A Alan Bennett, por este préstamo
inconsulto.
Que
loro viejo no aprende a hablar, reza uno de los pocos dichos que, extrapolados
al ámbito de lo humano, yerran de principio a fin. Y este yerra porque,
hablando de estudiantes y de aprendizajes, la edad poco incide cuando se busca
instruirse en algo para lo que se tienen aptitudes y disciplina.
Fui
profesor del Centro Colombo Americano de Bogotá entre 1998 y 2006, y durante
esos ocho prolíficos años tuve estudiantes prácticamente de todas las edades:
niños púberes o recién salidos de la pubertad, muchachos que tramitaban su
cédula de ciudadanía o que acababan de recibirla, universitarios en la plenitud
de sus veinte o profesionales que no los rebasaban, treintañeros ya casados o
descreídos de la convivencia en pareja, cuarentones instalados firmemente en la
madurez o deseosos de tornar a una adolescencia sin granos, cincuentones que
soñaban con la pensión o con la posibilidad de establecerse por su cuenta,
sexagenarios que volvían a estudiar después de treinta o cuarenta años de no
sentarse en un aula y, lo juro, septuagenarios que pasaban sus días entre sus
clases de inglés y la compañía de sus nietos o bisnietos. Y de esos cientos y
cientos de alumnos de diversísimos orígenes y condiciones socioeconómicas y
cosmovisiones y modos de ser recuerdo, con especial cariño, a aquellos que,
superando el miedo de sentirse viejos en salones donde predominaba la juventud,
iban a clase no para pasar desapercibidos, sino para descollar.
No
digo que todos mis estudiantes entrados en años fueran buenos o excelentes
alumnos, pero sí que muchos de ellos sobresalían y provocaban en sus
compañeros, principalmente entre los más jóvenes, admiración y respeto por la
facilidad con que entendían las explicaciones y por la dedicación con que
asumían el estudio de esa lengua extranjera. Luis Alberto, por ejemplo, no
dejaba pasar por alto ni el más mínimo detalle, lo que me forzaba a preparar mis
clases con más rigor que el habitual y a idear explicaciones elaboradas que
satisficieran su suma curiosidad e inteligencia. Mauricio, cincuentón como Luis
Alberto, comprendía cada lección como si se tratara del asunto más sencillo de
la vida, al tiempo que alternaba con los muchachos con una naturalidad y un
desenfado pasmosos. Michelangelo, sexagenario y emotivo como el que más,
conseguía mezclar no sé cómo la musicalidad de su bellísimo italiano con la
expresividad del inglés americano, haciendo que mi oído exultara cada vez que
él hablaba. Y Hernando, un abuelo adorable y aplicadísimo de más de setenta
años, me enternecía cuando le pedía a Diana, una jovencita que lo adoptó por
tal en clase, que le escribiera la tarea no en su libro, que debía mantenerse
inmaculado, sino en su cuaderno, que llevaba con un orden casi maniático.
Estos
cuatro casos de estudiantes “viejos”, al igual que muchos otros que podría
citar aquí, son la prueba de que el cuento ese de que cuando se es joven todo
se puede aprender mientras que cuando la juventud nos ha abandonado nada o muy
poco se aprende, no pasa de ser un mito más de los muchos que, a propósito de
la educación, los irreflexivos repiten sin ton ni son y perpetúan sin remedio.
Ya quisieran casi todos esos muchachos de que fui o soy profesor tener la mitad
del rigor de Luis Alberto, la rapidez mental de Mauricio, la eufonía de
Michelangelo o la estrictez de Hernando; ya querría yo tener ante mí cada
semestre y en todo curso que doy al menos dos alumnos tan pasionales como ellos
y ojalá de sus edades, para ver si así logro, mediante sus ejemplos vitales,
sacudirles a tantos y tantos jóvenes esa desidia invencible que sienten por el
estudio.
Pero
paso a lo que me convoca: la lectura y los lectores (en particular una).
Desde
el segundo semestre de 2013 dicto, en la Universidad Pedagógica Nacional -Facultad
de Educación, Departamento de Psicopedagogía-, un par de materias (me figuro a
muchos frunciendo el entrecejo porque no hablo de espacios académicos) a
muchachos de primero y segundo semestre, las cuales por fortuna no exhiben la
ampulosidad de tantos nombres de asignaturas universitarias: Comprensión y producción
de textos I y Comprensión y producción de textos II. Esos dos cursos, que
deberían ser al menos cinco y que tendrían que dictarse en todas las carreras y
en toda universidad que se precie de privilegiar la calidad académica,
desbarran en su propósito, que de todas formas resulta loable: hacer de los
estudiantes lectores y “escritores” competentes, mediante la asignación de
lecturas exigentes y ejercicios de escritura orientados por el profesor. Y digo
que desbarran en su propósito porque lo que hay que hacer durante ese “año” es,
como primera medida, llevarlos a comprender que el hecho de que hayan sido
alfabetizados en la escuela primaria no los gradúa de lectores, porque leer va
muchísimo más allá del simple reconocimiento de caracteres, que es
prácticamente lo máximo que se puede esperar del muchacho medio que recién
comienza su universidad (y, no nos engañemos, también del que la termina y no
en pocos casos del “profesional” que comienza o termina su maestría y hasta su
doctorado). Una vez eso está claro, se puede proceder con lo que corresponde: la
elección y asignación de lecturas menos, o más, rigurosas según se trate de
unos -primíparos- u otros -muchachos que acaban de dejar de serlo-.
