¡El destino, el hado, el fatum, que juega con nosotros
y reparte como quiere la baraja!
Fernando Vallejo
¿Acaso la única ascesis posible del escritor no
consiste en buscar precisamente en la escritura, a pesar de la indecencia, la
dicha diabólica y la desdicha radiante que le son consustanciales?
Jorge Semprún
Somos músicas que quedan en los otros.
Osvaldo Soriano
Cuando pienso que la infancia y parte de la adolescencia se me fueron
sin conocer y por ende sin haber aprendido a amar los libros, no sé si
felicitarme o recriminarme. Y es que por increíble que parezca, no tengo
recuerdos de profesores de la primaria o del bachillerato que nos hubieran compartido
un poema, narrado o leído un cuento, sugerido o forzado a leer una novela. ¡Ni
uno siquiera! Tampoco por casa, pese a haber crecido junto a un padre con fama
de buen lector y en modo alguno ignorante, se paseo nunca el genio de la
ficción. Como no fuera la ficción de ‘Kalimán’
o ‘La ley contra el hampa’, que oía,
con el alma en vilo, de lunes a viernes en Todelar; la de los partidos de
fútbol de los miércoles por la noche y los domingos por la tarde, que me
pintaban el mundo de azul y blanco cuando Millos ganaba y de gris o negro
cuando empataba o perdía; o la de algunas buenas telenovelas de la época (‘Gallito Ramírez’, ‘La historia de Tita’, ‘Los
ricos también lloran’, ‘Mi sangre
aunque plebeya’, ‘Lola Calamidades’,
‘San Tropel’…), que veíamos
exultantes y en familia, por entre los crujidos del maíz pira y el mecato de paquete.
Debía de tener trece años cuando un día, no recuerdo a instancias de
quién ni por qué, mi hermano me leyó, creo que sin pausa, Relato de un náufrago y tal vez catorce cuando leí, en una
grabación en casetes enviada al instituto de ciegos por la ONCE, El día del Chacal de Frederick Forsyth:
mi bautizo en la fe de la ficción, de la que soy devoto practicante desde
entonces. A partir de aquel momento feliz y durante los cinco años siguientes,
debí incluir dentro de mis actividades semanales una visita al INCI para
devolver el libro ya leído y escoger, sin mucho criterio y a penas orientado
por lo sugestivo del título, otra novela impresa en escritura braille o, en su
defecto, en esas cintas que grababan, casi siempre, locutores de dicción
perfecta y mejor lectura. De ese tiempo recuerdo algunas crónicas de Germán
Castro Caicedo, algunas historias de Gabriel García Márquez, un puñado de
libros de buenos escritores latinoamericanos y poco más. Lo suficiente sin
embargo como para haber resuelto, ahora sí con buen criterio, que iba a
estudiar una licenciatura en español e inglés, pues mi reciente gusto por los
libros corría parejas con el amor por las palabras que mi oído o mi
discernimiento juzgaban bellas.
Y llegó, poco antes de cumplir los para tantos añorados veinte años, la
universidad y con ella la posibilidad de oír hablar de libros a los que sabían
del asunto. A la profesora Gloria Rincón, cuya dialogante cátedra de literatura
universal sigue representando para mí lo más parecido a lo que debe ser la
enseñanza impartida por un literato; al profesor Guillermo Alberto Arévalo, cuya
pasión por la novela de Cervantes se me contagió al punto y para siempre; a la
profesora Bertha Osorio de Parra, gracias a quien leí, entre otras obras, Dublineses, de James Joyce y El despertar, de Kate Chopin; y al
profesor Enrique Hoyos Olier, a quien debo la gracia de haber conocido a Hester
Prynne y a Jay Gatsby, así como la aventura de haberme extraviado
irremediablemente en el abigarramiento y el peligro de las neoyorkinas calles
del Manhattan Transfer de John Dos
Passos.
