“Ya sabemos
que el palo del mundo, su cansada madera, no está para hacer cucharas; pero igual
nunca lo estuvo, esto fue así desde que empezó, y puede empeorar. De ahí que en
todas las épocas haya habido siempre una sola añoranza que se repite con
ilusión y terquedad, la del pasado feliz y perfecto que nunca existió, la de un
mundo ideal que se supone que alguna vez fue. La nostalgia de algo que en
verdad jamás vimos, gran consuelo.”
Juan Esteban Constaín
“El horror ha
sido siempre endémico, consustancial a las circunstancias históricas, a las
realidades políticas y sociales. No sabemos de ninguna época que haya estado
exenta de matanzas.”
George Steiner
“… Deduje que
los viejos de todos los países del mundo dicen lo mismo, que el hombre que va
adquiriendo edad parece siempre inclinado a creer que, bajo todos los aspectos,
el ayer era preferible al hoy. Los viejos de hace cien años añoraban los
tiempos de hace dos siglos, y los viejos de hace doscientos años suspiraban por
los de hace tres siglos: nada nos autoriza a creer que algún viejo haya
manifestado estar contento con el estado de cosas de su época.”
Junichiro Tanizaki
“¡Oh, si
fuera posible que los bienes, las jerarquías, los empleos, no se alcanzaran por
medio de la corrupción! ¡Si fuera posible que los honores se adquirieran
siempre por el mérito del que los obtiene! ¡Cuántos hombres andarían vestidos
que ahora van desnudos! ¡Cuántos son mandados que mandarían!...”
William Shakespeare
Desde que me recuerdo, es decir desde que tengo eso
que llaman uso de razón, he oído hablar a los hombres y a las mujeres de mi
familia, a hombres y a mujeres en la calle, en los buses, en las fiestas, en
los velorios, en la radio y en la televisión y en todos los sitios donde he
estado por la razón que sea, de lo diferente que eran la vida y la gente cuando
ellos estaban jóvenes o pequeños; de que “en esa época” la gente sí respetaba a
los mayores y honraba la palabra empeñada; de que claro que había maldad, pero
no toda la que hay “ahora” ni semejante falta de valores; de que los políticos
sí tenían “entonces” ideologías claras por las que se regían y ciertos
principios que los hacían diferentes a los politiqueros de “este tiempo”; de
que la codicia y el materialismo de la gente de “mi época” no eran ni sombra de
lo que son “ahora”, y así hasta la saciedad. Yo mismo, para qué negarlo, he
incurrido mil veces en esa sensación que es a la vez una convicción, me
atrevería a decir que de todos los seres humanos sin excepción: sentir, y
creer, que el mundo en que nos correspondió vivir la niñez y la primera
juventud sí valía la pena, por todo lo ya mencionado.
Pero si echamos de menos esos tiempos ridículamente
remotos, ¿qué no decir de las vidas de nuestros padres y abuelos, cuando aún
estaban lejos de serlo? Uno se los imagina, sencillamente, en un mundo menos tecnificado
aunque más transparente y probo que el nuestro, y añora lo que ellos sí
tuvieron, a la par que los compadece por no haber tenido lo que para uno es
“hoy” imprescindible: en mi caso, la televisión por cable y el Internet, los
computadores portátiles y la posibilidad bendita de acostarse con la novia o el
sexo sin mayores ataduras.
Sin embargo, con frecuencia sucede que cuando se
está leyendo a un escritor cuya juventud coincide en el tiempo con las de
ellos, con las de nuestros padres o nuestros abuelos, sus quejas y denuncias
revelan prácticamente el mismo descontento que se desparrama “en este tiempo”
en periódicos virtuales y de papel: venalidades generalizadas, inoperancias,
desvergüenzas, faltas contra la ética, amiguismos, traiciones, delaciones,
deslealtades, villanías, felonías, insolidaridades; violaciones,
descuartizamientos, torturas, desapariciones, secuestros, robos, asaltos a mano
armada, magnicidios, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, crímenes
de Estado; chaqueteros, manzanillos, delfines, cabilderos, testaferros,
suplantadores, acaparadores, especuladores, avivatos, defraudadores,
politicastros... Y se pregunta el lector reflexivo, cada vez con un libro
distinto entre las manos, si de veras cabe afirmar eso que “en este preciso
momento” miles de personas en todas las lenguas estarán repitiendo, desperdigadas
por el planeta entero: todo tiempo pasado fue mejor.
Hay un instante, empero, uno no más, en la vida de
ciertos lectores en el que por fin esa duda se desvanece del todo. Con cada
página que lee, el escogido de turno sospecha primero y sabe después que ese
mantra de todas las generaciones que en el mundo han sido no es más que una entelequia
necesaria e indestructible en la que los desencantados hombres de “hoy” les
atribuyen a los de “ayer” lo que estos no sabían suyo sino que creían ajeno y
perteneciente a los de “anteayer”, que tampoco eran conscientes de esas
cualidades que se les atribuyen y que ellos atribuían a su vez a otros que los
precedieron. Y tras la lectura de la última, tras cerrar Los viajes de Gulliver
de seguro no para siempre, la certeza de que todo se trata de un engaño
imperecedero se aposenta en la conciencia del que todavía acaricia entre sus
manos ese libro-revelación.
