Leer es un acto de
índole informativa; lo verdaderamente literario es releer
Javier Cercas
Conocí a Larsen antes que a Bernardo Davanzatti, y a Andrés Ábalos antes
que a Gregorio Magno Pontífice Camargo. Pero a los cuatro los conocí más o
menos por la misma época: digamos entre los veinte y los treinta años, cuando
somos todavía lectores demasiado impresionables y estamos con exceso ávidos de
llenar la horma de la vida con ficciones que la completen. Dicho de otra
manera, los conocí en días en que solo se tiene tiempo para leer un libro tras
otro, mas no para pasar lo ya leído y reseñado como muy bueno por el tamiz de
la relectura.
De Larsen recuerdo haberme quedado con la sensación de que vivimos para
aparentar o de que vivimos representando. De Davanzatti heredé la certidumbre
de que hay una inmensa mayoría de personas para las que todo deseo de
perpetuidad se queda varado en la frustración, con independencia de cuán duro
se trabaje para materializarlo. De Ábalos saqué en claro que el poco conocido
’demonio del mediodía’ es un fenómeno que acecha y urde asechanzas en contra
del que evade las experiencias vitales, sencillamente para no sufrir más que lo
ineludible. De Camargo entendí que la soberbia de los hombres no la perdonan
los dioses, que la castigan sin contemplaciones. Y de estos cuatro yoes de
papel, cada uno con sus circunstancias, aprendí que todos los caminos,
literarios o no, conducen indefectiblemente al fracaso. Al fracaso de los
hombres, que no es la simple disolución a que están destinados nuestros
hermanos menores.
Como quise ser riguroso con mi recuerdo y con la cronología de mis
lecturas, releí a partir del 1 de enero de 2013 y en su orden El astillero, de Juan Carlos Onetti; Basura, de Héctor Abad Faciolince; Coronación, de José Donoso y El vuelo de la reina, de Tomás Eloy
Martínez. A ellos debo y agradezco, como a tantos otros escritores, su aporte a
mi museo de voces fictivas: personajes cojonudos a los que consulto y con los
que me enzarzo en ácidas disputas que me ayudan a entender el mundo. ¿Habrá
acaso una mejor forma de enganchar a un lector para rato o de por vida que
“infligirle” una de estas existencias narrativas que terminan por arrasarlo y
avasallarlo?
Fabricarse una ficción de vida para disimularlo
A muchos les sucede lo que a Larsen: odiar una ciudad -Santa María, en
su caso-, pero no poder zafarse de ella y por el contrario volver a ella como
recae el relapso en su vicio. Y eso lo sabe el lector devoto de Onetti, para
quien Santa María y Larsen forman un vínculo simbiótico. Una ciudad que nada le
ofrece a un hombre que se obstina en hallar dentro de sus límites e incluso
extramuros la interpretación de una vida por completo carente de cualquier
grandeza, y empedrada de pequeñas derrotas que forman una colosal. Un hombre
con una única ambición (gobernar con éxito un prostíbulo que aprese su mundo y
compendie sus aspiraciones), que pese a su exiguo tamaño, se frustra antes de
concretarse del todo, y cuando se concreta, no sobrevive más allá de la primera
ilusión. Pero volvamos al último presente de Larsen en Santa María.
