Resulta curioso que las primeras y tal vez las únicas lecciones valiosas
de pedagogía en una clase de pedagogía propiamente dicha las haya recibido
durante mi primer semestre como estudiante universitario, en una fecha que se
remonta a la primera mitad de 1995. Recuerdo como si no hubieran pasado
diecisiete años que los treinta y tres primíparos que integrábamos ese grupo de
estudiantes del programa de español e inglés de la UPN estábamos, en punto de
la una de la tarde, sentados y aguardando, expectantes, a que llegara el
titular de una asignatura llamada Educación y Sociedad cuando, de improviso, un
profesor joven, casi un muchacho a juzgar por su voz, entró en el aula y sin
que mediaran trámites o formalidades rompió a hablar con bastante suficiencia.
No habían pasado veinte minutos de su presentación; de golpe, se abrió la
puerta y la voz de un hombre maduro se dejó oír, no ya con suficiencia sino con
displicencia hacia quien presidía el grupo en ese momento. “Discúlpeme, tengo
clase aquí -dijo sin saludar-“. Tras unos segundos y un intercambio de palabras
poco amistosas, el recién llegado ocupó la cátedra y empezó a discurrir sobre
la educación y los educadores como si se tratara de una lección que se retoma y
no de una que comienza, la cual se prolongó hasta el último día del curso.
Alberto Martínez Boom se llama el artífice de que ese que era yo
entonces (demasiado impulsivo, pasional, ansioso y radical aunque “para bien”)
comprendiera que no es cierto que el que enseña debe tener un carácter definido
como profesor, una metodología probada y establecida, un manejo de grupo determinado
por su personalidad, un modo de evaluar a sus estudiantes, una actitud frente a
los desafíos y problemas, una manera de forjarse un buen nombre como educador
y, en fin, una visión del mundo que influya, para bien o para mal, en su
función formadora. Porque todos esos aspectos educativos o didácticos o humanos
tienen que ser susceptibles de experimentar transformaciones a partir de estas
cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder: “¿qué enseño?”, “¿en dónde
enseño?”, “¿a quién le enseño?”, “¿cómo le enseño?” y “¿para qué le enseño?”.
El orden no es, aclarémoslo, inalterable, como tampoco lo es la cantidad de las
preguntas, cuyo número alguien con perspicacia y conocimiento del tema podrá aumentar.
Con miras a que este ejercicio reflexivo sobre el arte de instruir
llamado pedagogía cumpla con su propósito (conseguir que mediante su lectura y
su asimilación puedan reconsiderarse y corregirse las miradas unidireccionales
o unifocales que tanto daño le ocasionan a la enseñanza), me apoyo
indirectamente en mi experiencia como pedagogo que he sido de distintas instituciones
(de educación no formal, privadas, públicas) para darle sustento didáctico al
presente artículo.
“¿Qué enseño?”
¿Será lo mismo impartir clases de educación física, de física, de artes,
de matemáticas, de Historia, de biología o de lenguas? ¿Debe contar el profesor
de lenguas, de biología, de Historia, de matemáticas, de artes, de física o de
educación física con las mismas destrezas pedagógicas para comunicar su saber?
¿En qué se diferencia, si es que en algo, la aproximación de cada uno de estos
profesionales de la enseñanza a los contenidos que pretende transmitir?
Intentemos recordar a nuestro mejor profesor de cada uno de estos
espacios académicos. Ahora pensemos en la razón de que los consideremos los
mejores de dichas asignaturas: ¿su mucho conocimiento?, ¿la eficacia con que
sus lecciones fluían hacia mí como destinatario del saber impartido?, ¿la
amenidad que caracterizaba sus clases?... Poco importa. Lo que sí nos importa
como estudiantes de educación física, de lenguas, de física, de biología, de
artes, de Historia o de matemáticas es que esos contenidos lograron permearnos,
ojalá quedándose para siempre con y en nosotros. Tal vez cada uno de nuestros
mejores profesores triunfó a la hora de transfundirnos su saber gracias a que
se sirvió de su poder kinestésico la de educación física y quizá la de artes,
del poder persuasivo de su discurso el de Historia y necesariamente el de
lenguas, de su poderosa memoria el de biología y de su claridad conceptual la
de matemáticas. Lo único que no entra en discusión y que los caracteriza como
los mejores en su área, concluimos al cabo, es la calidad de sus saberes y la
pertinencia de sus conocimientos.