De lo general
a lo particular
Ya estuve con Gulliver en
Liliput y en Blefuscu, donde nuestro tamaño corporal -solo ese- superaba con
creces al de los liliputienses y los blefuscuanos. Ahora estamos en Brobdingnag,
ínfimos frente a su monarca desmesurado, quien tras oír cada vez con menos mofa
y mayor interés las respuestas del huésped a sus múltiples preguntas, nos
asesta a él y a mí y a usted y a todos los que, vergonzantes, indiferentes o
ufanos integramos el género humano, esta verdad irrebatible -háblese de la
época que se hable- que así ambienta y presenta Gulliver: “Se asombró
grandemente cuando le hice la reseña histórica de nuestros asuntos durante el
último siglo, e hizo protestas de que todo aquello era sólo un montón de
conjuras, rebeliones, asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros,
justamente los efectos peores que pueden producir la avaricia, la parcialidad,
la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la locura, el odio, la
envidia, la concupiscencia, la malicia y la ambición.
En otra audiencia
recapituló Su Majestad con gran trabajo todo lo que yo le había referido;
comparó las preguntas que me hiciera con las respuestas que yo le había dado, y
luego, tomándome en sus manos y acariciándome con suavidad, dio curso a las
siguientes palabras, que no olvidaré nunca, como tampoco el modo en que las
pronunció: ‘Mi pequeño amigo Grildrig: habéis hecho de vuestro país el más
admirable panegírico. Habéis probado claramente que la ignorancia, la pereza y
el odio son los ingredientes apropiados para formar un legislador; que quienes
mejor explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y
habilidades residen en pervertirlas, confundirlas y eludirlas. Descubro entre
vosotros algunos contornos de una institución que en su origen pudo haber sido
tolerable; pero están casi borrados, y el resto, por completo manchado y
tachado por corrupciones. De nada de lo que habéis dicho resulta que entre
vosotros sea precisa perfección ninguna para aspirar a posición ninguna; ni
mucho menos que los hombres sean ennoblecidos en atención a sus virtudes, ni
que los sacerdotes asciendan por su piedad y sus estudios, ni los soldados por
su comportamiento y su valor, ni los jueces por su integridad, ni los senadores
por el amor a su patria, ni los consejeros por su sabiduría. En cuanto a vos -continuó
el rey-, que habéis dedicado la mayor parte de vuestra vida a viajar, quiero
creer que hasta el presente os hayáis librado de muchos de los vicios de
vuestro país.
Pero por lo que he podido colegir de vuestro relato
y de las respuestas que con gran esfuerzo os he arrancado y sacado, no puedo
por menos de deducir que el conjunto de vuestros semejantes es la raza de
bichillos más perniciosa que la Naturaleza haya nunca permitido que se arrastre
por la superficie de la tierra.’”
Y hablando de bichos
bípedos, esta otra reflexión extractada por Gulliver de una de las obras
literarias -un texto de tamaño descomunal- que se producen en Brobdingnag, cuyo
colofón sí merece una réplica: “El libro trata de la debilidad de la condición
humana, y no goza de gran estima, salvo entre las mujeres y el vulgo. Era, sin
embargo, curioso para mí ver lo que un autor de aquel país podía decir sobre
tal materia. El escritor recorría todos los asuntos corrientes en los
moralistas europeos mostrando cuán diminuto, despreciable e indefenso animal es
el hombre por su propia naturaleza; cuán incapaz de defenderse por sí mismo de
las inclemencias del aire y de los ataques de las bestias feroces; cómo un ser
le aventaja en fuerza, otro en ligereza, un tercero en previsión, un cuarto en
industria. Añadía que la Naturaleza había degenerado en estas decadentes edades
últimas del mundo y hoy sólo producía pequeñas criaturas abortivas en
comparación con las nacidas en los tiempos antiguos. Decía que era lógico
pensar no sólo que las especies de hombres eran en su origen mucho mayores,
sino también que en lejanas épocas debió de haber gigantes, así como la
tradición y la historia lo atestiguan y ha sido confirmado por los enormes
huesos desenterrados por casualidad en diversas partes del reino, y que pasan
en mucho los de la mermada raza del hombre de nuestros días.
