Treinta y cuatro son los relatos que, sumados, reúnen Llamadas telefónicas, Putas asesinas y El gaucho insufrible, los tres volúmenes de cuentos que forman
parte de este ejercicio crítico a salvo de ínfulas academicistas. Su propósito,
como el de todas las reflexiones que contiene este blog, parte del disfrute que
su escritura le procura al autor, que quiere hacerlo extensivo a todo aquel que
decida hincarles el diente, y culmina con el deseo de fomentar el estudio de
las obras objeto de análisis entre quienes las desconocen.
Tras los pasos de un álter ego con nombre propio
Los malos poetas
suelen sufrir como animales de laboratorio,
sobre todo a lo largo
de su dilatada juventud.
R. B.
Aunque su presencia planea y se intuye en muchos de los treinta y un
relatos que nos interesan del escritor chileno, únicamente en cuatro su
existencia se manifiesta con nombre y apellido: la de Arturo Belano, el vicario
prominente de Bolaño en su ficción. Tres de los cuatro figuran en Llamadas telefónicas, uno en Putas asesinas y ninguno en El gaucho insufrible.
’Enrique Martín’, escritor como Belano salvo que condenado al fracaso de
los que no cuentan entre los señalados por Fortuna, es un vate catalán que
escribe en esa lengua y también en español con similares resultados: anémicos. Un
poeta vergonzante que, acaso por serlo, contradice con su suicidio el exordio
del cuento en boca del narrador (“…son pocas las cosas que un hombre puede
soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo…”), cuya
identidad se patentiza precisamente en la llamada telefónica que le efectúa a
la viuda de Martín, ajeno ya a los efluvios de la envidia y la mezquindad que
inficionan los círculos literarios, de los que fuera en vida rey de burlas:
“Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran
viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono
de su ex compañera, ex dependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy
yo, dije, Arturo Belano…”, quien es a un tiempo narrador intradiegético y
protagonista de la historia.
Pero no solo de la que refiere ese cuento, sino de la historia de ’El
gusano’, un relato que tiene lugar en México D.F., no en la época del Belano de
’Enrique Martín’, en la que es ya un escritor en ciernes que acaba de publicar
su primera novela y que malvive en las afueras de Girona, sino cuando apenas
cuenta felices -que no obstante percibe como “desdichados”- dieciséis años en
los que descubre el sexo, capa clase para meterse de narices en la biblioteca e
ir al cine. Una época en que conoce justamente al Gusano, el inefable
protagonista del cuento que toma su apodo por título y quien procede de
Caborca, no de la revista publicada por Cesárea Tinajero, sino del pueblo en el
norte de México en honor del cual la poeta bautiza su publicación-mito. Una
época en que, sin saberlo, mediante el conocimiento que traba con aquella
figura de presencia dudosa, comienza a forjar el camino que lo habrá de llevar,
junto con otros detectives salvajes, a la peligrosa geografía de Hermosillo y
Villaviciosa en Sonora, o a la más peligrosa aún ciudad de Santa Teresa, como
narrador en 2666. Una época
determinante en la que sus vagabundeos de muchacho le procuran el azar de la
contemplación de la fama convertida en diva, e incluso el de dedicatorias escritas
por manos presurosas: “…En la primera página de La caída, Jacqueline escribió: ’Para Arturo Belano, un estudiante
liberado, con un beso de Jacqueline Andere’”.
’Detectives’ se titula el tercer cuento de Llamadas telefónicas en que el álter ego de Roberto Bolaño aparece
registrado, si bien desposeído de la función de narrador en primera persona y
protagonista que tuviera en ’Enrique Martín’ y ’El gusano’. Convertido ahora en
recuerdo y en constante alusión del diálogo que sostienen Contreras y
Arancibia, dos viajeros que conversan sin la mediación de una voz narrativa, el
nombre de Arturo Belano se deja oír en repetidas ocasiones, luego de las cuales
el lector comprende la anécdota que los personajes recrean con ánimo
autoexculpatorio: Belano salvado de las garras de la incipiente dictadura
chilena gracias a que la suerte lo puso en manos del segundo de ellos, de quien
fuera, como del otro, compañero de liceo aunque no amigo. ¿Y si Fortuna no le
hubiera deparado ese encuentro con Arancibia?, cabe preguntarse. Pues
seguramente no habría sobrevivido para protagonizar -mas no para narrar-
’Fotos’, el undécimo relato de los trece de que consta Putas asesinas.
