se la compara con ciertas proposiciones de la soflama-, mientras que las demás…: “¿Se apoderará Trump de Groenlandia? ¿Volverá a gritar como Teodoro Roosevelt ‘I took Panama’? ¿Convertirá a Canadá en el estado 51 de la Unión? ¿Hará la paz en Ucrania celebrando una sospechosa y secreta alianza con Vladimir Putin? ¿Sostendrá el holocausto de Gaza? ¿Detendrá el ascenso imparable de Xi Yinping? ¿Empezará una guerra inédita contra los carteles de la droga ahora redefinidos como terroristas? ¿Derrotará por fin la cada vez más agónica revolución cubana? ¿Acabará con Maduro y con Ortega? ¿Impondrá sobre el país que fundó la simbólica democracia de Occidente el poder de esa oligarquía tecnológica que anuncia Biden en su melancólica despedida?”

 

Adenda(sss): que sepan desde ya los groenlandeses, los panameños, los canadienses y no se diga los ucranios que cuentan con este servidor para lo que se requiera, desde una modesta pero sentida contribución en metálico para la causa hasta pelear hombro a hombro con ellos a fin de ayudarlos a defender su soberanía. A los diez o veinte gringos que acaso lean traducidos al inglés los títulos del colombiano de marras, una recomendación: tengan por auténtico el garrote con que el man se divierte aporreándolos y por apócrifa o aun podrida la zanahoria que les lanza mientras les atiza. ¿”Simbólica” la democracia de Occidente? Desde luego que sí, si con las que se la compara es con la china, la norcoreana, la iraní, la saudí, la rusa, la bielorrusa, la cubana, la venezolana y la nicaragüense, ellas sí de facto y del agrado del poeta. Cuya lista de interrogantes me permito ensanchar con un par, que mucho me inquietan: ¿asistirá el mundo en algún momento de los próximos cuatro años a la declaración de la Tercera Guerra Mundial? ¿Devolverá el granuja pacíficamente el poder al cabo de ese tiempo, caso de que los electores decidieran no refrendarle el mandato?

 

886. ¿Que “al paso que va el supuesto régimen del cambio, está muy cerca de que la historia lo reconozca como ‘gobierno de delincuentes’”, despabila usted un poco tarde, doctor Ramiro Bejarano? ¡Pero si por tratarse de una panda de criminales en principio políticos, y con un cabecilla con prontuario, es por lo que miles votamos en blanco en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2022! ¿O acaso pensaba usted, como muchos de mis imberbes estudiantes de los dos sexos, que el chusmero iba a devenir, como por ensalmo, en garantista y paladín de la democracia? ¿Que, merced a su voto por él y al de su hija, sus malas artes no se iban a usar en contra de ustedes dos ni en contra de otros que ejercen asimismo la crítica con valentía y objetividad? Ya verá cómo, si las adicciones no lo matan antes -ojalá- o los votantes vuelven a incurrir en el dislate -ojalá no- o los rusos le ayudan a perpetrar un fraude -ojalá no-, las truculencias de su votado y de los que le hacen los mandados van a hacer palidecer, y semejar un juego de niños, las escaramuzas persecutorias del uribismo.

 

887. Medioevo Científico y Tecnológico:

 

“…De manera que el asunto viene de lejos, y haríamos bien en recordar que nuestro momento oscuro no sucedió de la noche a la mañana. Se ha estado produciendo lentamente, incubándose como una enfermedad, con nuestra complicidad o indiferencia. Si yo tuviera que señalar un rasgo de nuestro tiempo, uno entre todos, que ha producido más que los otros la situación difícil en que nos encontramos, intentaría descubrir el momento en que los ciudadanos perdimos la confianza: la confianza en nuestros gobiernos, en nuestras autoridades, en nuestros medios de comunicación, en lo que llamamos con ligereza las elites, en nosotros mismos. No hay nada más catastrófico para una sociedad abierta que el rompimiento de la confianza entre sus integrantes, y allí estamos nosotros ahora. Lo vemos por todas partes: en los pequeños narcisismos tribales que nos separan y nos polarizan, en la ligereza con la que juzgamos al otro, en la triste credulidad con que le abrimos los brazos a cualquier explicación sobre nuestros males que involucre a un chivo expiatorio, pero, en cambio, vemos en los hechos comprobados -la ciencia, por ejemplo- una conspiración de illuminati que se reúnen en las sombras con el único objetivo de robarnos nuestra libertad.

[…] La victoria de lo que hemos dado en llamar posverdad es inconcebible sin la campaña de desprestigio de los medios que han llevado a cabo los nuevos populismos; durante la pandemia no nos ayudó la circunstancia brutal de que los ciudadanos no confiaban en sus gobiernos, que mentían e improvisaban y exageraban, y de que los gobiernos no confiaban en los ciudadanos, que desobedecían, hacían trampas pueriles y se entregaban a las teorías de la conspiración más imbéciles. Son muchos los ejemplos de este deterioro de la confianza; pero es que son muchos años ya que los diversos agentes del desorden han invertido en minarla, porque saben que una ciudadanía desorientada es más fácil de manipular. Nos han convencido de que la libertad es poner una bomba en el zócalo de las instituciones y las autoridades de nuestra vida pública, y les hemos creído…” (Juan Gabriel Vásquez).

 

Salta pues a la vista que vivimos tiempos de gran confusión y caos -los contradictores vocacionales dirán que todos lo han sido-, empeorados por el hecho de que en cada persona conectada desde sus dispositivos a la red hay un potencial propalador de infundios y desinformación, y de ahí el creciente bullicio y la imparable pugnacidad que nadie sabe cómo gestionar. Ese desconocimiento sin solución a la vista, así como -entre muchas otras- las realidades descritas en la cita, son lo que me lleva a afirmar aquí que discurrimos por una segunda Edad Media -con el perdón del prístino Medioevo, tan en paz (por comparación) al menos con el planeta- si bien científica y tecnológica, que anda por sus albores. Al rigor de los historiadores corresponde determinar sus orígenes y estudiar a fondo, transcurrido el tiempo que haya menester, sus implicaciones y pormenores. Que ya aterran.

 

888. Brillanteces que uno no concluye por uno no llamarse Manuel Vicent: “Por fortuna los chinos no tienen Dios. Solo nos faltaba otro Dios monoteísta adorado por 1.400 millones de fanáticos en Oriente, en lucha abierta contra los tres dioses coléricos de Occidente, los de los cristianos, musulmanes y judíos”. Cuando ya usted -mi maestro- y yo -su discípulo- hayamos dejado de hollar aqueste valle de lágrimas, la humanidad se enterará de primera mano de si la ausencia de fanatismo religioso de la que se perfila para convertirse en la nueva superpotencia se traduce en ausencia de fanatismo de cualquier índole o de si, por el contrario y como mucho me temo, a falta de un Jesús, un Alá o un Yahweh, los ojirrasgados de marras aplastarán a sus súbditos globales y aun espaciales bajo el peso de su mefistofélico partido único.