Sin un destino que justifique su retorno a la ciudad luego de cinco años
de ausencia, el protagonista de El
astillero, como orientado por un olfato que no puede sino oler el fracaso,
recala en los restos de lo que fue en otro tiempo un emporio familiar de
repercusiones nacionales e incluso continentales, para hacerse cargo de la que
habrá de ser la última mentira de su vida ya gastada por los años, los vicios y
la mala suerte, y de la que queda en pie apenas la conciencia del que simula
para los demás, ya que para sí no puede hacerlo impunemente:
“Están tan locos como yo, pensó. Había hecho
retroceder la cabeza y la mantenía inmóvil en el aire frío, los ojos salientes,
la pequeña boca desdeñosa y torcida para sostener el cigarrillo. Era como
estarse espiando, como verse lejos y desde muchos años antes, gordo,
obsesionado, metido en horas de la mañana en una oficina arruinada e
inverosímil, jugando a leer historias críticas de naufragios evitados, de
millones a ganar. Se vio como si treinta años antes se imaginara, por broma y
en voz alta, frente a mujeres y amigos, desde un mundo que sabían (él y los
mozos de cara empolvada, él y las mujeres de risa dispuesta) invariable,
detenido para siempre en una culminación de promesas, de riqueza, de
perfecciones; como si estuviera inventando un imposible Larsen, como si pudiera
señalarlo con el dedo y censurar la aberración. Pudo verse, por segundos, en un
lugar único del tiempo; a una edad, en un sitio, con un pasado. Era como si
acabara de morir, como si el resto no pudiera ser ya más que memoria, experiencia,
astucia, pálida curiosidad.
«Y tan farsantes como yo. Se burlan del viejo, de mí,
de los treinta millones; no creen siquiera que esto sea o haya sido un
astillero; soportan con buena educación que el viejo, yo, las carpetas, el
edificio y el río les contemos historias de barcos que llegaron, de doscientos
obreros trabajando, de asambleas de accionistas, de debentures y títulos que
anduvieron, arriba y abajo, en las pizarras de la bolsa. No creen, me doy
cuenta, ni siquiera en lo que tocan y hacen, en los números de dinero, en los
números de peso y tamaño. Pero trepan cada día la escalera de hierro y vienen a
jugar a las siete horas de trabajo y sienten que el juego es más verdadero que
las arañas, las goteras, las ratas, la esponja de las maderas podridas. Y si
ellos están locos, es forzoso que yo esté loco. Porque yo podía jugar a mi
juego porque lo estaba haciendo en soledad; pero si ellos, otros, me acompañan,
el juego es lo serio, se transforma en lo real. Aceptarlo así (yo, que lo
jugaba porque era juego) es aceptar la locura.»”
Ni Larsen, ni Gálvez o Kunz -sus dos únicos “subalternos”-, ni mucho
menos el viejo Jeremías Petrus -dueño de las ruinas que fueron emporio y
artífice de esta pantomima de cuatro fantoches- representan, con el candor del
ocioso sin apremios económicos (según parecen insinuarlo las palabras del
protagonista), sus papeles dentro de la farsa. Es la desesperación del que no
tiene alternativa lo que los hace concurrir en ese no lugar de la utopía
onettiana, en un tiempo que no se rige por el calendario, sino por las señas
inequívocas de la decadencia física que acusan sus cuerpos y por las desdichas
que cada cual rumia. Todos (así lo prueba el desarrollo de la diégesis) tienen
la suerte echada; para ninguno hay redención. Y cabe entonces la pregunta: si
estos cuatro personajes -algún chalado habrá que aduzca que el viejo Petrus sí
está loco de remate- no son propiamente presa de la “privación del juicio o del
uso de la razón”, ¿qué enfermedad humana es la que los arrastra a semejante
estadio de la resignación?
Al protagonista, de quien no se conoce familia, ni vínculos afectivos
que a nadie más que a él lo aten, y que es quien verdaderamente nos interesa,
lo impele hasta Puerto Astillero una fuerza que no es del todo volitiva, una
suerte de designio de un poder intangible pero omnipresente que parece ocuparse
de los éxitos de unos, de las mediocridades de otros, de las derrotas de los
demás y de la muerte de todos. Ninguna enfermedad del cuerpo aqueja, haciendo
que pierda la voluntad, al titular de esta vida sin éxitos, sembrada de
naderías y negaciones y pronta a afrontar la muerte, como no sea aquella que
todo abarca y lo trastorna todo, y más que nada eso que algunos llaman libre
arbitrio, a saber: la frustración.