Sí: al pedagogo genuino -no a ese que ejerce o hace como que ejerce la
docencia por caprichos del azar- lo caracterizan en primer lugar la calidad de
sus saberes y la pertinencia de sus conocimientos. Al pedagogo genuino -no a
ese para el que la enseñanza representa más una tabla de salvación que la
vocación salvadora que es- sus estudiantes le reconocen las muchas horas
invertidas en el aprendizaje de lo que ahora enseña pero para lo que continúa
preparándose. Y a la grupa de ese reconocimiento, cabalga la certidumbre de
esos estudiantes que saben que gracias a que la materia prima fundamental de la
enseñanza existe, el aprendizaje está, si no garantizado, al menos ahí,
visible, para que se lo construya.
A diferencia del “¿cómo enseño?”, del que se hablará en su momento, el
“¿qué enseño?” no permite mayores márgenes de acción: ¿que me preparé mal o no
me preparé en absoluto durante mis años de estudios universitarios?, ¿Que, dado
mi déficit en los conocimientos requeridos para ejercer un determinado espacio
académico, no logro conseguir la plaza de profesor con que soñé ni ver
cumplidas mis aspiraciones salariales?, ¿Que mis estudiantes no me toman en
serio ni respetan mis clases tal vez porque se dan cuenta de mi inseguridad a
la hora de intentar enseñarles algo?... Y la lista, que puede prolongarse mucho
más, compendia la angustia del profesor que no obstante querer -y esforzarse
para hacerlo- instruir a sus estudiantes debidamente, no lo logra porque carece
de saberes de calidad y de conocimientos pertinentes; carece de la materia
prima indispensable para impartir la enseñanza que su diploma avala.
La profesora de matemáticas que pocas matemáticas sabe, el de lenguas
que ninguna domina, la de educación física que se reitera en los mismos
ejercicios porque ningún otro conoce, el de biología que trueca las taxonomías,
la de física que se confunde cuando corrige los problemas con que evalúa a sus
alumnos, el de Historia que confunde próceres y trastoca acontecimientos o la
de artes que mal dibuja o baila sin armonía, son ejemplos de un mismo problema:
el inconveniente de no conocer suficientemente lo que debo enseñar a mis
estudiantes.
Ahora bien, en relación con este primer aspecto del quehacer del
pedagogo, en relación con el “¿qué enseño?”, ha hecho carrera un disparate que
bastante daño le ha ocasionado a la educación que se imparte en sociedades y
países como los nuestros, y para el que se habla de una solución igual de
disparatada: creer que los profesores mejor preparados deben ir, y van en consecuencia,
pues se considera que solo allí son necesarios, a las aulas universitarias de posgrado
y pregrado, donde pueden y deben dedicarse, además, a la investigación. Y a
medida que los créditos del enseñante disminuyen, se lo destina, bien a la
secundaria, bien a la primaria, cuando no al preescolar, estadios educativos
que deberían contar con docentes tanto o más competentes por cuanto de las bases
del aprendizaje se trata. Pero que quede claro que el remedio para este
desacierto desde siempre vigente en tantas partes no consiste en que los
profesores universitarios más laureados vengan a ocupar las plazas de los menos
instruidos: el anhelo y la propuesta de no pocos insensatos. Ya que, en el caso
harto improbable de que se le midieran al reto, encontrarían dos obstáculos
prácticamente insalvables: el “¿a quién le enseño?” y el “¿cómo le enseño?”.
Pronto concluirían los reclutados que no pudiendo adecuar su discurso a las
necesidades de los más pequeños, el trueque no solo resulta ineficaz sino
también lesivo para los intereses de los que recién empiezan su escolarización.
No es, pues, sonsacándoles a las universidades sus mejores profesores como
se corrige el perjuicio, sino invirtiendo en la formación de los que se sienten
llamados a ser especialistas en la enseñanza infantil y adolescente ingentes esfuerzos
y recursos. Solo así, dejando a cada quien en su lugar pero procurando a todos
iguales oportunidades, la educación, al menos en cuanto hace al “¿qué enseño?”,
puede experimentar el progreso del que tanto se habla pero por el que tan poco
se hace.
“¿En dónde enseño?”