 

Adenda: pienso a instancias del gran Manolo en lo que habría sido ese sector del mundo y el mundo si, amén de los chinos, también los indios y los japoneses hubieran padecido los rigores del monoteísmo. Ahora: ¿se imaginan ustedes a un Kim Jong-Un con la furia sectaria de un cruzado, un yihadista o un colono sionista, y con armas nucleares a su disposición? Después de todo, el perro mundo podría estar mucho peor de lo que está hoy con Xi, con Netanyahu, con Trump y con Putin, para sólo hablar de los peores hijueputin actuales del oficio.

 

889. ¿Qué se le agrega a la completitud?:

 

“Hay sabios que todo lo que saben es porque lo han leído; hay sabios que todo lo que saben es porque lo han vivido. Ignoro qué da más profundidad a la vida, si leer a Shakespeare u oler una hogaza de pan candeal recién salida del horno. Puede que ese perfume del pan posea más hondura que el monólogo de Hamlet, puesto que permanece arraigado en el cerebro hasta la muerte, mientras las dudas de aquel príncipe de Dinamarca se las lleva el viento. Creo que el triángulo que el panadero traza sobre la corteza crujiente de una hogaza de pan de pueblo tiene más verdad que el equilátero que contenía el ojo vigilante de Jehová. Si algún joven aspirante a escritor me pidiera un consejo le diría: ‘Lee a Horacio, lee a Shakespeare, lee a todos los grandes, pero después abre la ventana, asómate a la calle y disponte a oír el grito del chatarrero’. Al llegar a cualquier ciudad desconocida visita antes el mercado que la catedral, antes los bares que los museos, y en lugar de ir al teatro prueba a sentarte en una terraza soleada para ver pasar el río de la gente. Cada persona lleva un mapa en la cara que te remite a regiones ignotas del alma humana. […] Busca la compañía de los científicos y de los sabios que lo saben todo por experiencia, pero no de los intelectuales cabreados que cambian de garita para disparar sin saber que lo hacen sobre su propio cabreo. ¿Dónde están los sabios de antaño? Aquellos labriegos herméticos, aquellos marineros cocidos por el sol de la mar, hay que ir a buscarlos en las tabernas del puerto o en las solanas de los pueblos abandonados. Allí se ven algunos viejos con el bastón entre las piernas luciendo una camiseta de la Harvard University. Se la ha mandado su nieto que está haciendo un máster en Estados Unidos. Tal vez de su boca salga alguna sentencia parecida a las de Epicteto o de Marco Aurelio.”

 

Lo suscribirían sin dilaciones, de seguir vivos -lo están en mi mente y en mi corazón-: José Higinio Jiménez Fajardo, Luis Enrique Suárez Quevedo y Teresita Rozo, tres maestros inolvidables de los que a sí mismos se forjan leyendo y viviendo, mas no el sinnúmero de medianías empingorotadas y anónimas que tuve alguna vez por docentes. Y apuesto a que tampoco los cuatro o cinco mejores catedráticos que me tocaron en suerte, pues el cuello ortopédico de su academicismo les dificulta muy mucho mirar hacia abajo.

 

Adenda: ¿le puedo hacer una pregunta, gran Vicent? Gracias: ¿me equivoco si afirmo que entre los cabreados a que alude está Savater? No sé si también Trapiello, pero sí Savater… ¿o no?

 

890. A riesgo de que hoy o mañana alguien, o muchos, tonto de solemnidad o cerebros de valía me tomen por un necio y por un reduccionista que simplifica un asunto de tantísima gravedad y trascendencia como el de nuestra responsabilidad frente a la debacle ambiental y climática por proponer que para contrarrestar el consumismo desaforado que nos tiene en donde estamos procede, en primerísimo lugar, no tener hijos (es decir, futuros desempleados o trabajadores en condiciones precarias y enfermos sin tratamiento ni medicinas y víctimas de catástrofes naturales o directamente provocadas por el hombre y padres de familia que sufren por el presente y futuro de sus hijos y por descontado que también consumidores que enriquecen a los multimillonarios a expensas del planeta), lo afronto y voy más lejos inclusive: si ya es miopía no darse cuenta de que el daño que le hemos ocasionado a la naturaleza es irreversible, pensar que la humanidad va a despabilar de repente para meter en cintura al cartel de la codicia que nos gobierna y manipula y trata peor que a esclavos es ceguera intelectiva. Y de ahí que mi mejor contribución a la causa ecologista y ambiental sea, a más de esforzarme por no comprar cosas que definitivamente no necesito y por no viajar a lugares que puedo conocer literariamente, diseminar entre mis conocidos y estudiantes la convicción de que una vida sin descendencia es no sólo menos onerosa y preocupada y ajetreada, sino más rebelde y contestataria e insumisa en relación con una mentira con la que los poderosos de la política y de la economía nos tienen hipnotizados: la de la necesidad del crecimiento a todo trance. Por lo pronto aquí sigo, dispuesto a pagarle la vasectomía o la ligadura a cualquier estudiante que se anime; y para los que estén indecisos, un par de lecturas muy breves y elocuentes del erial en que el Homo insatisfactus ha ido convirtiendo el mundo, un mundo en el que no vale la pena criar prole: ‘El oro en la basura’ de Antonio Muñoz Molina y ‘Somos las cucarachas de Silicon Valley’ de Eliane Brum.

 

891. La cacocracia de los multimillócratas o la multimillocracia de los cacócratas: cuando la faz más tenebrosa de los alcances humanos se quita la máscara para volver a ir por ahí, impúdica y desafiante, de los labios o la pluma de los dotados para nombrar brotan las palabras que bautizan la “nueva” realidad. De esta en particular nada bueno se puede esperar, salvo que usted sea un malvado de mente y de corazón si bien insignificante, o un imbécil anónimo del tamaño descomunal de los que, con su voto o su abstención, delegaron en una camarilla de cacos multimillonarios estadounidenses la misión de darle jaque mate al sistema político de que ese país fue abanderado hasta 2016.

 

892. Nos salió no sólo listo el divulgador científico, sino además irónico: “Debo de ser una de las pocas personas del mundo que no está decepcionada por la deriva trumpista de Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y el resto de los acaparateguis de Silicon Valley. Como nunca creí en su nobleza visionaria ni en su compromiso social, me resulta imposible escandalizarme por sus grotescas actitudes actuales. Cuando uno lleva en el pantalón la tercera parte del PIB español, que es la fortuna personal de Musk, es lógico que crea que la moralidad es una enfermedad psiquiátrica. La verdad es que ahora mismo me preocupa mucho más Robert Kennedy…”. ¡Pero si mientes como un bellaco!: qué te van a importar las muertes que pueda ocasionar el tarado antivacunas aquel cuando te das el lujo de desdeñar los miles que genera el cartel plutócrata con su codicia. O cuentachistes u opinante serio y riguroso mas no las dos cosas, y muchísimo menos en una cuestión que no las resiste.