Me gradué en el diciembre de 1998 y seguí haciendo hasta lo imposible
para leer los libros que algún día se mencionaron apenas o se recomendaron
expresamente en clase, la mayoría de los cuales era menester comprar ya que la
biblioteca del INCI no contaba con ellos. Una vez en mi poder, me correspondía
sobornar afectivamente a alguien a fin de que, gustosa u obligada por el
estrecho vínculo que a mí la unía, se sentara con una grabadora delante y
leyera, con abismales insuficiencias casi siempre, la obra de turno, desde
luego en voz alta y de principio a fin. ¡Y es que pocos se alcanzan a imaginar
lo que es irle dando forma a una lectura deficiente a medida que la cinta corre!
No obstante, sería injusto de mi parte si no aprovechara este momento para
recordar a dos lectoras que seguramente nada tienen que envidiarle a la María
Kodama de Borges, pues, además de sus voces acariciadoras y de su generosísima
disposición, la aventura lectora resultaba alucinante gracias a su vocalización
y entonación inmejorables. Sí señores: con Sandra Bogotá y con Alina Amézquita
recuerdo que leí, amén de muchos otros volúmenes de cuentos y novelas, El vuelo de la reina, Santa Evita, Celia se pudre, Un mundo para
Julius, Pantaleón y las visitadoras,
más novelas de Vargas Llosa y de Javier Cercas y cuentos de Felisberto
Hernández y… y…
Sabedor de que tenía todavía muchísimo que aprender como lector, me
matriculé en 2000 o en 2001 -por inverosímil que parezca, no acierto a dar con
la fecha exacta de ese suceso- en la maestría en literatura de la Universidad
Javeriana, que cursé en el doble del tiempo que se tarda un estudiante ansioso
de sumar ese título a su currículo. Me dije que se trataba, más que de coronar
esa meta, de disfrutar todo lo posible cada cátedra de autor, cada taller y
cada seminario en los que me inscribiera. También de ir leyendo, sin tanta
premura, ojalá todas o al menos buena parte de las obras incluidas en los
programas de cada asignatura, y de, descartando lo indeseable de la práctica
pedagógica de este profesor y apropiándome de lo valioso de la de aquel,
definir cuáles iban a ser las estrategias didácticas que habría de emplear en
caso de que el fatum de que habla Vallejo en su epígrafe me tuviera destinado a
impartir lecciones de literatura.
Como en la Pedagógica, en la Javeriana conocí o me reencontré con
profesores que, a veces para mal aunque casi siempre para bien, me hicieron
renegar de la academia o sentirme unido a ella indisolublemente. Entre los
segundos -de los primeros no vale la pena ni hablar- se cuentan Alfonso
Cárdenas Páez, de quien aprendí la mayoría de conceptos de veras útiles de la
teoría literaria; Cristo Rafael Figueroa, quien fue una invaluable ayuda para
la elaboración de mi monografía; Betty Osorio, con quien pese a todo recorrí
los tortuosos caminos de la secta de los ciegos y, cómo no, Luz Mary Giraldo,
de lejos la mejor profesora de literatura que me tocó en suerte.
Pero en esta lacónica reseña de mi historia como lector ciego (al
imprimirse con tinta, los libros sencillamente no fueron pensados para
nosotros) no puede faltar un reconocimiento a dos otrora compañeros de
libaciones semanales, quienes, luchando contra mi testarudez de lector
romántico que no estaba dispuesto a cambiar las voces femeninas de sus casetes
por la que imaginaba demasiado robótica de un computador, insistieron y
persistieron hasta que, más escéptico que ilusionado, accedí por lo menos a
intentarlo. Y con el intento vino el súbito pero definitivo cambio de época:
desaparecieron de mi estudio las cintas magnéticas y las grabadoras de
periodismo, que me habían sido indispensables hasta ayer no más. Ahora leía
todo cuanto quería gracias a mi ordenador y a su lector de pantalla, que a diferencia
de mis María Kodamas no se extenuaban ni sufrían de las alteraciones del ánimo
que les son tan propias a ellas. Ahora tenía una biblioteca virtual para ciegos
desde la que podía bajar hasta cien libros al mes. Ahora mi problema no era la
escasez, sino la sobreabundancia, que también me hacía sufrir: ¿a qué hora iba
a leer a tanto buen escritor y tantos libros tanto tiempo codiciados si solo
tenía una vida -Cómo que una vida: apenas lo que me quedaba de ellA- por
delante? Ahora me fustigaba por no haberles hecho caso a Carlos Parra y al
Polaco justo cuando, entre cerveza y cerveza, me empezaron a compartir su
asombro.
