Dedico este ejercicio de concreción escrita al periodista y profesor
universitario Camilo Jiménez, cuya carta de renuncia a la cátedra que ejercía
en la Javeriana apareció publicada por el periódico El Tiempo del 8 de
diciembre de 2011. Lo dedico asimismo a los cada vez más escasos educadores
que, no satisfechos nunca con su desempeño o el de sus estudiantes, conflictúan
con su misión formadora y se niegan en redondo a contemporizar con la
mediocridad prohijada por una inmensa mayoría de ciudadanos de todo tipo. Por
profesores, directores de departamento, decanos y rectores universitarios.
Una mujer en guerra
Como ni las conflagraciones ni las mujeres que las sufren se van a agotar
nunca, simplemente porque el espíritu hostil del hombre jamás declina, la
protagonista de La plaza del Diamante,
Natalia o Colometa según las contingencias, nunca jamás va a caer en desuso. Cercada
primero por la muerte de su madre y el abandono de su padre, y más adelante por
el de su esposo que con los republicanos se alista dejándola desamparada con
sus dos niños pequeños, este personaje femenino de Mercé Rodoreda va a
experimentar, junto con ellos, los estragos de la Guerra Civil Española. La
soledad, la escasez transformada en hambre creciente y la desesperación a que
la empujan los padecimientos propios y los de sus hijos, la fuerzan a
contemplar la salida por que optan muchos de los que, como ella, se encuentran
sitiados por una realidad que no se conduele: el suicidio. Pero antes de que
esta madre acosada por la sinrazón de una guerra ajena se vea abocada a quemar
con el aguafuerte por dentro los cuerpos de sus hijos, para luego habérselas
consigo misma, la vida le muestra la luz al final del túnel, que tiene forma
humana y nombre de hombre bueno. Y con él llega a esas tres existencias rotas
por los designios de otros la restauración primero de la paz perdida, tras lo
cual es incluso posible y muy merecido volver a sentir la felicidad hace tanto
olvidada.
Un niño ciego universal, único
La ceguera, poderoso destino, es la misma en todas partes: así la de
Taha Husein en un mundo rural e islámico de finales del siglo XIX, como la de
un niño holandés nacido a principios del XXI en una familia urbana y atea. Los días de la infancia transcurrieron y
transcurren para uno y otro como hoy discurren los de los niños ciegos de
cualquier latitud, de todas las latitudes: vaciados de luz solar y colmados de
aprendizajes que les lancinan la fantasía y les avivan, de forma prematura, la
consciencia. Pero ni las circunstancias ni los sujetos que padecen sus rigores
son los mismos. Mientras Taha Husein nació y sufrió, creció y sufrió pero
brilló en una sociedad para la que la ceguera es maldita y por tanto propicia para
el fracaso, muy seguramente el niño holandés estará condenado, no obstante las
condiciones ventajosas de su nacimiento, al anonimato que marca las vidas de
una inmensísima mayoría de los mortales, cuando no al fracaso más absoluto.
¿Cuestión de determinismo genético? Todo cabe. Lo único en lo que no hay lugar
para las dudas lo constituye el hecho de que Taha Husein, narrador, personaje y
autor de su novela autobiográfica, encarna al ciego sufriente, que son todos,
aunque con más ímpetu al ungido, que son reducidísima minoría.
Los pasos de Ismael
Ismael Pasos ha sobrevivido, tozudamente, quién sabe a cuántas
incursiones armadas perpetradas por cualquiera o por todos Los ejércitos contra el cuarenta y dos veces mencionado en la
novela municipio de San José, que no es pero que podría tratarse de cualquiera
de las más de diez poblaciones que en Colombia derivan su nombre del santo. Profanada
cada tanto por los terroristas de uno u otro u otro bando, esta localidad, que
el protagonista recorre de extremo a extremo por ver si encuentra a Otilia viva
tras la última masacre, rebosa vida a principios de la historia y muerte y
desolación hacia el final. Que, Evelio Rosero lo sabe, no es ninguna extinción
definitiva, pues más obstinados que la violencia de los hombres son los hombres
que a ella se sobreponen para intentar seguir siendo. También felices.