Argumentaba que las mismas leyes de la Naturaleza
exigían, sin dejar lugar a duda, que en un principio hubiésemos sido creados de
más alto y robusto talle, no tan sujetos a ser destruidos por cualquier pequeño
accidente, como el desprendimiento de una teja desde una casa, o el lanzamiento
de una piedra por la mano de un niño, o la caída en cualquier arroyuelo donde
perecer ahogado. De esta índole de razones sacaba el autor varias normas
morales útiles para conducirse en la vida, pero que no es necesario copiar
aquí. Por mi parte, no pude dejar de reflexionar en lo universalmente extendido
que está el talento de hacer discursos de moral, o más bien de descontento y
condolencia por las contiendas que con la Naturaleza nos empeñamos en imaginar.
Y creo que con una seria averiguación quedaría evidenciado que esas contiendas
son tan infundadas por lo que toca a nosotros como por lo que toca a aquel
pueblo.”
¿Infundadas dice usted, mi querido Gulliver, en
serio o por disimular y para transigir con los agraviados de su país y los de su
continente y los del mundo entero -mi pregunta, les aclaro, es retórica porque
de antemano sé la respuesta-? ¡Nada de infundadas! A ver qué le pasaría a
cualquier Trump de esos a la intemperie en medio de un huracán que no respete
ni fortunas ni presidencias ni nada; a ver qué le pasaría al ex monarca don
Juan Carlos frente a los osos que mataba A mansalva pero ahora sin su séquito y
sin el arma que se le alcanzaba; a ver si cualquier toro y de ahí para arriba
no excede incluso al más fuerte y grande de nuestra Liliput planetaria; a ver
si mi gaTita, cuando está de veras alerta y en su plenitud cazadora, no deja
pasmado al más rápido de los atletas olímpicos; a ver si una hormiga, tan
ínfima como cualquiera de nosotros que ose compararse con el más pequeño de los
habitantes de Brobdingnag, no nos excede en previsión y en sacrificio; a ver si
incluso el hombre más ilustre no puede encajar la caída de esa teja o de un
aparador de libros bajo cuyo peso podría quedar aplastada su brillante testuz;
a ver si un muchachito cualquiera no puede dejar tendido, producto de una
simple pedrada, al más vigoroso y baladrón de los soldados; a ver cuántos bípedos
pedantes se están ahogando en este momento justo y no precisamente en el río
Amazonas sino “en el cuncho”, como decimos por estos andurriales: ¡a ver si todo
eso no es más que paja!
Contra la
sobreabundancia en que incurrieron muchos de sus colegas
Confieso, en mi calidad de lector que admira la
mejor literatura elíptica contemporánea, que por el tedio de tener que soportar
las descripciones interminables a que eran tan afectos muchos escritores
decimonónicos y anteriores, a veces les saco el cuerpo a novelas clásicas de
las que muy bien se habla, precisamente para ahorrarme los bostezos que me
arrancan, haciéndome por momentos detestar una muy buena historia, todas esas
páginas dedicadas a la belleza de un paisaje, de un simple jardín, de los
adentros de una casa, de un héroe o una heroína; a las costumbres de una
sociedad o a sus vicios y virtudes; al carácter de un personaje-comparsa o al
del protagonista; al aspecto de una fachada, de un monumento, de una plaza, de
un parque o de una calle. ¿A qué se debía, me he preguntado siempre, semejante
ansia de prolijidad? ¿Por qué no se pensaba entonces en el lector que no tolera
lo “superfluo”?
Y resolví leer la novela inmortal de Swift, no del
todo al margen de las reticencias aquí enunciadas. Pero para mi sorpresa, trabé
conocimiento con un escritor alérgico como yo y como tantos a lo excesivo; con
un creador que propugna esa máxima de Baltasar Gracián que, tanto si la conoció
como si no, poco importa porque la honró hasta sus últimas consecuencias: “Lo
bueno, si breve, dos veces bueno”. Una sentencia que, magnificada, nos permite
comprender el horror de lo contrario: lo malo, si extenso, dos veces malo.
Digamos, pues, que el autor de esta novela
imperecedera es consciente de que esos excesos, que él llama “ornamentales
descripciones”, de seguro atentarían contra la precisión de su relato, y
resuelve huir de ellos -como huye el quemado de las llamas- en más de una
decena de ocasiones en que Gulliver pone de manifiesto, como para que no queden
dudas, sus intenciones: “No sería oportuno, por varias razones, molestar al
lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle
que…”. “Pero no quiero anticipar al lector más descripciones de esta naturaleza
porque las reservo para un trabajo más serio que ya está casi para entrar en
prensa y que contiene una descripción general de este imperio desde su
fundación…”. “Pero no quiero molestar al lector con estos detalles. Cuando hube
entretenido algún tiempo a Sus Excelencias…”. “No he de molestar al lector con
la relación detallada de mi recibimiento en esta corte, que fue como convenía a
la generosidad de tan gran príncipe…”. “No he de molestar al lector relatando
las dificultades en que me hallé para, con ayuda de ciertos canaletes, cuya
hechura me llevó diez días, conducir mi bote al puerto real de…”. “Las
ceremonias que se celebraron a mi partida fueron demasiadas para que moleste
ahora al lector con su relato.” “No he de molestar al lector con la relación
detallada de este viaje, que fue en su mayor parte muy próspero. Llegamos a las
Dunas el 13 de…”. “La travesía fue muy próspera, y no molestaré al lector con
un diario de ella. El capitán hizo escala en uno o dos puertos y mandó la
lancha en busca de…”. “Pero, a fin de no molestar al lector con una relación
detallada de mis desventuras, diré sólo que al quinto día llegué a la última
isla que se me ofrecía a la vista, y que estaba…”. “Visité muchas habitaciones
más; pero no he de molestar al lector con todas las rarezas que vi, en gracia a
la brevedad.” “Sería fatigosa para el lector la referencia del gran número de
gentes esclarecidas que fueron llamadas para satisfacer el deseo insaciable de
ver ante mí el mundo en las diversas edades de la antigüedad.” “Pero no he de
molestar al lector con la descripción detallada de mi obra. Bástele saber que…”.