El caso es que hoy, y luego de probar las muy distintas formas de
selección que tiene un lector codicioso que se halla perdido y feliz en medio
de una inmensa biblioteca, escojo mis libros -tres para leer de forma
simultánea: por lo general un volumen de cuentos, una novela y uno de no
ficción, o uno de no ficción y dos novelas o…- ayudado por el bendito azar, que
decide por mí. Así fue como llegué, hace poco más de un mes, a tres de esos
libros inolvidables que nos hacen prometer mientras los leemos con ganas de que
nunca terminen que algún día, ojalá no muy lejano, emprenderemos la relectura a
que su inteligencia nos obliga.
Peroratas
No soy experto en nada ni me afana serlo, pero si algún día alguien me
preguntara que cómo se puede leer a Vallejo con eficacia, le diría que hay, a
mí juicio -el de otros, en este preciso momento, carece para mí de
importancia-, dos caminos que necesariamente llevan a un mismo sitio: a la
conclusión de que nos hallamos ante un escritor que, como pocos -poquísimos-,
de verdad posee un estilo literario propio e inconfundible y, por contera,
inimitable. Es decir, único e irrepetible. El primero de esos caminos va de Peroratas a su ficción y, el segundo, en
sentido contrario. Justamente la forma en que yo lo he leído: de Los días azules y Los caminos a Roma y La
virgen de los sicarios y La rambla
paralela y Entre fantasmas y El fuego secreto y El desbarrancadero y Años de
indulgencia a este libro maravilloso publicado por Alfaguara en 2013.
(Empero, no fue ninguno de esos tomos de la gran novela del escritor
antioqueño lo que yo de él primero leí ni como tuve noticias de su existencia
imprescindible, sino una entrevista suya en un periódico que un gran amigo de
años de pregrado me leyó, asombrado como yo con tanta hondura. En ella, el
entrevistador le preguntaba (como apelo a duras penas a mi frágil memoria y
como no quiero confrontar ese recuerdo con un seguro hallazgo tras una busca
paciente en la internet, me sabrán disculpar las imprecisiones) sobre una solución
a nuestro más que tripartito e interminable conflicto armado. A lo cual,
recurriendo a su ironía clarividente, contestó nuestro heresiarca poco más o
menos lo siguiente. Imaginemos que en nuestro poder obra un arsenal atómico con
el que podemos exterminar hasta el último guerrillero, hasta el último
paramilitar, hasta el último policía y militar, hasta el último político y -no
sé si invento- hasta el último cura. Y pregunta y se pregunta acto seguido:
¿resolveríamos así el problema? Un no rotundo fue lo que inmediatamente oí de
labios del amigo que me leía, seguido por la explicación más lúcida que nunca
antes nadie ni nunca después me haya podido dar nadie para esta certidumbre que
me embarga desde siempre de que nuestros problemas de pueblo violento son
insolubles: pues porque quedan los colombianos, dijo, dejándome cegado con
tanta luz y resuelto a leer cada una de sus publicaciones y cada una de sus
entrevistas en los medios.)