Una puntuación febril -hay un único punto en ese cuento monopolizado por
las comas- y una narración omnisciente igual de febrática, crean la atmósfera
propicia para el reencuentro que celebran el lector y un Belano de edad
indeterminada, quien sobrevive apenas en medio del África, cuyo clima infernal
predomina en el “cerebro recalentado” del protagonista. Que participa del caos
que denotan tanto las palabras que estructuran el discurso ficcional, como el
entrevero de la voz narrativa y la del único personaje que repasa un álbum de
fotos; voces que se tornan, por momentos, indisolubles: “…como si sostener y
acariciar fuera lo mismo, ¡y es lo mismo!, piensa Belano, o Jean-Philippe
Salabreuil (a quien ha leído), tan joven, tan guapo, parece un actor de cine, y
me mira desde la muerte con una media sonrisa, diciéndome a mí o al lector
africano a quien le perteneció este libro que no hay problema, que los vaivenes
del espíritu no tienen objeto y que no hay problema, y luego cierra los ojos
pero no mira al suelo, y luego los abre y pasa la página y aquí tenemos a…”. A
cualquiera de esos escritores que aprecia en las fotos con ojos alucinados,
antes de cerrar el álbum y echar a andar, desnortado.
Tras los pasos de un álter ego carente de nombre propio
Aprendí un día, gracias a un buen profesor de literatura -y que quede
claro que los buenos profesores de literatura escasean tanto o más que la
comida en el Cuerno de África-, que no se debe caer en la tentación que tiene
todo lector bisoño de achacarle al autor real cualquier imprecación o juicio de
valor o parafilia o exabrupto o malquerencia u opinión que expresen, ya los
personajes, ya la voz narrativa con preferencia de un cuento o de una novela. Aprendí
asimismo que, de llegar a ser mucha la tentación de identificar lo leído con la
existencia de que dimana, debe hablarse, para curarse en salud, del “autor
implícito” o del “autor implicado”. Sin embargo, le debo a mi destino de lector
autónomo e independiente (ese que no va repitiendo por ahí lo que oye decir a
otros que acaso sí tienen criterio analítico o interpretativo) la capacidad de
saber cuándo la teoría atina y cuándo se queda corta.
¿Que debo abstenerme de decir que en los relatos que se mencionan en
este apartado las voces narrativas pertenecen a Arturo Belano o a Roberto Bolaño,
simplemente porque no se les atribuye un nombre propio a esos narradores, casi
siempre protagonistas también de las historias que cuentan? ¡Qué va! ¡Pero si
hay fundamentos suficientes como para hacerlo!
En ’Sensini’, por ejemplo, se oye la voz de un narrador autodiegético
que declara: “La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se
sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más
pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que
me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de
perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual
había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía
amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a
las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo
experimentaba algo semejante al jet-lag,
una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me
rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el
verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño.
Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de
Literatura de Alcoy…”; o esta, la del narrador también intradiegético de ’La
nieve’, que recuerda: “Lo conocí en un bar de la calle Tallers, en Barcelona,
hará unos cinco años. Cuando supo que yo era chileno se acercó a saludarme, él
también había nacido por aquellas lejanías…”; ¿o qué tal esta, la aún más
elocuente de ese magnífico relato titulado ’El Ojo Silva’?: “Lo que son las
cosas, Mauricio Silva, llamado El Ojo, siempre intentó escapar de la violencia
aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la
verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en
Latinoamérica en la década de los cincuenta, los que rondábamos los veinte años
cuando murió Salvador Allende…”; y esta otra, la cual preside la narración
intradiegética, como las demás, de ’Gómez Palacio’: “Fui a Gómez Palacio en una
de las peores épocas de mi vida. Tenía veintitrés años y sabía que mis días en
México estaban contados.