¿Podrán creerme ustedes que la consideración de
Swift para con nosotros, los destinatarios de su novela de peripecias, no
termina allí?: “Espero que el paciente lector sabrá excusar que me detenga en
detalles que, por insignificantes que se antojen a espíritus vulgares de a ras de
tierra, pueden ciertamente ayudar a un filósofo a dilatar sus pensamientos y su
imaginación y a dedicarlos al beneficio público lo mismo que a la vida privada.
Tal es mi intención al ofrecer estas y otras relaciones de mis viajes por el
mundo, en las cuales me he preocupado principalmente de la verdad, dejando
aparte adornos de erudición y estilo.” (Como quien dice: no solo le ahorra al
lector páginas y páginas por completo prescindibles, sino que con él se excusa
cuando su juicio creativo le dicta que debe incurrir en “minucias vitales” para
la comprensión cabal de algún aspecto de la novela.)
Querría creer que los grandes escritores del siglo
XX son conscientes (¿lo serán?) de que le deben a Jonathan Swift el arte de
contar con economía, una virtud que los del interregno inexplicablemente no
desarrollaron, al menos en la medida en que habrían podido hacerlo para bien de
sus lectores y, si cabe, para una mayor gloria de su literatura.
La viga en el
propio ojo
Llegado a Laputa, utopía en forma de isla volante
que prueba a las claras lo antiguo que resulta en literatura lo real
maravilloso, el lector se va a cruzar por el camino con algunas excentricidades
humanas que, precisamente como el realismo mágico, existen desde tiempos
inmemoriales porque esto que llamamos mundo jamás ha sido sustancialmente
distinto o mejor que como lo percibimos hoy.
-¿Dice usted mijito que
los laputianos -es decir los esposos de las laputianas- son unos cabrones?
¡Pero si los hombres de esos tiempos debían de ser todos unos machos! ¡Cabrones
serán esos maricones de hoy, que se ponen aretes y se maquillan y se dejan el
pelo largo!
-Pues cómo le parece
abuelita que tal y como se lo digo es. Oiga esto si no me cree: “Las mujeres de
la isla están dotadas de gran vivacidad; desprecian a sus maridos y son
extremadamente aficionadas a los extranjeros. […] Entre éstos buscan las damas
sus galanes; pero la molestia es justamente que proceden con demasiada holgura
y seguridad, porque el marido está siempre tan enfrascado en sus
especulaciones, que la señora y el amante pueden entregarse a las mayores
familiaridades en su misma cara…”.
-Qué decepción, mijito, qué decepción.
Y sí, decepcioné a mi abuelita. Pero ahora era
momento de decepcionar también a mis pobres estudiantes de pedagogía que,
embaucados por los discursos seudorrevolucionarios de sus profesores más
tradicionales entre los tradicionales, se llegaron a creer el cuento de que
ellos serían los encargados del milagro de la innovación en la escuela de
mañana mismo. Con tal propósito, les dije que leyeran los capítulos cuarto y
quinto del tercer viaje de Gulliver, lectura que me los trajo a clase alicaídos
luego de “comprender” que por su suma juventud y falta de experiencia los
habían engañado, tal vez sin mala intención. Yo aproveché la desazón colectiva
y ese estado medio reflexivo en que parecían estar para lanzar al aire, como
quien no quiere la cosa, una serie de preguntas que no buscaban respuestas
audibles sino íntimas:
¿No vienen a imponer los teóricos de la copia
pedagógica -comencé por decir- aquello que los deslumbró en sus clases
doctorales y en los textos que en ellas leyeron, sin comprender nada apenas? ¿No
pretenden siempre -proseguí- los mismos de siempre (los insensatos y faltos del
más elemental sentido común) fundar sobre sus fantasías lo que ya existía y sin
siquiera discernir entre lo que servía y lo que no? ¿No están organizados los de
marras, también aquí y ahora -añadí-, en academias de arbitristas que lo único
que ocasionan con sus caprichos monomaníacos es retraso y más retraso? ¿No nos siguen
vendiendo esos mismos profesores -arrecié- fantasías irrealizables que lejos de
abolirse o siquiera replantearse se vigorizan a diario? ¿No se señala y
persigue hoy y siempre -indagué- a los que nos aferramos a lo válido de lo
tradicional, que intentamos mejorar a base, precisamente, de sensatez y sentido
común y a los que nos declaramos contradictores de la ridiculísima innovación a
cualquier precio? ¿No nos obligan muchas veces las élites insensatas de la
docencia y la insensata turbamulta que a ciegas las sigue -concluí al cabo- a
abandonar lo que bien funciona para optar por lo que a todas luces no, a saber:
la innovación de los carentes de genio y la obcecación por que se rigen?