Una vida real que nació literaria
Quizá no haya, en toda la buena literatura escrita hasta hoy, un
personaje que pueda siquiera equipararse en ambigüedad al de la Historia de la monja alférez, el libro
de memorias de doña Catalina de Erauso. En tiempos en los que las mujeres
estaban confinadas prácticamente sin excepción en sus casas o en conventos, la
protagonista escapa del suyo para correr mundo, ayudada por la indefinición
congénita de su apariencia física y oculta tras al menos cinco identidades
masculinas diferentes con que viaja por España y Las Indias y Europa,
recurriendo a la picaresca aquí, a la bizarría de su dual naturaleza allá, pero
siempre y en todas partes a su facultad mimética. Personaje de género cambiante,
soldado por vocación y monja por azar, la autora se propone y consigue
concretar en su autobiografía una como entidad hermafrodita que se debate entre
la rudeza de un macho alfa pero invisible y la indefensión más femenina, solo
manifiesta a trechos y para muy pocos, sin dejar de ser nunca una cosa o la
otra. Con lo cual se puede asegurar que el lector de casi dos siglos de esta memoir se halla delante de una presencia
equívoca difícil de superar en la realidad e incluso en la ficción.
Manos cesantes de músico que en cambio escribieron
Las de Wladyslaw Szpilman, autor y personaje central de El pianista del gueto de Varsovia, cuya
interpretación de Chopin se vio de súbito interrumpida por la más cruenta
guerra de que se tenga noticia. A fin de cuentas artista, este compositor
polaco de origen judío que fue capaz de burlar la muerte en incontables
oportunidades para morir de viejo en su Polonia natal, pone al servicio de la
Historia su observación y su inteligencia y le cuenta al mundo sus impresiones
de esa orgía macabra llamada Holocausto, que cobró las vidas de su familia. Y
es que ni Henryk su hermano, ni Regina o Halina sus hermanas, ni sus padres
sintieron posarse sobre su cuello la mano que, a último momento, hala desde el
anonimato al artista antes de que el vagón de ganado que parte a Treblinka
cierre sus puertas y emprenda la marcha sin regreso posible. Solo él, testigo
que el veleidoso destino señala, sobrevive al horror para gritar a los dioses y
a sus criaturas que sigue ahí, dotado de pluma y piano, dispuesto a rendir
testimonio escrito del espanto de que fue víctima y a reanudar su recital de
ese compatriota suyo pianista como él y como él inmortal, justo en donde se
silenció: en el nocturno en do sostenido menor que ahora resuena más allá del
gueto.
Testigo de todo y protagonista de mucho
Solimán, un niño libio de tan solo nueve años, que observa la forma en
que su madre se procura la bebida, prohibida en países de fuerte raigambre
islámica, para metamorfosearse de noche gracias a ella en una Sherezade
incontenible que le cuenta a su hijo sus penurias de mujer en un mundo machista
y violento. Solimán, tal vez el álter ego de Hisham Matar, que ve cómo la
dictadura de Gadafi rapta a plena luz del día a allegados a su familia,
transmite por televisión sus ejecuciones como si de espectáculos de muchedumbre
se tratara, intercepta líneas telefónicas sin recato y tortura a sus
secuestrados hasta convertirlos en amasijos informes. Solimán, un niño
inteligente y sensible pero con el alma revuelta, que presencia la forma en que
su madre da la espalda a la familia amiga para salvar el pellejo de los suyos y
se humilla a los esbirros del régimen para que liberen a su marido; que se
descubre tratando a su vez con mezquindad a su amigo de infancia cuyo padre fue
secuestrado y torturado y ahorcado por la dictadura en medio de un estadio
abarrotado y con transmisión en directo; que se sorprende revelándole las
identidades de los amigos de su padre al matón que habla del otro lado de la
línea y entregándole a otro el único libro que pudo rescatar de la biblioteca
de su padre incinerada por su madre. Solimán, un niño inocente pese a su
inteligencia y sensibilidad, que pilla sin proponérselo a sus padres un par de
veces en faenas genitales que siente lesivas contra su madre y que juzga que
estas deberían adelantarse tras puertas cerradas y a oscuras; que quiere pero
no se atreve a salvarla a ella de eso que percibe como una ignominia. Solimán, Solo en el mundo luego que sus padres
decidieran exiliarlo en Egipto sin consultar su parecer y a la inverosímil edad
de diez años, se esfuerza por recobrar la imagen mental que de su madre
registra su memoria minutos antes de que esa mujer aún muy joven aparezca, quince
años después, en esa estación de buses en que ahora la espera, aunque ya sin la
impaciencia del niño que se consumió aguardando su llegada y la de su padre,
que con ella no viene porque está muerto.