¿Será lo mismo enseñar inglés en un preescolar, en una escuela elemental
pública, en un colegio de bachillerato bilingüe, en un departamento de
ingeniería que en uno de lenguas modernas o de licenciatura en inglés como
segunda lengua? ¿Comparten las mismas necesidades y expectativas la estudiante
de licenciatura en inglés como segunda lengua o el de lenguas modernas, la de
ingeniería, el de bachillerato bilingüe, la de escuela elemental pública que el
de preescolar? ¿Cómo y qué priorizar de acuerdo con la realidad en que ejerzo
la docencia?
Para que este ejercicio sea todo lo eficaz y didáctico que se espera,
pensemos en una pedagoga de lenguas idóneamente formada, muy inquieta y deseosa
de conocer de primera mano diversos contextos educativos. Y con ello en mente,
recién graduada de la universidad, se propone conseguir y obtiene su primer
trabajo: profesora de inglés en un preescolar.
Seducida por el reto que supone la enseñanza a niños que acaban de
terminar -eso en el caso de los que la comenzaron- su socialización primaria,
nuestra impetuosa pedagoga emprende un estudio autónomo de los aspectos más
generales del aprendizaje infantil, que alterna con una reflexión cuidadosa del
papel que habrá de cumplir su asignatura en esas primeras lecciones a que se
enfrenten sus estudiantes. Resuelve que la gramática de la lengua extranjera
quedará, de momento, postergada: ni la necesitan todavía ni podrían comprenderla
debidamente. Entiende, entonces, que su labor en ese preescolar no es
literalmente “enseñar el idioma”, sino, en primer lugar, hacer a los niños
conscientes de que en eso que llamamos mundo hay muchísimas otras lenguas
además de la que ellos hablan y, en segundo término, lograr despertar en su
infinita curiosidad el asombro por esa nueva forma de nombrarlo todo llamada
inglés.
De manera que una vez alcanzado el objetivo de generar en sus estudiantes
el entusiasmo de esa nueva posibilidad de interaccionar con el mundo exterior,
nuestra pedagoga sabe que puede dar un segundo paso en su carrera docente.
Ahora es profesora en una escuela elemental pública.
Como el trabajo es también con niños -salvo que más grandes que los del
preescolar y de diversas edades-, los conocimientos adquiridos gracias a su
estudio autónomo en relación con algunos aspectos del aprendizaje infantil le
son de mucha utilidad. No obstante, reconoce que afronta dos retos -cuando
menos dos- serísimos: el número de personas por curso (cuarenta o más) y el
escaso número de horas lectivas cada semana (cuatro o menos). Se dice que con
semejante desproporción, sus objetivos tendrán que quedar bastante claros en su
plan de trabajo. Desde luego que sí va a tener en cuenta la gramática, aunque
solo sus rudimentos, pues comprende que más importante que avanzar en el
estudio formal del idioma es, como lo estableciera para sus ex alumnos del
preescolar, conseguir que sus estudiantes se sientan seducidos por las
generosas promesas que ofrece el aprendizaje de esa lengua extranjera que todo
lo abarca. Es consciente de que tendrá que emplearse a fondo para sobreponerse
al hacinamiento en el aula y para dedicar la atención debida a cada niño, y con
especial cuidado a los que mayores necesidades tengan.
Algún tiempo después, con el sinsabor de no haber podido hacer más pero
con la tranquilidad de haberlo intentado todo, nuestra pedagoga concluye que es
hora de proseguir su camino. Y empieza a trabajar en un colegio de bachillerato
bilingüe.
Como lo hiciera no bien consiguió su primer empleo docente en el
preescolar, se da a la tarea de averiguar los fundamentos del aprendizaje en la
adolescencia. Es la primera vez, piensa con alegría, que va a poder desarrollar
una clase completa en inglés: un momento que aguardaba desde sus días de
estudiante universitaria. Pero descubre pasadas unas semanas que de seguir
persistiendo en querer hacer de sus actuales estudiantes hablantes esmerados y
escritores cuidados, el interés que ha logrado despertar en ellos por sus
clases puede trocarse en desmotivación. Y opta por un enfoque más comunicativo;
ese en que la precisión gramatical o léxica del lenguaje oral o escrito “carece
de importancia” frente al éxito de la intención del que se esfuerza, y logra, comunicarse.
Descubre así mismo llena de asombro que dependiendo de los intereses y
expectativas del grupo de estudiantes que se tenga, pueden y deben descartarse
-aunque no del todo, desde luego- uno o más componentes de la lengua objeto de
la enseñanza, a fin de hacer del aprendizaje algo verdaderamente significativo
según las circunstancias.