Los lectores que cultivan una especial querencia por un escritor que les
ha calado hondo con sus libros y sus palabras, seguramente entienden la
impaciencia y la devoción con que cogí Peroratas,
lo apreté entre mis manos, le retiré el plástico con que en la editorial lo
cubren para que no se aje intempestivamente, lo olí abriéndolo al azar y lo
ojeé por todas partes antes de disponerme para el acto más íntimo que conozca
el ser humano; tan íntimo como la oración a solas, pero muy superior a ella por
su duración y su intensidad, que rebasan con creces las de cualquier plegaria e
incluso las de cualquier coito -el cual, por requerir de dos, termina no siendo
tan íntimo como se cree-: para el sacro acto de la lectura. Del que no
esperaba, créanmelo, ni novedades ni enmiendas ni vacilaciones; solo
reiteraciones y convencimientos y verdades personales que acaso busquen
persuadir mas no imponerse. Jamás imponerse.
Y no andaba yo errado. En Peroratas
me fui topando, texto tras texto, con las “machaconerías” que definen la
unicidad del pensamiento de Fernando Vallejo y que lo diferencian del resto de
los mortales de su época y de las precedentes. Con su desprecio no a las
mujeres por simplemente serlo sino a las paridoras irreflexivas; con su
conminación a detener a todo trance la reproducción insensata de los
insensatos; con sus ataques desembozados contra esas iglesias -¿cuál no?- Que
propugnan la irresponsabilidad de la procreación indiscriminada. Con su amor
por los animales y su defensa sin tregua a favor de aquellos que, como los
humanos, tienen un sistema nervioso complejo; con sus arremetidas en contra de
los taurófilos y de quienes se divierten matando, sin aventurarse a ningún
riesgo, elefantes y osos; con su devoción al recuerdo de su Bruja, amor que
solo puede equipararse al que le inspira el recuerdo de su abuela Raquel
Pizano. Con su desaprobación a los políticos de toda laya y a los papas de
cualquier época. Con su inquina contra las narraciones omniscientes y los
escritores que apelan en sus relatos a los narradores que se hallan por fuera
de la diégesis. Con su infinito amor por Colombia, disfrazado de odio en sus
diatribas.
Pero Peroratas es mucho más
que reiteraciones y convencimientos y verdades personales. Es, cómo negarlo, la
constatación de que en Fernando Vallejo residen, a más del “novelista” -tengo
para mí que para su ficción habría de crearse otro nombre o nominar un nuevo
género narrativo-, un ensayista provisto de agudeza y erudición a espuertas, al
tiempo que un periodista de investigación indócil y dispuesto a publicar sus
hallazgos, trátese de quien se trate el encartado.
Entre sus ensayos destacan ‘El
gran diálogo del Quijote’, un texto en el que, con su impronta
inconfundible, abunda en las revelaciones que tres lecturas de la novela de
Cervantes han propiciado y en el que les espeta a esos que se lo toman
demasiado en serio a él como escritor que “para mí todos los libros son
mentira: las biografías, las autobiografías, las novelas, las memorias…”. ‘La verdad y los géneros narrativos’,
donde pone a prueba su método y su incisión para validar hipótesis que juzga
acertadas en lo tocante a muy diversas formas de narrar y donde el lector puede
hallar esta afirmación suya bastante en consonancia con la anterior, que echa
por tierra el infundio que propalan muchos en el sentido de que nos encontramos
ante un sectario y un intransigente a su manera: “La verdad cambia según las
épocas, los idiomas, las religiones, las personas, y no bien pasan los hechos
éstos se embrollan en las memorias, y las palabras que dijimos o que dijeron
otros se las lleva el viento. La verdad no existe; existen muchas verdades,
cambiantes, una para cada quien y según el momento”. ‘Leyendo los evangelios’, donde con la misma desenvoltura que exhibe
en el ensayo dedicado a don Quijote se aplica a desnudar las fisuras y las
inconsistencias de los escritos de “don Mateo, don Marcos, don Lucas y don
Juan”, que salen harto mal librados luego del examen. Y ‘Los crímenes del cristianismo’, un texto que compendia su bien
conocido tratado La puta de Babilonia.