Un día en la vida de un alucinado
A diferencia de muchos seres humanos, Jonathan Noel no ambiciona para sí
más que la paz de los sentidos o una existencia exenta de sobresaltos. Y así va
fluyendo su vida hasta la mañana en que la presencia de una paloma cerca de la
puerta de su exigua vivienda, en el corredor del edificio de apartamentos en
que vive, viene a trastornarlo todo: su equilibrio emocional, la estabilidad de
su psiquis y, con ello, el bienestar de su cuerpo. Por primera vez en los
veinte años que lleva guardando la entrada del banco en que trabaja, es presa
de desatenciones que le impiden cumplir a cabalidad con sus deberes. Sobrelleva
la jornada como sobrelleva la suya un condenado a muerte que sabe que para él
no hay escapatoria. Presiente que, a su regreso a casa, su pesadilla
materializada en La paloma no se
habrá desvanecido y entonces se promete la muerte para el día siguiente. Pero Patrick
Süskind, que parece haber borrado de la escena el motivo del desquiciamiento de
Noel, no nos permite comprobar los arrestos de su muy bien logrado personaje.
La carta que nunca llega
Hanna Schmitz, que cuenta treinta y seis años al comienzo de esta novela
de Bernhard Schlink, carga consigo un pasado con dos vergüenzas, en su sentir
una más oprobiosa que la otra. Por un lado, su participación con las SS como
guardiana de campos de concentración, hecho por el que recibe una sentencia en
principio a perpetuidad, y, por el otro, la mortificación en que la sume ya
desde hace tanto su analfabetismo, determinador de todas sus desdichas y
pecados. Pero es irónicamente en la cárcel, mientras purga su condena, donde
deja atrás el lastre de no saber leer, que se saca de encima cotejando las
cintas que de El lector recibe con
los manuscritos que la directora del penal le suministra. Tanto ingenio y tesón
no le van a alcanzar, sin embargo, para cumplir su sueño de tener en las manos
la carta que de él espera y que querría leer antes de entregarse
voluntariamente a un suicidio que desdeña el indulto que le fue concedido. No
por su ex amante, dieciocho años menor que ella, quien con su silencio apuntala
ese designio.
Pupilas quemadas por la luz
Hay escritores cuyas obras, dignas de inmortalidad, sobrepujan con mucho
a sus vidas. Hay escritores cuyas obras, magnificadas por la crítica o el
mercado, afaman sus vidas, que no merecen gloria. Hay escritores cuyas obras,
que corren parejas con la fama de sus vidas, son la comprobación de sus
novelescas existencias. Pero hay escritores cuyas vidas, que exceden con creces
a sus obras en ocasiones incomprendidas por la crítica y el mercado, seducen la
perpetuidad a fuerza de ser malditas. Morir loco, y ciego, y arruinado y, por
consiguiente, desesperado, y no haber podido nunca sacudirse la reputación tal
vez injusta de escritor menor, de escritor maldito que en sus mejores años se
codeó en París con los de su condición, son peripecias vitales que le confieren
a Alejandro Sawa, quien nos habla desde sus Iluminaciones
en la sombra, lo que a muy pocos está permitido: figurar en la Historia de
la literatura, a más de como autor de ficción, como personaje de papel que no
perece. Porque Max Estrella, como la esencia que le comunicó la vida, tienen
garantizada la posteridad.