Cada vez con más experiencia docente y más y mejores reflexiones en
torno al quehacer del que enseña, nuestra pedagoga siente que llegó el momento
de incursionar en eso que todos llaman “educación superior”. Y obtiene una
cátedra como profesora de inglés en una facultad de ingeniería.
Su primera impresión, errónea como muchas primeras impresiones, es que,
tratándose de “estudiantes universitarios”, va a poder ejercer con ellos la
exigencia que ha debido matizar en sus anteriores lugares de trabajo. Sin
embargo, no tarda en darse cuenta de que también entre universitarios existen
las diferencias. Con el transcurrir de las clases aventura que no debe ser lo
mismo enseñar inglés en una facultad de ingeniería de una universidad privada
como en la que trabaja, que hacerlo en un departamento de lenguas modernas o de
licenciatura en inglés como segunda lengua de una universidad pública, donde
piensa que debe haber al menos un poco más de compromiso por parte de los muchachos
y de seriedad por parte de la universidad. Y se propone averiguarlo, optando a
una cátedra en esas condiciones.
De modo que cuando siente que la experiencia acumulada en aquella
universidad estatal como profesora de distintas asignaturas de futuros docentes
de esa lengua que parece monopolizarlo todo es suficiente, y tras mirar
críticamente y en retrospectiva su discurrir por todos aquellos estadios de lo
que se da en llamar “educación formal”, sabe que está en capacidad no ya de
aventurar, sino de concluir que “no es el docente quien impone su agenda en el lugar
en que enseña, sino que son el contexto y las circunstancias particulares del
lugar en que enseña lo que fuerza al docente a pensarse como pedagogo”; que “de
nada o en cualquier caso de muy poco le sirven sus saberes de calidad y la
pertinencia de sus conocimientos al profesor que, desconociendo el contexto y
las circunstancias particulares del lugar en que enseña, pretende pasarlos por
alto y hacer como que dan lo mismo o como que son inferiores a su agenda”; que
“las expectativas del que enseña no siempre coinciden con las expectativas del
que aprende”; que “solo una reflexión ponderada en torno a ese contexto y esas
circunstancias particulares del “¿en dónde enseño?” garantiza en buena medida
el éxito de la instrucción que se imparte” y que “si la primera pregunta que
todo pedagogo se debe responder constituye el principio mismo de la labor del
enseñante, la comprensión y puesta en ejecución de la segunda constituye en
parte el éxito nada menos que de la docencia".
“¿A quién le enseño?”
¿En qué medida la evaluación debe estar regida por el “¿en dónde enseño?”?
¿Qué papel debe desempeñar el esfuerzo y cuál el rigor en el proceso evaluador?
¿Qué papel la desidia y cuál la mediocridad?
Convencido como estoy de que una reflexión en torno a la tercera
pregunta que todo pedagogo se debe responder ha de partir de la asociación
estudiante-evaluación, propongo su análisis desde esa perspectiva de la
pedagogía. Para adelantarlo, sirvámonos de los tres interrogantes que encabezan
esta tercera parte del artículo.
Aun cuando algunas de las cinco preguntas que todo pedagogo se debe
responder están relacionadas con la anterior y con la siguiente (la 2 con la 1
y la 3, la 3 con la 2 y la 4 y esta con la 3 y la 5), y otras ya con la
anterior (la 5 con la 4), ya con la siguiente (la 1 con la 2), ningún par es
más cercano que el que forman la 2 -“¿en dónde enseño?”- con respecto a la 3 -“¿a
quién le enseño?”-. ¿Acaso el profesor de matemáticas que por la mañana enseña cálculo
a estudiantes de último año de secundaria y por la tarde también cálculo, pero
a estudiantes de ingeniería civil, debe evaluar a unos y a otros basándose en
los mismos criterios? Un no rotundo es la respuesta. Porque si evalúa, dándole
prelación al esfuerzo del estudiante, actúa con arreglo a la justicia docente
en el primer caso y de espaldas a ella en el segundo. Pero si su evaluación se atiene
a los resultados mensurables que arrojan las pruebas de cada estudiante
haciendo a un lado, si toca, el esfuerzo demostrado durante el curso por cada
uno de ellos, actúa con arreglo a la justicia docente en el segundo caso y de
espaldas a ella en el primero. Además, ese profesor de cálculo necesita, a la
hora de evaluarlos, estar en capacidad de comprender las necesidades y
expectativas de sus estudiantes de secundaria (conocer las nociones de esa
asignatura, prepararse para las pruebas de Estado y quizá, solo quizá, para un
programa universitario con anclaje en las matemáticas) y las de sus estudiantes
universitarios (profundizar en los secretos del cálculo, demostrar su
competencia matemática y numérica, saber a ciencia cierta si se tienen o no
posibilidades en una profesión que entraña múltiples riesgos). Pero veámoslo con
más detenimiento.