 

Adenda: ahora no es que se vaya a tomar a pecho, hermano, esta regañina que de cara al lector -yo- me sentí obligado a pegarle, como el pellizco disimulado que la mamá le pegaba a uno cuando se portaba mal en casa ajena. Usted sabe bien cuánto lo admiro y aprecio, pero en esto me temo que se le iba yendo la mano.

 

893. ¿Se puede ser a un tiempo el hazmerreír y el hazmetemblar de un sitio, pongamos la Tierra? Sí que se puede, y la prueba se empezó a forjar por allá en 2016 pero amenaza con materializarse durante el cuatrienio que dio comienzo el 20 de enero de 2025. Mejor dicho y para que comprendan el fenómeno más que atípico de que la hilaridad que ocasiona lo ridículo delirante logre mezclarse con el repelús que provoca lo espantoso distópico, sírvanse de la literatura y lean del gran Manuel Rivas un cuento titulado ‘Conga, conga’.

 

Adenda: le vendería ya mismo el alma al diablo por que al par de malpariditos malos del relato -un tal Trump y un tal Musk- se les apareciera, de improviso, un Pico dispuesto a impartir justicia poética, y ojalá con la terneza que emplea en sus mazmorras el bicho del Kremlin. A quien por otra parte tanto admira la cacocracia plutócrata gringa.

 

894. Utopía: que nazca en Colombia un Lucio Emilio Paulo Macedónico que nos gobierne. Desencanto: el de la condena que supone, mientras se fragua el prodigio -primero sobreviene la parusía-, sufrir en la presidensia a los Samper, los Patraña, los Titeriván y los Esperpetro tan representativos del desatiento de sus votantes.

 

895. Aquí le dejo a la posteridad, transcrita y adelantada, parte de la tarea de juzgamiento de una de las mayores necedades de nuestro tiempo, tan demasiado pródigo en idioteces:

 

“…Pueden sacarse varias conclusiones interesantes de este episodio. En primer y destacado lugar, que es más fácil librarse de la religión que de la superstición. Como señaló Chesterton (especialista en estas cuestiones) hay gente que cuando deja de creer en Dios empieza a creer en cualquier cosa. Lo mismo que algunos creen que basta con proclamarse de izquierdas para gozar de gran superioridad moral sobre la gente de derechas […], los ateos tipo FFR dan por hecho que como veneran a Darwin y a Stephen Hawking son más racionales que los lectores de los Evangelios.

Lo cual no es nada seguro, porque quienes aplican la ciencia para resolver problemas que no pertenecen al ámbito científico son tan supersticiosos como quienes recomiendan exhaustivas prácticas de buceo para cruzar el desierto del Sahara. Bucear es una destreza útil, pero no en el Sahara; el método científico es insustituible en muchos campos pero no para demostrar que Dios no existe o, aún peor, para probar que existe como últimamente algún despistado pretende poner de moda. Es posible que cualquier monsieur Homais actual se burle compasivamente de quienes creen que una virgen pudo concebir un hijo y que además no fuese un bebé probeta sino un bebé profeta; pero tal creencia no es más absurda que sostener que el sexo no es una determinación biológica sino una opción aleatoria de la voluntad humana. De hecho es más absurda esta última, porque con buena voluntad el dogma de la Inmaculada Concepción puede ser interpretado de forma simbólica o poética, mientras la ideología trans se pretende tan materialista como la mecánica de fluidos.

Quienes rechazamos el adoctrinamiento religioso en la escuela (separación del Estado y las iglesias) tenemos que ser igualmente opuestos a que se predique en ella la ideología de género o la mojiganga trans. Es de celebrar que en el mundo anglosajón vaya habiendo personalidades intelectuales destacadas como Dawkins, Pinker, Coyne o mi admirada J. K. Rowling que desautoricen públicamente una de las supersticiones más dañinas de nuestra época.

Y no se trata de transfobia o de ninguna otra ‘fobia’, salvo quizá la mentirofobia que debe sentir cualquier persona decente. Lo de recurrir a la fobia, es decir a una especie de enfermedad maligna o posesión demoníaca para desacreditar a quien se opone a ideologías criminógenas o conductas dañinas es el truco de quien quiere blindar su postura sin argumentar. Hay gente que puede estar muy equivocada sin culpa por su parte y podemos desmentirles sin tener ninguna animosidad contra ellos.”

 

Adenda: no veo por qué no pueda hoy un ciego, un sordo, un paralítico y una fea -ténganme paciencia que un día de éstos me ocupo de otras desgracias- aprovechar estos tiempos de autopercepción para exigir, si se precisa mediante fallo judicial y en su orden, la licencia de conducción, ser integrante de un jurado en un concurso de música clásica, pertenecer a la selección de fútbol de su país con miras a un Mundial o la corona de misuniverso. ¿Acaso mi vecina, con semejantes tetas y esa voz tan dulce que acaricia, o mi vecino, con tremendo bigote y herramienta entre las piernas, no alegan que se llaman ahora ella Ramiro y él Angélica? ¿Por qué ellos sí y nosotros no? ¿Van ustedes a privarme del derecho de sentirme vidente no más porque si no ando con mi bastón blanco me doy contra las paredes o me precipito dentro de la primera alcantarilla sin tapa que encuentre saliendo de la casa? ¿Le van ustedes a negar a mi amigo el sordo, que jamás podrá establecer si quien canta es un desafinado cualquiera o un Camilo Sesto, la posibilidad de que vote por la mejor interpretación del Concierto para piano y orquesta número 2 de Brahms? ¡Protesto! Si mis amigos el paralítico y la fea se autoperciben un gran atleta él y la más irresistible de las criaturas ella, ¿quiénes son ustedes para decirles que renuncien a ese derecho que, felizmente, consagra la absurdidad de nuestro presente?