Por otra parte, el encartado de su ejercicio de periodismo investigativo
es nada menos que “Juan Carlos Borbón, alias su majestad don Juan Carlos I de
Borbón”, quien en el otoño de 2004, en los aledaños de los Cárpatos, “mató a
escopetazos a nueve osos, una osa gestante y un lobo y dejó malheridos de bala
a varios otros animales que medio centenar de ojeadores le iban poniendo a su
alcance de suerte que los pudiera abatir alevosamente”. Y como Coronell cada
semana, salvo que con mayor valor y temeridad por ser quien es su diana, el
escritor carga contra el monarca, a quien tilda, para comenzar, de “mujeriego,
buen vividor, borrachín y corrupto”. De “bellaco”, “pobretón”, amigo de delincuentes
e “inmoral”. De “torpe de lengua”, compinche de dictadores, limosnero y mal
pagador. De cómplice de presidiarios y prófugos de la justicia, “impúdico
monarca”, “zángano real” y nieto de reyes frívolos. De descendiente de déspotas
tarados y vergüenza de la humanidad. De todo eso lo acusa sin temer represalias;
sin preocuparse de la amenaza que representa, al decir del propio escritor, el
artículo 490 del código penal español. Que a él no le da alcance porque lo suyo
no son calumnias ni injurias. Lo suyo son valor y argumentos.
La escritura o la vida
Ya sé que es una perogrullada -¡qué lo va a ser!- afirmar que, a la hora
de emprender la escritura de un libro, todo buen escritor pone mientes en quién
habrá de ser su lector. En cuánto talento y conocimiento habrá de tener quien
se siente ante ese texto suyo para dialogar de tú a tú con él o siquiera para
arrancarle un mínimo provecho. En quién definitivamente queda excluido de la
aventura, ya sea por falta de destrezas lectoras o por carencias culturales. Y
también sé que lo es -¡qué va a serlo!- afirmar que, incluso si el posible
lector satisface plenamente las “exigencias” del autor, hay obras que no
consiguen seducirnos, por muy dispuestos que estemos a dejarnos conquistar por
ellas. Pues bien, mi encuentro con este volumen de las memorias de Jorge
Semprún que muchos llaman novela y que comienza con una imagen que combina perplejidad
y vacilación en iguales cantidades, estuvo presidido por la buenaventura de ser
yo, si no su lector ideal, al menos un interlocutor capaz de debatir con él de
modo sensato e incluso inteligente, y por la dicha de haberle hallado, desde el
mismísimo título, el tono y el ritmo y la forma y el fondo.
El autor sabía, y lo fue corroborando a través de los años, que la
inmediatez de los hechos de esa guerra de que fue testigo y víctima -más lo
primero que lo segundo, según concluye en distintos momentos de la narración-
le habría conferido a un texto que hubiese empezado a escribirse a poco de su
paso por los horrores del campo de exterminio de Buchenwald un tono tal vez
demasiado vindicativo y dolorido; en absoluto depurado por el paso del tiempo,
que es sin duda el único que logra cauterizar las heridas más hondas. Y sustentado
en esa certidumbre, supo esperar cuarenta y dos años para acometer la escritura
del único libro que no habría querido morirse sin terminar y sin publicar, para
lo cual hubo de trabajar, si bien con ciertos intervalos, siete largos años de
una vida regida por la paciencia a que se ve obligado aquel que lo que persigue
no son los premios literarios, ni la figuración en los medios, ni la fama o la
riqueza que se derivan de ella, sino la posteridad en el parnaso. Se trataba,
pues, de hallar la distancia justa con respecto a lo que presenció y padeció
para que el tono, madurado por los decenios transcurridos, no fuera simplemente
el de quien señala con el índice y adjudica responsabilidades, sino el del
intelectual capaz, si no de explicarlo y explicárselo todo, al menos de
reflexionar y sopesarlo todo. De revivirlo y recrearlo todo para que el lector,
atónito a veces e indignado las más, concluya lo que su penetración le permita.