Si X, profesor de cálculo de estudiantes de último año de bachillerato,
reprueba terminado el año lectivo a todos los que no presentaron exámenes
satisfactorios sin tomar en consideración el empeño manifiesto de muchos a los
que se les dificultaron ciertos temas que no obstante intentaron aprehender a
base de esfuerzo, demostraría con esa resolución que no comprende ni en dónde
enseña, ni a quién le enseña. ¿Debe reprobar cálculo un buen estudiante de
secundaria cuya única falta es la de que no se le da bien esa asignatura? Me
temo que no. ¿Debe reprobar cálculo un “buen” estudiante de ingeniería civil
cuya única falta es la de que no se le da bien esa asignatura? Me temo que sí y
me explico.
Si X, profesor de cálculo de estudiantes de ingeniería civil, reprueba
terminado el semestre a todos los que no presentaron exámenes satisfactorios
sin tomar en consideración el empeño manifiesto de muchos a los que se les
dificultaron ciertos temas que no obstante intentaron aprehender a base de
esfuerzo, demostraría con esa resolución que sí comprende en dónde enseña y a
quién le enseña. Como lo oyen: reprobar a un futuro ingeniero civil muy
esforzado como estudiante aunque muy deficiente como matemático no constituye
un acto de injusticia docente sino uno de ética y responsabilidad del pedagogo.
Que sabe las consecuencias que acarrearía la decisión contraria al cabo de un
tiempo: puentes que se vienen abajo, edificios que colapsan sin razones aparentes
y la pérdida de vidas que dichos “accidentes”, por completo evitables, ocasionan.
Ya me imagino los ceños fruncidos de muchos colegas que hasta este punto
de la lectura han llegado. Se deben de estar preguntando cómo prescindir, en el
momento supremo de aprobar o reprobar, del esfuerzo demostrado por un
estudiante durante un semestre universitario, y por qué sí tener en cuenta ese
mismo esfuerzo en el caso de estudiantes de bachillerato, primaria o
preescolar. Y la respuesta, aunque controversial, se me antoja demasiado
sencilla: pues porque el esfuerzo per se
es insuficiente cuando se trata de profesiones -ciencias de la salud,
ingenierías, aviación, pedagogía, para solo mencionar unas cuantas- que
involucran la integridad o el bienestar de personas y comunidades. Mientras que
el niño y el adolescente no optan por las matemáticas o la biología de forma
voluntaria sino que más bien ellas representan para ellos imposiciones -en el
peor de los casos- o tanteos y descubrimientos -en el mejor-, esas dos
asignaturas comportan para el futuro ingeniero o el futuro médico la columna
vertebral de sus respectivos saberes profesionales, cuyo dominio deben probar
desde el rigor a que su esfuerzo los condujo.
Según la escolarización avanza -digamos del preescolar a la primaria, y
de esta al bachillerato; del bachillerato al pregrado, y de este a la
especialización y a la maestría y al doctorado y a los estudios posdoctorales-,
el pedagogo debe fundar su evaluación cada vez menos en el esfuerzo -mirífico cuando
se trata de niños y adolescentes; apenas natural tratándose de universitarios y
de investigadores- y cada vez más en el rigor -plausible cuando se trata de
universitarios y de investigadores; apenas perceptible tratándose de niños y de
adolescentes-. Tanto yerra el profesor que desaprueba a sus estudiantes en el
preescolar, la escuela primaria o el bachillerato esgrimiendo argumentos
inflexibles de rigor (primera, tercera y quinta definiciones del diccionario de
la RAE), como el docente universitario que, pese a no haber rigor en el
desempeño de sus estudiantes, los aprueba esgrimiendo el esfuerzo realizado
como razón suficiente. Tanto acierta el profesor que desaprueba a sus
estudiantes en la universidad esgrimiendo argumentos inflexibles de rigor (quinta,
tercera y primera definiciones del diccionario de la RAE), como el docente de
preescolar, la escuela primaria o el bachillerato que aprueba a los suyos
esgrimiendo el esfuerzo realizado como razón suficiente.