 

896. “He sido un revolucionario sin ira; espero ser un conservador sin vileza”, declaró Savater en un tiempo que una búsqueda a vuelo de pájaro por Google no me ayuda a dilucidar, aunque eso es lo de menos. Lo de más y de verdad importante es que el Savater de hoy, tan agudo y cáustico como aquel que descubrí hace ya unos cuantos años, coquetea tan a menudo y tan en serio con causas y lecturas de la derecha más reaccionaria y vil que no se me antoja descabellado que no pocos lectores ponderados y juiciosos del futuro le afeen a este filósofo, que le ha dedicado al asunto de la ética cientos y cientos de páginas, su desdén por -verbigracia- los efectos más que manifiestos del cambio climático y por -verbigracia- quienes contra él luchan de facto, para no hablar de la lavada de cara que les acaba de pegar, en un artículo que tituló ‘Israel y Hamás: la pulsión genocida’, a los criminales de guerra presididos por Herodes Netanyahu el Crudelísimo. Les juro que no bien leí el titular, me alegré por anticipado de que por fin alguien planteara algo que vengo rumiando desde hace mucho aunque con particular intensidad desde el 7 de octubre de 2023: que si los más radicales y violentos de cada bando pudieran exterminar hasta el último palestino y judío que holle la tierra, lo harían sin dilaciones ni contemplaciones, precisamente porque en los unos y en los otros late una idéntica pulsión genocida. Pero vayan ustedes y lean los argumentos desdentados con que don Fernando, conocedor de los entresijos de la naturaleza humana, desvirtúa la realidad de su titular: de la misma factura que los fabricados por la extrema izquierda para hacer aparecer a los palestinos como a víctimas del todo inocentes de un régimen oprobioso y a sus yihadistas como a rebeldes que luchan por la liberación de sus connacionales. La diferencia estriba en que ni de un mamerto ni de un reaccionario yo espero objetividad o apego a la verdad: de Savater sí. Lastimosamente él, en su lucha a muerte contra la wokeizquierda hiperpacata, ha terminado por confundirse y ver hasta en la última de sus reivindicaciones majaderías dignas de mofa y pitorreo, cuando lo cierto es que las tienen asimismo válidas.

 

897. ¿De cuántos escritores y escribidores vivos y de valía puede asegurar usted hoy que honran, con la valentía que demandan los tiempos de sectarismos canceladores por entre que chapoteamos, estas palabras de Tristram Shandy: “…-Tengan ustedes por seguro, buena gente,-que (sin la menor consideración hacia aquellos lectores cuyos delicados estómagos puedan sentirse ofendidos por ello) no tendré reparos de ninguna clase a la hora de elegir mis palabras”? ¡Así se habla y así se procede, maestros Fernando Vallejo, Andrés Trapiello, Fernando Savater…!

 

898. Oye uno las noticias de la guerra desatada a comienzos de 2025 en el Catatumbo por las escorias estas del ELN con sus decenas de muertos y miles de desplazados, y no queda sino protestar al unísono con Savater: “¿Ven? Pobres canallas, ellos sólo saben ser criminales en activo, del tiempo pasado de los asesinos, y no entienden que ahora están en un tiempo nuevo: el de los asesinos satisfechos de haberlo sido y que cobran políticamente por haber dejado las armas” (desde el Esperpetro, que con sus gamberradas indignifica -aún más- la presidencia de la República, a su ceroalaizquierda comisionado de paz que no sirve ni paestorbar, pasando por los más o menos diez sapos tan difíciles de tragar que nos ha tocado ver saltar por entre las curules del Congreso).

 

899. Pero qué se van a imaginar las brujas y las locas de los dos sexos de los chismes de la farándula que tienen, en un tremendo personaje de Dostoievski llamado Lebediev (“¡Lebediev lo sabe todo! ¡Lebediev no ignora nada!”), al precursor por excelencia del deslenguamiento y la maledicencia de su oficio.

 

900. ¿No les parece a ustedes paradójico que yo, que nunca me he mirado propiamente en un espejo y que por proceder de la estirpe de Tiresias me quedo al margen de la conversación cuando el tema es el tipo de belleza femenina que subyuga a nueve de cada diez hombres videntes -y me quedo corto-, disfrute de un tesoro del que los más de ellos no: un álbum de beldades literarias que eterniza, en el colmo de lo deseable, a púberes y adolescentes, así como a mujeres en sus veinte o en sus treinta que evocan necesariamente una cosa y la otra? Pero como no hay anverso sin reverso, aquel álbum mío y sólo mío contiene un número quizá equivalente de fealdades que, irónicamente y no porque sus demiurgos se hubieran propuesto forjar moralejas baratas, están dotadas de una belleza inmaterial que ya se querrían mis bellas y no se diga las del todo ajenas: Quasimodo, Alfonso Rivas el personaje de Mario Mendoza, Renée Michel, el hijo de Bird el personaje de Kenzaburo Oé, Marianela, Down el personaje de Manuel Rivas, el enanito de Wilde y unos cuantos más que ahora se me escapan. 

Tres libros maravillosos que el azar me puso delante (corregido)

¡El destino, el hado, el fatum, que juega con nosotros y reparte como quiere la baraja!

Fernando Vallejo

¿Acaso la única ascesis posible del escritor no consiste en buscar precisamente en la escritura, a pesar de la indecencia, la dicha diabólica y la desdicha radiante que le son consustanciales?

Jorge Semprún

Somos músicas que quedan en los otros.

Osvaldo Soriano

 

Cuando pienso que la infancia y parte de la adolescencia se me fueron sin conocer y por ende sin haber aprendido a amar los libros, no sé si felicitarme o recriminarme. Y es que por increíble que parezca, no tengo recuerdos de profesores de la primaria o del bachillerato que nos hubieran compartido un poema, narrado o leído un cuento, sugerido o forzado a leer una novela. ¡Ni uno siquiera! Tampoco por casa, pese a haber crecido junto a un padre con fama de buen lector y en modo alguno ignorante, se paseó nunca el genio de la ficción. Como no fuera la ficción de ‘Kalimán’ o ‘La ley contra el hampa’, que oía, con el alma en vilo, de lunes a viernes en Todelar; la de los partidos de fútbol de los miércoles por la noche y los domingos por la tarde, que me pintaban el mundo de azul y blanco cuando Millos ganaba y de gris o negro cuando empataba o perdía; o la de algunas buenas telenovelas de la época (‘Gallito Ramírez’, ‘La historia de Tita’, ‘Los ricos también lloran’, ‘Mi sangre aunque plebeya’, ‘Lola Calamidades’, ‘San Tropel’…), que veíamos exultantes y en familia, por entre los crujidos del maíz pira y el mecato de paquete.

 

Debía de tener trece años cuando un día, no recuerdo a instancias de quién ni por qué, mi hermano me leyó, creo que sin pausa, Relato de un náufrago y tal vez catorce cuando leí, en una grabación en casets enviada al instituto de ciegos por la ONCE, El día del Chacal de Frederick Forsyth: mi bautizo en la fe de la ficción, de la que soy devoto practicante desde entonces. A partir de aquel momento feliz y durante los cinco años siguientes, debí incluir dentro de mis actividades semanales una visita al INCI para devolver el libro ya leído y escoger, sin mucho criterio y a penas orientado por lo sugestivo del título, otra novela impresa en escritura braille o, en su defecto, en esas cintas que grababan, casi siempre, locutores de dicción perfecta y mejor lectura. De ese tiempo recuerdo algunas crónicas de Germán Castro Caicedo, algunas historias de Gabriel García Márquez, un puñado de libros de buenos escritores latinoamericanos y poco más. Lo suficiente sin embargo como para haber resuelto, ahora sí con buen criterio, que iba a estudiar una licenciatura en español e inglés, pues mi reciente gusto por los libros corría parejas con el amor por las palabras que mi oído o mi discernimiento juzgaban bellas.