Mi amigo Montero, que trabajaba en Bellas Artes, me consiguió un trabajo
en el taller de literatura de Gómez Palacio, una ciudad con un nombre horrible…”;
o la de ’Carnet de baile’, la cual no permite albergar dudas: “3. En la segunda
página del libro está escrito el nombre de mi madre, María Victoria Avalos
Flores…”; ¡pero es que la de ’Encuentro con Enrique Lihn’, ahora que reparo, sí
lo nominaliza!: “Así que allí estábamos, en un reservado, y unas voces decían
este es Roberto Bolaño y yo tendía la mano, mi brazo se incrustaba en la
oscuridad del reservado…”; ¿y quién que se precie de conocerlo, no intuye en la
voz rememoradora de ’Literatura + Enfermedad = Enfermedad’ la de su vida
menguante?: “Yo, sin ir más lejos, comencé a viajar desde muy joven, desde los
siete u ocho años, aproximadamente. Primero en el camión de mi padre, por
carreteras chilenas solitarias que parecían carreteras posnucleares y que me
ponían los pelos de punta, luego en trenes y en autobuses, hasta que a los
quince años tomé mi primer avión y me fui a vivir a México. A partir de esos
momentos los viajes fueron constantes. Resultado: enfermedades múltiples…”.
Siete voces que narran (las dos primeras de Llamadas telefónicas, las cuatro siguientes de Putas asesinas y la última de El
gaucho insufrible) y que convierten, desde la experiencia del sujeto que
cuenta lo que vive y lo que presencia, lo vivido y lo presenciado en autobiográfico.
¿Acaso no confiesa el propio Bolaño -quien viviendo en Girona y siendo “más
pobre que una rata” se ve forzado a desempeñar quehaceres subalternos- en una
entrevista que se puede localizar en YouTube que Sensini encarna al escritor
argentino Antonio di Benedetto?, ¿acaso no nació Bolaño -y también Belano- en
Latinoamérica en los años cincuenta, lo que quiere decir que rondaba -que
rondaban- los veinte años cuando murió Salvador Allende?, ¿acaso Montero, Hugo
Montero, no es -no va a ser- uno de los “cuates” de Arturo Belano y de los real
visceralistas en Los detectives salvajes?,
¿acaso la madre del escritor chileno Roberto Bolaño no se llama -se llamaba-
María Victoria Ávalos Flores?, ¿acaso la disolución de las fronteras léxicas,
que únicamente se le da bien a Bolaño entre los escritores que en la lengua de
Cervantes son y han sido, no hace pensar en un viajero impenitente al estilo de
su padre -no en vano un transportista- o de cualquiera de sus personajes -Belano,
por ejemplo-?, ¿acaso no es de público conocimiento la quebrantada salud de ese
escritor vanguardista y genial que no debió morir tan demasiado joven?, ¿acaso…
acaso…?: ¡más claro no canta un gallo!
Tras los pasos de un -o varios- álter ego reducido a iniciales
Mediado por una voz narrativa omnisciente solo para B, uno de los dos
personajes de ’Una aventura literaria’, este relato neurótico o tal vez
esquizoide de Roberto Bolaño propone un juego persecutorio entre dos escritores
-A, reconocido pero demasiado aleccionador para el gusto de B, un escritor en
ciernes que tiene en A a un crítico tal vez demasiado condescendiente pero
recursivo a la hora de reseñarlo- que, de no existir como entidades
independientes, harían pensar más bien en una única entidad -quizá B, de
Belano- que inventa la otra o simplemente se ve forzada a lidiar con su
presencia como quien lidia con su voz interior. Una voz interior que, sin
serlo, B asume como antagónica.
Y de los dos “personajes-abecedario” de ’Una aventura literaria’, el
lector topa con cuatro en el cuento titulado, como el libro a que pertenece,
’Llamadas telefónicas’: A y Z, un par de agentes de la policía que le informan
a B -¿B de Belano?- que asesinaron a X -una mujer de la que B se enamora por
partida doble y que por partida doble lo desdeña-. Ni la presencia en el cuento
de los dos policías, ni la narración extradiegética y también omnisciente
únicamente en relación con B (“Durante el viaje, que dura toda la noche, de una
punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que
pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También
piensa: Si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: Por
eso, precisamente, soy yo el que está vivo”) ayudan a desvelar el misterio del
asesinato que, al menos para el detective que lee, recae sobre un sospechoso:
el desairado por Eros en dos ocasiones.