Pero las cosas se simplifican mucho cuando, en lugar del esfuerzo y el
rigor, aparecen en la escuela (y por escuela se entiende la que abarca desde
las primeras lecciones escolarizadoras hasta las disertaciones de iniciados y
expertos investigadores) la desidia y la mediocridad, sus respectivos
antónimos. Cuando eso ocurre -por desgracia demasiado a menudo-, al pedagogo no
le corresponde establecer jerarquías o aplicar la casuística en la evaluación
-indispensable para no cometer injusticias con quien no se debe-, ni sopesar relaciones
del tipo “¿en dónde enseño?” versus “¿a quién le enseño?”. Al pedagogo de
desidiosos y mediocres corresponde, en cambio, hacer uso del único rasero
válido en circunstancias de total improducción del estudiante: la reprobación
fulminante. Únicamente así, generando en el niño y el adolescente la
consciencia de que el esfuerzo genuino en el aprendizaje más temprano que tarde
habrá de conducirlos al rigor, ulterior finalidad de la academia, esos dos
vicios -uno en realidad- de pésimos estudiantes y peores profesores, algún día
podrían ser extirpados de nuestros sistemas educativos: un sueño, para qué
engañarnos, con apariencia de imposibilidad.
“¿Cómo le enseño?”
¿En qué momento la lúdica deviene ludopatía en el salón de clases? ¿Por
qué se suele afirmar que de nada sirve el qué sin el cómo en la docencia? ¿Cuál
es el motivo de que sean tan sumamente escasos los profesores que de veras
pueden descollar en cualquier nivel educativo y tantos los especialistas en uno
solo, para no hablar de los que no son especialistas en nada?
En este mundo cada vez más globalizado, la industria del entretenimiento
cobra día por día mayor importancia y más adeptos con apariencia más bien de
víctimas: hay que erradicar el aburrimiento a como dé lugar de nuestras vidas;
no hay que dejarlo entrar ni en nuestras casas, ni mucho menos en nuestros
lugares de trabajo o en la escuela. Bombardeados sin tregua por nuevos
adminículos y redes sociales que dizque sobrepujan a los de ayer en
posibilidades, niños, adolescentes, jóvenes y adultos de muy diversas edades en
ellos buscan refugio para evadírsele al estrés que les produce cualquier tipo
de disciplina o de esfuerzo intelectual. Y la consecuencia de tal desmadre, que
no es la única aunque sí la más visible, se traduce en dos fenómenos harto inquietantes:
el debilitamiento incontenible de la memoria y la tiranía de la dispersión
crónica, de los que pocos -cada vez menos- logran escapar.
Artífice de su propia trampa, la escuela y sus responsables -directivos,
docentes, padres de familia: la sociedad toda- abogan hoy por hoy con
impaciencia por una educación que privilegie, no la disciplina y el rigor
académico, sino la laxitud y la ley del menor esfuerzo, para no desentonar con
los tiempos livianos que corren. Y para congraciarse también con esos tiempos y
no parecer anacrónicos, demasiados profesores han asumido como propia la tarea
de motivar antes que la de formar, sin
comprender que “no se puede educar al niño sin contrariarle en mayor o menor
medida”, y que “para poder ilustrar su espíritu hay que formar antes su
voluntad y eso siempre duele bastante”, como acertadamente afirma don Fernando
Savater en El valor de educar, un libro que debiera ser lectura imprescindible
en cualquier facultad de educación.
Por si todo lo anterior fuera poco estropicio, y en consonancia con esa
urgencia de motivar como fin último
de la enseñanza, de la necesaria pedagogía lúdica o lúdica pedagógica que tan
buenos resultados rinde cuando se administra de conformidad con una adecuada
posología didáctica, tales docentes han permitido que se apoltrone en sus
clases una suerte de compulsión ludópata, la cual termina por condicionar aun
al educador que, consciente de los riesgos que semejante desmesura ocasiona,
acaba por sentirse vencido por ella. ¿Cómo contrarrestar en el estudiante la
idea esa de que las clases deben ser siempre divertidas y jamás monótonas?,
¿cómo hacerle entender que el juego, si bien necesario en muchos momentos de la
vida, perjudica en otros por inoportuno?, ¿de qué estrategia valerse para
hacerlo consciente de que “la mayoría de las cosas que la escuela debe enseñar
no pueden aprenderse jugando”?: otra aseveración no menos atinada del filósofo
y educador español. Pero mientras estos y otros interrogantes algún día -ojalá
no muy lejano- encuentran reflexión y debate en la academia, ocupémonos del
segundo aspecto propuesto para esta cuarta pregunta que todo pedagogo se debe
responder: el qué sin el cómo.