A
mis alumnos de Comprensión y producción de textos I, muchos de los cuales
llegan a la universidad pública colmados de expectativas políticas y de
confusión, los desafío con artículos de prensa que versan sobre un mismo tema y
que escriben por lo común columnistas de opinión que se encuentran en latitudes
distintas del espectro político. ¿Que cuál es el objetivo? Que comprendan, de
una vez por todas y para siempre, que la excusa facilista de que “Yo no leo
prensa porque los medios de comunicación y en particular los periódicos no
informan sino que manipulan” es una verdad a medias, o sea una mentira
completa. Porque es que el hecho incontrovertible de que los medios de comunicación,
a los que pertenece la prensa escrita, tengan intereses económicos y políticos,
no los descalifica de plano a los ojos del lector inteligente y crítico, que es
quien debe reconocer en dónde hay manipulación y en dónde información, que
habrán de desechar o analizar según sea el caso.
Ahora
bien, antes de que mis estudiantes realicen con más o menos eficacia dicho
ejercicio de lectura, que requiere un cierto grado de comprensión, yo les pido
que analicen citas textuales ambiciosas, poemas y cuentos que también se
contraponen, a fin de que la experiencia les resulte familiar y significativa cuando
empiezan a enfrentarse a ella. Se trata de que, una vez en Comprensión y
producción de textos II, estén en capacidad de leer y ojalá de entender, no ya citas
o poemas o cuentos o artículos, sino ensayos y novelas, textos para los cuales
se precisan más disposición y disciplina.
Las
lecturas para segundo semestre las escojo en función del tema sobre que vaya a
versar el curso (‘literatura y amor erótico’, ‘literatura y discapacidad’,
‘literatura y animales’…), cuidando de que los textos materia de estudio sean,
a más de pertinentes, accesibles para los muchachos, pues de eso depende el
éxito del aprendizaje y la enseñanza durante el semestre. Como quien dice: si,
por apenas poner un ejemplo, estamos en un curso cuyo asunto es ‘literatura y
vejez’ y la primera novela que escojo es El
obsceno pájaro de la noche, el fracaso está garantizado.
¿Pueden
asimilar, muchachos que por lo común jamás han leído completa y mucho menos con
rigor una obra literaria, esa novela de José Donoso? Seguro estoy de que no
pocos colegas, más inocentes que sus propios alumnos, dirían que sí e, incluso,
irían más allá: me acusarían de sobrado y de despreciador de las capacidades de
mis estudiantes, a quienes tan bien creo conocer. Y porque los conozco y
conozco el contexto en que se han educado es por lo que selecciono, o
seleccionaría en el caso que nos ocupa, algo menos denso y “especializado”;
algo que desde la primera página consiga atraer la atención y el interés de
muchachos demasiado jóvenes todavía y por ende demasiado proclives a la
distracción (contra la cual nadie -desde luego tampoco ella- está del todo
protegido).
A
la lectora de que vine a hablarles no la conocí ni en el Colombo, ni en la
Sergio Arboleda, ni en la Pedagógica, ni en La Salle ni en la Javeriana. Tiene
sesenta y seis años y nació en Aranzazu, un pueblo del norte del departamento
de Caldas. Allá comenzó y terminó la primaria; comenzó mas no terminó el
bachillerato porque, enamorada como estaba de mi padre (un machista
recalcitrante de los de su época), abandonó el colegio para casarse. Y como era
apenas natural en el mundo de entonces y más aún en la Colombia de entonces, mi
madre hubo de dedicarse, desde ese momento, de tiempo completo y en cuerpo y
alma a un esposo y a unos hijos que copaban toda su atención y cuidados,
dejando para siempre postergada la posibilidad de reanudar sus estudios algún
día.
Pero
no es que ese día no haya llegado nunca. Solo que cuando llegó y ella se
matriculó en un centro de validación diurno para cursar en un año los dos
grados de la secundaria que le quedaron haciendo falta, mi padre ejerció sobre
ella toda la presión que pudo para que desistiera, y lo consiguió. Lo que sí no
pudo conseguir, pese a haberlo intentado con todo el empeño de que era capaz,
fue impedir que esa mujer, sin cédula de ciudadanía a la edad de treinta años y
sin un diploma de bachiller, triunfara en el ámbito laboral gracias, en primer lugar,
a la dificilísima situación económica en que llegó a verse nuestro hogar allá
por los ochenta, así como a una fuerza interior desconocida que brotó de pronto
de su ser y que hasta hoy la acompaña.