 

Y llegó, poco antes de cumplir los para tantos añorados veinte años, la universidad y con ella la posibilidad de oír hablar de libros a los que sabían del asunto. A la profesora Gloria Rincón, cuya dialogante cátedra de literatura universal sigue representando para mí lo más parecido a lo que debe ser la enseñanza impartida por un literato; al profesor Guillermo Alberto Arévalo, cuya pasión por la novela de Cervantes se me contagió al punto y para siempre; a la profesora Bertha Osorio de Parra, gracias a quien leí, entre otras obras, Dublineses, de James Joyce y El despertar, de Kate Chopin; y al profesor Enrique Hoyos Olier, a quien debo la gracia de haber conocido a Hester Prynne y a Jay Gatsby, así como la aventura de haberme extraviado irremediablemente en el abigarramiento y el peligro de las neoyorkinas calles del Manhattan Transfer de John Dos Passos.

 

Me gradué en el diciembre de 1998 y seguí haciendo hasta lo imposible para leer los libros que algún día se mencionaron apenas o se recomendaron expresamente en clase, la mayoría de los cuales era menester comprar ya que la biblioteca del INCI no contaba con ellos. Una vez en mi poder, me correspondía sobornar afectivamente a alguien a fin de que, gustosa u obligada por el estrecho vínculo que a mí la unía, se sentara con una grabadora delante y leyera, con abismales insuficiencias casi siempre, la obra de turno, desde luego en voz alta y de principio a fin. ¡Y es que pocos se alcanzan a imaginar lo que es irle dando forma a una lectura deficiente a medida que la cinta corre! No obstante, sería injusto de mi parte si no aprovechara este momento para recordar a dos lectoras que seguramente nada tienen que envidiarle a la María Kodama de Borges, pues, además de sus voces acariciadoras y de su generosísima disposición, la aventura lectora resultaba alucinante gracias a su vocalización y entonación inmejorables. Sí señores: con Sandra Bogotá y con Alina Amézquita recuerdo que leí, amén de muchos otros volúmenes de cuentos y novelas, El vuelo de la reina, Santa Evita, Celia se pudre, Un mundo para Julius, Pantaleón y las visitadoras, más novelas de Vargas Llosa y de Javier Cercas y cuentos de Felisberto Hernández y… y…

 

Sabedor de que tenía todavía muchísimo que aprender como lector, me matriculé en 2000 o en 2001 -por inverosímil que parezca, no acierto a dar con la fecha exacta de ese suceso- en la maestría en literatura de la Universidad Javeriana, que cursé en el doble del tiempo que se tarda un estudiante ansioso de sumar ese título a su currículo. Me dije que se trataba, más que de coronar esa meta, de disfrutar todo lo posible cada cátedra de autor, cada taller y cada seminario en los que me inscribiera. También de ir leyendo, sin tanta premura, ojalá todas o al menos buena parte de las obras incluidas en los programas de cada asignatura, y de, descartando lo indeseable de la práctica pedagógica de este profesor y apropiándome de lo valioso de la de aquel, definir cuáles iban a ser las estrategias didácticas que habría de emplear en caso de que el fatum de que habla Vallejo en su epígrafe me tuviera destinado a impartir lecciones de literatura.

 

Como en la Pedagógica, en la Javeriana conocí o me reencontré con profesores que, a veces para mal aunque casi siempre para bien, me hicieron renegar de la academia o sentirme unido a ella indisolublemente. Entre los segundos -de los primeros no vale la pena ni hablar- se cuentan Alfonso Cárdenas Páez, de quien aprendí la mayoría de los conceptos de veras útiles de la teoría literaria; Cristo Rafael Figueroa, quien fue una invaluable ayuda para la elaboración de mi monografía; Betty Osorio, con quien pese a todo recorrí los tortuosos caminos de la secta de los ciegos y, cómo no, Luz Mary Giraldo, de lejos la mejor profesora de literatura que me tocó en suerte.

 

Pero en esta lacónica reseña de mi historia como lector ciego (al imprimirse con tinta, los libros sencillamente no fueron pensados para nosotros) no puede faltar un reconocimiento a dos otrora compañeros de libaciones semanales, quienes, luchando contra mi testarudez de lector romántico que no estaba dispuesto a cambiar las voces femeninas de sus casets por la que imaginaba demasiado robótica de un computador, insistieron y persistieron hasta que, más escéptico que ilusionado, accedí por lo menos a intentarlo. Y con el intento vino el súbito pero definitivo cambio de época: desaparecieron de mi estudio las cintas magnéticas y las grabadoras de periodismo, que me habían sido indispensables hasta ayer no más. Ahora leía todo cuanto quería gracias a mi ordenador y a su lector de pantalla, que a diferencia de mis María Kodamas no se extenuaban ni sufrían de las alteraciones del ánimo que les son tan propias a ellas. Ahora tenía una biblioteca virtual para ciegos desde la que podía bajar hasta cien libros al mes. Ahora mi problema no era la escasez, sino la sobreabundancia, que también me hacía sufrir: ¿a qué hora iba a leer a tanto buen escritor y tantos libros tanto tiempo codiciados si solo tenía una vida -Cómo que una vida: apenas lo que me quedaba de ella- por delante? Ahora me fustigaba por no haberles hecho caso a Carlos Parra y al Polaco justo cuando, entre cerveza y cerveza, me empezaron a compartir su asombro.

 

El caso es que hoy, y luego de probar las muy distintas formas de selección que tiene un lector codicioso que se halla perdido y feliz en medio de una inmensa biblioteca, escojo mis libros -tres para leer de forma simultánea: por lo general un volumen de cuentos, una novela y uno de no ficción, o uno de no ficción y dos novelas o…- ayudado por el bendito azar, que decide por mí. Así fue como llegué, hace poco más de un mes, a tres de esos libros inolvidables que nos hacen prometer mientras los leemos con ganas de que nunca terminen que algún día, ojalá no muy lejano, emprenderemos la relectura a que su inteligencia nos obliga.

 

 

Peroratas

 

No soy experto en nada ni me afana serlo, pero si alguien me preguntara que cómo se puede leer a Vallejo con eficacia, le diría que hay, a mi juicio -el de otros, en este preciso momento, carece para mí de importancia-, dos caminos que necesariamente llevan a un mismo sitio: a la conclusión de que nos hallamos ante un escritor que, como pocos -poquísimos-, de verdad posee un estilo literario propio e inconfundible y, por contera, inimitable. Es decir, único e irrepetible. El primero de esos caminos va de Peroratas a su ficción y, el segundo, en sentido contrario. Justamente la forma en que yo lo he leído: de Los días azules y Los caminos a Roma y La virgen de los sicarios y La rambla paralela y Entre fantasmas y El fuego secreto y El desbarrancadero y Años de indulgencia a este libro maravilloso publicado por Alfaguara en 2013.