Ya se dijo en el presente artículo que no puede haber enseñanza posible
si su artífice, el docente, no cuenta con saberes de calidad y con
conocimientos pertinentes. Lo que no se ha dicho, empero, es que tenerlos no
garantiza el éxito de la docencia.
Pues bien: para nadie es un secreto que en facultades y departamentos de
prestigiosas universidades del mundo entero abundan los profesores cada vez más
preparados y con mejores credenciales académicas que exhibir, lo cual no
necesariamente conlleva que la calidad de la instrucción que imparten ellos en
ellas se incremente en proporción directa a los estudios e investigaciones que
adelantan. Y la razón de semejante paradoja, que no lo es, tal vez se pueda
resumir con palabras de Misión de la universidad, el lúcido ensayo publicado
por don José Ortega y Gasset en 1930, que concluye: “…Porque uno de los males traídos
por la confusión de ciencia y universidad ha sido entregar las cátedras, según
la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos
profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de
laboratorio o de archivo”. Una opinión que adolece ciertamente de
generalización, pero que nos ayuda a explicar una inexactitud que no se toma
por tal: la creencia de que todo aquel que posee saberes de calidad y
conocimientos pertinentes está en capacidad de comunicarlos idóneamente. Como
si el mero hecho de haber afrontado con éxito el aprendizaje graduara al
aprendiz de enseñante; como si al arte de enseñar llamado pedagogía se
accediera simplemente a fuerza de acumular diplomas.
No señores. Enseñar, como otro cualquier arte, intima, amén del trabajo
arduo del día a día, generosas cantidades de talento. No más hay que observar
con atención, para entender de qué va eso del talento, a un grupo de niños que
intentan comprender un juego nuevo, no ya para intuir, sino para saber a
ciencia cierta cuál o cuáles de los niños es o son los pedagogos del grupo. Sin
el menor esfuerzo y con desparpajo, el o los señalados, haciendo gala del
liderazgo que le es inherente a todo buen maestro, asume o asumen el rol de la
docencia, al tiempo que los demás niños a ella se pliegan, cual si de la
cuestión más natural se tratara. Lo que sucede es que la autoridad del educador
genuino, ese que nació para serlo, no se discute. (Y ojo que no estoy aquí
hablando de autoritarismo, dos términos que muchos confunden.)
Ahora bien, dos clases hay de pedagogos auténticos. Por un lado,
encontramos a ese que tras definir su sitio en la academia (profesor de
educación preescolar, primaria, secundaria o superior), a él se dedica en
cuerpo y alma y casi de por vida, imbuido de que su vocación reclama mucho más
que las cuarenta horas semanales que se consideran justas para un trabajador
medio. Por el otro, un poco más difícil de hallar que una guaca, se yergue el
maestro-educador-pedagogo, para quien la comodidad de un único nicho educativo
resulta inconveniente e irrespirable, a tal punto que, para no asfixiarse en
medio de la pequeñez de su especialidad, decide, como lo hiciera en su momento
nuestra impetuosa pedagoga de lenguas, recorrer uno después de otro, si es
posible todos los derroteros por los que se conduce la enseñanza: una misión,
no hace falta decirlo, reservada para muy pocos.
“¿Para qué le enseño?”
Los seres humanos, al contrario de los demás animales, necesitamos, en
el momento de emprender una empresa o un proyecto o un estudio, llenarnos de
razones: me lanzo a la presidencia para hacer Historia, pido un préstamo en el
banco para montar un negocio, estudio inglés para poder optar a una beca en el
exterior. Incluso cuando no hacemos “nada productivo”, ahí están las muy
porfiadas: no trabajo para no estresarme, no estudio para así poder jugar, no
hago ejercicio para no agitarme innecesariamente. Si los contáramos, nos
daríamos cuenta de que cada día de nuestras vidas está surcado, de comienzo a fin,
de esos “paras” que tienen por objeto justificar la subsistencia: duermo para
sentirme descansado, como para alimentarme, me alimento para no morir. Y la
existencia: me caso para formar una familia, me esfuerzo para que mis hijos
vivan bien, les doy una buena educación para que mañana velen por sí mismos. Ni
siquiera los suicidas, aquellos valientes para muchos y cobardes para otros
tantos, incumplen este precepto vital de los motivos, pues renuncian a la vida
“para dejar de sufrir”. Pero no es hora de renunciar sino de proseguir.