Falto incluso de arrestos para acabar con todo de una puta vez pese a
que siempre lleva en el pecho su revólver (su única posesión sobre la Tierra),
Larsen va a prolongar la representación a que fue destinado hasta que nadie
más, aparte de una mujer miserable y sola que pare como puede en el tugurio que
habita, quede sobre el escenario en que se le vio quemar, después de apurar con
la sirvienta los últimos polvos de su existencia maldita por los dioses, el
falso salvoconducto a la felicidad en forma de contrato que esa misma tarde le
pidió a Jeremías Petrus que redactara y firmara. Ahora sí desposeído, está
listo para reintegrarse a la nada:
“Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la
casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza que
llamaban ventana y que cubrían en parte vidrios, cartones y trapos. Vio a la
mujer en la cama, semidesnuda, sangrante, forcejeando, con los dedos clavados
en la cabeza que movía con furia y a compás. Vio la rotunda barriga asombrosa,
distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes
apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo
y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi
corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después
el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación
invisible, de maderas y charcos podridos. […] Cuando pudo ver se miró las
manos; contemplaba la formación de las arrugas, la rapidez con que se iban
hinchando las venas. Hizo un esfuerzo para torcer la cabeza y estuvo mirando
-mientras la lancha arrancaba y corría inclinada y sinuosa hacia el centro del
río- la ruina veloz del astillero, el silencioso derrumbe de las paredes. Sorda
al estrépito de la embarcación, su colgante oreja pudo aún discernir el susurro
del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el
hierro. […] Murió de pulmonía en El Rosario antes de que terminara la semana y
en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.”
Y con su muerte, acaecida en el más absoluto anonimato, concluye la
necesidad vital del fingimiento que debía ocultar el fracaso a que estuvo
irremediablemente ligada la existencia del personaje más querido de Juan Carlos
Onetti.
Un no de Fortuna es un no rotundo
La gloria que ambiciona todo artista no se rige -es una lástima que así
sea- por la incontinencia refranera de Sancho Panza ni mucho menos. Y Bernardo
Davanzatti puede dar fe de ello.
–El que trabaja sí come paja y al que madruga Dios no lo ayuda -atajaría
el protagonista de Basura al
escudero, si hablar pudieran. Porque este escribidor, con similar pasión a la
de Pedro Camacho salvo que con la mira puesta él sí en el parnaso, hizo toda su
vida lo que prescribe el proverbial saber del gobernador de Barataria: trabajar
y madrugar. Madrugar para trabajar. Leer y escribir. Escribir y leer. Sin tregua.
Atormentado por la conciencia de su fracaso, consciente de su ostracismo artístico,
pero tenaz y persistente.
De Davanzatti se sabe que publicó dos novelas tituladas Diario de un impostor y Adiós a la juventud; las cuales,
fantasmas como su autor, pasaron inadvertidas incluso entre sus allegados. Que
en tiempos ya remotos trabajó en El Espectador, donde tampoco se conserva un
recuerdo de su paso por allí como comentarista de libros. Que, vergonzante,
decide un día cualquiera no volver a compartir con nadie sus reflexiones, las
más de ellas de este tenor: “Tal vez las únicas voces que somos capaces de
escuchar realmente sean las voces de los muertos. El problema es que nadie
puede escribir después de muerto; de ahí que la solución sea vivir como si se
estuviera muerto y seguir escribiendo, pero nunca publicar nada. Más aún: sin
siquiera tener la menor intención de publicar nada”. Que, fiel a las palabras
de la cita, el escribidor gasta la vida como si estuviera muerto, escribiendo
para sí y para la basura, pero sin publicar nada; más aún: “sin siquiera tener
la menor intención de publicar nada”.
Vive solo, y sordo, de resultas del abandono de su mujer y su hija y del
golpe recibido en una cárcel estadounidense de manos de un guardián
respectivamente, en un apartamento de Medellín en el que a nadie espera nunca.