 

(Empero, no fue ninguno de esos tomos de la gran novela del escritor antioqueño lo que yo de él primero leí ni como tuve noticias de su existencia imprescindible, sino una entrevista suya en un periódico que un gran amigo de años de pregrado me leyó, asombrados los dos con tanta hondura. En ella, el entrevistador le preguntaba -como apelo a duras penas a mi frágil memoria y como no quiero confrontar ese recuerdo con un seguro hallazgo tras una búsqueda paciente en internet, me sabrán disculpar las imprecisiones- sobre una solución a nuestro más que tripartito e interminable conflicto armado. A lo cual, recurriendo a su ironía clarividente, contestó nuestro heresiarca poco más o menos lo siguiente. Imaginemos que en nuestro poder obra un arsenal atómico con el que podemos exterminar hasta el último guerrillero, hasta el último paramilitar, hasta el último policía y militar, hasta el último político y -no sé si invento- hasta el último cura. Y pregunta y se pregunta acto seguido: ¿resolveríamos así el problema? Un no rotundo fue lo que inmediatamente oí de labios del amigo que me leía, seguido por la explicación más lúcida que nunca antes nadie ni nunca después me haya podido dar nadie para esta certidumbre que me embarga desde siempre de que nuestros problemas de pueblo violento son insolubles: pues porque quedan los colombianos, dijo, dejándome cegado con tanta luz y resuelto a leer cada una de sus publicaciones y cada una de sus entrevistas en los medios.)

 

Los lectores que cultivan una especial querencia por un escritor que les ha calado hondo con sus libros y sus palabras, seguramente entienden la impaciencia y la devoción con que cogí Peroratas, lo apreté entre mis manos, le retiré el plástico con que en la editorial lo cubren para que no se aje intempestivamente, lo olí abriéndolo al azar y lo miré por todas partes antes de disponerme para el acto más íntimo que conozca el ser humano; tan íntimo como la oración a solas, pero muy superior a ella por su duración y su intensidad, que rebasan con creces las de cualquier plegaria e incluso las de cualquier coito -el cual, por requerir de dos, termina no siendo tan íntimo como se cree-: para el sacro acto de la lectura. Del que no esperaba, créanmelo, ni novedades ni enmiendas ni vacilaciones; solo reiteraciones y convencimientos y verdades personales que acaso busquen persuadir mas no imponerse. Jamás imponerse.

 

Y no andaba yo errado. En Peroratas me fui topando, texto tras texto, con las “machaconerías” que definen la unicidad del pensamiento de Fernando Vallejo y que lo diferencian del resto de los mortales de su época y de las precedentes. Con su desprecio no a las mujeres por simplemente serlo sino a las paridoras irreflexivas; con su conminación a detener a todo trance la reproducción insensata de los insensatos; con sus ataques desembozados contra esas iglesias -¿cuál no?- Que propugnan la irresponsabilidad de la procreación indiscriminada. Con su amor por los animales y su defensa sin tregua a favor de aquellos que, como los humanos, tienen un sistema nervioso complejo; con sus arremetidas en contra de los taurófilos y de quienes se divierten matando, sin aventurarse a ningún riesgo, elefantes y osos; con su devoción al recuerdo de su Bruja, amor que solo puede equipararse al que le inspira el recuerdo de su abuela Raquel Pizano. Con su desaprobación a los políticos de toda laya y a los papas de cualquier época. Con su inquina contra las narraciones omniscientes y los escritores que apelan en sus relatos a los narradores que se hallan por fuera de la diégesis. Con su infinito amor por Colombia, disfrazado de odio en sus diatribas.

 

Pero Peroratas es mucho más que reiteraciones y convencimientos y verdades personales. Es, cómo negarlo, la constatación de que en Fernando Vallejo residen, a más del “novelista” -tengo para mí que para su ficción habría de crearse otro nombre o nominar un nuevo género narrativo-, un ensayista provisto de agudeza y erudición a espuertas, al tiempo que un periodista de investigación indócil y dispuesto a publicar sus hallazgos, trátese de quien se trate el encartado.

 

Entre sus ensayos destacan ‘El gran diálogo del Quijote’, un texto en el que, con su impronta inconfundible, abunda en las revelaciones que tres lecturas de la novela de Cervantes han propiciado y en el que les espeta a esos que se lo toman demasiado en serio a él como escritor que “para mí todos los libros son mentira: las biografías, las autobiografías, las novelas, las memorias…”. ‘La verdad y los géneros narrativos’, donde pone a prueba su método y su incisión para validar hipótesis que juzga acertadas en lo tocante a muy diversas formas de narrar y donde el lector puede hallar esta afirmación suya bastante en consonancia con la anterior, que echa por tierra el infundio que propalan muchos en el sentido de que nos encontramos ante un sectario y un intransigente a su manera: “La verdad cambia según las épocas, los idiomas, las religiones, las personas, y no bien pasan los hechos éstos se embrollan en las memorias, y las palabras que dijimos o que dijeron otros se las lleva el viento. La verdad no existe; existen muchas verdades, cambiantes, una para cada quien y según el momento”. ‘Leyendo los evangelios’, donde con la misma desenvoltura que exhibe en el ensayo dedicado a don Quijote se aplica a desnudar las fisuras y las inconsistencias de los escritos de “don Mateo, don Marcos, don Lucas y don Juan”, que salen harto mal librados luego del examen. Y ‘Los crímenes del cristianismo’, un texto que compendia su bien conocido tratado La puta de Babilonia.

 

Por otra parte, el encartado de su ejercicio de periodismo investigativo es nada menos que “Juan Carlos Borbón, alias su majestad don Juan Carlos I de Borbón”, quien en el otoño de 2004, en los aledaños de los Cárpatos, “mató a escopetazos a nueve osos, una osa gestante y un lobo y dejó malheridos de bala a varios otros animales que medio centenar de ojeadores le iban poniendo a su alcance de suerte que los pudiera abatir alevosamente”. Y como Coronell cada semana, salvo que con mayor valor y temeridad por ser quien es su diana, el escritor carga contra el monarca, a quien tilda, para comenzar, de “mujeriego, buen vividor, borrachín y corrupto”. De “bellaco”, “pobretón”, amigo de delincuentes e “inmoral”. De “torpe de lengua”, compinche de dictadores, limosnero y mal pagador. De cómplice de presidiarios y prófugos de la justicia, “impúdico monarca”, “zángano real” y nieto de reyes frívolos. De descendiente de déspotas tarados y vergüenza de la humanidad. De todo eso lo acusa sin temer represalias; sin preocuparse de la amenaza que representa, al decir del propio escritor, el artículo 490 del código penal español. Que a él no le da alcance porque lo suyo no son calumnias ni injurias. Lo suyo son valor y argumentos.