En
este punto del relato resulta imperioso dar un salto de lustros para situarnos
en una época reciente y en una circunstancia particular. Mi madre ya había
coronado sus sesenta años y su madre, es decir mi abuela materna, discurría por
unos ochenta muy precarios en cuanto hace a sus facultades mentales, que
empezaron a menoscabarse notablemente. Creo que nunca antes a mi vieja la había
angustiado lo más mínimo la posibilidad de hacerse anciana. Pero ver así a la
abuela, sin la lucidez y la cordura que siempre le fueron habituales, no solo
la cuestionó sino que la hizo temer algo que ella considera insufrible:
envejecer, y morir, al margen de siquiera la realidad más inmediata y de un
mínimo de conciencia.
Yo,
por mi parte, aproveché la coyuntura para hablarle de los beneficios
maravillosos que garantiza una lectura constante y seria. Le mostré casos de
viejos que, no obstante ser octogenarios o nonagenarios, estaban más lúcidos
que cualquier niño o adolescente. Le referí el presente de Mario Vargas Llosa,
quien siendo muchísimo mayor que ella se mantenía más vigente que nunca y tan
prolífico como siempre. La invité a conferencias y conversatorios, a conciertos
y recitales. Le hablé de algunos de los libros que más me habían trastocado la
existencia y finalmente le sugerí que en adelante leyera, con esfuerzo y sin
pausa. La convencí.
Empecé
a pensar en obras literarias que no le fueran a suponer un fracaso prematuro y
cuyas historias se relacionaran con la vida que a ella le había tocado vivir, pues
no hay prodigio mayor que el de vernos reflejados, de uno o de muchos modos, en
el libro que leemos. Y así fue como vinieron Marianela (¿no tenía ella, acaso, dos hijos ciegos y una querencia
muy fuerte por el enamoramiento auténtico, como para que la cosa no
funcionara?), de don Benito Pérez Galdós; Matías
(¿no le había dicho una psicóloga malintencionada, cuando yo estaba aún muy
niño, que los ciegos éramos malos y resentidos incurables?), de Fernando Ponce
de León; El túnel (¿no la había amado
su marido, muy intensamente, pero con una desconfianza y unos celos rayanos en
el desvarío?), de Ernesto Sábato; Las
cenizas de Ángela (¿no había sido nuestra vida, al lado de un padre y
esposo amoroso pero irresponsable, un venero de vergüenza producida por las
escaseces y penurias económicas, que marcaron la infancia de sus hijos y la
juventud de ella?), de Frank McCourt; Lo
que no tiene nombre (¿no constituía, acaso, el tener un hermano
esquizofrénico y un hijo que rumia desde tan joven la idea del suicidio, una
motivación fortísima para enfrentarse a semejante testimonio literario?), de
Piedad Bonnet; Papá Goriot (¿no
sufría ella, mucho pero mucho mucho, con el desamor de que era objeto la abuela
por parte de dos de sus hermanos, es decir de un tío y una tía maternos míos?),
de Honoré de Balzac… A un libro lo sucedía otro -a El vuelo de la reina de Tomás Eloy Martínez vinieron a reemplazarlo
los cuentos de Wilde, a los que siguió Memoria
por correspondencia de Emma Reyes y a este, Crimen y castigo de ustedes ya saben quién-, y a una historia otra
nueva, que la conmovía tanto o más que la anterior.
Digamos,
pues, que el vicio más bello del mundo, el de las lecturas que valen la pena,
es decir el de las lecturas imaginativas y exigentes “no obstante” su
sencillez, ya había arraigado en mi madre, quien nunca antes había leído. Nada.
Ni citas textuales ambiciosas, ni poemas o cuentos, ni artículos de prensa ni
mucho menos ensayos o novelas. Digamos, pues, que el milagro más grande que me
ha sido permitido contemplar durante mi quehacer docente ocurrió, no en uno de
los salones de clase en que me he desempeñado como educador, sino en mi propia
casa; y no con uno de los miles de muchachos que hasta hoy he conocido, sino
con alguien que vivió su juventud hace ya mucho pero que, a ojos vistas, está
más vital que cualquiera de ellos gracias, entre otras cosas, a su nuevo, y
único, vicio.
Con
decirles que allá está, engomada, con una novela que le acabo de comprar para
que sintiera la magia de leer a una buena escritora japonesa, y dizque ansiosa
por terminar esa para adentrarse en La
Oculta de Abad Faciolince, que también le acabo de comprar. Ah, y para
aquellos que estén interesados en esa historia que por estos días tiene en vilo
a mi madre, su título es El cielo es
azul, la tierra blanca. ¿No les parece bellísimo ese nombre?