Tiene pocos amigos con los que rara vez se encuentra, y ni siquiera comparte su
soledad (como sí lo hace el protagonista de ese bellísimo cuento de Manuel
Rivas titulado ’El amor de las sombras’)
con una mascota que la dulcifique un poco y barnice su tristeza. Piensa mucho,
piensa todo el tiempo, y revela este escrúpulo que suena -no más suena- a
contrasentido en boca de un literato: “Supongo que ha habido escritores
locuaces y escritores silenciosos. Hablar y escribir son para mí ejercicios
completamente distintos. Pertenezco más al género de los parcos que al de los
locuaces, y cada vez más, por motivos obvios. Seguí siempre el consejo de aquel
personaje que antes de hablar se mordía diez veces la lengua. Si al décimo
mordisco seguía pensando lo mismo, lo decía; si dudaba, se quedaba callado.
Siempre estoy dudando que valga la pena decir lo que estoy diciendo. Tomarse la
palabra, de alguna manera, es vergonzoso; es como decir: yo sí tengo algo que
decir, óiganme. En cambio… No estoy muy seguro de tener algo interesante que
decir. Al contrario, me siento apabullado por el peso de las palabras”. Da la
impresión de no necesitar a nadie pero sufre mucho. Sufre moralmente a causa de
su fracaso y el abandono de su familia, que de él reniega como él de su destino
de escribidor y muy posiblemente de su sordera. Es entrañable y su inteligencia
cava hondo. Pero es un olvidado de Fortuna.
La generación literaria a que pertenecieron Davanzatti y tantos otros escritores,
poco importa si locuaces o silenciosos como él, es esa signada por la presencia
descomunal del García Márquez a caballo entre la publicación de Cien años de soledad y la concesión del
Nobel, cuya influencia forzaba a muchos a intentar emular su estilo y, a los
demás, a buscar por todos los medios apartarse de lo real maravilloso cual si
de lepra se tratara. Con admiración e idolatría, o con fingido desprecio
disfrazado más bien de envidia, aquellos ponderaban incluso la declaración
menos significativa del escritor cataquero, mientras que a estos el despecho
los llevaba a emprender la difícil tarea de emporcar sus mejores libros. Y en
medio de unos y otros, el protagonista de Basura
con su acre humor de escritor frustrado, que lo ayuda a poner las cosas en su
sitio:
“…«Yo no sé cuándo conocí el hielo pues yo nací en los
tiempos de la nevera. Me acuerdo, sí, de una mañana en que mi padre me llevó a
conocer un muerto…» […] «Años después, frente al cadáver abaleado de mi padre,
yo había (no, mejor yo habría) de recordar esa mañana remota y brutal con la
que mi padre había querido prepararme a soportar el futuro.» Sentía un odio
lleno de amor por ese costeño al que sin querer se había aprendido de memoria.
Temía tanto su influjo que después de la crónica de las bodas truncadas se
había prometido, y cumplido, no volver a poner los ojos en ninguna de sus
páginas. Se sabía, por obligación, los títulos de los libros, y a partir de ese
solo dato era capaz de acometer ataques virulentos. Se burlaba del uso de la metáfora
otoñal («En el trópico no tenemos otoño, ni siquiera de patriarcas»), le
buscaba las menores caídas (ortográficas, lógicas, cronológicas) a cada uno de
sus libros; los leía como con lupa en busca de fallas que lo consolaran de su
incapacidad de ser tan buen escritor como él. Buscaba las pajas en el libro
ajeno para olvidarse de las vigas carcomidas de su propio caso.”
Ya se dijo que Davanzatti el escribidor, que en vano aspiró a ser un
escritor de prestigio y renombre genuinos, no se le hurta a la verdad que cada
día se torna más clara e inmisericorde. Reconoce la imposibilidad de su sueño
artístico y, no contento con reconocerla, se la repite a diario por si dudas
quedan. Con esa verdad se atormenta cada día, prometiéndose también en vano
apartarse para siempre de la pluma, que vuelve y empuña con testarudez. No solo
se hinca sobre “las vigas carcomidas de su propio caso”, sino que las va
gastando a fuerza de recordarse y recriminarse su poquedad creadora. Se esfuerza
pero no consigue (su “basura literaria” de este último año encontró un dueño
que la articula, la interpreta y la publica) ir borrando toda huella de lo
pergeñado en esas resmas de papel blanco con que de tanto en tanto se lo ve
entrar en el edificio de Laureles del que está pronto a desaparecer, se figura
el lector que para siempre.