 

 

La escritura o la vida

 

Ya sé que es una perogrullada -¡qué lo va a ser!- afirmar que, a la hora de emprender la escritura de un libro, todo buen escritor pone mientes en quién habrá de ser su lector. En cuánto talento y conocimiento habrá de tener quien se siente ante ese texto suyo para dialogar de tú a tú con él o siquiera para arrancarle un mínimo provecho. En quién definitivamente queda excluido de la aventura, ya sea por falta de destrezas lectoras o por carencias culturales. Y también sé que lo es -¡qué va a serlo!- afirmar que, incluso si el posible lector satisface plenamente las “exigencias” del autor, hay obras que no consiguen seducirnos, por muy dispuestos que estemos a dejarnos conquistar por ellas. Pues bien, mi encuentro con este volumen de las memorias de Jorge Semprún que muchos llaman novela y que comienza con una imagen que combina perplejidad y vacilación en iguales cantidades, estuvo presidido por la buenaventura de ser yo, si no su lector ideal, al menos un interlocutor capaz de debatir con él de modo sensato e incluso inteligente, y por la dicha de haberle hallado, desde el mismísimo título, el tono y el ritmo y la forma y el fondo.

 

El autor sabía, y lo fue corroborando a través de los años, que la inmediatez de los hechos de esa guerra de que fue testigo y víctima -más lo primero que lo segundo, según concluye en distintos momentos de la narración- le habría conferido a un texto que hubiese empezado a escribirse a poco de su paso por los horrores del campo de exterminio de Buchenwald un tono tal vez demasiado vindicativo y dolorido; en absoluto depurado por el paso del tiempo, que es sin duda el único que logra cauterizar las heridas más hondas. Y sustentado en esa certidumbre, supo esperar cuarenta y dos años para acometer la escritura del único libro que no habría querido morirse sin terminar y sin publicar, para lo cual hubo de trabajar, si bien con ciertos intervalos, siete largos años de una vida regida por la paciencia a que se ve obligado aquel que lo que persigue no son los premios literarios, ni la figuración en los medios, ni la fama o la riqueza que se derivan de ella, sino la posteridad en el parnaso. Se trataba, pues, de hallar la distancia justa con respecto a lo que presenció y padeció para que el tono, madurado por los decenios transcurridos, no fuera simplemente el de quien señala con el índice y adjudica responsabilidades, sino el del intelectual capaz, si no de explicarlo y explicárselo todo, al menos de reflexionar y sopesarlo todo. De revivirlo y recrearlo todo para que el lector, atónito a veces e indignado las más, concluya lo que su penetración le permita.

 

Resulta pasmoso, por otro lado, que una obra como esta de Semprún, tan erudita y profunda en sus disquisiciones, tan culta y de miras tan elevadas, se haya erigido sobre cimientos tan musicales y rítmicos. De proposiciones cortas e incisivas (“Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana, en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio”), La escritura o la vida, cuyo primer título amenazó con ser La escritura o la muerte, es dueña de un fraseo que no es el característico del ensayo literario, del que por demás participa. Tampoco el del cuento o el de la novela, con los que tiene nexos que saltan a la vista. Ni siquiera el de la poesía, de la que tan a menudo se nutre y en la que a menudo incursiona sin complejos (“Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir […], el labio fértil”). El suyo, en cambio, sí es un fraseo que flota por sobre los géneros y las posibilidades, limitadas de la mayoría. Un fraseo que trasciende épocas y maneras de contar, sin que se apegue a ninguna en particular aunque valiéndose de todas con gran inteligencia.

 

Pero si el tono y el ritmo de este libro maravilloso que el azar me puso delante son dignos de exaltación, cuánto más la forma, que no se resigna a simplemente deslinealizar la secuencia de los sucesos de la ficción. Porque Semprún es, que no nos quepa duda, un escritor “demasiado” ambicioso como para querer seguir porfiando en la utilización a secas de esa técnica explotada hasta la extenuación de sus recursos, desde hace ya tanto tiempo y por tantos y tantos escritores de todas las latitudes. De modo que se propone, y consigue, resemantizar la revolución que supuso la ruptura de la más estricta cronología dentro del discurso narrativo, tomando algunos de sus elementos y transformándolos a su antojo para que le permitieran contar algunas de sus peripecias vitales como seguramente le habría gustado que otros le contaran las suyas: retándolo a él y a su inteligencia para que le pusieran orden al caos.

 

Y es eso, justamente, a lo que el lector de La escritura o la vida se ve abocado: a estudiar los mil pedazos del edificio narrativo que yacen dispersos por todas partes y a buscarles acomodo en la estructura de la trama; a irla erigiendo poco a poco, cerciorándose de que cada analepsis case con su prolepsis y de que cada presente de la narración cobre sentido a partir de cada presente de la escritura; a irle dando forma a un mundo que tiene la particularidad de que se reconstruye con cada nueva lectura ingeniosa o permanece increado tras cada lectura fallida. Una característica no de la narrativa en sí misma y por sí misma, sino de las mejores invenciones literarias entre las que, sobra decirlo, destaca este segundo acierto editorial que aquí se reseña.

 

Las secuelas de la guerra reflejadas en la expresión de una mirada, la imposibilidad de que la imaginación se figure el horror que de otros hizo presa, la poesía que con él pugna para impedirle que lo cubra todo, el estupor que causa en algunos combatientes la muerte del “enemigo”, el desasosiego que esa muerte pero ahora pútrida de los amigos causa en el ánimo de quien la acunó en sus brazos. La paulatina apostasía política a que conducen unos principios aprendidos de las no escritas leyes de los dioses, la soberbia del intelectual que ni siquiera las humillaciones de esa guerra consiguen doblegar, la persistencia de las huellas de ese horror en apariencia superado en las pesadillas del presente, el retorno a un bosque de la belleza vital materializado en alas y trinos, la trascendencia de algunos encuentros casuales que dejan de serlo tan pronto se producen. La inefabilidad de esa mirada que le capta al cuerpo de que procede amores de ocasión, la tortura que saca a ese cuerpo del letargo en que vivió hasta entonces, las libaciones de posguerra que aúpan al que se entrega a ellas al éxtasis o lo hunden en la desesperanza, la incomunicación que se produce entre los implicados en la guerra y los ajenos a ella, la saludable evitación de cualquier discurso victimista. La moral intransigencia con los crímenes por razones políticas procedan de donde procedan, la erudición de quien consagró toda su vida a las lecturas más exigentes, la subversión de la buena literatura frente a los mitos de las ideologías de todo tipo, el exilio como oportunidad de arraigar en una segunda patria donde se termina por no ser extranjero, el providencial acto de valor de un desconocido que nos preserva la vida. Veinte temas de una “novela” sin fondo, no porque no tenga ninguno sino porque no se puede dar con él, por más que se alcancen sus entrañas y entre ellas se bucee.