El secreto mejor custodiado de Eros
Treinta años no han sido tiempo bastante para que la incertidumbre
amorosa que padece Benjamín Miguel Chaparro, el muy tímido protagonista de esta
novela de Eduardo Sacheri, se disipe. Enamorado de Irene Hornos desde que ella
llegó al juzgado siendo apenas una niña y su subordinada, a él le ha alcanzado
la vida para verla convertirse en su jefe y la de todos los que allí trabajan,
para pensionarse tras décadas de servicio a la justicia y hasta para hacerse
novelista, pero no para responderse lo fundamental; lo único que mantiene en
vilo su perplejidad de sesentón adolescente: La pregunta de sus ojos. Y cuando por fin el lector contempla a ese
Chaparro lleno de determinación subir saltando, de dos en dos, los escalones de
la entrada de Lavalle, y lo ve caminar a grandes trancos por el pasillo de
baldosas blancas y negras dispuestas en rombo en dirección al despacho en que
desde hace ya tanto una mujer aguarda una respuesta, el autor resuelve ponerle
el punto final a una historia de amor que es muchísimo más que eso.
Un misterio de fútbol contado en tiempo
Ocho años tenía Ezequiel Aráoz cuando su equipo, el Deportivo Wilde,
descendió a segunda división luego de un partido en el que una jugada precipitó
la catástrofe. Poco más de cuarenta años tiene Ezequiel Aráoz cuando comparece en
ese confín geográfico de La Argentina llamado O’Connor, de donde está dispuesto
a no marchar hasta conocer el móvil que le impidió a su ídolo Perlassi hachar
las pantorrillas del Tanque Villar antes de que el delantero de Lanús marcara
ese gol que envió a su equipo, y con él a sus hinchas, al infierno. Cinco
noches y seis días le bastan a Ezequiel Aráoz para aprender que algunas veces
las lealtades obligan a ciertos seres humanos a escoger entre la salvación y la
gloria propias, o el deshonor y la desgracia de alguien a quien se le debe
gratitud por un gesto que en su momento preservó el honor de quien ahora lo
sacrifica para saldar la deuda. Treinta y cinco años de una vida infeliz y
obsesa por culpa de una jugada infortunada son los que condensa Eduardo Sacheri
en esos mismos seis días y cinco noches, que su descomunal talento literario
emplea para referirle al lector la historia de Aráoz y la verdad.
Epílogo de un personaje de trilogía
Pocos como David Kepesh consiguen apresar lo fundamental de la vida en
una frase. Escasos los que, como él, se niegan con determinación a dejarse vencer
por las miserias del tiempo que pasa. Afortunados los que, al igual que Kepesh
o Mario Rota, recalan en ese quehacer que les evita la salida de circulación
del mercado venéreo a los que saben suplir con palabras las vejeces de sus
cuerpos. Malditos todos los que, por efectos de la edad o el enamoramiento o la
edad y el enamoramiento, se ven obligados a representar El animal moribundo que compendia cada personaje de esta novela de
Philip Roth.
Abril rojo, de sangre y fuego
El fiscal adjunto Félix Chacaltana Saldívar, como don Alonso Quijano o
el capitán Pantaleón Pantoja, para solo establecer un par de parangones, habita
un mundo que él no entiende o que no lo entiende a él. Apocado de cuna,
Chacaltana contiene en su ADN literario las cualidades proteicas de las mejores
criaturas de ficción: bonachón pero viola, blando pero mata, escrupuloso pero
condesciende. Y no se atenta contra la verdad si se afirma que mata y viola y
condesciende porque, víctima desde niño de la violencia y de su espiral
holístico, tiene por destino único, según lo entiende y lo confronta Santiago
Roncagliolo, la sangría de la guerra. Que, en el caso de nuestra América
Latina, no cesa sino que hiberna.
Pesadilla en plena vigilia
La vida de Bird, el desgarbado protagonista de Una cuestión personal, pasa de la frustración de sus veintisiete
años vividos con mediocridad aunque todavía con un sueño por cumplir a la
desesperación por momentos asesina de saberse engendrador de un monstruo. Padre
de un recién nacido que atormenta los ojos que lo miran con su hernia cerebral,
este personaje de Kenzaburo Oé va a tener ante sí una disyuntiva a un tiempo ética
y estética: rebuscar entre tanto sufrimiento la esperanza a que lo convidan las
palabras de Delchef, o rendirse a la abyección de los últimos días y hacer que
desaparezca, al menos de forma material, esa otra prueba de su fracaso. Pero el
dilema que enfrenta este hombre que tal vez no perpetre su aspiración
libertaria de viajar al África, allana un tercer camino que se aparta de la
lucubración del crimen como desenlace y en cambio opta por la resignación al
poder de lo deontológico. Poder del que el propio premio Nobel japonés es activista
y ejemplo sin comparación.