No alcancé a pronunciar la
última pregunta cuando, del fondo del salón y sin que me lo esperara, se oyó la
voz de Leidy Michel que decía:
-Profe: esas últimas dos
preguntas que usted acaba de hacer me hacen pensar en algo así como un bullying
entre colegas; un bullying entre profesores. ¿Sí?
Me quedé paralizado por lo
acertado de su lectura.
-¿Sabes que sí? ¿Saben que
sí? Y ahora que tú lo dices… Y ahora que su compañera lo dice… Tomen por favor el
texto y lean esto conmigo: “Por lo que a él hacía referencia, no siendo hombre
de ánimo emprendedor, se había dado por contento con seguir los antiguos usos,
vivir en las casas que sus antecesores habían edificado y proceder como siempre
procedió en todos los actos de su vida, sin innovación ninguna. Algunas otras
personas de calidad y principales habían hecho lo mismo; pero se las miraba con
ojos de desprecio y malevolencia, como enemigos del arte, ignorantes y
perjudiciales a la república, que ponen su comodidad y pereza por encima del
progreso general de su país.”
-Como quien dice…
-Como quien dice -completó
esa misma estudiante- que tampoco el bullying, ni siquiera el bullying, es un
fenómeno reciente porque según lo que aquí plantea Swift, o quienquiera que
esto dice, al que se mantenía al margen de lo imperante en el momento lo
matoneaban sus propios colegas.
-Mejor concluido y dicho, imposible.
Sí señores: tal como lo lee Leidy es. Y lo es
porque bajo el sol, la luna y las estrellas, nada que concierna a la naturaleza
humana es nuevo. Solo lo son los nombres con que rebautizamos cada tanto
ciertos comportamientos y fenómenos sociales. Eso es todo.
¿Nada que rescatar entonces -proseguí al cabo- de
los enseñantes de la época? Claro que sí, y ojo: no se vayan a dejar confundir
por el tono satírico con que el escritor elogia aquí lo que parece -solo
parece- que censura: “En la escuela de arbitristas políticos pasé mal rato. Los
profesores parecían, a mi juicio, haber perdido el suyo; era una escena que me
pone triste siempre que la recuerdo. Aquellas pobres gentes presentaban planes
para persuadir a los monarcas de que escogieran los favoritos en razón de su
sabiduría, capacidad y virtud; enseñaran a los ministros a consultar el bien
común; recompensaran el mérito, las grandes aptitudes y los servicios
eminentes; instruyeran a los príncipes en el conocimiento de que su verdadero
interés es aquel que se asienta sobre los mismos cimientos que el de su pueblo;
escogieran para los empleos a las personas capacitadas para desempeñarlos; con
otras extrañas imposibles quimeras que nunca pasaron por cabeza humana, y
confirmaron mi vieja observación de que no hay cosa tan irracional y
extravagante que no haya sido sostenida como verdad alguna vez por un filósofo.”
Y pensar que a prácticamente trescientos años de
proferida la ironía con que concluye la cita, anhelar lo mismo, pedírselo o
exigírselo a los poderosos del momento sigue siendo tan “insensato” como cuando
lo proponían los miembros de la escuela de arbitristas políticos, y lo seguirá
siendo así siempre porque así siempre ha sido.
Que ningún
tiempo pasado fue mejor, y menos en materia política
Centrémonos, a modo de comienzo y para no divagar,
en el presente político de Colombia, que por estos días celebra -la que
celebra- unos acuerdos de paz con los cabecillas de la narcoguerrilla más
antigua y sanguinaria de cuantas guerrillas eclosionaron durante el siglo
pasado en este continente y tal vez en el mundo. Y hagamos, siquiera durante
una semana, el ejercicio tedioso pero necesario de prestarles atención a las
noticias que, sobre corrupción -un altisísimo porcentaje-, transmiten la
televisión, la radio y los periódicos (no me quería meter con internet para
evitarme la perogrullada esa de las ‘fake news’ que a tantos pasmarotes tiene
consternados y pensando que asisten a algo por completo inédito en el mundo).