Se sabe que marcha a Europa, pues en Medellín ya nada le queda. Va allí
en busca de El olvido que seremos
todos en algún momento, y más los que como él no logran inscribir su nombre en
los anales de las mejores invenciones literarias, cuyo exiguo espacio le fue
siempre esquivo. Tal vez murió ignorando que otra clase de inmortalidad
garantiza ahora su pervivencia. Pues si a Alejandro Sawa Martínez don Ramón
María del Valle-Inclán lo redime (en la persona de Max Estrella) de la
desmemoria a que están condenados los escritores menores, otro tanto hace con Bernardo
Davanzatti Héctor Abad Faciolince, que le comunica a la “basura” de su
protagonista el sentido estético y vital que este se niega a hallarle.
Quien de él huye en él cae irremediablemente
Con seguridad el profesor de una cátedra de psicoanálisis y literatura
en la que se estudie la novela Coronación,
de José Donoso, intente explicar la cobardía existencial del protagonista a
partir primero de la temprana muerte de sus padres y del acoso de que fue
objeto en la escuela, así como del miedo a la condenación eterna en el infierno
con que doña Elisita Grey de Ábalos buscó disciplinar siempre a su nieto. Con
seguridad ese profesor inste a sus estudiantes a imaginar las consecuencias que
semejante pérdida, semejantes abusos y semejante mala educación le supondrán al
adulto Andrés Ábalos el día de mañana, cuando los traumas de su infancia
afloren en sus días de hombre y determinen su carácter y comportamientos. Con
seguridad los estudiantes concluyan, al alimón con el maestro, que la vida del
burgués personaje tiene muy poco margen de maniobra para el cambio, dados los
antecedentes reseñados. Y con seguridad todos pequen por defecto.
Ser con exceso desidioso y vivir su abulia con una dejadez desconocida
para una familia que en un pasado no muy remoto paladeó la grandeza y participó
de la historia de Chile, desde luego no es un asunto que se pueda elucidar con
teorías que se proponen interpretar al individuo a base de precogniciones
conscientes o inconscientes. Menos aún si se trata de alguien que, como el
protagonista de Coronación, no carece
en absoluto de enciclopedia y penetración:
“…¿Valía la pena, por lo tanto, desear saber,
inquietarse por preguntar y exigir, por crear y procrear, acudir a filósofos,
sabios, poetas y novelistas en busca de soluciones? ¿Cómo era posible ser tan
pueril como Carlos Gros y creer que la ciencia lo solucionaría todo, que
mediante ella es posible llegar a concluir el puente, a cruzar ese espacio en
que todos caen? ¿No veía que la ciencia, como las filosofías y las religiones,
parte de la fe, desde el misterio de la calle anochecida, de estas vidas, de
Omsk? Lo único que no era misterio era saberse existiendo… Después venía la muerte,
y entonces ya nada tenía importancia porque todo caía más allá de la
experiencia. Él vivía, Andrés Ábalos, nacido donde y cuando nació, y entre la
gente en medio de la cual nació. Eso era Omsk. Tal como la señora que regaba
las flores en la ventana había nacido donde y cuando y en el medio en que
nació. Rebelarse, tratar de dar un significado a la vida, hacer algo, tener
cualquier fe con la cual intentar traspasar el límite de lo actual, era
estúpido, pretencioso, pueril, y más que nada lo eran los compromisos y las
responsabilidades. Lo único razonable era la aceptación muda e inactiva. ¿Le
gustaba leer historia de Francia? Leería historia de Francia. ¿Le gustaba
pasear en las tardes por las calles tranquilas? Pasearía.