 

 

Memorias del Míster Peregrino Fernández

 

Los que compartimos las manías -benditas sean- por la literatura y el fútbol, coincidimos siempre o casi en torno a los mismos nombres: Eduardo Sacheri, Mempo Giardinelli, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Albert Camus, Milan Kundera y, desde luego, Osvaldo Soriano: el único que jamás está ausente de ninguna lista. Porque decir que se la ama a ella tanto como a él o viceversa y no conocer la obra del artífice de lo que algunos han denominado “realismo mágico patagónico”, equivale a afirmar que se es un devoto de la música culta que no obstante no sabe quién fue Christoph Gluck. Y no exagero un ápice.

 

Creador o recreador (su ficción nos hace sentir a cada paso el peso de lo autobiográfico) de personajes rocambolescos o, si se prefiere, peculiares, Soriano construye uno que llega a superarlo a él en fama. Procedente de la bruma del mito que define su vida mejor que nada, el Míster recala en la Patagonia que habita el autor para poner del revés con sus excentricidades de entrenador el fútbol que allí se practica y para sellar, con este gesto y sin saberlo o posiblemente presintiéndolo, un destino común que al cabo de décadas habrá de concretarse: “Peregrino Fernández desapareció de un día para otro, pero antes de irse dejó un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y mal hilvanada: ’Cuando Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados va a ser un crack’.” Con todo, su concreción poco -muy poco- tiene que ver con el acierto de ese vaticinio y mucho -muchísimo- con la imaginación literaria y la pasión por el cuero.

 

Hubieron de pasar bastantes años -décadas en todo caso- para que el otrora director técnico y el futbolista que jamás pasó de ser una promesa se reencontraran, ahora en circunstancias más dialógicas que deportivas, y echaran a andar aquella labor conjunta que la vida les tenía reservada: escribir, a cuatro manos, la biografía de este hombre viejo y ya casi ciego, reducido a una silla de ruedas, desde la que empieza a dictarle a su amanuense sus memorias:

 

“Imagínenme así: un metro setenta y cinco, más bien flaco, bigote ancho como el que llevaba mi abuelo a principios de siglo. Ha vuelto a ponerse de moda. Pelo abundante y descuidado, patillas cortas. Llevo sombrero tumbado a media frente. Tengo carácter huraño y alma de calefón. Me lo dijo una chica que crucé en Marsella el día que escapamos de la gran guerra, allá por el año treinta y ocho. Ahora ya lo saben: me derriten las palabras amables y las mujeres que fingen timidez. Me llamo Gustavo Peregrino Fernández, pero la profesión me privó del primer nombre y me regaló otro, doctoral y vulgar: Míster. Míster Peregrino Fernández, entonces. Llevo muchachos a correr por los potreros de algún olvidado rincón de la patria. Trato de que se porten bien y dejen en la cancha lo mejor que tienen. Que no corran como poseídos detrás de la pelota. Voy de acá para allá por la parte fea del mundo. Soy un ganador incomprendido, corro por la sombra, tomo trenes y colectivos bajo la tormenta. Estoy en un rincón de la Patagonia en el año cincuenta y ocho…”: una caracterización que lo entronca con los de la estirpe del Maqroll de Mutis.

 

El lector no sabrá jamás si el escritor tuvo alguna vez la intención de modelar según su criterio literario los recuerdos de su narrador y protagonista, o si este comienzo tan auspicioso lo disuadió de hacerlo. Lo cierto es que Soriano, que acude cada tanto al hospital geriátrico en que Fernández se encuentra recluido, oficia “apenas” de transcriptor del pasado de su personaje, que en vano lo conmina a que borre aquello de allí o a que morigere esto otro. Su trabajo consiste, se infiere a la postre, “escasamente” en pasar de la grabadora con que uno se lo figura delante de sí al papel las palabras del discurso febrático pero coherente del anciano, que ha vivido mucho y leído más. Y es que el Míster Peregrino Fernández es, ante todo, un lector de tiempo completo que va desgranando sus historias inverosímiles desde la gavia que ocupa en tierra. Un contador de empresas y tribulaciones y peripecias siempre festivas que nunca dejan al lector indiferente. Tal vez vacilante, pero no impertérrito, porque lo maravilloso -y estas memorias lo son- se caracteriza justamente por precipitarnos en la sima sin retorno del asombro.

 

Así pues, en este tercer libro que el azar me puso delante fluyen, ingrávidos, los diálogos. Lo mismo que lo hacen la prosa de los recuerdos propios y la escritura ajena. En él nada hay descolocado. Nada hay forzado u obligado a figurar sin quererlo. En él todo cuadra, todo encaja. Todo: el lunfardo anacrónico de Arlt que el memorioso “escritor oral” recuerda al pie de la letra; sus amistades probables o improbables con los notables de otros tiempos que ahora son historia; sus infundios manifiestos y sus verdades fantasiosas; sus amaños de argentino que no concibe la derrota. Pero antes que nada su mirífica distorsión a lo culebrero paisa de la realidad, con lo que concluye este recreo crítico:

 

“En el estadio me tuvieron cuatro días encerrado comiendo papas y porotos hervidos, entrenando con los mutilados de guerra. Yo casi era uno de ellos. Tenía una rajadura en la frente que cada vez que cabeceaba me dejaba loco. Una costilla fisurada por una patada que me habían dado en el campo de concentración por lavar mal las cacerolas, así que ni pensar en parar la pelota con el pecho. Las piernas me funcionaban más o menos bien y esa era una gran ventaja respecto de mis compañeros. Tenía que pensar cómo darle los pases a cada uno según sus carencias: al wing derecho le faltaba el ojo izquierdo, de manera que no vería nada que le tirara para ese lado. El centrojás llevaba un corsé en el cuello y no podía cabecear ni mirar a los costados. El insider izquierdo, ya te conté, era rengo y apenas se desplazaba a los saltos. En cambio, el wing era un gurrumín medio sordo a causa de una granada que cayó en su trinchera y tenía que manejarlo por señas. Tarmanowsky era manco, pero se defendía bastante bien. Me tranquilicé un poco cuando me dijeron que los del Estrella Roja estaban todavía más estropeados que nosotros porque venían del frente sur, donde los alemanes les tiraban con metralla, granadas y bombas incendiarias. Me anticiparon que el arquero calzaba botas ortopédicas y que el back central sufría amnesia continua, es decir que ni siquiera sabía qué partido estaba jugando…”.

 

 

Epílogo con gratitud

 

Muchísimos hay que, aquejados de bibliofobia, desconocen los deleites de la lectura. Muchos hay que, conociéndolos, no se entregan a ella con la devoción que se requiere. Algunos hay que, entregándose, escaso provecho sin embargo obtienen. Pocos hay que, obteniéndolo incluso, conquistan la autonomía. Poquísimos hay que, autónomos de veras, juegan con las posibilidades y proceden con criterio. Con el tiempo, llegué por fin al último de estos estadios: el único en que un lector puede ser auténticamente feliz. Claro está que no sin haber sufrido antes el primero, el tercero y el cuarto.