Quien estas dos cosas haga, concluirá al término de
esos siete días que en este país hoy se tiene la sensación de que las raterías
de políticos y contratistas, magistrados y todo tipo de servidores públicos,
militares y policías andan disparadas desde que la guerra con las FARC dejó de
ser la vianda predilecta de medios de comunicación adictos a la primicia pero enemigos
del seguimiento noticioso y corros de falsos indignados ciudadanos que
repudian, más que la corrupción ajena, la maldita mala suerte de no ser uno de
los convidados a la repartija.
Vayamos ahora en busca del
abuelo o de la abuela y preguntémosles quién, entre la gente de su generación y
los muchachos de ahora, creen que es o era el más fuerte y por ende goza o
gozaba de mejor salud. Indefectiblemente van a oír de sus labios una respuesta
categórica más o menos en los siguientes términos:
-Pero mijo sí pregunta ociosidades. ¡Pues claro
que nosotros! ¿No ve que ustedes ahora son todos paliduchos y enclenques? ¿No
se mantienen cansados todo el día y dizque deprimidos? En esa época, para que
usted se entere, uno no se enfermaba ni se deprimía porque comía sano y
respiraba aire puro. Es que no hay punto de comparación.
A unos y a otros -si leyeran lo sabrían- Swift les
aclara lo siguiente: “Había un ingeniosísimo doctor que parecía perfectamente
versado en la naturaleza y el arte del gobierno. Este ilustre personaje había dedicado
sus estudios con gran provecho a descubrir remedios eficaces para todas las
enfermedades y corrupciones a que están sujetas las varias índoles de la
administración pública por los vicios y flaquezas de quienes gobiernan, así
como por las licencias de quienes deben obedecer. Por ejemplo: puesto que todos
los escritores y pensadores han convenido en que hay una estrecha y universal
semejanza entre el cuerpo natural y el político, nada puede haber más evidente
que la necesidad de preservar la salud de ambos y curar sus enfermedades con
las mismas recetas. Es sabido que los senados y los grandes consejos se ven con
frecuencia molestados por humores redundantes, hirvientes y viciados; por
numerosas enfermedades de la cabeza y más del corazón; por fuertes convulsiones
y por graves contracciones de los nervios y tendones de ambas manos, pero
especialmente de la derecha; por hipocondrías, flatos, vértigos y delirios; por
tumores escrofulosos llenos de fétida materia purulenta; por inmundos eructos
espumosos, por hambre canina, por indigestiones y por muchas otras dolencias
que no hay para qué nombrar…”.
Ahora yo les pregunto, a los unos y a los otros: ¿qué
ciudadano decente -pero de veras decente- resistiría los humores hirvientes y
viciados que circulan, envenenándolo todo menos a los que deberían envenenar,
en nuestro Congreso y concejos municipales, alcaldías y gobernaciones?; ¿no
está enfermo, de la cabeza y del corazón, el que se enriquece con el latrocinio
de los recursos destinados a paliar el hambre y las enfermedades de los más
pobres?; ¿no padece nuestra administración pública una epilepsia más que
refractaria (cada nuevo escándalo de corrupción es la convulsión del día) para
la que no ha habido ni habrá tratamiento?; ¿cuántos de nuestros presidentes
-vivos y muertos-, ministros, consejeros de Estado, gobernadores, alcaldes,
senadores, representantes, concejales, diputados -no se crean que la lista
termina ahí- no son en sí mismos otra cosa que “tumores escrofulosos llenos de
fétida materia purulenta”?; ¿no es canina el hambre del que desangra el erario
y roba cuanto puede y donde puede y sin nunca llegar a indigestarse?; ¿de dónde
saca Swift su lista de dolencias si “en esa época, para que usted se entere,
uno no se enfermaba ni se deprimía porque comía sano y respiraba aire puro”?
Es decir, mis muy estimados amigos, que las
podredumbres que expelen los políticos y demás corruptos que nos tocaron no en
suerte sino en desgracia no son los síntomas de una enfermedad moral reciente,
pues ninguna enfermedad moral es reciente: todas llegaron, como los vicios, con
el bípedo arrogante y con él van a desaparecer, si es que algún día algo así de
bello ocurre.
Entretanto, miren a ver en dónde encuentran a
Betancur, a Gaviria, a Samper, a Pastrana, a Uribe y a Santos y sonsáquenles de
qué estrategias se servían y se sirven para “lograr la unanimidad, acortar los
debates, abrir unas pocas bocas que hoy están cerradas, cerrar muchas más que
hoy están abiertas, moderar la petulancia de la juventud, corregir la terquedad
de los viejos, despabilar a los tontos y sosegar a los descocados”.
Pregúntenles para que vean que en los prácticamente trescientos años que tiene
de publicada la obra de Swift la respuesta es la misma, y sería la misma si la
pregunta se le trasladara a un gobernante de un tiempo aún más remoto:
sobornos, contratos, puestos, licencias, gabelas, favores… Mejor dicho, y para
hablar en términos actuales y vernáculos: MER-ME-LA-DA.