Aprendices de iconoclastas
A sus trece años, Noboru acecha a su madre mientras desnuda su bello
cuerpo de treinta y tres, a la par que se esfuerza para definir el almizcle que
la proximidad también desnuda del de El
marino que perdió la gracia del mar lo hace expeler. A sus trece años
Noboru y los de su grupo herético de amigos sostienen que padres y educadores
son culpables de un ominoso pecado que se expía con la muerte. A sus trece años,
Noboru recuerda como un feliz incidente precisamente la muerte de su padre,
acaecida cuando él contaba cinco menos. A sus trece años Noboru y los cuatro restantes
miembros de la secta herética se conminan a prescindir de cualquier pasión humana
y se recriminan si son objeto de alguna. A sus trece años, Noboru cumple casi
cabalmente con el rito iniciático que en su caso consistió en estrellar contra
un árbol y a sangre fría, una y otra vez sin que asome la piedad, a un cachorro
de gato vagabundo que por ahí pasa. A sus trece años Noboru y la pandilla
herética se obstinan en leer el mundo suprimiendo los grises y calificándolo
todo como vulgar o estético y condenando lo primero a la aniquilación. A la que
se sentencia a un hombre por el hecho de estar ponderando la renuncia a su vocación
de navegante y por tanto al mar, que para la extemporánea y violenta facción de
Yukio Mishima constituye el súmmum de
lo segundo.
Propicia para transgredir
Es La casa de las bellas
durmientes de Yasunari Kawabata. Un no lugar sacado de una imaginación
prolífica que comprende el entronque de lo bello y lo trágico. Que narcotiza
muchachas y las posa desnudas sobre una cama que habrán de compartir con un anciano
en plena vigilia o, si él lo prefiere, sedado como ellas. Que dispone el pecado
en su forma más prístina pero le crea una regla que aconseja al huésped
abstenerse de transigir con los requerimientos de su ello. Que asegura la
clandestinidad y el secreto de unos encuentros que serían desencuentros de no
mediar los fuertes somníferos que adormilan las voluntades de las bellas
durmientes en esa casa mágica que otros han querido emular en vano. Porque ni
Delgadina, ni Mustio Collado, ni Rosa Cabarcas consiguen siquiera rozar lo real
maravilloso que abunda en los personajes y en la historia del narrador japonés.
Humor para oídos privilegiados
Eugenio Sanz Vecilla, ese que escribe y protagoniza las Cartas de un sexagenario voluptuoso, que
de voluptuoso tiene lo mismo que el hidalgo disoluto de Abad Faciolince tiene
de disoluto, es un periodista de sesenta y cinco años recién pensionado que
pesa ochenta y cinco kilos y mide un metro sesenta. Un personaje de vida vulgar
pero de prosa refinada e hilarante, que lo mismo le sirve para discurrir con
agudeza sobre honduras filosóficas aunque aplicables al día a día que para
abundar en la manera más a propósito de guisar con éxito un cocido castellano o
para detallar los sufrimientos que le ocasiona su estreñimiento crónico. Dueño
de una causticidad de la que no alardea ni parece ser consciente, el remitente
de las misivas carece de un destinatario capaz del goce estético que produce su
dominio a ultranza de un lenguaje que participa a la vez del rigor de los
textos académicos y del desparpajo de las intimidades más infidentes. Acaso un
fauno aunque de lascivia embozada, mamador de gallo profesional pero taimado,
Sanz Vecilla, como Miguel Delibes, su demiurgo, están condenados, el primero
con sus cartas y el segundo con su novela epistolar, a matar de risa solo a muy
pocos.