Andrés sintió por primera vez que sus pobres pies
pisaban terreno firme, que lograba saltar desde el extremo del puente hasta la
orilla lejana. Para otros, sentir lo que él acababa de sentir quizá resultara
un pozo negro de angustia. Para él, sin embargo, era la justificación de no hacer
nada, de no aventurarse a nada, la liberación completa de todo compromiso con
la vida.”
Digamos entonces que Ábalos cultiva su inacción, su indolencia, su
inercia, porque forman parte de su ser antes que por motivos que obedezcan a
esos traumas o taras del comportamiento en que cifran sus estudios los
psicoanalistas. Y gracias a que en modo alguno rehúye el trabajo del encéfalo,
está en capacidad de procurarle a su apatía de adulto un acervo teórico que
justifique, como explica el narrador, su prurito de “no hacer nada, de no
aventurarse a nada”, y de apuntarle apenas a “la liberación completa de todo
compromiso con la vida”.
Así pues, una vez alcanzada la mayoría de edad y escudado con su teoría,
el protagonista va a poder conducir treinta años su existencia según estos
preceptos. Al cabo de ese tiempo, no obstante, la comodidad de sus días muelles
experimenta un sobresalto que los precipita en la conciencia de su fracaso sin
retorno y los descentra para siempre, producto de un par de voces ajenas que, casi
con simultaneidad, le espetan la antítesis de su filosofía:
“…-¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste tú? Heredaste la
pulcritud de tu abuela, además de ser un redomado hipócrita.
-¿Yo? No hables tonterías, a mí qué me importa. Estoy
bastante viejo y harto que he vivido… Carlos lo interrumpió con una carcajada.
-¿Vivido? ¿Tú? Déjame reírme, eres tú el que estás
hablando tonterías. Si jamás te has atrevido a vivir, hombre. Hace muchos años
que te retiraste de la competencia.
-¿De qué estás hablando?
-No te hagas el leso, sabes muy bien. No te has
atrevido a tirarte a nado en absolutamente nada, menos aún a querer a nadie, en
toda tu vida. Acuérdate de tus pocos y aguachentos amores, unas cositas
cómodas, así por encimita, sin comprometerte jamás. ¿Has vivido? ¿Quieres
decirme en qué sentido? Eres un hombre bastante inteligente, con una
sensibilidad de primera. ¡Pero, viejo, tú simplemente no te has usado!
Paseándose por la salita, Andrés se detuvo frente a Carlos y le
preguntó, enfurecido:
-¿Con qué derecho…?
-¿Con qué derecho -lo interrumpió Carlos, que había
bebido bastante-. Con el derecho que me da ser tu único amigo, y que nunca nos
hemos callado nada. […] Carlos dijo:
-Es que no entiendes, no entiendes nada. Te concedo tu
superioridad y, como te dije, envidio tu equilibrio y tu ironía desapegada.
Pero, ¿sabes una cosa? Te tengo compasión…”.
Palabras más palabras menos, lo que le enrostra Carlos Gros a Andrés Ábalos
es lo mismo que, poco antes, le gritara su abuela (“a ver, ¿qué has hecho en
toda tu vida que valga la pena, ah? a ver, dime. Dime, pues, si eres tan
valiente. ¿Qué? Nada. Te lo pasas con tus estupideces de libros y tus bastones,
y no has hecho nada, no sirves para nada. Eres un pobre solterón inútil, nada
más…”), Loca al decir de muchos aunque bastante lúcida y despabilada a sus más
de noventa años. Y es esta conjunción de dos conciencias externas la que
precipita la desesperación del protagonista, quien hábilmente encuentra en una
locura fingida en principio la tregua que su derrota le exige.
Del equilibrio y la ironía desapegada de Andrés Ábalos que el médico
pondera, no quedan rastros. Tampoco de la superioridad intelectual a que su
amigo hace referencia, que desaparece al unísono con las certidumbres de su
teoría. Él es ahora no más que un pobre hombre solo y necesitado de un afecto que
demasiado tarde se propuso encontrar y que por ende no halla. Incluso el
lector, que en este sentimiento se identifica con la parte masculina de esa
conciencia exterior y bicéfala, experimenta por el protagonista la compasión a
que a muchos mueve inevitablemente el fracaso ajeno.