En Putas asesinas, por su
parte, un tridente de cuentos va a imantar al lector tras los pasos de un B
que, cada vez más, genera menos dudas en torno a su identidad: tres relatos en
los que el paso del tiempo, que discurre junto con los personajes y el
protagonista por entre dos ciudades y dos países, se hace más palpable según
cada historia se agota.
En ’Últimos atardeceres en La Tierra’, una narración contada
mayoritariamente en presente de indicativo, B, que viaja a Acapulco de
vacaciones con su padre -a todas luces una recreación del de Bolaño-, es apenas
un muchacho que sin embargo lo mira todo con esa especie de distancia y de
desencanto del lector avezado que es, desencanto y distancia que contrastan con
la vitalidad y el pasional abandono con que el otro asume la vida. Que, queda
la sensación, tal vez el padre pierde en ese prostíbulo y en esa madrugada en
que se desata una refriega de borrachos: el momento más álgido del relato.
Ya sin el padre y no en Acapulco sino en Barcelona, adonde acaba de
llegar B según el narrador, el protagonista de ’Días de 1978’ -quien aún no
figura como escritor más que para los pocos que conoce y que lo conocen en esa
ciudad catalana- se va a captar una primera enemistad de índole literaria, que
reseña la voz narrativa, quien más que un narrador convencional es un autor
implícito o implicado, dadas las libertades y la independencia de criterio que
se concede: “La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada, las
primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros
los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y
consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli más que suficiente para las
ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya es inminente, B se levanta
y rehúsa el enfrentamiento…”. (En efecto, esta voz narrativa tiene todos los
giros característicos del autor implicado o implícito, como cuando dice… “aquí
podría terminar la historia”, o “el más pobre de los chilenos residentes en
Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él…”, o “esta
visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan nervioso a B que,
sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto recientemente una
película y que la película es muy buena…”, o “aquí debería acabar este relato, pero
la vida es un poco más dura que la literatura”.)
Sin embargo, el lector se entera de que la animadversión no del todo
gratuita que U le cobra a B no pasa a mayores, y más bien intuye que este,
movido por una especie de afecto o de curiosidad que le despierta el suicidio
de aquel en un bosque francés, decide hacerse un ’Vagabundo en Francia y
Bélgica’ para, entre otras cosas, averiguar las razones que impelieron a U a
colgarse de un árbol justo cuando se encaminaba de regreso a Barcelona. Una
intuición que se desvanece no bien comienza el tercer cuento de la tríada.
¿Para qué cruza entonces la frontera?, nos preguntamos algunos lectores:
“B ha entrado en Francia. Se pasa cinco meses dando vueltas por ahí y
gastándose todo el dinero que tiene. Sacrificio ritual, acto gratuito,
aburrimiento. A veces toma notas, pero por regla general no escribe, sólo lee.
¿Qué lee? Novelas policiales en francés, un idioma que apenas entiende, lo que
hace que las novelas sean aún más interesantes. Aun así siempre descubre al
asesino antes de la última página -lo que habla muy bien de Belano como lector:
esta nota, por si acaso, es mía-. Por otra parte Francia es menos peligrosa que
España y B necesita sentirse en una zona de baja intensidad de peligro. En
realidad B ha entrado en Francia y tiene dinero porque ha vendido un libro que
aún no ha escrito -solo les pagan por adelantado sus libros a los escritores de
cierto o de mucho prestigio: otra nota mía, no se confundan-, y tras ingresar
el 60 % en la cuenta corriente de su hijo se ha marchado a Francia porque le
gusta Francia. Eso es todo.” Suficiente información como para concluir que,
entre el anterior relato y este, han transcurrido algunos años que dejaron
atrás al escritor de veintitantos y que se recuerda como “más pobre que una
rata”, quien le cede su sitio al Belano o al Bolaño detective, que va tras la
huella de un dizque escritor belga llamado Henri Lefebvre, homónimo de un
filósofo francés que sí figura en la Wikipedia.
Mujeres en el filo de la navaja
Escucha siempre con
atención las palabras que dicen las mujeres
mientras son
folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada
que escuchar y
probablemente no tendrás nada que pensar, pero
si hablan, aunque
sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y
piensa en ellas,
piensa en su significado, piensa en lo que dicen
y en lo que no dicen,
intenta comprender qué es lo que en realidad
quieren decir. Las
mujeres son putas asesinas, son monos ateridos
de frío que contemplan
el horizonte desde un árbol enfermo,
son princesas que te
buscan en la oscuridad, llorando,
indagando las
palabras que nunca podrán decir.