Como es natural, al pedagogo, acaso más que a cualquier otro
profesional, se le exige y de él se espera que tenga claridad meridiana sobre
las razones de su quehacer. ¿Para qué alfabetiza al niño?, ¿para qué instruye
al adolescente en eso que se da en llamar orientación vocacional?, ¿para qué le
exige una tesina o una monografía sustentada de grado al profesional o al
especialista o al magíster o al doctor? Y el pedagogo responde:
—Alfabetizo al niño para que logre, paso a paso, ir allanando su camino
en el conocimiento y cimentando sus procesos de aprendizaje, objetivos
imposibles sin esa primera alfabetización; instruyo al adolescente en eso que
también da en llamarse orientación profesional para que intente definir qué camino
tomar cuando hayan culminado sus estudios en la educación media y cuando haya
descartado hasta decantarse, si es posible por una, las que creía sus
inclinaciones vocacionales; exijo un trabajo de grado serio y riguroso al
profesional o al especialista o al magíster o al doctor para que demuestren, no
solo que son profesionales y especialistas y magísteres y doctores solventes,
con saberes de calidad y conocimientos pertinentes, sino para tratar de visualizar
en esas tesinas y en esas monografías los vestigios y las repercusiones de la
primera alfabetización y la orientación vocacional impartidas en su momento.
Vestigios y repercusiones que, se crea o no, aún subsisten en esas instancias.
Si a manera de epílogo del presente artículo le preguntáramos a nuestra
impetuosa pedagoga de lenguas (una maestra auténtica tipo 2, de aquellas que
son más difíciles de hallar que una guaca) para qué le enseña inglés al niño de
preescolar, nos diría: “Para ayudarlo a descubrir la magia de poder nombrar su
mundo de dos formas distintas”:
—Amo a mi mascota = I love my pet.
— ¿Y a la niña de escuela elemental pública?: “Para ayudarla a
comprender que lo que expresamos, bien en una lengua o bien en otra, no es
inocente sino que entraña intenciones”:
—Amo a mi perra porque ella me defiende = I love my female dog because
she defends me.
— ¿Y al muchacho de bachillerato bilingüe?: “Para ayudarlo a que
adquiera la fluidez característica del hablante autóctono medio, quien tampoco
se comunica con total corrección aunque sí con claridad”:
—Today, I gonna talk to you about…
— ¿Y a la
estudiante del departamento de ingeniería?: “Para intentar ayudarla a concluir
que, por muy buena ingeniera que sea, sus aspiraciones profesionales y
salariales se van a ver frustradas muy pronto debido a su impericia en el
dominio del inglés, la lengua universal de los negocios y de muchísimos, si no
de todos, los ámbitos profesionales”:
—I didn’t realize the importance of mastering English until I missed a
really tempting job opportunity abroad.
— ¿Y al
estudiante del departamento de lenguas modernas?: “Para ayudarlo a afianzar su
dominio de la lengua extranjera, que a su turno habrá de desempeñar un papel
protagónico en la consolidación de la calidad de sus saberes y la pertinencia
de sus conocimientos”:
—I expect, in the near future, to be able to work as a translator,
thanks to my mastery of the second most spoken language in the world, but the
first most powerful one of all!
— ¿Y a la
estudiante de licenciatura en inglés como segunda lengua?: “Para ayudarla no
solo a afianzar su dominio de la lengua extranjera, sino a comprender que su
misión como educadora debe partir de una reflexión profunda en torno a cinco
preguntas que todo pedagogo se debe responder (“¿qué enseño?”, “¿en dónde
enseño?”, “¿a quién le enseño?”, “¿cómo le enseño?” y “¿para qué le enseño?”),
y debe concluir -jamás concluye- con la puesta en práctica de los resultados de
esa reflexión, representados en cinco respuestas que, caso de ser el producto
de un análisis juicioso y pormenorizado de esos cinco interrogantes, garantizan
en buena medida el éxito de la docencia que se imparta”:
—Now I know that my success as a teacher of English mainly depends on
how pertinently I respond to five questions every educator is supposed to
reflect on, unless he or she is not really interested in succeeding pedagogically:
“what do I teach?,” “where do I teach?,” “whom do I teach?,” “how do I teach
him or her?” and “why do I teach him or her?”.