Cuando Fortuna dice basta es basta
La vida de Camargo, el protagonista de El vuelo de la reina y uno de los personajes de papel dotados de
más fuerza narrativa de la literatura hispanoamericana al menos, conoce
personalmente, y en su orden: los rigores de la malaventura, el precio que se
debe pagar para dejarla atrás, los extravíos del poder y, nuevamente, el
sufrimiento.
Nacido en un hogar que nunca fue y que se diluyó antes de llegar a serlo
a causa del abandono de la madre y del desmoronamiento del padre abandonado, la
prefiguración infantil de la soberbia humana que representa el periodista más
temido y respetado de la Argentina presidida por Carlos Menem se cría como
puede, carente de afecto y comodidades. Pero una vez “superada” (la ausencia
materna marca dolorosamente cada uno de sus días) la indefensión de esos
primeros años, el Camargo adulto se propone y consigue conquistar, a base de
empeños sin nombre, el pináculo del cuarto poder, que ejerce con una mezcla de
ética periodística, celo profesional, despotismo y, cuando toca, desmesurada
persecución del enemigo. Real o fictivo, porque el magín recalentado de este
candidato a psicópata que es el protagonista de la novela de Tomás Eloy Martínez,
es capaz de fabricarlos y triturarlos sin el menor asomo de piedad.
Nadie entre los argentinos más poderosos puede siquiera aspirar a hacerle
mella a la reputación de este hombre que se forjó de la nada más absoluta. Y él
lo sabe muy bien. Lo que sin embargo ignora, es que una aleación de femeninos
que no falla lo acecha, deseosa de destruirlo:
“El maldito calambre volvió de repente. Descendió como
un garrote desde los músculos de la cadera y dobló en dos a Camargo. Era el
mismo dolor de un mes atrás y de hacía un año, durante el viaje a Davos.
Llegaba y se iba. Pero mientras estaba allí, lo convertía en un inválido.
Maestro lo sostuvo con una fortaleza humillante.
-No es nada, Enzo, no es nada. Creí que me había
torcido el tobillo. Ya estoy bien, ¿ves? Estoy bien.”
Intuye la desgracia pero miente a sabiendas. Víctima de los primeros
avisos de una enfermedad autoinmune, que va a paralizar parte de su cuerpo, y
de los estragos de una celotipia producto de una pasión si se quiere
extemporánea, los últimos días del protagonista al frente del periódico son
febriles. Las preocupaciones de un país tomado por la corrupción, la imagen de
su hija enferma de cáncer y postergada indefinidamente por otras urgencias más
apremiantes mientras agoniza al otro lado del charco, y ese despecho que lo
consume, se unen a los esporádicos síntomas de la enfermedad para hacerle
olvidar lo que ningún soberbio tiene derecho a pasar por alto: la preservación
de una buena salud.
Y es que Camargo pierde de vista, ocupado como está en destruir para
someter sin éxito a Reina Remis, que la única derrota visible de todo hombre,
humilde o arrogante -si bien más del segundo-, la constituyen los menoscabos
que sufre el cuerpo, el cual delata nuestra impotencia ante el fracaso que supone
la transición hacia la muerte. Que le llega tras tres años de un segundo
período de desamparo, paliado por la presencia salvadora de su esposa y la hija
que les queda, al igual que por el desmesurado amor propio que, a diferencia de
la madre, nunca lo abandona pero sí lo pierde:
“Esa noche no será feliz ni infeliz. La vida se le ha
convertido ahora en una sucesión de indiferencias. Quizás algún día, si vuelve
a caminar, pase un mes o dos junto al mar y empiece a escribir la novela que
desde hace tiempo lleva en la cabeza. […] Para él, una novela es una abeja
reina que vuela hacia las alturas, a ciegas, apoderándose de todo lo que
encuentra en su ascenso, sin piedad ni remordimiento, porque ha venido a este
mundo sólo para ese vuelo. Volar hacia el vacío es su único orgullo, y también
es su condena.”