No puedo dar por concluido este apartado sin
dedicar unos cuantos renglones y otra cita elocuentísima a tantos eximios
gobernantes de la época, quienes, como sus predecesores e inspiradores,
honraron las enseñanzas de Maquiavelo y el ejemplo de Goebbels para echar a
andar, consolidar y perpetuar -los que lo lograron- sus en unos casos regímenes
y en otros satrapías de izquierda o de derecha: poco importa pues los métodos han
sido en esencia los mismos. Pienso entonces -excúsenme que no vaya más allá- en
los Castro por un lado y en los Videla, los Stroessner, los Bordaberry y los
Pinochet por otro; en los Fujimori, los Chávez y los Uribe Vélez así
revuelticos; en los Maduro, los Trump y los Kim, a cuál más risible y
peligroso; en los Putin y los Erdogan, los chinos y los árabes radicales con
desazón y angustia. Estados de ánimo que sin embargo no impiden que una como
risa sardónica se dibuje en mis labios, que acto seguido contraigo con
desprecio.
Swift, que en materia política todo lo tiene claro,
no se pone con distingos de ningún tipo ni con miramientos y a todos los mide
con el mismo y único rasero posible: el de la mezquindad de sus prácticas
abusivas: “… en el reino de Tribnia, llamado por los naturales Langden, donde
pasé algún tiempo durante mis viajes, la inmensa mayoría del pueblo está
constituida en cierto modo por husmeadores, testigos, espías, delatores,
acusadores, cómplices que denuncian los delitos y juradores, con sus varios instrumentos
subordinados; y todos ellos, atenidos a la bandera, la conducta y la paga de
ministros y diputados suyos. En aquel reino son las conjuras, por regla
general, obra de aquellas personas que se proponen dar realce a sus facultades
de profundos políticos, prestar nuevo vigor a una administración decrépita,
extinguir o distraer el general descontento, llenarse los bolsillos con
secuestros y confiscaciones y elevar o hundir el concepto del crédito público,
según cumpla mejor a sus intereses particulares. Se conviene y determina
primero entre ellos qué persona sospechosa deberá ser acusada de conjura y en
seguida se tiene cuidado especial en apoderarse de sus cartas y papeles y
encadenar a los criminales. Estos papeles se entregan a una cuadrilla de
artistas muy diestros en descubrir significados misteriosos en los vocablos,
las sílabas y las cartas. Por ejemplo: pueden descubrir que una bandada de
gansos significa un senado; un perro cojo, un invasor; la plaga, un cuerpo de
ejército; un milano, un primer ministro; la gota, una alta dignidad
eclesiástica; una horca, un secretario de Estado; una criba, una dama de corte;
una escoba, una revolución; una ratonera, un empleo; un pozo sin fondo, un
tesoro; una sentina, una corte; un gorro y unos cascabeles, un favorito; una
caña rota, un tribunal de justicia; un tonel vacío, un general; una llaga
supurando, la administración.”
Y por favor: no me vayan a salir ahora con que lo
de la sentina = corte, la caña rota = tribunal de justicia y la llaga supurando
= administración no les parece audaz. Audacia que podría mejorarse si se
reacomodaran algunas de las parejas. ¿Qué tal perro cojo = primer ministro,
criba = revolución, pozo sin fondo = tesoro público y ratonera = senado?
¿Cierto que sí?
Humanistas con…
Aprendí de Juan Esteban Constaín, quien a su vez parece
que la aprendió de Rafael Chaparro Madiedo, la frase feísima aunque perlocutiva
“gente con pecueca en el alma”. Y de la experiencia -de mi experiencia de
persona ciega de nacimiento y de lector más o menos disciplinado- he aprendido
que hay casos en los que ni aun la fe que se profesa y se pregona, o los libros
que se leen y se escriben, libran a ciertos sujetos de apestar con esa
enfermedad -la peor de todas- mezquina que aqueja a los hombres y que también
podríamos llamar vileza o bellaquería. Pero vayamos por partes.
En mi calidad primero de estudiante de pregrado en
una facultad de Humanidades y luego como solicitante de empleo o propiamente
como profesor en distintas partes con la misma o muy parecida razón social, he
podido compartir proximidad con individuos nefastos aunque dueños de un
discurso en el que la justicia social y los derechos humanos se invocan a grito
pelado. Intelectuales o intelectualoides capaces de cuajar o de plagiar
artículos incendiados de soflamas igualitarias, pero incapaces de hacer nada
por el desfavorecido de al lado, que para ellos no cuenta puesto que lo suyo es
el bulto, la duplicación de géneros y lo políticamente correcto: el pueblo, los
trabajadores y las trabajadoras, los desplazados y las desplazadas, las
personas en situación de calle, las personas en situación de discapacidad… Humanistas
todos de relumbrón cuyas palabras, altisonantes y en absoluto eufónicas,
marchan por un sendero muy distinto de aquel por el que discurren sus acciones,
en tantos casos más execrables que las del más lumpen de los hombres.