R. B.
Encarcelada por Franco en Aragón en noviembre de 1973; medicada con valium,
“un montón de pastillas de valium”; asidua de otras drogas tales como rohipnoles
y LSD y anfetaminas -“pastillas para subir y pastillas para bajar y pastillas
para controlar el volante de su coche”-; insuperable en las húmedas luchas
cuerpo a cuerpo que practica con muy diversos contrincantes; asediada por
visiones “de monstruos, de conspiraciones, de asesinos”, la Sofía de ’Compañeros
de celda’ es, no hay cómo negarlo, una mujer en el límite. Un personaje al que
parece estorbarle la vida, que agota sin las previsiones y sin los cálculos de
futuro que tanto preocupan a los más de los mortales, a los que en cambio la
une su fisonomía: “…era morena, de corta estatura y muy hermosa”.
Y es precisamente con la fisonomía de ’Clara’ (“Era tetona, tenía las
piernas muy delgadas y los ojos azules…“) como emprende también Belano su
narración de este otro cuento de Llamadas
telefónicas, cuya tercera parte está dedicada por completo a féminas que
como Sofía y Clara, o como Joanna Silvestri y Anne Moore, penden de un hilo, no
ya para no despeñarse en la nada de la muerte que parece rondarlas, sino para
no sucumbir de forma irremediable a la locura, con la que flirtean sin recato.
Porque si a Sofía la atormentan o parecen atormentarla su pasado y sus adicciones
y sus delirios, a Clara la empavorecen sus problemas mentales, materializados
en esas ratas con que a menudo sueña y que despierta siente chillar en su
cuarto, y la martirizan sus fracasos -que degeneran en depresiones- y su
mandíbula desencajada y su cáncer.
Pero ¿en qué se traduce el límite en que habita ’Joanna Silvestri’?, ¿y
en qué el de la ’Vida de Anne Moore’?
El de la actriz porno italiana, que se halla postrada en una cama de
hospital a causa de una enfermedad que no se determina pero que se presiente, consiste
en un monólogo interior o soliloquio o desvarío en que un como estado febril yuxtapone
imágenes de muchos tipos y entrevera sueños con realidades, presentes con
pasados, duermevelas con vigilias, personas vivas con personas muertas. Un
discurso en el que si bien la vida de la protagonista no parece del todo
amenazada por la inminencia de la muerte física, sí se insinúa en riesgo serio
la estabilidad de su salud mental.
Por su parte, Anne Moore, más que cualquier otra criatura de la
cosmogonía literaria de Roberto Bolaño, compendia como nadie la caracterización
del personaje desnortado que va dando tumbos por el mundo, palos de ciego
torpe, traspiés de borracho. Una ausencia de propósitos que en cambio no afecta
a la ménade protagonista de ’Putas asesinas’, el relato que le comunica su
nombre al libro en que figura.
Como Lisbeth Salander ante Nils Erik Bjurman pero primero que ella en el
calendario literario, el personaje femenino del cuento (de cuya boca salen las
palabras del epígrafe que encabeza este ’capítulo’) tiene ante sí, amarrado y
amordazado, sometido y humillado, gimiente y aterrorizado, a un tal Max, no se
sabe si la víctima de turno de la ménade o su única víctima, que la oye, junto
con el lector, desvariar antes de que proceda a finiquitar su venganza o su
acto de psicopatía femenina: “Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de
tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no
deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es
inevitable. Acéptalo de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar
ni de recordar congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y
tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo
en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de
mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra
los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con
todas tus fuerzas en algo bonito… — (El tipo en vez de cerrar los ojos los abre
con desesperación y todos sus músculos se disparan en un último esfuerzo: su
impulso es tan violento que la silla a la que está fuertemente atado cae con él
al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del esfínter y no
retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se
adhieren a su cuerpo mojado.)
—No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o
ciérralos, es igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está
amaneciendo pero para el caso lo mismo daría que estuviera anocheciendo…”. Y lo
mismo da porque no hay para Max otro final que el que ella, una puta asesina
como él en el filo de la navaja, le ha deparado.