No vuelve a caminar. Y parte sin humillarle la cerviz al sufrimiento;
reducido por la enfermedad a la quietud y la dependencia que empero soporta con
dignidad, desprovisto de esa mujer a la que se vio forzado a matar en vista de
que no la pudo doblegar, con el cuerpo y la moral disminuidos aunque con la
soberbia intacta e incapaz de hacerle una concesión a su conciencia. Que no examina
ya que de nada lo acusa.
Epílogo con resignación
No vale nada la vida
/ La vida no vale nada / Comienza siempre llorando / Y así llorando se acaba
José Alfredo Jiménez
El fracaso, cuando es
un fracaso total, llano y sin barniz, siempre tiene alguna dignidad
Max Beerbohm
El hombre que no ha
perdido su vanidad, no ha fracasado totalmente
Max Beerbohm
A juzgar por estos tres epígrafes, que van de la desesperanza más
absoluta a una esperanza bastante moderada, creo que se puede hablar también de
las gradaciones del fracaso, como otros hablarían de las gradaciones del éxito.
Dos conceptos relativos y, por serlo, ricos en matices. Cuatro personajes que
fracasan de cuatro formas distintas. Concretémoslas aunque de modo poco
articulado.
La derrota de Larsen, sin atenuantes salvo en un muy efímero momento de
su existencia, es la más estruendosa de todas. La de Davanzatti, quien conoció
algunos instantes de felicidad al lado de esa familia que sin embargo se le
desintegró demasiado pronto, no admite réplicas ni excusas. Ábalos fracasa
movido por una desidia hedónica o por un hedonismo desidioso, que lo maniata y
lo apea de las ventajas con que vino al mundo. Y Camargo, que nació en medio de
unas condiciones que solo auguraban el fracaso, se sobrepone a ellas para
triunfar sin ningún género de duda y para ir forjando a la par su extravío, al
que los dioses contribuyen.
Mientras que Larsen y Davanzatti, mejor en Medellín que en Santa María,
conversan de la vida y sus imposibles al tiempo que oyen -el escribidor se la
sabe de memoria y por eso siente que la oye- una y otra vez ’Caminos de Guanajuato’ y toman una caña
que trajo el visitante, Ábalos y Camargo, da lo mismo si en Santiago o en
Buenos Aires, charlan un poco de literatura sorbiendo whisky y piensan el uno
del otro: “¡Le chorrea la soberbia por la boca, pero sabe lo que se dice!”.
“¡Es un apocado, pero salta a la vista que ha leído mucho y con inteligencia!”.
Y en un encuentro de cuatro, en el que el único que carece de
bibliografía es Larsen aunque no de profundidad, pensémoslo en la mansión del
periodista argentino, la noche transcurre en medio de los silencios más
frecuentes que esporádicos de los protagonistas de El astillero, Coronación
y El vuelo de la reina, y los casi
inquebrantables del de Basura, que se
alternan con apuntes desencantados y mordaces ya de uno, ya del otro.
Los tres miran a Larsen con una mezcla de compasión por su presencia
adiposa y raída; por el color rojizo de su piel que delata su alcoholismo. Los
tres se preguntan por qué Davanzatti casi no habla; por qué parece tan
ensimismado y distraído. Los tres observan a Ábalos con la curiosidad de quien
contempla a una bella mujer muy venida a menos; con la sorna que carga ese
dicho de que “Dios le da pan al que no tiene dientes”. Los tres quisieran saber
por qué Camargo no ha dejado su sitio en toda la noche ni para ir al baño; por
qué su esposa parece tan preocupada por él y por su bienestar. Y todos a una
concluyen, pero sin verbalizarlo, que, como cada uno de ellos, los otros han
visto muy de cerca el rostro de la frustración.
Porque yo soy yo y mis circunstancias, como dijo sabiamente el filósofo,
pero la muerte es de todos. Digo yo con resignación.