Resulta pasmoso, por otro lado, que una obra como esta de Semprún, tan
erudita y profunda en sus disquisiciones, tan culta y de miras tan elevadas, se
haya erigido sobre cimientos tan musicales y rítmicos. De proposiciones cortas
e incisivas (“Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en
Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana, en las
duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio”), La escritura o la vida, cuyo primer título amenazó con ser La escritura o la muerte, es dueña de un
fraseo que no es el característico del ensayo literario, del que por demás
participa. Tampoco el del cuento o el de la novela, con los que tiene nexos que
saltan a la vista. Ni siquiera el de la poesía, de la que tan a menudo se nutre
y en la que a menudo incursiona sin complejos (“Se puede expresar el amor más
insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de
adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco.
Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar
la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir […],
el labio fértil”). El suyo, en cambio, sí es un fraseo que flota por sobre los
géneros y las posibilidades, limitadas de la mayoría. Un fraseo que trasciende
épocas y maneras de contar, sin que se apegue a ninguna en particular aunque
valiéndose de todas con gran inteligencia.
Pero si el tono y el ritmo de este libro maravilloso que el azar me puso
delante son dignos de exaltación, cuánto más la forma, que no se resigna a simplemente
deslinealizar la secuencia de los sucesos de la ficción. Porque Semprún es, que
no nos quepa duda, un escritor “demasiado” ambicioso como para querer seguir
porfiando en la utilización a secas de esa técnica explotada hasta la
extenuación de sus recursos, desde hace ya tanto tiempo y por tantos y tantos
escritores de todas las latitudes. De modo que se propone, y consigue,
resemantizar la revolución que supuso la ruptura de la más estricta cronología
dentro del discurso narrativo, tomando algunos de sus elementos y
transformándolos a su antojo para que le permitieran contar algunas de sus
peripecias vitales como seguramente le habría gustado que otros le contaran las
suyas: retándolo a él y a su inteligencia para que le pusieran orden al caos.
Y es eso, justamente, a lo que el lector de La escritura o la vida se ve abocado: a estudiar los mil pedazos
del edificio narrativo que yacen dispersos por todas partes y a buscarles
acomodo en la estructura de la trama; a irla erigiendo poco a poco, cerciorándose
de que cada analepsis case con su prolepsis y de que cada presente de la
narración cobre sentido a partir de cada presente de la escritura; a irle dando
forma a un mundo que tiene la particularidad de que se reconstruye con cada
nueva lectura ingeniosa o permanece increado tras cada lectura fallida. Una
característica no de la narrativa en sí misma y por sí misma, sino de las
mejores invenciones literarias entre las que, sobra decirlo, destaca este
segundo acierto editorial que aquí se reseña.
Las secuelas de la guerra reflejadas en la expresión de una mirada, la
imposibilidad de que la imaginación se figure el horror que de otros hizo
presa, la poesía que con él pugna para impedirle que lo cubra todo, el estupor
que causa en algunos combatientes la muerte del “enemigo”, el desasosiego que
esa muerte pero ahora pútrida de los amigos causa en el ánimo de quien la acunó
en sus brazos. La paulatina apostasía política a que conducen unos principios
aprendidos de las no escritas leyes de los dioses, la soberbia del intelectual
que ni siquiera las humillaciones de esa guerra consiguen doblegar, la
persistencia de las huellas de ese horror en apariencia superado en las
pesadillas del presente, el retorno a un bosque de la belleza vital en forma de
alas y de trinos, la trascendencia de algunos encuentros casuales que dejan de
serlo tan pronto se producen. La inefabilidad de esa mirada que le capta al
cuerpo de que procede amores de ocasión, la tortura que saca a ese cuerpo del
letargo en que vivió hasta entonces, las libaciones de posguerra que aúpan al
que se entrega a ellas al éxtasis o lo hunden en la desesperanza, la
incomunicación que se produce entre los implicados en la guerra y los ajenos a
ella, la saludable evitación de cualquier discurso victimista. La moral
intransigencia con los crímenes por razones políticas procedan de donde
procedan, la erudición de quien consagró toda su vida a las lecturas más
exigentes, la subversión de la buena literatura frente a los mitos de las
ideologías de todo tipo, el exilio como oportunidad de arraigar en una segunda
patria donde se termina por no ser extranjero, el providencial acto de valor de
un desconocido que nos preserva la vida. Veinte temas de una “novela” sin
fondo, no porque no tenga ninguno sino porque no se puede dar con él, por más
que se alcancen sus entrañas y entre ellas se bucee.