Voces marginales y rostros difusos
Uno nunca termina de
leer, aunque los libros se acaben,
de la misma manera que
uno nunca termina de vivir,
aunque la muerte sea
un hecho cierto.
R. B.
Dos son los tipos de escritores que Roberto Bolaño patentiza en su narrativa.
Al primero, que elocuentemente representa, entre muchos otros, ’Henri Simon
Leprince’, lo integran escritores desprovistos de toda posibilidad en la
Historia de la literatura; es decir, escribidores que tienen la marginalidad
por territorio común. Cultores sin éxito de la imaginación creadora que
responden, claro que con matices, a la caracterización del personaje central
del cuento en cuestión: “Esta historia sucedió en Francia poco antes, durante y
poco después de la Segunda Guerra Mundial. El protagonista se llama Leprince
(el nombre, sin que se sepa por qué, le cuadra aunque él es todo lo contrario
de un príncipe: de clase media venida a menos, carece de dinero, de una buena
educación, de amistades convenientes) y es escritor. Por supuesto, es un
escritor fracasado, es decir sobrevive en la prensa canalla parisina y publica
poemas (que los malos poetas juzgan malos y que los buenos poetas ni siquiera
leen) y cuentos en revistas de provincias. Las editoriales -o los lectores de
las editoriales, esa subcasta aborrecible-, sin que él sepa por qué, parecen
odiarlo. Sus manuscritos siempre son rechazados. Es de mediana edad, es
soltero, se ha acostumbrado al fracaso…”.
El segundo tipo, en cambio, se desmarca de la marginalidad de estas
voces narrativas condenadas a la mudez forzosa y se instala, “voluntariamente”,
en la galería de los escritores cuyas palabras resuenan pero cuyos rostros se
mantienen imprecisos, lo que les otorga ese halo mítico que baña, verbigracia,
a Cesárea Tinajero y a Benno von Archimboldi. Dos escritores que guardan con
celo uno de los preceptos fundacionales del real visceralismo (según la ficción
de Bolaño) o del infrarrealismo (según su nombre de pila), a saber: no permitir
que sus literaturas revelen sus rostros. Una finalidad que, paradójicamente,
con seguridad persiguió pero no consiguió hacer suya el autor real, imposibilitado
por su sonoro éxito ulterior.
En ’Un cuento ruso’, también de Llamadas
telefónicas y que preside la voz de Amalfitano (¿el personaje de 2666 que es profesor y experto en la
obra de Archimboldi?), apenas si se vislumbran dos fisonomías, cuya borrosidad
no impide que se intente al menos identificarlas: la de un narrador por fuera de
la diégesis que tiene por función única introducir el relato, y la del oyente
de la historia del soldado sevillano que cuenta Amalfitano: un interlocutor sin
corporeidad pero a quien resulta lícito embalar en la existencia de Arturo
Belano. Que recobra en ’William Burns’ (el último cuento que de Llamadas telefónicas queda por reseñar)
el poder de la palabra, aunque no las especificidades de su rostro, que se
mantiene en la sombra: “William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó
esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a
su vez me la refirió a mí…”.
En un cuento-calambur titulado ’Prefiguración de Lalo Cura’ (calambur
porque Lalo Cura es la locura y prefiguración porque Lalo Cura reaparece en 2666), Roberto Bolaño, acaso por primera
vez de modo tan palmario, le confiere a una criatura de sus cuentos una voz
narrativa autodiegética que no evoca las existencias del autor implicado o la
de su álter ego Arturo Belano. Un personaje dotado de una identidad que avala
un registro civil, el cual no deja lugar a dudas sobre su procedencia, pero que
en absoluto ayuda a apuntalar la fisonomía de esa voz marginal que parece
hablarnos desde los dominios de una psicopatía (“Parece mentira, pero yo nací
en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su
cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un
sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del
infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por
ejemplo, he mandado matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He
financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad…”) que
parece consolidarse en el final del relato, cuando el lector queda con la
sensación de que el “psicópata” sí asesina al Pajarito Gómez.
Tres relatos más de Putas asesinas
(los últimos tres que de este volumen esperan mención: ’El retorno’, ’Buba’ y
’Dentista’), al igual que lo que sucede en ’Prefiguración de Lalo Cura’, ejercen
su narración desde la autodiégesis, lo que no supone, al contrario de lo que sí
se da en el cuento-calambur, que haya en ellos narradores personaje con
identidad plena.