Ni infante, ni difunto: sátiro
Para algunos novela, para otros memorias, para mi este libro de
Guillermo Cabrera Infante es una novela memorable y memoriosa. Protagonizada y
narrada por ese que fuera él entre la pubertad y los veinte años más o menos, La Habana para un infante difunto evoca
cualquier cosa salvo la niñez o la muerte. O, más bien, si las invoca, pero en forma
de polvo que mata de goce para, acto seguido, permitir que el rijoso
adolescente que sobre esa otra humanidad se abate, se deje caer de lado y así vuelva
a nacer. Joven en tiempos en que el himen se guardaba con más celo que las
niñas de los ojos, el protagonista deviene en un Casanova que tira de cualquier
recurso con tal de agenciarle dicha al cuerpo, que exulta y hace conmocionar el
del que, absorto, lee, imagina y se relame.
¡Un mundo para Julius!
Quiere gritar el lector de esta novela de Alfredo Bryce Echenique, pese
a estar cansado de reír con tanta vaciedad kitsch
pero de tan buen gusto. Es cierto que Juan Lucas y Susan hacen la mejor pareja
bien que conozca la literatura; es un hecho que a su lado hasta el desdén que
los dos sienten por la cultura parece cosa de poca monta si se lo compara con la
vida muelle que llevan y con el humor negro que en ellos dos se da silvestre;
es inevitable querer ser su amigo y pasar una velada en su compañía. Pero es
que Julius, el muy ingenuo aunque inteligente Julius, carece de un mundo
propio. Carece de un mundo en el que alguien pueda de veras colmar ese vacío
grande, hondo y oscuro con que se va a la cama, a ver si con un llanto largo y
silencioso consigue conciliar un sueño exento de las muchas preguntas sin
respuesta que lo abruman de día.
El triángulo que no se cierra
Seguramente sin saberlo, Muriel Barbery logra contrarrestar, gracias a
los tres protagonistas de La elegancia
del erizo, la sentencia de André Gide según la cual no se hace literatura
con los buenos sentimientos. Y es que si algo caracteriza a Renée Michel, a
Paloma Josse y a Kakuro Ozu, es justamente eso: los buenos sentimientos de que
hacen gala. La portera, contra quien la vida se ha ensañado, es un ser capaz de
dejarse seducir por la inteligencia ajena, siempre que esta sea el colofón de
unos valores que propendan al respeto por la alteridad. La nínfula
involuntaria, que constituye la antítesis de la estridencia y el apresuramiento
del adolescente medio, solo le halla verdadero sentido a su vida cuando conoce
personalmente la amistad por partida doble que Fortuna le depara. Y el japonés,
que no defrauda en ningún momento las expectativas que sobre él se forjaron las
otras dos rectas del triángulo, no participa de los prejuicios de los de su
condición social y muy por el contrario está dispuesto a hacerlos saltar por el
aire con ese matrimonio que la muerte frustra.
Una medianía que apostata
Pereira es un periodista portugués que vive maniatado por el miedo al
salazarismo, en una Lisboa crispada de angustia y en una Europa que se apresta
para la guerra. En tiempos en que la libertad de prensa es poco menos que una
entelequia, el protagonista de esta novela de Antonio Tabucchi domeña sus
escrúpulos éticos a fuerza de altas dosis de instinto de supervivencia. Su
conciencia, empero, cargada con tanta cobardía, se va a revelar finalmente y,
mediante un acto sagaz y esforzado, va a lograr que el hasta ayer no más
pusilánime comunicador empuñe la pluma como corresponde. Ahora sí, luego de
rubricar esa denuncia que pone al descubierto las tropelías de la dictadura, Sostiene Pereira que es hora de
exiliarse en Francia.
Fucking Miracle!
Cuando se lee Marianela, la novela de don Benito Pérez Galdós, se antoja
imposible seguir viviendo como si tal cosa. Por estúpido que sea el lector, la
tragedia de la protagonista, uno de esos seres que los dioses producen en
cantidades industriales, si bien provisto de un ángel que lo hace único, no
puede sino conmover de indignación, o mover a risa a los estetas de la fisonomía.
Espejo de la vida real tal como es, o sea el mundo especular de lo ilusorio, la
historia en que el escritor español engasta su personaje cumple como pocas uno
de los propósitos de la literatura: hacer que el incauto, asqueado, abra los ojos
y reafianzar en el asqueado de vieja data su desprecio por el género de que
forma parte. Raza maldita que en la novela no perece irremediablemente gracias
a la muerte, por dignidad y por vergüenza, de la Nela.