Memorias del Míster Peregrino Fernández
Los que compartimos las manías -benditas sean- por la literatura y el
fútbol, coincidimos siempre o casi en torno a los mismos nombres: Eduardo
Sacheri, Mempo Giardinelli, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Albert Camus, Milan
Kundera y, desde luego, Osvaldo Soriano: el único que jamás está ausente de
ninguna lista. Porque decir que se la ama a ella tanto como a él o viceversa y
no conocer la obra del artífice de lo que algunos han denominado “realismo
mágico patagónico”, equivale a afirmar que se es un devoto de la música culta
que no obstante no sabe quién fue Christoph Gluck. Y no exagero un ápice.
Creador o recreador (su ficción nos hace sentir a cada paso el peso de
lo autobiográfico) de personajes rocambolescos o, si se prefiere, peculiares,
Soriano construye uno que llega a superarlo a él en fama. Procedente de la
bruma del mito que define su vida mejor que nada, el Míster recala en la
Patagonia que habita el autor para poner del revés con sus excentricidades de
entrenador el fútbol que allí se practica y para sellar, con este gesto y sin
saberlo o posiblemente presintiéndolo, un destino común que al cabo de décadas
habrá de concretarse: “Peregrino Fernández desapareció de un día para otro,
pero antes de irse dejó un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y
mal hilvanada: ’Cuando Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados
va a ser un crack’.” Con todo, su concreción poco -muy poco- tiene que ver con
el acierto de ese vaticinio y mucho -muchísimo- con la imaginación literaria y
la pasión por el cuero.
Hubieron de pasar bastantes años -décadas en todo caso- para que el
otrora director técnico y el futbolista que jamás pasó de ser una promesa se
reencontraran, ahora en circunstancias más dialógicas que deportivas, y echaran
a andar aquella labor conjunta que la vida les tenía reservada: escribir, a
cuatro manos, la biografía de este hombre viejo y ya casi ciego, reducido a una
silla de ruedas, desde la que empieza a dictarle a su amanuense sus memorias:
“Imagínenme así: un metro setenta y cinco, más bien
flaco, bigote ancho como el que llevaba mi abuelo a principios de siglo. Ha
vuelto a ponerse de moda. Pelo abundante y descuidado, patillas cortas. Llevo
sombrero tumbado a media frente. Tengo carácter huraño y alma de calefón. Me lo
dijo una chica que crucé en Marsella el día que escapamos de la gran guerra,
allá por el año treinta y ocho. Ahora ya lo saben: me derriten las palabras
amables y las mujeres que fingen timidez. Me llamo Gustavo Peregrino Fernández,
pero la profesión me privó del primer nombre y me regaló otro, doctoral y
vulgar: Míster. Míster Peregrino Fernández, entonces. Llevo muchachos a correr
por los potreros de algún olvidado rincón de la patria. Trato de que se porten
bien y dejen en la cancha lo mejor que tienen. Que no corran como poseídos
detrás de la pelota. Voy de acá para allá por la parte fea del mundo. Soy un
ganador incomprendido, corro por la sombra, tomo trenes y colectivos bajo la
tormenta. Estoy en un rincón de la Patagonia en el año cincuenta y ocho…”: una
caracterización que lo entronca con los de la estirpe del Maqroll de Mutis.