Por si lo anterior fuera de poca monta, hace
algunos años me enteré, gracias a un artículo de Eduardo Lago en El País de
España y a averiguaciones que adelanté en el mismo sentido, de que debido a
desavenencias políticas con el Nobel mexicano, Helena Paz Garro, hija única del
superpoderoso poeta y ensayista Octavio Paz, conoció el hambre y las penurias
económicas cuando vivió con su madre en España y Francia; de que Pablo Neruda,
sí: el autor -qué paradoja- de Veinte poemas de amor y una canción desesperada,
repudió y abandonó a Malva Marina, la única hija que tuvo (el muy cafre la
describía como un ser “perfectamente ridículo”), a causa de la hidrocefalia que
padeció la niña hasta su muerte a la edad de ocho años; de que cuando su hijo
con síndrome de Down contaba apenas cuatro años, el dramaturgo estadounidense
Arthur Miller lo abandonó para siempre en un centro para discapacitados
mentales; de que al decir de Margaret, hija del portento que escribió El
guardián entre el centeno, el egoísmo y la crueldad del gran Salinger
alcanzaban niveles demenciales. Y en otro artículo que ahora no ubico, me
enteré de que el inmortal Marcel Proust mantuvo en condiciones prácticamente de
esclavitud a su empleada doméstica, que no obstante lo exoneró de cualquier
responsabilidad dada la admiración que por el escritor profesaba.
Pero ¿y qué tiene todo esto que ver con la novela
de Swift? Pues a juzgar por la cita que me apresto a transcribir… Conclúyanlo
ustedes mismos: “Quedé disgustado muy particularmente de la historia moderna;
pues habiendo examinado con detenimiento a las personas de mayor nombre en las
cortes de los príncipes durante los últimos cien años, descubrí cómo escritores
prostituidos han extraviado al mundo hasta hacerle atribuir las mayores hazañas
de la guerra a los cobardes, los más sabios consejos a los necios, sinceridad a
los aduladores, virtud romana a los traidores a su país, piedad a los ateos,
veracidad a los espías; cuántas personas inocentes y meritísimas han sido
condenadas a muerte o destierro por secretas influencias de grandes ministros
sobre corrompidos jueces y por la maldad de los bandos; cuántos villanos se han
visto exaltados a los más altos puestos de confianza, poder, dignidad y
provecho; cuán grande es la parte que en los actos y acontecimientos de cortes,
consejos y senados puede imputarse a parásitos y bufones. ¡Qué bajo concepto me
formé de la sabiduría y la integridad humana cuando estuve realmente enterado
de cuáles son los resortes y motivos de las grandes empresas y revoluciones del
mundo, y cuáles los despreciables accidentes a que deben su victoria! Allí
descubrí la malicia y la ignorancia de quienes se hacen pasar por escritores de
anécdotas o historia secreta y envían a docenas de reyes a la tumba con una copa
de veneno, repiten conversaciones celebradas por un príncipe y un ministro
principal sin presencia de testigo ninguno, abren los escritorios y los
pensamientos de embajadores y secretarios de Estado y tienen la desgracia
continua de equivocarse. Allí descubrí las verdaderas causas de muchos grandes
sucesos que han sorprendido al mundo.”
Me figuro que algunos se estarán diciendo, y con
acierto, que se trata de pecados de un género diferente, más parecidos a los
desaguisados militantes y fanáticos de un Céline o un Heidegger, o a las miradas
complacientes de un William Ospina y de un Alfredo Molano en relación con los
desmanes de las izquierdas extremas que gobiernan o guerrean por acá y por allá.
Pero en todo caso coincidirán conmigo en que ora lo uno (el abandono de hijos
enfermos o…), ora lo otro (el alquiler de la conciencia a causas desquiciadas),
despide vaharadas inocultables de “pecueca en el alma”.
Epílogo
Doscientos ocho años hubieron de transcurrir (¡más
de dos siglos para que la lucidez suprema rebrotara!) entre la publicación de
Los viajes de Gulliver y la composición de un tango que, grosso modo, contiene
la esencia de esta novela cuyo pesimismo Jonathan Swift supo camuflar entre
altas y finas dosis de imaginación y realismo mágico. Cambalache lo tituló don
Enrique Santos Discépolo, y tengo para mí que estamos hablando de la mejor
composición de la música popular de todos los tiempos: ninguna como ella ha
sido capaz de apresar la historia humana en tan solo unos cientos de palabras
sabias e inmejorables que declaran la verdad irrebatible de que “el mundo fue y
será una porquería ya lo sé, en el 506, y en el 2000 también”. ¿Algo que
objetar?