En ’El retorno’, por ejemplo, el lector se halla ante un narrador fantasma
que cuenta desde una muerte incierta -“En vida no fui una persona inteligente
ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo
inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y
un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he
estado lejos de ser un patán…”- que las palabras y los tiempos verbales afirman
y desmienten cada tanto y que no permite darle concreción a una faz que se
intuye pero que jamás se contempla. Como no se contemplan las de los futbolistas
que protagonizan ’Buba’, un relato en el que, además de los tres rostros difusos
de los jugadores del Fútbol Club Barcelona, existen otros aún más desdibujados:
los del público, narratario de la historia que cuenta Acevedo (de quien se
sabe, como única particularidad de su fisonomía, que es chileno); rostros que
no se pueden ver pero cuya presencia sí confirman expresiones en boca de la voz
narrativa tales como “ustedes ya me entienden”, “como todo el mundo sabe”, “un
gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos”, “aunque si quieren que
les diga la verdad”, y de todas, esta, no ya una frase, sino una cita textual y
harto diciente: “De tal manera que salimos a cenar a uno de los mejores
restaurantes de la ciudad, y un fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una
foto, es esa que tengo colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo
sonriendo, bien vestidos, delante de una mesa exquisita, si me permiten la
expresión…”.
“No era Rimbaud, sólo era un niño indio”: así comienza su relación de
los hechos el narrador en primera persona de ’Dentista’, un cuento que va a
girar en torno a una presencia de manos duras, durísimas, manos forjadas en el
taller de un herrero; de figura redonda y ojos afilados. Una existencia
ambigua, que esconde a un tiempo al niño de dieciséis años apenas que es José
Ramírez y a su voz aún marginal de escritor en crisálida pero que promete. Un
talento creador que me imagino semejante al del que fue capaz de idear ese
prodigio literario titulado ’Dos cuentos católicos’, un relato que son dos
cuentos a efectos prácticos, los cuales palpitan con vida propia, pero que
mejor viven si se los entiende como una entidad simbiótica formada por dos
devenires siameses que narran desde los yoes difusos y marginales que los
contienen.
Protagonista el uno de ’La vocación’, título que recibe el primero de
los dos cuentos o el primer capítulo del relato, este adolescente incauto pero que
habita la frontera, fluctúa entre la misantropía más exacerbada que puede
experimentar un ser humano y una devoción rayana en la idolatría, que también
es exclusiva de los hombres. Protagonista el otro de ’El azar’, título que
recibe el segundo capítulo del relato o el segundo de los dos cuentos, este
hombre de edad incierta pero en todo caso mayor que su simbionte y que reside
allende la frontera, es capaz de matar de sendos golpes a dos inermes pero
pasar por santo ante los efebos ojos que lo contemplan. Con el mismo asombro
con que yo leo, y trato de clasificar, ’Los mitos de Chtulhu’, el último
¿relato?, ¿ensayo?, ¿libelo? De El gaucho
insufrible y del presente ejercicio hermenéutico.
Decantarse por una voz, marginal en el sentido de que no se le puede
endilgar un nombre pese al yo desde el que habla; inducir a que el lector le
calce a esa voz un rostro así sea difuso; amancebar géneros para que lo allí
dicho con sorna no pueda ser ni descalificado de plano ni mucho menos tomado en
serio y al pie de la letra; propugnar la clandestinidad del mordaz libelista que
ataca sin miramientos pero con argumentos (a Pérez-Reverte y a Vázquez
Figueroa, pero sobre todo a Neruda); y desconcertar al lector -no al ingenuo,
no al espabilado, no al profesional, sino a todos- con lo que se le ofrece como
ficción, son las razones que me llevan a afirmar que ’Los mitos de Chtulhu’, una
alusión literaria con la ortografía trastocada -¿de forma consciente?- a ’La
llamada de Cthulhu’ de Lovecraft, constituye el cuento más subversivo de los
treinta y uno aquí estudiados, al tiempo que hace de su autor un “subvertidor”
de cánones y reglas y preceptos y modelos y paradigmas y dogmas literarios,
aunque no solo.