El lector no sabrá jamás si el escritor tuvo alguna vez la intención de
modelar según su criterio literario los recuerdos de su narrador y protagonista,
o si este comienzo tan auspicioso lo disuadió de hacerlo. Lo cierto es que Soriano,
que acude cada tanto al hospital geriátrico en que Fernández se encuentra
recluido, oficia “apenas” de transcriptor del pasado de su personaje, que en
vano lo conmina a que borre aquello de allí o a que morigere esto otro. Su trabajo
consiste, se infiere a la postre, “escasamente” en pasar de la grabadora con
que uno se lo figura delante de sí al papel las palabras del discurso febrático
pero coherente del anciano, que ha vivido mucho y leído más. Y es que el Míster
Peregrino Fernández es, ante todo, un lector de tiempo completo que va desgranando
sus historias inverosímiles desde la gavia que ocupa en tierra. Un contador de
empresas y tribulaciones y peripecias siempre festivas que nunca dejan al lector
indiferente. Tal vez vacilante, pero no impertérrito, porque lo maravilloso -y
estas memorias lo son- se caracteriza justamente por precipitarnos en la sima
sin retorno del asombro.
Así pues, en este tercer libro que el azar me puso delante fluyen, ingrávidos,
los diálogos. Lo mismo que lo hacen la prosa de los recuerdos propios y la
escritura ajena. En él nada hay descolocado. Nada hay forzado u obligado a
figurar sin quererlo. En él todo cuadra, todo encaja. Todo: el lunfardo
anacrónico de Arlt que el memorioso “escritor oral” recuerda al pie de la
letra; sus amistades probables o improbables con los notables de otros tiempos
que ahora son historia; sus infundios manifiestos y sus verdades fantasiosas; sus
amaños de argentino que no concibe la derrota. Pero antes que nada su mirífica
distorsión a lo culebrero paisa de la realidad, con lo que concluye este recreo
crítico:
“En el estadio me tuvieron cuatro días encerrado
comiendo papas y porotos hervidos, entrenando con los mutilados de guerra. Yo
casi era uno de ellos. Tenía una rajadura en la frente que cada vez que
cabeceaba me dejaba loco. Una costilla fisurada por una patada que me habían
dado en el campo de concentración por lavar mal las cacerolas, así que ni pensar
en parar la pelota con el pecho. Las piernas me funcionaban más o menos bien y
esa era una gran ventaja respecto de mis compañeros. Tenía que pensar cómo
darle los pases a cada uno según sus carencias: al wing derecho le faltaba el
ojo izquierdo, de manera que no vería nada que le tirara para ese lado. El
centrojás llevaba un corsé en el cuello y no podía cabecear ni mirar a los
costados. El insider izquierdo, ya te conté, era rengo y apenas se desplazaba a
los saltos. En cambio, el wing era un gurrumín medio sordo a causa de una
granada que cayó en su trinchera y tenía que manejarlo por señas. Tarmanowsky
era manco, pero se defendía bastante bien. Me tranquilicé un poco cuando me
dijeron que los del Estrella Roja estaban todavía más estropeados que nosotros
porque venían del frente sur, donde los alemanes les tiraban con metralla,
granadas y bombas incendiarias. Me anticiparon que el arquero calzaba botas
ortopédicas y que el back central sufría amnesia continua, es decir que ni
siquiera sabía qué partido estaba jugando…”.
Epílogo con gratitud
Muchísimos hay que, aquejados de bibliofobia, desconocen los deleites de
la lectura. Muchos hay que, conociéndolos, no se entregan a ella con la
devoción que se requiere. Algunos hay que, entregándose, escaso provecho sin
embargo obtienen. Pocos hay que, obteniéndolo incluso, conquistan la autonomía.
Poquísimos hay que, autónomos de veras, juegan con las posibilidades y proceden
con criterio. Con el tiempo, llegué por fin al último de estos estadios: el
único en que un lector puede ser auténticamente feliz. Claro está que no sin
haber sufrido antes el primero, el tercero y el cuarto.